ࡱ> &` bjbj ??:::8r\Df@@^^^^^^       hn Sg^^SgSg ^^ уууSg~ ^^ уSg ууу^ &:tу 60fу|߂|у|у8^#^у@!L51^^^  yX^^^fSgSgSgSgD EL SEGUNDO SEXO. Simone de Beauvoir.   EL SEGUNDO SEXO I. (LE DEUXIME SEXE I) A JACQUES BOST. Existe un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer. PITGORAS. Todo cuanto sobre las mujeres han los hombres debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez. POULAN DE LA BARRE. NOTA: Este libro ha sido escrito durante los aos 19481949. Cuando empleo las palabras ahora, recientemente, etc., me refiero a ese perodo. Ello explica tambin que no cite ninguna obra publicada despus de 1949. INTRODUCCIN. DURANTE mucho tiempo dud en escribir un libro sobre la mujer. El tema es irritante, sobre todo para las mujeres; pero no es nuevo. La discusin sobre el feminismo ha hecho correr bastante tinta; actualmente est punto menos que cerrada: no hablemos ms de ello. Sin embargo, todava se habla. Y no parece que las voluminosas estupideces vertidas en el curso de este ltimo siglo hayan aclarado mucho el problema. Por otra parte, es que existe un problema? En qu consiste? Hay siquiera mujeres? Cierto que la teora del eterno femenino cuenta todava con adeptos; estos adeptos cuchichean: Incluso en Rusia, ellas siguen siendo mujeres. Pero otras gentes bien informadas incluso las mismas algunas veces suspiran: La mujer se pierde, la mujer est perdida. Ya no se sabe a ciencia cierta si an existen mujeres, si existirn siempre, si hay que desearlo o no, qu lugar ocupan en el mundo, qu lugar deberan ocupar. Dnde estn las mujeres?, preguntaba recientemente una revista no peridica (1). Pero, en primer lugar, qu es una mujer? Tota mulier in utero: es una matriz, dice uno [TOTA MULIER EST IN UTERO: Toda la mujer consiste en el tero. Para indicar que la mujer est condicionada por su constitucin biolgica.] Sin embargo, hablando de ciertas mujeres, los conocedores decretan: No son mujeres, pese a que tengan tero como las otras. Todo el mundo est de acuerdo en reconocer que en la especie humana hay hembras; constituyen hoy, como antao, la mitad, aproximadamente, de la Humanidad; y {15}, sin embargo, se nos dice que la feminidad est en peligro; se nos exhorta: Sed mujeres, seguid siendo mujeres, convertos en mujeres. As, pues, todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad. Esta feminidad la secretan los ovarios? O est fijada en el fondo de un cielo platnico? Basta el froufrou de una falda para hacer que descienda a la Tierra? Aunque ciertas mujeres se esfuerzan celosamente por encarnarla, jams se ha encontrado el modelo. Se la describe de buen grado en trminos vagos y espejeantes que parecen tomados del vocabulario de los videntes. En tiempos de Santo Toms, apareca como una esencia tan firmemente definida como la virtud adormecedora de la adormidera. Pero el conceptualismo ha perdido terreno: las ciencias biolgicas y sociales ya no creen en la existencia de entidades inmutablemente fijas que definiran caracteres determinados, tales como los de la mujer, el judo o el negro; consideran el carcter como una reaccin secundaria ante una situacin. Si ya no hay hoy feminidad, es que no la ha habido nunca. Significa esto que la palabra mujer carece de todo contenido? Es lo que afirman enrgicamente los partidarios de la filosofa de las luces, del racionalismo, del nominalismo: las mujeres seran solamente entre los seres humanos aquellos a los que arbitrariamente se designa con la palabra mujer; las americanas en particular piensan que la mujer, como tal, ya no tiene lugar; si alguna, con ideas anticuadas, se tiene todava por mujer, sus amigas le aconsejan que consulte con un psicoanalista, para que se libre de semejante obsesin. A propsito de una obra, por lo dems irritante, titulada Modern Woman: a lost sex, Dorothy Parker ha escrito: No puedo ser justa con los libros que tratan de la mujer en tanto que tal... Pienso que todos nosotros, tanto hombres como mujeres, quienes quiera que seamos, debemos ser considerados como seres humanos. (1) Desaparecida hoy; se llamaba Franchise. Pero el nominalismo es una doctrina un poco corta; y a los antifeministas les es muy fcil demostrar que las mujeres no son hombres. Desde luego, la mujer es, como el hombre {16}, un ser humano; pero tal afirmacin es abstracta; el hecho es que todo ser humano concreto est siempre singularmente situado. Rechazar las nociones de eterno femenino, de alma negra, de carcter judo, no es negar que haya hoy judos, negros, mujeres; esa negacin no representa para los interesados una liberacin, sino una huida inautntica. Est claro que ninguna mujer puede pretender sin mala fe situarse por encima de su sexo. Una conocida escritora rehus hace unos aos permitir que su retrato apareciese en una serie de fotografas consagradas precisamente a las mujeres escritoras: quera que se la situase entre los hombres; mas, para obtener ese privilegio, tuvo que recurrir a la influencia de su marido. Las mujeres que afirman que son hombres, no reclaman por ello menos miramientos y homenajes masculinos. Me acuerdo tambin de aquella joven trotskista de pie en una tribuna, en medio de un mitin borrascoso, que se aprestaba a dar un puetazo sobre el tablero, a pesar de su evidente fragilidad; ella negaba su debilidad femenina, pero lo haca por amor a un militante del cual se quera igual. La actitud de desafo en que se crispan las americanas demuestra que estn obsesionadas por el sentimiento de su feminidad. Y en verdad basta pasearse con los ojos abiertos para comprobar que la Humanidad se divide en dos categoras de individuos cuyos vestidos, rostro, cuerpo, sonrisa, porte, intereses, ocupaciones son manifiestamente diferentes. Acaso tales diferencias sean superficiales; tal vez estn destinadas a desaparecer. Lo que s es seguro es que, por el momento, existen con deslumbrante evidencia. Si su funcin de hembra no basta para definir a la mujer, si rehusamos tambin explicarla por el eterno femenino y si, no obstante, admitimos que, aunque sea a ttulo provisional, hay mujeres en la Tierra, tendremos que plantearnos la pregunta: qu es una mujer? El mismo enunciado del problema me sugiere inmediatamente una primera respuesta. Es significativo que yo lo plantee. A un hombre no se le ocurrira la idea de escribir un libro sobre la singular situacin que ocupan los varones en {17} la Humanidad (1). Si quiero definirme, estoy obligada antes de nada a declarar: Soy una mujer; esta verdad constituye el fondo del cual se extraern todas las dems afirmaciones. Un hombre no comienza jams por presentarse como individuo de un determinado sexo: que l sea hombre es algo que se da por supuesto. Es solo de una manera formal, en los registros de las alcaldas y en las declaraciones de identidad, donde las rbricas de masculino y femenino aparecen como simtricas. La relacin de los dos sexos no es la de dos electricidades, la de dos polos: el hombre representa a la vez el positivo y el neutro, hasta el punto de que en francs se dice los hombres para designar a los seres humanos, habindose asimilado la acepcin singular de la palabra vir a la acepcin general de la palabra homo. La mujer aparece como el negativo, ya que toda determinacin le es imputada como limitacin, sin reciprocidad. A veces, en el curso de discusiones abstractas, me ha irritado or que los hombres me decan: Usted piensa tal cosa porque es mujer. Pero yo saba que mi nica defensa consista en replicar: Lo pienso as porque es verdad, eliminando de ese modo mi subjetividad. No era cosa de contestar: Y usted piensa lo contrario porque es hombre, ya que se entiende que el hecho de ser hombre no es una singularidad; un hombre est en su derecho de serlo; es la mujer la que est en la sinrazn. Prcticamente, lo mismo que para los antiguos haba una vertical absoluta con relacin a la cual se defina la oblicua, as tambin hay un tipo humano absoluto que es el tipo masculino. La mujer tiene ovarios, un tero; he ah condiciones singulares que la encierran en su subjetividad; se dice tranquilamente que piensa con sus glndulas. El hombre se olvida olmpicamente de que su anatoma comporta tambin hormonas, testculos. Considera su cuerpo como una relacin directa y normal con el mundo que l cree aprehender en su objetividad, mientras considera el cuerpo de la mujer como apesadumbrado por todo cuanto {18} lo especifica: un obstculo, una crcel. La mujer es mujer en virtud de cierta falta de cualidades deca Aristteles. Y debemos considerar el carcter de las mujeres como adoleciente de una imperfeccin natural. Y, a continuacin, Santo Toms decreta que la mujer es un hombre fallido, un ser ocasional. Eso es lo que simboliza la historia del Gnesis, donde Eva aparece como extrada, segn frase de Bossuet, de un hueso supernumerario de Adn. La Humanidad es macho, y el hombre define a la mujer no en s misma, sino con relacin a l; no la considera como un ser autnomo. La mujer, el ser relativo..., escribe Michelet. Y as lo afirma Benda en el Rapport d'Uriel: El cuerpo del hombre tiene sentido por s mismo, abstraccin hecha del de la mujer, mientras este ltimo parece desprovisto de todo sentido si no se evoca al macho... El hombre se piensa sin la mujer. Ella no se piensa sin el hombre. Y ella no es otra cosa que lo que el hombre decida que sea; as se la denomina el sexo, queriendo decir con ello que a los ojos del macho aparece esencialmente como un ser sexuado: para l, ella es sexo; por consiguiente, lo es absolutamente. La mujer se determina y se diferencia con relacin al hombre, y no este con relacin a ella; la mujer es lo inesencial frente a lo esencial. El es el Sujeto, l es lo Absoluto; ella es lo Otro (2){19}. (1) El informe Kinsey, por ejemplo, se limita a definir las caractersticas sexuales del hombre norteamericano, lo cual es completamente diferente. (2) Esta idea ha sido expresada en su forma ms explcita por E. Lvinas en su ensayo sobre Le Temps et l'Autre. Se expresa as: No habra una situacin en la cual la alteridad fuese llevada por un ser a un titulo positivo, como esencia? Cul es la alteridad que no entra pura y simplemente en la oposicin de las dos especies del mismo gnero? Creo que lo contrario absolutamente contrario, cuya contrariedad no es afectada en absoluto por la relacin que puede establecerse entre l y su correlativo, la contrariedad que permite al trmino permanecer absolutamente otro, es lo femenino. El sexo no es una diferencia especfica cualquiera... La diferencia de los sexos tampoco es una contradiccin...; no es tampoco la dualidad de dos trminos complementarios, porque dos trminos complementarios suponen un todo preexistente... La alteridad se cumple en lo femenino. Trmino del mismo rango, pero de sentido opuesto a la conciencia. Supongo que el seor Lvinas no olvida que la mujer es tambin, para s, conciencia. Sin embargo, es chocante que adopte deliberadamente un punto de vista de hombre, sin sealar la reciprocidad entre el sujeto y el objeto. Cuando escribe que la mujer es misterio, sobrentiende que es misterio para el hombre. De tal modo que esta descripcin, que se quiere subjetiva, es en realidad una afirmacin del privilegio masculino. La categora de lo Otro es tan original como la conciencia misma. En las sociedades ms primitivas, en las mitologas ms antiguas, siempre se encuentra un dualismo que es el de lo Mismo y lo Otro; esta divisin no se puso en un principio bajo el signo de la divisin entre los sexos, no depende de ningn dato emprico: eso es lo que resalta, entre otros, en los trabajos de Granet sobre el pensamiento chino, y en los de Dumzil sobre la India y Roma. En las parejas VarunaMitra, UranoZeus, SolLuna, DaNoche no est involucrado en principio ningn elemento femenino, como tampoco lo est en la oposicin entre el Bien y el Mal, entre principios fastos y nefastos, entre la derecha y la izquierda, entre Dios y Lucifer; la alteridad es una categora fundamental del pensamiento humano. Ninguna colectividad se define jams como Una sin colocar inmediatamente enfrente a la Otra. Bastan tres viajeros reunidos por azar en un mismo compartimiento, para que el resto de los viajeros se conviertan en otros vagamente hostiles. Para el aldeano, todos los que no pertenecen a su aldea son otros, de quienes hay que recelar; para el nativo de un pas, los habitantes de los pases que no son el suyo aparecen como extranjeros; los judos son otros para el antisemita, los negros lo son para los racistas norteamericanos, los indgenas para los colonos, los proletarios para las clases poseedoras. Al final de un profundo estudio sobre las diversas figuras de las sociedades primitivas, LviStrauss ha podido concluir: El paso del estado de naturaleza al estado de cultura se define por la aptitud del hombre para considerar las relaciones biolgicas bajo la forma de sistemas de oposicin: dualidad, alternancia, oposicin y simetra, ora se presenten bajo formas definidas, ora lo hagan bajo formas vagas, constituyen no tanto fenmenos que haya que explicar como los datos fundamentales e inmediatos de la realidad social (1). Estos fenmenos no se comprenderan si la realidad {20} humana fuese exclusivamente un mitsein basado en la solidaridad y la amistad. Se aclaran, por el contrario, si, siguiendo a Hegel, se descubre en la conciencia misma una hostilidad fundamental con respecto a toda otra conciencia; el sujeto no se plantea ms que oponindose: pretende afirmarse como lo esencial y constituir al otro en inesencial, en objeto. Pero la otra conciencia le opone una pretensin recproca; cuando viaja, el nativo se percata, escandalizado, de que en los pases vecinos hay nativos que le miran, a su vez, como extranjero; entre aldeas, clanes, naciones, clases, hay guerras, potlatchs, negociaciones, tratados, luchas, que despojan la idea de lo Otro de su sentido absoluto y descubren su relatividad; de buen o mal grado, individuos y grupos se ven obligados a reconocer la reciprocidad de sus relaciones. Cmo es posible, entonces, que esta reciprocidad no se haya planteado entre los sexos, que uno de los trminos se haya afirmado como el nico esencial, negando toda relatividad con respecto a su correlativo, definiendo a este como la alteridad pura? Por qu no ponen en discusin las mujeres la soberana masculina? Ningn sujeto se plantea, sbita y espontneamente, como lo inesencial; no es lo Otro lo que, al definirse como Otro, define lo Uno, sino que es planteado como Otro por lo Uno, al plantearse este como Uno. Mas, para que no se produzca el retorno de lo Otro a lo Uno, es preciso que lo Otro se someta a este punto de vista extrao. De dnde le viene a la mujer esta sumisin? (1) Vase C. LVISTRAUSS: Les Structures lmentaires de la Parent. Agradezco a C. LviStrauss la gentileza de haberme dado a conocer las pruebas de su tesis, que, entre otras, he utilizado ampliamente en la parte segunda, pgs. 83102. Existen otros casos en que, durante un tiempo ms o menos prolongado, una categora consigue dominar completamente a otra. Es la desigualdad numrica la que, con frecuencia, confiere ese privilegio: la mayora impone su ley a la minora o la persigue. Pero las mujeres no son, como los negros de Norteamrica, o los judos, una minora: en la Tierra hay tantas mujeres como hombres. Sucede tambin, a menudo, que los dos grupos en presencia han sido independientes al principio: en otros tiempos se ignoraban, o cada cual admita la autonoma del otro; ha sido un acontecimiento {21} histrico el que ha subordinado el ms dbil al ms fuerte: la dispora juda, la introduccin de la esclavitud en Amrica, las conquistas coloniales son hechos acaecidos en fecha conocida. En tales casos, para los oprimidos ha habido un antes; tienen en comn un pasado, una tradicin, a veces una religin, una cultura. En este sentido, el acercamiento establecido por Bebel entre las mujeres y el proletariado sera el mejor fundado: tampoco los proletarios se hallan en inferioridad numrica y jams han constituido una colectividad separada. Sin embargo, a falta de un acontecimiento, es un desarrollo histrico lo que explica su existencia como clase y lo que informa respecto a la distribucin de esos individuos en esa clase. No siempre ha habido proletarios, pero siempre ha habido mujeres; estas lo son por su constitucin fisiolgica; por mucho que remontemos el curso de la Historia, siempre las veremos subordinadas al hombre: su dependencia no es resultado de un acontecimiento o de un devenir; no es algo que haya llegado. Y, en parte, porque escapa al carcter accidental del hecho histrico, la alteridad aparece aqu como un absoluto. Una situacin que se ha creado a travs del tiempo puede deshacerse en otro tiempo: los negros de Hait, entre otros, lo han probado cumplidamente; por el contrario, parece como si una condicin natural desafiase al cambio. En verdad, la Naturaleza, lo mismo que la realidad histrica, no es un dato inmutable. Si la mujer se descubre como lo inesencial que jams retorna a lo esencial, es porque ella misma no realiza ese retorno. Los proletarios dicen nosotros; los negros, tambin. Presentndose como sujetos, transforman en otros a los burgueses, a los blancos. Las mujeres salvo en ciertos congresos, que siguen siendo manifestaciones abstractas no dicen nosotras; los hombres dicen las mujeres y estas toman estas palabras para designarse a s mismas; pero no se sitan autnticamente como Sujeto. Los proletarios han hecho la revolucin en Rusia; los negros, en Hait; los indochinos luchan en Indochina: la accin de las mujeres no ha sido jams sino una agitacin simblica, y no han obtenido ms que lo que los hombres han tenido a {22} bien otorgarles; no han tomado nada: simplemente han recibido (1). Y es que las mujeres carecen de los medios concretos para congregarse en una unidad que se afirmara al oponerse. Carecen de un pasado, de una historia, de una religin que les sean propios, y no tienen, como los proletarios, una solidaridad de trabajo y de intereses; ni siquiera existe entre ellas esa promiscuidad espacial que hace de los negros de Norteamrica, de los judos de los guetos y de los obreros de SaintDenis o de las fbricas Renault, una comunidad. Viven dispersas entre los hombres, atadas por el medio ambiente, el trabajo, los intereses econmicos, la condicin social, a ciertos hombres padre o marido ms estrechamente que a las dems mujeres. Burguesas, son solidarias de los burgueses y no de las mujeres proletarias; blancas, lo son de los hombres blancos y no de las mujeres negras. El proletariado podra proponerse llevar a cabo la matanza de la clase dirigente; un judo o un negro fanticos podran soar con acaparar el secreto de la bomba atmica y hacer una Humanidad enteramente juda o enteramente negra: la mujer, ni siquiera en sueos puede exterminar a los varones. El vnculo que la une a sus opresores no es comparable a ningn otro. La divisin de los sexos es, en efecto, un hecho biolgico, no un momento de la historia humana. Ha sido en el seno de un mitsein original donde su oposicin se ha dibujado, y ella no la ha roto. La pareja es una unidad fundamental cuyas dos mitades estn remachadas una con otra: no es posible ninguna escisin en la sociedad por sexos. Eso es lo que caracteriza fundamentalmente a la mujer: ella es lo Otro en el corazn de una totalidad cuyos dos trminos son necesarios el uno para el otro. (1) Vase parte segunda, captulo V. Podra imaginarse que esta reciprocidad facilitase su liberacin; cuando Hrcules hila la lana a los pies de Onfalia, su deseo le encadena: por qu no logra Onfalia adquirir un poder duradero? Para vengarse de Jasn, Medea mata a sus hijos; esa salvaje leyenda sugiere que del vnculo que la une al nio la mujer habra podido extraer un temible ascendiente {23}. Aristfanes ha imaginado jocosamente, en Lisstrata, una asamblea de mujeres donde estas intentan explotar, en comn y con fines sociales, la necesidad que de ellas tienen los hombres; pero solo se trata de una comedia. La leyenda que pretende que las sabinas raptadas opusieron a sus raptores una obstinada esterilidad cuenta igualmente que, al azotarlas con correas de cuero, los hombres doblegaron mgicamente su resistencia. La necesidad biolgica deseo sexual y deseo de posteridad que sita al macho bajo la dependencia de la hembra, no ha liberado socialmente a la mujer. El amo y el esclavo tambin estn unidos por una necesidad econmica recproca, que no libera al esclavo. Y es que, en la relacin entre el amo y el esclavo, el amo no se plantea la necesidad que tiene del otro: detenta el poder de satisfacer esa necesidad y no le mediatiza; por el contrario, el esclavo, en su dependencia, esperanza o temor, interioriza la necesidad que tiene del amo; pero, aunque la urgencia de la necesidad fuese igual en ambos, siempre acta en favor del opresor frente al oprimido. Ello explica que la liberacin de la clase obrera, por ejemplo, haya sido tan lenta. Ahora bien, la mujer siempre ha sido, si no la esclava del hombre, al menos su vasalla; los dos sexos jams han compartido el mundo en pie de igualdad; y todava hoy, aunque su situacin est evolucionando, la mujer tropieza con graves desventajas. En casi ningn pas es idntico su estatuto legal al del hombre; y, con frecuencia, su desventaja con respecto a aquel es muy considerable. Incluso cuando se le reconocen en abstracto algunos derechos, una larga costumbre impide que encuentre en los usos corrientes su expresin concreta. Econmicamente, hombres y mujeres casi constituyen dos castas distintas; en igualdad de condiciones, los primeros disfrutan situaciones ms ventajosas, salarios ms elevados, tienen ms oportunidades de xito que sus competidoras de fecha reciente; en la industria, la poltica, etc., ocupan un nmero mucho mayor de puestos, y son ellos quienes ocupan los ms importantes. Adems de los poderes concretos que poseen, estn revestidos de un prestigio cuya tradicin mantiene toda la educacin del nio: el presente envuelve al pasado {24}, y en el pasado toda la Historia la han hecho los varones. En el momento en que las mujeres empiezan a participar en la elaboracin del mundo, ese mundo es todava un mundo que pertenece a los hombres: ellos no lo dudan, ellas lo dudan apenas. Negarse a ser lo Otro, rehusar la complicidad con el hombre, sera para ellas renunciar a todas las ventajas que puede procurarles la alianza con la casta superior. El hombre soberano proteger materialmente a la mujerligia y se encargar de justificar su existencia: junto con el riesgo econmico evita ella el riesgo metafsico de una libertad que debe inventar sus fines sin ayuda. En efecto, al lado de la pretensin de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es una pretensin tica, tambin hay en l la tentacin de huir de su libertad para constituirse en cosa; es ese un camino nefasto, en cuanto que pasivo, alienado y perdido; resulta entonces presa de voluntades extraas, cercenado de su trascendencia, frustrado de todo valor. Pero es un camino fcil: as se evitan la angustia y la tensin de una existencia autnticamente asumida. El hombre que constituye a la mujer en un Otro, hallar siempre en ella profundas complicidades. As, pues, la mujer no se reivindica como sujeto, porque carece de los medios concretos para ello, porque experimenta el lazo necesario que la une al hombre sin plantearse reciprocidad alguna, y porque a menudo se complace en su papel de Otro. Y he aqu que surge inmediatamente esta pregunta: cmo ha empezado toda esa historia? Se comprende que la dualidad de los sexos, como toda dualidad, se halla manifestado mediante un conflicto. Y se comprende que si uno de los dos logra imponer su superioridad, esta se establezca como absoluta. Pero queda por explicar que fuera el hombre quien ganase desde el principio. Pudiera haber ocurrido que las mujeres obtuviesen la victoria, o que jams se hubiera resuelto la contienda. De dnde proviene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solamente hoy empiecen a cambiar las cosas? Y este cambio es un bien? Traer o no traer un reparto equitativo del inundo entre hombres y mujeres {25}? Estas preguntas distan mucho de ser nuevas, y ya se les ha dado numerosas respuestas; pero precisamente el solo hecho de que la mujer sea lo Otro refuta todas las justificaciones que de ello puedan haber presentado jams los hombres, ya que, evidentemente, les eran dictadas por su propio inters. Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez, dijo en el siglo XVII Poulain de la Barre, feminista poco conocido. Por doquier, en todo tiempo, el varn ha ostentado la satisfaccin que le produca sentirse rey de la Creacin. Bendito sea Dios nuestro Seor y Seor de todos los mundos, por no haberme hecho mujer, dicen los judos en sus oraciones matinales; mientras sus esposas murmuran con resignacin: Bendito sea el Seor, que me ha creado segn su voluntad. Entre los beneficios que Platn agradeca a los dioses, el primero era que le hubiesen creado libre y no esclavo, y el segundo, hombre y no mujer. Pero los varones no habran podido gozar plenamente de ese privilegio si no lo hubiesen considerado fundado en lo absoluto y en la eternidad: del hecho de su supremaca han procurado derivar un derecho. Siendo hombres quienes han hecho y compilado las leyes, han favorecido a su sexo, y los jurisconsultos han convertido las leyes en principios, aade Poulain de la Barre. Legisladores, sacerdotes, filsofos, escritores y eruditos, todos ellos se han empeado en demostrar que la condicin subordinada de la mujer era voluntad del Cielo y provechosa para la Tierra. Las religiones inventadas por los hombres reflejan esa voluntad de dominacin: han sacado armas de las leyendas de Eva, de Pandora; han puesto la filosofa y la teologa a su servicio, como se ha visto por las frases de Aristteles y de Santo Toms que hemos citado. Desde la Antigedad, satricos y moralistas se han complacido en trazar el cuadro de las flaquezas femeninas. Conocidas son las violentas requisitorias que contra ellas se han dirigido a travs de toda la literatura francesa: Montherlant recoge, con menos inspiracin, la tradicin de Jean de Meung. Semejante hostilidad parece a veces fundada, a menudo gratuita; en verdad, recubre una {26} voluntad de autojustificacin ms o menos hbilmente enmascarada. Es ms fcil acusar a un sexo que excusar al otro, dice Montaigne. En ciertos casos, el proceso es evidente. Resulta significativo, por ejemplo, que, para limitar los derechos de la mujer, el cdigo romano invoque la imbecilidad, la fragilidad del sexo en el momento en que, por debilitamiento de la familia, aquella se convierte en un peligro para los herederos varones. Resulta chocante que en el siglo XVI, para mantener bajo tutela a la mujer casada, se apele a la autoridad de San Agustn, declarando que la mujer es una bestia que no es ni firme ni estable, en tanto que a la soltera se la reconoce con capacidad para administrar sus bienes. Montaigne comprendi perfectamente lo arbitrario e injusto de la suerte asignada a la mujer: Las mujeres no dejan de tener razn en absoluto cuando rechazan las normas que se han introducido en el mundo, tanto ms cuanto han sido los hombres quienes las han hecho sin ellas. Naturalmente, entre ellas y nosotros hay intrigas y querellas. Pero Montaigne no llega hasta el extremo de erigirse en su campen. Solamente en el siglo XVIII hombres profundamente demcratas encaran la cuestin con objetividad. Diderot, entre otros, se propone demostrar que la mujer es un ser humano igual que el hombre. Un poco ms tarde, Stuart Mill la defiende con ardor. Pero estos filsofos son de una imparcialidad excepcional. En el siglo XIX, la cuestin del feminismo se convierte nuevamente en una cuestin de partidos; una de las consecuencias de la Revolucin Industrial fue la participacin de la mujer en el trabajo productor: en ese momento las reivindicaciones feministas se salen del dominio terico, encuentran bases econmicas; sus adversarios se vuelven ms agresivos; aunque la propiedad de bienes races fuera en parte destronada, la burguesa se aferra a la vieja moral, que ve en la solidez de la familia la garanta de la propiedad privada, y reclama a la mujer en el hogar tanto ms speramente cuanto su emancipacin se vuelve una verdadera amenaza; en el seno mismo de la clase obrera, los hombres intentaron frenar esa liberacin, puesto que las mujeres se les presentaban como peligrosas {27} competidoras, tanto ms cuanto que estaban habituadas a trabajar por bajos salarios (1). Para demostrar la inferioridad de la mujer, los antifeministas apelaron entonces, no solo a la religin, la filosofa y la teologa, como antes, sino tambin a la ciencia: biologa, psicologa experimental, etc. A lo sumo, se consenta en conceder al otro sexo la igualdad en la diferencia. Esta frmula, que ha hecho fortuna, es muy significativa: es exactamente la que utilizan a propsito de los negros de Norteamrica las leyes Jim Crow. Ahora bien, esta segregacin supuestamente igualitaria no ha servido ms que para introducir las discriminaciones ms extremadas. Esta coincidencia no tiene nada de casual; ya se trate de una raza, de una casta, de una clase, de un sexo, reducidos a una situacin de inferioridad, los procesos de justificacin son los mismos. El eterno femenino es homlogo del alma negra y del carcter judo. Por otro lado, el problema judo, en su conjunto, es muy diferente de los otros dos: para el antisemita, el judo no es tanto un ser inferior como un enemigo, y no le reconoce en este mundo ningn lugar que le sea propio; ms bien lo que desea es aniquilarlo. Sin embargo, hay profundas analogas entre la situacin de las mujeres y la de los negros: unas y otros se emancipan hoy de un mismo paternalismo, y la en otros tiempos casta de amos quiere mantenerlos en su lugar, es decir, en el lugar que ha elegido para ellos; en ambos casos, se deshace en elogios ms o menos sinceros sobre las virtudes del buen negro de alma inconsciente, pueril, reidora, del negro resignado y de la mujer verdaderamente mujer, es decir, frvola, pueril, irresponsable: la mujer sometida al hombre. En ambos casos, extrae argumentos del estado de hecho que ha creado. Conocida es la ocurrencia de Bernard Shaw: El norteamericano blanco dice en sustancia relega al negro a la condicin de limpiabotas, y de ello deduce que solo sirve para limpiar las botas. Se tropieza con este crculo vicioso en todas las circunstancias anlogas: cuando un individuo o grupo de individuos es {28} mantenido en situacin de inferioridad, el hecho es que es inferior; pero sera preciso entenderse sobre el alcance de la palabra ser; la mala fe consiste en darle un valor sustancial cuando tiene el sentido dinmico hegeliano: ser es haber devenido, es haber sido hecho tal y como uno se manifiesta; s, las mujeres, en conjunto, son hoy inferiores a los hombres, es decir, que su situacin les ofrece menos posibilidades: el problema consiste en saber si semejante estado de cosas debe perpetuarse. (1) Vase parte segunda, pgs. 196198. Muchos hombres as lo desean: no todos han arrojado todava las armas. La burguesa conservadora sigue viendo en la emancipacin de la mujer un peligro que amenaza su moral y sus intereses. Ciertos varones temen la competencia femenina. En el HebdoLatin, un estudiante declaraba el otro da: Toda estudiante que logra el ttulo de mdica o abogada nos roba un puesto de trabajo. Este joven no pone en duda sus derechos sobre este mundo. No son exclusivamente los intereses econmicos los que intervienen en el asunto. Uno de los beneficios que la opresin asegura a los opresores es que el ms humilde de ellos se siente superior: un pobre blanco del sur de Estados Unidos tiene el consuelo de decirse que no es un sucio negro, y los blancos ms afortunados explotan hbilmente ese orgullo. De igual modo, el ms mediocre de los varones se considera un semidis ante las mujeres. Le era mucho ms fcil al seor de Montherlant considerarse un hroe cuando se encaraba con mujeres (por lo dems elegidas a propsito) que cuando tena que desempear el papel de hombre entre hombres, papel que muchas mujeres han representado mejor que l. As, en septiembre de 1948, en uno de sus artculos en el Figaro Littraire, Claude Mauriac cuya poderosa originalidad todo el mundo admira ha podido escribir (2) a propsito de las mujeres: Escuchamos con un tono (sic!) de corts indiferencia... a la ms brillante de ellas, sabiendo perfectamente que su espritu refleja de manera ms o menos deslumbrante ideas que provienen de nosotros. Evidentemente {29}, no son las ideas de Claude Mauriac las que refleja su interlocutora, ya que no se le conoce ninguna; que ella refleje ideas provenientes de los hombres, es posible: entre los mismos varones, ms de uno hay quien tiene por suyas opiniones que no ha inventado; podra uno preguntarse si Claude Mauriac no tendra inters en conversar con un buen reflejo de Descartes, de Marx, de Gide, antes que consigo mismo; lo notable es que, por el equvoco del nosotros, se identifique con San Pablo, Hegel, Lenin, Nietzsche, y que desde lo alto de la grandeza de estos considere con desdn al rebao de mujeres que osan hablarle en pie de igualdad; a decir verdad, conozco a ms de una que no tendra la paciencia de conceder al seor Mauriac un tono de corts indiferencia. (2) O al menos crea poderlo. He insistido en este ejemplo, porque en el mismo la ingenuidad masculina desarma a cualquiera. Hay otras muchas maneras ms sutiles para que los hombres aprovechen la alteridad de la mujer. Para todos aquellos que padecen complejo de inferioridad, hay ah un linimento milagroso: con respecto a las mujeres, nada hay ms arrogante, agresivo o desdeoso que un hombre inquieto por su virilidad. Aquellos a quienes no intimidan sus semejantes estn tambin mucho ms dispuestos a reconocer en la mujer un semejante; aun a estos, sin embargo, el mito de la Mujer, de lo Otro, les es caro por muchas razones (1); no podra censurrseles por no sacrificar de buen grado todos los beneficios que extraen de ello: saben lo que pierden al renunciar a la mujer tal y como la suean; pero ignoran lo que les aportar la mujer tal y como ser maana. Se precisa mucha abnegacin {30} para negarse a aparecer como Sujeto nico y absoluto. Por otra parte, la inmensa mayora de los hombres no asume explcitamente esa pretensin. No sitan a la mujer como un ser inferior: hoy da estn demasiado penetrados del ideal democrtico para no reconocer como iguales a todos los seres humanos. En el seno de la familia, la mujer aparece a los ojos del nio, del muchacho, como revestida de la misma dignidad social que los adultos varones; despus, ese nio, ya mayor, ha experimentado en el deseo y el amor la resistencia y la independencia de la mujer deseada y amada; casado, respeta en su mujer a la esposa, a la madre, y, en la experiencia concreta de la vida conyugal, ella se afirma frente a l como una libertad. As, pues, el hombre puede persuadirse de que ya no existe entre los sexos una jerarqua social, y de que, en conjunto, a travs de las diferencias, la mujer es una igual. Como, no obstante, observa ciertas inferioridades la ms importante de las cuales es la incapacidad profesional, las atribuye a la naturaleza. Cuando observa respecto a la mujer una actitud de colaboracin y benevolencia, tematiza el principio de la igualdad abstracta; pero la desigualdad concreta que observa no la plantea. Sin embargo, cuando entra en conflicto con ella, la situacin se invierte: tematizar la desigualdad concreta y ello le autorizar incluso para negar la igualdad abstracta (2). (1) El artculo de Michel Carrouges sobre este tema, aparecido en el nmero 292 de Cahiers du Sud, es significativo. Escribe Carrouges con indignacin: Quisieran que no existiese en absoluto el mito de la mujer, sino solamente una cohorte de cocineras, comadronas, rameras, escritorcillas, en funciones de placer o de utilidad! Es tanto como decir que, segn l, la mujer no tiene existencia por si misma; considera solamente su funcin en el mundo de los varones. Su finalidad est en el hombre; entonces, en efecto, puede preferirse su funcin potica a cualquier otra. La cuestin consiste precisamente en saber por qu hay que definirla con relacin al hombre. (2) El hombre declara, por ejemplo, que no encuentra a su mujer en nada disminuida porque carezca de un oficio: los quehaceres del hogar son tan nobles, etc. No obstante, en la primera disputa, exclama: Sin m, serias incapaz de ganarte la vida! Es as como muchas mujeres afirman con una cuasi buena fe que las mujeres son las iguales del hombre y que no tienen nada que reivindicar; pero al mismo tiempo sostienen que las mujeres jams podrn ser las iguales del hombre y que sus reivindicaciones son vanas. Y es que al hombre le resulta difcil calibrar la extrema importancia de las discriminaciones sociales que desde fuera parecen insignificantes y cuyas repercusiones morales e intelectuales son tan profundas en la mujer que pueden parecer tener sus fuentes en una {31} naturaleza originaria (1). El hombre que sienta la mayor simpata por la mujer, jams conoce bien su situacin concreta. Por eso no ha lugar a creer a los varones cuando se esfuerzan por defender privilegios cuya extensin no logran calibrar en su totalidad. Por tanto, no nos dejaremos intimidar por el nmero y la violencia de los ataques dirigidos contra las mujeres; ni tampoco nos dejaremos embaucar por los elogios interesados que se prodigan a la verdadera mujer; ni permitiremos que nos gane el entusiasmo que suscita su destino entre los hombres, que por nada del mundo querran compartirlo. (1) Describir ese proceso ser precisamente el objeto del segundo volumen de este estudio. Sin embargo, no debemos considerar con menos desconfianza los argumentos de los feministas: con mucha frecuencia la preocupacin polmica les priva de todo valor. Si la cuestin de las mujeres es tan ociosa, es porque la arrogancia masculina la ha convertido en una disputa; cuando uno disputa, ya no razona bien. Lo que se ha tratado incansablemente de demostrar es que la mujer es superior, inferior o igual al hombre: creada despus de Adn, es evidentemente un ser secundario, dicen unos; por el contrario afirman otros, Adn no era sino un boceto, y Dios logr el ser humano en toda su perfeccin cuando cre a Eva; su cerebro es ms pequeo, pero relativamente es ms grande; Cristo se hizo hombre, tal vez por humildad. Cada argumento atrae inmediatamente a su contrario, y con frecuencia los dos llevan a la sinrazn. Si se quiere intentar ver claro en el problema, hay que abandonar esos caminos trillados; hay que rechazar las vagas nociones de superioridad, inferioridad o igualdad que han alterado todas las discusiones, y empezar de nuevo. Pero, entonces, cmo plantear la cuestin? Y, en primer lugar, quines somos nosotros para plantearla? Los hombres son juez y parte; las mujeres, tambin. Dnde hallar un ngel? En verdad, un ngel estara mal calificado para hablar, puesto que ignorara todos los datos del {32} problema; en cuanto al hermafrodita, se trata de un caso muy singular: no es a la vez hombre y mujer, sino ms bien ni hombre ni mujer. Creo que para dilucidar la situacin de la mujer son ciertas mujeres las que estn mejor situadas. Es un sofisma pretender encerrar a Epimnides en el concepto de cretense y a los cretenses en el de mentiroso: no es una esencia misteriosa la que dicta a hombres y mujeres la buena o la mala fe; es su situacin la que los dispone ms o menos para la bsqueda de la verdad. Muchas mujeres de hoy, que han tenido la suerte de ver cmo se les restituan todos los privilegios del ser humano, pueden permitirse el lujo de la imparcialidad: incluso experimentamos la necesidad de ello. Ya no somos combatientes, como nuestras mayores; en general, hemos ganado la partida; en las ltimas discusiones sobre el Estatuto de la Mujer, la ONU no ha dejado de reclamar imperiosamente que termine de realizarse la igualdad de los sexos, y ya muchas de nosotras no hemos tenido nunca que sentir nuestra feminidad como un estorbo o un obstculo; muchos problemas nos parecen ms esenciales que los que nos conciernen de manera singular, y ese mismo desprendimiento nos permite abrigar la esperanza de que nuestra actitud ser objetiva. No obstante, conocemos ms ntimamente que los hombres el mundo femenino, porque en l tenemos nuestras races; aprehendemos de manera ms inmediata lo que significa para un ser humano el hecho de ser femenino, y nos preocupamos ms de saberlo. He dicho que hay problemas ms esenciales, lo cual no impide que este conserve a nuestros ojos cierta importancia: en qu habr afectado a nuestra existencia el hecho de ser mujeres? Qu oportunidades, exactamente, nos han sido dadas y cules nos han sido negadas? Qu suerte pueden esperar nuestras hermanas ms jvenes y en qu sentido hay que orientarlas? Es chocante que el conjunto de la literatura femenina est animado en nuestros das mucho menos por una voluntad de reivindicacin que por un esfuerzo de lucidez; al salir de una era de desordenadas polmicas, este libro es una tentativa, entre otras, de recapitular la cuestin. Pero, sin duda, tal vez sea imposible tratar ningn problema {33} humano sin tomar partido: la manera misma de plantear las cuestiones, las perspectivas adoptadas, suponen jerarquas de intereses; toda cualidad implica valores; no hay descripcin supuestamente objetiva que no se levante sobre un segundo trmino tico. En lugar de tratar de disimular los principios que ms o menos explcitamente se sobrentienden, es preferible plantearlos en seguida; de ese modo no nos veremos obligados a precisar en cada pgina qu sentido se da a las palabras: superior, inferior, mejor, peor, progreso, regresin, etc. Si pasamos revista a algunas de las obras dedicadas a la mujer, vemos que uno de los puntos de vista ms frecuentemente adoptados es el del bien pblico, del inters general: en verdad cada cual entiende por ello el inters de la sociedad tal y como desea conservarla o establecerla. En cuanto a nosotros, estimamos que no existe otro bien pblico que el que asegura el bien privado de los ciudadanos; juzgamos las instituciones desde el punto de vista de las oportunidades concretas ofrecidas a los individuos. Pero tampoco confundimos la idea del inters privado con la de la felicidad: he ah otro punto de vista que tambin se encuentra a menudo; no son ms dichosas las mujeres del harn que las electoras? El ama de casa no es ms feliz que la obrera? No se sabe demasiado bien lo que significa la palabra dicha, y an menos qu valores autnticos recubre; no hay ninguna posibilidad de medir la dicha de otro, y siempre resulta fcil declarar dichosa la situacin que se le quiere imponer: aquellos a quienes se condena al estancamiento, en particular, son declarados felices, so pretexto de que la dicha es inmovilidad. Se trata, pues, de una nocin a la que no nos referiremos. La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista. Todo sujeto se plantea concretamente a travs de proyectos, como una trascendencia; no alcanza su libertad sino por medio de su perpetuo avance hacia otras libertades; no hay otra justificacin de la existencia presente que su expansin hacia un porvenir infinitamente abierto. Cada vez que la trascendencia recae en inmanencia, hay degradacin de la existencia en en s, de la libertad en facticidad; esta cada es una falta moral si es consentida por el {34} sujeto; si le es infligida, toma la figura de una frustracin y de una opresin; en ambos casos es un mal absoluto. Todo individuo que tenga la preocupacin de justificar su existencia, experimenta esta como una necesidad indefinida de trascenderse. Ahora bien, lo que define de una manera singular la situacin de la mujer es que, siendo como todo ser humano una libertad autnoma, se descubre y se elige en un mundo donde los hombres le imponen que se asuma como lo Otro: se pretende fijarla en objeto y consagrarla a la inmanencia, ya que su trascendencia ser perpetuamente trascendida por otra conciencia esencial y soberana. El drama de la mujer consiste en ese conflicto entre la reivindicacin fundamental de todo sujeto que se plantee siempre como lo esencial y las exigencias de una situacin que la constituye como inesencial. Cmo puede realizarse un ser humano en la situacin de la mujer? Qu caminos le estn abiertos? Cules desembocan en callejones sin salida? Cmo encontrar la independencia en el seno de la dependencia? Qu circunstancias limitan la libertad de la mujer? Puede esta superarlas? He aqu las cuestiones fundamentales que desearamos dilucidar. Es decir, que, interesndonos por las oportunidades del individuo, no definiremos tales oportunidades en trminos de felicidad, sino en trminos de libertad. Es evidente que este problema carecera de todo sentido si supusiramos que sobre la mujer pesa un destino fisiolgico, psicolgico o econmico. As, pues, empezaremos por discutir los puntos de vista adoptados por la biologa, el psicoanlisis y el materialismo histrico sobre la mujer. Trataremos de mostrar en seguida, positivamente, cmo se ha constituido la realidad femenina, por qu la mujer ha sido definida como lo Otro y cules han sido las consecuencias desde el punto de vista de los hombres. Luego descubriremos, desde el punto de vista de las mujeres, el mundo tal y como se les propone (1); y podremos comprender con qu dificultades tropiezan en el momento en que, tratando de evadirse de la esfera que les ha sido asignada hasta el presente, pretenden participar del mitsein humano {35}. (1) Este ser el objeto de un segundo volumen. PARTE PRIMERA. DESTINO{37}. CAPITULO PRIMERO. LOS DATOS DE LA BIOLOGA. La mujer? Es muy sencillo, afirman los aficionados a las frmulas simples: es una matriz, un ovario; es una hembra: basta esta palabra para definirla. En boca del hombre, el epteto de hembra suena como un insulto; sin embargo, no se avergenza de su animalidad; se enorgullece, por el contrario, si de l se dice: Es un macho!. El trmino hembra es peyorativo, no porque enrace a la mujer en la Naturaleza, sino porque la confina en su sexo; y si este sexo le parece al hombre despreciable y enemigo hasta en las bestias inocentes, ello se debe, evidentemente, a la inquieta hostilidad que en l suscita la mujer; sin embargo, quiere encontrar en la biologa una justificacin a ese sentimiento. La palabra hembra conjura en su mente una zarabanda de imgenes: un enorme vulo redondo atrapa y castra al gil espermatozoide; monstruosa y ahta, la reina de los termes impera sobre los machos esclavizados; la mantis religiosa y la araa, hartas de amor, trituran a su compaero y lo devoran; la perra en celo corretea por las calles, dejando tras de s una estela de olores perversos; la mona se exhibe impdicamente y se hurta con hipcrita coquetera; y las fieras ms soberbias, la leona, la pantera y la tigra, se tienden servilmente bajo el abrazo imperial del macho. Inerte, impaciente, ladina, estpida, insensible, lbrica, feroz y humillada, el hombre proyecta en la mujer a todas las hembras a la vez. Y el hecho es que la mujer es una hembra. Pero, si se quiere dejar de pensar por lugares comunes, dos cuestiones se plantean {39} inmediatamente: Qu representa la hembra en el reino animal? Qu singular especie de hembra se realiza en la mujer? * * * En la Naturaleza, nada est nunca completamente claro: los tipos, macho y hembra, no siempre se distinguen con nitidez; a veces se observa entre ellos un dimorfismo color del pelaje, disposicin de las manchas y mezclas cromticas que parece absolutamente contingente; sucede, por el contrario, que no sean discernibles y que sus funciones apenas se diferencien, como se ha visto en los peces. Sin embargo, en conjunto, y, sobre todo, en el nivel ms alto de la escala animal, los dos sexos representan dos aspectos diversos de la vida de la especie. Su oposicin no es, como se ha pretendido, la de una actividad y una pasividad: no solamente el ncleo ovular es activo, sino que el desarrollo del embrin es un proceso vivo, no un desenvolvimiento mecnico. Sera demasiado simple definirla como la oposicin entre el cambio y la permanencia: el espermatozoide slo crea porque su vitalidad se mantiene en el huevo; el vulo no puede mantenerse sino superndose; de lo contrario hay regresin y degenera. No obstante, es verdad que en estas operaciones de mantener y crear, activas ambas, la sntesis del devenir no se realiza de la misma manera. Mantener es negar la dispersin de los instantes, es afirmar la continuidad en el curso de su brote; crear es hacer surgir en el seno de la unidad temporal un presente irreducible, separado; y tambin es cierto que en la hembra es la continuidad de la vida lo que trata de realizarse a despecho de la separacin, en tanto que la separacin en fuerzas nuevas e individualizadas es suscitada por iniciativa del macho; a este le est permitido entonces afirmarse en su autonoma; la energa especfica la integra l en su propia existencia; la individualidad de la hembra, por el contrario, es combatida por el inters de la especie; aparece como poseda por potencias extraas: enajenada. Por ello, cuando la individualidad {40} de los organismos se afirma ms, la oposicin de los sexos no se atena: todo lo contrario. El macho encuentra caminos cada vez ms diversos para utilizar las fuerzas de que se ha adueado; la hembra siente cada vez ms su esclavizacin; el conflicto entre sus intereses propios y el de las fuerzas generadoras que la habitan se exaspera. El parto de las vacas y las yeguas es mucho ms doloroso y peligroso que el de las ratonas y conejas. La mujer, que es la ms individualizada de las hembras, aparece tambin como la ms frgil, la que ms dramticamente vive su destino y la que ms profundamente se distingue de su macho. En la Humanidad, como en la mayor parte de las especies, nacen aproximadamente tantos individuos de uno como de otro sexo (100 nias por 104 nios); la evolucin de los embriones es anloga; sin embargo, el epitelio primitivo permanece neutro durante ms tiempo en el feto hembra; de ello resulta que est sometido ms tiempo a la influencia del medio hormonal y que su desarrollo se encuentra invertido con mayor frecuencia; la mayora de los hermafroditas seran sujetos genotpicamente femeninos que se habran masculinizado ulteriormente: dirase que el organismo macho se define de repente como macho, en tanto que el embrin hembra vacila en aceptar su feminidad; empero, estos primeros balbuceos de la vida fetal son todava muy poco conocidos para poder atribuirles un sentido. Una vez constituidos, los rganos genitales son simtricos en los dos sexos; las hormonas de uno y otro pertenecen a la misma familia qumica, la de los esteroles, y en ltimo anlisis todas se derivan de la colesterina; son ellas las que rigen las diferenciaciones secundarias del soma. Ni sus frmulas, ni las singularidades anatmicas, definen a la hembra humana como tal. Lo que la distingue del macho en su evolucin funcional. Comparativamente, el desarrollo del hombre es simple. Desde el nacimiento hasta la pubertad, crece casi regularmente; hacia los quince o diecisis aos empieza la espermatognesis, que se efecta de manera continua hasta la vejez; su aparicin se acompaa de una produccin de hormonas que precisa la constitucin viril del soma. Desde entonces {41}, el macho tiene una vida sexual, que normalmente est integrada en su existencia individual: en el deseo, en el coito, su superacin hacia la especie se confunde con el momento subjetivo de su trascendencia: l es su cuerpo. La historia de la mujer es mucho ms compleja. A partir de la vida embrionaria, queda definitivamente constituida la provisin de oocitos; el ovario contiene unos cincuenta mil vulos encerrados cada uno de ellos en un folculo, de los cuales llegarn a la maduracin unos cuatrocientos; desde su nacimiento, la especie ha tomado posesin de ella y procura afirmarse: al venir al mundo, la mujer atraviesa una suerte de primera pubertad; los oocitos aumentan sbitamente de tamao; luego, el ovario se reduce en una quinta parte aproximadamente: dirase que se ha concedido un respiro a la criatura; mientras su organismo se desarrolla, su sistema genital permanece ms o menos estacionario: ciertos folculos se hinchan, pero sin llegar a madurar; el crecimiento de la nia es anlogo al del nio: a edades iguales incluso es con frecuencia ms alta y pesa ms que l. Pero, en el momento de la pubertad, la especie reafirma sus derechos: bajo la influencia de las secreciones ovricas, aumenta el nmero de folculos en vas de crecimiento, el ovario se congestiona y agranda, uno de los vulos llega a la madurez y se inicia el ciclo menstrual; el sistema genital adquiere su volumen y su forma definitivos, el soma se feminiza, se establece el equilibrio endocrino. Es de notar que este acontecimiento adopta la figura de una crisis, no sin resistencia deja el cuerpo de la mujer que la especie se instale en ella, y ese combate la debilita y pone en peligro: antes de la pubertad, mueren aproximadamente tantos nios como nias; desde los catorce hasta los diecisis aos, mueren 128 nias por cada 100 nios, y entre los dieciocho y veinte aos, 105 muchachas por cada 100 muchachos. Es en ese momento cuando frecuentemente hacen su aparicin clorosis, tuberculosis, escoliosis, osteomielitis, etc. En ciertos individuos, la pubertad es anormalmente precoz: puede producirse hacia los cuatro o cinco aos de edad. En otros, por el contrario, no se declara: el individuo es entonces infantil, padece {42} amenorrea o dismenorrea. Algunas mujeres presentan signos de virilidad: un exceso de secreciones elaboradas por las glndulas suprarrenales les da caracteres masculinos. Tales anomalas no representan en absoluto victorias del individuo sobre la tirana de la especie: no hay medio alguno de escapar de esta, porque, al mismo tiempo que esclaviza la vida individual, la alimenta; esta dualidad se expresa al nivel de las funciones ovricas; la vitalidad de la mujer tiene sus races en el ovario, as como la del hombre est en los testculos: en ambos casos, el individuo castrado no solo es estril, sino que sufre una regresin y degenera; no formado, mal formado, todo el organismo se empobrece y desequilibra; el organismo no se desarrolla ms que con el desarrollo del sistema genital; y, no obstante, muchos fenmenos genitales no interesan a la vida singular del sujeto e incluso la ponen en peligro. Las glndulas mamarias que se desarrollan en el momento de la pubertad no desempean ningn papel en la economa individual de la mujer: en no importa qu momento de su vida, puede efectuarse su ablacin. Muchas secreciones ovricas tienen su finalidad en el vulo, en su maduracin, en la adaptacin del tero a sus necesidades: para el conjunto del organismo, son un factor de desequilibrio antes que de regulacin; la mujer se adapta a las necesidades del vulo ms bien que a ella misma. Desde la pubertad hasta la menopausia, la mujer es sede de una historia que se desarrolla en ella y que no la concierne personalmente. Los anglosajones llaman a la menstruacin the curse, es decir, la maldicin; y, en efecto, en el ciclo menstrual no hay ninguna finalidad individual. En tiempos de Aristteles se crea que cada mes flua una sangre destinada a constituir, en caso de fecundacin, la sangre y la carne del nio; la verdad de esta vieja teora radica en que la mujer esboza sin respiro el proceso de la gestacin. Entre los dems mamferos, ese ciclo menstrual slo se desarrolla durante una estacin del ao, y no va acompaado de flujo sanguneo: nicamente entre los monos superiores y en la {43} mujer se cumple cada mes en el dolor y la sangre (1). Durante catorce das aproximadamente, uno de los folculos de Graaf que envuelven a los vulos aumenta de volumen y madura mientras el ovario secreta la hormona situada al nivel de los folculos y llamada foliculina. En el decimocuarto da se efecta la puesta: la pared del folculo se rompe (lo que acarrea a veces una ligera hemorragia) y el huevo cae en las trompas, mientras la cicatriz evoluciona de manera que constituye el cuerpo amarillo. Comienza entonces la segunda fase o fase lutenica, caracterizada por la secrecin de la hormona llamada progestina, que acta sobre el tero. Este se modifica: el sistema capilar de la pared se congestiona, y esta se pliega, se abarquilla, formando a modo de encajes; as se construye en la matriz una cuna destinada a recibir el huevo fecundado. Siendo irreversibles estas transformaciones celulares, en el caso en que no haya fecundacin ese edificio no se reabsorbe: tal vez en los otros mamferos los despojos intiles sean arrastrados por los vasos linfticos. Pero en la mujer, cuando los encajes endometrales se desmoronan, se produce una exfoliacin de la mucosa, los capilares se abren y al exterior rezuma una masa sangunea. Despus, mientras el cuerpo amarillo degenera, la mucosa se reconstruye y comienza una nueva fase folicular. Este complejo proceso, todava bastante misterioso en sus detalles, trastorna a todo el organismo, puesto que se acompaa de secreciones hormonales que reaccionan sobre el tiroides y la hipfisis, sobre el sistema nervioso central y el sistema vegetativo, y, por consiguiente, sobre todas las vsceras. Casi todas las mujeres ms del 85 por 100 presentan trastornos durante este perodo. La tensin arterial se eleva antes del comienzo del flujo sanguneo y disminuye a continuacin; aumentan las pulsaciones y frecuentemente la temperatura: los casos de fiebre menudean {44}; el abdomen se hace dolorosamente sensible; se observa a menudo una tendencia al estreimiento, seguido de diarreas; tambin suele aumentar el volumen del hgado y producirse retencin de la urea, albuminuria; muchas mujeres presentan una hiperemia de la mucosa pituitaria (dolor de garganta), y otras, trastornos del odo y la vista; aumenta la secrecin de sudor, que va acompaada al principio de las reglas por un olor sui generis que puede ser muy fuerte y persistir durante toda la menstruacin. Aumenta el metabolismo basal. Disminuye el nmero de glbulos rojos; sin embargo, la sangre transporta sustancias generalmente conservadas en reserva en los tejidos, particularmente sales de calcio; la presencia de esas sales reacciona sobre el ovario, sobre el tiroides, que se hipertrofia; sobre la hipfisis, que preside la metamorfosis de la mucosa uterina y cuya actividad se ve acrecentada; esta inestabilidad de las glndulas provoca una gran fragilidad nerviosa: el sistema central es afectado; a menudo hay cefalea, y el sistema vegetativo reacciona con exageracin: hay disminucin del control automtico por el sistema central, lo que libera reflejos, complejos convulsivos, y se traduce en un humor muy inestable; la mujer se muestra ms emotiva, ms nerviosa, ms irritable que de costumbre, y puede presentar trastornos psquicos graves. (1) El anlisis de estos fenmenos ha podido ser fomentado en estos ltimos aos, relacionando los fenmenos que tienen lugar en la mujer con los que se observan en los monos superiores, especialmente en los del gnero Rhesus. Evidentemente es ms fcil experimentar con estos ltimos animales, escribe Louis Gallien (La Sexualit). En ese perodo es cuando siente ms penosamente a su cuerpo como una cosa opaca y enajenada; ese cuerpo es presa de una vida terca y extraa que todos los meses hace y deshace en su interior una cuna; cada mes, un nio se dispone a nacer y aborta en el derrumbamiento de los rojos encajes; la mujer, como el hombre, es su cuerpo (2): pero su cuerpo es algo distinto a ella misma. (2) As, pues, yo soy mi cuerpo, al menos en la medida en que tengo uno, y, recprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un esbozo provisional de mi ser total. (MERLEAUPONTY: Phnomnologie de la Perception.) La mujer experimenta una alienacin ms profunda cuando el huevo fecundado desciende al tero y all se desarrolla; verdad es que la gestacin es un fenmeno normal {45} que, si se produce en condiciones normales de salud y nutricin, no es nocivo para la madre: incluso entre ella y el feto se establecen ciertas interacciones que le son favorables; sin embargo, y contrariamente a una optimista teora cuya utilidad social resulta demasiado evidente, la gestacin es una labor fatigosa que no ofrece a la mujer un beneficio individual (1) y le exige, por el contrario, pesados sacrificios. Durante los primeros meses, va acompaada a menudo de falta de apetito y vmitos, que no se observan en ninguna otra hembra domstica y que manifiestan la rebelin del organismo contra la especie que de l se posesiona; se empobrece en fsforo, en calcio, en hierro, carencia esta ltima que luego ser muy difcil de subsanar; la superactividad del metabolismo exalta el sistema endocrino; el sistema nervioso vegetativo se halla en estado de exacerbada excitabilidad; en cuanto a la sangre, disminuye su peso especfico, est anmica, es anloga a la de los que ayunan, los desnutridos, las personas que han sufrido repetidas sangras, los convalecientes (2). (1) Me sito aqu en un punto de vista exclusivamente fisiolgico. Es evidente que, Psicolgicamente, la maternidad puede ser para la mujer sumamente provechosa, como tambin puede ser un desastre. (2) Vase H. VIGNES en el Trait de Physiologie, tomo XI, directores de edicin, Roger y Binet. Todo cuanto una mujer sana y bien alimentada puede esperar despus del parto es la recuperacin de tales derroches sin demasiadas dificultades; pero frecuentemente se producen en el curso del embarazo graves accidentes o, al menos, peligrosos desrdenes; y si la mujer no es robusta, si su higiene no ha sido cuidada, quedar prematuramente deformada y envejecida por las repetidas maternidades: sabido es cun frecuente es este caso en el medio rural. El mismo parto es doloroso y peligroso. Es en esa crisis cuando se ve con la mxima evidencia que el cuerpo no siempre satisface a la especie y al individuo al mismo tiempo; sucede a veces que el nio muere, y tambin que, al venir al mundo, mate a su madre o que su nacimiento provoque en ella una enfermedad crnica. La lactancia es tambin una {46} servidumbre agotadora; un conjunto de factores el principal de los cuales es, sin duda, la aparicin de una hormona, la progestina produce en las glndulas mamarias la secrecin de la leche; la subida de esta es dolorosa, va con frecuencia acompaada de fiebre y la madre alimenta al recin nacido con detrimento de su propio vigor. El conflicto especieindividuo, que en el parto adopta a veces una figura dramtica, da al cuerpo femenino una inquietante fragilidad. Se dice de buen grado que las mujeres tienen enfermedades en el vientre; y es cierto que encierran en su interior un elemento hostil: la especie que las roe. Muchas de sus enfermedades no resultan de una infeccin de origen externo, sino de un desarreglo interno: as las falsas metritis son producidas por una reaccin de la mucosa uterina ante una excitacin ovrica anormal; si el cuerpo amarillo persiste, en lugar de reabsorberse despus de la menstruacin, provoca salpingitis y endometritis, etc. La mujer se hurta al dominio de la especie por medio de una crisis igualmente difcil; entre los cuarenta y cinco y los cincuenta aos, se desarrollan los fenmenos de la menopausia, inversos a los de la pubertad. La actividad ovrica disminuye y hasta desaparece: esta desaparicin comporta un empobrecimiento vital del individuo. Se supone que las glndulas catablicas, tiroides e hipfisis, se esfuerzan por suplir las insuficiencias del ovario; as se observa, junto a la depresin que acompaa a la menopausia, fenmenos de sobresalto: sofocos, hipertensin, nerviosidad; a veces se produce un recrudecimiento del instinto sexual. Ciertas mujeres fijan entonces grasa en sus tejidos; otras se virilizan. En muchas de ellas se restablece un equilibrio endocrino. Entonces la mujer se halla libre de las servidumbres de la hembra; no es comparable a un eunuco, porque su vitalidad est intacta, pero ya no es presa de potencias que la desbordan, y coincide consigo misma. Se ha dicho, a veces, que las mujeres de cierta edad constituan un tercer sexo, y, en efecto, no son machos, pero ya no son hembras tampoco; y frecuentemente esta autonoma fisiolgica se traduce en una salud, un equilibrio y un vigor que no posean antes {47}. A las diferenciaciones propiamente sexuales se superponen en la mujer singularidades que son, ms o menos directamente, consecuencia de las mismas; son acciones hormonales las que determinan su soma. Por trmino medio, la mujer es ms pequea que el hombre, tiene menos peso, su esqueleto es ms frgil, la pelvis es ms ancha, adaptada a las funciones de la gestacin y el parto; su tejido conjuntivo fija grasas y sus formas son ms redondeadas que las del hombre; el aspecto general: morfologa, piel, sistema piloso, etc., es netamente diferente en los dos sexos. La fuerza muscular es mucho menor en la mujer: aproximadamente, los dos tercios de la del hombre; tiene menos capacidad respiratoria: los pulmones, la trquea y la laringe son tambin ms pequeos; la diferencia de la laringe comporta igualmente la diferencia de voz. El peso especfico de la sangre es menor en las mujeres: hay menos fijacin de hemoglobina; por tanto, son menos robustas y estn ms predispuestas a la anemia. Su pulso late con mayor velocidad, su sistema vascular es ms inestable: se ruborizan fcilmente. La inestabilidad es un rasgo notable de su organismo en general; entre otras cosas, en el hombre hay estabilidad en el metabolismo del calcio, mientras la mujer fija mucho menos las sales de calcio, que elimina durante las reglas y los embarazos; parece ser que, en lo tocante al calcio, los ovarios ejercen una accin catablica; esta inestabilidad provoca desrdenes en los ovarios y en el tiroides, que est ms desarrollado en ella que en el hombre: y la irregularidad de las secreciones endocrinas reacciona sobre el sistema nervioso vegetativo; el control nervioso y muscular est imperfectamente asegurado. Esta falta de estabilidad y de control afecta a su emotividad, directamente ligada a las variaciones vasculares: palpitaciones, rubor, etc., razn por la cual estn sujetas a manifestaciones convulsivas: lgrimas, risas locas, crisis nerviosas. Se ve que muchos de estos rasgos provienen igualmente de la subordinacin de la mujer a la especie. He ah la conclusin ms chocante de este examen: de todas las hembras mamferas, ella es la ms profundamente alienada y la que {48} ms violentamente rechaza esta alienacin; en ninguna de ellas es ms imperiosa ni ms difcilmente aceptada la esclavizacin del organismo a la funcin reproductora: crisis de pubertad y de menopausia, maldicin mensual, largo y a menudo difcil embarazo, parto doloroso y en ocasiones peligroso, enfermedades, accidentes, son caractersticas de la hembra humana: dirase que su destino se hace tanto ms penoso cuanto ms se rebela ella contra el mismo al afirmarse como individuo. Si se la compara con el macho, este aparece como un ser infinitamente privilegiado: su existencia genital no contrara su vida personal, que se desarrolla de manera continua, sin crisis, y, generalmente, sin accidentes. Por trmino medio, las mujeres viven ms tiempo, pero estn enfermas con mucha mayor frecuencia y hay numerosos perodos durante los cuales no disponen de s mismas. Estos datos biolgicos son de suma importancia: representan, en la historia de la mujer, un papel de primer orden; son elemento esencial de su situacin: en todas nuestras descripciones ulteriores tendremos que referirnos a ellos. Porque, siendo el cuerpo el instrumento de nuestro asidero en el mundo, este se presenta de manera muy distinta segn que sea asido de un modo u otro. Por esa razn los hemos estudiado tan extensamente; constituyen una de las claves que permiten comprender a la mujer. Pero lo que rechazamos es la idea de que constituyan para ella un destino petrificado. No bastan para definir una jerarqua de los sexos; no explican por qu la mujer es lo Otro; no la condenan a conservar eternamente ese papel subordinado {49}. CAPITULO II. EL PUNTO DE VISTA PSICOANALTICO. A Freud no le preocup mucho el destino de la mujer; est claro que calc su descripcin de la del destino masculino, algunos de cuyos rasgos se limit a modificar. Antes que l, haba declarado el sexlogo Maran: En tanto que energa diferenciada, puede decirse que la libido es una fuerza de sentido viril. Y otro tanto diremos del orgasmo. Segn l, las mujeres que logran el orgasmo son mujeres viriloides; el impulso sexual es de direccin nica, y la mujer est solamente a mitad de camino (1). Freud no llega a tanto: admite que la sexualidad de la mujer est tan evolucionada como la del hombre; pero apenas la estudia en s misma. Escribe: La libido, de manera constante y regular, es de esencia masculina, ya aparezca en el hombre o en la mujer. Rehusa situar en su originalidad la libido femenina: por consiguiente, se le aparecer necesariamente como una compleja desviacin de la libido humana en general. Esta se desarrolla en principio, piensa l, de idntica manera en ambos sexos: todos los nios atraviesan una fase oral que los fija en el seno materno; despus, una fase anal y, finalmente, llegan a la fase genital; en ese momento es cuando se diferencian. Freud ha puesto en claro un hecho cuya importancia no haba sido reconocida plenamente antes de l: el {50} erotismo masculino se localiza definitivamente en el pene, mientras que en la mujer hay dos sistemas erticos distintos: clitoridiano uno, que se desarrolla en el estadio infantil; vaginal el otro, que no se desarrolla hasta despus de la pubertad; cuando el nio llega a la fase genital, su evolucin ha terminado; ser preciso que pase de la actitud autoertica, donde el placer apunta a su subjetividad, a una actitud heteroertica que ligar el placer a un objeto, normalmente la mujer; esta transicin se producir en el momento de la pubertad a travs de una fase narcisista: pero el pene seguir siendo, como en la infancia, el rgano ertico privilegiado. Tambin la mujer deber objetivar en el hombre su libido a travs del narcisismo; pero el proceso ser mucho ms complejo, ya que ser preciso que del placer clitoridiano pase al placer vaginal. Para el hombre no hay ms que una etapa genital, mientras que hay dos para la mujer; esta corre mucho mayor peligro de no coronar su evolucin sexual, permanecer en el estadio infantil y, por consiguiente, contraer padecimientos neurticos. (1) Es curioso encontrar esta teora en D. H. Lawrence. En La serpiente emplumada, don Cipriano se cuida de que su amante no logre jams el orgasmo: ella debe vibrar al unsono con el hombre, no individualizarse en el placer. Ya en el estadio autoertico, el nio se adhiere ms o menos fuertemente a un objeto: el nio varn se aferra a la madre y desea identificarse con el padre; le espanta semejante pretensin y teme que, para castigarle, su padre le mutile; del complejo de Edipo nace el complejo de castracin; se desarrollan entonces en el nio sentimientos de agresividad con respecto al padre, pero, al mismo tiempo, interioriza su autoridad: as se constituye el supery, que censura las tendencias incestuosas; estas tendencias son rechazadas, el complejo es liquidado y el hijo queda liberado del padre, a quien de hecho ha instalado en s mismo bajo la figura de normas morales. El supery es tanto ms fuerte cuanto ms definido ha sido el complejo de Edipo y ms rigurosamente combatido. En primer lugar, Freud ha descrito de manera completamente simtrica la historia de la nia; a continuacin, ha dado a la forma femenina del complejo infantil el nombre de complejo de Electra; pero est claro que lo ha definido menos en s mismo que a partir de su figura masculina; admite, no obstante, entre los dos {51} una diferencia muy importante: la nia efecta primero una fijacin maternal, mientras que el nio no se siente en ningn momento atrado sexualmente por el padre; esta fijacin es una supervivencia de la fase oral; la criatura se identifica entonces con el padre; pero, hacia la edad de cinco aos, la nia descubre la diferencia anatmica de los sexos y reacciona ante la ausencia de pene con un complejo de castracin: se imagina que ha sido mutilada y sufre por ello; debe entonces renunciar a sus pretensiones viriles, se identifica con la madre y trata de seducir al padre. El complejo de castracin y el complejo de Electra se refuerzan mutuamente; el sentimiento de frustracin de la nia es tanto ms lacerante cuanto que, amando a su padre, querra parecerse a l; e, inversamente, ese pesar vigoriza su amor: ser por la ternura que inspira al padre como ella podr compensar su inferioridad. La nia experimenta respecto a la madre un sentimiento de rivalidad, de hostilidad. Luego, tambin en ella se constituye el supery, las tendencias incestuosas son rechazadas; pero el supery es ms frgil: el complejo de Electra es menos ntido que el de Edipo, debido a que la primera fijacin ha sido maternal; y como el padre era el objeto de ese amor que l condenaba, sus prohibiciones tenan menos fuerza que en el caso del hijo rival. Al igual que su evolucin genital, se ve que el conjunto del drama sexual es ms complejo para la nia que para sus hermanos: ella puede sentir la tentacin de reaccionar ante el complejo de castracin, rechazando su feminidad, obstinndose en codiciar un pene e identificndose con el padre; esa actitud la llevar a permanecer en el estadio clitoridiano, a volverse frgida o a orientarse hacia la homosexualidad. Los dos reproches esenciales que pueden hacerse a esta descripcin provienen del hecho de que Freud la calc sobre un modelo masculino. Supone que la mujer se siente hombre mutilado: pero la idea de mutilacin implica una comparacin y una valoracin; muchos psicoanalistas admiten hoy que la nia echa de menos el pene sin suponer, no obstante, que la han despojado del mismo; incluso ese pesar no es tan general, y no podra nacer de una simple confrontacin {52} anatmica; muchsimas nias no descubren sino tardamente la constitucin masculina; y, si la descubren, lo hacen exclusivamente por medio de la vista; el nio tiene de su pene una experiencia viva, que le permite sentirse orgulloso, pero ese orgullo no tiene un correlativo inmediato en la humillacin de sus hermanas, porque estas no conocen el rgano masculino ms que en su exterioridad: esa excrecencia, ese frgil tallo de carne, puede no inspirarles sino indiferencia y hasta disgusto; la codicia de la nia, cuando aparece, resulta de una valoracin previa de la virilidad: Freud la da por supuesta, cuando sera preciso explicarla (1). Por otra parte, al no inspirarse en una descripcin original de la libido femenina, la nocin del complejo de Electra es sumamente vaga. Ya entre los nios varones la presencia de un complejo de Edipo de orden propiamente genital est lejos de ser general; pero, salvo rarsimas excepciones, no se podra admitir que el padre sea para su hija una fuente de excitacin genital; uno de los grandes problemas del erotismo femenino consiste en que el placer clitoridiano se asla: solamente hacia la pubertad, en alianza con el erotismo vaginal, se desarrollan en el cuerpo de la mujer cantidad de zonas ergenas; afirmar que en una nia de diez aos los besos y las caricias del padre poseen una aptitud intrnseca para desencadenar el placer clitoridiano es una aseveracin que en la mayora de los casos no tiene ningn sentido. Si se admite que el complejo de Electra no tiene sino un carcter afectivo muy difuso, se plantea entonces toda la cuestin de la afectividad, cuestin que el freudismo no nos proporciona medios para definirla, ya que se la distingue de la sexualidad. De todos modos, no es la libido femenina la que diviniza al padre: la madre no es divinizada por el deseo que inspira al hijo; el hecho de que el deseo femenino recaiga en un ser soberano le da un carcter original; pero ella no es constitutiva de su objeto, lo padece. La soberana del padre es un hecho de orden social, y Freud fracasa al explicarlo {53}; confiesa que es imposible saber qu autoridad ha decidido, en un momento dado de la Historia, el triunfo del padre sobre la madre: esta decisin representa, segn l, un progreso, pero cuyas causas se desconocen. No puede tratarse aqu de autoridad paterna, puesto que esa autoridad no le ha sido conferida precisamente al padre sino por el progreso, escribe en su ltima obra (2). (1) Esta discusin volver a abordarse mucho ms ampliamente en el volumen II, captulo primero. (1) Vase Mose et son peuple, trad. A. Bermann, pg. 177. (Hay traduccin espaola: Obras completas, 3 vols. Editorial Biblioteca Nueva.) Por haber comprendido la insuficiencia de un sistema que hace descansar exclusivamente en la sexualidad el desarrollo de la vida humana, Adler se separ de Freud: aquel pretende reintegrarla a la personalidad total; mientras en Freud todas las conductas aparecen como provocadas por el deseo, es decir, por la bsqueda de placer, el hombre se le aparece a Adler como apuntando a ciertos fines; sustituye el mvil por unos motivos, una finalidad, unos proyectos; concede a la inteligencia un lugar tan amplio, que a menudo lo sexual no adquiere a sus ojos ms que un valor simblico. Segn sus teoras, el drama humano se descompone en tres momentos: en todo individuo existe una voluntad de poder, aunque acompaada por un complejo de inferioridad; ese conflicto le hace recurrir a mil subterfugios para evitar la prueba de lo real, que teme no saber superar; el sujeto establece una distancia entre l y la sociedad, a la que teme: de ah provienen las neurosis, que son un trastorno del sentido social. En lo que a la mujer concierne, su complejo de inferioridad adopta la forma de un rechazo vergonzoso de su feminidad: no es la ausencia de pene lo que provoca ese complejo, sino todo el conjunto de la situacin; la nia no envidia el falo ms que como smbolo de los privilegios concedidos a los muchachos; el lugar que ocupa el padre en el seno de la familia, la universal preponderancia de los varones, la educacin, todo la confirma en la idea de la superioridad masculina. Ms adelante, en el curso de las relaciones sexuales, la postura misma del coito, que sita a la mujer debajo del hombre, representa una nueva humillacin. Reacciona por {54} medio de una protesta viril; o bien trata de masculinizarse, o bien, con armas femeninas, entabla la lucha contra el hombre. A travs de la maternidad, puede reencontrar en el hijo un equivalente del pene. Pero ello supone que empiece por aceptarse ntegramente como mujer, que asuma, por tanto, su inferioridad. La mujer est dividida contra s misma mucho ms profundamente que el hombre. No ha lugar a insistir aqu sobre las diferencias tericas que separan a Adler de Freud, ni sobre las posibilidades de una reconciliacin: jams son suficientes ni la explicacin por el mvil, ni la explicacin por el motivo; todo mvil plantea un motivo, pero este no es aprehendido nunca sino a travs de un mvil; as, pues, parece realizable una sntesis del adlerismo y el freudismo. En realidad, al hacer intervenir nociones de objeto y finalidad, Adler conserva ntegramente la idea de una causalidad psquica; est un poco con respecto a Freud en la relacin de lo energtico a lo mecnico: ya se trate de choque o de fuerza atractiva, el fsico admite siempre el determinismo. He ah el postulado comn a todos los psicoanalistas: la historia humana se explica, segn ellos, por un juego de elementos determinados. Todos asignan a la mujer el mismo destino. Su drama se refiere al conflicto entre sus tendencias viriloides y femeninas; las primeras se realizan en el sistema clitoridiano; las segundas, en el erotismo vaginal; infantilmente, se identifica con el padre; despus, experimenta un sentimiento de inferioridad con respecto al hombre y se sita en la alternativa, o bien de conservar su autonoma, de virilizarse lo que, sobre el fondo de un complejo de inferioridad, provoca una tensin que puede resolverse en neurosis, o bien de hallar en la sumisin amorosa una feliz realizacin de s misma, solucin que le es facilitada por el amor que senta hacia el padre soberano; es a este a quien busca en el amante o el marido, y el amor sexual va acompaado en ella por el deseo de ser dominada. Ser recompensada por la maternidad, que le restituye una nueva especie de autonoma. Ese drama aparece como dotado de un dinamismo propio; trata de desarrollarse a {55} travs de todos los accidentes que lo desfiguran, y cada mujer lo sufre pasivamente. En todos los psicoanalistas se observa un rechazo sistemtico de la idea de eleccin, as como de la nocin de valor que le es correlativa; en eso radica la debilidad intrnseca del sistema. Habiendo cortado pulsiones y prohibiciones de la eleccin existencial, Freud no logra explicarnos su origen: los da simplemente por supuestos. Ha intentado reemplazar la nocin de valor por la de autoridad; pero en Moiss y la religin monotesta conviene en que no hay medio alguno de explicar esa autoridad. El incesto, por ejemplo, est prohibido porque as lo ha prohibido el padre; pero a qu se debe esa prohibicin? Es un misterio. El supery interioriza rdenes y prohibiciones que emanan de una tirana arbitraria; las tendencias instintivas estn ah, no se sabe por qu; esas dos realidades son heterogneas, porque se ha planteado la moral como algo extrao a la sexualidad; la unidad humana aparece como rota, no hay trnsito del individuo a la sociedad: para reunirlos, Freud se ve obligado a inventar extraas novelas (1). Adler ha considerado que el complejo de castracin no poda explicarse ms que en un contexto social; ha abordado el problema de la valorizacin, pero no se ha remontado a la fuente ontolgica de los valores reconocidos por la sociedad y no ha comprendido que haba valores comprometidos en la sexualidad propiamente dicha, lo cual le llev a desconocer su importancia. (1) FREUD: Ttem y tab. Desde luego, la sexualidad representa en la vida humana un papel considerable: puede decirse que la penetra por entero; ya la fisiologa nos ha demostrado que la vida de los testculos y la del ovario se confunden con la del soma. El existente es un cuerpo sexuado; en sus relaciones con los otros existentes, que tambin son cuerpos sexuados, la sexualidad, por consiguiente, est siempre comprometida; pero si cuerpo y sexualidad son expresiones concretas de la existencia, tambin a partir de esta se pueden descubrir sus significaciones: a falta de esta perspectiva, el psicoanlisis {56} da por supuestos hechos inexplicados. Por ejemplo, nos dice que la nia tiene vergenza de orinar en cuclillas, con las nalgas desnudas; pero qu es la vergenza? Del mismo modo, antes de preguntarse si el varn est orgulloso porque posee un pene, o si su orgullo se expresa en ese pene, preciso es saber qu es el orgullo y cmo puede encarnarse en un objeto la pretensin del sujeto. No hay que tomar la sexualidad como un dato irreducible; en el existente hay una bsqueda del ser ms original; la sexualidad no es ms que uno de esos aspectos. Eso es lo que demuestra Sartre en El Ser y la Nada, es tambin lo que dice Bachelard en sus obras sobre la tierra, el aire y el agua: los psicoanalistas consideran que la verdad primera del hombre es su relacin con su propio cuerpo y el de sus semejantes en el seno de la sociedad; pero el hombre siente primordial inters por la sustancia del mundo natural que le rodea y al cual trata de descubrir en el trabajo, el juego y en todas las experiencias de la imaginacin dinmica; el hombre pretende reunirse concretamente con la existencia a travs del mundo entero, aprehendido este de todas las maneras posibles. Amasar la tierra, abrir un agujero son actividades tan originales como el abrazo y el coito: se engaa quien vea en ellas solamente smbolos sexuales; el agujero, lo viscoso, la muesca, la dureza, la integridad, son realidades primarias; el inters del hombre por ellas no est dictado por la libido, sino ms bien es la libido la que ser coloreada por la manera en que ellas se le hayan descubierto. La integridad no fascina al hombre porque simbolice la virginidad femenina, pero es su amor por la integridad lo que hace preciosa a sus ojos la virginidad. El trabajo, la guerra, el juego y el arte definen maneras de estar en el mundo que no se dejan reducir a ninguna otra; descubren cualidades que interfieren con las que revela la sexualidad; a travs de ellas y a travs de estas experiencias erticas es como se elige el individuo. Pero solamente un punto de vista ontolgico permite restituir la unidad a esa eleccin. Esta nocin de eleccin es la que ms violentamente rechaza el psicoanalista en nombre del determinismo y del {57} inconsciente colectivo; este inconsciente proporcionara al hombre imgenes completamente formadas y un simbolismo universal; ese inconsciente explicara las analogas de los sueos, de los actos fallidos, de los delirios, de las alegoras y de los destinos humanos; hablar de libertad sera tanto como rechazar la posibilidad de explicar tan turbadoras concordancias. Sin embargo, la idea de libertad no es incompatible con la existencia de ciertas constantes. Si el mtodo psicoanaltico es con frecuencia fecundo, pese a los errores de la teora, se debe a que en toda historia singular hay datos cuya generalidad nadie piensa negar: las situaciones y las conductas se repiten; el momento de la decisin brota en el seno de la generalidad y la repeticin. La anatoma es el destino, deca Freud; a esta frase le hace eco la de MerleauPonty: El cuerpo es la generalidad. La existencia es una a travs de la separacin de los existentes: se manifiesta en organismos anlogos; as, pues, habr constantes en la vinculacin de lo ontolgico y lo sexual. En una poca determinada, las tcnicas y la estructura econmica y social de una colectividad descubren a todos sus miembros un mundo idntico: habr tambin una relacin constante de la sexualidad con las formas sociales; individuos anlogos, situados en condiciones anlogas, extraern del dato significados anlogos; esta analoga no funda una rigurosa universalidad, pero permite hallar tipos generales en las historias individuales. El smbolo no se nos aparece como una alegora elaborada por un misterioso inconsciente: es la aprehensin de un significado a travs de un anlogo del objeto significante; en virtud de la identidad de la situacin existencial a travs de todos los existentes y de la identidad de lo artificioso que han de afrontar, las significaciones se desvelan de la misma manera a muchos individuos; el simbolismo no cae del cielo ni surge de profundidades subterrneas: ha sido elaborado, como el lenguaje, por la realidad humana, que es mitsein al mismo tiempo que separacin; y ello explica que la invencin singular tambin tenga all su sitio: prcticamente, el mtodo psicoanalista est obligado a admitirlo, lo autorice o no la doctrina. Esta perspectiva nos {58} permite, por ejemplo, comprender el valor generalmente otorgado al pene (1). Es imposible explicarlo sin partir de un hecho existencial: la tendencia del sujeto a la alienacin; la angustia de su libertad lleva al sujeto a buscarse en las cosas, lo cual es una manera de hurtarse; se trata de una tendencia tan fundamental, que inmediatamente despus del destete, cuando est separado del Todo, el nio se esfuerza por aprehender su existencia alienada en los espejos, en la mirada de sus padres. Los primitivos se alienan en el man, en el totem; los civilizados, en su alma individual, en su yo, en su nombre, en su propiedad, en su obra: he ah la primera tentacin de la inautenticidad. El pene es singularmente adecuado para representar a los ojos del nio ese papel de doble: es para l un objeto extrao al mismo tiempo que es l mismo; es un juguete, un mueco y es su propia carne; los padres y las nodrizas lo tratan como a una personita. Se concibe as que se convierta para el nio en un alter ego por lo general ms ladino, ms inteligente y ms diestro que el individuo (2); por el hecho de que la funcin urinaria y ms tarde la ereccin se encuentran a medio camino entre los procesos voluntarios y los procesos espontneos, por el hecho de que constituye una fuente caprichosa y cuasi extraa de un placer subjetivamente experimentado, el pene es considerado por el sujeto como s mismo y distinto de s mismo, simultneamente; la trascendencia especfica se encarna en l de manera aprehensible, y es fuente de orgullo; puesto que el falo est separado, el hombre puede integrar en su individualidad la vida que le desborda. Se concibe entonces que la longitud del pene, la potencia del chorro urinario, de la ereccin, de la eyaculacin, se conviertan para l en la medida de su propio valor (3). As, es constante que el {59} falo encarne fsicamente la trascendencia; como tambin es constante que el nio se sienta trascendido, es decir, frustrado en su trascendencia, por el padre, se hallar, por tanto, la idea freudiana de complejo de castracin. Privada de ese alter ego, la nia no se aliena en una cosa aprehensible, no se recupera: de ese modo, es llevada a convertirse enteramente en objeto, a plantearse como lo Otro; la cuestin de saber si se compara o no con los chicos resulta secundaria; lo importante es que, incluso sin saberlo, la ausencia de pene la impide hacerse presente a si misma en tanto que sexo; de ello resultarn muchas consecuencias. Pero esas constantes que sealamos no definen, sin embargo, un destino: el falo adquiere tanto valor porque simboliza una soberana que se realiza en otros dominios. Si la mujer lograse afirmarse como sujeto, inventara equivalentes del falo: la mueca donde se encarna la promesa del hijo puede convertirse en una posesin ms preciosa que el pene. Hay sociedades de filiacin uterina donde las mujeres detentan las mscaras en las que se aliena la colectividad; el pene pierde entonces mucho de su gloria. Solo en el seno de la situacin captada en su totalidad funda el privilegio anatmico un verdadero privilegio humano. El psicoanlisis no podra encontrar su verdad ms que en el contexto histrico {60}. (1) Volveremos a ocuparnos ms ampliamente de este tema en el volumen II, captulo primero. (2) ALICE BALINT: La Vie intime de l'enfant, pg. 101. (3) Me han citado el caso de nios campesinos que se divertan organizando concursos de excrementos: el que tena las nalgas ms voluminosas y ms slidas gozaba de un prestigio que ningn otro xito, ni en los juegos, ni siquiera en la lucha, poda compensar. El mojn representaba aqu el mismo papel que el pene: tambin aqu haba alienacin. CAPITULO III. EL PUNTO DE VISTA DEL MATERIALISMO HISTRICO. La teora del materialismo histrico ha sacado a la luz verdades importantsimas. La Humanidad no es una especie animal: es una realidad histrica. La sociedad humana es una antfisis: no sufre pasivamente la presencia de la Naturaleza, la toma por su cuenta. Esta recuperacin no es una operacin interior y subjetiva, sino que se efecta objetivamente en la praxis. De este modo, no podra ser considerada la mujer, simplemente, como un organismo sexuado; entre los datos biolgicos, solo tienen importancia aquellos que adquieren en la accin un valor concreto; la conciencia que la mujer adquiere de s misma no est definida por su sola sexualidad: refleja una situacin que depende de la estructura econmica de la sociedad, estructura que traduce el grado de evolucin tcnica alcanzado por la Humanidad. Hemos visto que, biolgicamente, los dos rasgos esenciales que caracterizan a la mujer son los siguientes: su aprehensin del mundo es menos amplia que la del hombre; est ms estrechamente esclavizada a la especie. Pero estos hechos adquieren un valor completamente diferente segn el contexto econmico y social. En la historia humana, la aprehensin del mundo no se define jams por el cuerpo desnudo: la mano, con su pulgar aprehensor, ya se supera hacia el instrumento que multiplica su poder; desde los ms antiguos documentos de la Historia, el hombre siempre se nos presenta armado. En los tiempos en que se trataba de {61} blandir pesadas clavas, la debilidad fsica de la mujer constitua una flagrante inferioridad: basta que el instrumento exija una fuerza ligeramente superior a la de la que ella dispone para que aparezca radicalmente impotente. Mas puede suceder, por el contrario, que la tcnica anule la diferencia muscular que separa al hombre de la mujer: la abundancia no crea superioridad ms que ante la perspectiva de una necesidad; no es preferible tener demasiado a tener suficiente. As, el manejo de un gran nmero de mquinas modernas no exige ms que una parte de los recursos viriles: si el mnimo necesario no es superior a la capacidad de la mujer, esta se iguala en el trabajo con el hombre. En realidad, hoy pueden desencadenarse inmensos despliegues de energa simplemente oprimiendo un botn. En cuanto a las servidumbres de la maternidad, segn las costumbres, adquieren una importancia sumamente variable: son abrumadoras si se impone a la mujer numerosos partos y si tiene que alimentar a sus hijos sin ayuda; si procrea libremente, si la sociedad acude en su ayuda durante el embarazo y se ocupa del nio, las cargas maternales son ligeras y pueden compensarse fcilmente en el dominio del trabajo. En El origen de la familia, Engels rastrea la historia de la mujer de acuerdo con esta perspectiva: dicha historia dependera esencialmente de las de las tcnicas. En la Edad de Piedra, cuando la tierra era comn a todos los miembros del clan, el carcter rudimentario de la laya y la azada primitivas limitaba las posibilidades agrcolas: las fuerzas femeninas se adecuaban al trabajo exigido por la explotacin de los huertos. En esta divisin primitiva del trabajo, los dos sexos constituyen ya, de algn modo, dos clases; entre estas clases hay igualdad; mientras el hombre caza y pesca, la mujer permanece en el hogar; pero las tareas domsticas entraan una labor productiva: fabricacin de vasijas de barro, tejidos, faenas en el huerto; y por ello la mujer tiene un importante papel en la vida econmica. Con el descubrimiento del cobre, del estao, del bronce, del hierro, y con la aparicin del arado, la agricultura extiende su dominio: para desmontar los bosques, para hacer fructificar los campos, es necesario {62} un trabajo intensivo. Entonces el hombre recurre al servicio de otros hombres a los cuales reduce a esclavitud. Aparece la propiedad privada: dueo de los esclavos y de la tierra, el hombre se convierte tambin en propietario de la mujer. Es la gran derrota histrica del sexo femenino. Esta derrota se explica por la convulsin producida en la divisin del trabajo como consecuencia de la invencin de los nuevos instrumentos. La misma causa que haba asegurado a la mujer su anterior autoridad en la casa (su empleo exclusivo en las labores domsticas), aseguraba ahora la preponderancia del hombre: el trabajo domstico de la mujer desapareca desde entonces junto al trabajo productivo del hombre; el segundo lo era todo, y el primero un accesorio insignificante. El derecho paterno sustituye entonces al derecho materno: la transmisin del dominio se efecta de padre a hijo, y ya no de la mujer a su clan. Es la aparicin de la familia patriarcal fundada en la propiedad privada. En semejante familia, la mujer est oprimida. El hombre reina como soberano y, entre otros, se permite caprichos sexuales: se acuesta con esclavas o con hetairas, es polgamo. Tan pronto como las costumbres hacen posible la reciprocidad, la mujer se venga por la infidelidad: el matrimonio se completa naturalmente con el adulterio. Es la nica defensa de la mujer contra la, esclavitud domstica en que se la mantiene: la opresin social que sufre es consecuencia de su opresin econmica. La igualdad solo puede restablecerse cuando ambos sexos gocen de derechos jurdicamente iguales; pero esta liberacin exige la vuelta de todo el sexo femenino a la industria pblica. La emancipacin de la mujer no es posible sino cuando esta puede tomar parte en vasta escala en la produccin social, y el trabajo domstico no la ocupe sino un tiempo insignificante. Y esta condicin slo ha podido realizarse en la gran industria moderna, que no solamente admite el trabajo de la mujer en gran escala, sino que hasta lo exige formalmente... As, la suerte de la mujer y la del socialismo estn ntimamente ligadas, como se ve tambin en la vasta obra consagrada por Bebel a la mujer. La mujer y el proletario {63} dice son dos oprimidos. Ser el mismo desarrollo de la economa a partir de la revolucin provocada por el maquinismo el que libere a ambos. El problema de la mujer se reduce al de su capacidad de trabajo. Poderosa en los tiempos en que las tcnicas estaban adaptadas a sus posibilidades, destronada cuando se mostr incapaz de explotarlas, la mujer encuentra de nuevo en el mundo moderno su igualdad con el hombre. Son las resistencias del viejo paternalismo capitalista las que impiden en la mayora de los pases que esa igualdad se cumpla concretamente: se cumplir el da en que esas resistencias sean destruidas. Ya se ha cumplido en la URSS, afirma la propaganda sovitica. Y cuando la sociedad socialista sea una realidad en el mundo entero, ya no habr hombres y mujeres, sino solamente trabajadores iguales entre s. Pese a que la sntesis esbozada por Engels seale un progreso respecto a las que hemos examinado anteriormente, no por ello deja de decepcionarnos: los problemas ms importantes son escamoteados. El pivote de toda la historia es el paso del rgimen comunitario a la propiedad privada, y no se nos indica en absoluto cmo ha podido efectuarse. Engels confiesa incluso que hasta el presente nada sabemos de ello (1); no solo ignora el detalle histrico de la cuestin, sino que no sugiere ninguna interpretacin. Del mismo modo, tampoco est claro que la propiedad privada haya comportado fatalmente la servidumbre de la mujer. El materialismo histrico da por supuestos hechos que sera preciso explicar: plantea, sin discutirlo, el lazo de inters que vincula al hombre a la propiedad; pero dnde tiene su origen ese inters, fuente de instituciones sociales? As, pues, la exposicin de Engels es superficial y las verdades que descubre resultan contingentes. Y es porque resulta imposible profundizarlas sin desbordar el materialismo histrico. Este no podra aportar soluciones a los problemas que hemos indicado, porque estos interesan al hombre todo entero y no a esa abstraccin que es el homo oeconomicus {64}. (1) El origen de la familia. Est claro, por ejemplo, que la idea misma de posesin singular no puede adquirir sentido ms que a partir de la condicin originaria del existente. Para que aparezca, es preciso, en primer lugar, que exista en el sujeto una tendencia a situarse en su singularidad radical, una afirmacin de su existencia en tanto que autnoma y separada. Se comprende que esta pretensin haya permanecido subjetiva, interior, sin veracidad, mientras el individuo careca de los medios prcticos para satisfacerla objetivamente: a falta de tiles adecuados, no percibi al principio su poder sobre el mundo, se senta perdido en la Naturaleza y en la colectividad, pasivo, amenazado, juguete de oscuras fuerzas; slo identificndose con el clan todo entero, se atreva a pensar: el totem, el man, la tierra, eran realidades colectivas. Lo que el descubrimiento del bronce ha permitido al hombre ha sido descubrirse como creador en la prueba de un trabajo duro y productivo; al dominar a la Naturaleza, ya no la teme; frente a las resistencias vencidas, tiene la audacia de captarse como actividad autnoma, de realizarse en su singularidad (2). Pero esa realizacin jams se habra logrado si el hombre no lo hubiese querido originariamente; la leccin del trabajo no se ha inscrito en un sujeto pasivo: el sujeto se ha forjado y conquistado a s mismo al forjar sus tiles y conquistar la Tierra. Por otra parte, la afirmacin del sujeto no basta para explicar la propiedad: en el desafo, en la lucha, en el combate singular, cada conciencia puede intentar elevarse hasta la soberana. Para que el desafo haya adoptado la forma de un potlatch, es decir, de una rivalidad econmica, para que a partir de ah primero el jefe y luego los miembros del clan hayan reivindicado bienes privados, preciso es que en el hombre anide otra tendencia original: ya {65} hemos dicho en el captulo precedente que el existente no logra captarse sino alienndose; se busca a travs del mundo bajo una figura extraa, la cual hace suya. En el totem, en el man, en el territorio que ocupa, es su existencia alienada lo que encuentra el clan; cuando el individuo se separa de la comunidad, reclama una encarnacin singular: el man se individualiza en el jefe, luego en cada individuo; y, al mismo tiempo, cada cual trata de apropiarse un trozo de suelo, unos instrumentos de trabajo, unas cosechas. En esas riquezas que son suyas, el hombre se encuentra a s mismo, porque se ha perdido en ellas: se comprende entonces que pueda concederles una importancia tan fundamental como a su propia vida. Entonces el inters del hombre por su propiedad se convierte en una relacin inteligible. Pero se ve que no es posible explicarlo solamente por el til: es preciso captar toda la actitud del hombre armado con un til, actitud que implica una infraestructura ontolgica. (2) Gaston Bachelard, en La Terre et les rveries de la Volont, realiza entre otros un sugestivo estudio del trabajo del herrero. Muestra cmo, por medio del martillo y el yunque, el hombre se afirma y se separa. El instante del herrero es un instante a la vez aislado y magnificado. Promueve al trabajador al dominio del tiempo por la violencia de un instante, pgina 142, y ms adelante: El ser que forja acepta el desafo del universo alzado contra l. Del mismo modo, resulta imposible deducir de la propiedad privada la opresin de la mujer. Tambin aqu es manifiesta la insuficiencia del punto de vista de Engels. Ha comprendido este perfectamente que la debilidad muscular de la mujer no se ha convertido en una inferioridad concreta ms que en su relacin con el til de bronce y de hierro; pero no ha visto que los lmites de su capacidad de trabajo no constituan una desventaja concreta ms que en cierta perspectiva. Porque el hombre es trascendencia y ambicin es por lo que proyecta nuevas exigencias a travs de todo til nuevo: una vez que hubo inventado los instrumentos de bronce, no se content ya con explotar los huertos, sino que quiso desmontar y cultivar extensos campos. Esa voluntad no brot del bronce mismo. La incapacidad de la mujer ha comportado su ruina, porque el hombre la ha aprehendido a travs de un proyecto de enriquecimiento y expansin. Y ese proyecto no basta para explicar que haya sido oprimida: la divisin del trabajo por sexos pudiera haber sido una amistosa asociacin. Si la relacin original del hombre con sus semejantes fuese exclusivamente una relacin de amistad, no se podra explicar ningn tipo de servidumbre: este fenmeno {66} es una consecuencia del imperialismo de la conciencia humana, que trata de cumplir objetivamente su soberana. Si no hubiese en ella la categora original del Otro, y una pretensin original de dominar a ese Otro, el descubrimiento del til de bronce no habra podido comportar la opresin de la mujer. Engels tampoco explica el carcter singular de esta opresin. Ha tratado de reducir la oposicin entre los sexos a un conflicto de clases; por otra parte, lo ha hecho sin mucha conviccin: la tesis no es sostenible. Verdad es que la divisin del trabajo por sexos y la opresin que de ello resulta, evocan en algunos aspectos la divisin en clases; pero no se deben confundir: no hay ninguna base biolgica en la escisin entre las clases; en el trabajo, el esclavo adquiere conciencia de s mismo frente al amo; el proletario siempre ha comprobado su condicin en la revuelta, regresando por ese medio a lo esencial, constituyndose en una amenaza para sus explotadores; y a lo que apunta es a su desaparicin en tanto que clase. Hemos dicho en la introduccin hasta qu punto es diferente la situacin de la mujer, singularmente a causa de la comunidad de vida y de intereses que la hace solidaria del hombre, as como por la complicidad que este encuentra en ella: ella no abriga ningn deseo de revolucin, no sabra suprimirse en tanto que sexo; nicamente pide que sean abolidas ciertas consecuencias de la especificacin sexual. Lo que an resulta ms grave es que, sin mala fe, no se podra considerar a la mujer nicamente como trabajadora; tan importante como su capacidad productiva es su funcin reproductora, tanto en la economa social como en la vida individual; hay pocas en que es ms til hacer nios que manejar el arado. Engels ha escamoteado el problema; se limita a declarar que la comunidad socialista abolir la familia, lo cual es una solucin bastante abstracta; ya se sabe con cunta frecuencia y tan radicalmente ha tenido que cambiar la URSS su poltica familiar, segn el diferente equilibrio entre las necesidades inmediatas de la produccin y las de la repoblacin; por lo dems, suprimir no supone necesariamente liberar a la mujer: los ejemplos de Esparta y del rgimen nazi demuestran {67} que no por estar directamente vinculada al Estado puede la mujer ser menos oprimida por los varones. Una tica verdaderamente socialista, es decir, que busque la justicia sin suprimir la libertad, que imponga cargas a los individuos, pero sin abolir la individualidad, se hallar en grave aprieto por los problemas que plantea la condicin de la mujer. Es imposible asimilar lisa y llanamente la gestacin a un trabajo o a un servicio, tal como el servicio militar, por ejemplo. Se produce una fractura ms profunda en la vida de una mujer al exigirle hijos que al reglamentar las ocupaciones de los ciudadanos: jams ha habido ningn Estado que osase instituir el coito obligatorio. En el acto sexual, en la maternidad, la mujer no compromete solamente tiempo y energas, sino tambin valores esenciales. En vano pretende ignorar el materialismo racionalista este carcter dramtico de la sexualidad: no se puede reglamentar el instinto sexual; no es seguro que no lleve en s mismo un rechazo de su satisfaccin, deca Freud; lo que s es seguro es que no se deja integrar en lo social, puesto que hay en el erotismo una revuelta del instante contra el tiempo, de lo individual contra lo universal; al querer canalizarlo y explotarlo, se corre el riesgo de matarlo, ya que no se puede disponer de la espontaneidad viviente como se dispone de la materia inerte; y tampoco se le puede forzar como se fuerza una libertad. No se podra obligar directamente a la mujer a dar a luz: todo cuanto se puede hacer es encerrarla en situaciones donde la maternidad sea para ella la nica salida; la ley o las costumbres le imponen el matrimonio, se prohiben los procedimientos anticonceptivos y el aborto, se prohibe el divorcio. Es imposible considerar a la mujer exclusivamente como una fuerza productiva: para el hombre es una compaera sexual, una reproductora, un objeto ertico, una Otra a travs de la cual se busca a s mismo. Es intil que los regmenes totalitarios o autoritarios, de comn acuerdo, hayan prohibido el psicoanlisis y hayan declarado que, para los ciudadanos lealmente integrados en la colectividad, no tienen lugar los dramas individuales: el erotismo es una experiencia en la que la generalidad siempre es recobrada por {68} una individualidad. Y para un socialismo democrtico, en el que las clases seran abolidas, pero no los individuos, la cuestin del destino individual conservara toda su importancia: la diferenciacin sexual mantendra toda su importancia. La relacin sexual que une la mujer al hombre no es la misma que la que l mantiene con respecto a ella; el lazo que la une al nio es irreducible a cualquier otro. La mujer no ha sido creada por el solo instrumento de bronce: la mquina no basta para abolirla. Reivindicar para ella todos los derechos, todas las oportunidades del ser humano en general, no significa que haya que cerrar los ojos ante lo singular de su situacin. Y para conocerla hay que desbordar al materialismo histrico, que no ve en el hombre y la mujer sino entidades econmicas {69}. PARTE SEGUNDA. HISTORIA{71}. I. Este mundo siempre ha pertenecido a los varones, pero ninguna de las razones propuestas para explicar el fenmeno nos ha parecido suficiente. Volviendo a tomar a la luz de la filosofa existencial los datos de la Prehistoria y de la etnografa, es como podremos comprender de qu modo se ha establecido la jerarqua de los sexos. Ya hemos planteado que, cuando se hallan en presencia dos categoras humanas, cada una quiere imponer a la otra su soberana; si las dos se empean en sostener esa reivindicacin, se crea entre ellas, ora en la hostilidad, ora en la amistad, pero siempre en la tensin, una relacin de reciprocidad; si una de las dos es privilegiada, se impone a la otra y se dedica a mantenerla en la opresin. Se comprende, pues, que el hombre haya tenido la voluntad de dominar a la mujer; pero qu privilegio le ha permitido realizar esa voluntad? Los informes que aportan los etngrafos sobre las formas primitivas de la sociedad humana son terriblemente contradictorios, y tanto ms cuanto mejor informados estn y menos sistemticos sean. Resulta singularmente difcil formarse una idea de la situacin de la mujer en el perodo que precedi al de la agricultura. Ni siquiera se sabe si, en condiciones de existencia tan diferentes de las de hoy, la musculatura de la mujer y su aparato respiratorio no estaran tan desarrollados como en el hombre. Le estaban confiados duros trabajos, y en particular era ella quien transportaba los fardos; sin embargo, este ltimo hecho es muy ambiguo: probablemente {73}, si se le asignaba esa funcin, sera para que el hombre tuviese las manos libres en la caravana, con objeto de defenderse contra posibles agresores, bestias u hombres; as, pues, su papel era el ms peligroso y el que ms vigor exiga. No obstante, parece ser que en numerosos casos las mujeres eran lo bastante robustas y resistentes para participar en las expediciones de los guerreros. Segn los relatos de Herodoto, y de acuerdo con las tradiciones concernientes a las amazonas del Dahomey y con otros muchos testimonios antiguos y modernos, ha sucedido que las mujeres tomasen parte en guerras o en sangrientas vendettas; desplegaban en tales aventuras tanto valor y tanta crueldad como los hombres: se cuenta de algunas que mordan ferozmente el hgado de sus enemigos. A pesar de todo, es verosmil que entonces como ahora los hombres tuviesen el privilegio de la fuerza fsica; en la era de la clava y de las fieras, en la era en que las resistencias de la Naturaleza se hallaban en su apogeo y los tiles eran los ms rudimentarios, semejante superioridad debi de tener extremada importancia. En todo caso, y por robustas que fuesen entonces las mujeres, en la lucha contra un mundo hostil las servidumbres de la reproduccin representaran para ellas una terrible desventaja: se cuenta que las amazonas se mutilaban los senos, lo cual significa que, al menos durante el perodo de su vida guerrera, rehusaban la maternidad. En cuanto a las mujeres normales, el embarazo, el parto, la menstruacin disminuan su capacidad de trabajo y las condenaban a largos perodos de impotencia; para defenderse contra los enemigos, para asegurarse el sustento y el de su progenie, necesitaban la proteccin de los guerreros y los productos de la caza y de la pesca, a las que se dedicaban los hombres; como evidentemente no exista control alguno de los nacimientos, como la Naturaleza no asegura a la mujer perodos de esterilidad como a las otras hembras mamferas, las repetidas maternidades absorberan la mayor parte de sus energas y de su tiempo; tampoco podan asegurar la vida de las criaturas que traan al mundo. He ah un primer hecho preado de consecuencias: los comienzos de la especie humana han sido difciles; los {74} pueblos recolectores, cazadores y pescadores no arrancaban del suelo ms que mseras riquezas, y a costa de un duro esfuerzo; nacan demasiados nios con respecto a los recursos de la colectividad; la absurda fecundidad de la mujer le impeda participar activamente en el acrecentamiento de tales recursos, en tanto que creaba indefinidamente nuevas necesidades. Necesaria para la perpetuacin de la especie, la perpetuaba con excesiva abundancia, y era el hombre quien aseguraba el equilibrio entre la reproduccin y la produccin. As, la mujer ni siquiera tena el privilegio de conservar la vida frente al varn creador; no representaba el papel del vulo con respecto al espermatozoide, de la matriz con relacin al falo; nicamente le corresponda una parte en el esfuerzo de la especie humana para perseverar en su ser; y gracias al hombre ese esfuerzo llegaba concretamente a su fin. Sin embargo, debido a que el equilibrio produccinreproduccin siempre lograba establecerse, aunque fuese a costa de infanticidios, sacrificios y guerras, hombres y mujeres son igualmente necesarios desde el punto de vista de la supervivencia colectiva; podra suponerse incluso que, en ciertos estadios de abundancia alimenticia, su papel protector y nutricio subordinase el varn a la mujermadre; hay hembras animales que extraen de la maternidad una completa autonoma; por qu la mujer no ha logrado hacer de ella un pedestal? Ni siquiera en los momentos en que la Humanidad reclamaba nacimientos de la manera ms apremiante, ya que la necesidad de mano de obra era ms importante que la de materias primas por explotar, ni siquiera en las pocas en que ms venerada ha sido la maternidad, ni siquiera entonces ha permitido esta a las mujeres conquistar el primer lugar (1). La razn de ello radica en que la Humanidad no es una simple especie natural: no trata de mantenerse en tanto que especie; su proyecto no es el estancamiento: a lo que tiende es a superarse {75}. (1) La sociologa ya no concede hoy ningn crdito a las lucubraciones de Baschoffen. Las hordas primitivas apenas se interesaban por su posteridad. No estando afincadas en un territorio, no poseyendo nada, no encarnndose en ninguna cosa estable, no podan formarse ninguna idea concreta de la permanencia; no tenan la preocupacin de sobrevivir y no se reconocan en su descendencia; no teman a la muerte y no reclamaban herederos; los nios constituan para ellas una carga y no una riqueza; la prueba de ello es que los infanticidios siempre fueron numerosos entre los pueblos nmadas; y muchos de los recin nacidos a quienes no se mataba, moran faltos de higiene en medio de la indiferencia general. As, pues, la mujer que engendraba no conoca el orgullo de la creacin; se senta juguete de oscuras fuerzas pasivas, y el parto doloroso era un accidente intil y hasta inoportuno. Ms tarde, se dio mayor valor al nio. Pero, de todas formas, engendrar, amamantar, no constituyen actividades, son funciones naturales; ningn proyecto les afecta; por eso la mujer no encuentra en ello el motivo de una altiva afirmacin de su existencia; sufre pasivamente su destino biolgico. Las faenas domsticas a que est dedicada, puesto que son las nicas conciliables con las cargas de la maternidad, la confinan en la repeticin y la inmanencia; son faenas que se reproducen da tras da, bajo una forma idntica que se perpeta casi sin cambios siglo tras siglo; no producen nada nuevo. El caso del hombre es radicalmente diferente: no alimenta a la colectividad a la manera de las abejas obreras mediante un simple proceso vital, sino a travs de actos que trascienden su condicin animal. El homo faber es un inventor desde el origen de los tiempos: ya el palo y la clava, con que arma su brazo para varear los frutos y abatir a los animales, son instrumentos con los cuales ensancha su presa sobre el mundo; no se limita a transportar al hogar los peces capturados en el seno del mar: primero es preciso que conquiste el dominio de las aguas construyendo piraguas; para apropiarse las riquezas del mundo, se anexiona el mundo mismo. En esa accin experimenta su poder; se plantea fines, proyecta caminos hacia ellos: se realiza como existente. Para mantener, crea; desborda el presente, abre el futuro. Por {76} eso las expediciones de caza y pesca tienen un carcter sagrado. Se celebran sus xitos con fiestas y triunfos; el hombre reconoce en ello su humanidad. Ese orgullo an lo manifiesta hoy cuando ha construido una presa, un rascacielos, una pila atmica. No solo ha trabajado para conservar el mundo dado: ha hecho estallar las fronteras de este, ha echado los cimientos de un nuevo porvenir. Su actividad tiene otra dimensin que le da su dignidad suprema: es frecuentemente peligrosa. Si la sangre no fuese ms que un alimento, no tendra ms valor que la leche; pero el cazador no es un carnicero: en la lucha contra los animales salvajes corre riesgos. Para aumentar el prestigio de la horda, del clan a que pertenece, el guerrero pone en juego su propia existencia. Y con ello deja bien patente que no es la vida lo que para el hombre tiene un valor supremo, sino que debe servir a fines ms importantes que ella misma. La peor maldicin que pesa sobre la mujer es hallarse excluida de esas expediciones guerreras; no es dando la vida, sino arriesgando la propia, como el hombre se eleva sobre el animal; por ello en la Humanidad se acuerda la superioridad, no al sexo que engendra, sino al que mata. Tenemos aqu la clave de todo el misterio. Al nivel de la biologa, solamente crendose de nuevo se mantiene una especie; pero esta creacin no es ms que una repeticin de la misma Vida bajo formas diferentes. Al trascender la Vida por la Existencia es como el hombre asegura la repeticin de la Vida: en virtud de esa superacin, crea valores que niegan todo valor a la pura repeticin. En el caso del animal, la gratuidad y la variedad de las actividades del macho son vanas porque no las informa ningn proyecto; cuando no sirve a la especie, lo que hace no es nada; en cambio, al servir a la especie, el macho humano modela la faz del mundo, crea instrumentos nuevos, inventa, forja el porvenir. Al erigirse en soberano, encuentra la complicidad de la mujer, porque tambin ella es una existente, est habitada por la trascendencia y su proyecto no es la repeticin, sino su superacin hacia otro porvenir; la mujer encuentra en lo ms ntimo de su ser la confirmacin de las pretensiones masculinas. Se {77} asocia a los hombres en las fiestas que celebran los xitos y las victorias de los varones. Su desgracia consiste en haber sido biolgicamente destinada a repetir la Vida, cuando a sus ojos la Vida no lleva en s sus razones de ser y cuando esas razones son ms importantes que la vida misma. Las instituciones y el derecho aparecen cuando los nmadas se fijan en el suelo y se hacen agricultores. El hombre ya no se limita a debatirse duramente contra fuerzas hostiles; empieza a expresarse concretamente a travs de la figura que impone al mundo, a pensar en ese mundo y a pensar en s mismo; en ese momento, la diferenciacin sexual se refleja en la estructura de la colectividad; adopta un carcter singular: en las comunidades agrcolas, la mujer est revestida a menudo de un extraordinario prestigio. Este prestigio se explica esencialmente por la importancia completamente nueva que adquiere el nio en una civilizacin basada en el trabajo de la tierra; al instalarse en un territorio, los hombres realizan la apropiacin del mismo; aparece la propiedad bajo una forma colectiva, que exige de sus poseedores una posteridad; la maternidad se convierte en una funcin sagrada. Muchas tribus viven en rgimen comunitario, lo cual no significa que las mujeres pertenezcan a todos los hombres de la colectividad; hoy apenas se cree que jams se haya practicado el matrimonio promiscuo; pero hombres y mujeres no tienen existencia religiosa, social y econmica ms que en tanto que grupo: su individualidad sigue siendo un puro hecho biolgico; tambin el matrimonio, sea cual fuere su forma monogamia, poligamia, poliandria no es ms que un accidente profano que no crea ningn vnculo mstico. No es fuente de ninguna servidumbre para la esposa, que sigue estando integrada en su clan. El conjunto del clan, reunido bajo un mismo totem, posee msticamente el mismo man y materialmente el goce comn de un mismo territorio. Segn el proceso de alienacin del que he hablado, el clan se fija en ese territorio bajo una figura objetiva y concreta; mediante la permanencia en el suelo, se realiza como una unidad cuya identidad persiste a travs de la {78} dispersin del tiempo. nicamente este paso existencial permite comprender la identificacin, que ha subsistido hasta nuestros das, entre el clan, la gens, la familia y la propiedad. La concepcin de las tribus nmadas, para las cuales no existe ms que el instante, es sustituida en las comunidades agrcolas por la de una vida enraizada en el pasado y que se anexiona el porvenir: se venera al antepasado totmico, que da su nombre a los miembros del clan; y el clan concede a sus descendientes un profundo inters, ya que sobrevivir a travs del suelo que les lega y que ellos explotarn. La comunidad piensa en su unidad y quiere su existencia ms all del presente: se reconoce en los nios, los reconoce como suyos, en ellos se realiza y se supera. Sin embargo, muchos primitivos ignoran la parte que el padre tiene en la procreacin de los nios; consideran a estos como reencarnacin de larvas ancestrales que flotan en torno a ciertos rboles, ciertas rocas, en ciertos lugares sagrados, y que descienden al cuerpo de la mujer; a veces se estima que esta no debe ser virgen, para que dicha infiltracin sea posible, pero otros pueblos creen que tambin se produce a travs de las narices o de la boca; de todos modos, la desfloracin es aqu secundaria y, por razones msticas, raras veces es patrimonio del marido. La madre es evidentemente necesaria para el nacimiento del nio; ella es quien conserva y nutre al germen en su seno y, por consiguiente, es a travs de ella como se propaga en el mundo visible la vida del clan. As es como ella se ve representando un papel de primer orden. Con mucha frecuencia los hijos pertenecen al clan de la madre, llevan su nombre, participan de sus derechos y, en particular, del goce de la tierra que el clan ocupa. La propiedad comunitaria se transmite entonces por intermedio de las mujeres: por ellas se aseguran los campos y las cosechas a los miembros del clan, e, inversamente, a travs de sus madres, estos son destinados a tal o cual dominio. As, pues, puede considerarse que msticamente la tierra pertenece a las mujeres, que ejercen un dominio a la vez religioso y legal sobre la gleba y sus frutos. El lazo que los une es ms estrecho todava que el de una pertenencia; el {79} rgimen de derecho materno se caracteriza por una verdadera asimilacin de la mujer a la tierra; en ambas se cumple, a travs de sus avatares, la permanencia de la vida, la vida que es esencialmente generacin. Entre los nmadas, la procreacin apenas parece otra cosa que un accidente y las riquezas del suelo permanecen desconocidas; el agricultor, en cambio, admira el misterio de la fecundidad que grana en los surcos y en el vientre materno; sabe que l mismo ha sido engendrado como el ganado y las cosechas, y quiere que su clan engendre otros hombres que le perpetuarn al perpetuar la fertilidad de los campos; la Naturaleza entera se le representa como una madre; la tierra es mujer; y la mujer est habitada por las mismas oscuras potencias que la tierra (1). Por esta razn, en parte, le es confiado el trabajo agrcola: capaz de llamar a su seno a las larvas ancestrales, la mujer tiene tambin poder para hacer brotar de los campos sembrados los frutos y las espigas. En uno y otro casos, no se trata de una operacin creadora, sino de un mgico conjuro. En ese estadio, el hombre no se limita ya a recolectar los productos del suelo, pero todava no conoce su potencia; vacila entre las tcnicas y la magia; se siente pasivo y dependiente de la Naturaleza, que dispensa al azar la existencia y la muerte. Cierto que reconoce ms o menos la utilidad del acto sexual y de las tcnicas que domestican el suelo; pero no por eso nios y cosechas parecen menos dones sobrenaturales; y son los misteriosos efluvios que emanan del cuerpo femenino los que atraen a este mundo las riquezas sepultadas en las misteriosas fuentes de la vida. Tales creencias todava siguen vivas hoy entre numerosas tribus indias, australianas y polinesias (2); su importancia era tanto {80} mayor cuanto que armonizaban con los intereses prcticos de la colectividad. La maternidad destina a la mujer a una existencia sedentaria; mientras el hombre caza, pesca o guerrea, ella permanece en el hogar. Pero, entre los pueblos primitivos, apenas se cultiva otra cosa que huertos de modestas dimensiones y contenidos en los lmites del poblado; su explotacin es una faena domstica; los instrumentos de la Edad de Piedra no exigen un esfuerzo intensivo; economa y mstica estn de acuerdo para dejar el trabajo agrcola en manos de las mujeres. En la medida en que empieza a nacer, la industria domstica es tambin cosa suya: tejen alfombras y mantas, fabrican vasijas de barro. Con frecuencia son ellas quienes presiden el intercambio de mercancas: el comercio est en sus manos. As, pues, a travs de ellas la vida del clan se conserva y propaga; de su trabajo y de sus mgicas virtudes dependen nios, rebaos, cosechas, utensilios y toda la prosperidad del grupo del cual son alma. Tanto poder inspira a los hombres un respeto mezclado de terror, que se refleja en su culto. En ellas se resumir toda la Naturaleza extraa y misteriosa. (1) Salve, Tierra, madre de los hombres; hazte frtil bajo el abrazo de Dios y clmate de frutos para uso del hombre, dice un viejo conjuro anglosajn. (2) En Uganda, y entre los bhanta de la India, una mujer estril es considerada peligrosa para el huerto. En Nicobar se cree que la cosecha ser ms abundante si la realiza una mujer encinta. En Borneo son las mujeres quienes eligen y conservan las semillas. Al parecer se percibe en ellas una afinidad natural con los granos de los cuales dicen estar encinta. A veces las mujeres van a pasar la noche en los arrozales cuando la planta germina (Hose y Mac Dougall). En la India anterior, mujeres desnudas llevan de noche el arado alrededor del campo. Los indios del Orinoco dejaban a las mujeres el cuidado de sembrar y plantar, porque as como las mujeres saban concebir y traer nios al mundo, as los granos y races que ellas plantaban producan frutos mucho ms abundantes que si hubiesen sido plantados por la mano de los hombres (Frazer). Encontramos en Frazer gran abundancia de ejemplos anlogos. Ya queda dicho que el hombre no se piensa jams a s mismo sino pensando en lo Otro; l capta el mundo bajo el signo de la dualidad, que en principio no tiene un carcter sexual. Pero siendo naturalmente distinta del hombre, que se plantea como el Mismo, la mujer es clasificada en la categora de lo Otro, y esto Otro es lo que abarca a la mujer; al principio, no es esta lo bastante importante para encarnarlo sola, de tal modo que se dibuja en el corazn de lo Otro una subdivisin: en las antiguas cosmogonas, un mismo elemento contiene a menudo una encarnacin macho y hembra a la vez; as, entre los babilonios, el ocano y la mar son la {81} doble encarnacin del caos csmico. Cuando el papel de la mujer crece en importancia, absorbe casi en su totalidad la regin de lo Otro. Entonces aparecen las divinidades femeninas, a travs de las cuales se adora la idea de la fecundidad. Se ha encontrado en Susa la imagen ms antigua de la Gran Diosa, la Gran Madre de larga tnica y alto tocado, a la cual otras estatuas nos muestran coronada de torres; las excavaciones de Creta han suministrado varias efigies de la misma. Ora aparece esteatopgica y en cuclillas, ora se nos presenta ms esbelta y de pie, a veces vestida y con frecuencia desnuda, con los brazos cruzados bajo los senos henchidos. Es la reina del cielo, con figura de paloma; tambin es emperatriz de los infiernos, de donde sale reptando, y la simboliza una serpiente. Se manifiesta en las montaas, en los bosques, en el mar, en los manantiales. Crea la vida por doquier; si mata, tambin resucita. Caprichosa, lujuriosa cruel como la Naturaleza misma, a la vez propicia y temible: reina sobre toda la Egeida, la Frigia, Siria, Anatolia; en fin, sobre toda Asia occidental. Se llama Istar en Babilonia, Astart entre los pueblos semticos, y entre los griegos es Gea, Rhea o Cibeles; la reencontramos en Egipto bajo los rasgos de Isis; las divinidades masculinas le estn subordinadas. Supremo dolo en las lejanas regiones del cielo y los infiernos, la mujer est en la tierra rodeada de tabes como todos los seres sagrados; ella misma es un tab; a causa de los poderes que ostenta, es considerada como una maga, una hechicera; se la asocia a las oraciones, a veces se convierte en sacerdotisa, como las druidas de los antiguos celtas; en algunos casos, participa en el gobierno de la tribu e incluso sucede que lo ejerce sola. Esas remotas edades no nos han legado ninguna literatura. En cambio, las grandes pocas patriarcales conservan en su mitologa, en sus monumentos y en sus tradiciones el recuerdo de un tiempo en que las mujeres ocupaban una posicin muy elevada. Desde el punto de vista femenino, la poca brahmnica es una regresin respecto a la del Rig Veda, y esta lo es respecto al estadio primitivo que la precedi. Las beduinas de la poca preislmica gozaban de un estatuto muy superior al que les asignaba {82} el Corn. Las grandes figuras de Niobe, de Medea evocan una era en que las madres consideraban a sus hijos como un bien propio y se enorgullecan de ello. Y en los poemas homricos, Andrmaca y Hcuba tienen una importancia que la Grecia clsica no reconoce ya a las mujeres escondidas en la sombra del gineceo. Tales hechos han llevado a suponer que, en los tiempos primitivos, existi un verdadero reinado de las mujeres; esta hiptesis, propuesta por Baschoffen, la adopt Engels; el paso del matriarcado al patriarcado se le aparece como la gran derrota histrica del sexo femenino. Pero, en verdad, esa edad de oro de la mujer no es ms que un mito. Decir que la mujer era lo Otro equivale a decir que no exista entre los sexos una relacin de reciprocidad: Tierra, Madre o Diosa, no era para el hombre una semejante; donde su poder se afirmaba era ms all del reino humano: as, pues, estaba fuera de ese reino. La sociedad siempre ha sido masculina; el poder poltico siempre ha estado en manos de los hombres. La autoridad pblica o simplemente social pertenece siempre a los hombres, afirma LviStrauss al final de su estudio sobre las sociedades primitivas. El semejante, el otro, que es tambin el mismo, con el cual se establecen relaciones de reciprocidad, es siempre, para el varn, un individuo varn. La dualidad que se descubre bajo una forma u otra en el corazn de las colectividades opone un grupo de hombres a otro grupo de hombres: pero las mujeres forman parte de los bienes que estos poseen y que entre ellos constituyen un instrumento de cambio. El error proviene de que se han confundido dos figuras de la alteridad que se excluyen rigurosamente. En la medida en que la mujer es considerada como lo Otro absoluto, es decir cualquiera que sea su magia como lo inesencial, resulta imposible considerarla como otro sujeto (1). De modo que las mujeres no han constituido {83} jams un grupo separado que se situase por s frente al grupo masculino; nunca han tenido una relacin directa y autnoma con los hombres. El lazo de reciprocidad que funda el matrimonio no se establece entre hombres y mujeres, sino entre hombres por medio de mujeres que solo son la principal ocasin del mismo, dice LviStrauss (2). La condicin concreta de la mujer no resulta afectada por el tipo de filiacin que impera en la sociedad a la que pertenece; que el rgimen sea patrilineal, matrilineal, bilateral o indiferenciado (no siendo nunca rigurosa la indiferenciacin), la mujer siempre se halla bajo la tutela de los hombres; la nica cuestin consiste en saber si despus del matrimonio permanece sometida a la autoridad de su padre o de su hermano mayor autoridad que se extiende tambin a sus hijos o si pasa a quedar bajo la del marido. En todo caso,, la mujer no es jams sino el smbolo de su linaje..., la filiacin matrilineal, y es la mano del padre o del hermano de la mujer la que se extiende hasta la aldea del hermano (3). No es ms que una mediadora del derecho, no quien lo ejerce. En realidad, son las relaciones de los dos grupos masculinos las que son definidas por el rgimen de filiacin, y no la relacin de ambos sexos. Prcticamente, la situacin concreta de la mujer no est ligada de una manera estable a tal o cual tipo de derecho. Sucede que, en rgimen matrilineal, ocupa la mujer una posicin muy elevada; sin embargo, preciso es advertir que la presencia de una mujerjefe, de una reina, a la cabeza de la tribu, no significa en absoluto que las mujeres sean soberanas de la misma: el advenimiento de Catalina de Rusia en nada modific la suerte de las campesinas rusas; y no por ello es menos frecuente que viva en la abyeccin. Por otro lado, los casos en que la mujer permanece en su clan y al marido no se le admite sino para que efecte rpidas visitas, incluso clandestinas, son muy raros. Casi siempre ella va a vivir bajo el techo de su esposo, lo cual {84} basta para manifestar la primaca del varn. Detrs de las oscilaciones del modo de filiacin dice LviStrauss, la permanencia de la residencia patrilocal atestigua la relacin fundamental de asimetra entre los sexos que caracteriza a la sociedad humana. Como la mujer conserva a sus hijos con ella, resulta que la organizacin territorial de la tribu no coincide con su organizacin totmica: esta est rigurosamente fundada, aquella es contingente; pero prcticamente es la primera la que tiene ms importancia, porque el lugar donde las gentes trabajan y viven cuenta ms que su pertenencia mstica. En los regmenes de transicin, que son los ms extendidos, hay dos clases de derechos: uno, religioso; otro, basado en la ocupacin y el trabajo de la tierra; ambos se penetran mutuamente. No por ser una institucin laica tiene el matrimonio menos importancia social, y la familia conyugal, aunque privada de significacin religiosa, existe vigorosamente en el plano humano. Incluso en las colectividades en que existe una gran libertad sexual conviene que la mujer que trae un hijo al mundo est casada; ella no logra constituir, sola con su progenie, un grupo autnomo; y la proteccin religiosa de su hermano no es suficiente; se exige la presencia de un esposo. Este tiene a menudo grandes responsabilidades con respecto a los hijos; no pertenecen estos a su clan, pero, sin embargo, es l quien los alimenta y cuida; entre marido y mujer, entre padre e hijos se crean lazos de cohabitacin, de trabajo, de intereses comunes, de ternura. Entre esta familia laica y el clan totmico las relaciones son muy complejas, como lo testimonia la diversidad de ritos del matrimonio. Primitivamente, el marido compra una mujer al clan extrao, o, al menos, hay entre uno y otro clan un intercambio de prestaciones, entregando el primero a uno de sus miembros, cediendo el segundo ganado, frutos, trabajo. Pero, como el marido toma a su cargo a la mujer y a los hijos de esta, sucede tambin que recibe de los hermanos de la desposada una retribucin. Entre las realidades msticas y econmicas, el equilibrio es inestable. El hombre siente a menudo mucho ms afecto por sus hijos que por sus sobrinos; precisamente en tanto que padre ser como l optar {85} por afirmarse cuando tal afirmacin sea posible. He ah por qu toda sociedad tiende hacia una forma patriarcal, cuando su evolucin lleva al hombre a tomar conciencia de s mismo y a imponer su voluntad. Sin embargo, importa subrayar que, incluso en los tiempos en que an se senta confuso ante los misterios de la Vida, la Naturaleza y la Mujer, jams se sinti destituido de su poder; cuando, espantado por la peligrosa magia que encierra la mujer, la sita como lo esencial, es l quien la sita, y as se realiza l mismo como lo esencial en esa alienacin que consiente; pese a las fecundas virtudes que la penetran, el hombre sigue siendo su amo, del mismo modo que es amo de la tierra frtil; la mujer est destinada a ser sometida, poseda, explotada, como lo es tambin la Naturaleza cuya mgica fertilidad ella encarna. El prestigio de que goza a los ojos de los hombres es de ellos de quienes lo recibe; los hombres se arrodillan ante lo Otro, adoran a la Diosa Madre. Mas, por poderosa que esta parezca, solo es captada a travs de las nociones creadas por la conciencia masculina. Todos los dolos inventados por el hombre, por terrorficos que los haya forjado, estn de hecho bajo su dependencia, y por ello le ser posible destruirlos. En las sociedades primitivas, esa dependencia no es ni reconocida ni planteada, pero existe inmediatamente, en s misma; y ser fcilmente mediatizada tan pronto como el hombre adquiera una conciencia ms clara de s mismo, tan pronto como ose afirmarse y oponerse. Y, en verdad, incluso cuando el hombre se ve como un ente dado, pasivo, que sufre los azares de la lluvia y el sol, se realiza tambin como trascendencia, como proyecto; ya en l se afirman el espritu y la voluntad contra la confusin y la contingencia de la vida. El antepasado totmico, cuyas mltiples encarnaciones la mujer asume, es ms o menos ntidamente, bajo su nombre de animal o de rbol, un principio viril; la mujer perpeta la existencia carnal del mismo, pero su papel es exclusivamente nutricio, no creador; ella no crea en ningn dominio; conserva la vida de la tribu dndole hijos y pan, nada ms: permanece consagrada a la inmanencia; de la sociedad no encarna ms que el aspecto esttico {86}, encerrado en s mismo. Mientras que el hombre contina acaparando las funciones que abren esa sociedad a la Naturaleza y al conjunto de la colectividad humana; los nicos trabajos dignos de l son la guerra, la caza, la pesca; conquista presas extranjeras y las anexiona a la tribu; guerra, caza y pesca representan una expansin de la existencia, su superacin hacia el mundo; el varn sigue siendo la sola encarnacin de la trascendencia. Todava no dispone este de los medios prcticos para dominar totalmente a la MujerTierra, todava no se atreve a alzarse contra ella: pero ya quiere liberarse. En mi opinin, es en esta voluntad donde hay que buscar la razn profunda de la famosa costumbre de la exogamia, tan extendida en las sociedades de filiacin uterina. (1) Se ver que esa distincin se ha perpetuado. Las pocas que consideran a la mujer como lo Otro son las que ms agriamente se niegan a integrarla en la sociedad a ttulo de ser humano. Hoy en da, solo perdiendo su aura mstica se convierte en una otra semejante. Los antifeministas siempre se han aprovechado de este equvoco. Aceptan de buen grado la exaltacin de la mujer en tanto que Otro, de manera que se constituya su disimilitud como absoluta, irreducible, y se le rehuse el acceso al mitsein humano. (2) Vase LVISTRAUSS: Les Structures lmentaires de la Parent. (3) Ibdem. Incluso si el hombre ignora el papel que representa en la procreacin, el matrimonio tiene para l una gran importancia: a travs del mismo es como accede a la dignidad de adulto y recibe en participacin una parcela del mundo; por su madre est ligado al clan, a los antepasados y a todo cuanto constituye su propia sustancia; pero en todas esas funciones laicas, trabajo, matrimonio, pretende evadirse de ese crculo, afirmar la trascendencia contra la inmanencia, abrirse un porvenir diferente del pasado donde hunde sus races; segn el tipo de pertenencia reconocido en las diferentes sociedades, la prohibicin del incesto adopta formas diferentes, pero desde las pocas primitivas hasta nuestros das conserva el mismo sentido: lo que el hombre desea poseer es aquello que no es; se une a lo que se le aparece como Otro distinto de l. As, pues, no es preciso que la esposa participe del man del esposo; lo que hace falta es que le sea extraa, y, por tanto, extraa a su clan. El matrimonio primitivo se funda a veces en un rapto, ya sea real o simblico, porque la violencia hecha a otro es la afirmacin ms evidente de su alteridad. Al conquistar a su mujer por medio de la fuerza, el guerrero demuestra que ha sabido anexionarse una riqueza forastera y hacer saltar los lmites del destino que le haba asignado su nacimiento; la compra, bajo sus diferentes formas tributo pagado, prestacin de servicios {87}, manifiesta con menos esplendor la misma significacin (1). (1) En la ya citada tesis de LviStrauss, y bajo una forma un poco diferente, encontramos confirmacin de esta idea. De su estudio se desprende que la prohibicin del incesto no es en modo alguno el hecho primitivo del que procede la exogamia; pero refleja, bajo una forma negativa, una positiva voluntad de exogamia. No hay ninguna razn inmediata para que una mujer sea inadecuada para el comercio en los hombres de su clan; pero resulta socialmente til que forme parte de las prestaciones en virtud de las cuales cada clan, en lugar de encerrarse dentro de s, establece con el otro unas relaciones de reciprocidad: La exogamia tiene un valor menos negativo que positivo... Prohibe el matrimonio endgamo... no porque haya un peligro biolgico en el matrimonio consanguneo, ciertamente, sino porque de un matrimonio exgamo resulta un beneficio social. Es preciso que el grupo no consuma a ttulo privado las mujeres que constituyen uno de sus bienes, sino que las convierta en instrumento de comunicacin; si se prohibe el matrimonio con una mujer del clan, la nica razn para ello consiste en que ella es lo mismo cuando debe (y, por tanto, puede) convertirse en lo otro... Las mujeres vendidas en esclavitud pueden ser las mismas que las que primitivamente fueron ofrecidas. A unas y a otras no les falta ms que el signo de la alteridad, que es consecuencia de cierta posicin en una estructura y no de un carcter innato. Poco a poco, el hombre ha mediatizado su experiencia y, tanto en sus representaciones como en su existencia prctica, el que ha triunfado ha sido el principio viril. El Espritu ha triunfado sobre la Vida, la trascendencia sobre la inmanencia, la tcnica sobre la magia y la razn sobre la supersticin. La devaluacin de la mujer representa una etapa necesaria en la historia de la Humanidad, porque no era de su valor positivo, sino de la debilidad del hombre, de donde ella extraa su prestigio; en ella se encarnaban los inquietantes misterios naturales: el hombre escapa a su influencia cuando se libera de la Naturaleza. Es el paso de la piedra al bronce lo que le permite realizar, por medio de su trabajo, la conquista del suelo y conquistarse a s mismo. El agricultor est sometido a los azares de la tierra, de las germinaciones, de las estaciones; es un sujeto pasivo, que conjura y espera: por eso los espritus totmicos poblaban el mundo humano; el campesino sufra los caprichos de las potencias que lo cercaban. Por el contrario, el obrero modela el til de acuerdo con su propsito; con sus manos le impone la figura de su proyecto; frente a la Naturaleza inerte, que se le resiste {88}, pero a la que domea, se afirma como voluntad soberana; si apresura sus golpes sobre el yunque, apresura la terminacin del til, mientras que nada puede acelerar la maduracin de las espigas; el obrero aprende sobre el objeto al que ha dado forma su propia responsabilidad: su gesto, hbil o torpe, lo hace o lo rompe; prudente, diestro, lo lleva a un punto de perfeccin que le enorgullece: su xito no depende del favor de los dioses, sino de l mismo; reta a sus compaeros, se enorgullece de sus logros; y, aunque todava conceda cierto lugar a los ritos, las tcnicas exactas le parecen mucho ms importantes; los valores msticos pasan a un segundo plano, y los intereses prcticos, al primero; no se emancipa enteramente de los dioses, pero los separa de s al separarse de ellos; los relega a su cielo olmpico y conserva para s el dominio terrestre; el gran Pan empieza a decaer tan pronto como resuena el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre, que se percata de su poder. En la relacin existente entre su brazo creador y el objeto fabricado experimenta la causalidad: el grano sembrado germina o no germina, mientras el metal siempre reacciona del mismo modo en presencia del fuego, del temple o de la accin mecnica; ese mundo de utensilios se deja encerrar en conceptos claros: pueden entonces aparecer el pensamiento racional, la lgica y las matemticas. Toda la faz del universo ha quedado trastornada. La religin de la mujer estaba ligada al reino de la agricultura, reino de la duracin irreducible, de la contingencia, del azar, de la espera, del misterio; el del homo faber es el reino del tiempo, al cual se puede vencer como al espacio; el reino de la necesidad, del proyecto, de la accin, de la razn. Incluso cuando se encara con la tierra, el hombre la afrontar en adelante como obrero; descubre que puede enriquecerse el suelo, que es bueno concederle descanso, que a tal semilla hay que tratarla de tal o cual manera: es l quien hace fructificar las cosechas; excava canales, riega o deseca el suelo, traza caminos, construye templos: crea el mundo de nuevo. Los pueblos que han permanecido bajo la dependencia de la diosamadre, aquellos en los cuales se ha perpetuado la filiacin uterina, tambin {89} se han detenido en un estadio de civilizacin primitiva. Y es que la mujer no era venerada sino en la medida en que el hombre se haca esclavo de sus propios temores, cmplice de su propia impotencia: le renda culto en el terror, no en el amor. El hombre no poda realizarse sino empezando por destronar a la mujer (1). Entonces reconocer como soberano el principio viril de fuerza creadora, de luz, de inteligencia, de orden. Junto a la diosamadre surge un dios, hijo o amante, que todava le es inferior, pero que se le asemeja rasgo por rasgo y que le est asociado. Tambin l encarna un principio de fecundidad: es un toro, es el Minotauro, es el Nilo que fertiliza las llanuras de Egipto. Muere en otoo y renace en primavera, despus que la esposamadre invulnerable, pero desolada, haya consagrado sus fuerzas a buscar su cuerpo y a reanimarlo. Se ve aparecer en Creta la pareja que se ha de encontrar en todas las riberas del Mediterrneo: Isis y Horus en Egipto, Astart y Adonis en Fenicia, Cibeles y Atis en Asia Menor, Rhea y Zeus en la Grecia helnica. Despus, la Gran Madre se ve destronada. En Egipto, donde la situacin de la mujer permanece excepcionalmente favorable, la diosa Nut, que encarna al cielo, e Isis, la tierra fecundada, esposa del Nilo, Osiris, siguen siendo diosas de suma importancia; pero, no obstante, el rey supremo es Ra, el dios sol, luz y energa viril. En Babilonia, Istar no es ms que la esposa de BelMarduk; es l quien crea las cosas y garantiza su armona. El dios de los semitas es masculino. Cuando Zeus reina en el cielo, es preciso que abdiquen Gea, Rhea, Cibeles: en Demter no pervive ms que una divinidad todava imponente, pero secundaria. Los dioses vdicos tienen esposas, a las cuales, sin embargo, no se adora con el mismo ttulo que a ellos. El Jpiter romano no tiene par (2) {90}. (1) Bien entendido que esta condicin es necesaria, pero no suficiente: hay civilizaciones patrilineales que se han estancado en un estadio primitivo; otras, como la de los mayas, han degenerado. No existe una jerarqua absoluta entre las sociedades de derecho materno y las de derecho paterno; pero solo estas ltimas han evolucionado tcnica e ideolgicamente. (2) Es interesante observar (de acuerdo con M. BEGOUEN: Journal de Psychologie, ao 1934) que en la poca auriaciense se encuentran numerosas estatuillas que representan a mujeres con los atributos sexuales exageradamente realzados: son notables por sus formas rollizas y por la importancia que se concede a la vulva. Adems, se encuentran igualmente en las cavernas vulvas aisladas, toscamente dibujadas. En los perodos solutrense y magdaleniense, esas efigies desaparecieron. En el auriaciense, las estatuillas masculinas son muy raras y nunca se representa en ellas el rgano viril. En el magdaleniense, todava se encuentra la figuracin de algunas vulvas, pero en escaso nmero, mientras que, por el contrario, se ha descubierto gran cantidad de falos. As, pues, el triunfo del patriarcado no fue ni un azar ni el resultado de una revolucin violenta. Desde el origen de la Humanidad, su privilegio biolgico ha permitido a los varones afirmarse exclusivamente como sujetos soberanos; jams han abdicado de ese privilegio; en parte han alienado su existencia en la Naturaleza y en la mujer; pero en seguida la han reconquistado; condenada a representar el papel del Otro, la mujer estaba igualmente condenada a no poseer ms que un poder precario: esclava o dolo, jams ha sido ella misma quien ha elegido su suerte. Los hombres hacen a los dioses; las mujeres los adoran, ha dicho Frazer; son ellos quienes deciden si sus divinidades supremas sern hembras o machos; el puesto de la mujer en la sociedad es siempre el que ellos le asignan; en ningn tiempo ha impuesto ella su propia ley. Tal vez, sin embargo, si el trabajo productor hubiese seguido estando al alcance de sus fuerzas, la mujer habra realizado con el hombre la conquista de la Naturaleza; la especie humana se habra afirmado contra los dioses a travs de los individuos masculinos y femeninos; pero ella no ha podido hacer suyas las promesas del til. Engels ha explicado incompletamente ese fracaso: no basta decir que la invencin del bronce y del hierro ha modificado profundamente el equilibrio de las fuerzas productivas y que as se ha realizado la inferioridad de la mujer; esa inferioridad no basta por s sola para explicar la opresin que ha sufrido. Lo que le ha sido nefasto ha sido que, al no convertirse para el obrero en una compaera de trabajo, ha quedado excluida del mitsein humano: el que la mujer sea dbil y de inferior capacidad {91} productiva no explica esa exclusin; como ella no participaba en su manera de trabajar y de pensar, como permaneca sometida a los misterios de la vida, el varn no reconoci en ella a un semejante; desde el momento que no la adoptaba y que ella conservaba a sus ojos la dimensin de lo otro, el hombre no poda sino convertirse en su opresor. La voluntad masculina de expansin y de dominacin ha transformado la incapacidad femenina en una maldicin. El hombre ha querido agotar las nuevas posibilidades abiertas por las nuevas tcnicas: ha recurrido a una mano de obra servil; ha reducido a esclavitud a su semejante. El trabajo de los esclavos era mucho ms eficaz que el que la mujer poda proporcionar, y ello le hizo perder el papel econmico que desempeaba en la tribu. En sus relaciones con el esclavo, el amo encontr adems una confirmacin de su soberana mucho ms radical que en la mitigada autoridad que ejerca sobre la mujer. Venerada y temida por su fecundidad, siendo otra que el hombre y participando del inquietante carcter de lo otro, la mujer tena en cierto modo al hombre bajo su dependencia desde el momento mismo en que dependa de l; la reciprocidad de la relacin amoesclavo exista realmente para ella y, en su virtud, escapaba a la esclavitud. El esclavo no est protegido por ningn tab; no es ms que un hombre esclavizado, no diferente, pero s inferior: el juego dialctico de sus relaciones con el amo tardar siglos en actualizarse; en el seno de la sociedad patriarcal organizada, el esclavo no es ms que una bestia de carga con rostro humano: el amo ejerce sobre l una autoridad tirnica; ello exalta su orgullo, que lo vuelve contra la mujer. Todo cuanto gana lo gana contra ella; cuanto ms poderoso se hace, ms decae ella. En particular, cuando se convierte en propietario del suelo (1), reivindica tambin la propiedad de la mujer. En otros tiempos estaba posedo por el man, por la Tierra; ahora tiene un alma, unas tierras; emancipado de la Mujer, reclama tambin una mujer y una posteridad para s. Quiere {92} que el trabajo familiar que utiliza en beneficio de sus campos sea totalmente suyo, y, para eso, es preciso que los trabajadores le pertenezcan: esclaviza a su mujer y a sus hijos. Necesita herederos en quienes se prolongar su existencia terrestre, puesto que les lega sus bienes y ellos le rendirn ms all de la tumba los honores necesarios para el reposo de su alma. El culto de los dioses domsticos se superpone a la constitucin de la propiedad privada, y la funcin de heredero es econmica y mstica a la vez. As, desde el da en que la agricultura cesa de ser una operacin esencialmente mgica y se convierte primordialmente en un trabajo creador, el hombre se descubre como fuerza generatriz; reivindica a sus hijos al mismo tiempo que sus cosechas (2). (1) Vase parte primera, capitulo III. (2) Del mismo modo que la mujer estaba asimilada a los surcos, se asimila entonces el falo al arado, y a la inversa. En un dibujo de la poca kassita, que representa un arado, estn trazados los smbolos del acto generador; posteriormente, se ha reproducido con frecuencia plsticamente la identidad faloarado. La palabra Iak designa en algunas lenguas austroasiticas el falo y la laya al mismo tiempo. Existe una oracin asira dirigida a un dios cuyo arado ha fecundado la tierra. En los tiempos primitivos, no hay revolucin ideolgica ms importante que la que sustituye la filiacin uterina por la agnacin; a partir de entonces, la madre es rebajada al rango de nodriza, de sirviente, mientras se exalta la soberana del padre, que es quien ostenta los derechos y los transmite. En Las Eumnides, de Esquilo, Apolo proclama estas nuevas verdades: No es la madre quien engendra lo que se llama su hijo: ella no es ms que la nodriza del germen vertido en su seno; quien engendra es el padre. La mujer recibe el germen como una depositaria extraa y, si place a los dioses, lo conserva. Es evidente que tales afirmaciones no resultan de un descubrimiento cientfico: son una profesin de fe. Sin duda, la experiencia de la causalidad tcnica, de donde el hombre extrae la seguridad de su poder creador, le ha llevado a reconocer que era tan necesario como la mujer para la procreacin. La idea ha guiado a la observacin; pero esta se limita a conceder al padre un papel igual al de la madre, y ello llevaba a suponer que, en el plano natural, la condicin {93} de la concepcin era el encuentro del semen y el menstruo; la idea que expresa Aristteles: la mujer es solamente materia, el principio del movimiento, que es masculino en todos los seres que nacen, es mejor y ms divino, esa idea traduce una voluntad de poder que sobrepasa a todo conocimiento. Al atribuirse exclusivamente su posteridad, el hombre se desprende definitivamente de la influencia de la feminidad y conquista contra la mujer la dominacin del mundo. Consagrada a la procreacin y a faenas secundarias, despojada de su importancia prctica y de su prestigio mstico, la mujer no aparece ya sino como sirviente. II. Destronada por el advenimiento de la propiedad privada, es a la propiedad privada a la que est ligada la suerte de la mujer en el curso de los siglos: su historia se confunde en gran parte con la historia de la herencia. Se comprende la importancia fundamental de esta institucin si se tiene presente que el propietario aliena su existencia en la propiedad, a la que aprecia ms que su vida misma; esa propiedad desborda los estrechos lmites de esta vida temporal, subsiste ms all de la destruccin del cuerpo, encarnacin terrestre y sensible del alma inmortal; pero esta supervivencia solo se realiza si la propiedad permanece en manos del poseedor: ms all de la muerte no podra ser suya sino perteneciendo a individuos en quienes se prolongue y se reconozca, que sean suyos. Cultivar el dominio paterno, rendir culto a los manes del padre, he ah para el heredero una sola y misma obligacin: asegura as la supervivencia de los antepasados en la tierra y en el mundo subterrneo. De modo que el hombre no aceptar compartir con la mujer ni sus bienes ni sus hijos. No lograr imponer sus pretensiones totalmente ni para siempre. Pero, tan pronto como el patriarcado se ha hecho potente, arrebata a la mujer todos sus derechos sobre la tenencia y transmisin de bienes {94}. * * * Es el conflicto entre la familia y el Estado lo que define la historia de la mujer romana. Los etruscos constituan una sociedad de filiacin uterina, y es probable que, en tiempos de la realeza, Roma conociese todava la exogamia vinculada al rgimen de derecho materno: los reyes latinos no se transmitan hereditariamente el poder. Lo cierto es que, despus de la muerte de Tarquino, se afirma el derecho patriarcal: la propiedad agrcola, el dominio privado y, por tanto, la familia, constituyen la clula de la sociedad. La mujer va a quedar estrechamente sometida al patrimonio y, por consiguiente, al grupo familiar: las leyes la privan incluso de todas las garantas que les eran reconocidas a las mujeres griegas; su existencia transcurre en la incapacidad y la servidumbre. Bien entendido, est excluida de los asuntos pblicos, todo oficio viril le est rigurosamente prohibido; y en su vida civil es una eterna menor. No se le niega directamente su parte en la herencia paterna, pero le impiden disponer de ella por un medio indirecto: se la somete a la autoridad de un tutor. La tutela ha sido establecida en inters de los mismos tutores dice Gayo, con objeto de que la mujer de la cual son presuntos herederos no pueda arrebatarles su herencia por medio de testamento, ni empobrecerla mediante enajenaciones o deudas. El primer tutor de la mujer es su padre; en su defecto, los agnados paternos cumplen esa funcin. Cuando la mujer se casa, pasa a manos de su esposo; hay tres formas de matrimonio: la conferratio, en la cual los esposos ofrecen a Jpiter Capitolino un pastel de espelta en presencia del flamen dial; la coemptio, venta ficticia por medio de la cual el padre plebeyo mancipaba su hija al marido, y el usus, que resultaba de la cohabitacin durante un ao; las tres formas son con manu, es decir, que el esposo sustituye al padre o a los tutores agnados; su mujer es asimilada a una de sus hijas, y es l quien desde entonces tiene todo poder sobre su persona y sus bienes. Sin embargo, desde la poca de la ley de las XII Tablas, el hecho de que la romana perteneciese a la vez {95} a la gens paterna y a la gens conyugal dio nacimiento a conflictos que estn en el origen de su emancipacin legal. En efecto, el matrimonio con manu despoja a los tutores agnados. Para defender los intereses de los parientes paternos aparece entonces el matrimonio sine manu; en este caso, los bienes de la mujer permanecen bajo la dependencia de los tutores, el marido slo tiene derechos sobre su persona; e incluso ese poder lo comparte con el pater familias, que conserva sobre su hija una autoridad absoluta. El tribunal domstico est encargado de solventar los desacuerdos que puedan surgir entre padre y marido: semejante institucin permite a la mujer recurrir al marido frente al padre y al padre frente al marido; no es ya cosa de un solo individuo. Por otro lado, aunque la gens sea extremadamente fuerte, como lo prueba la existencia misma de ese tribunal independiente de los tribunales pblicos, el padre de familia, que es su jefe, es ante todo un ciudadano: su autoridad es ilimitada, gobierna absolutamente a su esposa y a sus hijos; pero estos no son propiedad suya; ms bien lo que hace es administrar su existencia con vistas al bien pblico; la mujer que trae al mundo los hijos, y cuyo trabajo domstico abarca con frecuencia faenas agrcolas, es utilsima para el pas y profundamente respetada. Se observa aqu un hecho muy importante, que volvemos a encontrar en todo el curso de la Historia: el derecho abstracto no basta para definir la situacin concreta de la mujer; esta depende en gran parte del papel econmico que represente; y frecuentemente, incluso, la libertad abstracta y los poderes concretos varan en sentido inverso. Legalmente ms sojuzgada que la griega, la mujer romana est ms profundamente integrada en la sociedad; en la casa, se sienta en el atrio, que es el centro de la morada, en lugar de estar relegada al secreto del gineceo, ella es quien preside el trabajo de los esclavos; dirige la educacin de los hijos y a menudo ejerce su influencia sobre ellos hasta edad avanzada; comparte los trabajos y preocupaciones de su esposo, y es considerada copropietaria de sus bienes; la frmula del matrimonio Ubi tu Gaus, ego Gaa, no es una frmula huera; se llama dmina a la {96} matrona; es duea del hogar y est asociada al culto; no es esclava, sino compaera del hombre; el lazo que a l, la une es tan sagrado, que en cinco siglos no se conoce un solo divorcio. No est confinada en sus habitaciones: asiste a las comidas, a las fiestas, va al teatro; en la calle los hombres le ceden el paso, cnsules y lictores la saludan al pasar. Las leyendas le otorgan en la Historia un papel eminente: conocdas son las de las sabinas, Lucrecia y Virginia; Coriolano cede ante las splicas de su madre y de su esposa; la ley de Lucinio, que consagra el triunfo de la democracia romana, le habra sido inspirada por su mujer; fue Cornelia quien forj el alma de los Gracos. Los hombres gobiernan a las mujeres por doquier deca Catn, y nosotros, que gobernamos a todos los hombres, somos gobernados por nuestras mujeres. Poco a poco, la situacin legal de la romana se adapta a su condicin prctica. En tiempos de la oligarqua patricia, cada pater familias es, en el seno de la Repblica, un soberano independiente; pero cuando el poder del Estado se afirma, lucha contra la concentracin de las fortunas, contra la arrogancia de las familias poderosas. El tribunal domstico se borra ante la justicia pblica. Y la mujer adquiere derechos cada vez ms importantes. Cuatro poderes limitaban primitivamente su libertad: el padre y el marido disponan de su persona, y el tutor y la manus, de sus bienes. El Estado se apoya en la oposicin entre el padre y el marido para restringir sus derechos: es el tribunal del Estado el que juzgar los casos de adulterio, de divorcio, etc. De igual modo se destruyen mutuamente la tutela y la manus. En inters del tutor, ya se haba separado la manus del matrimonio; en seguida esta se convierte en un expediente que las mujeres utilizan para librarse de los tutores, ora contrayendo matrimonios ficticios, ora obteniendo de su padre o del Estado tutores complacientes. Bajo la legislacin imperial, la tutela ser enteramente abolida. Al mismo tiempo, la mujer obtiene una garanta positiva de su independencia: se obliga al padre a reconocerle una dote; esta no revierte a los agnados despus de la disolucin del matrimonio, y jams {97} pertenece al marido; en cualquier instante, la mujer puede exigir su restitucin por medio de un sbito divorcio, lo cual sita al hombre a su merced. Al aceptar la dote, el hombre venda su poder, dice Plauto. Desde el fin de la Repblica, la madre ha visto cmo se le reconoca, en igualdad con el padre, el derecho al respeto de sus hijos; se le concede la custodia de su progenitura en caso de tutela o de mala conducta del marido. Bajo Adriano, un senadoconsulto le confiere, cuando ella tiene tres hijos y el difunto carece de posteridad, un derecho a la sucesin ab intestato de cada uno de ellos. Y bajo Marco Aurelio se termina la evolucin de la familia romana: a partir de 178 la madre tiene por herederos a sus hijos, que se imponen a los agnados; la familia se funda desde entonces en la conjunctio sanguinis, y la madre aparece como igual del padre; la hija hereda como sus hermanos. Sin embargo, en la historia del derecho romano se observa un movimiento que contradice lo que acabamos de exponer: al independizar a la mujer de la familia, el poder central la toma bajo su tutela y la somete a diversas incapacidades legales. En efecto, la mujer adquirira una importancia inquietante si lograse ser, a la vez, rica e independiente; de modo que van a esforzarse para quitarle con una mano lo que le conceden con la otra. La ley Oppia, que prohiba el lujo a las romanas, fue votada en el momento en que Anbal amenazaba a Roma; una vez pasado el peligro, las mujeres exigieron su derogacin; Catn, en un clebre discurso, exigi que fuese mantenida; pero la manifestacin de matronas reunidas en la plaza pblica les dio la victoria sobre l. A rengln seguido, se propusieron diferentes leyes, tanto ms severas cuanto ms se relajaban las costumbres, pero sin gran xito: apenas hicieron otra cosa que suscitar fraudes. Solamente triunf el senadoconsulto veleyano, que prohiba a la mujer interceder por otro (1), privndola de casi toda capacidad civil. En el momento en que la mujer ha logrado prcticamente la mxima emancipacin, es cuando se proclama {98} la inferioridad de su sexo, lo cual constituye un notable ejemplo del proceso de justificacin masculina de que he hablado: como ya no se limitan sus derechos en tanto que hija, esposa o hermana, se le rehusa la igualdad con el hombre en tanto que sexo; y para vejarla se pretexta la imbecilidad, la fragilidad del sexo. (1) Es decir, vincularse a otro por medio de contrato. Es cierto que las matronas no hicieron muy buen uso de su nueva libertad; pero tambin es cierto que les fue prohibido sacar un partido positivo de ella. De estas dos corrientes contrarias una corriente individualista que arrebata la mujer a la familia, otra estatista que la molesta como individuo, resulta que su situacin carece de equilibrio. Es heredera, tiene los mismos derechos legales que el padre con respecto a los hijos, hace testamento, escapa a la opresin conyugal gracias a la institucin de la dote, puede divorciarse y volverse a casar como se le antoje; pero solo se emancipa de una manera negativa, ya que nadie le propone ningn empleo concreto de sus fuerzas. La independencia econmica tiene un carcter abstracto, puesto que no engendra ninguna capacidad poltica; as, no pudiendo actuar, las romanas se manifiestan: se extienden tumultuosamente por la ciudad, asedian a los tribunales, fomentan conjuraciones, dictan proscripciones, atizan las guerras civiles; van en procesin a buscar la estatua de la Madre de los Dioses y la escoltan a lo largo del Tber, introduciendo as en Roma las divinidades orientales; en 114 estalla el escndalo de las vestales, cuyo colegio es suprimido. Sindoles inasequibles la vida y las virtudes pblicas, cuando la disolucin de la familia hace intiles y caducas las virtudes privadas de antao, ya no queda ninguna moral que proponer a las mujeres. Estas tienen que elegir entre dos soluciones: u obstinarse en respetar los mismos valores que sus abuelos o no reconocer ya ningn otro. A finales del siglo primero y comienzos del segundo, se ve a muchas mujeres que siguen siendo compaeras y asociadas de sus esposos como en tiempos de la Repblica: Plotina comparte la gloria y las responsabilidades de Trajano; Sabina se hace tan clebre por sus buenas acciones, que se erigen estatuas que la divinizan en vida; bajo {99} Tiberio, Sextia se niega a sobrevivir a Emilio Escaurro, y Pascea a Pomponio Labeo; Paulina se abre las venas al mismo tiempo que Sneca; Plinio el Joven ha hecho clebre el Poete, non dolet de Arria; Marcial admira en Claudia Rufina, en Virginia, en Sulpicia, a esposas irreprochables y madres abnegadas. Pero hay multitud de mujeres que rehusan la maternidad y multiplican los divorcios; las leyes siguen prohibiendo el adulterio: ciertas matronas llegan incluso a inscribirse como prostitutas, con objeto de no ser molestadas en sus orgas (1). Hasta entonces, la literatura latina siempre se haba mostrado respetuosa con las mujeres: a partir de ese momento, los escritores satricos se desencadenan contra ellas. Por lo dems, atacan, no a la mujer en general, sino esencialmente a sus contemporneas. Juvenal les reprocha su lujuria, su glotonera; las censura por pretender dedicarse a las ocupaciones de los hombres: se interesan por la poltica, se hunden en legajos de procesos, discuten con los gramticos y los retricos, se apasionan por la caza, las carreras de carros, la esgrima, la lucha. El hecho es que rivalizan con los hombres, sobre todo por su aficin a las diversiones y por sus vicios; para aspirar a fines ms elevados carecen de una educacin suficiente; y, por otra parte, nadie les propone ningn fin; la accin les sigue estando prohibida. La romana de la antigua Repblica tiene un lugar en la Tierra, pero est encadenada a ella, privada de derechos abstractos y de independencia econmica; la romana de la decadencia es el tipo de la falsa emancipada que, en un mundo del que los nicos dueos siguen siendo los hombres, no posee ms que una libertad vaca: es libre para nada {100}. (1) Roma, como Grecia, tolera oficialmente la prostitucin. Haba dos clases de cortesanas: unas vivan encerradas en burdeles. Las otras, las bonae meretrices, ejercan libremente su profesin; no tenan derecho a llevar la ropa de las matronas; ejercan cierta influencia en materia de modas, vestidos y arte; pero jams ocuparon una posicin tan elevada como la de las hetairas de Atenas. III. La evolucin de la situacin femenina no ha tenido una progresin continuada. Con las grandes invasiones, la civilizacin toda entera fue puesta de nuevo en tela de juicio. El propio Derecho romano sufre la influencia de una nueva ideologa: el cristianismo; y, durante los siglos siguientes, los brbaros hacen triunfar sus leyes. La situacin econmica, social y poltica queda trastornada; la de la mujer sufre las consecuencias de ello. La ideologa cristiana ha contribuido no poco a la opresin de la mujer. Sin duda hay en el Evangelio un soplo de caridad que se extiende tanto a las mujeres como a los leprosos; son las gentes humildes, los esclavos y las mujeres quienes ms apasionadamente se adhieren a la nueva ley. En los primeros tiempos del cristianismo, a las mujeres, cuando se sometan al yugo de la Iglesia, se las honraba relativamente; daban testimonio de mrtires al lado de los hombres; sin embargo, no podan participar en el culto sino a ttulo secundario; las diaconesas solo estaban autorizadas para desempear tareas laicas: cuidados a los enfermos, socorros a los indigentes. Y si el matrimonio es considerado como una institucin que exige recproca fidelidad, parece evidente que la esposa estar totalmente subordinada en el mismo al esposo: a travs de San Pablo se afirma la tradicin juda, ferozmente antifeminista. San Pablo ordena a las mujeres recogimiento y discrecin; fundamenta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento el principio de la subordinacin de la mujer al hombre. Porque el varn no es de la mujer, sino la mujer del varn; y porque tampoco el varn fue criado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varn. Y en otro lugar: As como la Iglesia est sometida a Cristo, as sea sumisa en todas las cosas la mujer al marido. En una religin donde la carne es maldita, la mujer aparece como la ms temible tentacin del demonio. Tertuliano escribe: Mujer, eras la puerta del diablo. Has persuadido a aquel a quien el diablo no osaba atacar de frente. Por tu culpa {101} ha debido morir el Hijo de Dios; deberas ir siempre vestida de luto y harapos. San Ambrosio: Adn fue inducido al pecado por Eva, y no Eva por Adn. Aquel a quien la mujer ha inducido al pecado, justo es que sea recibido por ella como soberano. Y San Juan Crisstomo: Entre todas las bestias salvajes, no hay ninguna ms daina que la mujer. Cuando en el siglo IV se constituye el Derecho Cannico, el matrimonio se presenta como una concesin a las flaquezas humanas, como algo incompatible con la perfeccin cristiana. Echemos mano del hacha y cortemos de raz el estril rbol del matrimonio, escribe San Jernimo. A partir de Gregorio VI, cuando se impone el celibato a los sacerdotes, se subraya ms severamente el carcter peligroso de la mujer: todos los Padres de la Iglesia proclaman su abyeccin. Santo Toms ser fiel a esta tradicin cuando declara que la mujer no es ms que un ser ocasional e incompleto, una suerte de hombre frustrado. El hombre es la cabeza de la mujer, del mismo modo que Cristo es la cabeza del hombre escribe. Es una constante que la mujer est destinada a vivir bajo el dominio del hombre y no tiene ninguna autoridad por s misma. Tampoco el Derecho Cannico admite otro rgimen matrimonial que no sea el rgimen de dote, que hace a la mujer incapaz e impotente. No solamente le siguen prohibidos los oficios viriles, sino tambin se le prohibe deponer ante la justicia y no se reconoce el valor de su testimonio. Los emperadores sufren de manera mitigada la influencia de los Padres de la Iglesia; la legislacin de Justiniano honra a la mujer en tanto que esposa y madre, pero la esclaviza a sus funciones; su incapacidad se debe a su situacin en el seno de la familia, no a su sexo. Est prohibido el divorcio y se exige que el matrimonio sea un acontecimiento pblico; la madre ejerce sobre sus hijos una autoridad igual a la del padre, y tiene los mismos derechos a sus sucesiones; si su marido muere, se convierte en tutora legal de los hijos. Es modificado el senadoconsulto veleyano: en adelante, ella podr interceder en beneficio de terceros; pero no puede contratar por su marido; su dote se hace {102} inalienable: es el patrimonio de los hijos y le est prohibido disponer de ella. A estas leyes se yuxtaponen, en los territorios ocupados por los brbaros, las tradiciones germnicas. Las costumbres de los germanos eran singulares. Solo durante las guerras reconocan jefes; en tiempo de paz, la familia era una sociedad autnoma; al parecer, fue intermediaria entre los clanes fundados en la filiacin uterina y la gens patriarcal; el hermano de la madre tena el mismo poder que el padre, y ambos ejercan sobre su sobrina e hija, respectivamente, una autoridad igual a la del marido. En una sociedad donde toda capacidad tena su origen en la fuerza bruta, la mujer era en realidad completamente impotente; se le reconocan, sin embargo, derechos que la dualidad de los poderes domsticos, de los cuales dependa, le garantizaban; esclavizada, era no obstante respetada; su marido la compraba: pero el precio de esa compra constitua una viudedad que era su propiedad; por otra parte, su padre la dotaba; reciba tambin su parte de la sucesin paterna y, en caso de asesinato de sus padres, perciba una parte de la indemnizacin pagada por el asesino. La familia era mongama, el adulterio estaba severamente castigado y se respetaba el matrimonio. La mujer segua estando bajo tutela; pero estaba estrechamente asociada al marido. En la paz y en la guerra comparte su suerte; con l vive, con l muere, escribe Tcito. Asista a los combates, llevaba comida a los guerreros y los alentaba con su presencia. Viuda, le era transmitida una parte del poder de su esposo difunto. Aunque su incapacidad tena sus races en su debilidad fsica, no se consideraba que expresase una inferioridad moral. Haba mujeres sacerdotisas y profetisas, lo cual lleva a suponer que posean una instruccin superior a la de los hombres. En las sucesiones, entre los objetos que volvan de derecho a las mujeres se incluyeron ms tarde las joyas y los libros. Esa tradicin es la que se perpeta en el curso de la Edad Media. La mujer se halla bajo la absoluta dependencia del padre y del marido: en tiempos de Clodoveo, el mundium pesa sobre ella durante toda su vida; pero los francos han {103} renunciado a la castidad germnica; bajo los merovingios y los carolingios reina la poligamia; la mujer es casada sin su consentimiento, repudiada segn los caprichos del marido, que tiene sobre ella derecho de vida y muerte; se la trata como a una sirviente. Est protegida por las leyes, pero solo en tanto que propiedad del hombre y madre de sus hijos. Llamarla prostituta, sin pruebas de ello, es una injuria que se paga quince veces ms caro que todo insulto dirigido a un hombre; el rapto de una mujer casada equivale al asesinato de un hombre libre; estrechar la mano o el brazo de una mujer casada comporta una multa de quince a treinta y cinco sueldos; el aborto est prohibido bajo pena de una multa de cien sueldos; el asesinato de una mujer encinta cuesta cuatro veces ms que el de un hombre libre; una mujer que haya dado pruebas de fecundidad vale tres veces ms que un hombre libre, pero pierde todo su valor cuando ya no puede ser madre; si se desposa con un esclavo, es puesta fuera de la ley, y sus padres estn autorizados para matarla. No tiene ningn derecho como persona. Sin embargo, cuando el Estado se hace poderoso, se esboza la evolucin que hemos visto realizarse en Roma: la tutela de los incapaces, nios y mujeres, deja de ser un derecho de familia para convertirse en una carga pblica; a partir de Carlomagno, el mundium que pesa sobre la mujer va a pertenecer al rey; este no interviene al principio ms que en los casos en que la mujer est privada de sus tutores naturales; despus, acapara poco a poco los poderes familiares; pero ese cambio no lleva consigo la emancipacin de la mujer franca. El mundium se convierte en una carga para el tutor, que tiene el deber de proteger a su pupila: pero esa proteccin comporta para ella la misma esclavitud que antao. Cuando, al salir de las convulsiones de la alta Edad Media, se organiza el feudalismo, la condicin de la mujer aparece muy incierta. Lo que caracteriza al derecho feudal es la confusin entre el derecho de soberana y el de propiedad, entre los derechos pblicos y los derechos privados. Eso explica que la mujer se encuentre alternativamente ensalzada y rebajada por ese rgimen En primer lugar, se le {104} niegan todos los derechos privados, porque no tiene ninguna capacidad poltica. En efecto, hasta el siglo XI, el orden se funda exclusivamente en la fuerza, y la propiedad, en el poder de las armas. Un feudo, dicen los juristas, es una tierra que se tiene con cargo de servicio militar; la mujer no podra detentar el dominio feudal, porque es incapaz de defenderlo. Su situacin cambia cuando los feudos se hacen hereditarios y patrimoniales; ya se ha visto que en el derecho germnico subsistan algunas supervivencias del derecho materno: en ausencia de herederos masculinos, la hija poda heredar. De ah proviene que el feudalismo admita tambin, hacia el siglo XI, la sucesin femenina. Sin embargo, a los vasallos se les sigue exigiendo el servicio militar; y la suerte de la mujer no mejora por el hecho de que se convierta en heredera: necesita un tutor masculino; el marido es quien representa este papel: l es quien recibe la investidura, quien lleva el feudo, quien posee el usufructo de los bienes. Al igual que la epictera griega, la mujer es el instrumento mediante el cual se transmite el dominio, no quien lo ejerce; no por ello est emancipada; en cierto modo, es absorbida por el feudo, forma parte de los bienes inmuebles. El dominio ya no es cosa de la familia, como en tiempos de la gens romana: es propiedad del soberano; y la mujer tambin pertenece al soberano. Es este quien elige un esposo para ella; cuando tiene hijos, es a l ms que a su marido a quien se los da, puesto que sern los vasallos que defendern sus bienes. As, pues, es esclava del dominio y del dueo de ese dominio, a travs de la proteccin de un marido que le han impuesto: hay pocas pocas en las que su suerte haya sido ms dura. Una heredera es una tierra y un castillo: los pretendientes se disputan la presa, y la joven no tiene a veces ms que doce aos o menos cuando su padre o su seor se la entregan como regalo a cualquier varn. Multiplicar los matrimonios representa para un hombre multiplicar sus dominios; de modo y manera que las repudiaciones abundan; la Iglesia las autoriza hipcritamente; estando prohibido el matrimonio entre parientes hasta el sptimo grado y definindose el parentesco por relaciones espirituales tales como {105} la de padrinomadrina, tanto como por los vnculos sanguneos, siempre se encuentra algn pretexto para la anulacin; en el siglo XI es grande el nmero de mujeres repudiadas cuatro o cinco veces. Viuda, la mujer debe aceptar inmediatamente un nuevo dueo. En las canciones de gesta se ve a Carlomagno casando de nuevo, y en bloque, a todas las viudas de sus barones muertos en Espaa; en Girard de Vienne, la duquesa de Borgoa acude ella misma a reclamar al rey un nuevo esposo. Mi marido acaba de morir, pero de qu sirve el luto?... Buscadme un marido que sea poderoso, porque lo necesito para defender mis tierras. Multitud de epopeyas nos muestran al rey o al soberano disponiendo tirnicamente de las jvenes y las viudas. Tambin se comprueba en ellas que el esposo trataba sin ningn miramiento a la mujer que le haban dado como regalo; la maltrataba, la abofeteaba, la arrastraba por los cabellos, la apaleaba; todo cuanto exige Beaumanoir de las costumbres de Beauvaisis es que el marido castigue razonablemente a su esposa. Esta civilizacin guerrera no tiene para la mujer ms que desprecio. Al caballero no le interesan las mujeres: su caballo le parece un tesoro mucho ms valioso; en las canciones de gesta, siempre son las jvenes quienes se insinan a los jvenes; una vez casadas, se les exige una fidelidad sin reciprocidad; el hombre no las asocia a su existencia. Maldito sea el caballero que va a solicitar consejo de una dama cuando ha de intervenir en un torneo. Y en Renaud de Montauban se lee este apstrofe: Volved a vuestros aposentos pintados y dorados, sentaos en la sombra, bebed, comed, bordad, teid la seda; pero no os ocupis de nuestros asuntos. Nuestro asunto es luchar con la espada y el acero. Callad! La mujer comparte a veces la ruda existencia de los hombres. De joven, es instruida en todos los ejercicios del cuerpo, monta a caballo, caza con halcn; apenas recibe ninguna instruccin y es criada sin pudor: ella es quien recibe a los huspedes del castillo, quien se ocupa de sus comidas, de sus baos, quien los tantea para ayudarles a dormirse; una vez mujer, tiene que perseguir animales salvajes y realizar largas y difciles peregrinaciones {106}; cuando el marido est lejos, es ella quien defiende el seoro. Se admira a estas castellanas a quien se aplica el nombre de virago, porque se comportan exactamente como los hombres: son vidas, prfidas, crueles, oprimen a sus vasallos. La Historia y la leyenda nos han legado el recuerdo de varias de ellas: la castellana Aubie hizo construir una torre ms alta que cualquier otro torren; e inmediatamente despus mand cortar la cabeza al arquitecto, con objeto de que su secreto quedase bien guardado; ech a su marido de sus dominios, pero este volvi a escondidas y la mat. Mabille, esposa de Roger de Montgomerri, se complaca en reducir a la mendicidad a los nobles de su seoro: estos se vengaron decapitndola. Juliana, hija bastarda de Enrique I de Inglaterra, defendi contra este el castillo de Breteuil y lo atrajo a una emboscada, por lo que su padre la castig duramente. No obstante, tales hechos son excepcionales. Por lo comn, la castellana pasa sus jornadas hilando, orando, esperando a su esposo y aburrindose. * * * El estatuto legal de la mujer ha permanecido ms o menos inmutable desde comienzos del siglo XV hasta el XIX; pero, en las clases privilegiadas, su situacin concreta evoluciona. El Renacimiento italiano es una poca de individualismo que se muestra propicio a la eclosin de todas las personalidades fuertes, sin distincin de sexos. Se encuentran en el mismo mujeres que son poderosas soberanas, como Juana de Aragn, Juana de Npoles, Isabel de Este; otras fueron aventureras condottieras, que tomaron las armas igual que los hombres: as, la mujer de Giralomo Riario luch por la libertad de Forli; Hippolita Fioramenti mand las tropas del duque de Miln, y durante el sitio de Pava condujo a las murallas a una compaa de grandes damas. Para defender a su ciudad contra Montluc, las sienesas constituyeron tres tropas de tres mil mujeres cada una, mandadas por mujeres. Otras italianas se hicieron clebres por su cultura o su talento, tales como Isara Nogara, Vernica Gambara, Gaspara {107} Stampara, Vittoria Colonna (que fue amiga de Miguel Angel) y, sobre todo, Lucrecia Tornabuoni, madre de Lorenzo y Juliano de Mdicis, que escribi, entre otras cosas, himnos y una vida de San Juan Bautista y de la Virgen. Entre aquellas mujeres distinguidas estn en mayora las cortesanas; uniendo a la libertad de las costumbres la del espritu y, asegurndose con el ejercicio de su oficio una autonoma econmica, muchas de ellas eran tratadas por los hombres con deferente admiracin; protegan las artes, se interesaban por la literatura, la filosofa, y frecuentemente ellas mismas escriban o pintaban: Isabel de Luna, Catarina di San Celso, Imperia, que era poetisa y msica, renuevan la tradicin de Aspasia y de Frin. Para muchas, sin embargo, la libertad solo toma todava la figura de la licencia: las orgas y los crmenes de las grandes damas y de las cortesanas italianas son legendarios. Esta licencia es tambin la principal libertad que se encuentra en los siglos siguientes entre las mujeres a quienes su rango o su fortuna emancipan de la moral al uso, la cual sigue siendo en general tan rigurosa como en la Edad Media. En cuanto a las realizaciones positivas, todava no le son posibles ms que a un nmero muy reducido. Las reinas siempre son mujeres privilegiadas: Catalina de Mdicis, Isabel de Inglaterra, Isabel la Catlica son grandes soberanas. Tambin se hacen venerar algunas grandes figuras de santas. El asombroso destino de Santa Teresa de Jess se explica ms o menos de la misma manera que el de Santa Catalina: de su confianza en Dios extrae una slida confianza en s misma; al llevar al punto ms elevado las virtudes que convienen a su estado, se asegura el apoyo de sus confesores y del mundo cristiano: puede superar la condicin comn de una religiosa; funda monasterios, los administra, viaja, emprende, persevera con el denuedo aventurero de un hombre; la sociedad no le opone obstculos; ni siquiera escribir es una audacia: sus confesores se lo ordenan. Santa Teresa pone brillantemente de manifiesto que una mujer puede subir tan alto como un hombre cuando, por un {108} sorprendente azar, se le presentan las mismas oportunidades que a un hombre. Pero de hecho tales oportunidades siguen siendo muy desiguales; en el siglo XVI las mujeres son todava poco instruidas. Ana de Bretaa llama a muchas mujeres a la corte, donde en otro tiempo solamente se vean hombres; se esfuerza por formar un cortejo de damas de honor, pero se preocupa de su educacin ms que de su cultura. Entre las mujeres que poco ms tarde se distinguen por su inteligencia, su influencia intelectual, sus escritos, la mayor parte de ellas son grandes damas: la duquesa de Retz, madame de Lignerolle, la duquesa de Rohan y su hija Anne; las ms clebres son princesas: la princesa Margot y Margarita de Navarra. Perette du Guillet parece ser que fue una burguesa; pero Louise Labb fue sin duda una cortesana: en todo caso, era mujer de una gran libertad de costumbres. En el dominio intelectual es donde esencialmente siguieron distinguindose las mujeres en el siglo XVII; se desarrolla la vida mundana y se difunde la cultura; el papel que las mujeres representan en los salones es considerable; por lo mismo que no estn comprometidas en la construccin del mundo, disponen del ocio suficiente para dedicarse a la conversacin, a las artes, a las letras; su instruccin no est organizada, pero a travs de plticas, lecturas, enseanza de preceptores privados o conferencias pblicas, logran adquirir conocimientos superiores a los de sus esposos: mademoiselle de Gournay, madame de Rambouillet, mademoiselle de Scudry, madame de La Fayette, madame de Svign, gozan en Francia de una vasta reputacin; y fuera de Francia, parecido renombre acompaa a los nombres de la princesa Elisabeth, de la reina Cristina, de mademoiselle de Schurman, que mantiene correspondencia con todo el mundo sabio. Merced a esta cultura y al prestigio que les confiere, las mujeres logran inmiscuirse en el universo masculino; del terreno de la literatura, de la casustica amorosa, muchas mujeres ambiciosas se deslizan al de las intrigas polticas. En 1623 el nuncio del papa escriba: En Francia, todos los grandes acontecimientos, todas las intrigas {109} de importancia, dependen frecuentemente de las mujeres. La princesa de Cond fomenta la conspiracin de las mujeres; Ana de Austria est rodeada de mujeres cuyos consejos sigue de buen grado; Richelieu presta complaciente odo a la duquesa D'Aiguillon; sabido es el papel que representaron, en el curso de la Fronda, madame de Montbazon, la duquesa de Chevreuse, mademoiselle de Montpensier, la duquesa de Longueville, Anne de Gonzague y tantas otras. En fin, madame de Maintenon dio un deslumbrante ejemplo de la influencia que puede ejercer en los asuntos de Estado una diestra consejera. Animadoras, consejeras, intrigantes, las mujeres se aseguran el papel ms eficaz de una manera indirecta: la princesa de los Ursinos gobierna en Espaa con ms autoridad, pero su carrera es breve. Al lado de estas grandes damas, en el mundo se afirman algunas personalidades que escapan a las coacciones burguesas; se ve aparecer una especie desconocida: la actriz. En 1545 es cuando se seala por primera vez la presencia de una mujer en un escenario; todava en 1592 no se conoca ms que a una; al comienzo del siglo XVII, la mayor parte de ellas son esposas de actores; pero en seguida se independizan en su carrera, al igual que en su vida privada. En cuanto a la cortesana, despus de haber sido Frin e Imperia, halla su ms acabada encarnacin en Ninon de Lenclos: al explotar su feminidad, la supera; al vivir entre los hombres, adquiere cualidades viriles; la independencia de sus costumbres la inclina a la independencia del espritu: Ninon de Lenclos ha llevado la libertad al punto ms extremo que a la sazn le era permitido llevarla a una mujer. En el siglo XVIII, la libertad y la independencia de la mujer aumentan an ms. Las costumbres siguen siendo en principio severas: la joven no recibe ms que una educacin somera; se la casa o se la mete en un convento sin consultarla. La burguesa, clase en ascenso y cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rigurosa. Pero, a modo de desquite, la descomposicin de la nobleza permite a las mujeres de mundo las ms grandes licencias, y hasta la alta burguesa resulta contaminada por tales ejemplos; ni {110} los conventos ni el hogar conyugal logran contener a la mujer. Una vez ms, para la mayora, esa libertad sigue siendo negativa y abstracta: se limitan a buscar el placer. Pero las que son inteligentes y ambiciosas se crean posibilidades de accin. La vida de saln adquiere nuevos vuelos: bastante conocido es el papel representado por madame Geoffrin, madame Du Deffand, mademoiselle de Lespinasse, madame d'Epinay, madame de Tencin; protectoras, inspiradoras, las mujeres constituyen el pblico preferido del escritor; se interesan personalmente por la literatura, la filosofa, las ciencias: al igual que madame de Chtelet, tienen su gabinete de fsica, su laboratorio de qumica: experimentan, disecan; intervienen ms activamente que nunca en la vida poltica: sucesivamente, madame de Prie, madame de Mailly, madame de Chteauneuf, madame de Pompadour, madame Du Barry gobiernan a Luis XV; apenas hay ministro que no tenga su Egeria; entonces es cuando Montesquieu estima que en Francia todo se hace por las mujeres, que constituyen, dice l, un nuevo Estado dentro del Estado; y Coll escribe, en vsperas de 1789: Se han impuesto de tal modo a los franceses, los han subyugado de tal manera, que estos solo piensan y sienten a travs de ellas. Al lado de las mujeres de la buena sociedad hay tambin actrices y mujeres galantes que gozan de vasto renombre: Sophie Arnould, Julie Talma, Adrienne Lecouvreur. As, pues, durante todo el Antiguo Rgimen, el dominio cultural es el ms asequible para las mujeres que tratan de afirmarse. Ninguna, empero, ha llegado a las cimas de un Dante o un Shakespeare; este hecho se explica por la mediocridad general de su condicin. La cultura no ha sido jams sino patrimonio de una elite femenina, no de la masa; y es de la masa de donde han surgido con frecuencia los genios masculinos; las mismas privilegiadas encontraban a su alrededor obstculos que les cerraban el paso a las grandes cimas. Nada poda detener el vuelo de una Santa Teresa, de una Catalina de Rusia; pero mil circunstancias se concitaban contra la mujer escritora. En su obrita A room of one's own, Virginia Woolf se ha divertido al imaginar el destino {111} de una supuesta hermana de Shakespeare; mientras l aprenda en el colegio un poco de latn, gramtica, lgica, ella permaneca en el hogar sumida en completa ignorancia; mientras l cazaba furtivamente, recorra los campos, se acostaba con las mujeres de la vecindad, ella fregaba y remendaba bajo la vigilancia de sus padres; si hubiese partido audazmente, como l, para buscar fortuna en Londres, no habra llegado a convertirse en una actriz que se ganase libremente la vida; o bien habra sido devuelta a su familia, que la casara a la fuerza, o bien, seducida, abandonada, deshonrada, se habra matado de desesperacin. Tambin podemos imaginarla convertida en una alegre prostituta, una Moll Flanders, como la pintada por Daniel de Foe; pero en ningn caso habra dirigido una compaa de cmicos o escrito dramas. En Inglaterra, observa V. Woolf, las mujeres escritoras siempre han suscitado hostilidad. El doctor Johnson las comparaba a un perro que camina sobre las patas traseras: no lo hacen bien, pero es asombroso. Los artistas se preocupan ms que cualquier otro por la opinin de los dems; las mujeres dependen de ella en grado sumo, y as se concibe qu fuerza necesita una mujer artista para atreverse a prescindir de ella; a menudo se agota en la lucha. A finales del siglo XVII, lady Winhilsea, noble y sin hijos, intenta la aventura de escribir; algunos pasajes de su obra demuestran que posea una naturaleza sensible y potica; pero se consumi en el odio, la clera y el temor: Ay! Una mujer que toma la pluma es considerada como una criatura tan presuntuosa, que no tiene remedio alguno de redimir su crimen! Casi toda su obra est consagrada a indignarse ante la condicin de las mujeres. El caso de la duquesa de Newcastle es anlogo: gran dama ella tambin, al escribir provoca el escndalo. Las mujeres viven como cucarachas o como lechuzas, y mueren como gusanos, escribe con furor. Insultada, ridiculizada, tuvo que encerrarse en sus dominios; y, pese a su generoso temperamento, casi medio loca, no produjo ms que extravagantes lucubraciones. Solamente {112} en el siglo XVIII, una burguesa, la seora Aphra Behn, despus de enviudar, vivi de su pluma como un hombre; otras siguieron su ejemplo; pero incluso en el siglo XIX se vean obligadas a menudo a ocultarse; ni siquiera disponan de un aposento propio; es decir, que no gozaban de esa independencia material que es una de las condiciones necesarias de la libertad interior. Ya se ha visto que, a causa del desarrollo de la vida mundana y de su estrecha vinculacin con la vida intelectual, la situacin de las francesas ha sido un poco ms favorable. No obstante, la opinin, en gran parte, es hostil a las bas bleus. Durante el Renacimiento, nobles damas y mujeres de inteligencia suscitan un movimiento en favor de su sexo; las doctrinas platnicas importadas de Italia espiritualizan tanto al amor como a la mujer. Numerosos literatos se emplean en su defensa. Aparecen la Nef des Dames vertueuses, el Chevalier des Dames, etc. Erasmo, en El pequeo Senado, concede la palabra a Cornelia, quien expone con aspereza los agravios de su sexo: Los hombres son unos tiranos... Nos tratan como a juguetes... Nos convierten en sus lavanderas y sus cocineras. Exige que se permita a las mujeres instruirse. Cornelius Agrippa, en una obra que fue muy clebre, Dclamation de la Noblesse et de l'Excellence du Sexe fminin, se aplica a demostrar la superioridad femenina. Para ello recurre a los viejos argumentos cabalsticos: Eva quiere decir Vida, y Adn, Tierra. Creada despus que el hombre, la mujer est mejor terminada que l. Ella ha nacido en el Paraso; l, fuera del mismo. Cuando ella cae en el agua, sobrenada; el hombre se hunde. Est hecha de una costilla de Adn y no de barro. Sus menstruaciones curan todas las enfermedades. Eva, ignorante, no hizo ms que errar; fue Adn quien pec; por eso Dios se hizo hombre; y, por lo dems, despus de su resurreccin, a quienes se apareci fue a unas mujeres. A continuacin, Agrippa declara que las mujeres son ms virtuosas que los hombres. Enumera las esclarecidas damas de quienes puede enorgullecerse el sexo, lo cual es tambin un lugar comn de estas apologas. Finalmente, dirige una requisitoria contra la tirana {113} masculina: Obrando contra todo derecho, violando impunemente la igualdad natural, la tirana del hombre ha privado a la mujer de la libertad que recibe al nacer. Y, sin embargo, la mujer engendra hijos, es tan inteligente y hasta ms sutil que el hombre; resulta escandaloso que se limiten sus actividades, lo cual no se hace, sin duda, por orden de Dios, ni por necesidad o por razn, sino por la fuerza de la costumbre, por la educacin, por el trabajo y principalmente por la violencia y la opresin. Ciertamente, no pide la igualdad de sexos, pero quiere que se trate a las mujeres con respeto. La obra tuvo un inmenso xito. Como igualmente Le Fort inexpugnable, otra apologa de la mujer, y la Parfaite Amye, de Hrot, impregnada de un misticismo platnico. En un curioso libro que anuncia la doctrina sansimoniana, Postel anuncia la llegada de una nueva Eva, madre regeneradora del gnero humano: incluso cree haberla encontrado; ella ha muerto, pero tal vez se ha reencarnado en l. Con ms moderacin, Margarita de Valois, en su Docte et subtil discours, proclama que hay en la mujer algo de divino. Pero la escritora que mejor sirvi la causa de su sexo fue Margarita de Navarra, que propuso contra la licencia de las costumbres un ideal de misticismo sentimental y de castidad sin mojigatera, tratando de conciliar amor y matrimonio para honor y dicha de las mujeres. Bien entendido, los adversarios de la mujer no se rinden. Entre otros, en la Controverse des sexes masculins et fminins, que es una rplica a Agrippa, se encuentran de nuevo los viejos argumentos de la Edad Media. Rabelais se divierte en el Libro Tercero haciendo del matrimonio una viva stira que vuelve a tomar la tradicin de Mathieu y Deschamps; sin embargo, sern las mujeres quienes en la dichosa abada de Thlme harn la ley. El antifeminismo adquiere renovada virulencia en 1617 con el Alphabet de l'imperfection et malice des femmes, de Jacques Olivier; en la cubierta se ve un grabado que representa a una mujer con manos de arpa, recubierta con las plumas de la lujuria, encaramada en unas patas de gallina, porque, al igual que la gallina, es mala ama de casa: debajo de cada letra del alfabeto se inscriba uno de sus defectos {114}. Una vez ms, era un hombre de iglesia quien atizaba la vieja querella; mademoiselle de Gournay replic con su galit des hommes et des femmes. A rengln seguido, toda una literatura libertina, Parnasses et cabinets satyriques, ataca las costumbres de las mujeres, en tanto que para menospreciarlas los devotos citaban a San Pablo, los Padres de la Iglesia, el Eclesiasts. La mujer proporcionaba tambin un tema inagotable a las stiras de Mathurin Rgnier y sus amigos. En el otro campo, los apologistas vuelven a tomar y comentan a porfa los argumentos de Agrippa. El padre Du Boscq, en la Honnte Femme, exige que se permita instruirse a las mujeres. L'Astre y toda una literatura galante celebran sus mritos en letrillas, sonetos, elegas, etc. Los mismos xitos obtenidos por las mujeres suscitan contra ellas nuevos ataques; las preciosas han indispuesto a la opinin; se aplaude Les prcieuses ridicules y un poco ms tarde Les femmes savantes. Sin embargo, no es que Molire sea enemigo de las mujeres: lo que hace es atacar vivamente los matrimonios impuestos y exigir para la joven la libertad sentimental, y para la esposa, el respeto y la independencia. Por el contrario, Bossuet las trata con pocos miramientos en sus sermones. La primera mujer, predica, no era ms que una porcin de Adn y una especie de diminutivo; y en cuanto al espritu, la proporcin era ms o menos la misma. La stira de Boileau contra las mujeres apenas es otra cosa que un ejercicio de retrica, pero suscita una protesta general: Pradon, Regnard, Perrault replican fogosamente. La Bruyre y Saintvremond se muestran favorables a las mujeres. El feminista ms decidido de la poca es Poulain de la Barre, que publica en 1673 una obra de inspiracin cartesiana, De l'galit des deux sexes. Estima que, siendo los hombres ms fuertes, han favorecido a su sexo por doquier, y que las mujeres aceptan por costumbre esta dependencia. Jams han tenido su oportunidad; han carecido de libertad y de instruccin. As, pues, no sera justo juzgarlas de acuerdo con lo que han hecho en el pasado. Nada indica que sean inferiores al hombre. La anatoma revela diferencias, pero ninguna de ellas constituye un privilegio {115} para el varn. Y Poulain de la Barre concluye exigiendo una slida instruccin para las mujeres. Fontenelle escribe para ellas el Trait de la Pluralit des Mondes. Y si Fnelon, siguiendo a madame de Maintenon y al abate Fleury, se muestra muy tmido en su programa de educacin, el universitario jansenista Rollin quiere, por el contrario, que las mujeres realicen estudios serios. El siglo XVIII tambin se muestra dividido. En 1744, en Amsterdam, el autor de la Controversia sobre el alma de la mujer declara que la mujer, creada nicamente para el hombre, cesar de ser al trmino del mundo, porque dejar de ser til para el objeto con que fue creada, de donde se infiere necesariamente que su alma no es inmortal. De una manera un poco menos radical, Rousseau, que se hace aqu intrprete de la burguesa, consagra la mujer a su marido y a la maternidad. Toda la educacin de la mujer debe ser relativa al hombre... La mujer est hecha para ceder al hombre y para soportar sus injusticias, afirma. Sin embargo, el ideal democrtico e individualista del siglo XVIII es favorable a las mujeres, que para la mayora de los filsofos son seres humanos iguales a los del sexo fuerte. Voltaire denuncia la injusticia de su suerte. Diderot considera que su inferioridad ha sido en gran parte hecha por la sociedad. Mujeres, os compadezco!, escribe. Considera que: En todas las costumbres, la crueldad de las leyes civiles se ha concitado con la crueldad de la Naturaleza contra las mujeres, que han sido tratadas como seres imbciles. Montesquieu estima, paradjicamente, que las mujeres deberan estar subordinadas al hombre en la vida del hogar, pero que todo las dispone para una accin poltica. Es contrario a la razn y la Naturaleza que las mujeres sean amas de casa... No lo es que gobiernen un imperio. Helvecio sostiene que es lo absurdo de su educacin lo que crea la inferioridad de la mujer, y D'Alambert comparte esa opinin. En una mujer, madame de Ciray, se ve apuntar tmidamente un feminismo econmico. Mas, aparte de Mercier en su Tableau de Paris, apenas hay otro que se indigne ante la miseria de las obreras y que aborde as la cuestin fundamental del trabajo {116} femenino. Condorcet quiere que las mujeres tengan acceso a la vida poltica. Las considera como iguales al hombre y las defiende contra los ataques clsicos: Se ha dicho que las mujeres... carecan de un adecuado sentimiento de la justicia, que ms bien obedecan a sus sentimientos que a su conciencia... [Pero] la educacin y la existencia social son las causantes de esa diferencia, no la Naturaleza. Y en otro lugar: Cuanto ms esclavizadas han sido las mujeres por las leyes, ms peligroso ha sido su imperio... Ese imperio disminuira si las mujeres tuviesen menos inters en conservarlo, si dejase de ser para ellas el nico medio de defenderse y escapara la opresin. IV. Hubiera cabido esperar que la Revolucin cambiase la suerte de la mujer. Pero no fue as. Esa revolucin burguesa se mostr respetuosa con las instituciones y los valores burgueses, y fue hecha casi exclusivamente por los hombres. Importa subrayar que, durante todo el Antiguo Rgimen, fueron las mujeres de las clases trabajadoras quienes conocieron, en tanto que sexo, la mayor independencia. La mujer tena derecho a regentar un comercio y posea todas las condiciones necesarias para el ejercicio autnomo de su oficio. Participaba en la produccin a ttulo de costurera, lavandera, pulidora, revendedora, etc.; trabajaba a domicilio y en pequeas empresas; su independencia material le permita una gran libertad de costumbres: la mujer del pueblo puede salir, frecuentar las tabernas, disponer de su cuerpo ms o menos como un hombre; es la asociada de su marido y su igual. La opresin la padece en el plano econmico, no en el sexual. En el campo, la campesina toma parte considerable en el trabajo rural; es tratada como una sirviente; a menudo no come en la misma mesa que el marido y los hijos, trajina ms duramente que ellos, y las cargas de la {117} maternidad aumentan sus fatigas. Pero, siendo necesaria para el hombre, lo mismo que en las antiguas sociedades agrcolas, es tambin respetada; los bienes de todos ellos, sus intereses, sus preocupaciones, son comunes; la mujer ejerce en la casa una gran autoridad. Fueron estas mujeres quienes, desde el seno de su dificil existencia, hubieran podido afirmarse como personas y exigir derechos; pero una tradicin de timidez y sumisin pesaba sobre ellas: los cahiers de los Estados Generales no presentan sino un nmero casi insignificante de reivindicaciones femeninas; tales reivindicaciones se limitaban a lo siguiente: Que los hombres no puedan ejercer los oficios que son patrimonio de las mujeres. Y, ciertamente, se ve a las mujeres al lado de sus hombres en las manifestaciones y motines; son ellas quienes van a buscar a Versalles al panadero, a la panadera y al pinche. Pero no ha sido el pueblo quien ha dirigido la empresa revolucionaria, y no es l quien recoge sus frutos. En cuanto a las burguesas, algunas se unen con ardor a la causa de la libertad: madame Roland, Lucile Desmoulins, Throigne de Mricourt; una de ellas influy profundamente en el curso de los acontecimientos: Charlotte Corday al asesinar a Marat. Hubo algunos movimientos feministas. Olympe de Gouges propuso, en 1789, una Declaracin de los Derechos de la Mujer simtrica a la Declaracin de los Derechos del Hombre, en la cual peda que fuesen abolidos todos los privilegios masculinos. En 1790 se encuentran las mismas ideas en la Motion de la pauvre Jacotte y en otros libelos anlogos; pero, a pesar del apoyo de Condorcet, tales esfuerzos abortan, y Olympe perece en el cadalso. Junto al peridico L'Impatient fundado por ella, aparecen otras hojas, pero su duracin es efmera. Los clubs femeninos se fusionan en su mayor parte con los clubs masculinos y son absorbidos por ellos. Cuando el 28 brumario de 1793 la actriz Rose Lacombe, presidente de la Sociedad de Mujeres Republicanas y Revolucionarias, acompaada por una diputacin de mujeres, fuerza la entrada en el Consejo general, el procurador Chaumette hace resonar en la asamblea palabras que parecen inspiradas en San Pablo y Santo Toms {118}: Desde cundo est permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse en hombres?... [La Naturaleza] ha dicho a la mujer: "S mujer. Los cuidados de la infancia, los detalles domsticos, las diversas inquietudes de la maternidad: he ah tus labores". Se les prohibe la entrada en el Consejo e incluso en los clubs donde ellas hacan su aprendizaje poltico. En 1790 se suprimen el derecho de primogenitura y el privilegio de masculinidad; los jvenes de ambos sexos se han hecho iguales en materia de sucesin; en 1792 una ley establece el divorcio y, en su virtud, atena el rigor de los lazos matrimoniales; pero estas no fueron ms que exiguas conquistas. Las mujeres de la burguesa estaban demasiado integradas en la familia para conocer entre ellas una solidaridad concreta; no constituan una casta separada susceptible de imponer reivindicaciones: econmicamente, su existencia era parasitaria. De modo que mientras las mujeres que, pese a su sexo, hubieran podido participar en los. acontecimientos, se vean impedidas de hacerlo en tanto que clase; las de la clase actuante estaban condenadas a permanecer apartadas en tanto que mujeres. Solo cuando el poder econmico caiga en manos de los trabajadores, le ser posible a la mujer trabajadora conquistar funciones que la mujer parsita, noble o burguesa, no ha logrado jams. Durante la liquidacin de la Revolucin, la mujer disfruta de una libertad anrquica. Pero, al reorganizarse la sociedad, vuelve a ser duramente esclavizada. Desde el punto de vista feminista, Francia estaba ms avanzada que los dems pases; pero, para desdicha de la francesa moderna, su estatuto se decidi en tiempos de dictadura militar; el cdigo napolenico, que determin su suerte durante un siglo, retard muchsimo su emancipacin. Como todos los militares, Napolen solo quiere ver en la mujer una madre; sin embargo, heredero de una revolucin burguesa, no pretende quebrar la estructura de la sociedad y dar a la madre la preeminencia sobre la esposa: prohibe la indagacin de la paternidad; y define con dureza la condicin de la madre soltera y la del hijo natural. La mujer casada, empero, no encuentra recursos en su dignidad de madre; la paradoja {119} feudal se perpeta. La madre soltera y la esposa son privadas de la cualidad de ciudadanas, lo cual les prohibe funciones tales como la profesin de abogado y el ejercicio de la tutela. En cambio, la mujer soltera goza de la plenitud de sus derechos civiles, mientras que el matrimonio conserva el mundium. La mujer debe obediencia al marido; este puede hacer que la condenen a reclusin en caso de adulterio y obtener el divorcio contra ella; si mata a la culpable sorprendida en flagrante delito, es excusable a los ojos de la ley; en cambio el marido no es susceptible de ser multado sino en el caso de que lleve una concubina al domicilio conyugal, y solamente en ese caso puede la mujer obtener el divorcio contra l. Es el hombre quien fija el domicilio conyugal y tiene sobre los hijos muchos ms derechos que la madre; y, salvo en el caso en que la mujer dirija una empresa comercial, su autorizacin es necesaria para que ella pueda obligarse. El poder marital se ejerce rigurosamente sobre la persona de la esposa y sobre sus bienes al mismo tiempo. Durante todo el siglo XIX, la jurisprudencia no hace ms que reforzar los rigores del cdigo, privando a la mujer, entre otros, de todo derecho de enajenacin. En 1826, la Restauracin aboli el divorcio; la Asamblea constituyente de 1848 se neg a restablecerlo, y no reapareci hasta 1884; todava es muy difcil de obtener. Esto se debe a que la burguesa nunca ha sido tan poderosa, y, sin embargo, comprende las amenazas que implica la Revolucin Industrial; por eso se afirma con inquieta autoridad. La libertad de espritu heredada del siglo XVIII no lesiona la moral familiar, que sigue siendo igual que la definan en los comienzos del siglo XIX los pensadores reaccionarios Joseph de Maistre y Bonald. Fundan estos en la voluntad divina el valor del orden y reclaman una sociedad rigurosamente jerarquizada; la familia, clula social indisoluble, ser el microcosmos de la sociedad. El hombre es para la mujer lo que la mujer es para el nio; o el poder es para el ministro lo que el ministro es para el individuo, dice Bonald. As, pues, el marido gobierna, la mujer administra y los hijos obedecen. El divorcio, por supuesto, est prohibido, y la {120} mujer es confinada al hogar. Las mujeres pertenecen a la familia y no a la sociedad poltica, y la Naturaleza las ha hecho para los cuidados domsticos y no para las funciones pblicas, agrega Bonald. En la familia, que Le Play defini hacia mediados de siglo, esas jerarquas son respetadas. De manera un poco diferente, Auguste Comte reclama tambin la jerarqua de los sexos; existen entre ellos diferencias radicales, fsicas y morales a la vez, que en todas las especies animales, y sobre todo en la raza humana, los separan profundamente. La feminidad es una especie de infancia continua que aleja a la mujer del tipo ideal de la raza. Ese infantilismo biolgico se traduce en una debilidad intelectual; el papel de ese ser puramente afectivo es el de esposa y ama de casa; no podra competir con el hombre: ni la direccin ni la educacin le convienen. Como en el caso de Bonald, la mujer est confinada a la familia, y, en esta sociedad en miniatura, el padre gobierna, porque la mujer es incapaz de todo gobierno, incluso del domstico; administra solamente y aconseja. Su instruccin debe ser limitada. Las mujeres y los proletarios no pueden ni deben convertirse en autores, tanto ms cuanto que no lo quieren. Y Comte prev que la evolucin de la sociedad llevar a la supresin total del trabajo femenino fuera de la familia. En la segunda parte de su obra, Comte, influido por su amor hacia Clotilde de Vaux, exalta a la mujer hasta convertirla casi en una divinidad, la emancipacin del gran ser; ser a ella a quien, en el templo de la Humanidad, la religin positivista propondr a la adoracin del pueblo; pero solo por su moralidad merece ella ese culto; en tanto que el hombre acta, ella ama: la pureza y el amor la hacen aqu superior al hombre; es ms profundamente altruista que l. Pero, de acuerdo con el sistema positivista, no por ello permanece menos encerrada en la familia; el divorcio le est prohibido, y hasta seria deseable que su viudedad fuese eterna; no tiene ningn derecho econmico ni poltico; no es ms que esposa y educadora. De una manera ms cnica, Balzac expresa el mismo ideal. El destino de la mujer y su gloria nica consisten en hacer {121} latir el corazn de los hombres escribe en su Physiologie du mariage. La mujer es una propiedad que se adquiere por contrato; es un bien mobiliario, porque la posesin vale ttulo; en fin, hablando con propiedad, la mujer no es sino un anexo del hombre. Aqu se hace Balzac portavoz de la burguesa, cuyo antifeminismo redobla su virulencia como reaccin contra las licencias del siglo XVIII y contra las ideas progresistas que la amenazan. Despus de exponer luminosamente en el comienzo de la Physiologie du mariage que la institucin del matrimonio, de la que est excluido el amor, conduce necesariamente a la mujer al adulterio, Balzac exhorta al esposo a mantenerla en una sujecin total si quiere evitar el ridculo del deshonor. Hay que negarle la instruccin y la cultura, prohibirle todo cuanto podra permitirle desarrollar su individualidad, imponerle ropas incmodas, animarla para que siga un rgimen conducente a la anemia. La burguesa sigue exactamente ese programa; las mujeres quedan esclavizadas en la cocina, en la casa, se vigila celosamente sus costumbres; se las encierra en los ritos de un saber vivir que traba toda tentativa de independencia. En compensacin, se les rinden honores, se las rodea de las ms exquisitas cortesas. La mujer casada es una esclava a quien hay que saber sentar en un trono, dice Balzac; est convenido que, en toda circunstancia insignificante, el hombre debe desaparecer discretamente ante ellas, debe cederles el primer puesto; en lugar de hacerles transportar fardos, como en las sociedades primitivas, se procura solcitamente descargarlas de toda tarea penosa y de toda preocupacin, lo cual equivale tambin a librarlas de toda responsabilidad. Se espera que, as burladas y seducidas por la comodidad de su posicin, acepten el papel de madres y amas de casa al que se las quiere reducir. Y el hecho es que la mayora de las mujeres de la burguesa capitulan. Como su educacin y su situacin parasitaria las colocan bajo la dependencia del hombre, ni siquiera se atreven a presentar reivindicaciones, y las que tienen audacia suficiente para hacerlo, apenas encuentran eco. Es ms fcil cargar de cadenas a las gentes que quitrselas si esas cadenas proporcionan {122} alguna consideracin, ha dicho Bernard Shaw. La mujer burguesa se atiene a sus cadenas, porque se atiene a sus privilegios de clase. Se le explica incansablemente, y ella lo sabe, que la emancipacin de las mujeres sera un debilitamiento de la sociedad burguesa; liberada del varn, estara condenada al trabajo; puede que lamente no tener sobre la propiedad privada ms que derechos subordinados a los de su marido, pero an deplorara ms el que esa propiedad privada fuese abolida; no siente ninguna solidaridad con respecto a las mujeres de la clase obrera: est mucho ms cerca de su marido que de las trabajadoras de la industria textil. Y hace suyos sus intereses. Sin embargo, esas obstinadas resistencias no pueden impedir la marcha de la Historia; el advenimiento del maquinismo arruina la propiedad de bienes races, provoca la emancipacin de la clase laboriosa y, correlativamente, la de la mujer. Todo socialismo, el arrancar a la mujer de la familia, favorece su liberacin: soando con un rgimen comunitario, Platn prometa en el mismo a las mujeres una autonoma anloga a la que gozaban en Esparta. Con los socialismos utpicos de SaintSimon, Fourier y Cabet nace la utopa de la mujer libre. La idea sansimoniana de asociacin universal exige la supresin de toda esclavitud: la del obrero y la de la mujer; precisamente porque las mujeres son seres humanos como los hombres es por lo que SaintSimon y despus de l, Leroux, Pecqueux y Carnot, reclaman su manumisin. Por desgracia, esta razonable tesis no es la que mayor crdito encuentra en la escuela, donde se exalta a la mujer en nombre de su feminidad, lo cual constituye el medio ms seguro de hacerle un flaco servicio. So pretexto de que la unidad social es la pareja, el padre Enfantin quiere introducir una mujer en cada pareja directora, a la que l llama parejasacerdotisa; de una mujermesas espera el advenimiento de un mundo mejor, y los Compaeros de la Mujer embarcan para Oriente en busca de ese salvadorhembra. Est influido por Fourier, que confunde la manumisin de la mujer con la rehabilitacin de la carne; Fourier reclama para todo individuo la libertad de obedecer {123} a la atraccin pasional; quiere reemplazar el matrimonio por el amor; no es en su persona, sino en su funcin amorosa, como considera a la mujer. Tambin Cabet promete que el comunismo icariano realizar una completa igualdad de los sexos, aunque no concede a las mujeres sino una participacin restringida en la vida poltica. En realidad, las mujeres no ocupan ms que un lugar secundario en el movimiento sansimoniano: solamente Claire Bazard, que funda y hace vivir durante un breve perodo de tiempo el peridico titulado La Femme Nouvelle, desempea un papel bastante importante. A continuacin, aparecen otras muchas y pequeas revistas, pero sus reivindicaciones son tmidas; piden la educacin de la mujer ms que su emancipacin; Carnot y despus Legouv se preocupan por elevar la instruccin de las mujeres. La idea de la mujer asociada, de la mujer regeneradora, se mantiene a travs de todo el siglo XIX; esa idea se encuentra de nuevo en Vctor Hugo. Pero esas doctrinas desacreditan ms bien la causa de la mujer, ya que en lugar de asimilarla al hombre la oponen a l, puesto que le reconocen sentimiento, intuicin, pero no razn. Tambin la torpeza de sus partidarios la desacredita. En 1848 las mujeres fundan clubs, peridicos; Eugnie Niboyer edita la Voix des Femmes, peridico en el que colabora Cabet. Una delegacin femenina acudi al Ayuntamiento para reivindicar los derechos de la mujer, pero no obtuvo nada. En 1849, Jeanne Decoin present su candidatura para la Diputacin, e inici una campaa electoral que zozobr en el ridculo. Tambin el ridculo mat el movimiento de las Vesubianas y de las Bloomeristas, que se paseaban con extravagantes indumentarias. Las mujeres ms inteligentes de la poca permanecen al margen de estos movimientos: madame de Stal haba luchado por su propia causa ms bien que por la de sus hermanas; George Sand reclama el derecho al amor libre, pero rehusa colaborar en la Voix des Femmes; sus reivindicaciones son, sobre todo, sentimentales. Flora Tristan cree en la redencin del pueblo por la mujer, pero le interesa ms la emancipacin de la clase obrera que la de su {124} sexo. David Stern y madame de Girardin se asocian, sin embargo, al movimiento feminista. En general, el movimiento reformista que se desarrolla en el siglo XIX es favorable al feminismo por el hecho de que busca la justicia en la igualdad. Hay una notable excepcin: la de Proudhon. Sin duda a causa de sus races campesinas, reacciona violentamente contra el misticismo sansimoniano; se muestra partidario de la pequea propiedad y, al mismo tiempo, confina a la mujer en el hogar. Ama de casa o cortesana, he ah el dilema en que la encierra. Hasta entonces, los ataques contra el feminismo haban partido de los conservadores, que combatan al socialismo con la misma aspereza: el Charivari, entre otros, encontraba en ese campo una inagotable fuente de cuchufletas; y es Proudhon quien rompe la alianza entre el feminismo y el socialismo; protesta contra el banquete de mujeres socialistas presidido por Leroux, fulmina rayos y centellas contra Jeanne Decoin. En la obra titulada La justice, sostiene que la mujer debe permanecer bajo la dependencia del hombre; solamente este cuenta como individuo social; en la pareja no existe una asociacin, lo que supondra la igualdad, sino una unin; la mujer es inferior al hombre, primero, porque su fuerza fsica solo representa los dos tercios de la del varn, y, luego, porque es intelectual y moralmente inferior en la misma medida: su valor, en conjunto, es de 2 x 2 x 2 frente a 3 x 3 x 3, es decir, lbs 8/27 del valor del sexo fuerte. Dos mujeres, madame Adam y madame D'Hricourt, le replicaron, una con firmeza, la segunda con exaltacin menos afortunada, y Proudhon aproveh la ocasin para contestar con su Pornocratie ou la femme dans les temps modernes. Sin embargo, como todos los antifeministas, dirige ardientes letanas a la verdadera mujer, esclava y espejo del hombre; a despecho de esta devocin, l mismo tuvo que reconocer que la vida que impuso a su propia esposa no la hizo feliz: las cartas de madame Proudhon no son ms que un largo lamento. Sin embargo, no son estos debates tericos los que influyen en el curso de los acontecimientos: ms bien los reflejan con vacilacin. La mujer reconquista una importancia econmica {125} que haba perdido desde las pocas prehistricas, ya que se escapa del hogar y desempea en la fbrica una parte especfica en la produccin. Es la mquina la que permite esta revolucin, puesto que la diferencia de fuerza fsica entre trabajadores masculinos y femeninos se encuentra anulada en gran nmero de casos. Como el brusco impulso de la industria exige una mano de obra ms considerable que la que proporcionan los trabajadores masculinos, la colaboracin de las mujeres se hace necesaria. He ah la gran revolucin que transforma en el siglo XIX la suerte de la mujer y abre para ella una nueva era. Marx y Engels miden todo el alcance de la misma y prometen a las mujeres una liberacin implcita en la del proletariado. En efecto, la mujer y el trabajador tienen en comn que ambos son oprimidos, dice Bebel. Y ambos escaparn juntos a la opresin gracias a la importancia que adquirir su trabajo productor a travs de la evolucin tcnica. Engels demuestra que la suerte de la mujer est estrechamente ligada a la historia de la propiedad privada; una catstrofe ha sustituido el rgimen de derecho materno por el patriarcado y ha esclavizado a la mujer al patrimonio; pero la Revolucin Industrial es la contrapartida de ese fracaso y desembocar en la emancipacin femenina. Escribe Engels: La mujer no puede ser emancipada ms que cuando participe en gran medida social en la produccin y no sea ya reclamada por el trabajo domstico sino en una medida insignificante. Y esto no ha sido posible ms que en la gran industria moderna, que no solo admite en gran escala el trabajo de la mujer, sino que lo exige formalmente. En los comienzos del siglo XIX, la mujer era ms vergonzosamente explotada que los trabajadores del sexo contrario. El trabajo a domicilio constitua lo que los ingleses llaman el sweating system; a despecho de una labor continua, la obrera no ganaba lo suficiente para subvenir a sus necesidades. Jules Simon, en L'ouvrire, e incluso el conservador LeroyBeaulieu, en Le travail des femmes au XIXe, publicado en 1873, denuncian odiosos abusos; este ltimo declara que ms de doscientas mil obreras francesas no ganaban cincuenta cntimos por da. Se comprende que se {126} apresurasen a emigrar a las manufacturas; por lo dems, pronto no les qued, fuera de los talleres, ms oficios que los de la aguja, el lavado de ropa y las faenas domsticas, todos ellos oficios de esclavas pagados con salarlos de hombre; hasta los encajes, los gneros de punto, etc., son acaparados por la fbrica; como desquite, hay ofertas de empleo masivo en las industrias del algodn, la lana y la seda; las mujeres son utilizadas, sobre todo, en los talleres de hilado y tejido. Los patronos las prefieren frecuentemente a los hombres. Trabajan mejor y ms barato. Esta cnica frmula esclarece el drama del trabajo femenino. Porque ha sido a travs del trabajo como la mujer ha conquistado su dignidad de ser humano; pero fue una conquista singularmente dura y lenta. Los trabajos de hilado y tejido se realizan en condiciones higinicas lamentables. En Lyon escribe Blanqui, en los talleres de pasamanera, algunas mujeres se ven obligadas a trabajar casi suspendidas de correas, sirvindose a la vez de las manos y los pies. En 1831, las obreras de la seda trabajaban en verano desde las tres de la maana hasta la noche, y en invierno desde las cinco de la madrugada hasta las once de la noche, es decir, dieciocho horas por da, en talleres frecuentemente insanos dice Norbert Truquin, donde jams penetran los rayos del sol. La mitad de esas jvenes enferman del pecho antes que termine su aprendizaje. Y cuando se quejan, las acusan de hacer muecas (1). Adems, los encargados abusan de las jvenes obreras. Para conseguir sus propsitos, recurran a los medios ms repulsivos: la necesidad y el hambre, dice el autor annimo de La vrit sur les vnements de Lyon. Sucede tambin que las mujeres aaden el trabajo agrcola al de la fbrica. Se las explota cnicamente. Cuenta Marx en una nota de El capital: El fabricante M. E. me hizo saber que en sus telares mecnicos solamente empleaba mujeres, y que daba preferencia a las casadas, y, entre estas, a las que tenan en casa una familia que {127} mantener, porque ponan mucha ms atencin y mostraban ms docilidad que las solteras, ya que tenan que trabajar hasta el agotamiento de sus fuerzas para procurar a los suyos los medios de subsistencia indispensables. As es aade Marx cmo son falsedades las cualidades propias de la mujer en detrimento suyo y cmo todos los elementos morales y delicados de su naturaleza se transforman en medios para esclavizarla y hacerla sufrir. Resumiendo El capital y comentando a Bebel, escribe G. Derville: Animal de lujo o animal de carga, he ah lo que es casi exclusivamente hoy la mujer. Entretenida por el hombre cuando no trabaja, sigue sindolo tambin cuando se mata trabajando. La situacin de la obrera era tan lamentable, que Sismondi y Blanqui piden que se prohiba a las mujeres el acceso a los talleres. La causa de ello, en parte, consiste en que las mujeres no supieron en principio defenderse y organizarse en sindicatos. Las asociaciones femeninas datan de 1848, y, al principio, eran asociaciones de produccin. El movimiento progres con extremada lentitud, como se ve por las siguientes cifras: (1) N. TRUQUIN: Mmoires et aventures d'un proltaire. Citado segn E. DOLLANS: Histoire du Mouvernent ouvrier, tomo I. En 1905 hay 69.405 mujeres en un total de 781.392 sindicados. En 1908 hay 88.906 mujeres en un total de 957.120 sindicados. En 1912 hay 92.336 mujeres en un total de 1.064.413 sindicados. En 1920 hay 239.016 obreras y empleadas sindicadas sobre un total de 1.580.967 trabajadores, y entre las trabajadoras agrcolas solamente 36.193 sindicadas de 1.083.957, es decir, en total 292.000 sindicadas en un conjunto de 3.076.585 trabajadores sindicados. Es una tradicin de resignacin y sumisin, una falta de solidaridad y de conciencia colectiva, que las deja desarmadas ante las nuevas posibilidades que se abren ante ellas. De esta actitud resulta que el trabajo femenino no ha sido reglamentado sino lenta y tardamente. Hay que esperar hasta 1874 para que la ley intervenga; y aun as, a despecho de las campaas desarrolladas bajo, el Imperio, solo hay dos {128} disposiciones relativas a las mujeres; una de ellas prohibe el trabajo nocturno a las menores de edad y exige que se les conceda descanso los domingos y das feriados; su jornada de trabajo queda limitada a doce horas; en cuanto a las mujeres de ms de veintin aos, la ley se limita a prohibirles el trabajo subterrneo en las minas y canteras. La primera carta del trabajo femenino data del 2 de noviembre de 1892; prohibe el trabajo nocturno y limita la jornada en las fbricas, pero deja la puerta abierta a todos los fraudes. En 1900 se limita la jornada a diez horas; en 1905 se hace obligatorio el descanso semanal; en 1907 la trabajadora obtiene la libre disposicin de sus ingresos; en 1909 se garantizan vacaciones pagadas a las mujeres embarazadas; en 1911 se vuelven a poner en vigor imperativamente las disposiciones de 1892; en 1913 se reglamentan las modalidades concernientes al reposo de las mujeres antes y despus del parto, y se les prohiben los trabajos peligrosos y excesivos. Poco a poco, se va formando una legislacin social y el trabajo femenino se rodea de garantas de higiene: se exigen asientos para las vendedoras, se prohibe la prolongada permanencia en los mostradores exteriores, etc. La Oficina Internacional del Trabajo ha logrado convenios internacionales relativos a las condiciones sanitarias del trabajo femenino, los permisos a otorgar en caso de embarazo, etc. Una segunda consecuencia de la resignada inercia de las trabajadoras fueron los salarios con que debieron contentarse. La razn de que los salarios femeninos hayan sido fijados a un nivel tan bajo es un fenmeno respecto al cual se han propuesto diversas explicaciones y que depende de un conjunto de factores. No basta decir que las necesidades de las mujeres son menores que las de los hombres: eso no es ms que una justificacin posterior. Ms bien, como se ha visto, las mujeres no han sabido defenderse contra sus explotadores; tenan que afrontar la competencia de las prisiones que lanzaban al mercado productos fabricados sin gastos de mano de obra, y tambin se hacan competencia unas a otras. Preciso es tener en cuenta, adems, que en el seno de una sociedad en la que subsiste la comunidad conyugal {129} es donde la mujer trata de emanciparse por el trabajo: ligada al hogar del padre, del marido, lo ms frecuente es que se contente con llevar a la casa una ayuda; trabaja fuera de la familia, mas para la familia; y, como no se trata para la obrera de subvenir a la totalidad de sus necesidades, se ve obligada a aceptar una remuneracin muy inferior a la que exige un hombre. Al contentarse un importante nmero de mujeres con esos salarios rebajados, todo el conjunto del salario femenino se ha alineado de acuerdo con ese nivel, que es el ms ventajoso para el empresario. En Francia, segn la encuesta llevada a cabo en 18891893, por una jornada de trabajo igual a la del hombre, la obrera no perciba ms que la mitad del salario masculino. De acuerdo con la encuesta de 1908, los ingresos ms elevados de las obreras a domicilio no sobrepasaban los veinte cntimos por hora y descendan hasta los cinco cntimos: a una mujer as explotada le era imposible vivir sin una limosna o un protector. En Norteamrica, en 1918, la mujer solo percibe la mitad del salario masculino. Hacia esa poca, por la misma cantidad de carbn extrada de las minas alemanas, la mujer ganaba, aproximadamente, un 25 por 100 menos que el hombre. Entre 1911 y 1943, los salarios femeninos en Francia subieron algo ms rpidamente que los masculinos, pero siguieron siendo netamente inferiores. Si los empresarios acogieron diligentemente a las mujeres a causa de los bajos salarios que estas aceptaban, ese mismo hecho provoc resistencias por parte de los trabajadores masculinos. Entre la causa del proletariado y la de las mujeres, no existe una solidaridad tan inmediata como pretendan Bebel y Engels. El problema se ha presentado un poco de la misma manera que en Estados Unidos de Amrica a propsito de la mano de obra negra. Las minoras ms oprimidas de una sociedad son gustosamente utilizadas por los opresores como un arma contra la totalidad de la clase a la cual pertenecen aquellas; al mismo tiempo, aparecen al principio como enemigas, y hace falta una conciencia ms profunda de la situacin para que los intereses de los negros y los blancos, de las obreras y los obreros, lleguen a coaligarse {130} en vez de oponerse los unos a los otros. Se comprende que los trabajadores masculinos hayan visto, al principio, en esta competencia barata, una temible amenaza y que se hayan mostrado hostiles. Solo cuando las mujeres se han integrado en la vida sindical, han podido defender sus propios intereses y dejar de poner en peligro los de la clase obrera en general. A despecho de todas estas dificultades, la evolucin del trabajo femenino ha proseguido. En 1900 todava se contaban en Francia 900.000 obreras a domicilio, que fabricaban vestidos, artculos de piel y de cuero, coronas fnebres, sacos, abalorios, artculos de Pars; pero ese nmero ha disminuido considerablemente. En 1906, el 42 por 100 de las mujeres en edad de trabajar (entre los dieciocho y los sesenta aos) estaban empleadas en la agricultura, la industria, el comercio, la banca, los seguros, las oficinas, las profesiones liberales. Ese movimiento fue precipitado en el mundo entero por la crisis de la mano de obra de 19141918 y por la ltima guerra mundial. La pequea burguesa y la burguesa media se han decidido a seguirlo, y las mujeres han invadido tambin las profesiones liberales. Segn uno de los ltimos censos elaborados antes de la ltima guerra, de la totalidad de mujeres comprendidas entre los dieciocho y los sesenta aos de edad, alrededor del 42 por 100 trabajan en Francia; el 37, en Finlandia; el 34'2, en Alemania; el 27'7, en la India; el 26'9, en Inglaterra; el 19'2, en los Pases Bajos, y el 17'7 por 100, en Estados Unidos. En Francia y en la India las cifras son tan elevadas a causa de la importancia del trabajo rural. Si se excepta a las campesinas, hay en Francia, en 1940, alrededor de quinientas mil encargadas de establecimientos, un milln de empleadas, dos millones de obreras, milln y medio de retiradas o en paro forzoso. Entre obreras, hay 650.000 domsticas; 1.200.000 trabajan en las industrias de transformacin, de ellas 440.000 en la industria textil; 315.000, en la del vestido; 380.000, a domicilio como costureras. En cuanto al comercio, las profesiones liberales y los servicios pblicos, Francia, Inglaterra y Estados Unidos ocupan ms o menos el mismo lugar {131}. Uno de los problemas esenciales que se plantean a propsito de la mujer, segn hemos visto ya, es el de la conciliacin de su papel reproductor con su trabajo productivo. La razn profunda que en el origen de la Historia consagra a la mujer a las faenas domsticas y le prohibe participar en la construccin del mundo, es su sometimiento a la funcin generadora. En las hembras de los animales hay un ritmo entre el celo y las estaciones que asegura la economa de sus fuerzas; por el contrario, entre la pubertad y la menopausia, la Naturaleza no limita la capacidad de gestacin de la mujer. Ciertas civilizaciones prohiben las uniones precoces; se citan tribus indias donde se exige que se asegure a las mujeres un reposo de dos aos, por lo menos, entre parto y parto; pero en conjunto, y durante numerosos siglos, la fecundidad femenina no ha sido reglamentada. Existen desde la Antigedad (1) prcticas anticonceptivas, generalmente para uso de la mujer: pociones, supositorios, tampones vaginales; sin embargo, tales prcticas constituan un secreto de prostitutas y mdicos; quiz ese secreto fuera conocido por aquellas romanas de la decadencia a quienes los escritores satricos reprochaban su esterilidad. Sin embargo, la Edad Media las ignor; no se halla traza de ellas hasta el siglo XVIII. Para multitud de mujeres, la vida en aquella poca era una ininterrumpida serie de embarazos; hasta las mujeres de costumbres alegres pagaban con numerosas maternidades sus licencias amorosas. En ciertas pocas, la Humanidad ha experimentado la acuciante necesidad de reducir el nmero de la poblacin; pero, al mismo tiempo, las naciones teman {132} debilitarse; en las pocas de crisis y de miseria, se lograba una disminucin del ndice de nacimientos mediante el retraso de la edad de los solteros para contraer matrimonio. La regla general era casarse joven y tener tantos hijos como la mujer pudiese traer al mundo; nicamente la mortalidad infantil reduca el nmero de los hijos vivos. Ya en el siglo XVII, el abate De Pure (2) protesta contra la hidropesa amorosa a la que estn condenadas las mujeres; y madame de Svign recomienda a su hija que evite embarazos demasiado frecuentes. Pero es en el siglo XVIII cuando se desarrolla en Francia la tendencia malthusiana. Primero las clases acomodadas y luego el conjunto de la poblacin estiman razonable limitar el nmero de hijos de acuerdo con los recursos de los padres, y los procedimientos anticonceptivos empiezan a introducirse en las costumbres. En 1778 el demgrafo Moreau escribe: Las mujeres ricas no son las nicas que consideran la propagacin de la especie como un engaabobos de los viejos tiempos; y esos funestos secretos, desconocidos para todo animal que no sea el hombre, han penetrado ya en el campo; se engaa a la Naturaleza hasta en las aldeas. (1) La ms antigua mencin conocida respecto a procedimientos anticonceptivos sera un papiro egipcio del segundo milenio antes de nuestra Era, que recomienda la aplicacin vaginal de una extraa mezcla compuesta por excrementos de cocodrilo, miel, natrn y una sustancia gomosa. (P. ARIS: Histoire des populations franaises.) Los mdicos persas de la Edad Media conocan treinta y una recetas, de las cuales solamente nueve eran para el hombre. Soranos, en la poca de Adriano, explica que, en el momento de la eyaculacin, la mujer que no desea tener hijos debe contener la respiracin, echar un poco el cuerpo hacia atrs, con objeto de que el semen no penetre en el os uteri, levantarse inmediatamente, ponerse en cuclillas y provocar estornudos. (2) En la Prcieuse, 1656. La prctica del coitus interruptus se extiende primeramente entre la burguesa, despus en las poblaciones rurales y entre los obreros; el preservativo, que ya exista como antivenreo. se convierte en un anticonceptivo que se propaga ampliamente, sobre todo despus del descubrimiento de la vulcanizacin, hacia 1840 (3). En los pases anglosajones, se autoriza oficialmente el birth control, y se han descubierto multitud de mtodos que permiten disociar estas dos funciones en otro tiempo inseparables: la funcin sexual y la funcin reproductora. Los trabajos de la medicina vienesa, al establecer con precisin el mecanismo de la concepcin y las condiciones que le son favorables, han sugerido tambin las maneras de evitarla. En Francia estn prohibidas la propaganda {133} anticonceptiva y la venta de pesarios, tampones vaginales, etc.; mas no por eso est menos difundido el birth control. (3) Hacia 1930, una firma norteamericana venda veinte millones de preservativos al ao. Quince manufacturas norteamericanas producan milln y medio de preservativos por da (P. Aris). En cuanto al aborto, no est autorizado en ninguna parte por las leyes. El Derecho romano no acordaba proteccin especial a la vida embrionaria; no consideraba al nasciturus como un ser humano, sino como una parte del cuerpo materno. Partus antequam edatur mulieris portio est vel viscerum (1). En tiempos de la decadencia, el aborto era una prctica normal, y, cuando el legislador quiso estimular los nacimientos, no se atrevi a prohibirlo. Si la mujer rehusaba el hijo contra la voluntad del marido, este poda hacer que la castigasen: pero era su desobediencia lo que constitua delito. En el conjunto de la civilizacin oriental y grecorromana, el aborto es admitido por la ley. (1) Antes de nacer, el nio es una porcin de la mujer, una especie de vscera. Ha sido el cristianismo el que ha trastocado en este aspecto las ideas morales, al dotar de un alma al embrin; entonces el aborto se convirti en un crimen contra el feto mismo. Toda mujer que hace de modo que no pueda engendrar tantos hijos como podra tener, se hace culpable de otros tantos homicidios, lo mismo que la mujer que trata de herirse despus de la concepcin, dice San Agustn. En Bizancio, el aborto no comportaba sino la relegacin temporal; entre los brbaros, quien practicaba el infanticidio no era censurado ms que en el caso de que hubiera sido perpetrado con violencia, contra la voluntad de la madre: se le redima mediante el pago del precio de la sangre. Los primeros Concilios, sin embargo, decretan contra este homicidio las penas ms severas, cualquiera que sea la edad presunta del feto. Se plantea, no obstante, una cuestin que fue objeto de infinitas discusiones: en qu momento penetra el alma en el cuerpo? Santo Toms y la mayor parte de los autores fijaron la animacin hacia los cuarenta das para los nios y hacia los ochenta para las nias; entonces se introdujo una distincin entre el feto animado y el feto inanimado. En el {134} curso de la Edad Media, el libro penitencial declara: Si una mujer encinta hace perecer su fruto antes de los cuarenta y cinco das, sufrir una penitencia de un ao. Si lo hace al cabo de sesenta das, ser de tres aos. En fin, si el nio ya est animado, deber ser tratada como homicida. No obstante, el libro aade: Existe gran diferencia entre la mujer pobre que destruye a su hijo por las dificultades que le cuesta alimentarlo y la que no persigue otra finalidad que ocultar el crimen de fornicacin. En 1556, Enrique II public un clebre edicto sobre el encubrimiento del embarazo; el simple encubrimiento era castigado con la muerte, y de ello se deduca que, con mayor motivo, la pena debera aplicarse a las maniobras abortivas; en realidad, el edicto se diriga contra el infanticidio, pero fue aprovechado para dictar pena de muerte contra los autores y cmplices del aborto. La distincin entre feto animado e inanimado desapareci hacia el siglo XVIII. Al finalizar el siglo, Beccaria, cuya influencia fue considerable en Francia, postul en favor de la mujer que rehusa tener hijos. El cdigo de 1791 excusa a esta, pero castiga a sus cmplices a veinte aos de hierro. La idea de que el aborto es un homicidio desaparece en el siglo XIX, cuando ms bien se le considera un crimen contra el Estado. La ley de 1810 lo prohibe rotundamente, so pena de reclusin y de trabajos forzados para la mujer y sus cmplices; de hecho, los mdicos lo practican siempre que se trata de salvar la vida de la madre. Por lo mismo que la ley es demasiado severa, los propios jurados cesan de aplicarla hacia finales de siglo; no haba ms que un nmero nfimo de arrestos, y se absolva a las cuatro quintas partes de los acusados. En 1923, una nueva ley prev todava los trabajos forzados para los cmplices y autores de la intervencin, pero castiga a la mujer solamente con prisin o multa; en 1939, un nuevo decreto se dirige especialmente contra los tcnicos, a quienes no les ser ya concedido ningn sobreseimiento. En 1941, el aborto ha sido declarado crimen contra la seguridad del Estado. En los dems pases, es un delito sancionado con una pena correccional; en Inglaterra, empero, es un crimen de felony castigado con prisin {135} o trabajos forzados. En general, cdigos y tribunales se muestran mucho ms indulgentes con la mujer que con los cmplices. La Iglesia, sin embargo, no ha atenuado en nada su rigor. El Cdigo de Derecho Cannico promulgado el 27 de marzo de 1917 declara: Quienes procuraren el aborto, sin exceptuar a la madre, una vez conseguido su propsito, incurren en excomunin latae sententiae reservada al ordinario. No se puede alegar ninguna razn, ni siquiera el peligro de muerte que haya corrido la madre. Todava recientemente el papa ha declarado que, entre la vida de la madre y la del hijo, es preciso sacrificar la primera: en efecto, al estar bautizada, la madre puede ganar el cielo curiosamente, el infierno jams interviene en tales clculos, mientras que el feto est destinado al limbo a perpetuidad (1). (1) En el volumen segundo volveremos a ocuparnos de la discusin sobre esta actitud. Sealemos nicamente que los catlicos estn muy lejos de tomar al pie de la letra la doctrina de San Agustn. El confesor susurra a la joven novia, en la vspera de la boda, que puede hacer con su marido no importa qu, siempre que el coito termine como debe ser; estn prohibidas las prcticas positivas del birth control comprendido el coitus interruptus, pero se tiene derecho a utilizar el calendario establecido por los sexlogos vieneses y perpetrar el acto cuyo solo objeto reconocido es el de la generacin, en los das en que la concepcin le es imposible a la mujer. Hay directores espirituales que incluso comunican este calendario a su grey. La realidad es que hay multitud de madres cristianas que solo tienen dos o tres hijos, pese a no haber interrumpido sus relaciones conyugales despus del ltimo parto. Solo durante un breve perodo ha estado oficialmente autorizado el aborto en Alemania antes del nazismo y en la URSS antes de 1936 (2). Sin embargo, y pese a la religin y las leyes, ocupa en todos los pases un lugar considerable. En Francia se cuentan todos los aos de ochocientos mil a un milln o sea, tantos como nacimientos, siendo casadas los dos tercios de las mujeres que los sufren, muchas de las cuales ya han tenido uno o dos hijos. A despecho de los prejuicios, las resistencias y las supervivencias de una moral caduca, se ha asistido, pues, al paso de una fecundidad libre a una fecundidad dirigida por el Estado o los individuos {136}. (2) Hoy lo est nuevamente (1967). Los progresos de la obstetricia han disminuido considerablemente los riesgos del parto; los dolores del alumbramiento estn en camino de desaparecer; en estos das marzo de 1949, se ha decretado en Inglaterra el empleo obligatorio de ciertos mtodos de anestesia; dichos mtodos ya son generalmente aplicados en Estados Unidos y empiezan a difundirse en Francia. Por medio de la inseminacin artificial se corona la evolucin que permitir a la Humanidad dominar la funcin reproductora. Tales cambios tienen inmensa importancia, sobre todo para la mujer, que puede reducir el nmero de sus embarazos, integrarlos racionalmente en su vida, en lugar de ser su esclava. A su vez, la mujer, en el curso del siglo XIX, se emancipa de la Naturaleza, conquista el dominio de su cuerpo. Sustrada en gran parte a las servidumbres de la reproduccin, puede asumir el papel econmico que se le ofrece y que le asegurar la conquista de su persona toda entera. En virtud de esos dos factores, participacin en la produccin y manumisin de la esclavitud de la reproduccin, se explica la evolucin de la condicin de la mujer. Como Engels lo previera, su estatuto social y poltico tena necesariamente que transformarse. El movimiento feminista esbozado en Francia por Condorcet, en Inglaterra por Mary Wollstonecraft en su obra Vindication of the Rights of Women y adoptado de nuevo por los sansimonianos en los inicios del siglo, no haba alcanzado el xito, puesto que careca de bases concretas. Actualmente, las reivindicaciones de la mujer van a adquirir todo su peso. Se harn or en el seno mismo de la burguesa. Como consecuencia del rpido desarrollo de la civilizacin industrial, la propiedad de bienes races se encuentra en retroceso con respecto a la propiedad mobiliaria: el principio de la unidad del grupo familiar pierde su fuerza. La movilidad del capital permite a su tenedor, en lugar de ser posedo por su fortuna, poseerla sin reciprocidad y poder disponer de ella. A travs del patrimonio era como la mujer estaba sustancialmente vinculada a su esposo: abolido el patrimonio, los cnyuges no estn ya sino yuxtapuestos, y los mismos hijos no constituyen un lazo de {137} una solidez comparable a la del inters. El individuo va a afirmarse as contra el grupo; esta evolucin es particularmente espectacular en Norteamrica, donde triunfa la moderna forma del capitalismo: el divorcio florecer, y marido y mujer no aparecen ya sino como asociados provisionales. En Francia, donde la poblacin rural es importante, donde el cdigo napolenico ha puesto bajo tutela a la mujer casada, la evolucin ser lenta. En 1884 se restablece el divorcio, y la mujer puede obtenerlo en caso de que el marido cometa adulterio; sin embargo, en el terreno penal, se mantiene la diferencia de sexos: el adulterio solo es delito si lo comete la mujer. El derecho de tutela, concedido con restricciones en 1907, no es plenamente conquistado hasta 1917. En 1912 se autoriza la indagacin de la paternidad natural. Hay que esperar hasta 1938 y 1942 para ver modificado el estatuto de la mujer casada: entonces se abroga el deber de obediencia, aunque el padre sigue siendo el jefe de la familia; l es quien fija el domicilio, aunque la mujer puede oponerse a su eleccin si aporta razones vlidas; sus facultades han aumentado; sin embargo, en la embrollada frmula: La mujer casada tiene plena capacidad de derecho. Esta capacidad solo est limitada por el contrato matrimonial y por la ley, la ltima parte del artculo contradice a la primera. La igualdad de ambos cnyuges todava no se ha realizado. En cuanto a los derechos polticos, no sin considerables esfuerzos, se han conquistado en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 1867, Stuart Mill pronunciaba en el Parlamento ingls el primer alegato en favor del voto de la mujer que jams se haya pronunciado oficialmente. Reclamaba imperiosamente en sus escritos la igualdad de la mujer y el hombre en el seno de la familia y la sociedad. Estoy convencido de que las relaciones sociales de ambos sexos, que subordinan un sexo al otro en nombre de la ley, son malas en s mismas y constituyen uno de los principales obstculos que se opondrn al progreso de la Humanidad; estoy convencido de que deben ceder el sitio a una igualdad perfecta. A continuacin, las inglesas se organizan polticamente bajo la direccin de mistress Fawcett; las francesas {138} se agrupan detrs de Mara Deraismes, que entre 1868 y 1871 estudia, en una serie de conferencias pblicas, la situacin de la mujer; sostiene una viva controversia con Alejandro Dumas, hijo, quien aconsejaba al marido traicionado por una esposa infiel: Mtala. El verdadero fundador del feminismo fue Len Richier, que cre en 1869 los Droits de la Femme y organiz el Congreso Internacional de los Derechos de la Mujer, celebrado en 1878. Todava no se abord la cuestin del derecho al voto; las mujeres se limitaron a reclamar derechos civiles; durante treinta aos, el movimiento sigui siendo tan tmido en Francia como en Inglaterra. Sin embargo, una mujer, Hubertine Auclert, inici una campaa sufragista, cre una agrupacin denominada el Sufragio de las Mujeres y un diario titulado La Citoyenne. Bajo su influencia, se constituyeron numerosas sociedades, pero su accin apenas fue eficaz. Esta debilidad del feminismo tiene su origen en sus divisiones intestinas; a decir verdad, y como ya se ha sealado, las mujeres no son solidarias como sexo: ante todo estn ligadas a su clase; los intereses de las burguesas y los de las mujeres proletarias no coinciden. El feminismo revolucionario toma de nuevo la tradicin sansimoniana y marxista; preciso es notar, por otra parte, que Louise Michel se pronuncia contra el feminismo porque ese movimiento no hace sino desviar fuerzas que deberan emplearse por entero en la lucha de clases; mediante la abolicin del capital, se resolver favorablemente la suerte de la mujer. En 1879, el Congreso Socialista proclam la igualdad de los sexos y, desde entonces, ya no volver a ser denunciada la alianza feminismosocialismo; pero, puesto que las mujeres esperan la libertad de la emancipacin de los trabajadores en general, no se adherirn a su propia causa ms que de un modo secundario. Por el contrario, las burguesas reclaman nuevos derechos en el seno de la sociedad tal cual es y se prohiben a si mismas el ser revolucionarias; desean introducir en las costumbres reformas virtuosas: supresin del alcoholismo, de la literatura pornogrfica, de la prostitucin. En 1892 se reuni el llamado Congreso Feminista, que dio {139} su nombre al movimiento; de l no sali gran cosa. No obstante, en 1897 se aprueba una ley que permite a la mujer ser testigo ante los tribunales, pero una doctora en Derecho que pretende inscribirse en el Colegio de Abogados ve denegada su solicitud. En 1898 las mujeres obtienen el electorado en el Tribunal de Comercio, el electorado y la elegibilidad en el Consejo Superior del Trabajo, la admisin en el Consejo Superior de Asistencia Pblica y en la Escuela de Bellas Artes. En 1900, un nuevo congreso rene a las feministas; tampoco llega a grandes resultados. Sin embargo, en 1901, Viviani plantea por primera vez en la Cmara la cuestin del voto femenino; por lo dems, propone limitar el sufragio a las solteras y las divorciadas. En ese momento crece la importancia del movimiento feminista. En 1909 se funda la Unin Francesa para el Sufragio de las Mujeres, cuya animadora es madame Brunschwig; organiza conferencias, mtines, congresos, manifestaciones. En 1909, Buisson da un informe sobre una proposicin de Dussausoy concediendo a las mujeres derechos electorales para las asambleas locales. En 1910, Thomas presenta una propuesta en favor del sufragio femenino; renovada en 1918, triunfa en 1919 en la Cmara, pero fracasa en 1922 ante el Senado. La situacin es bastante compleja. Al feminismo revolucionario, al llamado feminismo independiente de madame Brunschwig, se adjunta un feminismo cristiano: Benedicto XV se pronuncia en favor del voto femenino, en 1919; monseor Baudrillart y el padre Sertillanges desarrollan una ardiente propaganda en este sentido; los catlicos piensan, en efecto, que las mujeres representan en Francia un elemento conservador y religioso; eso es precisamente lo que temen los radicales: la verdadera razn de su oposicin estriba en que temen un desplazamiento de votos si permiten votar a las mujeres. En el Senado, muchos catlicos, el grupo de Unin Republicana y, por otro lado, los partidos de extrema izquierda, son favorables al voto de las mujeres; pero la mayora de la asamblea est en contra. Hasta 1932 recurre a procedimientos dilatorios y se niega a discutir las proposiciones relativas al sufragio femenino; en 1932, sin embargo {140}, al aprobar la Cmara, por trescientos diecinueve votos a favor y uno en contra, la enmienda que otorgaba a las mujeres los derechos electorales y la elegibilidad, el Senado abre un debate que dura varias sesiones, al trmino de las cuales se rechaza la enmienda. El informe publicado en el Officiel es de lo ms significativo; en l se encuentran todos los argumentos que los antifeministas han desarrollado durante medio siglo en obras cuya sola enumeracin sera fastidiosa. En primer lugar, vienen los argumentos galantes del gnero amamos demasiado a la mujer para permitir que las mujeres voten; se exalta a la manera de Proudhon a la verdadera mujer que acepta el dilema cortesana o ama de casa: la mujer perdera su encanto al votar; se halla sobre un pedestal, que no descienda; tiene todo que perder y nada que ganar si se convierte en electora; ya gobierna a los hombres sin necesidad de papeleta electoral, etc. De manera ms seria, se invoca el inters de la familia: el lugar de la mujer est en la casa; las discusiones polticas provocaran la discordia entre los esposos. Algunos confiesan un antifeminismo moderado. Las mujeres son diferentes de los hombres. No hacen el servicio militar. Votarn las prostitutas? Otros afirman con arrogancia su superioridad masculina: votar es una carga, no un derecho, y las mujeres no son dignas de ello. Son menos inteligentes y menos instruidas que el hombre. Si ellas votasen, los hombres se afeminaran. Su educacin poltica no est acabada. Votaran de acuerdo con las rdenes de sus maridos. Si quieren ser libres, que se libren primeramente de su costurera. Tambin se propone el siguiente argumento de soberbia ingenuidad: en Francia hay ms mujeres que hombres. A despecho de la pobreza de todas estas objeciones, ha sido preciso esperar hasta 1945 para que la francesa adquiera todos sus derechos polticos. Nueva Zelanda haba concedido a la mujer la plenitud de sus derechos desde 1893; sigui Australia en 1908. Pero en Inglaterra y Norteamrica, la victoria ha sido difcil. La Inglaterra victoriana confinaba imperiosamente la mujer al hogar; Jane Austen se ocultaba para escribir; haca falta mucho valor o un destino excepcional para convertirse en {141} una George Eliot, una Emily Bront; en 1818, un sabio ingls escriba: Las mujeres no solamente no son la raza, ni siquiera la mitad de la raza, sino una subespecie destinada nicamente a la reproduccin. Hacia finales de siglo, mistress Fawcett funda el movimiento sufragista; pero, al igual que en Francia, es un movimiento tmido. Hacia 1903 es cuando las reivindicaciones femeninas adoptan un giro singular. La familia Pankhurst crea en Londres la Woman Social and Political Union, adherida al partido laborista, y que emprende una accin resueltamente militante. Es la primera vez en la Historia que se ve en las mujeres intentar un esfuerzo como tales mujeres, y eso es lo que presta un particular inters a la aventura de las sufragistas en Inglaterra y Norteamrica. Durante quince aos, desarrollan una poltica de presin que en ciertos aspectos recuerda la actitud de un Gandhi: rechazan la violencia, pero inventan sucedneos ms o menos ingeniosos. Invaden el Albert Hall en el curso de mtines celebrados all por el partido liberal, enarbolando pancartas en donde se leen las palabras: El voto para la mujer; penetran a viva fuerza en el despacho de lord Asquith, celebran mtines en Hyde Park o en Trafalgar Square, desfilan por las calles portando pancartas, organizan conferencias; en el curso de las manifestaciones, insultan a los policas o los atacan a pedradas, con objeto de provocar procesos; una vez en la crcel, adoptan la tctica de la huelga de hambre; recaudan fondos, congregan a su alrededor a millones de mujeres y de hombres; conmueven a la opinin tan certeramente, que en 1907, doscientos miembros del Parlamento constituyen un comit para el sufragio de la mujer; a partir de entonces, todos los aos algunos de ellos presentan un proyecto de ley en favor del sufragio femenino, proyecto que es rechazado todos los aos con los mismos argumentos. En 1907 es cuando la W.S.P.U. organiza la primera marcha sobre el Parlamento, en la que participan multitud de trabajadoras con mantones y algunas damas de la aristocracia; la Polica las rechaza; pero al ao siguiente, al surgir la amenaza de prohibir a las mujeres casadas el trabajo en ciertas galeras de las minas de Lancashire, aquellas {142} son convocadas por la W.S.P.U. para celebrar en Londres un gran mitin. Se producen nuevas detenciones, a las que las sufragistas detenidas replican en 1909 con una prolongada huelga de hambre. Una vez puestas en libertad, organizan nuevas manifestaciones: una de las mujeres, montada en un caballo al que han embadurnado de cal, representa a la reina Isabel. El 18 de julio de 1910, da en que va a presentarse en la Cmara el proyecto de ley sobre el sufragio femenino, se organiza un desfile de nueve kilmetros de longitud por las calles de Londres; rechazado el proyecto de ley, se organizan nuevos mtines. En 1912 las mujeres adoptan una tctica ms violenta: incendian casas deshabitadas, daan cuadros, pisotean arriates, arrojan piedras contra la Polica; al mismo tiempo, envan delegacin tras delegacin a Lloyd George, a sir Edmond Grey; se ocultan en el Albert Hall e intervienen ruidosamente durante los discursos de Lloyd George. La guerra interrumpe sus actividades. Resulta muy difcil saber en qu medida esta accin ha precipitado los acontecimientos. El voto les fue concedido a las inglesas, primero, en 1918 bajo una forma restringida, y, luego, en 1928, sin restricciones: en parte fueron los servicios prestados durante la guerra los que les valieron ese xito. La mujer norteamericana se haba hallado al principio ms emancipada que la europea. Al comienzo del siglo XIX las mujeres tuvieron que participar en el duro trabajo de pionero emprendido por los hombres; lucharon a su lado; eran mucho menos numerosas que ellos, y este hecho determin que alcanzasen un valor muy elevado. Sin embargo, poco a poco, su situacin se ha ido acercando a la de las mujeres del Viejo Continente; se ha conservado la galantera con respecto a ellas; han conservado privilegios culturales y una posicin dominante en el seno de la familia; las leyes les concedan de buen grado un papel religioso y moral; sin embargo, no por ello dejaban de estar todos los mandos de la sociedad en manos masculinas. Algunas comenzaron hacia 1830 a reivindicar sus derechos polticos. Tambin emprendieron una campaa en favor de los negros. Habindole sido impedida la asistencia al Congreso antiesclavista celebrado {143} en Londres, en 1840, la cuquera Lucretia Mott fund una asociacin feminista. El 18 de julio de 1840, en una convencin reunida en Sneca Falls, redactan un manifiesto en el que reina la inspiracin cuquera y que da el tono a todo el feminismo norteamericano. El hombre y la mujer han sido creados iguales, dotados por el Creador de derechos inalienables... El Gobierno slo est hecho para salvaguardar esos derechos... El hombre convierte a la mujer casada en una muerta cvica... Usurpa las prerrogativas de Jehov, nico que puede asignar a los hombres su esfera de accin. Tres aos despus, la seora BeecherStowe escribi La cabaa del to Tom, que haba de levantar a la opinin en favor de los negros. Emerson y Lincoln apoyan el movimiento feminista. Al estallar la guerra de Secesin, las mujeres participan ardientemente en la misma; pero en vano reclaman que la enmienda que otorga a los negros el derecho de votar sea redactada de la siguiente manera: Ni el color ni el sexo... son obstculos para ejercer el derecho electoral. Sin embargo, uno de los artculos de la enmienda era ambiguo, y la seorita Anthony, destacada dirigente feminista, lo toma como pretexto para votar en Rochester con catorce de sus camaradas; fue condenada a pagar una multa de cien dlares. En 1869 funda la Asociacin Nacional para el Sufragio Femenino, y en ese mismo ao el Estado de Wyoming concede el derecho de voto a la mujer. Pero hasta 1893 no es seguido ese ejemplo por el Estado de Colorado, y luego, en 1896, por Idaho y Utah. Despus, los progresos son muy lentos. En el plano econmico, empero, las mujeres marchan mucho mejor que en Europa. En 1900 hay en Estados Unidos cinco millones de mujeres que trabajan, de las cuales 1.300.000 lo hacen en la industria y 500.000 en el comercio; se cuenta un nmero muy elevado de ellas en el comercio, la industria, los negocios y todas las profesiones liberales. Hay abogadas, mdicas y 3.373 mujeres pastoras de almas. La clebre Marie Baker Eddy funda la Christian Scientist Church. Las mujeres adoptan la costumbre de reunirse en clubs, los cuales agrupan unos dos millones de miembros {144}. Sin embargo, solo nueve Estados han concedido el voto a la mujer. En 1913, el movimiento sufragista se organiza segn el modelo del movimiento militante ingls. Lo dirigen dos mujeres: la seorita Stevens y una joven cuquera llamada Alice Paul. Obtienen de Wilson autorizacin para desfilar en una gran manifestacin con banderas e insignias; organizan a continuacin una campaa de conferencias, mtines, desfiles, toda suerte de manifestaciones. Las electoras de los nueve Estados donde est admitido el voto femenino se trasladan con gran pompa al Capitolio, exigiendo el voto de la mujer para toda la nacin. En Chicago se ve por primera vez a las mujeres reunirse en un partido con objeto de liberar a su sexo; esa asamblea se convierte en el Partido de las Mujeres. En 1917, las sufragistas inventan una nueva tctica: se instalan a la puerta de la Casa Blanca, enarbolando sus banderas y a menudo encadenadas a las verjas, para que no las puedan dispersar. Al cabo de seis meses son detenidas y enviadas a la penitenciara de Oxcaqua; se declaran en huelga de hambre y terminan por ser puestas en libertad. Nuevas manifestaciones callejeras degeneran en brotes de motines. El Gobierno termina por consentir el nombramiento de una comisin de sufragio en la Cmara. El Comit Ejecutivo del Partido de las Mujeres celebra una conferencia en Washington; a la salida, la enmienda en favor del voto femenino es presentada en la Cmara y votada el 10 de enero de 1918. Pero falta por conseguir el voto del Senado. Como Wilson no parece estar dispuesto a ejercer suficiente presin, las sufragistas empiezan de nuevo a manifestarse, y celebran un mitin ante las puertas de la Casa Blanca. El presidente se decide a dirigir un llamamiento al Senado, pero la enmienda es rechazada por dos votos de mayora. Ser un congreso republicano el que vote la enmienda en junio de 1919. A continuacin, y durante diez aos, prosigue la lucha por la completa igualdad de ambos sexos. En la sexta conferencia de las Repblicas americanas celebrada en La Habana, en 1928, las mujeres obtienen la creacin de un comit interamericano de mujeres. En 1933, los tratados de Montevideo elevan la condicin de la mujer por medio de {145} una convencin internacional. Diecinueve repblicas americanas firman la convencin que otorga a la mujer la igualdad de todos los derechos. En Suecia existe tambin un movimiento feminista de gran importancia. En nombre de las viejas tradiciones, las suecas reivindican el derecho a la instruccin, el trabajo y la libertad. Son, sobre todo, las mujeres de letras quienes llevan adelante la lucha, y es el aspecto moral del problema el que les interesa ante todo; despus, agrupadas en poderosas asociaciones, se captan a los liberales, pero tropiezan con la hostilidad de los conservadores. En 1907 las noruegas, y en 1906 las finlandesas, obtienen el sufragio que las suecas esperarn todava durante aos. Los pases latinos, como los pases de Oriente, oprimen a la mujer por el rigor de las costumbres an ms que por el de las leyes. En Italia, el fascismo fren sistemticamente la evolucin del feminismo. Al buscar la alianza con la Iglesia, respetar la familia y prolongar una tradicin de esclavitud femenina, la Italia fascista esclaviz doblemente a la mujer: a los poderes pblicos y a su marido. La situacin ha sido muy diferente en Alemania. En 1790 el estudiante Hippel haba lanzado el primer manifiesto del feminismo alemn. En los comienzos del siglo XIX floreci un feminismo sentimental anlogo al de George Sand. En 1848, la primera feminista alemana, Luisa Otto, reclamaba para la mujer el derecho a contribuir a la transformacin de su pas: su feminismo era esencialmente nacionalista. Fund en 1865 la Asociacin General de Mujeres Alemanas. Los socialistas alemanes, empero, reclamaban con Bebel la abolicin de la desigualdad de los sexos. En 1892, Clara Zetkin entra en los Consejos del partido. Aparecen asociaciones obreras femeninas y sindicatos de mujeres socialistas agrupados en una Federacin. Las alemanas no consiguen en 1914 la constitucin de un ejrcito nacional de mujeres, pero participan ardientemente en el esfuerzo de guerra. Tras la derrota alemana, obtienen el derecho de voto y toman parte en la vida poltica: Rosa Luxemburgo lucha en el grupo espartaquista al lado de Carlos Liebknecht y muere asesinada en 1919. La {146} mayora de las alemanas se ha pronunciado por el partido del orden; varias de ellas ocupan escaos en el Reichstag. As, pues, es a mujeres emancipadas a quienes Hitler impone de nuevo el ideal napolenico: Kche, Kirche, Kinder. La presencia de una mujer en el Reichstag lo deshonrara, declara. Como el nazismo era anticatlico y antiburgus, da a la mujer un lugar privilegiado; la proteccin concedida a las madres solteras y a los hijos naturales emancipa, en gran parte, a la mujer del matrimonio; al igual que en Esparta, depende del Estado mucho ms que de ningn individuo, lo cual le da al mismo tiempo ms y menos autonoma que a una burguesa que viviese bajo un rgimen capitalista. Es en la URSS donde el movimiento feminista adquiere la mxima amplitud. Se haba esbozado a finales del siglo XIX, entre las estudiantes de la intelligentzia; en general, se muestran menos apegadas a su causa personal que a la eleccin revolucionaria; van al pueblo y luchan contra la Okrana de acuerdo con mtodos nihilistas: Vera Zassulich ejecuta en 1878 al prefecto de Polica Trepov. En el curso de la guerra rusojaponesa, las mujeres reemplazan a los hombres en muchos oficios; adquieren conciencia de s mismas, y la Unin Rusa por los Derechos de la Mujer reclama la igualdad poltica de ambos sexos; en el seno de la primera Duma se crea un grupo parlamentario para los derechos de la mujer, pero carece por completo de eficacia. Ser la Revolucin la que realizar la emancipacin de las trabajadoras. Ya en 1905 haban participado ampliamente en las huelgas polticas de masas desencadenadas en el pas; y haban acudido a las barricadas. En 1917, unos das antes de la Revolucin, y con ocasin de la Jornada Internacional de la Mujer (el 8 de marzo), se manifestaron en masa por las calles de San Petersburgo, exigiendo pan, paz y el regreso de sus maridos. Participaron en la insurreccin de octubre; entre 1918 y 1920 representaron un importantsimo papel econmico y hasta militar en la lucha de la URSS contra los invasores. Fiel a la tradicin marxista, Lenin ha vinculado la emancipacin de las mujeres a la de los trabajadores; les ha concedido la igualdad poltica y econmica {147}. El artculo 122 de la Constitucin de 1936 estipula que: En la URSS, la mujer goza de los mismos derechos que el hombre en todos los dominios de la vida econmica, oficial, cultural, pblica y poltica. Y estos principios han sido precisados por la Internacional Comunista, que reclama: Igualdad social de la mujer y del hombre ante la ley y en la vida prctica. Radical transformacin del derecho conyugal y del cdigo de la familia. Reconocimiento de la maternidad como funcin social. Los cuidados y la educacin de los nios y adolescentes corrern por cuenta de la sociedad. Lucha civilizadora organizada contra la ideologa y las tradiciones que hacen de la mujer una esclava. En el dominio econmico, las conquistas de la mujer han sido deslumbrantes. Ha obtenido la igualdad de salarios con los trabajadores masculinos y ha participado intensamente en la produccin; en virtud de todo ello, ha adquirido una considerable importancia poltica y social. En el folleto recientemente editado por la Asociacin FranciaURSS se dice que en las elecciones generales de 1939 haba 457.000 mujeres diputadas en los Soviets regionales, de distrito, de ciudad y de aldea, 1.480 en los Soviets superiores de las Repblicas socialistas, 227 tenan escaos en el Soviet Supremo de la URSS. Cerca de diez millones de mujeres son miembros de los sindicatos. Constituan el 40 por 100 del contingente de obreros y empleados de la URSS; entre los stajanovistas se contaba gran nmero de obreras. Sabida es la participacin que la mujer rusa ha tenido en la ltima guerra; las mujeres rusas han realizado un enorme trabajo hasta en las ramas de produccin donde predominaban las profesiones masculinas: metalurgia y minas, transporte fluvial de madera, ferrocarriles, etc. Se han distinguido como aviadoras, paracaidistas, han formado ejrcitos de guerrilleras. Esa participacin de la mujer en la vida pblica ha suscitado un espinoso problema: su papel en la vida familiar. Durante todo un largo perodo de tiempo se ha tratado de emanciparla de las servidumbres domsticas: el 16 de noviembre de 1924, la Asamblea plenaria del Komintern proclamaba que: La Revolucin ser impotente en tanto subsistan la nocin de la familia y las relaciones familiares.{148} El respeto concedido a la libre unin, la facilidad del divorcio, la reglamentacin legal del aborto, aseguraban la libertad de la mujer ante el hombre; las leyes sobre vacaciones por embarazo, guarderas infantiles, jardines de la infancia, etc., aliviaban las cargas de la maternidad. A travs de testimonios apasionados y contradictorios, resulta difcil discernir cul era su situacin concreta; pero lo cierto es que hoy las exigencias de la repoblacin han conducido a una poltica familiar diferente: la familia aparece como la clula social elemental, y la mujer es a la vez trabajadora y ama de casa (1). Estrechamente subordinada al Estado, como todos los trabajadores, estrechamente ligada al hogar, pero teniendo acceso a la vida poltica y a la dignidad que confiere el trabajo productor, la mujer rusa se halla en una situacin singular. (1) Olga Michakova, secretaria del Comit Central de la Organizacin de la Juventud Comunista, ha declarado en 1944 en el curso de una entrevista: Las mujeres soviticas deben tratar de hacerse tan atractivas como permitan la Naturaleza y el buen gusto. Despus de la guerra, debern vestirse como mujeres y caminar con porte femenino... Se dir a las muchachas que se comporten y anden como muchachas, y, por esta razn, adoptarn faldas probablemente muy estrechas que las obligarn a caminar graciosamente. En la sesin que acaba de celebrar en la ONU la Comisin para el estudio de la situacin de la mujer, ha reclamado que la igualdad de derechos para ambos sexos sea reconocida a travs de todas las naciones, y ha aprobado varias mociones tendentes a transformar en realidad concreta ese estatuto legal. As, pues, parece que la partida est ganada. El porvenir no puede por menos que conducir a una asimilacin cada vez ms profunda de la mujer en el seno de una sociedad otrora masculina. *** Si echamos una ojeada de conjunto a esta historia, vemos que de ella se desprenden varias conclusiones. Y, en primer lugar, la siguiente: toda la historia de las mujeres la han {149} hecho los hombres. Al igual que en Norteamrica no hay problema negro, sino un problema blanco (1), y que el antisemitismo no es un problema judo, sino nuestro problema (2), as tambin el problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres. Ya se ha visto por qu causas han tenido ellos, al principio, junto con la fuerza fsica, el prestigio moral; ellos han creado los valores, las costumbres, las religiones, y jams las mujeres les han disputado ese imperio. Algunas mujeres aisladas Safo, Christine de Pisan, Mary Wollstonescraft, Olympe de Gouges han protestado contra la dureza de su destino, y a veces se han producido manifestaciones colectivas; pero las matronas romanas que se coaligaban contra la ley Oppia o las sufragistas anglosajonas han conseguido ejercer alguna presin solo porque los hombres estaban dispuestos a sufrirla. Siempre han sido ellos quienes han tenido en sus manos la suerte de la mujer, y nunca han decidido en funcin de su inters, sino que siempre han tenido en cuenta sus propios proyectos, sus temores y sus necesidades. Cuando han reverenciado a la diosamadre ha sido porque la Naturaleza los atemorizaba; tan pronto como el til de bronce les ha permitido afirmarse frente a ella, han instituido el patriarcado; el estatuto de la mujer lo define entonces el conflicto entre la familia y el Estado; la actitud del cristiano ante Dios, el mundo y su propia carne es lo que se refleja en la condicin que le ha asignado; lo que en la Edad Media se denomin querella de mujeres, fue una querella entre clrigos y laicos a propsito del matrimonio y el celibato; lo que ha acarreado la tutela de la mujer casada ha sido el rgimen social fundado en la propiedad privada, y la revolucin tcnica realizada por los hombres es lo que ha emancipado a las mujeres de hoy. Ha sido una evolucin de la tica masculina lo que ha determinado la reduccin de las familias numerosas mediante el birth control y ha liberado parcialmente a la mujer de las servidumbres de la maternidad. El propio feminismo {150} no ha sido jams un movimiento autnomo: en parte fue un instrumento en manos de los polticos, en parte un epifenmeno que reflejaba un drama social ms profundo. Las mujeres nunca han constituido una casta separada, y en verdad tampoco han tratado de representar un papel en la Historia como sexo. Las doctrinas que reclaman el advenimiento de la mujer en tanto que es carne, vida, inmanencia, que es lo Otro, son ideologas masculinas que no expresan de ninguna manera las reivindicaciones femeninas. La mayora de las mujeres se resignan a su suerte sin intentar ninguna accin; las que han intentado cambiarla no han pretendido encerrarse en su singularidad para hacerla triunfar, sino superarla. Cuando han intervenido en el curso del mundo, ha sido de acuerdo con los hombres, segn las perspectivas masculinas. (1) Vase MYRDALL: American dilemma. (2) Vase J. P. SARTRE: Reflexiones sobre la cuestin juda. Esta intervencin, en conjunto, ha sido secundaria y episdica. Las clases en que las mujeres gozaban de cierta autonoma econmica y participaban en la produccin eran las clases oprimidas, y, en tanto que trabajadoras, eran an ms esclavas que los trabajadores masculinos. En las clases dirigentes, la mujer era un parsito y, como tal, sometida a las leyes masculinas: en ambos casos, la accin le era punto menos que imposible. El Derecho y las costumbres no siempre coincidan, y entre ellos el equilibrio se estableca de manera que la mujer no fuese nunca concretamente libre. En la antigua Repblica romana, las condiciones econmicas dan a la matrona poderes concretos, pero no tiene ninguna independencia legal; con frecuencia sucede lo mismo en las civilizaciones campesinas y en la pequea burguesa comerciante; amasirviente en el interior de la casa, la mujer es socialmente una menor. A la inversa, en las pocas en que la sociedad se disgrega, la mujer se emancipa; pero, al cesar de ser vasalla del hombre, pierde su feudo; no le queda ms que una libertad negativa que no halla donde traducirse, salvo en la licencia y la disipacin: as sucede durante la decadencia romana, el Renacimiento, el siglo XVIII y el Directorio. O bien encuentra donde emplearse, pero est esclavizada; o bien se emancipa, pero ya no tiene nada que hacer {151} consigo misma. Entre otras cosas, es notable que la mujer casada haya tenido su lugar en la sociedad, pero sin gozar en esta de ningn derecho, mientras que la soltera, muchacha honesta o prostituta, disfrutaba de todas las capacidades del hombre; sin embargo, hasta el siglo presente ha estado ms o menos excluida de la vida social. De esta oposicin entre el Derecho y las costumbres ha resultado, entre otras cosas, esta curiosa paradoja: el amor libre no est prohibido por la ley, mientras que el adulterio es un delito; con frecuencia, sin embargo, la muchacha que comete una falta queda deshonrada, en tanto que la mala conducta del esposo se mira con indulgencia: multitud de mujeres, desde el siglo XVII hasta nuestros das, se han casado con objeto de poder tomar libremente un amante. Mediante este ingenioso sistema, la gran masa de las mujeres ha sido tenida a raya: se precisan circunstancias excepcionales para que una personalidad femenina logre afirmarse entre esas dos series de restricciones. Las mujeres que han realizado obras comparables a las de los hombres son aquellas a quienes la fuerza de las instituciones sociales ha exaltado por encima de toda diferenciacin sexual. Isabel la Catlica, Isabel de Inglaterra y Catalina de Rusia no eran ni varn ni hembra: eran soberanas. Es curioso que, socialmente abolida su feminidad, ya no constituyera inferioridad: la proporcin de reinas que tuvieron grandes reinados es infinitamente superior a la de los grandes reyes. La religin opera la misma transformacin: Catalina de Siena y Santa Teresa estn por encima de toda condicin fisiolgica de las almas santas; su vida secular y su vida mstica, sus actos y sus escritos se elevan a alturas que pocos hombres han alcanzado jams. Hay razones para pensar que, si las dems mujeres no lograron dejar una profunda huella en el mundo, se debe a que estaban limitadas en su condicin. Apenas han podido intervenir de otra manera que no fuese negativa o indirecta. Judit, Charlotte Corday y Vera Zassulich asesinan; las mujeres de la Fronda conspiran; en el curso de la Revolucin, durante la Comuna, las mujeres luchan al lado de los hombres contra el orden establecido; a una libertad sin derechos, sin {152} poder, le es permitido erguirse en el rechazo y la revuelta, mientras se le prohibe participar en una construccin positiva; todo lo ms, lograr inmiscuirse por caminos desviados en las empresas masculinas. Aspasia, madame de Maintenon y la princesa de los Ursinos fueron consejeras escuchadas; pero, aun as, preciso ha sido que se consintiera en escucharlas. Los hombres exageran de buen grado la importancia de tales influencias, cuando desean convencer a la mujer de que le ha correspondido la mejor parte; pero, en realidad, las voces femeninas se callan all donde comienza la accin concreta; ellas han podido provocar guerras, pero no sugerir la tctica de una batalla; apenas han orientado la poltica ms que en la medida en que la poltica se ha reducido a mera intriga: los verdaderos mandos del mundo jams han estado en manos femeninas; ellas no han actuado sobre las tcnicas ni sobre la economa; no han hecho y deshecho Estados, no han descubierto mundos. Ciertos acontecimientos se han desencadenado por ellas, pero ms que agentes han sido pretexto. El suicidio de Lucrecia solo ha tenido un valor simblico. El martirio le sigue siendo permitido al oprimido; durante las persecuciones cristianas, despus de derrotas sociales o nacionales, las mujeres han representado un papel de testigos; pero jams un mrtir ha cambiado la faz del mundo. Incluso las manifestaciones e iniciativas femeninas han carecido de valor hasta que una decisin masculina las ha prolongado eficazmente. Las norteamericanas agrupadas en torno a la seora BeecherStowe sublevan violentamente a la opinin contra la esclavitud; pero los verdaderos motivos de la guerra de Secesin no fueron de orden sentimental. La jornada de las mujeres, del 8 de marzo de 1917, tal vez precipitase la Revolucin rusa; pero, no obstante, no fue ms que una seal. La mayor parte de las heronas femeninas son de una especie extravagante: aventureras, mujeres originales no tanto por la importancia de sus actos como por lo singular de sus destinos; as, si se compara a Juana de Arco, madame Roland y Flora Tristan con Richelieu, Danton o Lenin, se ve que su grandeza es, sobre todo, subjetiva: son figuras ejemplares antes que {153} agentes histricos. El gran hombre surge de la masa y es llevado por las circunstancias: la masa de las mujeres est al margen de la Historia, y las circunstancias son para cada una de ellas un obstculo y no un trampoln. Para cambiar la faz del mundo, es preciso en primer lugar estar slidamente anclado en el mismo; pero las mujeres slidamente enraizadas en la sociedad son aquellas que le estn sometidas; a menos de haber sido designadas para la accin por derecho divino y en tal caso se han mostrado tan capaces como los hombres, la ambiciosa, la herona, son extraos monstruos. Solo despus de que las mujeres empiezan a sentirse en esta tierra como en su casa, se ve aparecer una Rosa Luxemburgo, una madame Curie. Ellas demuestran deslumbrantemente que no es la inferioridad de las mujeres lo que ha determinado su insignificancia histrica, sino que ha sido su insignificancia histrica lo que las ha destinado a la inferioridad (1). (1) Es notable que en Pars, de cada mil estatuas (exceptuando las de las reinas que, por razn puramente arquitectnica, se encuentran en el Luxemburgo), no haya nada ms que diez erigidas en honor de mujeres. Tres estn consagradas a Juana de Arco. Las otras son las de madame de Sgur, George Sand, Sarah Bernhardt, madame Boucicaut y la baronesa de Hirsch, Mara Deraismes y Rosa Bonheur. El hecho es flagrante en el dominio donde mejor han logrado afirmarse, es decir, en el dominio cultural. Su suerte ha estado estrechamente ligada a la de las letras y las artes; ya entre los germanos las funciones de profetisa y sacerdotisa recaan en las mujeres; puesto que estn al margen del mundo, los hombres van a volverse hacia ellas cuando traten de franquear los lmites de su universo y acceder a otro por medio de la cultura. El misticismo cortesano, la curiosidad humanstica, el gusto por la belleza que se propaga en el Renacimiento italiano, el preciosismo del siglo XVII, el ideal progresista del XVIII, comportan, bajo formas diversas, una exaltacin de la feminidad. La mujer es entonces el principal polo de la poesa, la sustancia de la obra de arte; los ocios de que dispone le permiten consagrarse a los placeres del espritu: inspiradora, juez y pblico del escritor, se {154} convierte en mulo suyo; con frecuencia es ella quien hace prevalecer un mundo de sensibilidad, una tica que alimenta los corazones masculinos y as interviene en su propio destino: la instruccin de la mujer es una conquista en gran parte femenina. Y, sin embargo, si este papel colectivo representado por las mujeres intelectuales es importante, sus aportaciones individuales son, en general, de menos valor. Porque no est comprometida en la accin es por lo que la mujer ocupa un lugar privilegiado en los dominios del pensamiento y del arte; pero el arte y el pensamiento tienen en la accin sus fuentes vivas. Estar situada al margen del mundo no es una situacin favorable para quien pretenda recrearlo: tambin aqu, para emerger ms all del dato, es preciso primero estar profundamente enraizado en el mismo. Las realizaciones personales son casi imposibles en las categoras humanas colectivamente mantenidas en situacin inferior. Con faldas, dnde queris que se vaya?, preguntaba Marie Bashkirtseff. Y Stendhal deca: Todos los genios que nacen mujeres se pierden para la dicha del pblico. A decir verdad, no se nace genio: se llega a serlo; y la condicin femenina ha hecho imposible ese devenir hasta el presente. Los antifeministas extraen del examen de la Historia dos argumentos contradictorios: 1. Las mujeres nunca han creado nada grande. 2. La situacin de la mujer no ha impedido nunca la floracin de grandes personalidades femeninas. Hay mala fe en tales afirmaciones; los xitos de algunas privilegiadas no compensan ni excusan el rebajamiento sistemtico del nivel colectivo; y el que esos xitos sean raros y limitados prueba precisamente que las circunstancias les son desfavorables. Como han sostenido Christine de Pisan, Poulain de la Barre, Condorcet, Stuart Mill y Stendhal, en ningn dominio ha tenido nunca la mujer su oportunidad. Por eso hoy gran nmero de ellas reclaman un nuevo estatuto; y una vez ms su reivindicacin no consiste en ser exaltadas en su feminidad: quieren que en ellas mismas, como en el conjunto de la Humanidad, la trascendencia se imponga a la inmanencia; quieren que, por fin, se les concedan los {155} derechos abstractos y las posibilidades concretas sin cuya conjugacin la libertad no es ms que un engao (1). (1) Tambin aqu juegan los antifeministas con un equivoco. Tan pronto, dndoseles un ardite la libertad abstracta, se exaltan respecto al importante papel concreto que la mujer esclavizada puede representar en el mundo qu es lo que reclama entonces?, como desconocen el hecho de que la licencia negativa no abre ninguna posibilidad concreta, y reprochan a las mujeres abstractamente emancipadas el no haber realizado sus pruebas. Esta voluntad est en camino de cumplirse. Pero el perodo que estamos atravesando es un perodo de transicin; este mundo, que siempre ha pertenecido a los hombres, todava se halla en sus manos; sobreviven en gran parte las instituciones y los valores de la civilizacin patriarcal. Los derechos abstractos estn muy lejos de ser en todas partes integralmente reconocidos a la mujer: en Suiza, todava no votan las mujeres; en Francia, la ley de 1942 mantiene en forma atenuada las prerrogativas del esposo. Y acabamos de decir que los derechos abstractos jams han bastado para asegurar a la mujer una aprehensin concreta del mundo: entre ambos sexos, todava no existe hoy una verdadera igualdad. En primer lugar, las cargas del matrimonio siguen siendo mucho ms pesadas para la mujer que para el hombre. Ya se ha visto que las servidumbres de la maternidad han quedado reducidas por el uso confesado o clandestino del birth control; pero la prctica del mismo no est universalmente extendida ni es rigurosamente aplicada; como el aborto est oficialmente prohibido, muchas mujeres comprometen su salud con maniobras abortivas incontroladas o se encuentran abrumadas por el nmero de sus maternidades. El cuidado de los nios y el mantenimiento del hogar son todava soportados casi exclusivamente por la mujer. En Francia, particularmente, la tradicin antifeminista es tan tenaz, que un hombre creera fracasar si participase en tareas reservadas en otro tiempo a las mujeres. Resulta de ello que la mujer puede conciliar ms difcilmente que el hombre su vida familiar y su papel de trabajadora. En el caso de que la {156} sociedad le exija ese esfuerzo, su existencia es mucho ms penosa que la de su esposo. Consideremos, por ejemplo, la suerte de las campesinas. En Francia, constituyen la mayor parte de las mujeres que participan en el trabajo productivo, y generalmente estn casadas. Lo ms frecuente es que la soltera, en efecto, permanezca como sirviente en la casa paterna o en la de un hermano o una hermana; slo aceptando la dominacin de un marido se convierte en ama de casa; costumbres y tradiciones le asignan papeles diversos de una regin a otra: la campesina normanda preside la comida, mientras la mujer corsa no se sienta a la misma mesa que los hombres; pero, en todo caso, desempeando en la economa domstica un papel de los ms importantes, participa en las responsabilidades del hombre, est asociada a sus intereses, comparte la propiedad con l; es respetada y frecuentemente es ella quien gobierna de manera efectiva: su situacin recuerda la que ocupaba en las antiguas comunidades agrcolas. A menudo tiene tanto prestigio moral o ms que su marido, pero su condicin concreta es mucho ms dura. Los cuidados del huerto, del corral, de las ovejas y de los cerdos le incumben exclusivamente; tambin toma parte en las faenas ms importantes: cuidado de los establos, distribucin del estircol, sementeras, labranza, escarda, henaje; cava, arranca las malas hierbas, cosecha, vendimia y a veces ayuda a cargar y descargar las carretas de paja, de heno, de lea, y a extender la paja en los establos, etc. Adems, prepara las comidas, hace las faenas de la casa: colada, planchado... Atiende a las duras cargas de la maternidad y al cuidado de los nios. Se levanta al rayar el da, da de comer a las aves de corral y al ganado menor, sirve el desayuno a los hombres, arregla a los nios y se va a trabajar a los campos o al bosque o al huerto; acarrea agua de la fuente, sirve la comida, lava la vajilla, vuelve a trabajar en los campos hasta la hora de la cena; despus de esta ltima, emplea la velada para repasar la ropa, limpiar, desgranar maz, etc. Como no tiene tiempo para ocuparse de su propia salud, ni siquiera durante los embarazos, se deforma en seguida y se {157} marchita y consume rpidamente, roda de enfermedades. Las pocas compensaciones que el hombre encuentra de vez en cuando en la vida social le son negadas a ella; el hombre va a la ciudad los domingos y das de feria, se encuentra con otros hombres, va al caf, bebe, juega a los naipes, caza, pesca. La mujer permanece en la granja y no conoce el descanso. Solamente las campesinas acomodadas, que se hacen ayudar por sirvientas o que estn dispensadas del trabajo en los campos, llevan una vida que se equilibra felizmente: son socialmente honradas y gozan en el hogar de una gran autoridad, sin que las abrumen sus labores. Pero, en la mayora de los casos, el trabajo rural reduce a la mujer a la condicin de bestia de carga. La comerciante, la patrona que regenta un pequeo negocio, siempre ha sido privilegiada; son las nicas a quienes el cdigo ha reconocido desde la Edad Media ciertas facultades civiles; la tendera, la hostelera, la estanquera tienen una posicin equivalente a la del hombre; solteras o viudas, constituyen por s solas una razn social; casadas, poseen la misma autonoma que su respectivo marido. Tienen la suerte de que su trabajo se ejerza en el mismo lugar en que se halla su hogar y de que no sea generalmente demasiado absorbente. La situacin es muy distinta para la obrera, la empleada, la secretaria, la vendedora, que trabajan fuera de casa. A estas les resulta mucho ms difcil conciliar su oficio con el cuidado de la casa (la compra, la preparacin de las comidas, la limpieza, la conservacin de la ropa exigen por lo menos tres horas y media de trabajo cotidiano y seis horas los domingos, lo cual representa un nmero considerable cuando se suma al de las horas de oficina o de fbrica). En cuanto a las profesiones liberales, incluso si ahogadas, mdicas o profesoras, se hacen ayudar un poco en las faenas domsticas, el hogar y los hijos tambin representan para ellas cargas y preocupaciones que son un duro handicap. En Norteamrica, el trabajo domstico se ha simplificado mediante ingeniosas tcnicas; pero el aspecto y la elegancia que se exige a la mujer que trabaja le imponen una nueva servidumbre {158}; y, adems, sigue siendo responsable de la casa y de los hijos. Por otro lado, la mujer que busca su independencia en el trabajo tiene muchas menos oportunidades que sus competidores masculinos. En muchos oficios, su salario es inferior al de los hombres; sus tareas son menos especializadas, y, por consiguiente, estn peor pagadas que las de un obrero calificado; por lo dems, a igualdad de trabajo, es menos remunerada. Por el hecho de ser una recin llegada en un universo masculino, tiene menos posibilidades de xito que los hombres. Repugna por igual a hombres y mujeres estar bajo las rdenes de una mujer; siempre testimonian ms confianza en un hombre; ser mujer es, si no una tara, al menos una singularidad. Para llegar, a una mujer le es til asegurarse un apoyo masculino. Son los hombres quienes ocupan los lugares ms ventajosos, quienes desempean los puestos ms importantes. Es esencial subrayar que hombres y mujeres constituyen econmicamente dos castas (1). (1) En Norteamrica, las grandes fortunas terminan frecuentemente por caer en manos de las mujeres: ms jvenes que el marido, le sobreviven y heredan; pero entonces ya son mayores, y raras veces toman la iniciativa de nuevas inversiones; actan como usufructuarias ms que como propietarias. Son los hombres, en realidad, quienes disponen de los capitales. De todos modos, esas ricas privilegiadas no constituyen ms que una pequea minora. En Norteamrica, mucho ms que en Europa, a una mujer le es punto menos que imposible alcanzar como abogada, doctora, etc., una elevada posicin. El hecho que determina la condicin actual de la mujer es la obstinada supervivencia de las tradiciones ms antiguas en la nueva civilizacin que se est esbozando. Eso es lo que desconocen los observadores apresurados que estiman a la mujer inferior a las oportunidades que hoy se le ofrecen, o que solo ven en esas oportunidades peligrosas tentaciones. La verdad es que su situacin carece de equilibrio, y por esa razn le resulta muy difcil adaptarse a ella. Se abren a las mujeres las puertas de las fbricas, las oficinas, las Facultades; pero se contina considerando que el matrimonio es para ellas una de las carreras ms honorables, una carrera que las dispensa de toda otra participacin en la vida colectiva {159}. Al igual que en las civilizaciones primitivas, el acto amoroso es en ellas un servicio que tienen derecho a hacerse pagar ms o menos directamente. Excepto en la URSS (1), en todas partes le est permitido a la mujer moderna considerar su cuerpo como un capital para explotarlo. La prostitucin es tolerada (2), y la galantera, estimulada. Y la mujer casada est autorizada para hacerse mantener por su marido; adems, est revestida de una dignidad social muy superior a la de la soltera. Las costumbres estn muy lejos de otorgarle posibilidades sexuales equivalentes a las del hombre soltero; en particular la maternidad le est punto menos que prohibida, puesto que la madre soltera es piedra de escndalo. Cmo no ha de conservar todo su valor el mito de la Cenicienta? (3). Todo estimula todava a la joven soltera a esperar del prncipe azul fortuna y felicidad antes que a intentar sola la difcil e incierta conquista. En particular, gracias a l podr tener la esperanza de acceder a una casta superior a la suya, milagro que no recompensar el trabajo de toda su vida. Pero semejante esperanza es nefasta, porque divide sus energas y sus intereses (4); se trata de una divisin que tal vez sea para la mujer la ms grave desventaja. Los padres an educan a la hija con vistas al matrimonio ms que propician su desarrollo personal, y la hija ve en ello tantas ventajas {160}, que llega a desearlo ella misma; resulta as que, a menudo, est menos especializada, menos slidamente formada que sus hermanos, se entrega menos totalmente a su profesin; de ese modo, se condena a permanecer inferior; y el crculo vicioso se cierra: esa inferioridad refuerza su deseo de hallar marido. Todo beneficio tiene siempre la contrapartida de una carga; pero si las cargas son demasiado pesadas, el beneficio solo se presenta como una servidumbre; para la mayora de los trabajadores, el trabajo es una ingrata prestacin personal de tipo feudal, y para la mujer no est compensado por una conquista concreta de su dignidad social, de su libertad de costumbres, de su autonoma econmica; por tanto, es natural que multitud de obreras y empleadas no vean en el derecho al trabajo ms que una obligacin de la cual las librara el matrimonio. No obstante, por el hecho de que haya adquirido conciencia de s misma y de que tambin pueda emanciparse del matrimonio por medio del trabajo, la mujer ya no acepta dcilmente la sujecin. Lo que ella deseara es que la conciliacin de la vida familiar con un oficio no le exigiese agotadoras acrobacias. Aun as, y en tanto que subsistan las tentaciones de la facilidad en virtud de la desigualdad econmica que proporciona ventajas a ciertos individuos y del derecho reconocido a la mujer de venderse a uno de esos privilegiados, necesitar un esfuerzo moral ms grande que el hombre para elegir el camino de la independencia. Todava no se ha comprendido lo suficiente que la tentacin es tambin un obstculo, y uno de los ms peligrosos. Aqu la mujer, adems, se engaa, porque de hecho solo habr una ganadora entre millares en la lotera del matrimonio ideal. La poca actual invita a las mujeres al trabajo, incluso las obliga a ello, pero hace brillar a sus ojos verdaderos parasos de ociosidad y delicias, exaltando a las elegidas muy por encima de las que permanecen clavadas a este mundo terrestre. (1) Al menos, segn la doctrina oficial. (2) En los pases anglosajones, la prostitucin no ha estado jams reglamentada. Hasta 1900 el derecho consuetudinario ingls y norteamericano no la consideraba delito, salvo en el caso de que promoviese escndalo y crease desorden. Desde entonces la represin se ha ejercido con ms o menos rigor, con ms o menos xito, en Inglaterra y en los diferentes Estados de Estados Unidos de Amrica, cuyas legislaciones son muy diversas respecto a este punto. En Francia, a raz de una prolongada campaa abolicionista, la ley de 13 de abril de 1946 ha ordenado el cierre de las casas de tolerancia y el reforzamiento de la lucha contra el proxenetismo: Considerando que la existencia de esas casas es incompatible con los principios esenciales de la dignidad humana y el papel que a la mujer corresponde en la sociedad moderna... Sin embargo, no por ello contina ejercindose menos la prostitucin. Evidentemente, no ser con medidas hipcritas y negativas como podr modificarse la situacin. (3) Vase PHILIPP WYLLIE: Gnration de Vipres. (4) Volveremos a ocuparnos extensamente de este punto en el volumen II. Los privilegios econmicos detentados por los hombres, su valor social, el prestigio del matrimonio, la utilidad de un apoyo masculino, todo empuja a las mujeres a desear ardientemente agradar a los hombres. En conjunto, todava se {161} hallan en situacin de vasallaje. De ello se deduce que la mujer se conoce y se elige, no en tanto que existe por s, sino tal y como el hombre la define. Por consiguiente, tenemos que describirla en principio tal y como los hombres la suean, ya que su serparaloshombres es uno de los factores esenciales de su condicin concreta {162}. PARTE TERCERA. MITOS{163}. La Historia nos muestra que los hombres siempre han ejercido todos los poderes concretos; desde los primeros tiempos del patriarcado, han juzgado til mantener a la mujer en un estado de dependencia; sus cdigos se han establecido contra ella; y de ese modo la mujer se ha constituido concretamente como lo Otro. Esta condicin serva los intereses econmicos de los varones; pero tambin convena a sus pretensiones ontolgicas y morales. Desde que el sujeto busca afirmarse, lo Otro que le limita y le niega le es, no obstante, necesario, pues no se alcanza sino a travs de esa realidad que no es l. Por ese motivo, la vida del hombre no es jams plenitud y reposo, es carencia y movimiento, lucha. Frente a s, el hombre tiene a la Naturaleza; tiene poder sobre ella, trata de apropirsela. Pero ella no podra satisfacerlo; o bien no se realiza sino en tanto que oposicin puramente abstracta, es obstculo y permanece extraa, o bien sufre pasivamente el deseo del hombre y se deja asimilar por l; este no la posee ms que consumindola, es decir, destruyndola. En ambos casos, permanece solo; est solo cuando toca una piedra, solo cuando digiere un fruto. No hay presencia de lo otro nada ms que si lo otro est presente ante s mismo: es decir, que la verdadera alteridad es la de una conciencia separada de la ma e idntica a ella. Es la existencia de los otros hombres la que arranca cada hombre a su inmanencia y le permite cumplir la verdad de su ser {65}, cumplirse como trascendencia, como escapada hacia el objeto, como proyecto. Pero esa libertad extraa, que confirma mi libertad, entra tambin en conflicto con ella: es la tragedia de la conciencia desdichada; cada conciencia pretende plantearse sola como sujeto soberano. Cada una procura realizarse reduciendo a esclavitud a la otra. Pero, en el trabajo y el miedo, el esclavo tambin se experimenta como esencial, y, por un viraje dialctico, es el amo quien aparece como inesencial. El drama puede superarse mediante el libre reconocimiento de cada individuo en el otro, plantendose cada cual a s mismo y al otro, a la vez, como objeto y como sujeto en un movimiento recproco. Pero la amistad y la generosidad, que realizan concretamente ese reconocimiento de las libertades, no son virtudes fciles; seguramente son la ms excelsa realizacin del hombre, y, por eso mismo, este se encuentra en su verdad: pero esta verdad es la de una lucha incesantemente abolida, que exige que el hombre se supere a cada instante. Puede decirse tambin, en otro lenguaje, que el hombre alcanza una actitud autnticamente moral cuando renuncia a ser para asumir su existencia; en virtud de esa conversin, renuncia tambin a toda posesin, ya que la posesin es un modo de buscar el ser; pero la conversin mediante la cual alcanza la verdadera sabidura no est nunca realizada: hay que realizarla sin cesar, exige una tensin constante. De tal modo que, incapaz de realizarse en la soledad, el hombre est continuamente en peligro en sus relaciones con sus semejantes: su vida es una empresa difcil cuyo xito no est jams asegurado. Pero no le gustan las dificultades y teme al peligro. Aspira contradictoriamente a la vida y al reposo, a la existencia y al ser; sabe bien que la inquietud del espritu es el rescate que paga por su desarrollo, que su distancia al objeto es el rescate de su presencia en s mismo; pero suea con la quietud en la inquietud y con una plenitud opaca que habitara, no obstante, la conciencia. Ese sueo encarnado es justamente la mujer; esta es la intermediaria deseada entre la Naturaleza extraa al hombre y lo semejante que le es {166} demasiado idntico (1). Ella no le opone ni el silencio enemigo de la Naturaleza, ni la dura exigencia de un recproco conocimiento; por un privilegio nico, ella es una conciencia y, no obstante, parece posible poseerla en su carne. Gracias a ella, hay medio de escapar a la implacable dialctica del amo y el esclavo, que tiene su origen en la reciprocidad de libertades. (1) ... La mujer no es la intil repeticin del hombre, sino el lugar encantado donde se cumple la viva alianza entre el hombre y la Naturaleza. Que desaparezca ella, y los hombres se quedarn solos, extranjeros sin pasaporte en un mundo glacial. La mujer es la tierra misma transportada a la cima de la vida, la tierra convertida en sensible y gozosa; y, sin ella, la tierra est muda y muerta para el hombre, escribe Michel Carrouges. (Les pouvoirs de la femme, Cahier du Sud, nm. 292). Ya se ha visto que no hubo en principio mujeres emancipadas a quienes los hombres hubiesen esclavizado, y que la divisin de sexos jams ha fundado una divisin en castas. Asimilar la mujer a la esclava es un error; entre los esclavos ha habido mujeres, pero siempre han existido mujeres libres, es decir, revestidas de una dignidad religiosa y social: aceptaban la soberana del hombre y este no se senta amenazado por una revuelta que pudiese transformarle, a su vez, en objeto. Apareca as la mujer como lo inesencial que no retorna jams a lo esencial, como lo Otro absoluto, sin reciprocidad. Todos los mitos de la creacin expresan esta conviccin preciosa para el varn, y, entre otros, la leyenda del Gnesis, que, a travs del cristianismo, se ha perpetuado en la civilizacin occidental. Eva no fue moldeada al mismo tiempo que el hombre; no fue fabricada con una sustancia diferente, ni del mismo barro que sirvi para modelar a Adn: fue extrada del flanco del primer varn. Su mismo nacimiento no fue autnomo; Dios no opt espontneamente por crearla como un fin en s misma y para que, a cambio, le adorase directamente: la destin al hombre; fue para salvar a Adn de su soledad por lo que se la dio; ella tiene en su esposo su origen y su fin, es su complemento. sobre el modo de lo inesencial. As aparece como una presa privilegiada. Es la Naturaleza elevada a lo translcido de la conciencia, es {167} una conciencia naturalmente sumisa. Y esa es la maravillosa esperanza que a menudo ha puesto el hombre en la mujer: espera realizarse como ser al poseer carnalmente a un ser, al mismo tiempo que se hace confirmar en su libertad por una libertad dcil. Ningn hombre consentira en ser mujer, pero todos desean que haya mujeres. Demos gracias a Dios por haber creado a la mujer. La Naturaleza es buena, puesto que ha dado la mujer a los hombres. En estas frases y otras anlogas, el hombre afirma una vez ms, con ingenua arrogancia, que su presencia en este mundo es un hecho ineluctable y un derecho, mientras que la de la mujer es un mero accidente, aunque un accidente afortunado. Al aparecer como lo Otro, la mujer aparece al mismo tiempo como una plenitud de ser por oposicin a esta existencia cuya nada experimenta el hombre en s mismo; al plantearse como objeto a los ojos del sujeto, lo Otro se plantea como en s y, por consiguiente, como ser. En la mujer se encarna positivamente la carencia que el existente lleva en su corazn, y, tratando de encontrarse a travs de ella, es como el hombre espera realizarse. Sin embargo, la mujer no ha representado para l la nica encarnacin de lo Otro y no siempre ha tenido la misma importancia en el curso de la Historia. Momentos ha habido en que ha sido eclipsada por otros dolos. Cuando la ciudad, el Estado, devoran al ciudadano, este ya no tiene la posibilidad de ocuparse de su destino privado. Consagrada al Estado, la espartana tiene una condicin superior a la de las dems mujeres griegas. Pero tampoco la transfigura ningn sueo masculino. El culto al jefe, ya sea Napolen, Mussolini o Hitler, excluye todo otro culto. En las dictaduras militares, en los regmenes totalitarios, la mujer deja de ser un objeto privilegiado. Se comprende que la mujer sea divinizada en un pas rico y cuyos ciudadanos no saben muy bien qu sentido dar a su vida. Eso es lo que sucede en Norteamrica. En desquite, las ideologas socialistas que reclaman la asimilacin de todos los seres humanos rehusan para el porvenir y desde el presente que ninguna categora humana sea objeto o dolo: en la sociedad autnticamente democrtica {168}que anuncia Marx, no hay lugar para lo Otro. Sin embargo, pocos hombres coinciden exactamente con el soldado, el militante, que han elegido ser; en la medida en que permanecen individuos, la mujer conserva a sus ojos un valor singular. Yo he visto cartas escritas por soldados alemanes a prostitutas francesas, en las cuales, a despecho del nazismo, la tradicin sentimental se revelaba ingenuamente vivaz. Escritores comunistas, como Aragon en Francia y Vittorini en Italia, dan en sus obras un lugar destacado a la mujer amante y madre. Tal vez el mito de la mujer se extinga algn da: cuanto ms se afirman las mujeres como seres humanos, tanto ms muere en ellas la maravillosa cualidad de lo Otro. Pero hoy todava existe en el corazn de todos los hombres. Todo mito implica un Sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia un cielo trascendente. Al no plantearse las mujeres a s mismas como Sujeto, no han creado un mito viril en el cual se reflejaran sus proyectos; carecen de religin y de poesa que les pertenezca por derecho propio: todava suean a travs de los sueos de los hombres. Adoran a los dioses fabricados por los hombres. Estos han forjado para su propia exaltacin las grandes figuras viriles: Hrcules, Prometeo, Parsifal; en el destino de esos hroes, la mujer solo representa un papel secundario. Sin duda, existen imgenes estilizadas del hombre en tanto se le tome en sus relaciones con la mujer: el padre, el seductor, el marido, el celoso, el buen hijo, el mal hijo; pero tambin han sido los hombres quienes los han fijado, y ellas no llegan a la dignidad del mito; apenas son otra cosa que clichs. La mujer, en cambio, es exclusivamente definida en su relacin con el hombre. La asimetra de ambas categoras, varn y hembra, se manifiesta en la constitucin unilateral de los mitos sexuales. A veces se dice el sexo para designar a la mujer; ella es la carne, sus delicias y sus peligros: que para la mujer sea el hombre el sexuado y el carnal es una verdad jams proclamada, porque no hay nadie para proclamarla. La representacin del mundo, como el mundo mismo, es operacin de los hombres; ellos lo describen desde el punto de {169} vista que les es propio y que confunden con la verdad absoluta. Siempre es difcil describir un mito; no se deja asir ni cercar; asedia a las conciencias sin jams haberse plantado ante ellas como un objeto fijo. Es tan ondulante, tan contradictorio, que al principio no se descubre su unidad: Dalila y Judit, Aspasia y Lucrecia, Pandora y Atenea, la mujer es al mismo tiempo Eva y la Virgen Mara. Es un dolo, una sirvienta, la fuente de la vida, una potencia de las tinieblas; es el silencio elemental de la verdad, es artificio, charlatanera y mentira; es la curandera y la hechicera; es la presa del hombre, es su prdida, es todo cuanto l no es y quiere ser, su negacin y su razn de ser. Ser mujer dice Kierkegaard (1) es algo tan extrao, tan mezclado, tan complicado, que ningn predicado llega a expresarlo, y los mltiples predicados que se quisiera emplear se contradiran de tal modo, que solo una mujer podra soportarlos. Eso proviene de que no est considerada positivamente, tal cual es para s, sino negativamente, tal y como se le aparece al hombre. Porque si hay otros Otro que no sean la mujer, esta no deja nunca por ello de ser definida como lo Otro. Y su ambigedad es la misma de la idea de lo Otro: es la de la condicin humana en tanto se define en su relacin con lo Otro. Ya se ha dicho que lo Otro es el Mal; pero necesario para el Bien, retorna al Bien; mediante l, accedo yo al Todo, pero es l quien me separa de ello; l es la puerta de lo infinito y la medida de mi finitud. Y por ese motivo, la mujer no encarna ningn concepto fijo; a travs de ella, se cumple sin tregua el paso de la esperanza al fracaso, del odio al amor, del bien al mal, del mal al bien. Bajo cualquier aspecto que se la considere, lo que primero sorprende es esa ambivalencia. (1) Estadios en el camino de la vida. El hombre busca en la mujer lo Otro en tanto que Naturaleza y como su semejante. Pero ya es sabido qu sentimientos {170} ambivalentes inspira la Naturaleza al hombre. El la explota, pero ella le aplasta; l nace de ella y en ella muere; ella es la fuente de su ser y el reino que l somete a su voluntad; es una ganga material en la cual est prisionera el alma, y es la realidad suprema; es la contingencia y la Idea, la finitud y la totalidad; es lo que se opone al Espritu y a l mismo. Alternativamente aliada y enemiga, se presenta como el tenebroso caos de donde brota la vida, como esa vida misma y como el ms all hacia el cual tiende: la mujer resume la Naturaleza en tanto que Madre, Esposa e Idea; estas figuras tan pronto se confunden como se oponen; y cada una de ellas tiene una doble faz. El hombre hunde sus races en la Naturaleza; ha sido engendrado como los animales y las plantas; sabe muy bien que solo existe mientras vive. Pero, desde el advenimiento del patriarcado, la Vida ha revestido a sus ojos un doble aspecto: es conciencia, voluntad, trascendencia, es espritu; y es materia, pasividad, inmanencia, es carne. Esquilo, Aristteles e Hipcrates han proclamado que tanto en la tierra como en el Olimpo es el principio masculino el verdaderamente creador: de l han nacido la forma, el nmero y el movimiento; por Demter se multiplican las espigas, pero el origen de la espiga y su verdad estn en Zeus; la fecundidad de la mujer solo se considera como una virtud pasiva. Ella es la tierra; y el hombre, la simiente; ella es el Agua y l es el Fuego. La creacin ha sido a menudo imaginada como un matrimonio entre el fuego y el agua; es la clida humedad la que da nacimiento a los seres vivos; el Sol es esposo de la Mar; Sol y Fuego son divinidades masculinas; y la Mar es uno de los smbolos maternales que ms universalmente se encuentran. Inerte, el agua sufre la accin de los flamgeros rayos que la fertilizan. De igual modo, la tierra roturada por el labrador recibe, inmvil, los granos en sus surcos. Sin embargo, su papel es necesario: es ella la que nutre al germen, lo abriga y le hace subsistir. Por eso, incluso una vez destronada la Gran Madre, el hombre ha seguido rindiendo culto {171} a las diosas de la fertilidad (1), y debe a Cibeles sus cosechas, sus rebaos, su prosperidad. Le debe su propia vida. Exalta el agua lo mismo que el fuego. Gloria a la mar! Gloria a sus ondas rodeadas de fuego sagrado! Gloria a la onda! Gloria al fuego! Gloria a la extraa aventura!, escribe Goethe en el Segundo Fausto. Venera a la tierra: The matron Clay, como la denomina Blake. Un profeta indio aconseja a sus discpulos que no caven la tierra, porque es un pecado herir o cortar, desgarrar a nuestra madre comn por medio de labores agrcolas... Tomara yo un cuchillo para hundirlo en el seno de mi madre?... Mutilara yo sus carnes para llegar hasta sus huesos?... Cmo osara cortar los cabellos de mi madre? En la India central, los baija tambin consideran pecado desgarrar el seno de su tierramadre con el arado. En cambio, Esquilo dice de Edipo que ha osado sembrar el surco sagrado donde l se ha formado. Sfocles habla de los surcos paternos y del labrador, amo de un campo lejano que solo visita una vez en la poca de la sementera. La bien amada de una cancin egipcia declara: Yo soy la tierra! En los textos islmicos, a la mujer se la llama campo ... viedo. San Francisco de Ass, en uno de sus himnos, habla de nuestra hermana, la tierra, nuestra madre, que nos conserva y nos cuida, que produce los frutos ms variados con las flores multicolores y las hierbas. Michelet, mientras toma baos de lgamo en Acqui, exclama: Querida madre comn! Somos uno. De ti vengo, a ti vuelvo!... Y hasta hay pocas en las cuales se afirma un romanticismo vitalista que desea el triunfo de la Vida sobre el Espritu: entonces la mgica fertilidad de la tierra, de la mujer, parece ms maravillosa que las operaciones concertadas del varn; entonces el hombre suea con volver a confundirse con las tinieblas maternas para encontrar all las verdaderas fuentes de su ser. La madre es la raz hundida en las profundidades del cosmos cuyos jugos {172} extrae, es el manantial de donde brota el agua viva que tambin es leche nutricia, un manantial clido, un barro hecho de tierra y agua, rico en fuerzas regeneradoras (2). (1) Cantar a la tierra, madre universal de slidos cimientos, abuela venerable que nutre sobre su suelo a todo lo existente, dice un himno homrico. Esquilo tambin glorifica a la tierra que alumbra a todos los seres, los nutre y despus recibe nuevamente de ellos el germen fecundo. (2) Literalmente, la mujer es Isis, la Naturaleza fecunda. Ella es el ro y el lecho del ro, la raz y la rosa, la tierra y el cerezo, la cepa y la uva. (M. Carrouges, artculo citado.) Pero ms general es en el hombre su revuelta contra su condicin carnal; se considera un dios fracasado: su maldicin consiste en haber cado desde un cielo luminoso y ordenado a las caticas tinieblas del vientre materno. Ese fuego, ese soplo activo y puro en el cual desea reconocerse, es la mujer que le aprisiona en el barro de la tierra. El se querra necesario como una pura Idea, como el Uno, el Todo, el Espritu absoluto; y se halla encerrado en un cuerpo limitado, en un lugar y un tiempo que no ha elegido, adonde no ha sido llamado: intil, embarazoso, absurdo. La contingencia carnal es la de su ser mismo, al que sufre en su desamparo, en su injustificable gratuidad. Tambin le consagra ella a la muerte. Esa gelatina trmula que se elabora en la matriz (la matriz secreta y cerrada como una tumba) evoca demasiado la muelle viscosidad de las carroas para que l no se aparte de ella con un estremecimiento. Por dondequiera que la vida est en vas de hacerse, germinacin, fermentacin, provoca repugnancia, porque no se hace sino deshacindose; el viscoso embrin abre el ciclo que se cierra con la podredumbre de la muerte. Porque tiene horror a la gratuidad y a la muerte, el hombre se horroriza de haber sido engendrado; deseara renegar de sus ataduras animales; por el hecho de su nacimiento, la Naturaleza asesina tiene poder sobre l. Entre los primitivos, el parto est rodeado de los ms severos tabes; en particular, la placenta debe ser cuidadosamente quemada o arrojada al mar, porque cualquiera que de ella se apoderase tendra en sus manos el destino del recin nacido; esa ganga donde se ha formado el feto es el signo de su dependencia; al aniquilarla, se permite al individuo arrancarse al magma vivo y realizarse como ser autnomo. La mancilla del nacimiento recae sobre la madre. El Levtico y {173} todos los cdigos antiguos imponen a la parturienta ritos purificadores; y en muchos medios rurales la ceremonia religiosa de purificacin conserva esa tradicin. Sabida es la espontnea turbacin, turbacin que se enmascara frecuentemente con risas, que experimentan los nios, las muchachitas, los hombres, ante el vientre de una mujer encinta y los senos henchidos de una madre lactante. En los museos de Dupuytren, los curiosos contemplan los embriones de cera y los fetos en conserva con el morboso inters con que asistiran a la violacin de una sepultura. A pesar de todo el respeto con que la rodea la sociedad, la funcin de la gestacin inspira una repulsin espontnea. Y si en su primera infancia el nio permanece sensualmente adherido a la carne materna, cuando crece, cuando se socializa y adquiere conciencia de su existencia individual, esa carne le atemoriza; quiere ignorarla y no ver en su madre ms que una persona moral; si se obstina en pensarla pura y casta, es menos por celos amorosos que por la negativa a reconocerle un cuerpo. Un adolescente se desconcierta y ruboriza si, pasendose con sus camaradas, se encuentra con su madre, sus hermanas, algunas mujeres de su familia: esa confusin se debe a que la presencia de ellas le llama hacia las regiones de la inmanencia de donde quiere escapar, porque descubre las races de las que quiere arrancarse. La irritacin del muchacho cuando su madre le besa y acaricia tiene el mismo significado: reniega de la familia, de la madre, del seno materno. Querra, al modo de Atenea, haber venido al mundo ya adulto. armado de pies a cabeza, invulnerable (1). Haber sido concebido, parido, he ah la maldicin que pesa sobre su destino, la impureza que mancilla su ser. Y es el anuncio de su muerte. El culto de la germinacin siempre ha estado asociado al culto de los muertos. La TierraMadre engulle en su seno las osamentas de sus hijos. Son mujeres Parcas y Moiras las que tejen el destino humano; pero tambin son ellas quienes cortan los hilos. En la mayor parte de las representaciones {174} populares, la Muerte es mujer, y a las mujeres corresponde llorar a los muertos, puesto que la muerte es obra suya (2). (1) Vase un poco ms adelante nuestro estudio sobre Montherlant, que encarna de manera ejemplar esta actitud. (2) Demter es el tipo de la mater dolorosa. Pero otras diosas Istar, Artemisa son crueles. Kali sostiene en la mano un crneo lleno de sangre. Las cabezas de tus hijos que han sido muertos recientemente penden de tu cuello como un collar... Tu forma es bella como las nubes tormentosas, tus pies estn manchados de sangre, le dice un poeta hind. As, la MujerMadre tiene un rostro de tinieblas: ella es el caos de donde todo ha surgido y adonde todo debe volver algn da; ella es la Nada. En la noche se confunden los mltiples aspectos del mundo que revela el da: noche del espritu encerrado en la generalidad y la opacidad de la materia, noche del sueo y de la nada. En el corazn del mar es de noche: la mujer es la Mare tenebrarum temida por los antiguos navegantes; es de noche en las entraas de la Tierra. Esa noche, en la que el hombre est amenazado de hundirse y que es lo contrario de la fecundidad, le espanta. El aspira al cielo, a la luz, a las cimas soleadas, al fro puro y cristalino de lo azul; y bajo sus pies se abre un abismo hmedo, clido y oscuro, dispuesto a tragrselo; multitud de leyendas nos muestran al hroe que se pierde para siempre al caer en las tinieblas maternas: caverna, abismo, infierno. Pero aqu interviene nuevamente la ambivalencia: si la germinacin est siempre asociada a la muerte, esta lo est tambin a la fecundidad. La muerte detestada aparece como un nuevo nacimiento, y hela entonces bendita. El hroe muerto resucita, cual Osiris, cada primavera, y es regenerado por un nuevo alumbramiento. La suprema esperanza del hombre, afirma Jung (1), consiste en que las sombras aguas de la muerte se conviertan en las aguas de la vida, en que la muerte y su helado abrazo sean el regazo materno, as como el mar que, aunque se traga al sol, lo realumbra en sus profundidades. Tema comn a numerosas mitologas es el del sepultamiento del diossol en el seno del mar y su deslumbrante reaparicin. Y el hombre, a la vez que quiere vivir, aspira al reposo, al sueo, a la nada. No se desea {175} inmortal, y por eso mismo puede aprender a amar a la muerte. La materia inorgnica es el seno materno escribe Nietzsche. Librarse de la vida es hacerse verdadero, es rematarse. Quienquiera que comprendiese eso, considerara como una fiesta el regreso al polvo insensible. Chaucer pone esta splica en labios de un anciano que no puede morir: Con mi bastn, noche y da, golpeo la tierra, puerta de mi madre, y digo: Oh, madre querida: djame entrar! (1) Metamorfosis de la libido. El hombre quiere afirmar su existencia singular y descansar orgullosamente en su diferencia esencial, pero tambin desea derribar las barreras del yo, confundirse con el agua, la tierra, la noche, con la Nada, con el Todo. La mujer que condena al hombre a la finitud le permite tambin sobrepasar sus propios lmites: y de ah proviene la magia equvoca de que est revestida. En todas las civilizaciones, y todava en nuestros das, la mujer inspira horror al hombre: es el horror de su propia contingencia carnal que proyecta en ella. La nia todava impber no encierra amenaza, no es objeto de ningn tab y no posee un carcter sagrado. En muchas sociedades primitivas, su mismo sexo aparece como inocente: desde la infancia se permiten los juegos erticos entre nios y nias de ambos sexos. Solo cuando es susceptible de engendrar, la mujer se hace impura. Se han descrito con frecuencia los severos tabes que en las sociedades primitivas rodean a la muchacha en el da de su primera menstruacin; incluso en Egipto, donde se trataba a la mujer con singulares miramientos, permaneca confinada durante todo el tiempo que duraban sus reglas (1). A menudo la exponen sobre el tejado {176} de una casa, se la relega a una cabaa situada fuera de los lmites de la aldea, no debe vrsela, ni tocarla: ms an, ni siquiera ella debe tocarse con la mano; en los pueblos donde despiojarse es una prctica cotidiana, le envan un bastoncillo con el cual puede rascarse; no debe tocar los alimentos con las manos; en ocasiones, se le prohibe tajantemente comer; en otros casos, la madre y la hermana son autorizadas para alimentarla por medio de un instrumento; pero todos los objetos que han entrado en contacto con ella durante ese perodo deben ser quemados. Pasada esa primera prueba, los tabes menstruales son un poco menos severos, pero siguen siendo rigurosos. Se lee, en particular, en el Levtico: Y cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su carne, siete das estar apartada; y cualquiera que tocare en ella, ser inmundo hasta la tarde. Y todo aquello sobre que ella se acostare mientras su separacin, ser inmundo: tambin todo aquello sobre que se sentare, ser inmundo. Y cualquiera que tocare su cama, lavar sus vestidos, y despus de lavarse con agua, ser inmundo hasta la tarde. Este texto es exactamente simtrico del que trata de la impureza producida en el hombre por la gonorrea. Y el sacrificio purificador es idntico en ambos casos. Una vez purificada del flujo, hay que contar siete das y llevar dos tortolitas o dos palomas jvenes al sacrificador, quien las ofrendar al Eterno. Es de notar que, en las sociedades matriarcales, las virtudes referidas a la menstruacin son ambivalentes. Por un lado, paraliza las actividades sociales, destruye la fuerza vital, aja las flores, hace caer los frutos; pero tambin produce efectos bienhechores: los menstruos son utilizados en los filtros de amor, en los remedios, particularmente para curar las cortaduras y las equimosis. Todava hoy, algunos indios, cuando parten para combatir contra los monstruos fantasmagricos que acosan sus ros, colocan en la proa de la embarcacin un tampn de fibras impregnado de sangre menstrual: sus emanaciones son nefastas para sus enemigos sobrenaturales. Las jvenes de ciertas ciudades griegas llevaban al templo de Astart, como homenaje, la ropa manchada con su primera sangre. Pero {177}, desde el advenimiento del patriarcado, ya solo se han atribuido poderes nefastos al turbio licor que fluye del sexo femenino. En su Historia natural, dice Plinio: La mujer que est en perodo de menstruacin arruina las cosechas, devasta los huertos, mata las semillas, hace caer los frutos, mata las abejas; si toca el vino, lo convierte en vinagre; la leche se agra... (1) La diferencia entre las creencias msticas y mticas, por un lado, y las convicciones vividas de los individuos, por otro, es por lo dems visible en el hecho siguiente: LviStrauss seala que los jvenes nimmebago visitan a sus amantes aprovechndose del secreto a que las condena el aislamiento prescrito durante el perodo de sus reglas. Un viejo poeta ingls expresa el mismo sentimiento cuando escribe: Oh! menstruating woman, thou'st a fiend from whom all nature should be screened!* *Oh, mujer! Tus menstruos son un azote del que sera preciso proteger a toda la Naturaleza. Tales creencias se han perpetuado hasta nuestros das con mucha fuerza. En 1878, un miembro de la Asociacin Mdica britnica present una comunicacin al British Medical Journal en la que declaraba: Es un hecho indudable que la carne se corrompe cuando la tocan mujeres que tienen la regla, y afirmaba que conoca personalmente dos casos en que se haban estropeado unos jamones en tales circunstancias. Al principio de este siglo, en las refineras del Norte, un reglamento prohiba a las mujeres entrar en la fbrica cuando padecan lo que los anglosajones llaman la curse, la maldicin, porque entonces el azcar se ennegreca. Y en Saign no se emplean mujeres en las fbricas de opio: a causa de sus reglas, el opio se estropea y se vuelve amargo. Estas creencias sobreviven en muchos medios rurales de Francia. Toda cocinera sabe que le es imposible cuajar una salsa mahonesa si se halla indispuesta o simplemente est en presencia de una mujer indispuesta. En Anjou, recientemente, un viejo jardinero que haba almacenado en una bodega la cosecha de sidra del ao, escriba al dueo de la casa: Hay que pedir a las muchachas de la casa y a las invitadas que no pasen por la bodega en ciertos das del mes, por {178} que impediran que fermentase la sidra. Puesta al corriente de esta carta, la cocinera se encogi de hombros y coment: Eso, no ha impedido nunca que la sidra fermente; solo es malo para el tocino: no se puede salar el tocino delante de una mujer indispuesta, porque se pudre (1). (1) Un mdico del Cher me dijo que en la regin en que vive, el acceso a los criaderos de setas les est prohibido a las mujeres en las mismas circunstancias. Todava se discute hoy la cuestin de saber si existe algn fundamento para tales prejuicios. El nico hecho que aporta en favor de ellos el doctor Binet es una observacin de Schink (citada por Vignes). Schink habra visto marchitarse unas flores entre las manos de una sirviente indispuesta; las tortas de levadura hechas por la misma mujer no habran subido ms que tres centmetros en vez de los cinco que normalmente alcanzaban. De todos modos, tales hechos son muy pobres y han sido muy vagamente establecidos, si se tiene en cuenta la importancia y la universalidad de las creencias cuyo origen es evidentemente mstico. Sera franca ineptitud asimilar esas repugnancias a las que suscita la sangre en todos los casos; ciertamente, la sangre es en s misma un elemento sagrado, impregnado ms que ningn otro del misterioso man que es a la vez vida y muerte. Pero los poderes malficos de la sangre menstrual son ms singulares. Esa sangre encarna la esencia de la feminidad. Por eso su flujo pone en peligro a la mujer misma cuyo man se materializ de ese modo. Durante la iniciacin de los chago, se exhorta a las muchachas a disimular cuidadosamente su sangre menstrual. No la muestres a tu madre, porque morira. No la muestres a tus compaeras, porque puede haber entre ellas una mala que se apodere del pao con el cual te has limpiado, y entonces tu matrimonio sera estril. No la muestres a una mujer mala, que tomara el pao para ponerlo en lo alto de su cabaa..., de modo que no podras tener hijos. No arrojes el pao al sendero o en un matorral. Una persona perversa podra hacer cosas indignas con l. Entirralo en el suelo. Oculta la sangre a la mirada de tu padre, de tus hermanos y hermanas. Si la dejas ver, cometes un pecado (2). Entre los aleutianos, si el padre ve a su hija mientras esta tiene sus primeras reglas, la muchacha corre el riesgo de quedarse ciega o muda. Se piensa que, durante {179} ese perodo, la mujer est poseda por un espritu y se halla en posesin de un poder peligroso. Ciertos primitivos creen que el flujo es provocado por la mordedura de una serpiente, pues la mujer tiene turbias afinidades con la serpiente y el lagarto: ese flujo participara del veneno del animal rampante. El Levtico relaciona el flujo menstrual con la gonorrea; el sexo femenino sangrante no es solamente una herida, sino una llaga sospechosa. Y Vigny asocia la nocin de mancha con la de enfermedad cuando escribe: La mujer, nia enferma y doce veces impura. Fruto de turbias alquimias internas, la hemorragia peridica que sufre la mujer est extraamente de acuerdo con el ciclo de la Luna: tambin la Luna tiene caprichos peligrosos (3). La mujer forma parte del temible engranaje que rige el curso de los planetas y del Sol, es presa de las fuerzas csmicas que regulan el destino de las estrellas, las mareas, y cuyas inquietantes radiaciones sufren los hombres. Pero, sobre todo, resulta chocante que la accin de la sangre menstrual est ligada a ideas de leche que se echa a perder, de salsas mahonesas que se cortan, de fermentacin, de descomposicin; tambin se pretende que es susceptible de provocar la ruptura de objetos frgiles, de hacer saltar las cuerdas de los violines y las arpas; pero, sobre todo, ejerce influencia en las sustancias orgnicas, a medio camino entre la materia y la vida; y todo ello menos porque es sangre que porque emana de los rganos genitales; aun sin conocer su funcin exacta, se sabe que est ligada a la germinacin de la vida: ignorantes de la existencia del ovario, los antiguos vean en los menstruos el complemento del semen. En verdad, no es esa sangre lo que {180} hace de la mujer un ser impuro, sino ms bien manifiesta su impureza; aparece en el momento en que la mujer puede ser fecundada; cuando desaparece, por lo general, vuelve a ser estril; y brota de ese vientre en donde se elabora el feto. A travs de ella, se expresa el horror que el hombre experimenta ante la fecundidad femenina. (2) Citado segn LVISTRAUSS: Les Structures lmentaires de la Parent. (3) La Luna es fuente de fertilidad; aparece como el amo de las mujeres; se cree a menudo que, bajo la forma de hombre o de serpiente, se acopla con las mujeres. La serpiente es una epifana de la Luna: muda y se regenera, es inmortal, es una fuerza que distribuye fecundidad y ciencia. La serpiente es quien custodia las fuentes sagradas, el rbol de la vida, la Fuente de la Juventud, etc. Pero tambin es ella quien ha arrebatado la inmortalidad al hombre. Se cuenta que se acopla con las mujeres. Las tradiciones persas y tambin las de los medios rabnicos pretenden que la menstruacin se debe a las relaciones de la primera mujer con la serpiente. Entre los tabes que conciernen a la mujer en estado de impureza, ninguno hay tan riguroso como la prohibicin de todo comercio sexual con ella. El Levtico condena a siete das de impureza al hombre que viola esta regla. Las Leyes de Man son ms severas: La sabidura, la energa, la fuerza y la vitalidad de un hombre que se acerca a una mujer mancillada de excreciones menstruales perecen definitivamente. Los penitentes ordenaban cincuenta das de penitencia a los hombres que haban tenido relaciones sexuales con mujeres en perodo de menstruacin. Puesto que se considera que el principio femenino alcanza entonces el mximo de su fuerza, se teme que, en un contacto ntimo, triunfe sobre el principio masculino. De manera ms imprecisa, al hombre le repugna hallar en la mujer poseda la esencia temida de la madre; se afana por disociar esos dos aspectos de la feminidad, y por ello la prohibicin del incesto, bajo la forma de la exogamia o de figuras ms modernas, es una ley universal. Por esa razn, el hombre se aleja sexualmente de la mujer en los momentos en que ella est ms particularmente entregada a su papel reproductor: durante sus reglas, cuando se halla encinta, cuando est amamantando. El complejo de Edipo cuya descripcin, por otra parte, sera preciso revisar no contradice esta actitud, sino que, por el contrario, la implica. El hombre se defiende contra la mujer en tanto que esta es fuente confusa del mundo y turbio devenir orgnico. Sin embargo, es tambin bajo esta figura como ella permite a la sociedad, que se ha separado del cosmos y de los dioses, que permanezca en comunicacin con ellos. Todava hoy asegura entre los beduinos y los iroqueses la fecundidad de los campos; en la Grecia antigua, percibe las voces subterrneas; capta el lenguaje del viento y de los rboles: es {181} Pitia, Sibila, profetisa; los muertos y los dioses hablan por su boca. Ha conservado en nuestros das esos poderes de adivinacin: es mdium, quiromntica, echadora de cartas, vidente, inspirada; oye voces y tiene apariciones. Cuando los hombres experimentan la necesidad de hundirse nuevamente en el seno de la vida vegetal y animal tal un Anteo, que tocaba la tierra para recuperar fuerzas, apelan a la mujer. A travs de las civilizaciones racionalistas de Grecia y de Roma, subsisten los cultos chtonios. Por lo general, se realizan al margen de la vida religiosa oficial; incluso terminan, como en Eleusis, por adoptar la forma de misterios: su sentido es inverso al de los cultos solares en que el hombre afirma su voluntad de separacin y de espiritualidad; pero son su complemento; el hombre trata de salir de su soledad mediante el xtasis: he ah el fin de los misterios, de las orgas, de las bacanales. En el mundo reconquistado por los hombres, es un dios masculino, Dionisio, quien usurpa las virtudes mgicas y salvajes de Istar y Astart; pero vuelven a ser mujeres las que se desencadenan en torno a su imagen: mnades, tades, bacantes, llaman los hombres a la embriaguez religiosa, a la locura sagrada. El papel de la prostitucin sagrada es anlogo: se trata a la vez de desencadenar y de canalizar las potencias de la fecundidad. Todava hoy las fiestas populares se caracterizan por explosiones de erotismo; la mujer no aparece en ellas simplemente como un objeto de placer, sino como medio de alcanzar esa hybris en que el individuo se supera. Lo que un ser posee en el fondo de s mismo de perdido y de trgico, la maravilla cegadora, ya no puede encontrarse sino en un lecho, escribe G. Bataille. En el desencadenamiento ertico, al estrechar entre sus brazos a la amante, el hombre trata de perderse en el misterio infinito de la carne. Pero ya hemos visto que, por el contrario, su sexualidad normal disocia a la Madre y a la Esposa. Siente repugnancia por las misteriosas alquimias de la vida, mientras su propia vida se alimenta y deleita con los sabrosos frutos de la tierra; desea apropirselos; codicia a Venus surgida toda nueva de las aguas. Como esposa es {182} como primeramente se descubre la mujer en el patriarcado, puesto que el creador supremo es varn. Antes de ser madre del gnero humano, Eva es compaera de Adn; le ha sido dada al hombre para que este la posea y la fecunde del mismo modo que posee y fecunda el suelo; y, a travs de ella, hace de toda la Naturaleza su reino. No es solo un placer subjetivo y efmero lo que el hombre busca en el acto sexual. Quiere conquistar, tomar, poseer; tener una mujer es vencerla; penetra en ella como la reja del arado en los surcos; la hace suya como hace suya la tierra que trabaja; labora, planta, siembra: estas imgenes son tan viejas como la escritura; desde la Antigedad hasta nuestros das, podran citarse mil ejemplos: La mujer es como el campo y el hombre como la simiente, dicen las Leyes de Man. En un dibujo de Andr Masson, se ve a un hombre, con una pala en la mano, que cava el huerto de un sexo femenino (1). La mujer es la presa de su esposo, su bien. (1) Rabelais llama al sexo masculino el labrador de la Naturaleza. Ya se ha visto el origen religioso e histrico de la asimilacin faloreja de arado, mujersurco. La vacilacin del varn entre el temor y el deseo, entre el miedo a ser posedo por fuerzas incontrolables y la voluntad de captarlas, se refleja de manera impresionante en los mitos de la Virginidad. Tan pronto temida por el varn, tan pronto deseada o incluso exigida, la virginidad se presenta como la forma ms acabada del misterio femenino; as, pues, es su aspecto ms inquietante y ms fascinante a la vez. Segn que el hombre se sienta aplastado por las potencias que le cercan o que se crea orgullosamente capaz de anexionrselas, rehusa o reclama que su esposa le sea entregada virgen. En las sociedades ms primitivas, en las cuales se exalta el poder de la mujer, es el temor el que sale vencedor; conviene que la mujer haya sido desflorada antes de la noche de bodas. Marco Polo deca de los tibetanos que ninguno de ellos querra tomar por esposa a una muchacha virgen. A veces se ha explicado esta negativa de una manera racional: el hombre no quiere una esposa que no haya {183} suscitado ya deseos masculinos. El gegrafo rabe El Bekri, hablando de los eslavos, informa que si un hombre se casa y encuentra que su mujer es virgen, le dice: "Si valieses algo, otros hombres te habran amado y alguno de ellos habra tomado tu virginidad", y a continuacin la echa de su lado y la repudia. Se pretende incluso que ciertos primitivos no aceptan casarse ms que con una mujer que ya haya sido madre, habiendo dado de ese modo prueba de su fecundidad. Pero los verdaderos motivos de la tan extendida costumbre de la desfloracin son mticos. Ciertos pueblos se imaginan que en la vagina hay una serpiente que morder al esposo en el momento de la ruptura del himen; se atribuyen terrorficas virtudes a la sangre vaginal, emparentada con la sangre menstrual y susceptible tambin ella de arruinar el vigor masculino. A travs de estas imgenes, se expresa la idea de que el principio femenino tiene ms fuerza y contiene ms amenazas cuando est intacto (1). Hay casos en que la cuestin de la desfloracin ni siquiera se plantea; por ejemplo, entre los indgenas descritos por Malinowski, el hecho de que los juegos sexuales sean autorizados desde la infancia determina que las muchachas no sean nunca vrgenes. A veces la madre, la hermana mayor o alguna matrona desfloran sistemticamente a la nia y, a lo largo de toda su infancia, ensanchan el orificio vaginal. Sucede tambin que la desfloracin se practique en el momento de la pubertad por parte de las mujeres con ayuda de un palo, de un hueso o de una piedra, y que no se la considere sino como una operacin quirrgica. En otras tribus, cuando llega a la pubertad, la muchacha es sometida a una salvaje iniciacin: los hombres se la llevan fuera del poblado y la desfloran con ayuda de instrumentos o violndola. Uno de los ritos ms frecuentes es el que consiste en entregar las vrgenes a forasteros de paso, ya sea porque se considere que no son sensibles a ese man solamente peligroso para los varones de la tribu, ya sea porque les tienen sin cuidado los males que se {184} desencadenen contra aquellos. Ms frecuente an es que el sacerdote, el curandero, el cacique o jefe de la tribu sea quien desflore a la muchacha la noche anterior a su boda; en la costa de Malabar, los brahmanes estn encargados de esta operacin, que, al parecer, ejecutan sin gozo y por la cual exigen un salario considerable. Sabido es que todos los objetos sagrados son peligrosos para el profano, pero que los individuos consagrados pueden manejarlos sin riesgo; se comprende, pues, que sacerdotes y jefes sean capaces de domear a las fuerzas malficas contra las cuales debe protegerse al esposo. En Roma solo quedaba de tales costumbres una ceremonia simblica: se sentaba a la novia sobre el falo de un Prapo de piedra, lo cual tena el doble objeto de aumentar su fecundidad y absorber los fluidos demasiado poderosos, y por eso mismo nefastos, de que estaba cargada. El marido an se defiende de otra manera: desflora l mismo a la virgen, pero lo hace en el curso de ceremonias que, en ese momento crtico, lo hacen invulnerable; por ejemplo, opera en presencia de todo el poblado con ayuda de un palo o un hueso. En Samoa usa el dedo previamente rodeado de un pao blanco, cuyos jirones manchados de sangre distribuye despus a los asistentes. Tambin sucede que sea autorizado a desflorar normalmente a su mujer, pero no debe eyacular en ella antes de que hayan transcurrido tres das, de manera que el germen generador no sea manchado por la sangre del himen. (1) De ah proviene el poder que se atribuye a la virgen en los combates: las walkirias, la Doncella de Orlens, por ejemplo. En virtud de un clsico viraje en el dominio de las cosas sagradas, la sangre virginal se convierte en smbolo propicio en las sociedades menos primitivas. Todava hay en Francia aldeas donde, a la maana siguiente de la boda, se exhibe ante padres y amigos la sbana ensangrentada. Es que en el rgimen patriarcal, el hombre se ha convertido en amo de la mujer, y las mismas virtudes que espantaban en las bestias o en los elementos no domados, se convierten en preciosas cualidades para el propietario que ha sabido domesticarlas. De la fogosidad del caballo salvaje, de la violencia del rayo y las cataratas, el hombre ha hecho los instrumentos de su prosperidad. Del mismo modo quiere anexionarse la mujer {185} en toda su riqueza intacta. Motivos racionales representan ciertamente un papel en la consigna de virtud impuesta a la muchacha: al igual que la castidad de la esposa, la inocencia de la muchacha es necesaria para que el padre no corra el riesgo de legar sus bienes a un hijo extrao. Pero la virginidad de la mujer se exige de una manera ms inmediata cuando el hombre considera a la esposa como su propiedad personal. En primer lugar, la idea de posesin es siempre imposible de realizar positivamente; en verdad, nunca se tiene nada ni a nadie; por tanto, uno intenta cumplirlo de un modo negativo; la manera ms segura de afirmar que un bien es mo, consiste en impedirle a otro que lo use. Por otro lado nada parece al hombre ms deseable que aquello que jams ha pertenecido a ningn ser humano: entonces la conquista se presenta como un acontecimiento nico y absoluto. Las tierras vrgenes siempre han fascinado a los exploradores; todos los aos se matan varios alpinistas por haber querido violar una montaa intocada e incluso simplemente por haber intentado abrir un nuevo camino en su flanco; y hay curiosos que arriesgan su vida por descender bajo tierra hasta grutas jams sondeadas. Un objeto ya dominado por los hombres se convierte en instrumento; separado de sus vnculos naturales, pierde sus ms profundas virtudes: hay ms promesas en el agua no domada de los torrentes que en la de las fuentes pblicas. Un cuerpo virgen tiene la frescura de los manantiales secretos, el matinal aterciopelado de una corola cerrada, el oriente de la perla que todava no ha acariciado jams el sol. Gruta, templo, santuario, jardn secreto, el hombre, al igual que el nio, se siente fascinado por los lugares umbros y cerrados a los que jams ha animado conciencia alguna y que esperan que alguien les preste un alma: aquello que nicamente l ha cogido y penetrado, parcele en verdad que l lo ha creado. Por lo dems, uno de los objetos que persigue todo deseo es el de la consumacin del objeto deseado, lo cual implica su destruccin. Al romper el himen, el hombre posee el cuerpo femenino ms ntimamente que mediante una penetracin que lo deje intacto; en esa operacin irreversible hace del mismo, sin equvocos, un {186} objeto pasivo, afirma su toma de l. Este sentido se manifiesta muy exactamente en la leyenda del caballero que se abre penosamente paso entre espinosos matorrales para coger una rosa cuyo perfume no ha respirado nunca nadie; no solamente la descubre, sino que le corta el tallo, y es entonces cuando la conquista. La imagen es tan clara, que, en lenguaje popular, tomarle la flor a una dama significa destruir su virginidad, y esa expresin ha dado nacimiento a la palabra desfloracin. Pero la virginidad solo tiene ese atractivo ertico si se ala con la juventud; de lo contrario, el misterio se hace inquietante. Muchos hombres de hoy experimentan una repulsin sexual ante virginidades demasiado prolongadas; no solo por razones psicolgicas se considera a las solteronas como matronas amargadas y malignas. La maldicin est en su carne misma, esa carne que no es objeto para ningn sujeto, a la que ningn deseo ha hecho deseable, que ha florecido y se ha marchitado sin hallar un lugar en el mundo de los hombres; desviada de su destino, se convierte en un objeto extravagante y que inquieta como inquieta el pensamiento incomunicable de un loco. Con respecto a una mujer de cuarenta aos, todava bella, pero presumida virgen, he odo comentar groseramente a un hombre: Est llena de telaraas all dentro... En efecto, las cuevas y los graneros donde ya no entra nadie, que ya no sirven para nada, se llenan de un misterio srdido; los fantasmas se complacen en visitarlos tenazmente; abandonadas por la Humanidad, las casas se convierten en morada de espritus. A menos que la virginidad femenina haya sido consagrada a un dios, se cree de buen grado que implica alguna coyunda con el demonio. Las vrgenes a quienes el hombre no ha sometido, las solteronas que han escapado a su poder, son consideradas como brujas mucho ms fcilmente que las otras; porque, siendo la suerte de la mujer el ser consagrada a otro, si no sufre el yugo del hombre, est dispuesta a aceptar el del diablo. Exorcizada por los ritos de la desfloracin o, por el contrario, purificada por su virginidad, la esposa puede entonces aparecer como una presa deseable. Al estrecharla {187} entre sus brazos, son todas las riquezas de la vida las que el amante desea poseer. Ella es toda la fauna, toda la flora terrestre: gacela, cierva, lirio y rosas, melocotn recubierto de dulce pelusilla, perfumada frambuesa; ella es pedreras, ncar, gata, perla, seda, e: azul del cielo, la frescura de las fuentes, el aire, la llama, tierra y agua. Todos los poetas de Oriente y Occidente han metamorfoseado el cuerpo de la mujer en flores, en frutos, en aves. Tambin aqu, a travs de la Antigedad, la Edad Media y la poca moderna, sera preciso citar toda una densa antologa. Conocidsimo es el Cantar de los Cantares, donde el bien amado dice a la bien amada: Tus ojos son como de paloma... Tus cabellos, como manada de cabras... Tus dientes son como manadas de trasquiladas ovejas ... Tu mejilla es una mitad de granada... Tus dos pechos, como dos cabritos mellizos de gama ... Miel y leche hay debajo de tu lengua... En Arcane 17, Andr Breton vuelve a tomar este cntico eterno: Mlusine en el instante del segundo grito: ha brotado de sus caderas sin globo, su vientre es toda la cosecha de agosto, su torso se lanza en fuego de artificio desde el talle arqueado, moldeado sobre dos alas de golondrinas, sus senos son armios atrapados en su propio grito, cegadores a fuerza de iluminarse con el ardiente carbunclo de su boca incendiaria. Y sus brazos son el alma de los arroyos que cantan y perfuman... El hombre reencuentra en la mujer las estrellas brillantes y la luna soadora, la luz del sol, la sombra de las grutas; y, a su vez, las flores silvestres de los matorrales, la orgullosa rosa de los jardines, son mujeres. Ninfas, dradas, sirenas, ondinas, hadas, pueblan los campos, los bosques, los lagos, los mares, las landas. Nada ms anclado en el corazn de los hombres que este animismo. Para el marino, la mar es una mujer peligrosa, prfida, difcil de conquistar, pero a quien mima a travs de su esfuerzo para domarla. Orgullosa, rebelde, virginal y malvada, la montaa es mujer para el alpinista {188} que, con peligro de su vida, quiere violarla. A menudo se pretende que esas comparaciones manifiesten una sublimacin sexual; expresan ms bien entre la mujer y los elementos una afinidad tan original como la misma sexualidad. El hombre espera de la posesin de la mujer otra cosa que no sea la satisfaccin de un instinto; ella es el objeto privilegiado a travs del cual somete a la Naturaleza. Puede suceder que otros objetos representen ese papel. A veces el hombre busca la arena de las playas, el terciopelo de las noches, el perfume de las madreselvas en el cuerpo de los muchachos. Pero la penetracin sexual no es el nico medio por el cual puede realizarse una apropiacin carnal de la tierra. En su novela To an unknown God, Steinbeck muestra a un hombre que ha elegido como mediadora entre l y la Naturaleza una roca musgosa; en La chatte, Colette describe a un joven casado que ha depositado su amor en una gata favorita, porque, a travs de ese animal salvaje y dulce, adquiere sobre el universo sensual una presa que no logra darle el cuerpo demasiado humano de su compaera. En el mar, en la montaa, lo Otro puede encarnarse tan perfectamente como en la mujer; aquellos oponen al hombre la misma resistencia pasiva e imprevista que le permita realizarse; son un rechazo que es preciso vencer, una presa que hay que poseer. Si la mar y la montaa son mujeres, es porque la mujer es tambin para el amante la mar y la montaa (1) {189}. (1) La frase de Samivel citada por Bachelard (La Terre et les rveries de la Volont) es significativa: Haba cesado, poco a poco, de considerar a aquellas montaas acostadas en crculo a mi alrededor como enemigos a quienes combatir, como hembras a quienes pisotear o como trofeos que conquistar con objeto de procurarme a m mismo y proporcionar a los dems un testimonio de mi propio valor. La ambivalencia montaamujer se establece a travs de la idea comn de un enemigo a quien combatir, de trofeo, de testimonio de poder. Se ve manifestarse esta reciprocidad, por ejemplo, en estos dos poemas de Senghor: Mujer desnuda, mujer oscura! Fruta madura de carne firme, sombros xtasis de vino tinto, boca que hace lrica mi boca. Sabana de puros horizontes, sabana que se estremece bajo las fervientes caricias del Viento del Este. Y: Oh!, Congo acostado en tu lecho de selvas, reina sobre el frica domeada. Que los falos de los montes enarbolen tu pabelln. Porque eres mujer por mi cabeza, por mi lengua, porque eres mujer por mi vientre. Pero no es dado indiferentemente a no importa qu mujer el servir as de mediadora entre el hombre y el mundo; el hombre no se contenta con hallar en su compaera rganos sexuales complementarios de los suyos. Es preciso que encarne el maravilloso florecimiento de la vida y que, al mismo tiempo, disimule sus turbios misterios. As, pues, se le pedir, antes que nada, juventud y salud, porque, al estrechar entre sus brazos algo vivo, el hombre no puede extasiarse con ello si no olvida que toda vida est habitada por la muerte. Quiere an ms: que la bien amada sea bella. El ideal de la belleza femenina es variable; pero ciertas exigencias permanecen constantes; entre otras, y puesto que la mujer est destinada a ser poseda, es preciso que su cuerpo ofrezca las cualidades inertes y pasivas de un objeto. La belleza viril es la adaptacin del cuerpo a funciones activas, es la fuerza, la agilidad, la flexibilidad; es la manifestacin de una trascendencia animadora de una carne que jams debe recaer sobre s misma. El ideal femenino no es simtrico ms que en sociedades tales como Esparta, la Italia fascista y la Alemania nazi, que destinaba la mujer al Estado y no al individuo, que la consideraban exclusivamente como madre y no dejaban resquicio al erotismo. Pero, cuando la mujer es entregada al hombre como su bien, lo que este reclama es que en ella la carne est presente en su pura artificiosidad. Su cuerpo no es tomado como la irradiacin de una subjetividad, sino como algo cebado en su inmanencia; no es preciso que ese cuerpo desplace al resto del mundo, no debe ser promesa de otra cosa fuera de s mismo: necesita detener el deseo. La forma ms ingenua de esa exigencia es el ideal hotentote {190} de la Venus esteatopgica, ya que las nalgas constituyen la parte del cuerpo menos inervada, aquella en que la carne aparece como un elemento sin destino. El gusto de los orientales por las mujeres gruesas es de la misma especie; les encanta el lujo absurdo de esa proliferacin adiposa que no anima ningn proyecto, que no tiene otro sentido que el de estar ah (1). Incluso en las civilizaciones de una sensibilidad ms sutil, en que intervienen nociones de forma y armona, los senos y las nalgas siguen siendo objetos privilegiados a causa de lo gratuito y contingente de su desarrollo. Las costumbres y las modas se han aplicado a menudo a separar el cuerpo femenino de su trascendencia: la china de pies vendados apenas puede caminar; las uas pintadas de la estrella de Hollywood la privan de sus manos; los tacones altos, los corss, los miriaques, los verdugados, las crinolinas, estaban destinados menos a acentuar el talle del cuerpo femenino que a aumentar su impotencia. Entorpecido por la grasa o, por el contrario, tan difano que todo esfuerzo le est prohibido, paralizado por incmodos ropajes y por los ritos del decoro, es entonces cuando se le presenta al hombre como su cosa. El maquillaje y las joyas sirven tambin para esa petrificacin del cuerpo y del rostro. La funcin del ornato es muy compleja; entre ciertos primitivos, tiene un carcter sagrado; pero su papel ms habitual consiste en terminar la metamorfosis de la mujer en dolo. dolo equvoco: el hombre la quiere carnal, su belleza participar de la de las flores y los frutos; tambin debe ser lisa, dura y eterna como un guijarro. El papel del ornato consiste, a la vez, en hacerla participar ms ntimamente de la Naturaleza y en {191} arrancarla a la misma; consiste en prestar a la vida palpitante la fosilizada necesidad del artificio. La mujer se hace planta, pantera, diamante, ncar, al mezclar con su cuerpo flores, pieles, pedreras, conchas, plumas; se perfuma para exhalar un aroma como la rosa y el lirio: pero plumas, sedas, perlas y perfumes sirven tambin para disimular la crudeza animal de su carne, de su olor. Se pinta la boca y las mejillas para darles la inmvil solidez de una mscara; aprisiona su mirada en el espesor del khl y de la mscara, ya solo es ornato tornasolado de sus ojos; trenzados, rizados, esculpidos, sus cabellos pierden su inquietante misterio vegetal. En la mujer adornada est presente la Naturaleza, pero cautiva, modelada por una voluntad humana segn el deseo del hombre. Una mujer es tanto ms deseable cuanto ms se ha expandido en ella la Naturaleza y ms rigurosamente se ha esclavizado: es la mujer sofisticada, que siempre ha sido el objeto ertico ideal. Y el gusto por una belleza ms natural no es a menudo ms que una forma especiosa de sofisticacin. Remy de Gourmont desea que la mujer lleve los cabellos flotantes, libres como los arroyos y las hierbas de las praderas: pero es en la cabellera de una Vernica Lake donde se pueden acariciar las ondulaciones del agua y las espigas, y no en una pelambrera hirsuta genuinamente abandonada a la Naturaleza. Cuando ms joven y sana es una mujer, ms parece destinado su cuerpo nuevo y lustroso a una eterna lozana y menos til le es el artificio; pero siempre hay que disimular al hombre la debilidad carnal de esta presa que l estrecha entre sus brazos y la degradacin que la amenaza. Es tambin porque teme el destino contingente de la mujer, porque la suea inmutable, necesaria, por lo que el hombre busca en el rostro femenino, en su busto y sus piernas, la exactitud de una idea. Entre los pueblos primitivos, la idea es solamente la de la perfeccin del tipo popular: una raza de labios carnosos y nariz aplastada forja una Venus de labios carnosos y nariz aplastada; ms tarde, se aplican a las mujeres los cnones de una esttica ms compleja. Pero, en todo caso, cuanto ms concertados parecen los rasgos y las proporciones de una mujer, ms {192} regocija el corazn del hombre, porque parece escapar a los avatares de las cosas naturales. Se desemboca as en la extraa paradoja de que, deseando asir en la mujer a la Naturaleza, aunque transfigurada, el hombre consagra la mujer al artificio. Ya no es ella solamente physis, sino tambin y en la misma medida antiphysis; y eso no nicamente en la civilizacin de las permanentes elctricas, de la depilacin con cera, etc., sino tambin en el pas de las negras de platillos en la boca, en China y en todos los lugares del planeta. Swift denunci, en su clebre oda a Celia, esta mistificacin; describe con desagrado los perifollos de la coqueta y recuerda con disgusto las servidumbres animales de su cuerpo; se indigna doblemente sin motivo, porque el hombre quiere, al mismo tiempo, que la mujer sea bestia y planta y que se oculte detrs de una armazn fabricada; la ama cuando surge de las ondas y cuando sale de una casa de modas, vestida y desnuda, desnuda debajo de sus vestidos, tal y como precisamente la encuentra en el universo humano. El ciudadano busca la animalidad en la mujer; sin embargo, para el joven campesino que hace el servicio militar, el burdel encarna toda la magia de la ciudad. La mujer es campos y pastos, pero tambin es Babilonia. (1) Los hotentotes, entre quienes la esteatopigia no est tan desarrollada ni es tan constante como entre las mujeres bosquimanas, consideran esttica esta conformacin y amasan las nalgas de sus hijas desde la infancia para que se desarrollen. Del mismo modo, en diversas regiones de frica, se encuentra la prctica del engorde artificial de las mujeres, verdadera cebadura cuyos dos procedimientos esenciales son la inmovilidad y la abundante ingestin de alimentos adecuados, en particular la leche. Todava se entregan a esta prctica los ciudadanos acomodados rabes e israelitas de Argelia, Tnez y Marruecos. (LUQUET: Journal de Psychologie, 1934. Las Venus de las cavernas.) Con todo, he ah la primera mentira, la primera traicin de la mujer: es la de la vida misma, que, aun revestida de las formas ms atractivas, siempre est habitada por los fermentos de la vejez y la muerte. El uso mismo que el hombre hace de ella destruye sus ms preciosas virtudes: entorpecida por las maternidades, pierde su atractivo ertico; incluso estril, basta el paso de los aos para alterar sus encantos. Achacosa, fea, vieja, la mujer produce horror. Se dice que est marchita, ajada, como se dira de una planta. Ciertamente, entre los hombres tambin la decrepitud espanta; pero el hombre normal no experimenta a los dems hombres en tanto que carne; no tiene con esos cuerpos autnomos y extraos ms que una solidaridad abstracta. Es sobre el cuerpo de la mujer, ese cuerpo que le est destinado, sobre el que el hombre experimenta sensiblemente la decadencia de la carne. La bella yelmera de la balada de Villon con {193} templa la degradacin de su cuerpo con los ojos hostiles del varn. La vieja, la fea, no son solamente objetos sin atractivo, sino que suscitan un aborrecimiento mezclado al miedo. En ellas vuelve a encontrarse la figura inquietante de la Madre, en tanto que los encantos de la Esposa se han desvanecido. Pero la Esposa misma es una presa peligrosa. Demter se perpeta en Venus surgida de las aguas, fresca espuma, rubia cosecha; al apropiarse la mujer por el placer que extrae de ella, el hombre le despierta tambin las turbias potencias de la fecundidad; el mismo rgano que l penetra es el que alumbra al nio. Por eso, en todas las sociedades, el hombre est protegido por tantos tabes contra las amenazas del sexo femenino. Lo recproco no es cierto, la mujer no tiene nada que temer del hombre; el sexo de este es considerado como laico, profano. El falo puede ser elevado a la dignidad de un dios: en el culto que se le rinde no entra ningn elemento de terror y, en el curso de la vida cotidiana, la mujer no tiene que ser msticamente defendida contra l, que solamente le es propicio. Por otra parte, es notable que en multitud de sociedades de derecho materno exista una sexualidad muy libre; pero solo durante la infancia de, la mujer y en su primera juventud, cuando el coito no est ligado a la idea de generacin. Con cierto asombro cuenta Malinowski que los jvenes que se acuestan libremente juntos en la casa de los solteros hagan voluntaria ostentacin de sus amores; se debe ello a que la joven no casada es considerada incapaz de parir, y el acto sexual no pasa de ser un tranquilo placer profano. Por el contrario, una vez casada la mujer, su marido no debe dar ya ninguna muestra de cario en pblico, no debe tocarla, y toda alusin a sus relaciones ntimas es sacrilegio: es que entonces la mujer participa de la temible esencia de la madre, y el coito se ha convertido en un acto sagrado. A partir de entonces, se le rodea de prohibiciones y de precauciones. El coito est prohibido mientras se cultiva la tierra, cuando se siembra, cuando se planta: en este caso, es porque no se quiere que se malgasten en relaciones interindividuales las fuerzas fecundantes que son {194} necesarias para la prosperidad de las cosechas y, por consiguiente, para el bien de la comunidad; por respeto a los poderes adheridos a la fecundidad es por lo que se ordena economizarlas. Empero, en la mayora de las ocasiones la continencia protege la virilidad del esposo; se la recomienda cuando el hombre parte para la pesca, para la caza y, sobre todo, cuando se prepara para la guerra; en la unin con la mujer, el principio masculino se debilita, y, por tanto, conviene que la evite cada vez que necesita ntegramente de sus fuerzas. En ocasiones, ha surgido la pregunta de si el horror que el hombre experimenta con respecto a la mujer procede del que le inspira la sexualidad en general o a la inversa. Se comprueba que, particularmente en el Levtico, la polucin nocturna es considerada como una mancilla, aunque la mujer no est mezclada en ello. Y en nuestras sociedades modernas, la masturbacin est considerada como un peligro y un pecado: muchos de los nios y de los jvenes que se entregan a ella no lo hacen sino a travs de horribles angustias. Lo que hace un vicio del placer solitario es la intervencin de la sociedad y singularmente de los padres; pero ms de un muchacho se ha espantado espontneamente ante sus primeras eyaculaciones: sangre o semen, todo flujo de su propia sustancia le parece inquietante; es su vida, su man, lo que se escapa. Sin embargo, incluso si subjetivamente un hombre puede atravesar por experiencias en que la mujer no est presente, ella est objetivamente implicada en su sexualidad: como deca Platn en el mito de los andrginos, el organismo del varn supone el de la mujer. Lo que descubre al descubrir su propio sexo es la mujer, aun cuando esta no le sea dada ni en carne y hueso ni en imagen; e, inversamente, la mujer es temible en tanto encarna la sexualidad. Nunca se pueden separar el aspecto inmanente y el aspecto trascendente de la experiencia viva: lo que yo temo o deseo siempre es un avatar de mi propia existencia, pero nada me sucede sino a travs de lo que no soy yo. El noyo est implicado en las poluciones nocturnas, en la ereccin, si no bajo la figura precisa de la mujer, s al menos en tanto que Naturaleza y Vida: el individuo se siente posedo por una {195} magia extraa. De igual modo, la ambivalencia de los sentimientos que le inspira la mujer se halla en su actitud hacia su propio sexo: est orgulloso de l, re por su causa, por su culpa se avergenza. El muchachito compara desafiante su pene con el de sus camaradas; su primera ereccin le enorgullece y le espanta a la vez. El hombre hecho considera su sexo como un smbolo de trascendencia y de poder; se envanece de l como de un msculo estriado y al mismo tiempo como de una gracia mgica: es una libertad rica con toda la contingencia del dato, un dato libremente querido; es bajo este aspecto contradictorio como le encanta; pero sospecha su aagaza; ese rgano por el que pretende afirmarse, no le obedece; cargado de deseos insatisfechos, irguindose inopinadamente, a veces alivindose durante el sueo, manifiesta una vitalidad sospechosa y caprichosa. El hombre pretende hacer triunfar el Espritu sobre la Vida, la actividad sobre la pasividad; su conciencia mantiene a distancia a la Naturaleza, su voluntad la modela; pero, bajo la figura del sexo, encuentra en l la vida, la Naturaleza y la pasividad. Las partes sexuales son el verdadero hogar de la voluntad, cuyo polo opuesto es el cerebro, escribe Schopenhauer. Lo que l llama voluntad es el apego a la vida, que es sufrimiento y muerte, mientras que el cerebro es el pasado que se desprende de la vida al representrsela: la vergenza sexual, segn l, es la vergenza que experimentamos ante nuestra estpida obstinacin carnal. Aun recusando el pesimismo propio de sus teoras, tiene razn cuando ve en la oposicin sexocerebro la expresin de la dualidad del hombre. En tanto que sujeto, plantea el mundo y, permaneciendo fuera del universo que plantea, se hace su soberano; si se capta como carne, como sexo, deja de ser conciencia autnoma, libertad transparente: est comprometido en el mundo, es un objeto limitado y perecedero. Y, sin duda, el acto generador sobrepasa las fronteras del cuerpo; pero, en el mismo instante, las constituye. El pene, padre de generaciones, es simtrico de la matriz materna; surgido de un germen nutrido en el vientre de la mujer, el hombre es l mismo portador de grmenes, y, por esa simiente que da la vida, es tambin su propia {196} vida la que se niega. El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres, dice Hegel. La eyaculacin es promesa de muerte, afirma a la especie frente al individuo; la existencia del sexo y su actividad niegan la orgullosa singularidad del sujeto. Es esta oposicin de la vida con respecto al espritu lo que hace del sexo un objeto de escndalo. El hombre exalta el falo en la medida en que lo toma como trascendencia y actividad, como modo de apropiacin de lo otro; pero se avergenza del mismo cuando solamente lo ve como una carne pasiva a travs de la cual es juguete de las oscuras fuerzas de la Vida. Esta vergenza se disfraza voluntariamente de irona. El sexo de otro suscita fcilmente la risa; puesto que imita un movimiento concertado y, no obstante, es sufrida, la ereccin parece a menudo ridcula; y la simple presencia de los rganos genitales, tan pronto como se la evoca, provoca regocijo. Cuenta Malinowski que a los salvajes entre los cuales viva les bastaba pronunciar el nombre de aquellas partes vergonzosas para despertar risas inextinguibles; multitud de chistes picantes apenas van ms all de esos rudimentarios juegos de palabras. Entre ciertos primitivos, y durante los das consagrados a la escarda de los huertos, las mujeres tienen derecho a violar brutalmente a todo forastero que se aventure en el poblado; le atacan todas juntas y a menudo le dejan medio muerto: los hombres de la tribu se ren de la hazaa; por esa violacin, la vctima ha sido constituida como carne pasiva y dependiente; ha sido a l a quien han posedo las mujeres y, a travs de ellas, tambin lo han posedo los maridos, mientras que en el coito normal el hombre quiere afirmarse como poseedor. Pero es entonces cuando va a experimentar con la mayor evidencia lo ambiguo de su condicin carnal. El hombre no asume orgullosamente su sexualidad sino en tanto que es un modo de apropiacin del Otro: y ese sueo de posesin solo desemboca en fracaso. En una autntica posesin, lo otro es abolido como tal, es consumido y destruido: nicamente el sultn de Las mil y una noches tiene poder para cortar la cabeza a sus amantes tan pronto como el alba las expulsa de su {197} lecho; la mujer sobrevive a los abrazos del hombre y por eso mismo se le escapa; tan pronto como l abre los brazos, su presa se convierte en una extraa; hela ah toda nueva, intacta, dispuesta a ser poseda por un nuevo amante de una manera igualmente efmera. Uno de los sueos del varn consiste en marcar a la mujer de manera que permanezca suya para siempre; pero el ms arrogante de ellos sabe muy bien que jams le dejar ms que recuerdos y que las imgenes ms ardientes resultan fras al precio de una sensacin. Toda una literatura ha denunciado este fracaso. Se objetiva en la mujer, a quien se dice inconstante y traidora, porque su cuerpo la consagra al hombre en general y no a un hombre singular. Su traicin es ms prfida an, puesto que es ella quien hace una presa del amante. Solamente un cuerpo puede tocar a otro cuerpo; el varn no se aduea de la carne codiciada ms que convirtindose l mismo en carne; Eva le es dada a Adn para que cumpla en ella su trascendencia, y ella le arrastra a la noche de la inmanencia; al igual que la madre ha formado para el hijo esa ganga tenebrosa de la cual este quiere escapar, la amante cierra en torno al hombre esa arcilla opaca en el vrtigo del placer. El hombre quera poseer, y hele ah posedo. Olor, humedad, fatiga, fastidio, toda una literatura ha descrito esa lgubre pasin de una conciencia que se hace carne. El deseo, que a menudo arropa a la repugnancia, vuelve a la repugnancia una vez satisfecho. Post coitum homo animal triste. La carne es triste. Y, sin embargo, el hombre ni siquiera ha encontrado en los brazos de la amante un apaciguamiento definitivo. Muy pronto renace el deseo, y, a menudo, no es solamente deseo de la mujer en general, sino de esa mujer. Entonces se reviste ella de un poder singularmente inquietante. Porque, en su propio cuerpo, el hombre no encuentra la necesidad sexual sino como una necesidad general anloga al hambre o la sed y cuyo objeto no es particular: as, pues, el vnculo que le une a ese cuerpo femenino singular ha sido forjado por el Otro. Es un lazo misterioso, como el vientre impuro y frtil en donde tiene sus races, una suerte de fuerza pasiva: es mgico. El vocabulario trasnochado, de los folletines en {198} que la mujer es descrita como una hechicera que fascina al hombre y lo embruja, refleja el ms antiguo, el ms universal de los mitos. La mujer est destinada a la magia. La magia, deca Alain, es el espritu que hay en las cosas; una accin es mgica cuando, en lugar de ser producida por un agente, emana de una pasividad; precisamente los hombres han mirado siempre a la mujer como la inmanencia de lo dado; si produce cosechas e hijos, no es por un acto de su voluntad; no es sujeto, trascendencia, potencia creadora; es un objeto cargado de fluidos. En las sociedades en que el hombre adora estos misterios, la mujer, a causa de esas virtudes, es asociada al culto y venerada como sacerdotisa; pero, cuando el hombre lucha por hacer triunfar la sociedad sobre la Naturaleza, la razn sobre la vida, la voluntad sobre lo dado inerte, entonces la mujer es considerada una bruja. Sabida es la diferencia que distingue al sacerdote del mago: el primero domina y dirige las fuerzas que ha domeado de acuerdo con los dioses y las leyes, para el bien de la comunidad, en nombre de todos sus miembros; el mago opera al margen de la sociedad, contra los dioses y las leyes, segn sus propias pasiones. Ahora bien, la mujer no est plenamente integrada en el mundo de los hombres; en tanto que lo Otro, se opone a ellos; es natural que se sirva de las fuerzas que posee, no para extender a travs de la comunidad de los hombres y en el futuro la influencia de la trascendencia, sino, estando separada, en oposicin, para arrastrar a los varones a la soledad de la separacin, a las tinieblas de la inmanencia. Es la sirena cuyos cantos precipitaban a los marinos contra los escollos; es Circe, que transformaba en bestias a sus amantes, la ondina que atrae al pescador al fondo de los estanques. El hombre, cautivo de sus encantos, ya no tiene voluntad, ni proyectos, ni porvenir; ya no es ciudadano, sino una carne esclava de sus deseos; est excluido de la comunidad, encerrado en el instante, zarandeado pasivamente entre la tortura y el placer; la maga perversa levanta la pasin contra el deber, el momento presente contra la unidad del tiempo, retiene al viajero lejos de su hogar, escancia el olvido. Al intentar apropiarse de lo Otro, es preciso {199} que el hombre siga siendo l mismo; pero, ante el fracaso de la posesin imposible, trata de convertirse en eso otro con lo que no logra unirse; entonces se aliena, se pierde, bebe el filtro que le hace extrao para s mismo, se sumerge en aguas huidizas y mortales. La Madre consagra su hijo a la muerte al darle vida; la amante arrastra al amante a renunciar a la vida y abandonarse a un sueo supremo. Este lazo que une al Amor y la Muerte ha sido patticamente iluminado en la leyenda de Tristn, pero encierra una verdad ms original. Nacido de la carne, el hombre se realiza en el amor como carne, y la carne est prometida a la tumba. En su virtud, se confirma la alianza entre la Mujer y la Muerte; la gran segadora es la figura inversa de la fecundidad que hace crecer las espigas. Pero tambin aparece como la pavorosa desposada cuyo esqueleto se revela bajo una tierna carne mentirosa (1). (1) Por ejemplo, en el ballet de PRVERT Le rendezvous*, y en el de Cocteau Le jeune homme et la mort, la Muerte es representada bajo los rasgos de la joven amada. *Rendez-vous: cita; lugar de la cita, sitio de la reunin. Encuentro; consultation sur rendez-vous: consulta previa peticin de hora; Donner rendez-vous: citar, dar cita. As, pues, lo que primeramente anhela y detesta el hombre en la mujer, tanto amante como madre, es la imagen fija de su destino animal, es la vida necesaria a su existencia, pero que la condena a la finitud y la muerte. Desde el da en que nace, el hombre empieza a morir: esa es la verdad que encarna la Madre. Al procrear, afirma a la especie contra si mismo: eso es lo que aprende entre los brazos de la esposa; en la turbacin y el placer, aun antes de haber engendrado, olvida su yo singular. Aunque intenta distinguirlas, en una y otra solo encuentra una evidencia: la de su condicin carnal. Unas veces desea cumplirla: venera a su madre y desea a su amante; otras veces se rebela contra ellas en la repugnancia y el temor. Un texto significativo, en el que vamos a encontrar una sntesis de casi todos esos mitos, es aquel en el cual JeanRichard Bloch, en La noche kurda, describe las copulaciones del joven Saad con una mujer mucho mayor que l, pero todava bella, durante el saqueo de una ciudad {200}: La noche abola los contornos de las cosas y de las sensaciones. Ya no estrechaba a una mujer contra s. Llegaba, por fin, al trmino de un viaje interminable, perseguido desde los orgenes del mundo. Se aniquilaba poco a poco en una inmensidad que se meca a su alrededor, sin fin y sin rostro. Todas las mujeres se confundan en un pas gigantesco, replegado en s mismo, lgubre como el deseo, ardiente como el esto... No obstante, reconoca con temerosa admiracin la potencia encerrada en la mujer, los largos muslos revestidos de raso, las rodillas semejantes a dos colinas de marfil. Cuando remontaba el terso eje de la espalda, desde los riones hasta los hombros, parecale recorrer la bveda misma que sostiene al mundo. Pero era el vientre el que le atraa sin cesar, ocano elstico y tierno donde toda vida nace y adonde retorna, asilo entre los asilos, con sus mareas, sus horizontes, sus ilimitadas superficies. Entonces le invadi el loco anhelo de rasgar aquella deliciosa envoltura para llegar, por fin, a la fuente misma de sus bellezas. Una conmocin simultnea los confundi al uno con el otro. La mujer ya no existi sino para henderse como el suelo, abrirle sus vsceras, colmarse con los humores del amado. El arrebato se hizo asesinato. Se unieron como quienes se apualan. ... El, el hombre aislado, el dividido, el separado, el cercenado, iba a brotar de su propia sustancia, evadirse de su prisin de carne y rodar, al fin, materia y alma, en la materia universal. A l estaba reservada la dicha suprema, jams experimentada hasta ese da, de sobrepasar los lmites de la criatura, de fundir en la misma exaltacin el sujeto con el objeto, la pregunta y la respuesta, de anexionar al ser todo lo que no es el ser, y de alcanzar a travs de una ltima convulsin el imperio de lo inasequible. ... Cada vaivn del arco despertaba en el precioso instrumento que tena a su merced vibraciones cada vez ms agudas. De pronto, un ltimo espasmo desprendi a Saad del cenit y lo arroj hacia la tierra y el fango. Como el deseo de la mujer no ha sido satisfecho, aprisiona entre sus piernas a su amante, quien siente renacer su {201} deseo a pesar suyo: se le aparece entonces ella como una potencia enemiga que le arranca su virilidad, y, al poseerla de nuevo, la muerde en la garganta tan profundamente, que la mata. As se cierra el ciclo que va de la madre a la amante, a la muerte, a travs de complicados meandros. Muchas actitudes son posibles aqu para el hombre, segn que ponga el acento sobre tal o cual aspecto del drama carnal. Si un hombre no tiene la idea de que la vida es nica, si no tiene la preocupacin de su destino singular, si no teme a la muerte, aceptar gozosamente su animalidad. Entre los musulmanes, la mujer est reducida a un estado de abyeccin a causa de la estructura feudal de la sociedad que no permite el recurso al Estado contra la familia, a causa de la religin que, expresando el ideal guerrero de esa civilizacin, ha consagrado directamente al hombre a la Muerte y ha despojado de su magia a la mujer. Qu temer en la Tierra el que est dispuesto a sumergirse, de un momento a otro, en las voluptuosas orgas del paraso mahometano? As, pues, el hombre puede gozar tranquilamente de la mujer sin tener que defenderse contra s mismo, ni contra ella. Los cuentos de Las mil y una noches la consideran fuente de untuosas delicias, con el mismo ttulo que las frutas, las confituras, los pasteles opulentos, los perfumados aceites. Se encuentra hoy esa misma benevolencia sensual en muchos pueblos mediterrneos: colmado por el instante, no pretendiendo la inmortalidad, el hombre del Medioda que, a travs del esplendor del cielo y del mar, capta la Naturaleza bajo su aspecto venturoso, amar a las mujeres con glotonera; por tradicin, las desprecia lo bastante para no tomarlas como personas: no establece grandes diferencias entre el encanto de su cuerpo y el de la arena y el agua; ni en ellas ni en s mismo experimenta el horror de la carne. En Conversaciones en Sicilia, dice Vittorini, con tranquilo deslumbramiento, haber descubierto a la edad de siete aos el cuerpo desnudo de la mujer. El pensamiento racionalista de Grecia y de Roma confirma esta actitud espontnea, La filosofa optimista de los griegos ha superado al maniquesmo pitagrico, lo inferior est subordinado a lo superior y {202} como tal le es til: estas ideologas armoniosas no manifiestan ninguna hostilidad con respecto a la carne. Orientado hacia el cielo de las Ideas, o bien hacia la Ciudad o el Estado, el individuo, al pensarse como Novs o como ciudadano, cree haber superado su condicin animal: ya sea que se entregue a la voluptuosidad o que practique el ascetismo, la mujer slidamente integrada en la sociedad masculina no tiene ms que una importancia secundaria. Desde luego, el racionalismo no ha triunfado jams enteramente y la experiencia ertica conserva en esas civilizaciones su carcter ambivalente: dan fe de ello ritos, mitologas, literatura. Pero los atractivos y los peligros de la feminidad no se manifiestan ah sino en forma atenuada. Es el cristianismo el que reviste de nuevo a la mujer de un prestigio pavoroso: el temor al otro sexo es una de las formas que adopta para el hombre el desgarramiento de la conciencia desdichada. El cristiano est separado de s mismo; se consuma la divisin entre el cuerpo y el alma, entre la vida y el espritu: el pecado original hace del cuerpo el enemigo del alma; todas las ligaduras carnales se presentan como malignas (1). El hombre solo puede ser salvado en tanto rescatado por Cristo y orientado hacia el reino celestial; pero originariamente no es ms que podredumbre; su nacimiento le destina, no solo a la muerte, sino tambin a la condenacin; el cielo podr serle abierto en virtud de una gracia divina; pero, en todos los avatares de su existencia natural, hay una maldicin. El mal es una realidad absoluta, y la carne es pecado. Y, bien entendido, puesto que jams la mujer deja de ser lo Otro, no se considera que recprocamente macho y hembra sean carne: la carne que para el cristiano es lo Otro enemigo, no se distingue de la mujer. En ella es donde se encarnan las tentaciones {203} de la tierra, del sexo, del demonio. Todos los Padres de la Iglesia insisten sobre el hecho de que ella condujo a Adn al pecado. Preciso es volver a citar las palabras de Tertuliano: Mujer!. Eres la puerta del diablo. T has persuadido a aquel a quien el diablo no osaba atacar de frente. Por tu causa hubo de morir el Hijo de Dios. Deberas ir siempre vestida de luto y harapos. Toda la literatura cristiana se esfuerza por exasperar la repugnancia que el hombre puede experimentar por la mujer. Tertuliano la define Templum aedificatum super cloacam. San Agustn subraya con horror la promiscuidad de los rganos sexuales y excretores: Inter foeces et urinam nascimur. La repugnancia del cristianismo por el cuerpo femenino es tal, que consiente en destinar a su Dios a una muerte ignominiosa, pero que le evita la mancilla del nacimiento: el Concilio de feso en la Iglesia oriental, el de Letrn en Occidente, afirman el alumbramiento virginal de Cristo. Los primeros Padres de la Iglesia Orgenes, Tertuliano, Jernimo pensaban que Mara haba dado a luz en medio de la sangre y la inmundicia, como las otras mujeres; pero es la opinin de San Ambrosio y San Agustn la que prevalece. El seno de la Virgen ha permanecido cerrado. Desde la Edad Media, el tener un cuerpo ha sido considerado en la mujer como una ignominia. La ciencia misma se ha visto durante mucho tiempo paralizada por esa repugnancia. En su tratado de la Naturaleza, Linneo deja a un lado por abominable el estudio de los rganos genitales de la mujer. El mdico francs Di Laurens se pregunta escandalizado cmo ese divino animal lleno de razn y de juicio llamado hombre puede sentirse atrado por esas partes obscenas de la mujer, manchadas de humores y vergonzosamente colocadas en la parte ms baja del tronco. Hoy da, multitud de otras influencias interfieren con la del pensamiento cristiano; e incluso esta tiene ms de un aspecto; sin embargo, en el mundo puritano, entre otros, el odio a la carne se perpeta; por ejemplo, se exterioriza en Light in August de Faulkner; las primeras iniciaciones sexuales del hroe provocan en l terribles traumatismos. En toda la literatura es frecuente mostrar a un joven trastornado hasta el vmito {204} despus del primer coito; y si, en verdad, semejante reaccin es muy rara, no por azar se la describe con tanta frecuencia. En particular en los pases anglosajones, impregnados de puritanismo, la mujer suscita en la mayor parte de los adolescentes y entre muchos hombres un terror ms o menos confesado. Existe con bastante intensidad en Francia. Michel Leiris escribe en L'age d'homme: Por lo comn, tengo tendencia a considerar el rgano femenino como una cosa sucia o como una herida, no por ello menos atrayente, pero peligrosa en s misma, como todo lo que es sangriento, mucoso, contaminado. La idea de enfermedad venrea traduce esos espantos; no es porque transmita esas enfermedades por lo que la mujer espanta; son las enfermedades las que parecen abominables porque provienen de la mujer: me han hablado de jvenes que se imaginaban que las relaciones sexuales demasiado frecuentes bastaban para producir la blenorragia. Tambin se cree de buen grado que, a travs del coito, el hombre pierde su vigor muscular, su lucidez cerebral, que su fsforo se consume, su sensibilidad se embota. Es verdad que el onanismo implica los mismos peligros, e incluso, por razones morales, la sociedad lo considera ms nocivo que la funcin sexual normal. El legtimo matrimonio y la voluntad de procreacin defienden contra los maleficios del erotismo. Pero ya he dicho que en todo acto sexual est implicado lo Otro, y su rostro ms habitual es el de la mujer. Frente a ella es como el hombre experimenta con la mxima evidencia la pasividad de su propia carne. La mujer es vampiro, gubia, devoradora, bebedora; su sexo se nutre glotonamente del sexo masculino. Ciertos psicoanalistas han querido dar bases cientficas a estas fantasas: todo el placer que la mujer extrae del coito provendra de que castra simblicamente al macho y se apropia de su sexo. Mas parece que estas teoras mismas exigen ser psicoanalizadas y que los mdicos que las inventaron habran proyectado en ellas terrores ancestrales (2) {205}. (1) Hasta el fin del siglo XII, los telogos con excepcin de San Anselmo consideran, de acuerdo con la doctrina de San Agustn, que la ley misma de la generacin implica el pecado original: La concupiscencia es un vicio... La carne humana que nace por ella es una carne de pecado, escribe San Agustn. Y Santo Toms dice: La unin de los sexos, estando acompaada de concupiscencia despus del pecado, transmite al hijo el pecado original. (2) Ya hemos demostrado que el mito de la Mantis religiosa carece de todo fundamento biolgico. La fuente de esos terrores radica en que, en lo Otro, y ms all de toda anexin, subsiste la alteridad. En las sociedades patriarcales, la mujer ha conservado muchas de las inquietantes virtudes que ostentaban en las sociedades primitivas. Esa es la razn de que jams se la abandone a la Naturaleza y se la rodee de tabes, se la purifique mediante ritos, se la coloque bajo el control de sacerdotes; se ensea al hombre a no abordarla jams en su desnudez original, sino a travs de ceremonias y sacramentos que la arrancan de la tierra, de la carne, y la metamorfosean en una criatura humana: entonces la magia que ella ostenta se canaliza como el rayo despus de la invencin del pararrayos y de las centrales elctricas. Incluso resulta posible utilizarla en beneficio de la colectividad: se ve aqu otra fase de ese movimiento oscilatorio que define las relaciones del hombre con su hembra. La ama en tanto que es suya, la teme en tanto que permanece otra; pero precisamente siendo esa otra temible es como l busca hacerla ms profundamente suya: eso ser lo que le lleve a elevarla a la dignidad de una persona y a reconocerla como semejante. La magia femenina ha sido profundamente domesticada en la familia patriarcal. La mujer permite que la sociedad integre en ella las fuerzas csmicas. En su obra MitraVaruna, Dumzil seala que tanto en la India como en Roma, el poder viril tiene dos maneras de afirmarse: en Varuna y Rmulo, en los Gandharvas y los Lupercales, hay agresin, rapto, desorden, hibris; entonces la mujer se presenta como un ser al que es preciso raptar, violentar; las Sabinas raptadas se muestran estriles, y entonces las azotan con correas de piel de macho cabro, compensando con la violencia un exceso de violencia. Sin embargo, Mitra, Numa, los brahmanes y los flamines aseguran, por el contrario, el orden y el equilibrio razonables de la ciudad: entonces la mujer se une al marido por medio de un matrimonio de complicado ritual y, colaborando con l, le asegura el dominio de todas las fuerzas femeninas de la Naturaleza; en {206} Roma, si la flamina muere, el flamen dialis dimite de sus funciones. Es as como en Egipto, habiendo perdido Isis su poder supremo de diosa madre, sigue siendo, no obstante, generosa, sonriente, benvola y sabia, esposa magnfica de Osiris. Pero, cuando la mujer aparece as asociada al hombre, su complemento, su mitad, necesariamente est dotada de una conciencia, de un alma; no podra depender tan ntimamente de un ser que no participase de la esencia humana. Ya se ha visto que las Leyes de Manu prometan a la esposa legtima el mismo paraso que al esposo. Cuanto ms se individualiza el varn y reivindica su individualidad, ms reconocer en su compaera un individuo y una libertad. El oriental, despreocupado de su propio destino, se contenta con una mujer que es para l objeto de placer; pero el sueo del occidental, una vez que se ha elevado a la conciencia de lo singular de su ser, se cifra en ser reconocido por una libertad extraa y dcil. El griego no encuentra en la prisionera del gineceo al semejante que reclama: por eso deposita su amor en compaeros masculinos cuya carne est habitada, como la suya, por una conciencia y una libertad; o bien se lo dedica a las hetairas, cuya independencia, cultura e inteligencia casi las hacen sus iguales. Pero, cuando las circunstancias lo permiten, quien mejor puede satisfacer las exigencias del hombre es la esposa. El ciudadano romano ve en la matrona una persona: en Cornelia, en Arria, posee a su doble. Paradjicamente, ser el cristianismo el que proclame, en cierto plano, la igualdad entre el hombre y la mujer. Detesta en ella la carne; si la mujer se niega como carne, entonces, con los mismos ttulos que el varn, es una criatura de Dios, rescatada por el Redentor: hela situada junto a los varones, entre las almas prometidas a las dichas celestiales. Hombres y mujeres son servidores de Dios, casi tan asexuados como los ngeles, y, juntos, con ayuda de la gracia, rechazan las tentaciones de la tierra. Si acepta renegar de su animalidad, la mujer, por el hecho mismo de encarnar el pecado, ser tambin la ms radiante encarnacin {207} del triunfo de los elegidos que han vencido al pecado (1). Bien entendido, el divino Salvador que obra la Redencin de los hombres, es varn; pero es preciso que la Humanidad coopere a su propia salvacin: bajo su figura ms humillada y ms perversa ser llamada a manifestar su buena voluntad sumisa. Cristo es Dios; pero es una mujer, la Virgen Madre, la que reina sobre todas las criaturas humanas. Sin embargo, solamente las sectas que se desarrollan al margen de la sociedad resucitan en la mujer los antiguos privilegios de las grandes diosas. La Iglesia expresa y sirve a una civilizacin patriarcal, en la que conviene que la mujer permanezca como anexo del hombre. Al convertirse en su dcil sirviente, se har tambin santa bendecida. As, en el corazn de la Edad Media, se yergue la ms acabada imagen de la mujer propicia a los hombres: el rostro de la Madre de Cristo se circunda de gloria. Es la figura inversa de Eva la pecadora; aplasta a la serpiente bajo sus plantas; es la mediadora de la salvacin, como Eva lo ha sido de la condenacin. (1) De ah proviene el lugar privilegiado que ocupa, por ejemplo, en la obra de Claudel. La mujer era temible en tanto que Madre; en la maternidad es donde hay que transfigurarla y esclavizarla. La virginidad de Mara tiene sobre todo un valor negativo: aquella por la que la carne ha sido rescatada, ya no es carnal; no ha sido tocada ni poseda. A la Gran Madre asitica tampoco se le reconoca esposo: haba engendrado el mundo y reinaba solitaria sobre l; poda ser lbrica por capricho, pero en ella la grandeza de la Madre no estaba disminuida por las servidumbres impuestas a la esposa. As, pues, Mara no ha conocido la mancilla que implica la sexualidad. Emparentada con Minerva la guerrera, es torre de marfil, ciudadela, torren inexpugnable. Las sacerdotisas de la Antigedad, como la mayora de las santas cristianas, eran tambin vrgenes: la mujer consagrada al bien debe serlo en todo el esplendor de sus fuerzas intactas; preciso es que conserve en su integridad no domeada el principio de su feminidad. Si {208} a Mara se le niega su carcter de esposa, es para exaltar en ella ms puramente a la MujerMadre. Pero nicamente ser glorificada si acepta el papel subordinado que le ha sido asignado. Soy la sierva del Seor. Por primera vez en la Historia de la Humanidad, la madre se arrodilla delante de su hijo; reconoce libremente su inferioridad. He ah la suprema victoria masculina, que se consuma en el culto de Mara: es este la rehabilitacin de la mujer mediante la realizacin de su derrota. Istar, Astart y Cibeles eran crueles, caprichosas, lujuriosas: eran poderosas; fuente de muerte tanto como de vida, al alumbrar a los hombres, hacan de ellos sus esclavos. Como la vida y la muerte no dependen en el cristianismo nada ms que de Dios, el hombre surgido del seno materno se ha evadido del mismo para siempre, la tierra no acecha nada ms que sus huesos; el destino de su alma se decide en regiones donde los poderes de la madre han sido abolidos; el sacramento del bautismo hace irrisorias las ceremonias con que se quemaba o enterraba la placenta. Ya no hay sitio en la tierra para la magia: Dios es el nico rey. La Naturaleza es originariamente mala: pero, ante la gracia, es impotente. La maternidad, en tanto que fenmeno natural, no confiere ningn poder. As, pues, si la mujer quiere superar en s misma la tara original, no tiene ms remedio que inclinarse ante Dios, cuya voluntad la somete al hombre. Y, en virtud de esa sumisin, puede tomar en la mitologa masculina un papel nuevo. Combatida, pisoteada, cuando se quera dominadora y en tanto que no haba explcitamente abdicado, podr ser ahora honrada como vasalla. No pierde ninguno de sus atributos primitivos, pero cambian de signo; de nefastos se hacen fastos; la magia negra se torna magia blanca. Sirviente, la mujer tiene derecho a las ms esplndidas apoteosis. Y puesto que ha sido en calidad de Madre como ha sido sometida, ser primeramente en tanto que madre como ser querida y respetada. De los dos antiguos rostros de la maternidad, el hombre de hoy no quiere conocer sino el sonriente. Limitado en el tiempo y el espacio, no poseyendo ms que un cuerpo y una vida finitos, el hombre solo es un individuo {209} en el seno de una naturaleza y una historia extraas. Limitada como l, semejante a l, puesto que tambin est habitada por el espritu, la mujer pertenece a la Naturaleza, est cruzada por la corriente infinita de la vida; de modo que aparece como mediadora entre el individuo y el cosmos. Cuando la figura de la madre se ha hecho tranquilizadora y santa, se comprende que el hombre se vuelva hacia ella con amor. Perdido en la Naturaleza, trata de salvarse de ella; pero separado de ella, aspira a reunrsele. Slidamente asentada en la familia, en la sociedad, de acuerdo con las leyes y las costumbres, la madre es la encarnacin misma del Bien: la Naturaleza de la cual participa se hace buena; ya no es enemiga del espritu; y, si contina siendo misteriosa, es un misterio sonriente, como el de las madonas de Leonardo da Vinci. El hombre no quiere ser mujer, pero suea con abarcar en l todo cuanto es, y, por tanto, tambin a esa mujer que no es: en el culto que rinde a su madre, intenta apropiarse sus riquezas extraas. Reconocerse hijo de su madre es reconocer a su madre en l, es integrar la feminidad en tanto que esta es ligazn con la tierra, la vida, el pasado. En las Conversaciones en Sicilia, de Vittorini, eso es lo que el hroe va a buscar cerca de su madre: el suelo natal, sus olores y sus frutos, su infancia, el recuerdo de sus antepasados, las tradiciones, las races de las que le ha separado su existencia individual. Es este mismo enraizamiento el que exalta en el hombre el orgullo de la superacin; le place admirarse arrancndose de los brazos maternos para partir hacia la aventura, el porvenir, la guerra; esta partida sera menos conmovedora si no hubiese nadie que tratase de impedirla: entonces parecera un accidente, no una victoria duramente ganada. Y tambin le place saber que aquellos brazos permanecen prestos a acogerle. Tras la tensin de la accin, el hroe gusta de saborear nuevamente cerca de la madre el reposo de la inmanencia: ella es el refugio, el sueo; por la caricia de sus manos, se sumerge de nuevo en el seno de la Naturaleza, se deja llevar por la gran corriente de. la vida tan tranquilamente como en la matriz, como en la tumba. Y si la tradicin quiere que muera llamando a su madre, es porque {210}, bajo la mirada maternal, la misma muerte est domesticada, simtrica al nacimiento, indisolublemente ligada a toda vida carnal. La madre permanece asociada a la muerte como en el antiguo mito de las Parcas; a ella corresponde enterrar a los muertos, llorarlos. Pero su papel consiste precisamente en integrar la muerte a la vida, a la sociedad, al bien. As se estimula sistemticamente el culto de las madres heroicas: si la sociedad obtiene que las madres cedan sus hijos a la muerte, se considera con derecho a asesinarlos. Debido a la influencia que la madre ejerce sobre sus hijos, a la sociedad le resulta ventajoso anexionrsela: por esa razn se rodea a la madre de tantas muestras de respeto, se la dota de todas las virtudes, se crea respecto a ella una religin a la cual est prohibido hurtarse, so pena de sacrilegio y de blasfemia; se la convierte en guardiana de la moral; sirviente del hombre, sirviente de los poderes, guiar dulcemente a sus hijos por los caminos trazados. Cuanto ms resueltamente optimista es una colectividad, ms dcilmente aceptar esa tierna autoridad, ms se transfigurar en ella la madre. La Mom americana se ha convertido en ese dolo que describe Philipp Wyllie en Generation of Vipers, porque la ideologa oficial de Norteamrica es el ms obstinado de los optimismos. Glorificar a la madre es aceptar el nacimiento, la vida y la muerte bajo su forma animal y social al mismo tiempo; es proclamar la armona de la Naturaleza y de la sociedad. Porque suea con la realizacin de esta sntesis es por lo que Auguste Comte hace de la mujer la divinidad de la futura Humanidad. Mas tambin es por eso por lo que todos los rebeldes se encarnizan con la figura de la madre; al escarnecerla, rechazan el dato que pretenden imponerles a travs de la guardiana de las costumbres y las leyes (1) {211}. (1) Sera preciso citar aqu todo el poema de Michel Leiris intitulado La mre. He aqu algunos extractos caractersticos del mismo: La madre en negro, malva, violeta, / ladrona de noches, / es la hechicera cuya secreta industria os pone en el mundo, la que os acuna, os mima, os amortaja, cuando no abandona / postrer juguete / en vuestras manos, que lo depositan dulcemente en el fretro, su cuerpo encogido. (...) La madre / estatua ciega, fatalidad erguida en el centro del santuario inviolado / es la naturaleza que os acaricia, el viento que os inciensa, el mundo que os penetra todo entero, os eleva al cielo (arrebatado sobre mltiples espirales) y os pudre. (...) La madre / joven o vieja, bella o fea, misericordioso o terca / es la caricatura, el monstruo de la mujer celosa, el Prototipo fracasado, / tanto como la Idea (pitonisa marchita y encaramada en el trpode de su austera mayscula) no es ms que la parodia de los vivos, ligeros, tornasolados pensamientos... La madre / cadera rotunda o seca, seno temblequeante o firme / es el prometido declinar, desde el origen, a toda mujer, el desmenuzamiento progresivo de la roca chispeante bajo la oteada de menstruos, la lenta inhumacin / bajo la arena del viejo desierto / de la caravana lujuriante y cargada de belleza. La madre / ngel de la muerte que acecha, del universo que enlaza, del amor al que rechaza la ola del tiempo / es la concha de insensato grafismo (signo de un seguro veneno) que hay que arrojar a los profundos estanques, generadora de crculos para las aguas olvidadas. La madre / charca sombra, eternamente de luto por todo y por nosotros mismos / es la pestilencia vaporosa que se irisa y revienta, hinchando pompa a pompa su enorme sombra bestial (vergenza de carne y leche), rgido velo que un rayo an no nacido debera desgarrar... ...................................... ................... Le pasar jams por las mientes a una de esas inocentes marranas arrastrarse descalza a travs de los siglos para hacerse perdonar el crimen de habernos parido? El respeto que aureola a la Madre, las prohibiciones que la rodean, rechazan la hostil repugnancia que espontneamente se mezcla con la ternura carnal que inspira. Sin embargo, el horror de la maternidad pervive bajo formas larvadas. En particular, es interesante observar que en Francia, desde la Edad Media, se ha forjado un mito secundario que permite a esas repugnancias expresarse libremente: es el mito de la Suegra. Desde los fabliaux hasta los vaudevilles, es la maternidad en general lo que el hombre escarnece a travs de la madre de su esposa, a la cual no defiende ningn tab. Detesta que la mujer a quien ama haya sido engendrada: la suegra es la imagen evidente de la decrepitud a que ha condenado a su hija al darle el ser; su obesidad, sus arrugas, anuncian la obesidad y las arrugas prometidas a la joven casada, cuyo porvenir est as tristemente {212} prefigurado; al lado de su madre, ya no aparece ella como individuo, sino como el momento de una especie; ya no es la presa deseada, la compaera amada, porque su existencia singular se disuelve en la vida universal. Su particularidad es irrisoriamente contestada por la generalidad, la autonoma del espritu por su enraizamiento en el pasado y en la carne: esa irrisin es la que el hombre objetiva en un personaje grotesco; pero si hay tanto rencor en su risa es porque sabe muy bien que la suerte de su mujer es la de todo ser humano: es la suya. En todos los pases, leyendas y cuentos han encarnado tambin en la segunda esposa el aspecto cruel de la maternidad. Es una madrastra la que busca la muerte de Blanca Nieves. En la suegra malvada madame Fichini fustigando a Sophie a travs de los libros de madame de Sgur sobrevive la antigua Kali del collar de cabezas cortadas. Sin embargo, detrs de la Madre santificada, se apretuja la cohorte de magas blancas que ponen al servicio del hombre los jugos de las hierbas y las radiaciones astrales: abuelas, viejas con ojos llenos de bondad, sirvientas de gran corazn, hermanas de la caridad, enfermeras de manos maravillosas, mujer amante como la suea Verlaine: Dulce, pensativa y morena y jams extraada, y que a veces te besa como un nio en la frente; se les presta el claro misterio de las cepas nudosas, del agua fresca; curan y sanan; su sabidura es la silenciosa sabidura de la vida, y comprenden sin palabras. A su lado, el hombre olvida todo orgullo; conoce la dulzura de abandonarse y de volver a ser nio, porque entre ellas y l no hay ninguna lucha de prestigio: no podra envidiar a la Naturaleza sus virtudes inhumanas; y, en su abnegacin, las prudentes iniciadas que le cuidan se reconocen sus sirvientes; l se somete a su poder bienhechor, porque sabe que en esa sumisin sigue siendo su amo. Las hermanas, las amigas de la infancia, las puras muchachitas, todas las futuras madres, forman parte de esa bendita compaa. Y la esposa misma, una vez {213} disipada su magia ertica, aparece a los ojos de muchos hombres menos como amante que como madre de sus hijos. Desde el da en que la madre ha sido santificada y sometida, se puede sin temor reencontrarla en la compaera, igualmente santificada Y sumisa. Rescatar a la madre es redimir la carne y, por tanto, la unin carnal y la esposa. Privada de sus armas mgicas por los ritos nupciales, econmica y socialmente subordinada a su marido, la buena esposa es para el hombre el ms preciado tesoro. Le pertenece tan profundamente, que participa de la misma esencia que l: Ubi tu Gaus, ego Gaa; ella tiene su nombre, sus dioses, y l responde por ella: la llama su mitad. Se enorgullece de su mujer como de su casa, sus tierras, sus rebaos, sus riquezas, y, a veces, incluso ms; a travs de ella es como manifiesta su poder a los ojos del mundo: ella es su medida y su parte en la Tierra. Entre los orientales, la mujer debe ser gruesa: as se ve que est bien alimentada y hace honor a su dueo (1). Un musulmn es tanto ms considerado cuanto mayor es el nmero de mujeres que posee y ms floreciente es su aspecto. En la sociedad burguesa, uno de los papeles asignados a la mujer es el de representar: su belleza, su encanto, su inteligencia, su elegancia, son los signos exteriores de la fortuna del marido, con el mismo ttulo que la carrocera de su automvil. Rico, la cubre de pieles y alhajas. Ms pobre, encomiar sus cualidades morales y su talento de ama de casa; el ms desheredado, si ha conseguido una mujer que le sirva, cree poseer algo en la Tierra. Todo hombre resucita ms o menos al rey Candaules: exhibe a su mujer, porque cree mostrar as sus propios mritos. (1) Vase la nota de la pgina 191. Pero la mujer no solo halaga la vanidad social del hombre; le permite tambin un orgullo ms ntimo; le encanta el dominio que ejerce sobre ella; a las imgenes naturalistas de la reja del arado abriendo el surco, se superponen smbolos ms espirituales cuando la mujer es una persona; no solo erticamente, sino moral e intelectualmente, es como el marido forma a su esposa; la educa, la marca {214}, le impone su impronta. Uno de los sueos en los que el hombre se complace es el de la impregnacin de las cosas por su voluntad, el modelado de su forma, la penetracin de su sustancia: la mujer es, por excelencia, la pasta maleable que se deja pasivamente amasar y moldear; al mismo tiempo que cede, resiste, lo cual permite que la accin masculina se perpete. Una materia demasiado plstica se anula por su docilidad; lo que hay de precioso en la mujer es que algo en ella escapa indefinidamente a todo abrazo; as, el hombre es dueo de una realidad tanto ms digna de ser dominada cuanto que le desborda. La mujer despierta en l a un ser ignorado que reconoce con orgullo como a s mismo; en las sabias orgas conyugales, descubre el esplendor de su animalidad: l es el Macho; correlativamente, la mujer es la hembra, pero esta palabra adquiere en ocasin las ms lisonjeras resonancias: la hembra que incuba, amamanta, lame a sus pequeos, los defiende, los salva con peligro de su propia vida, es un ejemplo para la Humanidad; con emocin, el hombre reclama de su compaera esa paciencia, esa abnegacin; es todava la Naturaleza, pero penetrada de todas las virtudes tiles a la sociedad, a la familia, al jefe de la familia, lo que este cree tener en su hogar. Uno de los deseos comunes al nio y al hombre es el de desvelar el secreto escondido en el interior de las cosas; desde ese punto de vista, la materia es decepcionante: una mueca rota deja su vientre al exterior, ya no tiene interioridad; la intimidad viva es ms impenetrable; el vientre femenino es el smbolo de la inmanencia, de la profundidad; en parte revela estos secretos, entre otros cuando el placer se inscribe en el rostro femenino; pero tambin los retiene; el hombre capta a domicilio las oscuras palpitaciones de la vida, sin que la posesin destruya su misterio. En el mundo humano, la mujer traspone las funciones de la hembra animal: conserva la vida, reina en las regiones de la inmanencia; transporta al hogar el calor y la intimidad de la matriz; ella es quien guarda y anima la morada donde se ha depositado el pasado, donde se prefigura el porvenir; engendra la generacin futura y alimenta a los hijos ya nacidos; gracias a ella, la existencia que {215} el hombre consume a travs del mundo en el trabajo y la accin, se rene al volver a sumergirse en su inmanencia: cuando el hombre regresa por la tarde a su casa, ya est anclado en la tierra; gracias a la mujer, est asegurada la continuidad de los das; cualesquiera que sean los azares que afronte en el mundo exterior, ella garantiza la repeticin de las comidas, del sueo; ella repara todo cuanto la actividad destruye o gasta: prepara los alimentos del trabajador fatigado, le cuida si est enfermo, remienda, lava. Y en el universo conyugal que ella constituye y perpeta, introduce todo un vasto mundo: enciende el fuego, pone flores en la casa, domina los efluvios del sol, del agua, de la tierra. Un escritor burgus citado por Bebel resume as seriamente este ideal: El hombre quiere alguien cuyo corazn palpite por l, cuya mano le enjugue la frente, que haga irradiar paz, orden y tranquilidad, que ejerza una silenciosa autoridad sobre l mismo y sobre las cosas que encuentra todos los das al entrar en su casa; quiere alguien que difunda sobre todas las cosas ese indefinible perfume de mujer que es el calor vivificante de la vida en el hogar. Ya se ve cunto se ha espiritualizado la figura femenina desde la aparicin del cristianismo; la bondad, el calor, la intimidad que el hombre desea captar a travs de ella han dejado de ser cualidades sensibles; en lugar de resumir la sabrosa apariencia de las cosas, se convierte en su alma; ms profunda que el misterio carnal, anida en su corazn una secreta y pura presencia en la cual se refleja la verdad del mundo. Ella es el alma de la casa, de la familia, del hogar. Es tambin el alma de las colectividades ms vastas: ciudad, provincia o nacin. Jung hace notar que las ciudades siempre han sido asimiladas a la Madre por el hecho de que contienen en su seno a los ciudadanos: por esa razn Cibeles aparece coronada de torres; por el mismo motivo se habla de la madre patria; pero no es solo el suelo nutricio, sino una realidad ms sutil la que halla en la mujer su smbolo. En el Antiguo Testamento y en el Apocalipsis, Jerusaln y Babilonia no son exclusivamente madres: son tambin esposas {216}. Hay ciudades vrgenes y ciudades prostitutas, como Babel y Tiro. Tambin se ha llamado a Francia la hija mayor de la Iglesia; Francia e Italia son hermanas latinas. En las estatuas que representan a Francia, Roma, Germania, y en las que, en la plaza de la Concordia, evocan a Estrasburgo y Lyon, no est especificada la funcin de la mujer, sino solo su feminidad. Esta asimilacin no es exclusivamente alegrica: multitud de hombres la realizan afectivamente (1). (1) Es alegrica en el vergonzoso poema que Claudel acaba de consumar en el que llama a Indochina Esa mujer amarilla; es afectiva, por el contrario, en los versos del poeta negro: El alma del negro pas donde duermen los ancianos vive y habla esta noche en la fuerza inquieta a lo largo de tus riones huecos. Es un hecho frecuente que el viajero pida a la mujer la clave de las regiones que visita: cuando tiene entre sus brazos a una italiana o una espaola, se le antoja poseer la sabrosa esencia de Italia o de Espaa. Cuando llego a una nueva ciudad, siempre empiezo por ir al burdel, deca un periodista. Si un espeso chocolate puede descubrirle a Gide toda Espaa, con mayor razn los besos de una boca extica entregarn al amante un pas con su flora, su fauna, sus tradiciones, su cultura. La mujer no resume sus instituciones polticas ni sus riquezas econmicas; pero encarna a la vez su pulpa carnal y su man mstico. De la Graziella de Lamartine a las novelas de Loti y las novelas cortas de Morand, es a travs de las mujeres como se ve al extranjero tratar de apropiarse el alma de una regin. Mignon, Sylvie, Mireille, Colomba, Carmen desvelan la verdad ms ntima de Italia, del Valais, de la Provenza, de Crcega, de Andaluca. El que Goethe se hiciese amar por la alsaciana Federica les ha parecido a los alemanes un smbolo de la anexin de Alsacia por Alemania, y, recprocamente, cuando Colette Baudoche rehusa desposarse con un alemn, a los ojos de Barrs es Alsacia la que se niega a Alemania; simboliza a AiguesMortes y a toda una civilizacin refinada y friolera {217} en la personilla de Brnice, que representa tambin la sensibilidad del propio escritor. Porque en la que es el alma de la Naturaleza, de las ciudades, del Universo, el hombre reconoce tambin a su misterioso doble; el alma del hombre es Psique, una mujer. Psique tiene rasgos femeninos en Ulalume, de Edgar A. Poe: Aqu, una vez, a lo largo de una titnica avenida de cipreses, erraba yo con mi alma / una avenida de cipreses con Psique, mi alma... As pacifiqu yo a Psique y la bes... y le dije: Dulce hermana, qu hay, escrito sobre la puerta? Y Mallarm, dialogando en el teatro con un alma, o bien nuestra idea (a saber, la divinidad presente en el espritu del hombre), la llama una tan exquisita dama anormal (sic) (1). Y Valry la interpela as: Armonioso yo diferente de un sueo. Mujer flexible y firme de continuados silencios y actos puros!... Misterioso yo... (1) Crayonn au thtre. Las ninfas y las hadas las ha sustituido el mundo cristiano por presencias menos carnales; pero los hogares, los paisajes, las ciudades y los mismos individuos siguen estando poblados por una impalpable feminidad. Esta verdad sepultada en la noche de las cosas resplandece tambin en el cielo; inmanencia perfecta, el Alma es, al mismo tiempo, lo trascendente, la Idea. No solamente las ciudades y las naciones, sino entidades, instituciones abstractas, revisten rasgos femeninos: la Iglesia, la Sinagoga, la Repblica, la Humanidad, son mujeres, y tambin la Paz, la Guerra, la Libertad, la Revolucin, la Victoria. El ideal que el hombre se propone como lo Otro esencial, l lo feminiza, porque la mujer es la figura sensible de la alteridad; por eso casi todas las alegoras, tanto en el lenguaje como en la iconografa {218}, son mujeres (1). Alma e Idea, la mujer es tambin mediadora entre una y otra: ella es la Gracia que conduce al cristiano hacia Dios, y Beatriz guiando a Dante en el ms all, y Laura llamando a Petrarca hacia las altas cumbres de la poesa. En todas las doctrinas que asimilan la Naturaleza al Espritu, ella aparece como Armona, Razn, Verdad. Las sectas gnsticas haban hecho de la Sabidura una mujer: Sofa; le atribuan la redencin del mundo y hasta su creacin. Entonces la mujer ya no es carne, sino cuerpo glorioso; ya no se pretende poseerla, se la venera en su esplendor intocado; las plidas muertas de Edgar A. Poe son fluidas como el agua, como el viento, como el recuerdo; para el amor corts, para los preciosos y para toda la tradicin galante, la mujer ya no es una criatura animal, sino un ser etreo, un soplo, una luz. As se convierte en transparencia la opacidad de la Noche femenina, en pureza la negrura, como en estos textos de Novalis: (1) La filologa se muestra respecto a esta cuestin un tanto misteriosa; todos los lingistas estn de acuerdo en reconocer que la distribucin de las palabras concretas en gneros es puramente accidental. En francs, sin embargo, la mayora de las entidades pertenecen al gnero femenino: belleza, lealtad, etc. Y en alemn, la mayora de las palabras importadas, extraas, otras, son tambin femeninas: die Bar, etc. xtasis nocturnal, sueo celeste, t descendiste hacia m; el paisaje se elev suavemente, y, por encima del paisaje, mi espritu plane liberado, regenerado. El texto hzose nube, y a travs de ella percib los rasgos transfigurados de la Bien Amada. Te somos, pues, agradables, tambin a ti, noche sombra?... Fluye de tus manos un blsamo precioso; de tu haz desciende un rayo luminoso. T retienes las pesadas alas del alma. Nos embarga una emocin oscura e indecible: veo un semblante grave, gozosamente asustado, que se inclina hacia m, y reconozco bajo los bucles enlazados la querida juventud de la Madre... Ms celestes que esas estrellas centelleantes nos parecen los ojos infinitos que la Noche ha abierto en nosotros. La atraccin descendente ejercida por la Mujer se ha invertido {219}; ya no llama al hombre hacia el corazn de la tierra, sino hacia el cielo. El Eterno Femenino nos atrae hacia lo alto, proclama Goethe al final del Segundo Fausto. Puesto que la Virgen Mara es la imagen ms acabada, ms generalmente venerada de la mujer regenerada y consagrada al Bien, resulta interesante ver cmo aparece a travs de la literatura y la iconografa. He aqu un extracto de las letanas que le diriga en la Edad Media la cristiandad enfervorizada: ... Virgen Excelsa, eres Roco fecundo, Fuente de Gozo. Canal de misericordias, Pozo de aguas vivas que extinguen nuestros ardores. Eres la Mama con que Dios amamanta a los hurfanos... Eres la Mdula, la Miga, el Ncleo de todos los bienes. Eres la Mujer sin malicia, cuyo amor jams cambia... Eres la Piscina probtica, el Remedio de las vidas leprosas, la Mdica sutil, cuyo par no se encuentra ni en Salerno ni en Montpellier... Eres la Dama de manos curativas, cuyos dedos, tan bellos, tan blancos, tan largos, restauran narices y bocas, renuevan ojos y orejas. Apaciguas a los ardientes, reanimas a los paralticos, corriges a los timoratos, resucitas a los muertos. En tales invocaciones se halla la mayor parte de los atributos femeninos que ya hemos indicado. La virgen es fecundidad, roco, fuente de vida; muchas imgenes la representan como pozo, manantial, fuente; la expresin fuente de vida es una de las ms difundidas; no es creadora, pero fertiliza, hace surgir a la superficie lo que estaba escondido en la tierra. Es la profunda realidad encerrada como un germen bajo la apariencia de las cosas: el Ncleo, la Mdula. Por ella se apaciguan los deseos: ella es lo que le ha sido dado al hombre para saciarlo. Dondequiera que la vida est amenazada, ella la salva y la restaura: cura y fortifica {220}. Y como la vida emana de Dios, siendo intermediaria entre la vida y el hombre, es tambin trujamn entre la Humanidad y Dios. Puerta del diablo, deca Tertuliano. Pero, transfigurada, es puerta del cielo; algunos cuadros la representan en el acto de abrir una puerta o una ventana que da al paraso, o bien alzando una escala entre la Tierra y el firmamento. Ms claramente, hela abogada, postulando cerca de su Hijo por la salvacin de los hombres: multitud de cuadros del Juicio Final muestran a la Virgen descubriendo sus senos y suplicando a Cristo en nombre de su gloriosa maternidad. Protege entre los pliegues de su manto a los hijos de los hombres; su amor misericordioso los sigue a travs de los ocanos, los campos de batalla, de todos los peligros. En nombre de la caridad, doblega la Justicia divina: se ven Vrgenes con balanza que, sonriendo, hacen inclinarse del lado del Bien el platillo donde se pesan las almas. Este papel misericordioso y tierno es uno de los ms importantes de todos cuantos han sido reservados a la mujer. Incluso integrada en la sociedad, la mujer desborda sutilmente sus fronteras, porque posee la insidiosa generosidad de la Vida. Es esta distancia entre las construcciones queridas por los varones y la contingencia de la Naturaleza lo que parece inquietante en ciertos casos: pero se hace benfica cuando la mujer, demasiado dcil para amenazar la obra de los hombres, se limita a enriquecerla y suavizar las lneas demasiado acusadas. Los dioses masculinos representan al Destino; por parte de las diosas, hallamos una benevolencia arbitraria, un favor caprichoso. El Dios cristiano tiene los rigores de la Justicia; la Virgen tiene la dulzura de la Caridad. En la Tierra, los hombres son defensores de las leyes, de la razn, de la necesidad; la mujer conoce la contingencia original del hombre mismo y de esa necesidad en la cual cree; de ah proviene la misteriosa irona que florece en sus labios y su generosa flexibilidad. Ha parido en el dolor, ha curado las heridas de los varones, amamanta al recin nacido y amortaja a los muertos; conoce del hombre todo cuanto veja su orgullo y humilla su voluntad. Mientras se inclina ante l, sometiendo la carne al espritu, se mantiene en las {221} fronteras carnales del espritu; y pone en tela de juicio la seriedad de las duras arquitecturas masculinas: suaviza sus aristas introduciendo en ellas un lujo gratuito, una gracia imprevista. Su poder sobre los hombres proviene de que los llama tiernamente a una conciencia modesta de su autntica condicin; ese es el secreto de su sabidura desengaada, dolorosa, irnica y amante. Hasta la frivolidad, el capricho y la ignorancia son en ella virtudes encantadoras, porque florecen ms ac y ms all del mundo en que el hombre ha elegido vivir, pero donde no le gusta sentirse encerrado. Frente a significaciones estancadas, a instrumentos conformados para fines tiles, ella levanta el misterio de las cosas intactas; ha hecho pasar por las calles de las ciudades y por los campos cultivados el soplo de la poesa. La poesa pretende captar lo que existe ms all de la prosa cotidiana: la mujer es una realidad eminentemente potica, puesto que en ella el hombre proyecta todo cuanto no decide ser. Ella encarna el Sueo; el sueo es para el hombre la presencia ms ntima N, la ms extraa, lo que no quiere, lo que no hace, a lo que aspira y lo que no podr alcanzar; lo Otro misterioso, que es la profunda inmanencia y la lejana trascendencia, le prestar sus rasgos. Es as como Aurelia visita en sueos a Nerval y le entrega el mundo entero bajo la figura del sueo: Se puso a crecer bajo un claro rayo de luz de tal suerte, que, poco a poco, el jardn fue tomando forma, y los arriates y los rboles convertanse en los rosetones y festones de su vestido, mientras su figura y sus brazos impriman sus contornos a las purpreas nubes del cielo. Yo la perda de vista a medida que se transfiguraba, porque pareca desvanecerse en su propia grandeza. Oh, no me huyas! exclam; porque la Naturaleza muere contigo. Siendo la mujer la sustancia misma de las actividades poticas del hombre, se comprende que aparezca como su inspiradora: las Musas son mujeres. La Musa es mediadora entre el creador y las fuentes naturales donde debe beber. A travs de la mujer, cuyo espritu est profundamente comprometido en la Naturaleza, el hombre sondear los abismos del silencio y de la noche fecunda. La Musa no crea {222} nada por s misma; es una Sibila que ha adquirido sabidura y se ha hecho dcilmente sirvienta de un amo. Hasta en los dominios concretos y prcticos sern tiles sus consejos. El hombre quiere alcanzar, sin ayuda de sus semejantes, los fines que se inventa; y, a menudo, el parecer de otro hombre le resultara importuno; sin embargo, se imagina que la mujer le habla en nombre de otros valores, en nombre de una sabidura que l no pretende poseer, ms instintiva que la suya, ms inmediatamente acordada con lo real; son intuiciones lo que Egeria entrega al consultante; la interroga sin amor propio, como interrogara a los astros. Esta institucin se introduce hasta en los negocios o en la poltica: Aspasia y madame de Maintenon todava hacen hoy carreras florecientes (1). (1) Ni que decir tiene que, en verdad, manifiestan cualidades intelectuales completamente idnticas a las de los hombres. Hay otra funcin que el hombre confa de buen grado a la mujer: siendo objeto de las actividades de los hombres y fuente de sus decisiones, aparece al mismo tiempo como medida de los valores. Se revela como un juez privilegiado. No es solo para poseerlo por lo que el hombre suea con un Otro, sino tambin para ser confirmado por l; ser confirmado por hombres, que son sus semejantes, exige de l una tensin constante: por ello desea que una mirada venida de fuera confiera a su vida, a sus empresas, a l mismo, un valor absoluto. La mirada de Dios es una mirada oculta, extraa, inquietante: incluso en las pocas de fe, solo algunos msticos se sentan abrasados por ella. Ese papel divino es el que con frecuencia se ha asignado a la mujer. Prxima al hombre, dominada por l, no plantea valores que le sean extraos; y, sin embargo, como ella es otro, permanece exterior al mundo de los hombres y, por tanto, es capaz de captarlo con objetividad. Es ella quien en cada caso singular denunciar la presencia o la ausencia del valor, de la fuerza, de la belleza, confirmando desde fuera su precio universal. Los hombres estn demasiado ocupados con sus relaciones de cooperacin y de lucha para constituir un pblico los {223} unos de los otros: no se contemplan. La mujer est al margen de sus actividades, no toma parte en las justas y combates: toda su situacin la destina a representar ese papel de mirada. El caballero combate en el torneo por su dama; lo que los poetas tratan de obtener es el sufragio de las mujeres. Cuando Rastignac quiere conquistar Pars, en lo primero que piensa es en tener mujeres, menos para poseerlas en sus cuerpos que para gozar de esa reputacin que nicamente ellas son capaces de crearle a un hombre. Balzac ha proyectado en sus jvenes hroes la historia de su propia juventud: l empez a formarse junto a queridas mayores que l; y no solo en Le Lys dans la valle representa la mujer ese papel de educadora, sino que es tambin el que se le asigna en L'ducation sentimentale, en las novelas de Stendhal y en multitud de otras novelas de aprendizaje. Ya hemos visto que la mujer es a la vez physis y antiphysis: tanto como a la Naturaleza, encarna a la Sociedad; en ella se resume la civilizacin de una poca, su cultura, como se ve en los poemas cortesanos, en el Decamern, en L'Astre, ella lanza modas, reina en los salones, dirige y refleja la opinin. La celebridad, la gloria, son mujeres. La multitud es mujer, deca Mallarm. Cerca de las mujeres, el joven se inicia en el mundo y en esta realidad compleja que llamamos vida. Ella es uno de los fines privilegiados que persiguen el hroe, el aventurero, el individualista. En la Antigedad vemos a Perseo liberar a Andrmeda, a Orfeo buscar a Eurdice en los infiernos y a Troya combatir para conservar a la bella Helena. Los libros de caballeras apenas conocen otras proezas que la liberacin de princesas cautivas. Qu hara el Prncipe Azul si no despertase a la Bella Durmiente del Bosque, si no colmase con sus dones a Piel de Asno? El mito del rey desposando a una pastora lisonjea al hombre tanto como a la mujer. El hombre rico necesita dar, porque de lo contrario su riqueza intil es una riqueza abstracta: necesita tener enfrente alguien a quien dar. El mito de Cenicienta, que Philipp Wyllie ha descrito con complacencia en Generation of Vipers, florece sobre todo en los pases prsperos; tiene ms fuerza en Norteamrica que en cualquier otro lugar {224}, porque a los hombres les embarazan all ms sus riquezas: ese dinero para ganar el cual han empleado toda su vida, cmo lo gastaran si no lo dedicasen a una mujer? Orson Welles, entre otros, ha encarnado en Ciudadano Kane al imperialismo de esa falsa generosidad: para afirmar su propio poder, Kane opta por aplastar con sus dones a una oscura cantante e imponerla al pblico como una gran actriz; tambin en Francia podran citarse multitud de ciudadanos Kane, en pequea escala. En esa otra pelcula titulada El filo de la navaja, cuando el hroe regresa de la India provisto de la sabidura absoluta, el nico uso que puede hacer de ella consiste en redimir a una prostituta. Est claro que, al soarse as como donante, liberador, redentor, el hombre desea todava la sumisin de la mujer; porque para despertar a la Bella Durmiente del Bosque es preciso que duerma; hacen falta ogros y dragones para que haya princesas cautivas. Sin embargo, cuanto mayor es el gusto del hombre por las empresas difciles, con mayor placer conceder la independencia a la mujer. Vencer es todava ms fascinante que liberar o dar. El ideal del hombre medio occidental es una mujer que sufra libremente su dominacin, que no acepte sus ideas sin discusin, pero que ceda ante sus razones, que le resista con inteligencia para terminar dejndose convencer. Cuanto ms se exalta su orgullo, ms le agrada que la aventura sea peligrosa: resulta ms hermoso domear a Pentesilea que desposarse con una Cenicienta consentidora. El guerrero ama el peligro y el juego dice Nietzsche, y por eso ama a la mujer, que es el juego ms peligroso. El hombre que ama el peligro y el juego ve sin desagrado que la mujer se torne amazona, si mantiene la esperanza de reducirla (1): lo que su corazn exige es que esa lucha siga siendo para l un juego, mientras que la mujer {225} empea en la misma su destino; esa es la verdadera victoria del hombre, libertador y conquistador: que la mujer le reconozca libremente como su destino. (1) Las novelas policacas americanas o escritas al modo americano son notable ejemplo de ello. Los hroes de Peter Cheyney, entre otros, siempre estn enzarzados con una mujer extremadamente peligrosa, indomable para otros que no sean ellos: tras un duelo que se desarrolla a lo largo de toda la novela, resulta finalmente vencida por Campion o Callagham, y cae en sus brazos. As, la expresin tener una mujer encubre un doble sentido: las funciones de objeto y de juez no estn disociadas. Desde el momento en que a la mujer se la considera una persona, no se la puede conquistar sin su consentimiento; hay que ganarla. Es la sonrisa de la Bella Durmiente del Bosque la que colma de dicha al Prncipe Azul; son las lgrimas de felicidad y gratitud de las princesas cautivas las que dan su verdad a la proeza del caballero. Inversamente, su mirada no tiene la severidad abstracta de una mirada masculina, se deja encantar. As, el herosmo y la poesa son modos de seduccin; pero, al dejarse seducir, la mujer exalta el herosmo y la poesa. A los ojos del individualista, ejerce ella un privilegio an ms esencial: se le aparece, no como la medida de valores universalmente reconocidos, sino como la revelacin de sus mritos singulares y de su mismo ser. A un hombre lo juzgan sus semejantes de acuerdo con lo que hace, en su objetividad y segn medidas generales. Pero algunas de sus cualidades y, entre otras, sus cualidades vitales, no pueden interesar ms que a la mujer; no es viril, encantador, seductor, tierno, cruel, sino en funcin de ella; si es a estas secretsimas virtudes a las que concede valor, tiene de ella una necesidad absoluta; por ella conocer el milagro de aparecerse a s mismo como si fuese otro, un otro que es tambin su yo ms profundo. Hay un texto de Malraux que expresa admirablemente lo que el individualista espera de la mujer amada. Kyo se pregunta: Uno oye la voz de los otros con los odos; la suya propia la oye con la garganta. S. Tambin su vida la oye con la garganta ... Y la de los dems?... Para los dems, soy lo que he hecho ... nicamente para May no era lo que haba hecho; solo para l era ella algo enteramente distinto de su biografa. La ayuda del abrazo por medio del cual mantiene el amor a los seres pegados uno contra otro frente a la soledad, no se la prestaba ella al hombre, sino al loco, al monstruo incomparable, preferible a todo cuanto todo ser es para s mismo y que l {226} acaricia en el fondo de su corazn. Desde que muri su madre, May era el nico ser para quien l no era Kyo Gisors, sino la ms estrecha complicidad... Los hombres no son mis semejantes, ellos son quienes me miran y me juzgan; mis semejantes son quienes me aman y no me miran, los que me aman contra todo, los que me aman contra el fracaso, contra la bajeza, contra la traicin, los que me aman a m y no a lo que he hecho o har, los que me amarn mientras me ame a m mismo, comprendido hasta el suicidio (1). Lo que hace humana y conmovedora la actitud de Kyo es que implica reciprocidad y pide de May que le ame en su autenticidad, no que le devuelva un reflejo complaciente de s mismo. En muchos hombres, esta exigencia se degrada: en lugar de una revelacin exacta, buscan en el fondo de dos ojos vivaces su imagen nimbada de admiracin y de gratitud, divinizada. Si tan frecuentemente se ha comparado a la mujer con el agua, es porque, entre otras cosas, ella es el espejo donde se contempla el Narciso masculino: se inclina sobre ella con buena o con mala fe. Pero lo que en todo caso le pide es que sea fuera de l todo cuanto no puede l aprehender en s mismo, porque la interioridad de lo existente no es ms que la nada, y porque, para alcanzarse, necesita proyectarse en un objeto. La mujer es para l la suprema recompensa, puesto que ella, bajo una forma extraa que puede l poseer en su carne, es su propia apoteosis. Es a ese monstruo incomparable, a s mismo, a quien estrecha entre sus brazos, cuando abraza al ser que resume para l al Mundo y a quien ha impuesto sus valores y sus leyes. Al unirse entonces a ese otro a quien ha hecho suyo, espera alcanzarse a s mismo. Tesoro, presa, juego y riesgo, musa, gua, juez, mediadora y espejo, la mujer es lo Otro en lo que el sujeto se supera sin limitarse y que se opone a l sin negarlo; ella es lo Otro que se deja anexionar sin cesar de ser lo Otro. De ah que sea tan necesaria para la dicha del hombre y para su triunfo, que puede decirse que, si no existiese, los hombres la habran inventado {227}. (1) La condicin humana. Y la han inventado (1). Pero tambin existe sin su invencin. Por eso, al mismo tiempo que la encarnacin de su sueo, ella es su fracaso. No existe una sola de las figuras de la mujer que no engendre inmediatamente su figura inversa: ella es la Vida y la Muerte, la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche. Bajo cualquier aspecto que la consideremos, hallamos siempre la misma oscilacin por el hecho de que lo inesencial retorna necesariamente a lo esencial. En las figuras de la Virgen Mara y de Beatriz subsisten Eva y Circe. (1) El hombre ha creado a la mujer, pero con qu? Con una costilla de su dios, de su ideal, (NIETZSCHE: El crepsculo de los dolos). Por la mujer escribe Kierkegaard entre la idealidad en la vida, y, sin ella, qu sera del hombre? Muchos hombres se han convertido en genios gracias a una joven... Pero ninguno de ellos se convirti en genio gracias a la joven cuya mano obtuvo... En el contexto de una relacin negativa es como la mujer hace al hombre productivo en la idealidad... Unas relaciones negativas con la mujer pueden hacernos infinitos... Unas relaciones positivas con la mujer hacen al hombre finito en las ms vastas proporciones (2). Es decir, que la mujer resulta necesaria en la medida en que subsiste como Idea en la que el hombre proyecta su propia trascendencia, pero es nefasta en tanto que realidad objetiva, existiendo para s y limitada a s misma. Al negarse a desposar a su prometida es cuando Kierkegaard estima haber establecido con la mujer la nica relacin vlida. Y tiene razn en el sentido de que el mito de la mujer planteada como un Otro infinito entraa inmediatamente su contrario. (2) In vino veritas. Porque es un falso Infinito, un Ideal sin verdad, la mujer se descubre como finitud y mediocridad y, al mismo tiempo, como mentira. Es as como aparece en Laforgue; en toda su obra, este expresa su rencor contra una mistificacin de la que hace tan responsable al hombre como a la mujer. Ofelia y Salom no son de hecho ms que insignificantes mujeres {228}. Hamlet piensa: Es as como Ofelia me hubiese amado, como su bien y porque social y moralmente era yo superior a los bienes de sus amigas. Y las frasecitas que se le escapaban a la hora en que se encienden las lmparas respecto al bienestar y las comodidades. La mujer hace soar al hombre; sin embargo, piensa en sus comodidades, en sus ollas; le hablan de su alma, cuando no es ms que un cuerpo. Y, creyendo perseguir el Ideal, el amante es un juguete de la Naturaleza, que utiliza todas sus msticas con fines de reproduccin. En verdad, ella representa lo cotidiano de la existencia; es bobera, prudencia, mezquindad, aburrimiento. Es lo que expresa, entre otras cosas, el poema intitulado Nuestra compaerita: ...Tengo el arte de todas las escuelas. Tengo almas para todos los gustos. Coged la flor de mis rostros, bebed mi boca y no mi voz, y no busquis nada ms: nadie vio claro all, ni siquiera yo. Nuestros amores no son iguales para que os tienda la mano. No sois ms que varones ingenuos y yo soy el Eterno Femenino! Mi Designio se pierde en las Estrellas! Yo, yo soy la Gran Isis! Nadie me ha levantado el velo. No pensis sino en mis oasis... El hombre ha logrado sojuzgar a la mujer, pero en esa medida la ha despojado de lo que haca deseable su posesin. Integrada en la familia y la sociedad, la magia de la mujer ms se disipa que se transfigura; reducida a la condicin de sirviente, ya no es esa presa indomada en la cual se encarnaban todos los tesoros de la Naturaleza. Desde el nacimiento del amor cortesano, ya es un lugar comn lo de que el matrimonio mata al amor. Demasiado despreciada o demasiado respetada, demasiado cotidiana, la esposa ya no es un objeto ertico. Los ritos del matrimonio estn primitivamente {229} destinados a defender al hombre contra la mujer; esta se convierte en su propiedad: pero todo lo que poseemos nos posee a su vez; tambin el matrimonio es para el hombre una servidumbre; entonces es cuando cae en la trampa tendida por la Naturaleza: por haber deseado una joven lozana, el varn debe alimentar durante toda su vida a una gorda matrona, a una vieja reseca; la delicada joya destinada a embellecer su existencia se convierte en un fardo odioso: Jantipa es uno de los tipos femeninos de quienes los hombres han hablado siempre con ms horror (1). Pero, incluso cuando la mujer es joven, hay en el matrimonio una mistificacin, puesto que, pretendiendo socializar el erotismo, no ha conseguido sino matarlo. Y es que el erotismo implica una reivindicacin del instante contra el tiempo, del individuo contra la colectividad; afirma la separacin contra la comunicacin; es rebelde a toda reglamentacin; contiene un principio hostil a la sociedad. Jams las costumbres se han plegado al rigor de las instituciones y las leyes: el amor se ha afirmado contra ellas en todos los tiempos. Bajo su figura sensual, se dirige en Grecia y en Roma a los jvenes o a las cortesanas; carnal y platnico a la vez, el amor cortesano est siempre destinado a la esposa de otro. Tristn es la epopeya del adulterio. La poca que vuelve a crear, alrededor de 1900, el mito de la mujer, es aquella en que el adulterio se convierte en tema de toda la literatura. Ciertos escritores, como Bernstein, en una suprema defensa de las instituciones burguesas, se esfuerzan por reintegrar al matrimonio el erotismo y el amor; pero hay ms verdad en Amoureuse, de PortoRiche, que muestra la incompatibilidad de estos dos rdenes de valores. El adulterio no puede desaparecer sino con el matrimonio mismo. Porque el fin del matrimonio consiste, en cierto modo, en inmunizar al hombre contra su mujer: pero las dems mujeres conservan a sus ojos su vertiginoso atractivo, y hacia ellas se volver. Las mujeres se hacen cmplices. Porque se rebelan contra {230} un orden que pretende privarlas de todas sus armas. Para arrebatar la mujer a la Naturaleza, para someterla al hombre mediante ceremonias y contratos, se la ha elevado a la dignidad de persona humana, se la ha dotado de libertad. Pero la libertad es precisamente lo que escapa a toda servidumbre; y, si se la pone de acuerdo con un ser originariamente habitado por potencias malficas, se hace peligrosa. Y se hace tanto ms cuanto que en el hombre se ha detenido en las medidas a medias; no ha aceptado a la mujer en el mundo masculino sino convirtindola en sirviente, en la frustracin de su trascendencia; la libertad de que la han dotado no podra tener otro uso que no fuese negativo; ella se dedica a negarse. La mujer solo se ha hecho libre al hacerse cautiva; renuncia a ese privilegio humano para reencontrar su poder de objeto natural. Durante el da, representa prfidamente su papel de sirviente dcil; pero llegada la noche se convierte en gata, en cierva; vuelve a deslizarse en su piel de sirena, o bien, cabalgando sobre una escoba, vuela hacia rondas satnicas. A veces ejerce su magia nocturna sobre su propio marido; pero es ms prudente disimular sus metamorfosis a los ojos de su dueo; es a extraos a quienes elige como presa; estos no tienen ningn derecho sobre ella, y ella sigue siendo para ellos planta, fuente, estrella, hechicera. Hela ah, pues, destinada a la infidelidad: es el nico semblante concreto que puede revestir su libertad. Es infiel ms all incluso de sus deseos, sus pensamientos, su conciencia; por el hecho de que se la mire como a un objeto, es ofrecida a toda subjetividad que opte por aduearse de ella; encerrada en el harn, oculta bajo sus velos, todava no se tiene la seguridad de que no inspire deseo a nadie: inspirar deseo a un extrao ya es faltar al esposo y a la sociedad. Pero, adems, a menudo ella se hace cmplice de esa fatalidad; nicamente a travs del adulterio y la mentira puede demostrar que no es la cosa de nadie y desmentir las pretensiones del varn. Por eso estn tan prontos a despertarse los celos del hombre; se ve en las leyendas que puede sospecharse sin razn de la mujer, y condenarla a la menor sospecha, como a Genoveva de Brabante y a Desdmona; aun antes {231} de toda sospecha, Grislidis es sometida a las ms duras pruebas; este cuento sera absurdo si la mujer no fuese sospechosa por anticipado; no es necesario demostrar sus culpas: es a ella a quien corresponde demostrar su inocencia. Tambin por esa razn los celos pueden ser insaciables; ya se ha dicho que la posesin jams puede ser positivamente realizada; aun prohibiendo a todos los dems beber en ella, tampoco se posee plenamente la fuente en la que uno bebe, y el celoso lo sabe muy bien. Por esencia, la mujer es inconstante, igual que es fluida el agua; y ninguna fuerza humana puede contradecir una verdad natural. A travs de todas las literaturas, tanto en Las mil y una noches como en el Decamern, se asiste al triunfo de la astucia de la mujer sobre la prudencia del hombre. Y, sin embargo, el hombre no es carcelero solo por voluntad individualista: es la sociedad la que, en tanto que padre, hermano o esposo, le hace responsable de la conducta de la mujer. La castidad le es impuesta por razones econmicas y religiosas, pues cada ciudadano debe ser autentificado como hijo de su propio padre. Pero tambin es muy importante obligar a la mujer a coincidir exactamente con el papel que la sociedad le ha asignado. Hay una doble exigencia del hombre que destina a la mujer a la duplicidad: quiere que la mujer sea suya y que permanezca extraa; la suea sirviente y hechicera a la vez. Pero pblicamente solo asume el primero de estos deseos; el otro es una reivindicacin hipcrita que disimula en lo ms recndito de su corazn y su carne; ella se opone a la moral y a la sociedad; es mala como lo Otro, como la Naturaleza rebelde, como la mala mujer. El hombre no se dedica ntegramente al Bien que l construye y pretende imponer; conserva vergonzosas inteligencias con el Mal. Pero dondequiera que este ose mostrar imprudentemente el rostro, el hombre entra en guerra con l. En las tinieblas de la noche, el hombre invita al pecado a la mujer. Pero, en pleno da, repudia al pecado y a la pecadora. Y las mujeres, pecadoras ellas mismas en el misterio del lecho, no rinden por ello menos apasionadamente culto pblico a la virtud. As como entre los primitivos el sexo masculino es laico, mientras el de {232} la mujer est cargado de virtudes religiosas y mgicas, as tambin la falta del hombre en las sociedades ms modernas no es ms que una cana al aire sin ninguna gravedad; a menudo se la considera con indulgencia; aunque desobedezca las leyes de la comunidad, el hombre contina pertenecindole; no es ms que un nio terrible que no amenaza profundamente el orden colectivo. Por el contrario, si la mujer se evade de la sociedad, retorna a la Naturaleza y al demonio, desencadena en el seno de la colectividad fuerzas incontrolables y malignas. A la censura que inspira una conducta desvergonzada, siempre se mezcla el miedo. Si el marido no consigue mantener a su mujer en la virtud, entonces participa de su falta; su desgracia es a los ojos de la sociedad un deshonor; hay civilizaciones tan severas, que el marido tendr que matar a la criminal para no solidarizarse con el crimen. En otras, se castigar al esposo complaciente con alguna cencerrada o pasendole desnudo sobre un asno. Y la comunidad se encargar de castigar por l a la culpable: porque no ha sido solamente a l a quien ha ofendido, sino a toda la colectividad. Tales costumbres han existido con particular aspereza en la Espaa supersticiosa y mstica, sensual y aterrorizada por la carne. Caldern, Garca Lorca y ValleIncln han hecho de ellas el tema de multitud de dramas. En La casa de Bernarda Alba, las comadres del pueblo quieren castigar a la muchacha seducida quemndola con un carbn encendido en el lugar de su pecado. En Divinas Palabras, de ValleIncln, la mujer adltera aparece como una bruja que danza con el demonio; descubierta su falta, todo el pueblo se congrega para arrancarle las ropas y luego ahorcarla. Numerosas tradiciones informan que as desnudaban a la pecadora; despus la lapidaban, como seala el Evangelio, la enterraban viva, la ahogaban, la quemaban. El sentido de tales suplicios radica en que as la devolvan a la Naturaleza, tras haberla despojado de su dignidad social; por su pecado, la adltera haba desencadenado malignos efluvios naturales: la expiacin iba acompaada de una suerte de orga sagrada, en la cual las mujeres, desnudando, golpeando, aniquilando a la culpable, desencadenaban a su {233} vez misteriosos efluvios, pero estos propicios, puesto que actuaban de acuerdo con la sociedad. (1) Ya se ha visto que, en Grecia y durante la Edad Media, era tema de muchas lamentaciones. Esta salvaje severidad se pierde a medida que disminuyen las supersticiones y se disipa el temor. Pero en el campo se mira con desconfianza a las gitanas sin Dios, fuego ni hogar. La mujer que ejerce libremente su encanto, aventurera, vampiresa, mujer fatal, sigue siendo un tipo inquietante. En la mujer mala de las pelculas de Hollywood pervive la figura de Circe. Se ha quemado a mujeres como hechiceras, simplemente porque eran hermosas. Y en la timorata mojigatera de las virtudes provincianas, se perpeta un antiguo espanto ante las mujeres de mala vida. Esos mismos peligros son los que hacen de la mujer un juego cautivante para un hombre aventurero. Renunciando a sus derechos de marido, rehusando apoyarse en las leyes sociales, tratar de vencerla en singular combate. Intenta anexionarse a la mujer hasta en sus resistencias; la persigue en esa libertad por donde se le escapa. En vano. A la libertad no se le puede leer la cartilla: la mujer libre lo ser a menudo contra el hombre. Hasta la Bella Durmiente del Bosque puede despertarse malhumorada, y no reconocer en quien la despierta al Prncipe Azul, puede no sonreir. Ese es, precisamente, el caso del ciudadano Kane, cuya protegida aparece como una oprimida y cuya generosidad se revela como una voluntad de poder y tirana; la mujer del hroe escucha el relato de sus hazaas con indiferencia, la Musa con la que suea el poeta bosteza al escuchar sus versos. La amazona puede rehusar con fastidio el combate, y tambin puede salir victoriosa del mismo. Las romanas de la decadencia, muchas norteamericanas de hoy, imponen a los hombres sus caprichos o su ley. Dnde est Cenicienta? El hombre deseaba dar, y he ah que la mujer toma. Ya no se trata de jugar, sino de defenderse. Desde el momento en que la mujer es libre, no tiene otro destino que aquel que libremente se crea. La relacin entre los dos sexos es entonces una relacin de lucha. Convertida para el hombre en una semejante, aparece entonces tan temible como cuando era frente a l la Naturaleza extraa. La hembra nutricia, abnegada {234}, paciente, se torna bestia vida y devoradora. La mala mujer tambin hunde sus races en la Tierra, en la Vida; pero la tierra es una fosa, y la vida, un combate inmisericorde: al mito de la abeja diligente, de la gallina madre, lo sustituye el del insecto devorador, la mantis religiosa, la araa; la hembra ya no es la que amamanta a los pequeos, sino la que devora al macho; el vulo ya no es un granero de abundancia, sino una trampa de materia inerte en la que el espermatozoide, castrado, se ahoga; la matriz, ese antro clido, apacible y seguro, se torna pulpa humosa, planta carnvora, un abismo de tinieblas convulsas; la habita una serpiente que engulle insaciablemente las fuerzas masculinas. Una misma dialctica hace del objeto ertico una maga negra, de la sirviente una traidora, de Cenicienta un ogro, y cambia a toda mujer en enemigo: he ah el rescate que paga el hombre por haberse planteado con mala fe como el nico esencial. Sin embargo, ese rostro enemigo tampoco es la figura definitiva de la mujer. Ms bien, el maniquesmo se ha introducido en el seno de la especie femenina. Pitgoras asimilaba el principio bueno al hombre y el principio malo a la mujer. Los hombres han intentado superar el mal anexndose a la mujer, lo cual han logrado en parte; pero del mismo modo que el cristianismo, al aportar las ideas de redencin y salvacin, ha sido el que ha dado su pleno sentido a la palabra condenacin, as tambin la mujer mala donde adquiere todo su relieve es frente a la mujer santificada. En el curso de esta querella de las mujeres, que dura desde la Edad Media hasta nuestros das, ciertos hombres solo quieren conocer a la mujer bendita con la que suean, mientras otros solo desean conocer a la mujer maldita que desmiente sus sueos. Pero, en verdad, si el hombre puede encontrar todo en la mujer, es porque ella tiene a la vez esos dos rostros. Ella representa de una manera carnal y viva los valores y antivalores en virtud de los cuales la vida adquiere sentido. He aqu, bien definidos, al Bien y al Mal, que se oponen bajo los rasgos de la Madre abnegada y la Amante prfida; en la vieja balada inglesa Randall my son, un joven caballero viene a morir en brazos de su madre, envenenado {235} por su amante. La Glu de Richepin toma el mismo tema, aunque con ms patetismo y peor gusto. La angelical Micaela se opone a la negra Carmen. La madre, la novia fiel, la esposa paciente, se ofrecen para curar las heridas causadas al corazn de los hombres por vampiresas y mandrgoras. Entre estos polos claramente establecidos, multitud de figuras ambiguas van a definirse, figuras lamentables, odiosas, pecadoras, vctimas, coquetas, dbiles, angelicales, demonacas. Por ah solicitan al hombre y lo enriquecen multitud de conductas y sentimientos. Esta misma complejidad de la mujer le encanta: he ah un maravilloso servidor con el que puede deslumbrarse con poco gasto. Es ngel o demonio? La incertidumbre hace de ella una Esfinge. Una de las casas de prostitucin ms conocidas de Pars haba sido puesta bajo esa gida. En la gran poca de la Feminidad, en los tiempos del cors, de Paul Bourget, de Henri Bataille, del frenchcancan, el tema de la Esfinge reinaba incansablemente en comedias, poesas y canciones: Quin eres, de dnde vienes, extraa Esfinge? Y todava no se ha terminado de soar y de discutir sobre el misterio femenino. Para salvaguardar ese misterio es por lo que los hombres han suplicado durante tanto tiempo a las mujeres que no abandonasen los vestidos largos, las faldas, los velos, los guantes largos, los altos botines: todo cuanto acenta en lo Otro la diferencia lo hace ms deseable, puesto que es lo Otro en tanto que tal lo que el hombre desea apropiarse. En las cartas de AlainFournier, se ve cmo reprocha este a las inglesas su varonil apretn de manos; pero lo que le turba es la pdica reserva de las francesas. Es preciso que la mujer permanezca secreta, desconocida, para que se la pueda adorar como a una princesa lejana; no parece que Fournier se haya mostrado particularmente deferente con las mujeres que cruzaron por su vida; pero toda la maravilla de la infancia, de la juventud, toda la nostalgia del paraso perdido, estn en una mujer que l ha encarnado, una mujer cuya primera virtud era la de parecer inaccesible. Fournier ha trazado de Yvonne de Galais una imagen blanca y dorada. Sin embargo, a los {236} hombres les encantan incluso los defectos femeninos, si crean un misterio. Una mujer debe tener caprichos, deca con autoridad un hombre a una mujer razonable. El capricho es imprevisible; presta a la mujer la gracia del agua ondulante; la mentira la adorna con fascinantes reflejos; la coquetera, la misma perversidad, le dan un perfume embriagador. Decepcionante, huidiza, incomprendida, falaz, as se presta mejor a los deseos contradictorios de los hombres; es la Maya de las innumerables metamorfosis. Es un lugar comn representarse a la Esfinge bajo los rasgos de una joven: la virginidad es uno de los secretos que los hombres encuentran ms turbadores, y tanto ms cuanto ms libertinos son; la pureza de la joven permite la esperanza de todas las licencias y nunca se sabe qu perversidades pueden disimularse bajo su inocencia; todava prxima al animal y a la planta, ya dcil a los ritos sociales, no es ni nia ni adulta; su tmida feminidad no inspira temor, sino una inquietud atemperada. Se comprende que sea una de las figuras privilegiadas del misterio femenino. Sin embargo, como la verdadera joven se pierde, su culto ha caducado un poco. En desquite, el rostro de la prostituta que, en una pieza de xito apotetico, Gantillon prestaba a Maya, ha conservado mucho de su prestigio. Es ese uno de los tipos femeninos ms plsticos, el que mejor permite el gran juego de los vicios y las virtudes. Para el puritano timorato, ella encarna el mal, la vergenza, la enfermedad, la condenacin; ella inspira espanto y disgusto; no pertenece a ningn hombre, pero se presta a todos y vive de ese comercio; encuentra as la temible independencia de las lujuriosas diosas madres primitivas y encarna la Feminidad que la sociedad masculina no ha santificado y que permanece cargada de poderes malficos; en el acto sexual, el hombre no puede imaginarse que la posee, porque solamente l est entregado al demonio de la carne; es una humillacin, una mancilla que sienten singularmente los anglosajones, a los ojos de los cuales la carne est ms o menos maldita. En cambio, un hombre a quien no asuste la carne, amar en la prostituta la afirmacin generosa y cruda; ver en ella la exaltacin de la {237} feminidad a la que ninguna moral ha despojado de su gracia; encontrar en su cuerpo aquellas virtudes mgicas que otrora emparentaban a la mujer con los astros y el mar; un Miller, al acostarse con una prostituta, cree sondear los abismos mismos de la vida, de la muerte, del cosmos; se rene con Dios en el fondo de las hmedas tinieblas de una vagina acogedora. Porque, al margen de un mundo hipcritamente moral, ella es una suerte de paria, y se puede considerar tambin a la mujer perdida como la oposicin a todas las virtudes oficiales; su indignidad la emparenta con las santas autnticas; porque lo que ha sido humillado ser ensalzado; Jesucristo mir con indulgencia a Mara Magdalena; el pecado abre ms fcilmente las puertas del cielo que una virtud hipcrita. As, a los pies de Sonia Raskolnikov sacrifica el arrogante orgullo masculino que le ha conducido al crimen; por medio del asesinato, ha exasperado esa voluntad de separacin que hay en todo hombre: resignada, abandonada por todos, es una humilde prostituta quien mejor puede recibir la confesin de su abdicacin (1). Las palabras mujer perdida despiertan ecos turbadores; muchos hombres suean con perderse; pero no es fcil, no se logra fcilmente alcanzar el Mal bajo una figura positiva; y hasta el demonaco se espanta ante crmenes excesivos; la mujer permite celebrar sin grandes riesgos esas misas negras donde se evoca a Satn, aunque no se le haya precisamente invitado; ella est al margen del mundo masculino: los actos que la conciernen no tienen realmente consecuencias; sin embargo, es un ser humano y, por consiguiente, pueden realizarse a travs de ella sombras revueltas contra las leyes humanas {238}. (1) Marcel Schwob expone poticamente ese mito en el Livre de Monelle. Te hablar de las pequeas prostitutas y sabrs el comienzo... Mira, lanzan un grito de compasin por ti y te acarician la mano con la suya descarnada. Solo te comprenden si eres muy desdichado; lloran contigo y te consuelan... Mira, ninguna de ellas puede permanecer contigo. Estaran demasiado tristes y les avergenza quedarse cuando has dejado de llorar; entonces no se atreven a mirarte. Te ensean la leccin que tienen que ensearte y se van. Vienen a travs del fro y de la lluvia a besarte la frente y enjugarte los ojos, y las pavorosas tinieblas vuelven a engullirlas... No hay que pensar en lo que han podido hacer en las tinieblas. Desde De Musset hasta Georges Bataille, la orga de rasgos repelentes y fascinantes es la frecuentacin de las prostitutas. Sade y Sacher Masoch sacian en las mujeres los deseos que los abruman; sus discpulos, y la mayor parte de los hombres que tienen vicios que satisfacer, se dirigen por lo general a las prostitutas. De todas las mujeres, ellas son las ms sometidas al varn, y, sin embargo, las que ms se le escapan; eso es lo que las dispone para revestir tan mltiples significados. Empero, no hay ninguna figura femenina, virgen, madre, esposa, hermana, sirvienta, amante, adusta virtud, odalisca sonriente, que no sea susceptible de resumir as las ondulantes aspiraciones de los hombres. Corresponde a la psicologa y en particular al psicoanlisis el descubrir por qu un individuo se adhiere ms singularmente a tal o cual aspecto del Mito de innumerables rostros, y por qu lo encarna en determinada mujer singular. Pero ese mito est implcito en todos los complejos, obsesiones y psicosis. En particular, muchas de las neurosis tienen su origen en un vrtigo de lo prohibido, que solo puede aparecer si previamente se han constituido los oportunos tabes; una presin social exterior es insuficiente para explicar su presencia; en realidad, las prohibiciones sociales no son nicamente convenciones; entre otras significaciones, tienen un sentido ontolgico que cada individuo experimenta de manera individual. A ttulo de ejemplo, es interesante examinar el complejo de Edipo; con excesiva frecuencia se le considera producido por una lucha entre las tendencias instintivas y las consignas sociales; pero es, ante todo, un conflicto interno del sujeto mismo. El apego del nio al seno materno es, en principio, apego a la Vida bajo su forma inmediata, en su generalidad y su inmanencia; el rechazo del destete es el rechazo del abandono al que est condenado el individuo desde que se separa del Todo; a partir de entonces, y a medida que se individualiza y se separa ms y ms, es cuando puede calificarse de sexual el gusto que conserva por la carne materna, ya separada de la suya; su sensualidad se ve entonces mediatizada, se ha convertido en trascendencia respecto a un objeto extrao. Pero cuanto {239} ms deprisa y ms decididamente se asume el nio como sujeto, ms inoportuno le va a resultar el vnculo carnal que se opone a su autonoma. Entonces se hurta a las caricias, y la autoridad ejercida por su madre, los derechos que ella tiene sobre l, a veces incluso su presencia misma, le inspiran una especie de vergenza. Sobre todo, le parece embarazoso y obsceno descubrirla como carne, evita pensar en su cuerpo; en el horror que experimenta con respecto a su padre o a un segundo marido o a un amante, hay menos celos que escndalo: recordarle que su madre es un ser de carne, es recordarle su propio nacimiento, acontecimiento que repudia con todas sus fuerzas; o, por lo menos, desea revestirlo con la majestad de un gran fenmeno csmico; es preciso que su madre resuma a la Naturaleza, que inviste a todos los individuos sin pertenecer a ninguno; detesta que ella se convierta en presa, no porque como se pretende a menudo quiera l mismo poseerla, sino porque desea que exista por encima de toda posesin: ella no debe tener las mezquinas dimensiones de la esposa o la amante. Sin embargo, cuando en el momento de la adolescencia su sexualidad se viriliza, sucede que el cuerpo de su madre le turba; pero esto ocurre porque en ella capta la feminidad en general: y frecuentemente el deseo que despierta la vista de un muslo, o de un seno, se extingue tan pronto como el joven se da cuenta de que aquella carne es la carne materna. Existen numerosos casos de perversin, puesto que, siendo la adolescencia la edad del desorden, tambin es la de la perversin, en la que el asco suscita el sacrilegio, en la que de lo prohibido nace la tentacin. Pero no es preciso creer que ante todo el hijo desee ingenuamente acostarse con su madre y que unas defensas exteriores se interponen y le oprimen; por el contrario, el deseo nace a causa de esas defensas que se han levantado en el corazn del mismo individuo. Esa prohibicin es precisamente la reaccin ms normal, ms general. Pero, de nuevo, no procede de una consigna social que enmascara deseos instintivos. Ms bien, el respeto es la sublimacin de una repugnancia original; el joven se niega a mirar a su madre como a un ser carnal; la transfigura, la asimila a una de las puras {240} imgenes de mujer santificada que la sociedad le propone. En su virtud, contribuye l a fortalecer la figura ideal de la Madre, que acudir en ayuda de la generacin siguiente. Pero esta no tiene tanta fuerza sino porque es solicitada por una dialctica individual. Y puesto que cada mujer est habitada por la esencia general de la Mujer y, por tanto, de la Madre, es seguro que la actitud con respecto a la Madre repercutir en las relaciones con la esposa y la amante, aunque menos simplemente de lo que a menudo se imagina. El adolescente que ha deseado concretamente, sexualmente, a su madre, puede haber deseado en ella a la mujer en general, y el ardor de su temperamento se apaciguar al lado de no importa qu mujer; no est destinado a nostalgias incestuosas (1). Y, a la inversa, un joven que haya sentido por su madre una reverencia tierna, pero platnica, puede desear que en todo caso la mujer participe de la pureza materna. (1) El ejemplo de Stendhal es notabilsimo. Se conoce bastante bien la importancia de la sexualidad y, por ende, de la mujer en las conductas patolgicas y normales. Sucede que otros objetos son feminizados; puesto que tambin la mujer es, en gran parte, una invencin del hombre, este puede inventarla a travs de un cuerpo masculino: en la pederastia se mantiene la divisin de los sexos. Pero, en general, a la Mujer se la busca en seres femeninos. Por ella y a travs de lo que en ella hay de mejor y de peor, hace el hombre el aprendizaje de la dicha, del sufrimiento, del vicio, de la virtud, de la codicia, de la renuncia, de la abnegacin, de la tirana, o sea, que hace el aprendizaje de s mismo; ella es el juego de la aventura, pero tambin del riesgo; ella es el triunfo de la victoria y el ms spero del fracaso superado; ella es el vrtigo de la prdida, la fascinacin de la condenacin, de la muerte. Hay todo un mundo de significaciones que no existe sino por la mujer; ella es la sustancia de los actos y de los sentimientos de los hombres, la encarnacin de todos los valores que solicitan su libertad. Se comprende que, aun condenado a los ms crueles ments {241}, el hombre no desee renunciar a un sueo en el que estn envueltos todos sus sueos. He ah por qu la mujer tiene un doble y engaoso semblante: ella es todo cuanto el hombre llama y todo aquello que no alcanza. Ella es la sabia mediadora entre la Naturaleza propicia y el hombre, y es la tentacin de la Naturaleza no domada frente a toda sabidura. Del bien al mal ella encarna en su propia carne todos los valores morales y sus contrarios; ella es la sustancia de la accin y lo que la obstaculiza, el dominio del hombre sobre el mundo y su fracaso; como tal, ella est en el origen de toda reflexin del hombre sobre su existencia y de toda expresin que pueda dar de la misma; sin embargo, se aplica a desviarle de s mismo, a hacerle naufragar en el silencio y en la muerte. Sirviente y compaera, espera l que tambin sea su pblico y su juez, que le confirme en su ser; pero ella se le opone con su indiferencia, es decir, con sus burlas y sus risas. El hombre proyecta en ella cuanto desea y teme, lo que ama y lo que aborrece. Y si resulta tan difcil no decir nada de ello es porque el hombre se busca todo entero en ella, y ello lo es Todo. Solo que es Todo sobre el modo de lo inesencial: es todo lo Otro. Y, en tanto que otro, ella es tambin otro que ella misma, otro que aquello que se espera de ella. Siendo todo, jams es justamente esto que debera ser; es una perpetua decepcin, la decepcin misma de la existencia, que no logra nunca alcanzarse ni reconciliarse con la totalidad de los existentes {242}. PARTE CUARTA. FORMACIN {243}. INTRODUCCIN. Las mujeres de hoy estn a punto de destronar el mito de la feminidad; empiezan a afirmar concretamente su independencia; pero no sin grandes esfuerzos consiguen vivir ntegramente su condicin de seres humanos. Educadas por mujeres en el seno de un mundo femenino, su destino normal es el matrimonio, que las subordina todava prcticamente al hombre; el prestigio viril est muy lejos de haberse borrado: todava descansa sobre slidas bases econmicas y sociales. Por consiguiente, es necesario estudiar cuidadosamente el destino tradicional de la mujer. Cmo hace la mujer el aprendizaje de su condicin, cmo la experimenta, en qu universo se encuentra encerrada, qu evasiones le estn permitidas: he ah lo que intentar describir. Solamente entonces podremos comprender cules son los problemas que se les plantean a las mujeres, que, herederas de un duro pasado, se esfuerzan por forjar un nuevo porvenir. Cuando empleo las palabras mujer o femenino no me refiero, evidentemente, a ningn arquetipo, a ninguna esencia inmutable; detrs de la mayora de mis afirmaciones es preciso sobreentender en el estado actual de la educacin y las costumbres. No se trata aqu de enunciar verdades eternas, sino de describir el fondo comn sobre el cual se alza toda existencia femenina singular {245}. CAPITULO PRIMERO. INFANCIA. No se nace mujer: se llega a serlo. Ningn destino biolgico, psquico o econmico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilizacin el que elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino. nicamente la mediacin de otro puede constituir a un individuo como un Otro. En tanto que existe para s, el nio podra concebirse como sexualmente diferenciado. Entre las chicas y los chicos, el cuerpo es al principio la irradiacin de una subjetividad, el instrumento que efecta la comprensin del mundo: a travs de los ojos, de las manos, y no de las partes sexuales, ellos aprehenden el Universo. El drama del nacimiento, el del destete, se desarrollan de la misma manera para los bebs de ambos sexos; tienen los mismos intereses y los mismos goces; la succin es en primer lugar la fuente de sus sensaciones ms agradables; luego pasan por una fase anal en la que extraen sus mayores satisfacciones de las funciones excretorias que les son comunes; su desarrollo genital es anlogo; exploran su cuerpo con la misma curiosidad y la misma indiferencia; del cltoris y del pene extraen un mismo placer incierto; en la medida en que ya se objetiva su sensibilidad, esta se vuelve hacia la madre: es la carne femenina, suave, lisa y elstica, la que suscita deseos sexuales, y esos deseos son prensiles; tanto la nia como el nio abrazan a la madre, la palpan, la acarician, de una manera agresiva; sienten los mismos celos si nace un nuevo nio, y los manifiestan {247} por los mismos procedimientos: cleras, enfurruamientos, trastornos urinarios; recurren a las mismas coqueteras para captarse el amor de los adultos. Hasta los doce aos, la nia es tan robusta como sus hermanos y manifiesta la misma capacidad intelectual; no existe ninguna esfera en donde le est prohibido rivalizar con ellos. Si, mucho antes de la pubertad, y a veces incluso desde su ms tierna infancia, se nos presenta ya como sexualmente especificada, no es porque misteriosos instintos la destinen inmediatamente a la pasividad, la coquetera y la maternidad, sino porque la intervencin de otro en la vida del nio es casi original y porque, desde sus primeros aos, su vocacin le ha sido imperiosamente insuflada. El mundo no est presente en principio ante el recin nacido sino bajo la figura de sensaciones inmanentes; todava est anegado en el seno del Todo, como cuando moraba en las tinieblas de un vientre; lo mismo si le cra el pecho materno que si lo hace el bibern, el nio est cercado por el calor de una carne maternal. Poco a poco, aprende a percibir los objetos en tanto que distintos a l: se distingue de ellos; al mismo tiempo, de una manera ms o menos brutal, es separado del cuerpo nutricio; a veces reacciona con una violenta crisis ante esa separacin (1); en todo caso, alrededor del momento en que esta se consuma hacia la edad de seis meses, poco ms o menos, es cuando empieza a manifestar por medio de la mmica, que en seguida se convierte en verdaderos alardes expresivos, el deseo de seducir a otros. Ciertamente, esta actitud no est definida por una eleccin reflexiva; pero no es necesario pensar una situacin para existirla. De una manera inmediata, el beb vive el drama original de todo existente, que es el drama de su relacin con lo Otro. Donde el hombre experimenta su desamparo es en la angustia. Huyendo de su libertad, de su subjetividad, quisiera perderse en el seno del Todo: ah est el origen de sus sueos {248} csmicos pantestas, de su deseo de olvido, de sueo, de xtasis, de muerte. Jams consigue abolir su yo separado: al menos anhela alcanzar la solidez del ens, quedar petrificado en cosa; cuando queda fijado por la mirada de otro, es cuando aparece singularmente como un ser. Con esta perspectiva es como hay que interpretar la conducta del nio: bajo una forma carnal, descubre la finitud, la soledad y el desamparo en un mundo extrao, y trata de compensar esta catstrofe enajenando su existencia en una imagen cuyo valor y cuya realidad los fundar otro. Parece ser que es a partir del momento en que capta su reflejo en los espejos momento que coincide con el del destete cuando empieza a afirmar su identidad (2): su yo se confunde tan bien con ese reflejo, que no se forma sino enajenndose. Represente o no el espejo propiamente dicho un papel ms o menos considerable, lo que s es seguro es que el nio empieza hacia los seis meses a comprender la mmica de sus padres y a captarse bajo su mirada como un objeto. Ya es un sujeto autnomo que se trasciende hacia el mundo: pero nicamente bajo una figura enajenada es como se encontrar a si mismo. (1) Judith Gautier cuenta en sus recuerdos que llor y se desmejor tan lamentablemente cuando la separaron de su nodriza, que fue preciso reunirlas de nuevo. Y no la destetaron hasta mucho ms tarde. (2) Esta teora es propuesta por el doctor Lacan en los Complexes familiaux dans la formation de l'ndividu. Este hecho, de primordial importancia, explicara que en el curso de su desarrollo el yo conserva la figura ambigua del espectculo. Cuando el nio crece, lucha de dos maneras contra el desamparo original. Trata de negar la separacin: se acurruca entre los brazos de la madre, busca su calor vivo, reclama sus caricias. Procura justificarse por el sufragio de otro. Los adultos se le aparecen como dioses: tienen poder para conferirle el ser. Experimenta la magia. de la mirada que le metamorfosea, ora en un delicioso angelito, ora en un monstruo. Estos dos modos de defensa no se excluyen: por el contrario, se completan y penetran mutuamente. Cuando la seduccin tiene xito, el sentimiento de justificacin encuentra una confirmacin carnal en los besos y caricias recibidos: el nio conoce una misma y dichosa pasividad en el regazo de la madre y bajo sus ojos benevolentes. Durante los tres o {249} cuatro primeros aos, no hay diferencia entre la actitud de las nias y la de los nios: todos ellos tratan de perpetuar el feliz estado que ha precedido al destete; tanto en estos como en aquellas, se observan conductas de seduccin y ostentacin: ellos desean agradar tanto como sus hermanas, provocar sonrisas, hacerse admirar. Es ms satisfactorio negar el desgarramiento que superarlo, es ms radical estar perdido en el corazn del Todo que hacerse petrificar por la conciencia de otro: la fusin carnal crea una enajenacin ms profunda que toda dimisin bajo la mirada de otro. La seduccin, la ostentacin, representan un estadio ms completo, ms fcil que el simple abandono en los brazos maternos. La magia de la mirada adulta es caprichosa; el nio finge ser invisible, sus padres entran en el juego, le buscan a tientas, ren, y luego, bruscamente, declaran: Nos aburres; no eres invisible. Una frase del nio ha hecho gracia, y l la repite: esta vez los adultos se encogen de hombros. En ese mundo tan incierto e imprevisible como el universo de Kafka, se tropieza a cada paso (1). Por eso multitud de nios temen crecer; se desesperan si sus padres cesan de tomarlos sobre sus rodillas y admitirlos en su lecho: a travs de la frustracin fsica, experimentan cada vez ms cruelmente el desamparo del cual el ser humano solo con angustia adquiere conciencia. (1) En L'orange bleue, dice Yassu Gauclre a propsito de su padre: Su buen humor me pareca tan temible como sus impaciencias, porque nada me explicaba lo que poda motivarlo... Tan insegura respecto a los movimientos de su humor como lo hubiera estado respecto a los caprichos de un dios, le reverenciaba con inquietud... Lanzaba mis palabras como si jugase a cara o cruz, preguntndome cmo seran acogidas. Y, ms adelante, cuenta la siguiente ancdota: Un da, despus de sufrir una reprimenda, empec a desgranar mi letana: vieja mesa, cepillo de parquet, horno, barreo, botella de leche, cazo, sartn, etc.; mi madre me oy y se ech a rer... Unos das ms tarde, intent utilizar mi letana para ablandar a mi madre, que de nuevo me haba reprendido, pero en esta ocasin me sali mal. En vez de divertirla, lo nico que logr fue redoblar su severidad y atraerme un castigo complementario. Me dije entonces que la conducta de las personas mayores era decididamente incomprensible. Aqu es donde las nias van en principio a aparecer como {250} privilegiadas. Un segundo destete, menos brutal, ms lento que el primero, sustrae el cuerpo de la madre a los abrazos del hijo; pero es sobre todo a los varones a quienes se les niegan, poco a poco, besos y caricias; en cuanto a la nia, continan mimndola, se le permite vivir pegada a las faldas de su madre, el padre la toma sobre sus rodillas y le acaricia los cabellos; la visten con ropas suaves como besos, son indulgentes con sus lgrimas y sus caprichos, la peinan con esmero, divierten sus gestos y coqueteras; contra la angustia de la soledad la protegen contactos carnales y miradas complacientes. Al nio, en cambio, se le va a prohibir incluso la coquetera, sus maniobras de seduccin; sus comedias irritan. Un hombre no debe pedir que le besen... Un hombre no se mira en los espejos... Un hombre no llora, le dicen. Quieren que sea un hombrecito; solo emancipndose de los adultos obtendr su sufragio. Agradar cuando no parezca que trate de agradar. Muchos nios, asustados de la dura independencia a que se les condena, desean ser nias; en la poca en que al principio se les vesta como a ellas, a menudo dejaban con lgrimas el vestido por el pantaln y con lgrimas vean cmo les cortaban los rizos. Algunos buscaban obstinadamente la feminidad, lo cual es uno de los modos de orientarse hacia la homosexualidad: Deseaba apasionadamente ser nia y llevaba la inconsciencia de lo grande que es ser hombre hasta pretender orinar sentado, cuenta Maurice Sachs (1). Sin embargo, si el nio parece en principio menos favorecido que sus hermanas, es porque acerca de l se abrigan ms grandes designios. Las exigencias a que se le somete, implican inmediatamente una valoracin. En sus recuerdos, cuenta Maurras que estaba celoso de un hermano menor a quien mimaban su madre y su abuela: su padre le tom de la mano y le condujo fuera de la estancia: Nosotros somos hombres le dijo; dejemos solas a las mujeres. Se persuade al nio de que se le exige ms a causa de la superioridad de los varones; para animarle ante el difcil camino que {251} le corresponde, se le insufla el orgullo de su virilidad; esta nocin abstracta reviste para l una figura concreta: se encarna en el pene; no experimenta orgullo espontneamente respecto a su pequeo sexo indolente, sino que lo percibe a travs de la actitud de su entorno. Madres y nodrizas perpetan la tradicin que asimila el falo a la idea de macho; ya sea porque reconozcan su prestigio en la gratitud amorosa o en la sumisin, o porque para ellas sea un desquite hallarlo en el beb bajo una forma humillada, el hecho es que tratan al pene infantil con singular complacencia. Rabelais nos cuenta los juegos y dichos de las nodrizas de Garganta (2); la Historia ha conservado los de las nodrizas de Luis XIII. Mujeres menos descaradas dan, sin embargo, un nombre carioso al sexo del nio, le hablan de l como de una personita que fuese a la vez l mismo y otro distinto; segn la frase citada, hacen de l un alter ego habitualmente ms astuto, ms inteligente y ms hbil que el individuo en cuestin (3). Anatmicamente, el pene es perfectamente apto para desempear ese papel: destacado del cuerpo, se presenta como un juguetito natural, una especie de mueco. De modo que se valorizar al nio al valorizar a su doble. Un padre me contaba que uno de sus hijos, a la edad de tres aos, todava orinaba sentado; rodeado de hermanas y primas, era un nio tmido y triste; un da su padre le llev consigo al cuarto de aseo y le dijo: Voy a ensearte cmo lo hacen los hombres. A partir de entonces, el nio, orgulloso por orinar de pie, despreci a las nias, que orinan por un agujero; su desdn provena originariamente, no del hecho de que a ellas les faltase un rgano, sino porque no haban sido distinguidas e iniciadas por el padre. As, pues, muy lejos de que el pene se descubra {252} como un privilegio inmediato del que el nio extraera un sentimiento de superioridad; su valoracin, por el contrario, aparece como una compensacin inventada por los adultos y ardientemente aceptada por el nio a las durezas del ltimo destete: as queda defendido contra el pesar de no ser ya un beb, de no ser una nia. En consecuencia, encarnar en su sexo su trascendencia y su soberana orgullosa (4). (1) Le Sabbat. (2) ...Comenzaba ya a ejercitar su bragueta, y las nieras solan ornrsela de bellos ramilletes, de bellas cintas, de bellos capullos. Pasaban el tiempo frotndosela con las manos, y cuando la vean alzar las orejas se moran de risa, cual si el juego las hubiese complacido. Una la llamaba mi barrenita, otra mi pinito, otra mi ramita de coral, otra mi taponcito, mi agujerito, mi pendeloque, mi baja y sube, mi choricito..., etc. (3) A. BALINT: La Vie intime de l'enfant, vase vol. I, pgs. 9091. (4) Vase anteriormente, pgs. 9091. La suerte de la nia es muy diferente. Madres y nodrizas no tienen para sus partes genitales reverencia ni ternura; no llaman su atencin sobre ese rgano secreto, del que solamente se ve la envoltura y no se deja empuar; en cierto sentido, no tiene sexo. Y no experimenta esa ausencia como una falta; su cuerpo es para ella, evidentemente, una plenitud; pero se halla situada en el mundo de un modo distinto al del nio, y un conjunto de factores puede transformar a sus ojos esa diferencia en inferioridad. Hay pocas cuestiones ms discutidas por los psicoanalistas que el famoso complejo de castracin femenino. La mayora admite hoy que el deseo de un pene se presenta, segn los casos, de maneras muy diversas (1). En primer lugar, hay multitud de nias que ignoran la anatoma masculina hasta una edad tarda. El nio acepta, naturalmente, que haya hombres y mujeres, lo mismo que hay un Sol y una Luna: cree en esencias contenidas en las palabras, y su curiosidad no es en principio analtica. Para muchas nias, ese pedacito de carne que pende entre las piernas de los nios es insignificante y hasta irrisorio; es una singularidad que se confunde con la de los vestidos y el peinado; a menudo es en un hermanito recin nacido donde se descubre, y {253} cuando la nia es muy joven dice H. Deutsch, no queda impresionada por el pene de su hermanito; cita el ejemplo de una nia de dieciocho meses que permaneci absolutamente indiferente ante el descubrimiento del pene, y no le concedi valor sino mucho ms tarde, en relacin con sus preocupaciones personales. Sucede incluso que el pene sea considerado como una anomala: se trata de una excrecencia, una cosa vaga que pende como las lupias, las ubres, las verrugas; puede incluso inspirar disgusto. En fin, hay numerosos casos en que la nia se interesa por el pene de un hermano o de un camarada; pero eso no significa que experimente por ello unos celos propiamente sexuales, y aun menos que se sienta profundamente afectada por la ausencia de ese rgano; desea apropirselo como desea apropiarse de todo objeto; pero ese deseo puede permanecer superficial. (1) Adems de las obras de Freud y de Adler, existe sobre el tema una abundante literatura. Abraham ha sido el primero en emitir la idea de que la nia consideraba su sexo como una herida resultante de una mutilacin. Karen Horney, Jones, Jeanne Lampt de Groot, H. Deutsch, Al Balint han estudiado la cuestin desde un punto de vista analtico. Saussure trata de conciliar el psicoanlisis con las ideas de Piaget y Lucquet. Vase tambin POLLACK: Les Ides des enfants sur la diffrence des sexes. Es cierto que las funciones excretorias, y singularmente las funciones urinarias, interesan apasionadamente a los nios: orinarse en la cama es a menudo una protesta contra la acusada preferencia de los padres por otro hijo. Hay pases en los que los hombres orinan sentados, y sucede que las mujeres orinan de pie: esa es la costumbre, entre otras, de muchas campesinas; pero, en la sociedad occidental contempornea, las costumbres quieren generalmente que las mujeres se pongan en cuclillas, en tanto que la postura de pie est reservada para los hombres. Esta diferencia constituye para la nia la diferenciacin sexual ms notable. Para orinar, ella tiene que ponerse en cuclillas, destaparse y, por tanto, ocultarse: es una servidumbre vergonzosa e incmoda. La vergenza se acrecienta en los casos frecuentes en que sufre emisiones urinarias involuntarias, durante un acceso de hilaridad, por ejemplo, ya que el control es menos seguro en el caso de las chicas que en el de los chicos. Para estos ltimos, la funcin urinaria se presenta como un juego libre, que tiene el atractivo de todos los juegos en los cuales se ejercita la libertad; el pene se deja manipular y se puede obrar a travs del mismo, lo cual tiene un profundo inters para el nio. Al ver orinar a un chico, una nia exclam con admiracin: Qu cmodo! (1) {254}. El chorro puede ser dirigido a voluntad, la orina lanzada a lo lejos: el muchacho extrae de ello una sensacin de omnipotencia. Freud ha hablado de la ardiente ambicin de los ancianos diurticos; Stekel ha discutido con buen sentido esta frmula, pero es cierto que, como dice Karen Horney (2), fantasmas de omnipotencia, sobre todo de carcter sdico, se asocian con frecuencia al chorro masculino de la orina; esos fantasmas, que perviven entre algunos hombres (3), son importantes en el nio. Abraham habla del gran placer que experimentan las mujeres cuando riegan el jardn con una manguera; de acuerdo con las teoras de Sartre y de Bachelard (4), yo creo que el origen de ese placer no est necesariamente (5) en la asimilacin de la manguera al pene; todo chorro de agua se representa como un milagro, como un desafo a la gravedad: dirigirlo, gobernarlo, equivale a lograr una pequea victoria sobre las leyes naturales; en todo caso, el nio dispone as de un entretenimiento cotidiano que le est prohibido a sus hermanas. Ello permite, adems, y sobre todo en el campo, establecer multitud de relaciones con las cosas a travs del chorro urinario: con el agua, la tierra, el musgo, la nieve, etc. Hay nias que, para conocer esas experiencias, se tienden de espaldas y tratan de lanzar la orina hacia arriba, o bien se ejercitan en orinar de pie. Segn Karen Horney, envidiaran tambin al nio la posibilidad de exhibicin que le es acordada. Despus de haber visto orinar a un hombre en la calle, una enferma exclam sbitamente: "Si pudiese pedir un regalo a la Providencia, pedira poder orinar una sola vez en mi vida como un hombre", informa Karen Horney. A las nias les parece que el nio, teniendo derecho a tocarse el pene, puede servirse del mismo como de un juguete, mientras que sus propios rganos son tab. Que {255} este conjunto de factores hace deseable para multitud de nias la posesin de un sexo masculino, es un hecho del que dan fe numerosas encuestas y confidencias recogidas por los psiquiatras. Havelock Ellis (6) cita estas palabras de un personaje al que designa con el nombre de Zenia: El rumor de un chorro de agua, sobre todo si sale de una larga manguera de riego, ha sido siempre muy excitante para m, ya que me recuerda el rumor del chorro de orina observado por m durante mi infancia en mi hermano e incluso en otras personas. Otra mujer, madame R. S., cuenta que de nia le gustaba infinitamente tener entre las manos el pene de un compaero; un da le confiaron una manguera de riego: Me pareci delicioso tenerla como si yo misma tuviese un pene. E insiste en que el pene no tena para ella ningn sentido sexual; solamente conoca su uso urinario. El caso ms interesante es el de Florrie, recogido por Havelock Ellis (7) y cuyo anlisis ha realizado ms tarde Stekel. Por tanto, ofrezco del mismo un informe detallado: (1) Citado por A. Balint. (2) The genesis of castration complex in women International. Journal of Psychanalyse, 19231924. (3) Vase MONTHERLANT: Les Chenilles, Solstice de juin. (4) Vase anteriormente, parte primera, captulo II. (5) En ciertos casos, sin embargo, es manifiesto. (6) Vase HAVELOCK ELLIS: L'Ondinisme. (7) H. ELLIS: tudes de psychologie sexuelle, tomo XIII. Se trata de una mujer muy inteligente, artista, dinmica, biolgicamente normal y no invertida. Cuenta que la funcin urinaria ha desempeado un importante papel en su infancia; se entregaba con sus hermanos a juegos urinarios, y todos se mojaban las manos sin el menor disgusto. Mis primeras concepciones respecto a la superioridad de los varones estuvieron en relacin con los rganos urinarios. Aborreca a la Naturaleza por haberme privado de un rgano tan cmodo y decorativo. Ninguna tetera privada de su pitorro podra sentirse tan miserable. Nadie tuvo necesidad de insuflarme la teora del predominio y la superioridad masculinos. Tena de ello una prueba constante a la vista. Ella misma experimentaba un gran placer cuando orinaba en el campo. Nada le pareca comparable al rumor delicioso del chorro sobre las hojas secas en un rincn del bosque, mientras observaba al mismo tiempo su absorcin. Pero lo que ms la fascinaba era orinar en el agua. Es este un placer al que son sensibles muchos nios, y existe toda una imaginera pueril y vulgar {256} que muestra a los pequeos orinando en estanques o en arroyos. Florrie se queja de que la forma de sus pantalones la impeda entregarse a las experiencias que le hubiera gustado intentar; con frecuencia, en el curso de un paseo por el campo, se contena durante el mayor tiempo posible para luego aliviarse bruscamente de pie. Recuerdo perfectamente la extraa y prohibida sensacin de ese placer, as como mi asombro porque el chorro pudiese surgir estando yo de pie. En su opinin, la forma de los vestidos infantiles tiene mucha importancia en la psicologa de la mujer en general. No solo era para m motivo de fastidio el tener que desatarme los pantalones y luego agacharme para no mojarlos por delante, sino que el faldn trasero que debe ser recogido y deja las nalgas al descubierto explica por qu, en tantas mujeres, el pudor se sita detrs y no delante. La primera distincin sexual que se me impuso de hecho, la gran diferencia, fue que los chicos orinan de pie y las chicas en cuclillas. Probablemente fue as como mis ms antiguos sentimientos de pudor se asociaron a mis nalgas antes que a mi pubis. Todas esas impresiones adquieren en Florrie extremada importancia, porque su padre la azotaba frecuentemente hasta hacerla sangrar, y una institutriz la haba azotado un da para obligarla a orinar; la acosaban sueos y fantasmas masoquistas, en los cuales se vea azotada por una institutriz en presencia de toda la escuela, y entonces se orinaba contra su voluntad, idea que me procuraba una sensacin de placer verdaderamente curiosa. A los quince aos de edad, apremiada por urgente necesidad, orin de pie en una calle desierta. Al analizar mis sensaciones, creo que la ms importante era la vergenza de estar de pie y la longitud del trayecto que deba recorrer el chorro entre mi persona y el suelo. Era esa distancia la que haca del asunto algo importante y risible, aunque lo encubriesen mis ropas. En la postura ordinaria, haba un elemento de intimidad. Siendo nia, e incluso mayor, el chorro no hubiera podido recorrer un largo trayecto; pero a los quince aos de edad tena yo una elevada estatura, y me daba vergenza pensar en la longitud del trayecto. Estoy segura de que las damas de quienes he hablado (1), y que huyeron espantadas del moderno {257} urinario de Portsmouth, consideraran sumamente indecente el que una mujer permaneciese de pie, con las piernas separadas y la falda recogida para proyectar hacia abajo un chorro tan largo. Reinici esa experiencia a los veinte aos de edad, y aun despus; experimentaba una mezcla de vergenza y voluptuosidad ante la idea de que pudieran sorprenderla y ella no fuese capaz de detenerse. El chorro pareca surgir de m sin mi consentimiento, y, no obstante, me causaba ms placer que si lo hubiese emitido de manera plenamente voluntaria (2). Esta curiosa sensacin de que ha sido extrado de una por un poder invisible que hubiese resuelto que as lo hiciese una, constituye un placer exclusivamente femenino y tiene un encanto sutil. Hay un intenso encanto en sentir brotar de una el torrente a causa de una voluntad ms poderosa que una misma. Como consecuencia de ello, en Florrie se desarrolla un erotismo flagelatorio siempre mezclado con obsesiones urinarias. (1) Alusin a un episodio que ha relatado anteriormente: se haba inaugurado en Portsmouth un urinario moderno para mujeres que exiga la postura erecta; todas las clientes salan tan pronto como entraban. (2) El subrayado es de Florrie. Este caso es muy interesante, porque esclarece diversos elementos de la experiencia infantil. Pero son evidentemente circunstancias singulares las que les confieren tan enorme importancia. Para las nias normalmente educadas, el privilegio urinario del nio es algo demasiado secundario para engendrar directamente un sentimiento de inferioridad. Los psicoanalistas que suponen, despus de Freud, que el simple descubrimiento del pene bastara para originar un traumatismo, desconocen profundamente la mentalidad infantil; esta es mucho menos racional de lo que aquellos parecen suponer; no se plantea categoras tajantes y no la turban las contradicciones. Cuando la nia pequeita ve un pene y declara: Yo tambin lo he tenido, o bien Yo tambin lo tendr, o incluso Yo tambin tengo uno, no se trata de una defensa con mala fe; la presencia y la ausencia no se excluyen; el nio como lo prueban sus dibujos cree mucho menos en lo que ve con sus propios ojos que en los {258} tipos significativos que ha fijado de una vez y para siempre: dibuja a menudo sin mirar, y, en todo caso, no halla en sus percepciones sino lo que l mismo pone. Saussure (1), que insiste justamente en este punto, cita la siguiente e importantsima observacin de Luquet: Una vez reconocido un rasgo como defectuoso, es como si no existiese, el nio ya no lo ve literalmente, hipnotizado de algn modo por el nuevo trazo que lo reemplaza, de la misma forma que se desentiende de las lneas que puedan hallarse accidentalmente en el papel. La anatoma masculina constituye una forma fuerte que a menudo se impone a la nia, la cual literalmente ya no ve su propio cuerpo. Saussure cita el ejemplo de una chiquilla de cuatro aos de edad que trataba de orinar como un chico entre los barrotes de una verja, diciendo que quera una cosita larga que chorrea. Afirmaba al mismo tiempo poseer un pene y no poseerlo, lo cual est de acuerdo con el pensamiento por participacin que Piaget ha descrito en los nios. La nia piensa de buen grado que todos los nios nacen con un pene, pero los padres se lo cortan a algunos de ellos para convertirlos en nias; esta idea satisface el artificialismo del nio, que, divinizando a los padres, los concibe como la causa de todo cuanto posee, dice Piaget, y no ve en la castracin un castigo en principio. Para que adopte el carcter de una frustracin, es preciso que la nia est ya descontenta de su situacin por una razn cualquiera; como observa justamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, tal como la vista de un pene, no podra determinar un desarrollo interior: La vista del rgano masculino puede tener un efecto traumtico dice, pero solo a condicin de que lo haya precedido una serie de experiencias anteriores y aptas para producir ese efecto. Si la chiquilla se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbacin o de exhibicin, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresin de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectar su insatisfaccin sobre el {259} rgano masculino. El descubrimiento realizado por la pequea en cuanto a su diferenciacin anatmica con el nio es una confirmacin de una necesidad anteriormente experimentada, su racionalizacin por as decir (2). Y Adler ha insistido justamente sobre el hecho de que es la valoracin efectuada por los padres y el entorno lo que da al muchacho el prestigio del cual el pene se hace explicacin y smbolo a los ojos de la chiquilla. Consideran superior a su hermano; este mismo se enorgullece de su virilidad; y entonces ella le envidia y se siente frustrada. A veces siente rencor contra su madre, y ms raramente contra su padre; o bien se acusa a s misma de haberse mutilado o se consuela pensando que el pene est escondido en su cuerpo y que un da saldr del mismo. (1) Psychogense et psychanalyse, Revue franaise de psychanalyse, ao 1933. (2) Vase H. DEUTSCH: Psychology of women. Cita tambin la autoridad de R. Abraham y J. H. Wram Ophingsen. Es seguro que la ausencia de pene representar en el destino de la nia un papel importante, aunque no desee seriamente su posesin. El gran privilegio que el muchacho extrae del pene consiste en que, dotado de un rgano que se deja ver y coger, puede al menos alienarse parcialmente en el mismo. Proyecta fuera de s el misterio de su cuerpo, de sus amenazas, lo cual le permite mantenerlos a distancia; ciertamente, se siente en peligro con su pene, cuya castracin teme, pero es un temor ms fcil de dominar que el temor difuso experimentado por la nia con respecto a sus interiores, temor que a menudo se perpeta durante toda su vida de mujer. Siente una extremada preocupacin por todo cuanto sucede dentro de ella; desde el principio, se siente mucho ms opaca a sus propios ojos y ms profundamente investida del turbio misterio de la vida que el varn. Por el hecho de que posee un alter ego en el cual se reconoce, el nio puede osadamente asumir su subjetividad; el objeto mismo en el cual se aliena se convierte el smbolo de autonoma, de trascendencia, de poder: mide la longitud de su pene, compara con sus camaradas la del chorro urinario; ms tarde, la ereccin, la eyaculacin, sern fuentes de satisfaccin {260} y desafo. La nia, en cambio, no puede encarnarse en ninguna parte de ella misma. En compensacin, le ponen entre las manos, con el fin de que desempee junto a ella el papel de alter ego, un objeto extrao: una mueca. Es preciso notar que tambin se llama poupe (mueca) a ese vendaje con que se envuelve un dedo herido: un dedo entrapado, separado, es mirado con regocijo y con una especie de orgullo, y el nio esboza con respecto al mismo el proceso de alienacin. Pero una figurilla con rostro humano, o en su defecto una mazorca o un palo, reemplazar de la manera ms satisfactoria a ese doble, a ese juguete natural que es el pene. La gran diferencia consiste en que, por un lado, la mueca representa el cuerpo en su totalidad y, por otro lado, es una cosa pasiva. En su virtud, la nia se sentir animada a alienarse en su persona toda entera y a considerar a esta como un dato inerte. Mientras el nio se busca en el pene en tanto que sujeto autnomo, la nia mima a su mueca y la adorna como suea que la adornen y la mimen a ella; inversamente, se ve a s misma como una maravillosa mueca (1). A travs de cumplidos y regainas, a travs de imgenes y palabras, descubre el sentido de las palabras bonita y fea; sabe muy pronto que para agradar hay que ser bonita como una mueca, y procura parecerse a una mueca, se disfraza, se mira en los espejos, se compara con las princesas y las hadas de los cuentos. Ejemplo notable de esta coquetera infantil nos lo procura Marie Bashkirtseff. No fue ciertamente un azar el que, tardamente destetada a los tres aos y medio, experimentase tan intensamente, hacia los cuatro o cinco aos de edad, la necesidad de hacerse admirar, de existir para otro: el choque debi de ser violento en una nia ms madura y debi de buscar con ms pasin sobreponerse a la separacin infligida: A los cinco aos escribe en su diario, me vesta con encajes de {261} mam, me pona flores en el pelo y me iba a bailar al saln. Yo era la gran bailarina Petipa y toda la casa estaba all, mirndome... (1) La analoga entre la mujer y la mueca se mantiene en la edad adulta; en francs, se llama vulgarmente mueca a una mujer; en ingls, de una mujer emperifollada se dice que est dolled up. Este narcisismo aparece tan precozmente en la nia, representar en su vida de mujer un papel tan primordial, que se le juzga de buen grado como emanando de un misterioso instinto femenino. Pero acabamos de ver que, en verdad, no es un destino anatmico el que le dicta su actitud. La diferencia que la distingue de los chicos es un hecho que ella podra asumir de multitud de maneras. El pene constituye, ciertamente, un privilegio, pero su valor disminuye naturalmente cuando el nio se desinteresa de sus funciones excretorias y se socializa: si an lo conserva a sus ojos, traspuesta la edad de ocho o nueve aos, es porque se ha convertido en el smbolo de una virilidad que se ha valorado socialmente. En verdad, la influencia de la educacin y del medio ambiente es aqu enorme. Todos los nios procuran compensar la separacin del destete por medio de conductas de seduccin y de exhibicin; se obliga al nio a superar esa fase, se le libera de su narcisismo fijndole en su pene; mientras que a la nia se la confirma en esa tendencia a convertirse en objeto que es comn a todos los nios. La mueca la ayuda a ello, pero tampoco tiene un papel determinante; tambin el nio puede depositar su afecto en un oso, o en un polichinela en el cual se proyecte; en la forma global de su existencia, es donde cada factor, pene o mueca, adquiere su peso. As, pues, la pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer femenina es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros aos. Pero es falso pretender que se trata de una circunstancia biolgica; en realidad, se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por la sociedad. La inmensa suerte del nio consiste en que su manera de existir para otro le anima a plantearse para s mismo. Efecta el aprendizaje de su existencia como un libre movimiento hacia el mundo; rivaliza en dureza e independencia con los otros nios, y desprecia a las nias. Trepando a los rboles, zurrndose con sus camaradas, compitiendo con {262} ellos en juegos violentos, toma su cuerpo como un medio para dominar a la Naturaleza y como instrumento de combate; se enorgullece tanto de sus msculos como de su sexo; a travs de juegos, deportes, luchas, desafos y pruebas, halla un empleo equilibrado de sus fuerzas; al mismo tiempo, conoce las severas lecciones de la violencia; aprende a encajar los golpes, a despreciar el dolor, a rechazar las lgrimas de la primera edad. Emprende, inventa, osa. Cierto que tambin se prueba como para otro, pone en tela de juicio su virilidad, y de ello se derivan numerosos problemas con respecto a los adultos y a los camaradas. Pero lo que es muy importante es que no haya oposicin fundamental entre el cuidado de esa figura objetiva que es suya y su voluntad de afirmarse en sus proyectos concretos. Es hacindose como se hace ser, con un solo movimiento. Por el contrario, en la mujer hay un conflicto, al principio, entre su existencia autnoma y su serotro; se le ensea que, para agradar, hay que tratar de agradar, hay que hacerse objeto, y, por consiguiente, tiene que renunciar a su autonoma. Se la trata como a una mueca viviente y se le rehusa la libertad; as se forma un crculo vicioso; porque, cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el mundo que la rodea, menos recursos hallar en s misma, menos se atrever a afirmarse como sujeto; si la animasen a ello, podra manifestar la misma exuberancia viva, la misma curiosidad, el mismo espritu de iniciativa, la misma audacia que un muchacho. Eso es lo que ocurre, a veces, cuando se le da una formacin viril; entonces se le ahorran muchos problemas (1). Resulta interesante comprobar que ese es el gnero de educacin que un padre da de buen grado a su hija; las mujeres educadas por un hombre escapan, en gran parte, a las taras de la feminidad. Pero las costumbres se oponen a que se trate a las chicas como si fuesen chicos. He conocido en una aldea unas nias de tres y cuatro aos a quienes su {263} padre haca llevar pantalones; todos los chicos las perseguan, gritando: Son muchachos o muchachas?, y pretendan comprobarlo; hasta que las nias suplicaron que les pusiesen vestidos. A menos que lleve una existencia muy solitaria, incluso si los padres autorizan sus maneras masculinas, el entorno de la pequea, sus amigas y profesores no dejarn de sentirse escandalizados. Siempre habr tas, abuelas y primas para contrapesar la influencia del padre. Normalmente, el papel que se le asigna con respecto a sus hijas es un papel secundario. Una de las maldiciones que pesan sobre la mujer Michelet lo ha sealado justamente consiste en que, durante su infancia, est abandonada en manos de mujeres. El nio tambin es educado, en principio, por la madre; pero esta tiene respeto por su virilidad y l se le escapa muy pronto (2); en cambio, considera que debe integrar a su hija en el mundo femenino. (1) Al menos en su primera infancia. En el estado actual de la sociedad, los conflictos de la adolescencia, por el contrario, podrn verse por ello magnificados. (2) Hay multitud de excepciones, naturalmente; pero no podemos estudiar aqu el papel de la madre en la formacin del nio varn. Ms adelante se ver cun complejas son las relaciones de la madre con la hija: esta es para la madre su doble y otra al mismo tiempo, y la madre la mima imperiosamente y le es hostil al mismo tiempo; la madre impone a la nia su propio destino, lo cual es un modo de reivindicar orgullosamente su feminidad, y tambin una manera de vengarse. Se observa el mismo proceso en los pederastas, los jugadores, los drogadictos, en todos aquellos que, a la vez, se jactan de pertenecer a cierta hermandad y se sienten humillados por ello: procuran ganar adeptos con ardiente proselitismo. As, las mujeres, cuando se les confa una nia, se empean en transformarla en una mujer semejante a ellas, con un celo en el que la arrogancia se mezcla al rencor. Y hasta una madre generosa, que busca sinceramente el bien de su hija, pensar por lo comn que es ms prudente hacer de ella una verdadera mujer, puesto que as la acoger ms fcilmente la sociedad. Por consiguiente, le dan por amigas a otras nias, la confan a profesoras, vive entre matronas como en los tiempos del gineceo, se le eligen los libros y los juegos que la {264} inician en su destino, le vierten en el odo los tesoros de la prudencia femenina, le proponen virtudes femeninas, le ensean a cocinar, a coser y a cuidar de la casa, al mismo tiempo que la higiene personal, el encanto y el pudor; la visten con ropas incmodas y preciosas, que es preciso cuidar mucho; la peinan de manera complicada; le imponen normas de compostura: Mantente erguida, no andes como un pato... Para ser graciosa, deber reprimir sus movimientos espontneos; se le pide que no adopte aires de chico frustrado, se le prohiben los ejercicios violentos, se le prohibe pelearse; en una palabra, la comprometen a convertirse, como sus mayores, en una sirviente y un dolo. Hoy, gracias a las conquistas del feminismo, cada vez es ms normal animarla para que estudie, para que practique los deportes; pero se le perdona de mejor grado que al muchacho su falta de xito; al mismo tiempo, se le hace ms difcil el triunfo, al exigir de ella otro gnero de realizacin: por lo menos, se quiere que sea tambin una mujer, que no pierda su feminidad. Durante los primeros aos se resigna, sin demasiada pena, a esta suerte. El nio se mueve en el plano del juego y del sueo: juega a ser, juega a hacer; el hacer y el ser no se distinguen netamente cuando solo se trata de realizaciones imaginarias. La nia puede compensar la actual superioridad de los chicos mediante las promesas encerradas en su destino de mujer y que, ya, realiza ella en sus juegos. Como todava no conoce ms que su universo infantil, su madre le parece al principio dotada de ms autoridad que el padre; se imagina el mundo como una especie de matriarcado; imita a su madre, se identifica con ella; con frecuencia incluso invierte los papeles: Cuando yo sea grande y t seas pequea..., le dice con satisfaccin anticipada. La mueca no es solamente su doble: es tambin su hija, funciones estas que se excluyen tanto menos cuanto que la hija verdadera es tambin para la madre un alter ego; cuando reprende, castiga y luego consuela a su mueca, la nia se defiende de su madre y, al mismo tiempo, se reviste de la dignidad de madre: ella resume los dos elementos de la pareja; se confa {265} a su mueca, la educa, afirma su autoridad soberana sobre ella, a veces incluso le arranca los brazos, la golpea, la tortura; es decir, a travs de ella realiza la experiencia de la afirmacin subjetiva y de la alienacin. Con frecuencia, la madre est asociada a esa vida imaginaria: en torno a la mueca, la nia juega al padre y a la madre con su madre, y es esta una pareja de la que est excluido el padre. Tampoco hay ah ningn instinto maternal innato y misterioso. La nia comprueba que el cuidado de los hijos corresponde a la madre, y as se lo ensean; los relatos odos, los libros ledos, toda su pequea existencia, se lo confirma; se la estimula a extasiarse ante aquellas riquezas futuras, le dan muecas para que ya adopten un aspecto tangible. Su vocacin le es dictada imperiosamente. Como el hijo se le presenta como su destino, como tambin ella se interesa por su interior ms que el nio por el suyo, la pequea siente una particular curiosidad por el misterio de la procreacin; deja pronto de creer que los bebs nacen de las coles o que los traen las cigeas; sobre todo cuando la madre le da hermanitos o hermanitas, aprende, en seguida, que los pequeuelos se forman en el vientre materno. Por otra parte, los padres de hoy rodean al hecho de menos misterio que los de antes; la nia se siente, por lo general, ms maravillada que asustada, porque el fenmeno se le presenta bajo una apariencia mgica, y todava no capta todas las implicaciones fisiolgicas. En primer lugar, ignora el papel del padre, y supone que es absorbiendo ciertos alimentos como la mujer queda encinta, lo cual es un tema legendario (se ve a las reinas de los cuentos dar a luz una nia o un hermoso nio tras haber comido cierta fruta, cierto pescado) y lo cual da lugar ms tarde, en ciertas mujeres, a establecer una vinculacin entre la idea de gestacin y la del sistema digestivo. El conjunto de esos problemas y de esos descubrimientos absorbe una gran parte de los intereses de la nia; y nutre su imaginacin. Multitud de nias ocultan cojines dejado del delantal para jugar a estar encinta, o bien pasean a la mueca por los pliegues de la falda y la dejan caer en la cuna; tambin hacen {266} que le dan el pecho. Los nios, como las nias, admiran el misterio de la maternidad; todos los nios tienen una imaginacin en profundidad que les hace presentir secretas riquezas en el interior de las cosas; todos son sensibles al milagro de esas muecas que contienen otras muecas ms pequeas, cajas que contienen otras cajas, vietas que se reproducen bajo forma reducida en su propio interior; a todos les encanta que abran un capullo ante sus ojos, o que les muestren al pollito en el cascarn, o que se despliegue a su vista, en una cubeta de agua, la sorpresa de las flores japonesas. Un pequeo, al abrir un huevo de Pascua lleno de huevecitos de azcar, exclam extasiado: Oh, una mam! Hacer salir un nio del vientre es hermoso como un juego de prestidigitacin. La madre aparece dotada del mirfico poder de las hadas. Muchos nios varones se sienten desolados ante la idea de que semejante privilegio les est vedado; si ms tarde cogen los huevos de los nidos, pisotean las plantas jvenes, si destruyen la vida a su alrededor con una especie de rabia, lo hacen para vengarse de no poder hacerla brotar; en cambio, a la nia le encanta la idea de que algn da podr crearla. Adems de esa esperanza, que se concreta en el juego con la mueca, la vida domstica tambin ofrece a la nia posibilidades de afirmacin de s misma. Gran parte de las faenas domsticas puede realizaras una nia muy joven; por lo general, al chico se le dispensa de ese trabajo; pero a su hermana se le permite, incluso se le exige, que barra, limpie el polvo, pele legumbres y tubrculos, lave al recin nacido, vigile el puchero. En particular a la hermana mayor, se la asocia a menudo a las tareas maternales; sea por comodidad, sea por hostilidad y sadismo, la madre descarga sobre ella gran nmero de sus funciones; entonces la nia se ve precozmente integrada al universo de lo serio; el sentido de su importancia la ayudar a asumir su feminidad; pero la feliz gratuidad, la despreocupacin infantil, le son negadas; mujer antes de tiempo, conoce demasiado pronto los lmites que esa especificacin impone al ser humano; llega adulta a la adolescencia, lo cual presta a su historia un carcter singular {267}. La nia sobrecargada de funciones puede ser prematuramente esclava, estar condenada a una existencia sin alegra. Pero si solo se le pide un esfuerzo adecuado a sus condiciones, entonces experimenta el orgullo de sentirse eficaz como una persona mayor; y se alegra de ser solidaria de los adultos. Esa solidaridad es posible por el hecho de que la distancia que media entre la nia y el ama de casa no es considerable. Un hombre especializado en su oficio est separado del estadio infantil por muchos aos de aprendizaje; las actividades paternas son profundamente misteriosas para el nio, en quien apenas se esboza el hombre que ser ms tarde. Por el contrario, las actividades de la madre son asequibles a la nia. Ya es una mujercita, dicen los padres, y a veces se estima que es ms precoz que el nio: en realidad, si ella est ms cerca del estadio adulto es porque, para la mayora de las mujeres, ese estadio sigue siendo tradicionalmente ms infantil. El hecho es que ella se siente precoz, que le halaga representar con los recin nacidos el papel de una madrecita; se vuelve importante de buen grado, habla razonablemente, da rdenes, adquiere superioridad con respecto a sus hermanos, encerrados en el crculo infantil; habla con su madre en pie de igualdad. A pesar de estas compensaciones, no acepta sin pesar el destino que le han asignado; al crecer, envidia a los chicos su virilidad. Sucede que padres y abuelos disimulan mal que hubieran preferido un vstago varn a una hembra, o bien muestran ms cario por el hermano que por la hermana: diversas encuestas han demostrado que la mayora de los padres desean tener hijos antes que hijas. Se habla a los muchachos con ms gravedad, ms estima, y se les reconocen ms derechos; los mismos chicos tratan a las chicas con desprecio, juegan entre ellos, no admiten chicas en sus bandas, las insultan: entre otras cosas, las llaman meonas, reavivando con esos eptetos la secreta humillacin infantil de la nia. En Francia, en las escuelas mixtas, la casta de los muchachos oprime y persigue deliberadamente a la de las chicas. Sin embargo, si estas quieren entrar en competencia con ellos, pegarse con ellos, son objeto de reprimenda {268}. Envidian doblemente las actividades por las cuales se singularizan los varones: sienten el espontneo deseo de afirmar su poder sobre el mundo y protestan contra la situacin de inferioridad a la cual se las condena. Entre otras cosas, sufren porque les prohiben trepar a los rboles, ascender por una escala, subirse a un tejado. Adler observa que las nociones de alto y bajo tienen gran importancia, ya que la idea de elevacin espacial implica una superioridad espiritual, como se ve a travs de numerosos mitos heroicos; alcanzar una cima, una cumbre, es emerger ms all del mundo dado como sujeto soberano, y entre los chicos es un frecuente pretexto de desafo. La nia a quien tales proezas le estn prohibidas y que, sentada al pie de un rbol o de un peasco, ve por encima de ella a los muchachos triunfadores, se considera inferior en cuerpo y alma. Y lo mismo le ocurre si la dejan atrs en una carrera o en una competicin de saltos, si la arrojan al suelo en una pelea, o simplemente si la mantienen apartada. Cuanto ms madura el nio, ms se ensancha su universo y ms se afirma la superioridad masculina. Muy a menudo, la identificacin con la madre no aparece ya como una solucin satisfactoria; si la nia acepta en principio su vocacin femenina, no es que piense abdicar: por el contrario, lo hace para reinar; se quiere matrona, porque la sociedad de las matronas se le antoja privilegiada; pero, cuando sus relaciones, sus estudios, sus juegos, sus lecturas, la arrancan del crculo materno, comprende que no son las mujeres, sino los hombres, quienes son los dueos del mundo. Esta revelacin mucho ms que el descubrimiento del pene es la que modifica imperiosamente la conciencia que adquiere de s misma. La jerarqua de los sexos se le descubre, en principio, en la experiencia familiar; comprende poco a poco que, si la autoridad del padre no es la que ms cotidianamente se hace sentir, es, no obstante, la autoridad soberana, y el hecho de que no se prostituya no hace sino aumentar su fulgor; incluso si, de hecho, es la madre la que reina como duea y seora en la casa, por lo comn tiene el tacto de anteponer la {269} voluntad del padre; en los momentos importantes, exige, recompensa o castiga en su nombre, a travs de l. La vida del padre est rodeada de un misterioso prestigio: las horas que pasa en casa, el cuarto donde trabaja, los objetos que le rodean, sus ocupaciones, sus manas, todo tiene un carcter sagrado. Es l quien alimenta a la familia, es su responsable y su jefe. Habitualmente trabaja fuera; y, por intermedio suyo, la casa se comunica con el resto del mundo: l es la encarnacin de ese mundo aventurero, inmenso, difcil y maravilloso; l es la trascendencia, l es Dios (1). Eso es lo que experimenta carnalmente la nia en el poder de aquellos brazos que la levantan, en la fuerza de aquel cuerpo contra el cual se acurruca. Por l es destronada la madre, como en otro tiempo Isis por Ra y la Tierra por el Sol. Pero la situacin de la nia queda entonces profundamente cambiada: estaba llamada a convertirse un da en una mujer semejante a su madre todopoderosa, pero nunca llegar a ser el padre soberano; el vnculo que la una a su madre era una emulacin activa, pero del padre no puede ms que esperar pasivamente una valoracin. El nio capta la superioridad paterna a travs de un sentimiento de rivalidad, en tanto que la nia la sufre con una admiracin impotente. Ya he dicho que lo que Freud llama complejo de Electra no es, como l pretende, un deseo sexual, sino una profunda abdicacin del sujeto, que consiente hacerse objeto en la sumisin y la adoracin. Si el padre manifiesta ternura por su hija, esta siente su existencia magnficamente justificada; est dotada de todos los mritos que las otras han de adquirir trabajosamente; est colmada y divinizada. Es posible que durante toda su vida busque con nostalgia esa plenitud y esa paz. Si este amor le es negado, puede sentirse culpable y condenada para siempre, o puede buscar en otra parte una valoracin de s misma y volverse indiferente y aun hostil con respecto a su padre. Por lo dems, el padre no es el nico que posee {270} las llaves del mundo: todos los hombres participan normalmente del prestigio viril; no ha lugar a considerarlos como sustitutos del padre. En tanto que hombres, los abuelos, hermanos mayores, tos, padres de sus compaeros de juego, amigos de la casa, profesores, sacerdotes, mdicos, fascinan inmediatamente a la pequea. La conmovida consideracin que las mujeres adultas testimonian al Hombre, bastara para colocarlo sobre un pedestal (2). (1) Su generosa persona me inspiraba un gran amor y un extremado temor..., dice madame de Noailles al hablar de su padre, y aade: Al principio, me asombraba. El primer hombre siempre asombra a una nia. Perciba perfectamente que todo dependa de l. (2) Es notable que el culto al padre se encuentre, sobre todo, en la hija mayor: el hombre se interesa ms por una primera paternidad; con frecuencia es l quien consuela a su hija, igual que consuela al hijo, cuando la madre es acaparada por nuevos retoos, y la nia se adherir ardientemente a l. Por el contrario, la hija menor no posee jams al padre sin compartirlo; por lo general, tiene celos de l y de su hermana mayor al mismo tiempo; se fija en esta, a quien la complacencia del padre reviste de un gran prestigio, o se vuelve hacia su madre, o se rebela contra su familia y busca ayuda fuera de la misma. En las familias numerosas, la menor de las hijas halla de manera distinta un lugar privilegiado. Bien entendido que numerosas circunstancias pueden motivar en el padre predilecciones singulares. Pero casi todos los casos que yo conozco confirman esta observacin sobre las actitudes inversas de la hija mayor y la menor. Todo contribuye a confirmar a los ojos de la nia esta jerarqua. Su cultura histrica, literaria, las canciones, las leyendas con que la acunan, son una exaltacin del hombre. Han sido los hombres quienes han hecho Grecia, el Imperio Romano, Francia y todas las naciones, quienes han descubierto la Tierra e inventado los instrumentos que permiten explotarla, quienes la han gobernado, quienes la han poblado de estatuas, cuadros, libros. La literatura infantil, la mitologa, cuentos, relatos, reflejan los mitos creados por el orgullo y los deseos de los hombres: a travs de los ojos de los hombres es como la nia explora el mundo y en l descifra su destino. La superioridad masculina es aplastante: Perseo, Hrcules, David, Aquiles, Lancelot, Du Guesclin, Bayardo, Napolen... Qu de hombres por una sola Juana de Arco! Y, aun detrs de esta, se perfila la gran figura masculina de San Miguel Arcngel! Nada ms aburrido que los libros que trazan la existencia de mujeres ilustres: son stas palidsimas figuras al lado de las de los grandes {271} hombres, y la mayora de ellas se baan en la sombra de algn hroe masculino. Eva no ha sido creada por s misma, sino como compaera de Adn y extrada de su flanco; en la Biblia hay pocas mujeres cuyas acciones sean notorias: Ruth no hizo sino encontrar un marido; Esther obtuvo gracia de los judos arrodillndose a los pies de Asuero, y, en realidad, no fue sino un dcil instrumento en manos de Mardoqueo; Judith tuvo ms audacia, pero tambin ella obedeca a los sacerdotes, y su hazaa tiene un regusto sospechoso: no podra compararse con el puro y deslumbrante triunfo del joven David. Las diosas de la mitologa son frvolas o caprichosas, y todas tiemblan en presencia de Jpiter; mientras Prometeo hurta soberbiamente el fuego del cielo, Pandora abre la caja de las desdichas. Desde luego, hay algunas brujas, algunas viejas que, en los cuentos, ejercen un poder temible. Entre otros, en el Jardn del paraso, de Andersen, la figura de la Madre de los Vientos recuerda a la Gran Diosa primitiva: sus cuatro hijos gigantescos la obedecen temblando, y ella les pega y los encierra en sacos cuando se portan mal. Pero no son personajes atractivos. Ms seductoras son las hadas, sirenas y ondinas que escapan a la dominacin del macho; pero su existencia es incierta, apenas individualizada; intervienen en el mundo humano sin tener un destino propio: tan pronto como la sirenita de Andersen se hace mujer, conoce el yugo del amor, y el sufrimiento se convierte en su patrimonio. En los relatos contemporneos, como en las leyendas antiguas, el hombre es el hroe privilegiado. Los libros de madame de Sgur constituyen una curiosa excepcin: describen una sociedad matriarcal en donde el marido, cuando no est ausente, representa un personaje ridculo; pero habitualmente, como en el mundo real, la imagen del padre aparece nimbada de gloria. Los dramas femeninos de Little Women se desarrollan bajo la gida del padre divinizado por la ausencia. En las novelas de aventuras, son los varones quienes dan la vuelta al mundo, viajan como marinos en los barcos, se alimentan en la selva con los frutos del rbol del pan. Todos los acontecimientos importantes suceden por medio de los hombres. La realidad {272} confirma esas novelas y esas leyendas. Si la nia lee los peridicos, si escucha la conversacin de las personas mayores, comprueba que, hoy como ayer, los hombres son quienes conducen el mundo. Los jefes de Estado, los generales, los exploradores, los msicos, los pintores a quienes admira, son hombres; y esos hombres hacen latir su corazn con entusiasmo. Ese prestigio se refleja en el mundo sobrenatural. Generalmente, y como consecuencia del papel que desempea la religin en la vida de las mujeres, la pequea, ms dominada por la madre que su hermano, sufre tambin ms las influencias religiosas. Ahora bien: en las religiones occidentales, Dios Padre es un hombre, un anciano dotado de un atributo especficamente viril: una opulenta barba blanca (1). Para los cristianos, Jesucristo es ms concretamente todava un hombre de carne y hueso de larga barba rubia. Segn los telogos, los ngeles no tienen sexo; pero llevan nombres masculinos y se manifiestan en figura de hermosos jvenes. Los emisarios de Dios en la Tierra, el papa, los obispos cuyo anillo se besa, el sacerdote que dice la misa, el que predica, aquel ante el cual uno se arrodilla en el secreto del confesonario, son hombres. Para una nia piadosa, las relaciones con el Padre Eterno son anlogas a las que sostiene con el padre terrenal; como se desarrollan en el plano de lo imaginario, la nia conoce incluso una dimisin ms total. La religin catlica, entre otras, ejerce sobre ella la ms turbadora de las influencias (2). La Virgen recibe de rodillas las palabras del ngel: Soy la sierva del Seor, responde ella {273}. (1) Por otra parte, ya no sufra a causa de mi incapacidad para ver a Dios, porque desde haca poco haba logrado imaginarlo con los rasgos de mi difunto abuelo; esta imagen, a decir verdad, era ms bien humana; pero yo me haba apresurado a divinizarla separando del busto la cabeza de mi abuelo y aplicndola mentalmente a un fondo de cielo azul, donde nubes blancas le hacan un collar, cuenta Yassu Gauclre en L'orange bleue. (2) Est fuera de toda duda que las mujeres son infinitamente ms pasivas, entregadas al hombre, serviles y humilladas en los pases catlicos, Italia, Espaa, Francia, que en los pases protestantes: escandinavos y anglosajones. Y ello proviene en gran parte de su propia actitud: el culto a la Virgen, la confesin, etc., las invitan al masoquismo. Mara Magdalena se postra a los pies de Cristo y le enjuga los pies con su larga cabellera de mujer. Las santas declaran de rodillas su amor por el Cristo radiante. De hinojos, en medio del olor a incienso, la nia se abandona a la mirada de Dios y de los ngeles: una mirada de hombre. Se ha insistido frecuentemente sobre las analogas del lenguaje ertico con el lenguaje mstico, tal y como lo hablan las mujeres; por ejemplo, Santa Teresita del Nio Jess escribe: Oh, mi Bienamado!, por tu amor acepto no ver aqu abajo la dulzura de tu mirada, ni sentir el inexpresable beso de tu boca, pero te suplico que me inflames con tu amor... Mi Bienamado, de tu primera sonrisa pronto entrever la dulzura djame. Ah!, djame en mi ardiente quimera. S; esconderme en tu corazn, djame. Quiero sentirme fascinada por tu divina mirada, quiero ser presa de tu amor. Un da, as lo espero, te abatirs sobre m para llevarme al hogar del amor, me hundirs al fin en ese ardiente abismo para hacerme eternamente su dichosa vctima. Sin embargo, no hay que deducir de ello que tales efusiones sean siempre de carcter sexual; ms bien, cuando la sexualidad femenina se desarrolla, se encuentra penetrada del sentimiento religioso que la mujer ha dedicado al hombre desde su infancia. Es cierto que la nia experimenta cerca del confesor, e incluso al pie del altar desierto, un estremecimiento muy semejante al que experimentar ms tarde en brazos del hombre amado, y es que el amor femenino es una de las formas de la experiencia en la cual una conciencia se hace objeto para un ser que la trascienda; y tambin son esas delicias pasivas las que la joven devota gusta en las sombras de la iglesia. Postrada, con el rostro oculto entre las manos, conoce el milagro de la renuncia: asciende al cielo de rodillas; su abandono en los brazos de Dios le asegura una Asuncin acolchada con nubes y ngeles. Sobre tan maravillosa experiencia, calca ella su porvenir terrestre. La nia puede des {274} cubrirlo tambin por multitud de otros caminos: todo la invita a abandonarse en sueos en brazos de los hombres para ser transportada a un cielo de gloria. Aprende que, para ser dichosa, hay que ser amada, y, para ser amada, hay que esperar al amor. La mujer es la Bella Durmiente del Bosque, Piel de Asno, Cenicienta, Blanca Nieves, la que recibe y sufre. En las canciones, en los cuentos, se ve al joven partir a la ventura, en busca de la mujer; l mata dragones, lucha con gigantes; ella est encerrada en una torre, un palacio, un jardn, una caverna, o encadenada a una roca, cautiva, dormida: ella espera. Un da vendr mi prncipe... Some day he'll come along, the man I love ...; los refranes populares le insuflan sueos de paciencia y esperanza. La suprema necesidad para la mujer consiste en hechizar un corazn masculino; aun siendo intrpidas y aventureras, esa es la recompensa a la cual aspiran todas las heronas; y casi nunca se les pide otra virtud que la de su belleza. Se comprende que el cuidado de su aspecto fsico pueda convertirse para la muchacha en una verdadera obsesin; princesas o pastoras, siempre es preciso ser bonita para conquistar el amor y la dicha; la fealdad es cruelmente asociada a la maldad, y, cuando se ven las desdichas que se abaten sobre las feas, no se sabe bien si el destino castiga sus crmenes o su desgracia. Con frecuencia, las jvenes bellezas destinadas a un glorioso futuro empiezan por presentarse en papel de vctimas; las historias de Genoveva de Brabante, de Grislides, no son tan inocentes como parece; el amor y el sufrimiento se entrelazan en ellas de manera turbadora; cayendo al fondo de la abyeccin es como la mujer se asegura los triunfos ms deliciosos; ya se trate de Dios o de un hombre, la jovencita aprende que, admitiendo las ms profundas renuncias, se har omnipotente: se complace en un masoquismo que le promete supremas conquistas. Santa Blandina, blanca y ensangrentada entre las garras de los leones, Blanca Nieves tendida como muerta en un atad de cristal, la Bella Durmiente, Atala desvanecida, toda una cohorte de tiernas heronas lastimadas, pasivas, heridas, arrodilladas, humilladas, ensean a su joven hermana el fascinante prestigio de la {275} belleza martirizada, abandonada, resignada. As, pues, no es sorprendente que, mientras su hermano juega al hroe, la nia juegue a la mrtir de tan buen grado: los paganos la arrojan a los leones; Barba Azul la arrastra por los cabellos; el rey, su esposo, la destierra al fondo de los bosques; ella se resigna, sufre, muere y su frente se nimba de gloria. Cuando era yo muy pequea, deseaba atraerme la ternura de los hombres, inquietarlos, ser salvada por ellos, morir entre sus brazos, escribe madame de Noailles. En La voile noire, de Marie Le Hardouin, se halla un notable ejemplo de esos sueos masoquistas: A los siete aos, de no s qu costilla, fabriqu yo mi primer hombre. Era alto, esbelto, extremadamente joven, vestido con un traje de raso negro cuyas largas mangas llegaban hasta el suelo. Los hermosos cabellos rubios le caan sobre los hombros en densos rizos... Le llamaba Edmond... Lleg un da en que le di dos hermanos... Y aquellos tres hermanos, Edmond, Charles y Cdric, los tres vestidos de raso negro, los tres rubios y esbeltos, me hicieron conocer extraas beatitudes. Sus pies calzados de seda eran tan lindos y sus manos tan frgiles, que me suban al alma toda suerte de impulsos... Me convert en su hermana Marguerite... Me complaca imaginarme sujeta al capricho de mis hermanos y totalmente a su merced. Soaba que mi hermano mayor, Edmond, tena derecho de vida y muerte sobre m. Jams obtuve permiso para alzar la mirada hacia su rostro. Mandaba que me azotasen con el menor pretexto. Cuando me diriga la palabra me senta tan trastornada por el temor y el pesar, que no encontraba nada que contestarle y farfullaba incansablemente: S, monseor, No, monseor, lo cual me haca saborear la extraa delicia de sentirme idiota... Cuando el sufrimiento que me impona era demasiado intenso, yo murmuraba: Gracias, monseor, y llegaba un momento en que, desfalleciendo casi de dolor, para no gritar, posaba los labios en su mano, mientras, rompindome por fin el corazn algn impulso extrao, alcanzaba uno de esos estados en que se desea morir por exceso de dicha. A una edad ms o menos precoz, la nia suea que ya ha llegado a la edad del amor; a los nueve o diez aos, se divierte {276} maquillndose, se rellena el corpio, se disfraza de mujer. Sin embargo, no busca realizar ninguna experiencia ertica con los nios: si sucede que se va con ellos a los rincones para jugar a mostrarse cosas, lo hace solo por curiosidad sexual. Pero el compaero de las ensoaciones amorosas es un adulto, bien puramente imaginario, bien evocado partiendo de individuos reales: en este ltimo caso, la nia se contenta con amarle a distancia. En los recuerdos de Colette Audry (1) se hallar un excelente ejemplo de esas ensoaciones infantiles; segn cuenta, ella descubri el amor a la edad de cinco aos. (1) Aux Yeux du souvenir. Aquello, naturalmente, no tena nada que ver con los pequeos placeres sexuales de la infancia, con la satisfaccin que experimentaba, por ejemplo, al cabalgar sobre cierta silla del comedor o al acariciarme antes de quedarme dormida... El nico rasgo comn entre el sentimiento y el placer consista en que yo disimulaba cuidadosamente ambos a quienes me rodeaban... Mi amor por aquel joven consista en pensar en l antes de dormirme, imaginndome historias maravillosas. En Privas, me enamor sucesivamente de todos los jefes de gabinete de mi padre... Nunca me afliga demasiado su partida, porque apenas constituan ms que un pretexto para fijar mis ensueos amorosos... Por la noche, cuando ya estaba acostada, me desquitaba de un exceso de juventud y timidez. Lo preparaba todo cuidadosamente, no me costaba ningn esfuerzo trarmelo all, presente; pero de lo que se trataba era di transformarme yo misma, de manera que pudiese verme desde el interior, porque me converta en ella y dejaba de ser yo. En primer lugar, yo era bella y tena dieciocho aos. Me ayud mucho una caja de bombones: una larga caja de peladillas rectangular y aplastada que representaba a dos muchachas rodeadas de palomas. Yo era la morena de los ciertas, la del largo vestido de muselina. Nos haba separado una ausencia de diez aos. El regresaba algo envejecido, y la vista de aquella maravillosa criatura le trastornaba. Ella apenas pareca acordarse de l, y se mostraba llena de naturalidad, de indiferencia y de inteligencia. Compuse {277} para aquel primer encuentro conversaciones verdaderamente brillantes. Se sucedan los malentendidos, toda una conquista difcil, horas crueles de desaliento y celos para l. Al fin, acorralado, confesaba su amor. Ella le escuchaba en silencio, y, cuando l lo crea todo perdido, le deca que jams haba dejado de amarle, y entonces se abrazaban un poco. La escena se desarrollaba generalmente en un banco del parque, por la noche. Vea las dos formas unidas, oa el murmullo de sus voces, perciba al mismo tiempo el clido contacto de sus cuerpos. Pero, a partir de ah, todo se dilua..., jams llegaba al matrimonio (1)... A la maana siguiente, pensaba un poco en ello mientras me lavaba. No s por qu el rostro enjabonado que contemplaba en el espejo me encantaba (el resto del tiempo no me encontraba bonita) y me llenaba de esperanza. Habra contemplado durante horas enteras aquella faz nebulosa y un poco conmovida que pareca esperarme a lo lejos, en el camino del porvenir. Pero era preciso apresurarse; una vez que me hubiese enjugado, todo terminaba y volva a encontrar mi trivial carita de nia que ya no me interesaba. (1) Frente a las figuraciones masoquistas de Marie Le Hardouin, las de Colette Audry son de un tipo sdico. Desea que el bienamado est herido, en peligro, para salvarlo heroicamente, no sin antes haberle humillado. He ah la nota personal y caracterstica de una mujer que no aceptar jams la pasividad y tratar de conquistar su autonoma de ser humano. Juegos y sueos orientan a la nia hacia la pasividad; pero, antes de hacerse mujer, es un ser humano; y ya sabe que aceptarse como mujer equivale a denegarse y mutilarse; si la negacin es tentadora, la mutilacin es odiosa. El Hombre, el Amor, estn todava muy lejos, en las brumas del porvenir; en el presente, la nia, al igual que sus hermanos, busca la actividad, la autonoma. El fardo de la libertad no es pesado para los nios, porque no implica responsabilidad; ellos se saben en seguridad al amparo de los adultos: no se sienten tentados por la huida. Su espontneo impulso hacia la vida, su gusto por el juego, la risa y la aventura llevan a la nia a encontrar estrecho y asfixiante el crculo maternal. Querra escapar a la autoridad de su madre. Es una autoridad que se ejerce de manera mucho ms cotidiana e ntima {278} que la que han de aceptar los chicos. Raros son los casos en que se muestra tan comprensiva y discreta como esa Sido que Colette pinta con amor. Sin hablar de los casos cuasi patolgicos que son frecuentes (1) en los que la madre es una suerte de verdugo, saciando en la nia su instinto de dominacin y su sadismo, la nia es un objeto privilegiado frente al cual pretende afirmarse como sujeto soberano; esa proteccin lleva a la nia a encabritarse con rebelda. Colette Audry ha descrito esta rebelda de una nia normal contra una madre normal: (1) Vanse V. LEDUC: LAsphyxie, S. DE TERVAGNES: La Haine maternelle, H. BAZIN: Vipre au poing. No habra podido responder con la verdad, por inocente que fuese esta, ya que jams me senta inocente delante de mam. Ella era la gran persona esencial, y yo la detestaba tanto por eso, que todava no estoy curada de ese aborrecimiento. Haba en lo ms hondo de m una especie de herida tumultuosa y feroz que estaba segura de encontrar siempre en carne viva... No pensaba que fuese demasiado severa ni que no tuviese derecho a hacer lo que haca. Pensaba simplemente: no, no, no, con todas mis fuerzas. No le reprochaba el hecho mismo de su autoridad, ni las rdenes o las prohibiciones arbitrarias, sino su deseo de hacerme entrar por el aro. Lo deca as algunas veces, y, cuando no lo deca, lo decan sus ojos, lo deca su voz. O bien contaba a otras damas que los nios son mucho ms dciles despus de aplicarles un correctivo. Estas palabras se me quedaban atravesadas en la garganta, inolvidables: no poda vomitarlas, no poda tragarlas. Esta clera era mi culpabilidad ante ella y tambin mi vergenza ante m misma (porque, en definitiva, ella me atemorizaba y yo no tena en mi activo, a guisa de represalias, ms que algunas palabras violentas o algunas insolencias), pero tambin mi gloria, a pesar de todo, mientras la herida estuviese all y se mantuviese viva la muda locura que me sobrevena con solo repetir: pasar por el aro, docilidad, correctivo, humillacin, no pasar por el aro. La rebelin es tanto ms violenta cuanto que a menudo la madre pierde su prestigio. Se presenta como la que espera {279}, la que sufre, la que se queja, la que llora, la que hace escenas: y, en la realidad cotidiana, ese ingrato papel no conduce a ninguna apoteosis; como vctima, es despreciada; como arpa, detestada; su destino aparece como el prototipo de la insulsa repeticin: para ella, la vida no hace sino repetirse estpidamente, sin ir a ninguna parte; obstinada en su papel de ama de casa, detiene la expansin de la existencia, es obstculo y negacin. Su hija desea ardientemente no parecrsele. Rinde culto a las mujeres que han escapado a la servidumbre femenina: actrices, escritoras, profesoras; se entrega con ardor a los deportes, al estudio; trepa a los rboles, se desgarra la ropa, trata de rivalizar con los chicos. Lo ms frecuente es que elija una amiga del alma a la cual se confa; es una amistad exclusiva como una pasin amorosa y que generalmente implica el compartir secretos sexuales: las nias se intercambian los informes que han logrado procurarse y los comentan. Sucede con bastante frecuencia que se forme un tringulo, cuando una de las nias se enamora del hermano de su amiga. As, Sonia, en Guerra y paz, es la amiga del alma de Natacha, de cuyo hermano Nicols est enamorada. En todo caso, esa amistad se rodea de misterio; por lo comn, la nia, en ese perodo, gusta de tener secretos: de la cosa ms insignificante hace un secreto; as reacciona contra los tapujos que oponen a su curiosidad; tambin es una manera de darse importancia, cosa que busca por todos los procedimientos; procura intervenir en la vida de las personas mayores, inventa a su propsito novelas en las cuales no cree ms que a medias y en las que desempea un papel importantsimo. Con sus amigas, afecta responder con el desprecio al desprecio de los muchachos; forman rancho aparte, ren y se mofan de ellos. Pero, en realidad, se siente halagada cuando la tratan en pie de igualdad y busca su aprobacin. Le gustara pertenecer a la casta privilegiada. El mismo movimiento que, en las hordas primitivas, somete la mujer a la supremaca masculina, se traduce en cada nueva iniciada por un rechazo de su suerte: en ella, la trascendencia condena lo absurdo de la inmanencia. La irrita {280} verse vejada por las normas de la decadencia, embarazada por sus ropas, esclavizada por los cuidados de la casa, detenida en todos sus impulsos; sobre este punto se han hecho multitud de encuestas; todas ellas han arrojado, poco ms o menos, el mismo resultado (1): todos los chicos como Platn en otro tiempo declaran que les hubiera horrorizado ser nias, y casi todas las nias se muestran desoladas por no ser chicos. Segn las estadsticas elaboradas por Havelock Ellis, de cada cien nios, solamente uno deseara ser nia, mientras que ms del 75 por 100 de las nias hubieran preferido cambiar de sexo. Segn una encuesta de Karl Pipal (de la que habla Baudouin en su obra L'me enfantine), de veinte muchachos de doce a catorce aos, dieciocho dijeron que preferiran ser cualquier cosa antes que nias, y de veintids nias, diez hubieran deseado ser nios; ellas exponan las razones siguientes: Los varones estn mejor: no tienen que sufrir como las mujeres... Mi madre me querra ms... Un muchacho hace trabajos ms interesantes... Un chico tiene ms capacidad para estudiar... Me divertira asustando a las chicas... Ya no tendra miedo a los chicos... Son ms libres... Los juegos de los chicos son ms divertidos... A ellos no les estorba la ropa... Esta ltima observacin se repite con frecuencia: las nias se quejan casi todas de que las molestan sus ropas, de que no tienen libertad de movimientos, de verse obligadas a vigilar sus faldas o sus vestidos claros, tan fciles de manchar. Hacia los diez o doce aos, la mayor parte de las nias son verdaderamente chicos frustrados, es decir, nias a quienes falta la licencia para ser varones. No solo sufren esto como una privacin y una injusticia, sino que el rgimen al cual se las condena es insano. La exuberancia de la vida tropieza en ellas con barreras, su vigor no empleado se torna nerviosismo; sus {281} ocupaciones, demasiado juiciosas, no consumen su exceso de energa; se aburren, y, por aburrimiento y para compensar la inferioridad que padecen, se abandonan a ensueos morosos y novelescos; toman gusto a esas evasiones fciles y pierden el sentido de la realidad; se entregan a sus emociones con una exaltacin desordenada; a falta de obrar, hablan, mezclan de buen grado conversaciones serias con palabras sin pies ni cabeza; abandonadas, incomprendidas, buscan consuelo en sentimientos narcisistas: se consideran heronas de novela, se admiran a s mismas y se lamentan; es natural que se hagan coquetas y comediantas, defectos estos que se acentuarn en el momento de la pubertad. Su malestar se traduce en impaciencias, crisis de clera, lgrimas; tienen gusto por las lgrimas gusto que conservan despus muchas mujeres, en gran parte porque les agrada representar el papel de vctimas: se trata, al mismo tiempo, de una protesta contra la dureza del destino y de una manera de presentarse bajo un aspecto conmovedor. A las nias les gusta tanto llorar, que he conocido algunas que iban a llorar delante de un espejo para gozar doblemente con sus lgrimas, cuenta monseor Dupanloup. La mayor parte de sus dramas conciernen a sus relaciones con la familia; tratan de romper sus vnculos con la madre: tan pronto le son hostiles como conservan una aguda necesidad de su proteccin; querran acaparar el amor del padre; son celosas, susceptibles, exigentes. A menudo inventan novelas; se imaginan que son nias adoptadas, que sus padres no son sus verdaderos padres; les atribuyen una vida secreta; suean con sus relaciones; se imaginan de buen grado que el padre es un hombre incomprendido, desdichado, que no encuentra en su mujer la compaera ideal que su hija sabra ser para l; o, por el contrario, que la madre le encuentra con razn grosero y brutal, que siente horror ante la idea de toda relacin fsica con l. Fantasmas, comedias, pueriles tragedias, falsos entusiasmos, rarezas; la razn de todo ello hay que buscarla, no en una misteriosa alma femenina, sino en la situacin concreta de la nia. (1) Hay excepcin, por ejemplo, en una escuela suiza, donde nios y nias participan de la misma educacin mixta, en privilegiadas condiciones de comodidad y libertad, y todos ellos se han declarado satisfechos. Pero tales circunstancias son excepcionales. Seguramente, las nias podran ser tan felices como los nios; pero el hecho es que, en la sociedad actual, no lo son. Para un individuo que se experimenta como sujeto, autonoma {282}, trascendencia, como un absoluto, es una extraa experiencia descubrir en s mismo, a ttulo de esencia dada, la inferioridad: es una extraa experiencia para quien se plantea ante s como el Uno, verse revelado a s mismo como disimilitud. Eso es lo que le sucede a la nia cuando, al hacer el aprendizaje del mundo, se capta en l como mujer. La esfera a la cual pertenece est cerrada por todas partes, limitada, dominada por el universo masculino: por alto que se ice, por lejos que se aventure, siempre habr un techo sobre su cabeza y unas paredes que le impedirn el paso. Los dioses del hombre se hallan en un cielo tan lejano, que, en verdad, para l, no hay dioses: la nia, en cambio, vive entre dioses de rostro humano. Esta situacin no es nica. Es tambin la que conocen los negros de Norteamrica, parcialmente integrados en una civilizacin que, no obstante, los considera como una casta inferior; lo que Big Thomas (1) experimenta con tanto rencor en la aurora de su vida es esa inferioridad definitiva, esa disimilitud maldita que se inscribe en el color de su piel: contempla el paso de los aviones y sabe que, porque es negro, el cielo le est prohibido. Porque es hembra, la nia sabe que el mar y los polos, que mil aventuras, mil gozos, le estn prohibidos: ha nacido del lado malo. La gran diferencia consiste en que los negros sufren su suerte en la revuelta: ningn privilegio compensa su dureza; en cambio, a la mujer se le invita a la complicidad. Ya he recordado (2) que, junto a la autntica reivindicacin del sujeto que se quiere en soberana libertad, hay en el existente un deseo inautntico de dimisin y de huida; son las delicias de la pasividad, que padres y educadores, libros y mitos, mujeres y hombres hacen espejear ante los ojos de la pequea; durante los primeros aos de su infancia, ya se le ensea a gustar esas delicias; la tentacin se hace cada vez ms insidiosa, y ella cede tanto ms fatalmente cuanto que el impulso de su trascendencia choca con las ms severas resistencias. Pero {283}, al aceptar su pasividad, acepta tambin sufrir sin resistencia un destino que le van a imponer desde fuera, y esa fatalidad la espanta. Ya sea ambicioso, aturdido o tmido, el joven se lanza hacia un porvenir abierto; ser marino o ingeniero, permanecer en el campo o marchar a la ciudad, ver mundo, se har rico; se siente libre ante un porvenir donde le esperan oportunidades imprevistas. La nia llegar a ser esposa, madre, abuela; tendr la casa exactamente igual que lo ha hecho su madre; cuidar a sus hijos como la cuidaron a ella; tiene doce aos y su historia ya est inscrita en el cielo; la descubrir da tras da, sin hacerla jams, siente curiosidad, pero se asusta cuando evoca esa vida cuyas etapas, todas, estn previstas de antemano y hacia la cual la encamina ineluctablemente cada jornada. (1) Vase R. WRIGHT: Native Son. (2) Vase anteriormente, pg. 25. Por eso a la nia le preocupan los misterios sexuales mucho ms todava que a sus hermanos; ciertamente, a ellos tambin les interesan apasionadamente, pero, en su porvenir, el papel de marido y de padre no es el que ms le preocupa; en el matrimonio, en la maternidad, lo que est en juego es el destino entero de la pequea, y, desde que empieza a presentir sus secretos, su cuerpo se le aparece odiosamente amenazado. La magia de la maternidad se ha disipado: que haya sido informada ms o menos temprano, de manera ms o menos coherente, ella sabe que el nio no aparece por azar en el vientre materno y que no es un golpe de varita mgica el que lo hace salir de all; entonces se interroga a s misma con angustia. A menudo, ya no le parece maravilloso, sino horrendo, que un cuerpo parsito deba proliferar en el interior de su cuerpo; la idea de aquella monstruosa hinchazn la espanta. Y cmo saldr el beb? Aunque nadie le haya hablado nunca de los gritos y sufrimientos de la maternidad, ha sorprendido conversaciones, ha ledo las palabras bblicas: Parirs con dolor; presiente torturas que no podra ni siquiera imaginar; inventa extraas operaciones en la regin del ombligo; si supone que el feto ser expulsado por el ano, no por ello se siente ms tranquila: algunas muchachitas han sufrido crisis de estreimiento neurtico, cuando han credo descubrir el proceso del nacimiento. Las explicaciones exactas no sern de gran ayuda, porque van a atormentarla imgenes de hinchazn, desgarramientos y hemorragia. La muchacha ser tanto ms sensible a esas visiones cuanto ms imaginativa sea; pero ninguna podr encararlas sin estremecerse. Colette cuenta que su madre la encontr desvanecida despus de haber ledo en una novela de Zola la descripcin de un nacimiento. El autor pintaba el parto con un crudo y brusco lujo de detalles, una minuciosidad anatmica, una complacencia en el color, la actitud y el grito, en los que no reconoc nada de mi tranquila experiencia de joven campesina. Me sent invadida de credulidad, despavorida, amenazada en mi destino de pequea hembra... Otras palabras pintaban ante mis ojos la carne rasgada, el excremento, la sangre sucia... El csped me recogi tendida y desmadejada como una de aquellas pequeas liebres que los cazadores furtivos llevaban, recin muertas, a la cocina. Las palabras tranquilizadoras que ofrecen las personas mayores dejan inquieta a la nia; al crecer, aprende a no creer ya en la palabra de los adultos; con frecuencia ha sido sobre los misterios mismos de la generacin donde ha descubierto sus mentiras; y sabe igualmente que ellos consideran normales las cosas espantosas; si ha experimentado algn choque fsico violento, como una extirpacin de amgdalas, una extraccin dental, un panadizo abierto con el bistur, proyectar sobre el parto la angustia cuyo recuerdo ha conservado. El carcter fsico del embarazo y del parto sugiere inmediatamente que entre los esposos sucede algo de tipo fsico. La palabra sangre, que a menudo se encuentra en expresiones tales como hijo de la misma sangre, pura sangre, sangre mezclada, orienta en ocasiones la imaginacin infantil; se supone que el matrimonio va acompaado de alguna transfusin solemne. Pero lo ms frecuente es que la cosa fsica aparezca ligada al sistema urinario y excretorio; en particular los nios suponen de buen grado que el hombre orina dentro de la mujer. Se piensa en la operacin sexual como en una cosa sucia. Eso es lo que trastorna al nio, para quien las cosas sucias siempre han estado rodeadas de los ms severos tabes: as, pues, cmo sucede que los adultos las integren en su vida? Al principio, el nio est defendido contra el escndalo por lo absurdo mismo de lo que descubre: no encuentra sentido alguno a lo que oye contar, a lo que lee, a lo que ve; todo le parece irreal. En el encantador libro de Carson Mac Cullers titulado The member of the wedding, la joven herona sorprende en el lecho a dos vecinos desnudos; la anomala misma del caso impide que le conceda la menor importancia. Era un domingo de verano, y la puerta de los Marlowe estaba abierta. Ella solo poda ver una parte de la habitacin, una parte de la cmoda y nicamente el pie de la cama, sobre el que estaba tirado el cors de la seora Marlowe. Pero en la tranquila estancia sonaba un ruido que ella no identificaba, y, cuando avanz hasta el umbral, qued asombrada ante un espectculo que al primer vistazo la hizo precipitarse hacia la cocina gritando: El seor Marlowe tiene una crisis! Berenice se haba precipitado hacia el vestbulo, pero cuando mir en la habitacin, no hizo ms que apretar los labios y cerr la puerta de golpe... Frankie haba tratado de preguntar a Berenice para descubrir lo que era aquello. Pero Berenice se haba limitado a contestar que era gente vulgar y haba aadido que, por consideracin a cierta persona, al menos deberan haber cerrado la puerta. Frankie saba quin era aquella persona, y, sin embargo, no comprenda nada. Qu clase de crisis era aqulla?, pregunt. Pero Berenice respondi nicamente: Mi pequea, no ha sido ms que una crisis normal. Y Frankie comprendi por el tono de su voz que no le deca todo. Ms tarde, solo record a los Marlowe como gente vulgar... Cuando se previene a los nios contra los desconocidos, cuando delante de ellos se interpreta un incidente sexual, se les habla de buen grado de enfermos, de manacos, de locos; es una explicacin cmoda; la muchachita palpada por su vecino de butaca en el cine, aquella otra delante de la cual un transente se desabrocha la bragueta, piensan que han {286} tenido que habrselas con locos; ciertamente, el encuentro con la locura es desagradable: un ataque de epilepsia, una crisis de histerismo, una discusin violenta, revelan los defectos en el orden del mundo de los adultos, y el nio que es testigo de ellos se siente en peligro; pero, en fin, lo mismo que en una sociedad armoniosa hay vagabundos, mendigos, tullidos de llagas horrendas, tambin puede haber ciertos anormales, sin que los fundamentos de aquella se resquebrajen. El nio slo siente verdadero miedo cuando sospecha que los padres, los amigos y los maestros celebran a escondidas misas negras. Cuando me hablaron por primera vez de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, yo declar que era imposible, ya que mis padres tambin deberan tenerlas y yo los estimaba demasiado para creerlo. Dije que era demasiado repugnante para que yo lo hiciese jams. Desgraciadamente, haba de desengaarme poco despus, al or lo que hacan mis padres... Aquel momento fue espantoso; me tap la cabeza con las sbanas, me tapon los odos y dese estar a mil kilmetros de all (1). (1) Citado por el doctor LIEPMANN: Jeunesse et sexualit. Cmo pasar de la imagen de gentes vestidas y dignas, esas gentes que ensean la decencia, la reserva, la razn, a la de dos bestias desnudas que se enfrentan? Hay ah una oposicin de los adultos consigo mismos que sacude su pedestal y entenebrece el cielo. A menudo el nio rechaza obstinadamente la odiosa revelacin: Mis padres no hacen eso, declara. O bien procura formarse del coito una imagen decente: Cuando los padres quieren tener un nio deca una pequea, van al mdico, se desnudan, se vendan los ojos, porque no hay que mirar; luego, el mdico los junta y ayuda para que todo marche bien; haba convertido el acto amoroso en una operacin quirrgica, sin duda poco agradable, pero tan honorable como una visita al dentista. Sin embargo, y pese a negativas y huidas, el malestar y la duda se insinan en el corazn del nio; se produce un fenmeno tan {287} doloroso como el del destete: ya no es que se arranque al nio de la carne materna, sino que a su alrededor se derrumba el universo protector; se encuentra sin techo sobre su cabeza, abandonado, absolutamente solo ante un porvenir poblado de tinieblas. Lo que aumenta la angustia de la nia es que no logra discernir exactamente los contornos de la equvoca maldicin que pesa sobre ella. Los informes obtenidos son incoherentes, contradictorios los libros; ni siquiera las exposiciones tcnicas disipan las densas sombras; se plantean cien preguntas: Es doloroso el acto sexual? Es delicioso? Cunto tiempo dura? Cinco minutos o toda la noche? A veces se lee que una mujer se ha convertido en madre despus de un solo abrazo, y otras veces, en cambio, permanece estril despus de muchas horas de voluptuosidad. La gente hace eso todos los das? O lo hace raras veces? El nio trata de informarse leyendo la Biblia, consultando diccionarios, interrogando a camaradas ...; tantea en medio de la oscuridad y la repugnancia. Sobre este punto, un documento interesante es la encuesta llevada a cabo por el doctor Liepmann; he aqu las respuestas que dieron algunas jovencitas respecto a su iniciacin sexual: Segua errando con mis ideas nebulosas y extravagantes. Nadie abordaba el tema, ni mi madre, ni la maestra de escuela; ningn libro trataba la cuestin a fondo. Poco a poco, se teja una especie de misterio, de peligro y de fealdad en torno al acto que en principio me pareciera tan natural. Las chicas que ya tenan doce aos se servan de groseras bromas para tender una suerte de puente entre ellas y nuestras compaeras de clase. Todo ello era todava tan vago y repelente, que se discuta respecto al lugar en que se formaban los nios, y si la cosa no tena lugar ms que una sola vez en el hombre, puesto que el matrimonio era la ocasin de semejante barahnda. Mis reglas, que aparecieron cuando tena quince aos, fueron una nueva sorpresa para m. Me vi arrastrada, a mi vez, de algn modo, a la ronda... ... Iniciacin sexual! He ah una expresin a la que no deba aludirse en casa de nuestros padres... Yo buscaba en los libros, pero me atormentaba y enervaba buscando sin saber {288} dnde hallar el camino a seguir... Yo iba a una escuela de nios, pero esa cuestin no pareca existir para el maestro. La obra de Horlam Garonnet et fillette me revel, al fin, la verdad. Mi estado de crispacin, de sobrexcitacin insoportable, se disip, aunque entonces fuese muy desdichada y necesitase mucho tiempo para reconocer y comprender que nicamente el erotismo y la sexualidad constituyen el verdadero amor. Etapas de mi iniciacin: I. Primeras preguntas y algunas vagas nociones (en modo alguno satisfactorias). Desde los tres aos y medio hasta los once... Ninguna respuesta a las preguntas que formul durante los aos siguientes. Cuando tena siete aos, al dar de comer a mi coneja, vi de pronto arrastrarse debajo de ella a unos conejitos completamente desnudos... Mi madre me dijo que entre los animales y tambin entre las personas, los pequeuelos crecen en el vientre de la madre y salen por un costado. Aquel nacimiento por el costado me pareci irrazonable... Una niera me cont muchas cosas sobre el embarazo, la gestacin, la menstruacin... En fin, a la ltima pregunta que le hice a mi padre sobre su funcin real, me respondi con oscuras historias respecto al polen y los pistilos. II. Algunos ensayos de iniciacin personal (once a trece aos). Descubr una enciclopedia y una obra de medicina... No fue ms que una leccin terica constituida por gigantescas y extraas palabras. III. Control de los,. conocimientos adquiridos (trece a veinte aos): a) en la vida. cotidiana; b) en los trabajos cientficos. Cuando tena ocho aos, jugaba a menudo con un chico de mi edad. Una vez abordamos el tema. Yo saba ya, porque mi madre me lo haba dicho, que una mujer tiene muchos huevos en el cuerpo... y que un nio naca de uno de aquellos huevos cada vez que la madre experimentaba un vivo deseo de tenerlo... Habiendo dado la misma explicacin a mi pequeo camarada, recib de l esta respuesta: Eres tonta de remate! Cuando nuestro carnicero y su mujer quieren tener un hijo, se meten en la cama y hacen guarreras. Me indign... Tenamos nosotros a la sazn (hacia los doce aos y medio) una criada que nos contaba toda suerte de feas historias. Yo no le deca nada a mam, porque me daba vergenza, pero le pregunt si se tiene un hijo cuando {289} una se sienta en las rodillas de un hombre. Ella me lo explic todo del mejor modo posible. En la escuela me enter de dnde salan los nios y tuve la impresin de que era espantoso. Pero cmo venan al mundo? Las dos nos hacamos una idea en cierto modo monstruosa del asunto, sobre todo despus de que, yendo a la escuela en una maana de invierno, en plena oscuridad, nos encontramos con un hombre que nos mostr sus partes sexuales y nos dijo, mientras se acercaba a nosotras: No os parece que est para comrsela? Sentimos una repugnancia indecible y experimentamos verdaderas nuseas. Hasta los veintin aos, me imagin que la venida al mundo de los nios se efectuaba por el ombligo. Una nia me llev aparte y me pregunt: T sabes de dnde salen los nios? Finalmente, se decidi a declarar: Caramba, qu tonta eres! Los nios salen del vientre de las mujeres, y, para que vengan al mundo, ellas tienen que hacer con los hombres una cosa completamente repugnante. Despus de lo cual, me explic con ms detalle aquella cosa repugnante. Sin embargo, yo me negaba rotundamente a considerar posible que sucediesen tales cosas. Dormamos en la misma habitacin que mis padres... Una de las noches que siguieron a aquella conversacin, o que se produca lo que. no haba credo posible, y entonces tuve vergenza, s, tuve vergenza de mis padres... Todo aquello hizo de m otro ser. Experimentaba terribles padecimientos morales. Me juzgaba una criatura profundamente depravada por estar ya al corriente de tales cosas. Preciso es decir que ni siquiera una enseanza coherente resolverla el problema; pese a toda la buena voluntad de padres y maestros, no podra encerrarse en palabras y conceptos la experiencia ertica; esa experiencia no se comprende ms que vivindola; todo anlisis, aunque fuese el ms serio del mundo, ofrecera un aspecto humorstico y no lograra hacer patente toda la verdad. Cuando, a partir de los poticos amores de las flores, de las nupcias de los peces, pasando por el pollito, el gato, el cabrito, nos hayamos elevado hasta la especie humana, se puede aclarar perfectamente el misterio de la generacin desde un punto de vista {290} terico: el de la voluptuosidad y el amor sexual permanece intacto. Cmo explicar a una nia sin vivencias erticas el placer de una caricia o un beso? En familia se dan y reciben besos, a veces incluso en los labios: por qu en ciertos casos ese encuentro de las mucosas provoca vrtigo? Es como describir colores a un ciego. En tanto falte la intuicin de la turbacin y el deseo que da a la funcin ertica su sentido y su unidad, los diferentes elementos de la misma parecern chocantes, monstruosos. En particular, la nia se subleva cuando comprende que es virgen y est sellada, y que para transformarse en mujer ser preciso que la penetre un sexo de hombre. Como el exhibicionismo es una perversin bastante extendida, muchas nias han visto penes en ereccin; en todo caso, han observado sexos de animales, y es lamentable que el del caballo atraiga sus miradas tan a menudo; se concibe que las espante. Temor al parto, temor al sexo masculino, temor a las crisis que amenazan a las personas casadas, disgusto por las prcticas sucias, irrisin con respecto a los gestos desprovistos de toda significacin...; todo eso lleva con frecuencia a la nia a declarar: Yo no me casar nunca (1). Esa es la defensa ms segura contra el dolor, la locura, la obscenidad. En vano se tratar de explicarle que, llegado el da, ni la desfloracin ni el parto le parecern tan terribles, que millones de mujeres se han resignado a ello y ya no lo pasan mal. Cuando un nio tiene miedo de un acontecimiento exterior, se le libra de l, pero se le predice {291} que ms adelante lo aceptar de la manera ms natural: es a l mismo a quien teme entonces volver a encontrar alienado, extraviado, en el fondo del porvenir. Las metamorfosis de la oruga que se hace crislida y mariposa ponen malestar en el corazn: sigue siendo la misma oruga despus de tan largo sueo? Se reconoce bajo aquellas alas brillantes? He conocido nias a quienes la vista de una crislida suma en un ensueo estupefacto. (1) Colmada de repugnancia, suplicaba a Dios que me otorgase una vocacin religiosa que me permitiese no cumplir las leyes de la maternidad. Y, tras haber meditado largamente sobre los repugnantes misterios que ocultaba yo a mi pesar, reafirmada por tanta repulsin como por un signo divino, conclu: la castidad es, ciertamente, mi vocacin, escribe Yassu Gauclre en L'orange bleue. Entre otras, la idea de la perforacin la horrorizaba. As, pues, era aquello lo que haca terrible la noche de bodas! Semejante descubrimiento me trastorn por completo, aadiendo a la repugnancia que ya senta anteriormente el terror fsico de esa operacin, que me imaginaba extremadamente dolorosa. Mi terror habra crecido de punto si hubiese supuesto que por esa va se efectuaba el nacimiento; pero, aunque saba desde haca mucho tiempo que los nios nacen del vientre de su madre, crea que se desprendan del mismo por segmentacin. Y, sin embargo, la metamorfosis se opera. La nia ni siquiera conoce su sentido, pero se da cuenta de que, en sus relaciones con el mundo y con su propio cuerpo, algo est cambiando sutilmente: se ha sensibilizado respecto a gustos, contactos, olores que antes la dejaban indiferente; pasan por su cabeza imgenes extravagantes; en los espejos le cuesta trabajo reconocerse; se siente extraa, las cosas tienen un aire raro; tal sucede con la pequea Emily, a quien Richard Hughes describe en Huracn en Jamaica: Para refrescarse, Emily se haba sentado en el agua hasta el vientre, y centenares de pececillos cosquilleaban con sus bocas curiosas cada pulgada de su cuerpo; hubirase dicho leves besos desprovistos de sentido. En estos ltimos tiempos, haba empezado a detestar que nadie la tocase, pero esto era abominable. No pudo soportarlo ms: sali del agua y se visti. Hasta la armoniosa Tessa, de Margaret Kennedy, conoce esa extraa turbacin: De pronto, se haba sentido profundamente desgraciada. Sus ojos miraron fijamente la oscuridad del vestbulo, partido en dos por la luz de la luna que penetraba como un torrente a travs de la puerta abierta. No pudo aguantar ms. Se levant de un salto, lanzando un gritito exagerado: Oh! exclam Cmo odio a todo el mundo! Corri luego a ocultarse en la montaa, asustada y furiosa, perseguida por un triste presentimiento que pareca llenar la casa tranquila y callada. Mientras tropezaba por el sendero, volvi a murmurar para sus adentros: Quisiera morirme, quisiera estar muerta. {292} Saba que no pensaba lo que deca, no tena el menor deseo de morir. Pero la violencia de sus palabras pareca satisfacerla... En el ya citado libro de Carson Mac Cullers se describe ampliamente ese inquietante momento: Fue el verano en que Frankie se senta asqueada y fatigada de ser Frankie. Se odiaba a s misma, se haba convertido en una vagabunda y una intil que no serva para nada, que no haca ms que rondar por la cocina: sucia y hambrienta, miserable y triste. Y, adems, era una criminal... Aquella primavera haba sido una estacin muy rara, que no acababa nunca. Las cosas empezaron a cambiar, y Frankie no comprenda ese cambio... En los rboles verdeantes y en las flores de abril haba algo que la entristeca. No saba por qu estaba triste; pero, a causa de aquella singular tristeza, pens que debera haberse marchado de la ciudad... Tena que haberse marchado de la ciudad y haberse ido muy lejos. Porque aquel ao la tarda primavera se haba mostrado displicente y almibarada. Las largas tardes fluan lentamente y la verde dulzura de la estacin la asqueaba... Muchas cosas le hacan sentir de pronto deseos de llorar. Por la maana temprano, sala a veces al patio y permaneca all largo rato contemplando la aurora; y era como una interrogante que naciese en su corazn, pero el cielo no responda. Cosas en las que antes no haba reparado nunca, empezaron a conmoverla: las luces de las casas que perciba por la noche mientras paseaba, una voz desconocida que sala de un callejn. Contemplaba las luces, escuchaba la voz y algo en su interior se ergua expectante. Pero las luces se apagaban, la voz se callaba, y, pese a su espera, eso era todo. Tena miedo de aquellas cosas que le hacan preguntarse de pronto quin era ella y qu sera de ella en este mundo, y por qu se encontraba all, viendo una luz o escuchando una voz o contemplando fijamente el firmamento: sola. Tena miedo y el pecho se le oprima extraamente. ... Paseaba por la ciudad y las cosas que vea y oa parecan inacabadas, y la invada aquella angustia. Se apresuraba a hacer algo: pero nunca era lo que debera haber hecho... Tras los largos crepsculos de la estacin, cuando haba caminado por toda la ciudad, sus nervios vibraban como un {293} aire de jazz melanclico; su corazn se endureca y hasta pareca que se paraba. Lo que sucede en ese confuso perodo es que el cuerpo infantil se torna cuerpo de mujer y se hace carne. Salvo en casos de deficiencia glandular en que el sujeto se estanca en el estadio infantil, la crisis de pubertad se inicia hacia los doce o los trece aos (1). Dicha crisis empieza mucho antes para la nia que para el nio y comporta cambios mucho ms importantes. La nia la aborda con inquietud, con disgusto. En el momento en que se desarrollan los senos y el sistema piloso, nace un sentimiento que a veces se transforma en orgullo, pero que originariamente es de vergenza; de pronto, la nia manifiesta pudor, rehusa mostrarse desnuda incluso a sus hermanas o a su madre, se examina con un asombro mezclado de horror y espa con angustia la hinchazn de ese ncleo duro, poco doloroso, que aparece debajo de los pezones, antes tan inofensivos como un ombligo. Se inquieta al sentir en ella un punto vulnerable: sin duda esa magulladura es bien ligera al lado de los sufrimientos de una quemadura, de un dolor de muelas; pero, accidentes o enfermedades, los dolores eran siempre anomalas; en cambio, el pecho joven est ahora normalmente habitado por no se sabe qu sordo rencor. Algo va a pasar que no es una enfermedad, que est implcito en la ley misma de la existencia y que, sin embargo, es lucha, desgarramiento. Ciertamente, desde el nacimiento hasta la pubertad, la nia ha crecido, pero ella no se ha sentido nunca crecer: da tras da, su cuerpo estaba presente para ella como una cosa exacta, acabada; ahora, ella se forma: el verbo mismo le causa horror; los fenmenos vitales solo son tranquilizadores cuando han hallado equilibrio y han revestido el aspecto definitivo de una flor lozana, de un animal lustroso; pero en el apuntamiento de su pecho, la nia experimenta lo ambiguo de la palabra viviente. No es ni oro ni diamante, sino una extraa {294} materia, mutante, incierta, en el corazn de la cual se elaboran impuras alquimias. Est habituada a una cabellera que se despliega con la tranquilidad de una madeja de seda; pero esa vegetacin nueva en las axilas y en el bajo vientre la metamorfosea en animal o alga. Aunque est ms o menos advertida, presiente en esos cambios una finalidad que la arranca de s misma; hela ah lanzada a un ciclo vital que desborda el momento de su propia existencia, y adivina una dependencia que la destina al hombre, al hijo, a la tumba. Por s mismos, los senos aparecen como una proliferacin intil, indiscreta. Brazos, piernas, piel, msculos, incluso las redondas nalgas sobre las cuales se sienta, todo tena hasta entonces un uso claro; solamente el sexo definido como rgano urinario era un rgano un tanto turbio, pero secreto, invisible para los dems. Debajo del jersey o de la blusa, los senos se manifiestan, y aquel cuerpo que la pequea confunda consigo misma aparece como carne; es un objeto que los dems miran y ven. Durante dos aos he llevado esclavina para disimular el pecho; tanto me avergonzaba de ello, me dijo una mujer. Y otra: Todava me acuerdo de la extraa turbacin que experiment cuando una amiga de mi misma edad, pero ms desarrollada que yo, se agach para recoger una pelota y percib por la abertura de su escote dos senos ya formados: a travs de aquel cuerpo tan prximo al mo, y sobre el cual iba a modelarse el mo, me ruboric de m misma. A los trece aos, me paseaba con las piernas desnudas y un vestido corto me dijo otra mujer. Un hombre hizo una reflexin socarrona respecto a mis gruesas pantorrillas. A la maana siguiente, mam me hizo ponerme medias y orden que alargasen mis faldas; pero nunca olvidar el choque que recib de pronto al verme vista. La nia percibe que su cuerpo se le escapa, ya no es la clara expresin de su individualidad; se le vuelve extrao; y, al mismo tiempo, se siente tomada por otros como si fuese una cosa: en la calle, la siguen con la mirada, se comenta su anatoma; querra hacerse invisible; tiene miedo de hacerse carne y miedo de mostrarla. (1) En el captulo primero del volumen 1 hemos descrito sus procesos propiamente fisiolgicos. Esa repulsin se traduce en multitud de muchachas en {295} una voluntad de adelgazar: se niegan a comer; si se las obliga a ello, padecen vmitos; vigilan su peso sin cesar. Otras se vuelven enfermizamente tmidas; entrar en un saln y hasta salir a la calle es para ellas un suplicio. A partir de ah se desarrollan a veces psicosis. Un ejemplo tpico es el de la enferma que, en Les obsessions et la psychasthnie, describe Janet con el nombre de Nadia: Nadia era una joven de familia rica, y notablemente inteligente; elegante, artista, era sobre todo una excelente intrprete musical; pero desde la infancia siempre se mostr testaruda e irritable: Le importaba enormemente que la amasen y reclamaba un amor loco de todo el mundo, de sus padres, de sus hermanas, de sus criados; pero, tan pronto como obtena un poco de afecto, se mostraba de tal modo exigente, tan sumamente dominante, que la gente no tardaba en alejarse de su lado; horriblemente susceptible, las burlas de sus primos, que deseaban cambiarle el carcter, la comunicaron un sentimiento de vergenza que se localiz en su cuerpo. Por otra parte, su necesidad de ser amada le inspiraba el deseo de seguir siendo nia, de ser siempre una pequeuela a quien se mima y que puede exigirlo todo; en una palabra, le inspiraba terror la idea de crecer... La llegada precoz de la pubertad agrav singularmente las cosas al mezclar los temores del pudor con el miedo a crecer: puesto que a los hombres les gustan las mujeres gruesas, yo quiero ser siempre extremadamente delgada. Los terrores por el vello del pubis y el desarrollo del pecho vinieron a aadirse a los temores precedentes. Desde la edad de once aos, como llevaba faldas cortas, le pareca que todo el mundo la miraba; le pusieron faldas largas y tuvo vergenza de sus pies, de sus caderas, etc. La aparicin de las reglas la volvi medio loca; cuando el vello del pubis empez a crecer, tuvo el convencimiento de que estaba sola en el mundo con aquella monstruosidad y hasta la edad de veinte aos se afan en depilarse para hacer desaparecer aquel ornamento de salvajes. El desarrollo del pecho agrav esas obsesiones, porque siempre haba sentido horror por la obesidad; no la detestaba en otras, pero estimaba que para ella habra sido una tara. No me importa no ser bonita, pero me darla demasiada vergenza {296} si llegara a hincharme, eso me horrorizara; si, por desgracia, engordase, no me atrevera a presentarme ante nadie. Entonces se puso a buscar todos los medios posibles para no crecer, se rode de toda suerte de precauciones, se lig con juramentos, se entreg a conjuros: juraba recomenzar cinco o diez veces una oracin, o saltar cinco veces sobre un solo pie. Si toco cuatro veces una nota de piano en el mismo trozo, consiento en crecer y no ser amada nunca ms por nadie. Termin por decidir que no comera. No quera engordar, ni crecer, ni parecerme a una mujer, porque hubiera querido seguir siendo siempre nia. Promete solemnemente no aceptar ya ningn alimento; sin embargo, ante las splicas de su madre, quebranta ese voto, pero entonces se la ve horas enteras de rodillas, escribiendo juramentos y luego desgarrndolos. Tras la muerte de su madre, sobrevenida cuando ella tena dieciocho aos, se impone el rgimen siguiente: dos platos de sopa clarita, una yema de huevo, una cucharada de vinagre, una taza de t con el jugo de un limn entero: he ah todo cuanto ingerir en el curso del da. El hambre la devora. A veces pasaba horas enteras pensando en la comida, tanta hambre tena: me tragaba la saliva, masticaba el pauelo, rodaba por el suelo, tanta era mi ansia por comer. Pero resista las tentaciones. Aunque era bonita, pretenda que tena el rostro abotargado y cubierto de granos; si el mdico afirmaba que no los vea, ella deca que no entenda nada, que no saba reconocer esos granos que estn entre la piel y la carne. Termin por apartarse de la familia y encerrarse en un pequeo apartamento donde no vea ms que a la enfermera y el mdico; no sala jams; solo difcilmente aceptaba la visita de su padre; este provoc una grave recada de la joven al decirle un da que tena buen aspecto; tema ponerse gruesa, tener una tez deslumbrante y fuertes msculos. Viva casi siempre en la oscuridad, hasta tal punto le resultaba intolerable ser vista o incluso estar visible. Con mucha frecuencia, la actitud de los padres contribuye a inculcar en la nia la vergenza de su aspecto fsico. Una mujer declara (1) {297}: (1) STEKEL: La femme frigide. Yo padeca un sentimiento de inferioridad fsica. alimentado por incesantes crticas en casa... Mi madre, con su exagerada vanidad, quera verme siempre particularmente aventajada y siempre tena un cmulo de detalles que hacer observar a la modista para disimular mis defectos: hombros cados, caderas demasiado pronunciadas, trasero demasiado plano, senos demasiado llenos, etc. Como durante aos haba tenido el cuello hinchado, no me permitan llevarlo al descubierto... Sobre todo, me irritaban mis pies, que durante mi pubertad haban sido muy feos y haban dado lugar a bromas irritantes respecto a mi manera de andar... Ciertamente, haba algo de cierto en todo aquello, pero me haban hecho tan desgraciada y en ocasiones me senta tan intimidada, que no saba qu hacer en absoluto; si me encontraba con alguien, mi primera idea era siempre: Si, al menos, pudiera esconder los pies. Esa vergenza lleva a la nia a comportarse torpemente, a ruborizarse constantemente y sin motivo; esos rubores aumentan su timidez y se convierten, a su vez, en objeto de una fobia. Stekel habla, entre otras (1), de una mujer que de joven enrojeca de forma tan enfermiza y violenta, que, durante un ao, llev apsitos en la cara so pretexto de dolor de muelas. (1) STEKEL: La femme frigide. A veces, durante el perodo que puede llamarse de prepubertad y que precede a la aparicin de las reglas, la nia no experimenta todava el disgusto de su cuerpo; se siente orgullosa por irse convirtiendo en mujer, observa con satisfaccin la madurez de su pecho, se rellena el corpio con pauelos y se jacta en presencia de sus hermanas mayores; todava no capta la significacin de los fenmenos que se producen en ella. Su primera menstruacin se la revela y aparecen los sentimientos de vergenza. Si ya existan, se confirman y exageran a partir de ese momento. Todos los testimonios concuerdan: que la nia haya sido advertida o no, el acontecimiento siempre le parece repugnante y humillante. Es muy frecuente que su madre haya descuidado prevenirla {298}; se ha observado (1) que las mujeres descubren de mejor grado a sus hijas los misterios del embarazo, del parto e incluso de las relaciones sexuales que el de la menstruacin; y es porque ellas mismas sienten horror por esa servidumbre femenina, horror que refleja los antiguos terrores msticos de los varones y que ellas transmiten a su descendencia. Cuando la muchachita encuentra en su ropa blanca manchas sospechosas, se cree vctima de una diarrea, de una hemorragia mortal, de una enfermedad vergonzosa. Segn una encuesta realizada en 1896 por Havelock Hellis, de 125 alumnas de un instituto de segunda enseanza americano, 36 no saban absolutamente nada de la cuestin en el momento de sus primeras reglas, y 39 solo tenan un vago conocimiento de ello; es decir, que ms de la mitad de ellas estaban en la ignorancia. Segn Helen Deutsch, las cosas apenas habran cambiado en 1946. H. Hellis cita el caso de una joven que se arroj al Sena en SaintOuen porque crey haber contrado una enfermedad desconocida. Stekel, en las cartas a una madre, cuenta tambin la historia de una nia que intent suicidarse porque crey ver en el flujo menstrual el signo y el castigo de las impurezas que manchaban su alma. Es natural que la jovencita tenga miedo; le parece que es la vida lo que se le escapa. Segn Klein y la escuela psicoanaltica inglesa, la sangre manifestara a sus ojos una herida de los rganos internos. Aun en el caso de que prudentes advertencias le ahorren angustias demasiado vivas, experimenta vergenza, se siente sucia, trata de lavar o de ocultar su ropa manchada. En el libro de Colette Audry Aux yeux du souvenir se encuentra un relato tpico de esta experiencia: (1) Vanse los trabajos de Daly y Chadwick, citados por H. DEUTSCH: Psychology of Women. En medio de esa exaltacin, se ha cerrado el drama brutal. Una noche, al desnudarme, me cre enferma; pero no me asust y me guard mucho de decir nada, con la esperanza de que habra pasado a la maana siguiente... Cuatro semanas ms tarde, volvi el mal, ms violento esta vez. Fui con mucho sigilo a echar las bragas en el cesto de la ropa sucia que estaba detrs de la puerta del cuarto de bao. Haca tanto {299} calor, que las baldosas romboidales del pasillo estaban tibias debajo de mis pies desnudos. Cuando estaba metindome en la cama de nuevo, mam abri la puerta de m habitacin: vena a explicarme las cosas. Soy incapaz de recordar el efecto que me produjeron en aquel momento sus palabras; pero, mientras cuchicheaba. Kaki asom de repente la cabeza. La vista de aquel rostro redondo y curioso me puso fuera de m. Le grit que se marchase, y ella desapareci espantada. Supliqu a mam que la pegase por no haber llamado antes de entrar... La calma de mi madre, su aire advertido y dulcemente feliz, terminaron de hacerme perder la cabeza. Cuando se march, me hund en una noche salvaje. Dos recuerdos acudieron de pronto a mi mente: unos meses antes, cuando regresbamos de nuestro paseo con Kaki, mam y yo nos encontramos con el viejo mdico de Privas, robusto como un leador y con una amplia barba blanca. Su hija est creciendo, seora, dijo mirndome, e instantneamente le detest, sin comprender nada. Un poco ms tarde, a su regreso de Pars, mam haba colocado en una cmoda un paquete de toallitas nuevas. Qu es eso?, haba preguntado Kaki. Mam adopt ese aire de naturalidad que adoptan las personas mayores cuando van a revelar una cuarta parte de la verdad reservndose las otras tres: Muy pronto sern para Colette. Muda, incapaz de hacer una sola pregunta, yo detest a mi madre. Durante toda la noche estuve dando vueltas en la cama. No era posible. Iba a despertarme. Mam se haba engaado, aquello pasara y no volvera a suceder ms... A la maana siguiente, secretamente cambiada y manchada, tuve que afrontar a los dems. Miraba con odio a mi hermana, porque todava no saba nada, porque, de pronto y sin sospecharlo, se hallaba dotada de una aplastante superioridad sobre m. Luego me puse a odiar a los hombres, que jams conoceran aquello, pero que saban. Para terminar, detest tambin a las mujeres por tomar con tanta tranquilidad su suerte. Estaba segura de que, si les hubiesen advertido lo que me suceda, todas se habran regocijado: Ahora te toca a ti, habran pensado. Esta tambin lo dira, pensaba yo en cuanto vea una. Y esta otra. El mundo me haba atrapado. Caminaba molesta y no me atreva a correr. De la tierra, de las plantas caldeadas por el sol, pareca desprenderse un olor sospechoso... Pas la crisis y, contra todo sentido comn {300}, volv a abrigar la esperanza de que no se repetira. Un mes ms tarde, fue preciso rendirse a la evidencia y admitir el mal definitivamente, esta vez en medio de un pesado estupor. A partir de entonces, hubo en mi memoria un antes. El resto de mi existencia no sera ms que un despus. Las cosas suceden de un modo anlogo para la mayor parte de las nias. A muchas de ellas les horroriza descubrir su secreto a quienes les rodean. Una amiga me ha contado que, hurfana de madre, viva con su padre y una institutriz; pas tres meses llena de miedo y de vergenza, escondiendo su ropa manchada, antes de que descubriesen que ya tena reglas. Incluso las campesinas, a quienes podra creerse endurecidas por el conocimiento que tienen de los ms rudos aspectos de la vida animal, sienten horror ante esa maldicin por el hecho de que en el campo la menstruacin tiene todava un carcter de tab: he conocido a una joven granjera que, durante todo un invierno, estuvo lavndose las prendas ntimas a escondidas en el arroyo helado y se volva a poner sobre la piel la camisa empapada, para disimular su inconfesable secreto. Podra citar cien hechos anlogos. Ni siquiera la confesin de esa asombrosa desdicha supone una liberacin. Sin duda, aquella madre que abofete brutalmente a su hija, al tiempo que deca: Idiota!, eres demasiado joven todava, es una excepcin. Pero ms de una manifiesta mal humor; la mayora no ofrece a la nia esclarecimientos suficientes, y esta permanece llena de ansiedad ante el nuevo estado que inaugura la primera crisis menstrual, pues se pregunta si el porvenir no le reservar otras sorpresas igualmente dolorosas; o se imagina que en adelante puede quedar encinta por la simple presencia o el contacto de un hombre, y entonces experimenta con respecto a los varones un verdadero terror. Ni siquiera ahorrndole esas angustias mediante explicaciones inteligentes se consigue llevar de nuevo la paz a su corazn. Antes, la nia, con un poco de mala fe, poda pensarse todava un ser asexuado, incluso poda no pensarse en absoluto; hasta soaba a veces que una maana se despertara transformada en hombre; ahora las madres y las tas cuchichean con aire halagado {301}: Ya es una mujercita; la cofrada de las matronas ha ganado; ella les pertenece. Hela ah alineada sin recursos en el bando de las mujeres. Sucede tambin que se enorgullece de ello; piensa que se ha convertido en una persona mayor y que en su existencia va a producirse un trastorno. Thyde Monnier (1), por ejemplo, cuenta: (1) Moi. Algunas de nosotras se haban convertido en mujercitas en el curso de las vacaciones; otras se convertan en el mismo liceo, y entonces, una tras otra, bamos al excusado del patio, donde estaban sentadas como reinas que recibiesen a sus sbditos, para ver la sangre. Sin embargo, la nia se desengaa muy pronto, porque se percata de que no ha adquirido ningn privilegio y que la vida sigue su curso. La nica novedad consiste en el sucio acontecimiento que se repite todos los meses; hay nias que lloran durante horas enteras cuando se enteran de que estn condenadas a ese destino; lo que an agrava ms su rebelda es que los hombres conozcan la existencia de esa tara vergonzosa: al menos querran que la humillante condicin femenina fuese para ellos un misterio. Pero no; padres, hermanos, primos, los hombres saben y hasta en ocasiones bromean. Es entonces cuando en la nia nace o se exacerba el disgusto por su cuerpo, demasiado carnal. Y, pasada la primera sorpresa, el malestar mensual no se borra por eso: en cada nueva ocasin, la joven vuelve a experimentar el mismo disgusto ante aquel olor inspido y corrompido que asciende de s misma olor de pantano, de violetas marchitas, ante aquella sangre menos roja y ms sospechosa que la que flua de sus heridas infantiles. Da y noche tendr que pensar en cambiarse, en vigilar su ropa interior, sus paos higinicos, resolver mil pequeos problemas prcticos y repugnantes; en las familias modestas, los paos higinicos se lavan cada mes y vuelven a ocupar su sitio entre montones de pauelos; as, pues, ser preciso entregar a las manos encargadas de hacer la colada {302} lavandera, criada, madre, hermana mayor esas deyecciones salidas de s misma. Esa especie de apsitos que venden en las farmacias en cajas con nombres floridos: Camelia, Edelweiss, se tiran despus de usarlos; pero en el curso de un viaje, de vacaciones, de excursin, no resulta tan cmodo desembarazarse de ellos, pues est expresamente prohibido arrojarlos al inodoro. La pequea herona del Journal psychanalytique (1) describe su horror por el pao higinico; ni siquiera delante de su hermana consiente en desnudarse sino en la oscuridad durante sus reglas. Ese objeto molesto y embarazoso puede desprenderse durante un ejercicio violento, y ello es una humillacin peor que perder las bragas en medio de la calle: esa atroz perspectiva origina a veces manas psicastnicas. Por una especie de malevolencia de la Naturaleza, el malestar, los dolores no empiezan a menudo sino despus de la hemorragia, cuyo inicio puede pasar inadvertido; las muchachas tienen con frecuencia reglas irregulares, y corren el riesgo de verse sorprendidas en el curso de un paseo, en la calle, en casa de amistades; se exponen como madame de Chevreuse (2) a mancharse el vestido o el asiento; hay a quien semejante posibilidad hace vivir en constante angustia. Cuanto mayor es la repulsin que la joven experimenta por esa tara femenina, ms obligada est de pensar en ello con vigilancia, para no exponerse a la espantosa humillacin de un accidente o una confidencia. (1) Traducido por Clara Malraux. (2) Disfrazada de hombre durante la Fronda, madame de Chevreuse, despus de una larga cabalgada, fue descubierta a causa de unas manchas de sangre que vieron en su silla. He aqu la serie de respuestas que obtuvo a este respecto el doctor Liepmann (3) en el curso de su encuesta sobre la sexualidad juvenil: (3) Vase doctor W. LIEPMANN: Jeunesse et sexualit. A los diecisis aos, cuando me sent indispuesta por primera vez, me asust mucho al comprobarlo una maana. A decir verdad, yo saba que aquello tena que llegar; pero me {303} produjo tal vergenza, que permanec acostada toda la maana, y a todas las preguntas que me hacan, solo contestaba: No puedo levantarme. Me qued muda de asombro cuando, no teniendo todava doce aos, me sent indispuesta por primera vez. Me invadi el espanto y, como mi madre se content con informarme secamente que aquello suceda todos los meses, lo consider una enorme porquera y me negu a admitir que no les sucediera tambin a los hombres. Aquella aventura decidi a mi madre a efectuar mi iniciacin, sin olvidar al mismo tiempo la menstruacin. Entonces sufr mi segunda decepcin, porque, al sentirme indispuesta, me precipit toda radiante de alegra en el cuarto de mi madre, que an dorma, y la despert gritando: Mam, ya la tengo! Y ella se content con replicarme: Y para eso me despiertas? A pesar de todo, consider el acontecimiento como una verdadera convulsin en mi existencia. Tambin experiment el ms horrendo espanto cuando me indispuse por primera vez y constat que la hemorragia no cesaba al cabo de unos minutos. Sin embargo, no dije nada a nadie, ni siquiera a mi madre. Acababa de cumplir los quince aos. Por lo dems, la regla me haca sufrir muy poco. Una sola vez experiment dolores tan tremendos, que me desvanec y permanec cerca de tres horas en mi habitacin, tendida en el suelo. Pero tampoco dije nada a nadie. Cuando, por primera vez, sufr esa indisposicin, tena unos trece aos. Mis camaradas de clase y yo habamos hablado ya de ello, y me senta muy orgullosa de haberme convertido, a mi vez, en una de las mayores. Expliqu al profesor de gimnasia, dndome aires de gran importancia, que aquel da me sera imposible tomar parte en la leccin, porque me hallaba indispuesta. No fue mi madre quien me inici. Ella no tuvo la regla hasta los diecinueve aos y, temiendo que la regaasen por haber manchado la ropa, fue a enterrarla al campo {304}. A los dieciocho aos tuve mis primeras reglas (1). Estaba sumida en la mayor de las ignorancias... Por la noche sufr violentas hemorragias acompaadas de fuertes clicos y no pude descansar un solo instante. Al rayar el da, corr en busca de mi madre y, sin dejar de sollozar, le ped consejo. Pero no obtuve ms que esta severa reprimenda: Deberas haberte dado cuenta antes y no manchar de ese modo las sbanas. Esa fue toda la explicacin que me dio. Naturalmente, me devan los sesos pensando qu crimen podra haber cometido y sent una terrible angustia. (1) Se trata de una muchacha perteneciente a una miserable familia berlinesa. Yo saba ya lo que era. Incluso aguardaba la cosa con impaciencia, porque esperaba que mi madre me revelara entonces la forma en que se fabrican los nios. Lleg el clebre da, pero mi madre guard silencio. Sin embargo, yo me senta toda gozosa. Ahora me deca para mis adentros tambin t puedes hacer nios: ya eres una seora. Esa crisis se produce a una edad todava tierna; el muchacho no llega a la adolescencia ms que a los quince o diecisis aos; la muchacha se torna mujer entre los trece y los diecisis. Pero no es de ah de donde procede la diferencia esencial de su experiencia; tampoco reside en las manifestaciones fisiolgicas que le dan, en el caso de la joven, su tremendo esplendor: la pubertad adopta en ambos sexos una significacin radicalmente distinta, puesto que no anuncia a los dos un mismo porvenir. Tambin los muchachos, ciertamente, en el momento de su pubertad, sienten su cuerpo como una presencia embarazosa; pero, orgullosos de su virilidad desde la infancia, es a esa virilidad a la que, orgullosamente, trascienden el momento de su formacin; se muestran entre s con orgullo el vello que les crece en las piernas y que los convierte en hombres; ms que nunca, su sexo es objeto de comparacin y desafo. Convertirse en adultos es una metamorfosis que los intimida: muchos adolescentes experimentan angustia cuando se anuncia una libertad exigente, pero acceden con {305} alegra a la dignidad de varn. Por el contrario, para transformarse en persona mayor, la nia tiene que confinarse en los lmites que le impondr su feminidad. El muchacho admira en su vello naciente promesas indefinidas; ella permanece confundida ante el drama brutal y cerrado que detiene su destino. Al igual que el pene extrae del contexto social su valor privilegiado, del mismo modo es el contexto social el que hace de la menstruacin una maldicin. El uno simboliza la virilidad, la otra la feminidad, y porque la feminidad significa alteridad e inferioridad, su revelacin es acogida con escndalo. La vida de la nia siempre se le ha presentado como determinada por esa impalpable esencia a la cual la ausencia de pene le impide lograr una figura positiva: es ella la que se descubre en el flujo rojo que se escapa entre sus muslos. Si ya ha asumido su condicin, acoge el acontecimiento con alegra... Ahora, ya eres una seora. Si la ha rechazado siempre, el veredicto sangriento la fulmina; lo ms frecuente es que vacile: la mancilla menstrual la inclina hacia el disgusto y el temor. He ah lo que significan esas palabras: ser mujer! La fatalidad que hasta entonces pesaba sobre ella confusamente y desde fuera, est agazapada en su vientre; no hay medio de escapar; y se siente acosada. En una sociedad sexualmente igualitaria, no encarara ella la menstruacin sino como su manera singular de acceder a su vida adulta; el cuerpo humano conoce en hombres y mujeres muchas otras servidumbres ms repugnantes, a las cuales se acomodan fcilmente, porque, siendo comunes a todos, no representan una tara para nadie; las reglas inspiran horror a la adolescente, porque la precipitan a una categora inferior y mutilada. Ese sentimiento de degradacin pesar abrumadoramente sobre ella. Conservara el orgullo de su cuerpo sangrante si no perdiese su orgullo de ser humano. Y si consigue preservar este orgullo, sentir mucho menos vivamente la humillacin de su carne: la joven que, en actividades deportivas, sociales, intelectuales, msticas, se abre los caminos de la trascendencia, no ver en su especificacin una mutilacin y la superar fcilmente. Si en esa poca se desarrollan con tanta frecuencia {306} psicosis en la joven, es debido a que se siente sin defensa ante una sorda fatalidad que la condena a pruebas inimaginables; su feminidad significa a sus ojos enfermedad, sufrimiento y muerte; y a ella le fascina ese destino. Un ejemplo que ilustra de manera impresionante estas angustias es el de la enferma descrita por H. Deutsch bajo el nombre de Molly: Molly tena catorce aos cuando empez a sufrir trastornos psquicos; era la cuarta hija de una familia de cinco; el padre, muy severo, criticaba a sus hijas en cada comida, la madre era desdichada y a menudo no se hablaba con su marido. Uno de los hermanos haba huido de casa. Molly estaba ventajosamente dotada, bailaba muy bien los zapateados, pero era tmida y le afectaba penosamente el ambiente familiar; los chicos le daban miedo. Su hermana mayor se cas contra la voluntad de su madre, y a Molly le interes mucho el embarazo de su hermana, que tuvo un parto difcil y fue preciso emplear los frceps; Molly, que supo los detalles del mismo y que se enter de que frecuentemente las mujeres moran de parto, qued muy impresionada. Durante dos meses, cuid del recin nacido; cuando su hermana se fue de la casa, hubo una escena terrible en el curso de la cual se desmay la madre; tambin Molly se desvaneci: haba visto a compaeras suyas desvanecerse en clase, y las ideas relativas a la muerte y los desvanecimientos la obsesionaban. Cuando tuvo la primera regla, le dijo a su madre con aire embarazado: Ya ha llegado la cosa, y se fue a comprar paos higinicos en compaa de su hermana; en la calle se encontraron con un hombre y ella baj la cabeza; de manera general, manifestaba disgusto con respecto a ella misma. No sufra durante las menstruaciones, pero siempre procuraba ocultrselas a su madre. Una vez, despus de observar una mancha en las sbanas, su madre le pregunt si estaba indispuesta y ella lo neg, aunque era verdad. Un da le dijo a su hermana: Ahora me puede suceder todo. Puedo tener un hijo. Para eso tendras que vivir con un hombre, le replic su hermana. Pero si ya vivo con dos hombres: pap y tu marido. El padre no permita a sus hijas que saliesen solas de noche por temor a que las violaran, y tales temores contribuyeron }307} a dar a Molly la idea de que los hombres eran seres temibles; el miedo a quedar encinta, a morir de parto, adquiri tal intensidad a partir del momento en que tuvo sus reglas, que poco a poco se neg a salir de su habitacin e incluso quera quedarse todo el da en la cama; sufra terribles crisis de ansiedad si la obligaban a salir, y si tena que alejarse de casa, era vctima de un ataque y se desvaneca. Tena miedo de los automviles, de los taxis; ya no poda dormir; crea que por la noche entraban ladrones en la casa, gritaba y lloraba. Tena manas alimentaras y en ocasiones coma demasiado para no desmayarse; tambin se senta atemorizada cuando estaba encerrada. No pudo seguir asistiendo a la escuela, ni llevar una vida normal. Una historia anloga, que no se liga a la crisis de la menstruacin, pero que manifiesta la ansiedad que experimenta la muchacha con respecto a su interior, es la de Nancy (1). (1) Citada tambin por H. DEUTSCH: Psychology of Women. Cuando tena unos trece aos de edad, la pequea era ntima de su hermana mayor y se sinti muy orgullosa de recibir sus confidencias cuando esta se prometi en secreto y luego se cas: compartir el secreto de una persona mayor equivala a ser admitida entre los adultos. Durante algn tiempo, vivi en casa de su hermana; pero, cuando esta le anunci que iba a comprar un beb, Nancy sinti celos de su cuado y del nio que vendra; le resultaba insoportable ser tratada de nuevo como si fuese una nia con quien hubiese que andar con tapujos. Empez a experimentar trastornos internos y quiso que la operasen de apendicitis; la operacin tuvo xito, pero, durante su permanencia en el hospital, Nancy vivi en medio de una terrible agitacin; tena violentas escenas con la enfermera, a quien aborreca con toda su alma; trat de seducir al mdico, le daba citas, se mostraba provocativa y exiga en medio de crisis nerviosas que la tratase como a una mujer; se acusaba de ser responsable de la muerte de un hermanito, sobrevenida aos antes; y, sobre todo, estaba segura de que no le haban extirpado el apndice y que haban olvidado un escalpelo en su estmago: exig) que la examinasen por rayos X, so pretexto de haberse tragado una moneda {308}. Este deseo de sufrir una operacin y en particular la de la ablacin del apndice se encuentra con frecuencia a esa edad; las muchachitas expresan de ese modo su temor a la violacin, el embarazo y el parto. Experimentan en el vientre oscuras amenazas y esperan que el cirujano las salvar de aquel desconocido peligro que las acecha. No es solamente la aparicin de las reglas lo que anuncia a la nia su destino de mujer. En ella se producen otros fenmenos sospechosos. Hasta entonces su erotismo era clitoridiano. Es muy difcil saber si las prcticas solitarias estn menos extendidas entre las muchachas que entre los muchachos; la nia se entrega a ellas en los dos primeros aos, tal vez incluso desde los primeros meses de su vida; parece ser que las abandona hacia los dos aos para no reanudarlas sino mucho ms tarde; por su conformacin anatmica, ese tallo plantado en la carne masculina solicita las caricias ms que una mucosa secreta; pero los azares de un frotamiento la nia que utiliza aparatos de gimnasia, trepa a los rboles o monta en bicicleta, de un contacto con ciertas prendas, de un juego o de una iniciacin por parte de sus camaradas, de sus mayores, de adultos, revelan frecuentemente a la nia sensaciones que ella se esfuerza por resucitar. En todo caso, el placer, cuando llega, es una sensacin autnoma: tiene la ligereza y la inocencia de todas las diversiones infantiles (1). La nia apenas estableca antes una relacin entre estas delectaciones ntimas y su destino de mujer; sus relaciones sexuales con los chicos, si las haba, se basaban esencialmente en la curiosidad. Pero he aqu que se siente invadida por confusas emociones en las cuales ya no se reconoce. La sensibilidad de las zonas ergenas se desarrolla, y estas son en la mujer tan numerosas, que se puede considerar a todo su cuerpo como ergeno: eso es lo que le revelan caricias familiares, besos inocentes, el contacto {309} indiferente de una costurera, de un mdico, de un peluquero, una mano amiga que se posa en sus cabellos o en su nuca; experimenta y a menudo busca deliberadamente una turbacin ms profunda en sus juegos, en sus luchas con chicos o chicas: as Gilberte luchando en los Campos Elseos con Proust; entre los brazos de su pareja de baile, bajo la mirada ingenua de su madre, conoce extraas languideces. Por otra parte, incluso los adolescentes ms protegidos estn expuestos a experiencias de este tipo; en los medios bien se silencian de comn acuerdo esos desagradables incidentes; pero es frecuente que ciertas caricias de amigos de la casa, tos, primos, por no decir nada de abuelos y padres, sean mucho menos inofensivas de lo que supone la madre; un profesor, un sacerdote, un mdico, han podido mostrarse audaces e indiscretos. Se hallarn relatos de tales experiencias en L'asphyxie, de Violette Leduc; en La haine maternelle, de S. de Tervagnes, y en L'orange bleue, de Yassu Gauclre. Stekel estima que los abuelos, entre otros, son con frecuencia muy peligrosos. (1) Salvo, bien entendido, en los casos, bastante numerosos, en que la intervencin directa o indirecta de los padres, o los escrpulos religiosos, lo convierten en pecado. En el apndice se encontrar un abominable ejemplo de las persecuciones a las cuales son a veces sometidos los nios, so pretexto de librarlos de sus malos hbitos. Tena yo quince aos. La vspera del entierro, mi abuelo haba venido a dormir a casa. A la maana siguiente, cuando mi madre ya se haba levantado, l me pregunt si no poda venir a mi cama para jugar conmigo; yo me levant inmediatamente, sin contestarle... Empezaba a tener miedo de los hombres. He ah lo que cuenta una mujer (1). (1) La femme frigide. Otra nia recuerda haber sufrido un grave choque a la edad de ocho o diez aos, cuando su abuelo, un viejo de setenta aos, le manose los rganos genitales. La haba sentado en sus rodillas y le habla deslizado un dedo en la vagina. La nia experiment una inmensa angustia, pero no se atrevi a hablar jams del asunto. Desde entonces, tuvo mucho miedo a todo lo sexual (2). (2) La femme frigide. La nia guarda silencio generalmente sobre tales incidentes, a causa de la vergenza que le inspiran. Por otra parte {310}, a menudo, si se confa a sus padres, estos reaccionan reprendindola. No digas tonteras... Eres malintencionada. Tambin se calla respecto a las extraas maniobras de ciertos desconocidos. Una muchachita le cont al doctor Liepmann (1) lo siguiente: (1) LIEPMANN: Jeunesse et sexualit. Habamos alquilado una habitacin en el stano de un zapatero. A menudo, cuando nuestro casero estaba solo, vena a buscarme, me tomaba en sus brazos y me besaba muy largamente, mientras se mova agitadamente hacia atrs y hacia adelante. Adems, su beso no era superficial, porque me hunda la lengua en la boca. Yo le detestaba por esas cosas. Pero nunca dije nada, porque era muy medrosa. Adems de los camaradas emprendedores y las amigas perversas, est esa rodilla que en el cine ha presionado la de la nia, esa mano que, por la noche, en el tren, se ha deslizado a lo largo de su pierna, esos jvenes que ren socarronamente a su paso, esos hombres que la han seguido en la calle, esos abrazos, esos roces furtivos. No comprende bien el sentido de tales aventuras. En una cabeza de quince aos hay a menudo una extraa confusin, porque los conocimientos tericos y las experiencias concretas no coinciden. Esta ha experimentado ya todos los ardores de la turbacin y el deseo, pero se imagina como la Clara d'Ellbeuse inventada por Francis Jammes que bastara un beso masculino para hacerla madre; aquella tiene ideas exactas sobre la anatoma genital; pero, cuando su pareja de baile la estrecha contra s, toma por jaqueca la emocin que experimenta. Seguramente las jvenes de hoy estn mejor informadas que las de antes. Sin embargo, algunos psiquiatras afirman que ms de una adolescente ignora todava que los rganos sexuales tienen otro uso adems del urinario (2). De todos modos, establecen escasa relacin entre sus emociones sexuales y la existencia de sus rganos genitales, puesto que {311} ningn signo tan preciso como la ereccin masculina les indica esa correlacin. Entre sus ensueos romnticos relativos al hombre, al amor, y la crudeza de ciertos hechos que les son revelados, existe tal hiato, que no inventan entre ellos ninguna sntesis. Thyde Monnier (3) cuenta que se haba juramentado con otras amigas para observar cmo estaba hecho un hombre y contrselo a las dems: (2) Vase H. DEUTSCH: Psychology of Women, 1946. (3) Moi. Habiendo entrado expresamente sin llamar en la habitacin paterna, lo describ as: Se parece a una butifarra, es decir, que es como un rodillo y luego hay una cosa redondeada. Era difcil de explicar. Hice un dibujo, hice incluso tres, y cada una de nosotras llevaba el suyo escondido en el corpio y, de vez en cuando, estallaba de risa al contemplarlo; luego permaneca soadora... Cmo establecamos unas nias tan inocentes como nosotras una relacin entre aquel objeto y las canciones sentimentales, los lindos relatos novelescos donde el amor todo respeto, timidez suspiros y besamanos es sublimado hasta convertirlo en eunuco? No obstante, a travs de sus lecturas, sus conversaciones, los espectculos y las palabras que ha sorprendido, la jovencita da un sentido a la turbacin de su carne; se hace llamada, deseo. En sus fiebres, estremecimientos, humedades, malestares inciertos, su cuerpo adquiere una hueva e inquietante dimensin. El muchacho reivindica sus tendencias erticas, porque asume gozosamente su virilidad; el deseo sexual, en l, es agresivo, aprehensivo; ve en el mismo una afirmacin de su subjetividad y de su trascendencia; se jacta de ello con sus camaradas; su sexo es para l una turbacin de la que se enorgullece; el impulso que le lleva hacia la hembra es de la misma naturaleza que el que le lanza hacia el mundo, y en l se reconoce. Por el contrario, la vida sexual de la muchacha siempre ha sido clandestina; cuando su erotismo se transforma e invade toda su carne, el misterio que lo rodea se hace angustioso: experimenta su turbacin {312} como una enfermedad vergonzosa; no es activo, es un estado, y ni siquiera imaginariamente puede librarse de l mediante una decisin autnoma; ella no suea con tomar, amasar, violar: ella es espera y llamada; se prueba como dependiente; se siente en peligro en su carne enajenada. Porque su esperanza difusa, su sueo de pasividad feliz, le revelan con evidencia su cuerpo como un objeto destinado a otro; no quiere conocer la experiencia sexual ms que en su inmanencia; lo que ella solicita es el contacto de la mano, de la boca, de otra carne, pero no la mano, la boca, la carne extraa; ella deja en la sombra la imagen de su pareja, o la ahoga en vapores ideales; no obstante, no puede impedir que su presencia la acose. Sus terrores y repulsiones juveniles con respecto al hombre han adoptado un carcter ms equvoco que antes y, por ello, ms angustioso. Antes nacan de un profundo divorcio entre el organismo infantil y su porvenir de adulto; ahora tienen su origen en esa misma complejidad que la joven experimenta en su carne. Comprende que est destinada a la posesin, puesto que la llama, y se subleva contra sus deseos. Desea y teme, al mismo tiempo, la vergonzosa pasividad de la presa consentidora. La idea de desnudarse delante de un hombre la trastorna de turbacin, pero tambin siente que entonces quedar entregada sin remedio a su mirada. La mano que toma, que toca, tiene una presencia an ms imperiosa que los ojos, y atemoriza ms. Pero el smbolo ms evidente y el ms detestable de la posesin fsica es la penetracin por el sexo del varn. La joven detesta que ese cuerpo que ella confunde consigo misma puedan perforarlo como se perfora el cuero, desgarrarlo como se desgarra una tela. Pero ms que la herida y el dolor que la acompaa, lo que la joven rehusa es que herida y dolor sean infligidos. Es horrible la idea de ser horadada por un hombre, me deca un da una joven. No es el temor al miembro viril lo que engendra el horror al hombre, sino que es su confirmacin y su smbolo, la idea de penetracin adquiere su sentido obsceno y humillante en el interior de una forma ms general, de la cual, a su vez, es un elemento esencial {313}. La ansiedad de la nia se traduce en las pesadillas que la atormentan y los fantasmas que la acosan: la idea de la violacin se hace en muchos casos obsesionante en el momento en que siente en su interior una insidiosa complacencia. Esa idea se manifiesta en los sueos y en las conductas, a travs de multitud de smbolos ms o menos claros. La joven explora su habitacin antes de acostarse, con el temor de descubrir algn ladrn de aviesas intenciones; cree or el ruido hecho por asaltantes nocturnos; un agresor penetra por la ventana, armado de un cuchillo con el cual la traspasa. De manera ms o menos aguda, los hombres le inspiran terror. Empieza a experimentar hacia su padre cierto disgusto; ya no puede soportar su olor a tabaco y detesta entrar despus que l en el cuarto de aseo; aunque siga querindole mucho, esa repulsin fsica es frecuente; adopta una figura exasperada, como si la nia le fuese ya hostil a su padre, tal y como sucede a menudo entre las hijas menores. Existe un sueo que los psiquiatras dicen haber encontrado frecuentemente en sus jvenes pacientes: estas se imaginan ser violadas por un hombre en presencia de una mujer de edad y con el consentimiento de la misma. Est claro que piden simblicamente a su madre el permiso para abandonarse a sus deseos. Porque una de las coacciones que ms odiosamente pesan sobre ellas es la de la hipocresa. La jovencita est destinada a la pureza y la inocencia precisamente cuando descubre en ella y alrededor de ella los turbadores misterios de la vida y del sexo. Se la quiere blanca como el armio, transparente como el cristal, la visten de organd vaporoso, tapizan su habitacin con colgaduras color de almendra, se baja la voz cuando ella se acerca, se le prohiben los libros escabrosos; ahora bien, no existe hija de Mara que no acaricie imgenes y deseos abominables. Ella se aplica a disimularlos incluso ante su mejor amiga, incluso ante s misma; ya no quiere vivir ni pensar sino por medio de consignas; su desconfianza de s misma le da un aire socarrn, desdichado, enfermizo; y, ms tarde, nada le ser ms difcil que, combatir esas inhibiciones. Sin embargo, a pesar de todas sus inhibiciones, se siente abrumada bajo el peso {314} de faltas indecibles. Su metamorfosis en mujer la sufre no solo en la vergenza, sino en el remordimiento. Se comprende que la edad ingrata sea para la jovencita un perodo de doloroso desarreglo. Ella no quiere seguir siendo una nia. Pero el mundo adulto se le antoja temible o fastidioso: As, pues, deseaba crecer, pero jams pensaba seriamente en llevar la vida que yo vea llevaban los adultos dice Colette Audry. Y as se alimentaba en mi interior la voluntad de crecer sin asumir jams la condicin de adulta, sin hacerme nunca solidaria de los padres, de las amas de casa, de los cabezas de familia. Ella hubiera querido manumitirse del yugo de su madre; pero, al mismo tiempo, siente una ardiente necesidad de su proteccin. Son las faltas que pesan sobre su conciencia, prcticas solitarias, amistades equvocas, malas lecturas, las que le hacen necesario ese refugio. La carta siguiente (1), escrita a una amiga por una muchachita de quince aos, es caracterstica: (1) Citada por H. Deutsch. Mam quiere que lleve un vestido largo al baile que van a dar en casa de los X...., mi primer vestido largo. Y se asombra de que yo no quiera. He suplicado que me deje llevar mi vestidito rosa por ltima vez. Tengo tanto miedo.... Me parece que, si me pongo el vestido largo, mam partir para un largo viaje y no s cundo volver. No es estpido? Algunas veces, adems, me mira como si yo fuese una nia. Ah, si supiera! Me atara las manos a la cama y me despreciara! En el libro de Stekel La femme frigide se encuentra un notable documento respecto a una infancia femenina. Se trata de una Ssse Mdel vienesa que, a los veintin aos de edad, redact una detallada confesin. Constituye una sntesis {315} concreta de todos los momentos que hemos estudiado separadamente. A la edad de cinco aos, eleg a mi primer compaero de juegos, un nio de seis o siete aos llamado Richard. Siempre haba deseado yo saber cmo se reconoce que un nio es varn o hembra. Me decan que por los pendientes, por la nariz... Me contentaba con esta explicacin, aunque sin dejar de tener la impresin de que me ocultaban algo. Un da, Richard quiso de pronto hacer pis... Se me ocurri la idea de prestarle mi orinal. Al ver su miembro, algo absolutamente sorprendente para m, grit con gozo: Pero qu tienes ah? Qu bonito! Seor, yo tambin quisiera tener uno. Y, al mismo tiempo, se lo tocaba osadamente... Una ta los sorprende, y, a partir de entonces, los nios son muy vigilados. A los nueve aos, juega al matrimonio con otros dos nios de ocho y diez aos, y tambin al mdico; le tocan los rganos genitales y un da uno de los chicos la toca con el sexo; luego le dice qu sus padres hicieron lo mismo cuando se casaron: Yo estaba indignadsima. Oh, no; ellos no haban hecho una cosa tan fea! Continan durante largo tiempo esos juegos y mantiene una gran amistad amorosa y sexual con los dos chicos. Su ta la sorprende un da y se produce una espantosa escena, en el curso de la cual la amenazan con meterla en un correccional. Deja de ver a Arthur, que era su preferido, y sufre mucho con ello; empieza a trabajar mal, se deforma su escritura, se pone bizca. Recomienza otra amistad con Walter y Franois. Walter ocupaba todos mis pensamientos y todos mis sentidos. Le permita que me tocase por debajo de la falda, estando de pie o sentada delante de l, mientras escriba... Cuando mi madre abra la puerta, l retiraba la mano y yo continuaba escribiendo. Por fin, tuvimos relaciones normales entre hombre y mujer, aunque no le permita gran cosa; tan pronto como l crea haber penetrado en mi vagina, yo me separaba dicindole que haba alguien... No supona yo que aquello fuese pecado. Sus amistades con los chicos terminan y solamente le queda la amistad con algunas muchachas. Trab estrecha amistad con Emmy, una chiquilla bien educada e instruida. Una vez, en Navidad, a la edad de doce aos, nos intercambiamos unos corazoncitos de oro con nuestros nombres grabados {316} en el interior. Lo consideramos como una suerte de esponsales y nos juramos eterna fidelidad. Debo a Emmy parte de mi instruccin. Tambin me inform respecto a los problemas sexuales. Cursando quinto, ya haba empezado yo a dudar de la historia de la cigea que trae los nios. Crea que los nios provenan del vientre y que era preciso abrirlo para que aquellos pudiesen salir. Emmy me asustaba especialmente a propsito de la masturbacin. En la escuela, diversos evangelios nos abrieron los ojos sobre las cuestiones sexuales. Por ejemplo, cuando Santa Mara iba a visitar a Santa Isabel: El nio saltaba de gozo en su seno, y otros curiosos pasajes de la Biblia. Subraybamos esos pasajes y poco falt para que la clase tuviese una mala nota en conducta cuando aquello se descubri. Emmy me mostr tambin el recuerdo de nueve meses de que habla Schiller en Los bandidos. El padre de Emmy fue trasladado y yo me qued sola de nuevo. Nos escribamos utilizando una escritura secreta de nuestra invencin; pero, como me senta muy sola, trab estrecha amistad con una pequea juda llamada Hedl. En una ocasin, Emmy me sorprendi saliendo de la escuela en compaa de Hedl y me hizo una escena de celos. Permanec con Hedl hasta nuestro ingreso en la escuela de comercio y ramos las mejores amigas del mundo, soando con convertirnos en cuadas ms adelante, porque me haba enamorado de un hermano suyo que era estudiante. Cuando este me abordaba, me llenaba de confusin, hasta el punto de responderle de manera ridcula. En la hora del crepsculo, apretadas Hedl y yo una contra otra en el pequeo sof, lloraba a lgrima viva sin saber por qu cuando l tocaba el piano. Antes de mi amistad con Hedl, frecuent durante varias semanas la compaa de cierta Ella, hija de gente pobre. Ella haba observado a sus padres en un tte tte, despertada por el ruido de la cama. Me dijo que su padre se haba tendido encima de su madre, que esta haba gritado terriblemente y el padre le haba dicho: Ve a lavarte en seguida, para que no haya nada. Me intrig la conducta del padre, le rehua en la calle y senta una profunda piedad por su madre (quien deba de haber sufrido mucho para gritar de aquel modo). Habl con otra compaera de la longitud del pene, que en cierta ocasin o decir que era de doce a quince centmetros; durante la leccin de costura, cogamos la cinta mtrica {317} para medir a partir del lugar en cuestin a lo largo del vientre por encima de nuestras faldas. Evidentemente llegbamos, por lo menos, hasta el ombligo, y nos espantaba la idea de ser literalmente empaladas cuando nos cassemos. Ve a un perro copular con una perra. Si vea en la calle orinar a un caballo, no poda apartar la mirada; creo que la longitud del pene me impresionaba profundamente. Observa a las moscas y, en el campo, a los animales. A la edad de doce aos, ca enferma con anginas y llamaron a un mdico amigo; sentado junto a mi cama, meti de pronto la mano debajo de las sbanas y casi me toc el sitio. Me sobresalt y grit: No sea desvergonzado! Mi madre acudi precipitadamente, el doctor estaba terriblemente corrido y dijo que yo era una pequea impertinente, que solo haba pretendido pellizcarme las pantorrillas. Tuve que pedirle perdn... Cuando, por fin, tuve mis reglas y mi padre descubri mis paos manchados de sangre, hubo una escena terrible. Por qu un hombre limpio como l tena que vivir entre tantas sucias mujeres? Tuve la impresin de haber cometido un delito sintindome indispuesta. A los quince aos, tiene otra amiga con la cual se comunica por medio de la taquigrafa para que nadie pudiera leer nuestras cartas en casa. Tenamos tanto que contarnos respecto a nuestras conquistas... Ella tambin me dio a conocer un gran nmero de versos que haba visto escritos en las paredes de los cuartos de aseo; me acuerdo de uno, porque degradaba hasta la inmundicia al amor, que tan sublime era en mi imaginacin: Cul es el fin supremo del amor? Cuatro nalgas suspendidas en el extremo de un tallo. Decid que jams llegara a eso; un hombre que ame a una muchacha no puede pedirle tal cosa. Cuando tena quince aos y medio, me vino un hermanito, y me sent muy celosa, porque siempre haba sido hija nica. Mi amiga me incitaba constantemente a observar cmo estaba hecho mi hermano, pero yo no poda darle los informes que deseaba. En aquella poca, otra amiga me describi una noche de bodas, despus de lo cual tuve la idea de casarme impulsada por la curiosidad; nicamente aquello de Jadear como un caballo, de acuerdo con la descripcin, ofenda mi sentido esttico... Quin de nosotras no hubiera querido casarse, para dejarse desnudar por su amado esposo y ser transportada por l a la cama? Era tan tentador... {318} Tal vez se dir aunque se trate de un caso normal y no patolgico que esa nia era de una excepcional perversidad; pero solo era una nia menos vigilada que otras. Si la curiosidad y los deseos de muchachas bien educadas no se traducen en actos, no por ello existen menos bajo la forma de juegos y fantasmas. Conoc en otro tiempo a una joven muy piadosa y de una desconcertante inocencia que luego se convirti en una cumplida mujer, impregnada de maternidad y devocin que una noche confi, toda trmula, a una hermana mayor: Qu maravilloso debe de ser desnudarse delante de un hombre! Supongamos que t eres mi marido, y empez a desvestirse toda temblorosa de emocin. Ninguna educacin puede impedir que la nia tome conciencia de su cuerpo y suee con su destino; todo lo ms, se le pueden imponer estrictas inhibiciones que luego pesarn sobre toda su vida sexual. Lo deseable sera, por el contrario, que se la ensease a aceptarse sin complacencia y sin vergenza. Se comprende, ahora, qu drama desgarra a la adolescente en el momento de la pubertad: no puede convertirse en una persona mayor sin aceptar su feminidad; ya saba ella que su sexo la condenaba a una existencia mutilada e inmutable; ahora lo descubre bajo la figura de una enfermedad impura y de un crimen oscuro. Su inferioridad solo se tomaba en principio como una privacin: la ausencia de pene se ha convertido en mancilla y culpa. Herida, avergonzada, inquieta y culpable, as se encamina la joven hacia el porvenir {319}. CAPTULO II. LA JOVEN. Durante toda su infancia, la nia se ha sentido vejada y mutilada; pero, no obstante, se tena por individuo autnomo; en sus relaciones con sus padres, sus amigos, en sus estudios y sus juegos, se descubra en el presente como una trascendencia: no haca sino soar su futura pasividad. Una vez pber, el porvenir no solo se acerca, sino que se instala en su cuerpo, se transforma en la ms concreta realidad. Conserva el carcter fatal que siempre ha tenido; mientras el adolescente se encamina activamente hacia la edad adulta, la joven acecha la apertura de ese perodo nuevo, imprevisible, cuya trama ya est urdida y hacia la cual la arrastra el tiempo. Desprendida ya de su pasado de nia, el presente solo se le aparece como una transicin; no descubre ningn fin vlido, sino nicamente ocupaciones. De manera ms o menos disfrazada, su juventud se consume en la espera. Ella espera al Hombre. Ciertamente, el adolescente tambin suea con la mujer, la desea; pero ella no ser jams sino un elemento de su existencia: no resume su destino; desde su infancia, la nia, ora desease realizarse como mujer, ora quisiera superar los lmites de su feminidad, ha esperado del varn realizacin y evasin; tiene este el rostro deslumbrador de Perseo, de San Jorge; es un libertador; es tambin rico y poderoso, tiene las llaves de la dicha, es el Prncipe Azul. Presiente que, bajo sus caricias, se sentir transportada por la gran corriente de la Vida, como en los tiempos en que reposaba en el regazo {320} materno; sometida a su dulce autoridad, encontrar la misma seguridad que en los brazos de su padre: la magia de los abrazos y de las miradas la petrificar de nuevo en dolo. Siempre ha estado convencida de la superioridad viril; este prestigio de los varones no es un pueril espejismo; tiene bases econmicas y sociales; los hombres son los dueos del mundo sin discusin; todo se inclina a hacer que la adolescente centre su inters en hacerse vasalla; sus padres la comprometen a ello; el padre se muestra orgulloso de los xitos conseguidos por su hija, la madre ve en ellos la promesa de un prspero porvenir; las compaeras envidian y admiran a aquella que recoge el mayor nmero de homenajes masculinos; en los institutos americanos se mide el nivel de una estudiante por el nmero de citas que acumula. El matrimonio no solo es una carrera honorable y menos fatigosa que otras muchas, sino que nicamente l permite a la mujer acceder a su dignidad social ntegra y realizarse sexualmente como amante y como madre. Bajo esta figura es como su entorno encara su porvenir y ella misma as lo encara. Se admite unnimemente que la conquista de un marido o, en ciertos casos, de un protector es para ella la ms importante de las empresas. En el hombre se encarna a sus ojos el Otro, as como para el hombre l se encarna en ella: pero ese Otro se le aparece al modo de lo esencial y ella se tiene ante l como lo inesencial. Se liberar ella del hogar paterno, de la influencia materna y se abrir al porvenir no mediante una conquista activa, sino entregndose pasiva y dcil en manos de un nuevo amo. Se ha pretendido a menudo que, si se resignaba a esa dimisin, era porque fsica y moralmente se juzgaba entonces inferior a los varones e incapaz de rivalizar con ellos: renunciando a una competencia, descargara en un miembro de la casta superior el cuidado de asegurar su dicha. En realidad, su humildad no proviene de una inferioridad dada, sino que, por el contrario, esa humildad engendra todas sus insuficiencias; el origen de esa inferioridad est en el pasado de la adolescencia, en la sociedad que la rodea y, precisamente, en ese porvenir que le es propuesto {321}. Ciertamente, la pubertad transforma el cuerpo de la jovencita. Es ms frgil que antes; los rganos femeninos son vulnerables; su funcionamiento, delicado; inslitos y embarazosos, los senos son un fardo; en los ejercicios violentos, recuerdan su presencia, tiemblan, duelen. En adelante, la fuerza muscular, la resistencia, la agilidad de la mujer son inferiores a la del hombre. El desequilibrio de las secreciones hormonales crea una inestabilidad nerviosa y vasomotora. La crisis menstrual es dolorosa: jaquecas, cansancio, dolores de vientre, hacen penosas y hasta imposibles las actividades normales; a esos malestares se aaden con frecuencia trastornos psquicos; nerviosa, irritable, es frecuente que la mujer atraviese cada mes un estado de semienajenacin; el control del sistema nervioso y del sistema simptico por parte de los centros deja de estar asegurado; los trastornos de la circulacin y ciertas autointoxicaciones hacen del cuerpo una pantalla que se interpone entre la mujer y el mundo, una bruma ardiente que pesa sobre ella, la asfixia y la separa: a travs de esa carne doliente y pasiva, el universo entero es un fardo demasiado pesado. Oprimida sumergida, se convierte en una extraa para s misma por el hecho de que es extraa para el resto del mundo. Las sntesis se descomponen, los instantes dejan de estar ligados, los terceros solo son reconocidos a travs de un reconocimiento abstracto; y si el razonamiento y la lgica permanecen intactos como en los delirios melanclicos, estn al servicio de evidencias pasionales que estallan en el seno del desarreglo orgnico. Estos hechos son extremadamente importantes: pero su peso se lo da la manera con que la mujer tome conciencia de ellos. Hacia los trece aos es cuando los chicos hacen un verdadero aprendizaje de la violencia, se desarrolla su agresividad, su voluntad de poder, su gusto por el desafo; y es justamente en ese momento cuando la chiquilla renuncia a los juegos violentos. Le siguen siendo accesibles los deportes; pero el deporte que es especializacin, sumisin a reglas artificiales, no ofrece el equivalente de un recurso espontneo y habitual a la fuerza; se sita al margen de la vida; no informa {322} sobre el mundo y sobre uno mismo tan ntimamente como un combate desordenado, una escalada imprevista. La muchacha deportista jams experimenta el orgullo conquistador del muchacho que ha puesto de espaldas a un camarada. Por otra parte, en muchos pases la mayora de las muchachas no reciben ninguna preparacin deportiva; al igual que las peleas, les estn prohibidas las escaladas; las chicas no hacen ms que sufrir pasivamente su cuerpo; de manera mucho ms ntida que en la primera edad, tienen que renunciar a emerger ms all del mundo dado, a afirmarse por encima del resto de la Humanidad: les est prohibido explorar, osar, ensanchar los lmites de lo posible. En particular, la actitud de desafo, tan importante para los jvenes, les es casi de todo punto desconocida; desde luego, las mujeres se comparan entre s, pero el desafo es otra cosa que esas confrontaciones pasivas: dos libertades se enfrentan mientras tengan sobre el mundo un dominio cuyos lmites pretenden ampliar; trepar ms alto que un compaero, doblarle el brazo, es tanto como afirmar su soberana sobre la Tierra entera. Tales actitudes conquistadoras no le estn permitidas a la muchacha, en particular la violencia. Sin duda, en el universo de los adultos la fuerza bruta no desempea, en perodos normales, un gran papel; pero, no obstante, le acosa; son numerosas las conductas masculinas que se alzan sobre un fondo de posible violencia: en cada esquina de la calle se inicia una pendencia; la mayor parte de las veces, aborta; pero al hombre le basta con experimentar en sus puos su voluntad de afirmacin de s mismo para sentirse confirmado en su soberana. Contra toda afrenta, contra toda tentativa de reducirlo a objeto, el varn tiene el recurso de golpear, de exponerse a los golpes: no se deja trascender por otro, se encuentra en el corazn de su subjetividad. La violencia es la prueba autntica de la adhesin de cada cual a s mismo, a sus pasiones, a su propia voluntad; rechazarla radicalmente es rechazar toda la verdad objetiva, es encerrarse en una subjetividad abstracta; una clera, una revuelta que no pase a los msculos, es imaginaria. Es una terrible frustracin no poder inscribir los movimientos {323} del corazn en la faz de la Tierra. En el sur de los Estados Unidos, a un negro le es rigurosamente imposible usar la violencia con respecto a los blancos; esta consigna es la clave de esa misteriosa alma negra; la forma en que el negro se experimenta en el mundo blanco, las conductas mediante las cuales se adapta al mismo, las compensaciones que busca, toda su manera de sentir y de obrar, se explican a partir de la pasividad a la cual est condenado. Durante la ocupacin, los franceses que haban decidido no dejarse llevar a actitudes violentas contra los ocupantes, ni siquiera en caso de provocacin (ya fuese por prudencia egosta o porque tuviesen exigentes deberes que cumplir), sentan profundamente trastornada su situacin en el mundo, pues del capricho de otro dependa el que fuesen convertidos en objetos, su subjetividad ya no poda expresarse concretamente, no era ms que un fenmeno secundario. As, pues, el universo tiene un rostro completamente distinto para el adolescente, a quien est permitido testimoniar imperiosamente sobre s mismo, que para la adolescente, cuyos sentimientos estn privados de eficacia inmediata; aquel pone sin cesar al mundo en tela de juicio, puede sublevarse a cada instante contra el hecho dado y, por tanto, tiene la impresin, cuando lo acepta, de confirmarlo activamente; esta no hace sino sufrirlo; el mundo se define sin ella y tiene una faz inmutable. Esa impotencia fsica se traduce por una timidez ms general: no cree en una fuerza que no ha experimentado en su cuerpo; no se atreve a emprender, a sublevarse, a inventar: destinada a la docilidad, a la resignacin, no puede ms que aceptar en la sociedad un lugar ya preparado. Toma el orden de las cosas como algo dado, Me contaba una mujer que durante toda su juventud haba negado con hosca mala fe su debilidad fsica; admitirla hubiese sido tanto como perder el gusto y el valor de emprender cualquier cosa, aunque fuese en los dominios intelectual o poltico. He conocido a una joven educada como un chico y excepcionalmente vigorosa, que se crea tan fuerte como un hombre; aunque era muy bonita y aunque todos los meses tena unas reglas dolorosas, no adquira conciencia {324} de su feminidad en absoluto; tena la brusquedad, la exuberancia vital y las iniciativas de un muchacho, y tambin sus audacias: no vacilaba en intervenir en plena calle a puetazo limpio si vea que molestaban a un nio o a una mujer. Una o dos experiencias desdichadas le revelaron que la fuerza bruta est del lado de los varones. Cuando hubo medido su debilidad, se derrumb gran parte de su seguridad; ello fue el comienzo de una evolucin que la condujo a feminizarse, a realizarse como pasividad, a aceptar la dependencia. No tener ya confianza en el propio cuerpo es perder confianza en s mismo. No hay ms que ver la importancia que los jvenes dan a sus msculos para comprender que todo sujeto toma su cuerpo como su expresin objetiva. Sus impulsos erticos no hacen ms que confirmar en el joven el orgullo que extrae de su cuerpo: en ello descubre el signo de su trascendencia y de su poder. La muchacha puede que logre asumir sus deseos, pero lo ms frecuente es que conserven un carcter vergonzoso. Soporta todo su cuerpo con embarazo. La desconfianza que de muy nia experimentaba con respecto a su interior contribuye a dar a la crisis menstrual el carcter sospechoso que la hace odiosa. Es por la actitud psquica que suscita por lo que la servidumbre menstrual constituye una pesada desventaja. La amenaza que pende sobre la joven durante ciertos perodos puede parecerle tan intolerable, que renunciar a excursiones y entretenimientos placenteros por temor a que se conozca su desgracia. El horror que esta inspira repercute en el organismo y acrecienta sus trastornos y dolores. Se ha visto que una de las caractersticas de la fisiologa femenina es la estrecha vinculacin entre las secreciones endocrinas y la regulacin nerviosa: existe una accin recproca; un cuerpo de mujer y singularmente de mujer joven es un cuerpo histrico en el sentido de que no hay, por as decir, distancia entre la vida psquica y su realizacin fisiolgica. El trastorno que provoca en la muchacha el descubrimiento de los desarreglos de la pubertad, los exacerba. Como su cuerpo le es sospechoso y lo espa con inquietud, le parece enfermo: est enfermo. Ya se ha visto que, en efecto, ese cuerpo es {325} frgil y que hay desrdenes propiamente orgnicos que en l se producen; pero los gineclogos estn de acuerdo en afirmar que el noventa por ciento de sus clientes son enfermas imaginarias, es decir, que, o bien su malestar no tiene ninguna realidad fisiolgica, o bien el desorden orgnico mismo es motivado por una actitud psquica. En gran parte, la angustia de ser mujer es lo que roe el cuerpo femenino. Se ve que si la situacin biolgica de la mujer constituye para ella un handicap es a causa de la perspectiva en que es captada. La fragilidad nerviosa, la inestabilidad vasomotora, cuando no se hacen patolgicas, no le prohiben ningn oficio: entre los mismos varones, hay gran diversidad de temperamentos. Una indisposicin de uno o dos das por mes, aunque dolorosa, no es tampoco un obstculo; en realidad, multitud de mujeres se acomodan a ello y en particular aquellas a quienes la maldicin mensual podra molestar ms: deportistas, viajeras, mujeres que ejercen profesiones penosas. La mayor parte de las profesiones no exige una energa superior a la que puede proporcionar la mujer. Y en el deporte, el fin propuesto no es un logro independiente de las aptitudes fsicas, sino la realizacin de la perfeccin adecuada a cada organismo; el campen de los pesos plumas vale tanto como el de los pesos pesados; una campeona de esqu no es inferior al campen ms rpido que ella: pertenecen a categoras diferentes, nada ms. Son precisamente las mujeres deportistas las que, positivamente interesadas en su propia realizacin, se sienten con menos desventaja respecto al hombre. Queda el hecho de que su debilidad fsica no permite a la mujer conocer las lecciones de la violencia: si le fuese posible afirmarse en su cuerpo y emerger en el mundo de otra manera, esa deficiencia sera fcilmente compensada. Que nade y escale cimas, que pilote un avin y luche contra los elementos, que acepte riesgos y se aventure, y entonces la mujer no experimentar ante el mundo la timidez de que he hablado. Es en el conjunto de una situacin que le deja muy pocas salidas donde esas singularidades adquieren su valor, y no inmediatamente, sino confirmando el complejo de inferioridad {326} que se ha desarrollado en ella desde su infancia. Es tambin ese complejo el que va a pesar sobre sus realizaciones intelectuales. Se ha observado con frecuencia que, a partir de la pubertad, la joven pierde terreno en las esferas intelectuales y artsticas. Muchas razones lo explican. Una de las ms frecuentes es que la adolescente no halla a su alrededor los estmulos que se conceden a sus hermanos; sino, muy al contrario, se quiere que sea tambin una mujer, y necesita acumular las cargas de su trabajo profesional a las que implica su feminidad. La directora de una escuela profesional ha hecho al respecto las siguientes observaciones: La joven se convierte de pronto en un ser que se gana la vida trabajando. Siente nuevos deseos que ya no tienen nada que ver con la familia. Sucede con bastante frecuencia que debe realizar un esfuerzo considerable... Regresa por la noche al seno de la familia, molida de cansancio y con la cabeza atiborrada con los acontecimientos de la jornada... Cmo es recibida en su casa? La madre la enva inmediatamente a un recado. Hay que terminar tambin las faenas domsticas dejadas en suspenso, y todava tiene que ocuparse de los cuidados de su propio guardarropa. Le resulta imposible desprenderse de todos los pensamientos ntimos que continan preocupndola. Se siente desdichada, compara su situacin con la de su hermano, que no tiene ninguna obligacin que cumplir en la casa, y se subleva (1). (1) Citado por LIEPMANN: Jeunesse et sexualit. Las faenas domsticas o las servidumbres mundanas que la madre no vacila en imponer a la estudiante, a la aprendiza, terminan por agotarla. Durante la guerra, he visto alumnas a quienes yo preparaba en Svres, abrumadas por las tareas familiares que se acumulaban a su labor escolar: una contrajo el mal de Pott, y otra, la meningitis. La madre ya se ver es sordamente hostil a la manumisin de su hija y, ms o menos deliberadamente, se dedica a vejarla; se respeta el esfuerzo que realiza el adolescente para convertirse en {327} hombre, y ya se le reconoce una gran libertad. De la muchacha se exige que permanezca en casa, se vigilan sus salidas: no se la estimula en modo alguno para que tome en sus manos sus propias distracciones y placeres. Es raro ver a las mujeres organizar por s solas una excursin, un paseo a pie o en bicicleta, o entregarse a un juego como el del billar, los bolos, etc. Adems de la falta de iniciativa que proviene de su educacin, las costumbres les hacen difcil la independencia. Si vagabundean por las calles, las miran, las abordan. Conozco muchachas que, sin ser tmidas en absoluto, no experimentan ningn placer en pasear solas por Pars, ya que, continuamente importunadas, necesitan estar siempre en guardia; y, en tales condiciones, todo placer desaparece. Si las chicas estudiantes recorren las calles en alegres bandadas, como hacen los estudiantes, dan un espectculo; caminar a grandes pasos, cantar, hablar a gritos, rer a carcajadas, comerse una manzana, son otras tantas provocaciones, y se harn insultar o seguir o abordar. La despreocupacin se convierte inmediatamente en falta de compostura; ese control de s misma al que est obligada la mujer y que en la joven bien educada se transforma en una segunda naturaleza, mata la espontaneidad; la exuberancia viva es cohibida. Ello produce tensin y tedio. Este tedio es comunicativo: las muchachas se cansan pronto unas de otras; no se arrancan mutuamente de su prisin; y esa es una de las razones que tan necesaria les hace la compaa de los muchachos. Esa incapacidad de bastarse a s mismas engendra una timidez que se extiende a toda su existencia y se marca en su mismo trabajo. Piensan que los triunfos deslumbrantes estn reservados para los hombres; ellas no se atreven a apuntar demasiado alto. Ya se ha visto que, al compararse con los chicos, algunas muchachitas de quince aos declaraban: Los chicos son mejores. Esa conviccin es debilitante. Invita a la pereza y la mediocridad. Una joven que no tena ninguna deferencia especial por el sexo fuerte reprochaba a un hombre su cobarda; le hicieron observar entonces que tambin ella era cobarde en grado {328} sumo. Oh, una mujer es distinto!, exclam con tono complacido. La razn profunda de ese derrotismo est en que la adolescente no se piensa responsable de su porvenir; juzga intil exigir mucho de s misma, puesto que, en ltima instancia, no depende de ella su suerte. Muy lejos de consagrarse al hombre porque se sepa inferior a l, es por el hecho de estarle consagrada por lo que, al aceptar la idea de su inferioridad, la constituye. En efecto, no es aumentando su valor humano como aumentar ella de precio a los ojos de los hombres, sino amoldndose a los sueos de estos. Cuando carece de experiencia, no siempre se percata de ello. Sucede que manifiesta la misma agresividad que los muchachos; trata de conquistarlos con una autoridad brutal, una franqueza orgullosa; y esa actitud la condena casi con toda seguridad al fracaso. Desde la ms servil hasta la ms altanera, todas aprenden que, para complacer, tienen que abdicar. Sus madres las conminan para que dejen de tratar como camaradas a los muchachos, para que no les aventajen, para que asuman un papel pasivo. Si desean esbozar una amistad, un devaneo, deben evitar cuidadosamente dar la impresin de que toman la iniciativa; a los hombres no les agradan los chicos frustrados, ni las sabihondas, ni las mujeres con cabeza; la audacia, la cultura o la inteligencia excesivas, o el demasiado carcter, los espanta. En la mayor parte de las novelas, como observa G. Eliot, es la herona rubia y necia la que vence a la morena de carcter viril; en El molino del Floss, Maggie se esfuerza en vano por trastrocar los papeles; al final, muere, y es Lucy, la rubia, quien se casa con Stephen; en El ltimo mohicano, es la inspida Alice quien conquista el corazn del hroe y no la valiente Clara; en Mujercitas, la simptica Joe no es para Laurie ms que una camarada de infancia, y este consagra su amor a la inspida Amy de cabellos rizados. Ser femenina es mostrarse impotente, ftil, pasiva, dcil. La joven no solo tendr que adornarse, engalanarse, sino tambin reprimir su espontaneidad y sustituirla por la gracia y el encanto estudiados que le ensean {329} sus mayores. Toda afirmacin de s misma disminuye su feminidad y sus oportunidades de seduccin. Lo que hace relativamente fcil la iniciacin del joven en la existencia es que su vocacin de ser humano y de varn no se contraran: ya su infancia anunciaba esa feliz suerte. Al realizarse en tanto que independencia y libertad es como adquiere su valor social y conjuntamente su prestigio viril: el ambicioso, como Rastignac, apunta al dinero, la gloria y las mujeres, al mismo tiempo; uno de los modelos estereotipados que le estimulan es el del hombre poderoso y clebre a quien adulan las mujeres. Para la joven, por el contrario, existe divorcio entre su condicin propiamente humana y su vocacin femenina. Y esa es la razn de que la adolescencia sea para la mujer un momento tan difcil y decisivo. Hasta entonces era un individuo autnomo; ahora tiene que renunciar a su soberana. No solo se siente desgarrada, como sus hermanos, entre el pasado y el porvenir, sino que, adems, estalla un conflicto entre su reivindicacin original, que es la de ser sujeto, actividad, libertad, por un lado, y, por otro, sus tendencias erticas y las solicitaciones sociales que la invitan a asumirse como objeto pasivo. La mujer se toma espontneamente como lo esencial: cmo se resolver a convertirse en lo inesencial? Pero, si no puedo realizarme ms que en tanto que Otro, cmo renunciar a mi Yo? He ah el angustioso dilema ante el cual se debate la mujer en agraz. Oscilando entre el deseo y la repugnancia, entre la esperanza y el temor, est todava en suspenso entre el momento de la independencia infantil y el de la sumisin femenina. Y es esa incertidumbre la que, al salir de la edad ingrata, le da un gusto cido de fruta verde. La joven reacciona ante su situacin de manera muy diferente segn sus predilecciones anteriores. La mujercita, la matrona en ciernes, puede resignarse fcilmente a su metamorfosis; sin embargo, puede tambin haber adquirido, en su condicin de madrecita, un gusto por la autoridad que la lleve a rebelarse contra el yugo masculino: est pronta a fundar un matriarcado, no a convertirse en objeto ertico y servil. Tal ser a menudo el caso de las hermanas mayores {330} que han asumido muy jvenes importantes responsabilidades. Al descubrirse mujer, el muchacho frustrado experimenta a veces una decepcin tan abrasadora, que puede conducirla directamente a la homosexualidad; no obstante, lo que ella buscaba en la independencia y la violencia era la posesin del mundo: puede no querer renunciar al poder de su feminidad, a las experiencias de la maternidad, a toda una parte de su destino. Generalmente, a travs de ciertas resistencias, la joven consiente en su feminidad: en el estadio de la coquetera infantil, frente a su padre, en sus ensueos erticos, ya ha conocido el encanto de la pasividad; descubre su poder; con la vergenza que le inspira su carne, se mezcla muy pronto la vanidad. Esa mano que la ha conmocionado, esa mirada que la ha turbado, eran una llamada, una plegaria; su cuerpo se le aparece como dotado de virtudes mgicas; es un tesoro, un arma; est orgullosa de l. Su coquetera, que a menudo haba desaparecido durante los aos de infancia autnoma, resucita. Hace pruebas con afeites y peinados; en lugar de disimular sus senos, se los frota para que se desarrollen, estudia su sonrisa en el espejo. La unin entre la turbacin y la seduccin es tan estrecha, que en todos los casos en que no se despierta la sensibilidad ertica, no se observa en el sujeto el menor deseo de agradar. Diversas experiencias han demostrado que enfermas que padecan alguna insuficiencia tiroidea, y, por consiguiente, eran apticas y desabridas, podan transformarse mediante una inyeccin de extractos glandulares y volverse sonrientes, alegres y mimosas. Audazmente, algunos psiclogos imbuidos de metafsica materialista han declarado que la coquetera era un instinto segregado por la glndula tiroides; pero esta oscura explicacin no es ya valedera aqu ms que para la primera infancia. El hecho es que, en todos los casos de deficiencia orgnica: linfatismo, anemia, etc., el cuerpo es sufrido como un fardo; extrao, hostil, no espera ni promete nada; cuando encuentra su equilibrio y su vitalidad, el sujeto lo reconoce inmediatamente como suyo y, a travs de l, se trasciende hacia otro. Para la joven, la trascendencia ertica consiste en habituarse {331} a hacerse presa. Se convierte en objeto, y se capta como objeto; con sorpresa descubre este nuevo aspecto de su ser: le parece que se desdobla; en lugar de coincidir exactamente consigo misma, he ah que se pone a existir afuera. As, en La invitacin al vals, de Rosamond Lehmann, se ve a Olivia descubrir ante el espejo una figura desconocida: es el ellaobjeto que se yergue sbitamente frente a ella; y la joven experimenta una emocin prontamente disipada, pero que la trastorna profundamente: Desde haca algn tiempo, una emocin particular acompaaba el momento en que se contemplaba as, de arriba abajo: de manera imprevista y extraa, suceda que vea delante de ella a una extraa, a un ser nuevo. Haba ocurrido eso en dos o tres ocasiones. Se contemplaba en un espejo, se vea. Pero qu suceda?... Lo que hoy vea era algo completamente distinto: un rostro misterioso, a la vez sombro y radiante; una cabellera desbordante de movimientos y de fuerza, y como recorrida por descargas elctricas. Su cuerpo tal vez a causa del vestido le pareca que se ordenaba armoniosamente: se centraba, se expanda, flexible y estable a la vez: vivo. Tena ante s, semejante a un retrato, a una joven vestida de rosa y a la que todos los objetos de la estancia, reflejados en el espejo, parecan enmarcar, presentar, murmurando: Es usted... Lo que deslumbra a Olivia son las promesas que cree leer en esa imagen en la cual reconoce sus sueos infantiles y que es ella misma; pero la joven ama tambin en su presencia carnal ese cuerpo que la maravilla como si fuese de otra. Se acaricia a s misma, besa la redondez del hombro, la sangradura del brazo, se contempla el pecho, las piernas; el placer solitario se hace pretexto para su ensueo y busca en l una tierna posesin de s misma. En el adolescente hay oposicin entre el amor a s mismo y el movimiento ertico que le impulsa hacia el objeto destinado a la posesin: su narcisismo, por lo general, desaparece en el momento de la madurez sexual. Siendo la mujer un objeto pasivo tanto para el amante como para s misma, hay en su erotismo una indiscriminacin {332} primitiva. En un movimiento complejo, la mujer ve la glorificacin de su cuerpo a travs del homenaje de los varones a quienes ese cuerpo est destinado; y sera simplificar las cosas decir que quiere ser bella con el fin de agradar, o que trata de agradar para asegurarse de que es bella: en la soledad de su cuarto, en los salones donde procura atraer las miradas, ella no separa el deseo del hombre del amor que siente por s misma. Esa confusin es manifiesta en Marie Bashkirtseff. Ya hemos visto que un destete tardo la ha dispuesto ms vivamente que a ninguna otra nia a querer ser mirada y valorada por los dems; desde la edad de cinco aos hasta salir de la adolescencia, dedica todo su amor a su imagen; admira con delirio sus manos, su cara, su gracia, y escribe: Yo soy mi propia herona... Quiere hacerse cantante para ser contemplada por un pblico deslumbrado y para, a su vez, mirarlo con desdn desde las alturas de su orgullo; pero ese autismo se traduce en sueos romnticos; desde los doce aos de edad est enamorada: es que desea ser amada, y en la adoracin que desea inspirar no busca sino la confirmacin de la que siente por s misma. Suea que el duque de H.... del cual est enamorada, sin haberle hablado jams, se prosterna a sus pies: Quedars deslumbrado por mi esplendor y me amars... Solo eres digno de una mujer como espero serlo yo. Es la misma ambivalencia que hallamos en la Natacha de Guerra y paz: Mam tampoco me comprende. Dios mo, con el espritu que tengo! Esta Natacha es verdaderamente encantadora prosigui, hablando de s misma en tercera persona y poniendo estas palabras en boca de un personaje masculino que le prestaba todas las perfecciones de su sexo. Lo tiene todo, absolutamente todo. Es inteligente y gentil y linda y dispuesta. Sabe nadar, monta soberbiamente a caballo, canta que es una bendicin. S, una verdadera bendicin!... Aquella maana haba vuelto a ese amor por s misma, a esa admiracin por su persona que constituan su estado de nimo habitual. Cun encantadora es esta Natacha{333}! deca, haciendo hablar a un tercero, personaje colectivo y masculino. Es joven y bonita, tiene una voz esplndida, no molesta a nadie. Dejadla, pues, tranquila! Katherine Mansfield ha descrito tambin, en el personaje de Beryl, un caso en el cual se mezclan estrechamente el narcisismo y el deseo romntico de un destino de mujer: En el comedor, al resplandor parpadeante de un fuego de leos, Beryl, sentada en un cojn, tocaba la guitarra. Tocaba para s misma, cantaba a media voz y se observaba. El resplandor del fuego se reflejaba en sus zapatos, en el vientre rubicundo de la guitarra y en sus dedos blancos... Si yo estuviese fuera y mirase al interior por la ventana, me impresionara bastante verme as, pensaba. Toc el acompaamiento con sordina; ya no cantaba, pero escuchaba. La primera vez que te vi, pequea, oh, te creas muy sola! Estabas sentada, apoyados los pies en un cojn, y tocabas la guitarra. Dios mo! Jams podra olvidarlo... Alz Beryl la cabeza y se puso a cantar: Hasta la Luna est cansada... Pero son un fuerte golpe en la puerta. Apareci el rostro carmes de la doncella... No!, no soportara a aquella estpida. Se refugi en el saln oscuro y empez a pasear de arriba abajo. Oh, cun agitada estaba! Sobre la campana de la chimenea haba un espejo. Con los brazos apoyados, contempl su plida imagen. Qu bella era! Pero all no haba nadie para percatarse de ello, nadie... Beryl sonri, y su sonrisa era verdaderamente tan adorable, que sonri de nuevo... (Preludio.) Ese culto del yo no solo se traduce en la joven en la adoracin de su persona fsica, sino que desea poseer e incensar su yo todo entero. Ese es el fin perseguido a travs de esos diarios ntimos en los cuales vierte de buen grado su alma: el de Marie Bashkirtseff es clebre y constituye un modelo en su gnero. La joven habla con su cuaderno como hablara en {334} otros tiempos con sus muecas; es un amigo, un confidente, se le interpela como si fuese una persona. Entre sus pginas se inscribe una verdad celada a los padres, a los camaradas, a los profesores, y con la cual se embriaga solitariamente la autora. Una nia de doce aos, que llev su diario hasta los veinte, haba escrito en exergo: Soy el pequeo carnet, gentil, bonito y discreto. Confame tus secretos; soy el pequeo carnet (1). (1) Citado por DEBESSE: La crise d'originalit juvnile. Otras advierten: No leer antes de mi muerte, o bien: Qumese despus de mi muerte. El sentido de lo secreto que se desarrolla en la muchachita en el momento de la prepubertad no hace ms que ganar importancia. Se encierra en una hosca soledad; rehusa entregar a su entorno el yo escondido que ella considera como su verdadero yo y que, en realidad, es un personaje imaginario: juega a ser una bailarina como la Natacha de Tolstoi, o una santa, como haca Marie Lenru, o simplemente esa singular maravilla que es ella misma. Siempre hay una enorme diferencia entre esta herona y la faz objetiva que sus padres y amigos le reconocen. As se persuade de que es una incomprendida; sus relaciones consigo misma no se hacen por ello sino ms apasionadas: se embriaga con su aislamiento, se siente diferente, superior, excepcional: se promete que el porvenir ser un desquite sobre la mediocridad de su vida presente. De esa existencia angosta y mezquina se evade a travs de sus ensueos. Siempre le ha gustado soar y se abandonar ms que nunca a esa inclinacin; enmascara tras poticos cliss un universo que la intimida; nimba al sexo masculino con un claro de luna, nubes sonrosadas, una noche aterciopelada; hace de su cuerpo un templo de mrmol, de jaspe, de ncar; se cuenta a s misma necias historias de hadas. Por no haber aprehendido al mundo, zozobra frecuentemente en la {335} bobera; si tuviese que actuar, tendra que ver claro, en tanto que esperar puede hacerlo en medio de la bruma. Tambin el joven suea: sobre todo, suea con aventuras en las cuales desempea un papel activo. La joven prefiere lo maravilloso e la aventura; propaga sobre las cosas y las gentes una incierta luz mgica. La idea de magia es la de una fuerza pasiva; porque est consagrada a la pasividad y, no obstante, desea el poder: es preciso que la adolescente crea en la magia: en la de su cuerpo, que reducir a los hombres a su yugo, y la del destino en general, que la colmar sin que ella tenga nada que hacer. En cuanto al mundo real, procura olvidarlo. Algunas veces, en la escuela, me evado, no s cmo, del tema explicado y me remonto al pas de los sueos..., escribe una muchacha (1). Me siento entonces tan absolutamente absorbida en deliciosas quimeras, que pierdo por completo la nocin de la realidad. Permanezco clavada en el banco, y, cuando despierto, me asombro de hallarme entre cuatro paredes. (1) Citado por DEBESSE: La crise d'originalit juvnile. Me gusta mucho ms soar despierta que hacer versos escribe otra, pergear en mi mente lindos cuentos sin pies ni cabeza, o inventar una leyenda mientras contemplo unas montaas a la luz de las estrellas. Es mucho ms bonito, porque es ms vago y deja una impresin de descanso, de recuperacin. Sin embargo, el culto solitario que se rinde a s misma no satisface a la joven. Para realizarse, necesita existir en una conciencia distinta. Busca frecuentemente ayuda en sus compaeras. Cuando era ms pequea, la amiga ntima le serva de apoyo para evadirse del crculo materno, para explorar el mundo y, en particular, el mundo sexual; ahora es a la vez un objeto que arranca a la adolescencia de los lmites de su yo y un testigo que se lo restituye. Algunas nias se exhiben unas a otras su desnudez, comparan sus pechos: tal vez se {336} recuerde la escena de Muchachas de uniforme que mostraba unos audaces juegos de internas de pensionado, que intercambian caricias difusas o precisas. Como indica Colette en Claudine l'cole y, con menos franqueza, Rosamond Lehmann en Poussire, casi todas las muchachas tienen inclinaciones lesbianas; esas inclinaciones apenas se distinguen de la delectacin narcisista: cada una codicia en la otra la suavidad de su propia piel, el modelado de sus propias curvas; y, recprocamente, en la adoracin que siente por s misma, est implcito el culto de la feminidad en general. Sexualmente, el hombre es sujeto; por tanto, los hombres estn normalmente separados por el deseo que los impulsa hacia un objeto diferente de ellos; pero la mujer es objeto absoluto de deseo; por eso en los liceos, en las escuelas, en los pensionados, en los talleres, florecen tantas amistades particulares; algunas son puramente espirituales, otras intensamente carnales. En el primer caso, se trata, sobre todo, de abrirse el corazn entre amigas, de intercambiar confidencias; la ms apasionada prueba de confianza consiste en mostrar a la elegida el diario ntimo; a falta de abrazos sexuales, las amigas intercambian manifestaciones de extremada ternura, y a menudo, mediante un rodeo, se dan una prenda fsica de sus sentimientos; as Natacha se quema el brazo con una regla calentada al rojo para probar su amor a Sonia; sobre todo, se llaman con mil nombres acariciadores, se escriben ardientes cartas. He aqu, por ejemplo, lo que escriba Emilie Dickinson, joven puritana de Nueva Inglaterra, a su amada amiga: He pensado en usted durante todo el da y he soado con usted durante toda la noche. Me paseaba con usted por el ms maravilloso de los jardines y la ayudaba a coger rosas, pero mi cestito no se llenaba nunca. Y as, durante todo el da, pido poder pasearme con usted; y, cuando se acerca la noche, me siento dichosa y cuento impaciente las horas que me separan de la oscuridad, de mis sueos y del cestito nunca lleno...{337}. En su obra L'me de l'adolescente, Mendousse cita un gran nmero de cartas anlogas: Mi querida Suzanne... Me hubiera gustado transcribir aqu algunos versculos del Cantar de los cantares: Qu bella eres, amiga ma, qu bella eres! Al igual que la novia mstica, era usted semejante a la rosa de Saron, al lirio del Valle, y, como ella, ha sido usted para m ms que una joven comn; ha sido usted un smbolo, el smbolo de tantas cosas bellas y elevadas... Y por eso, blanca Suzanne, la amo con un amor puro y desinteresado que tiene algo de religioso. Otra confiesa en su diario emociones menos elevadas: All estaba yo, con el talle oprimido por aquella blanca manita; la ma descansaba sobre uno de sus mrbidos hombros, mi brazo tocaba el suyo desnudo y tibio y se apretaba contra la dulzura de su seno; tena ante m su linda boca entreabierta, mostrando sus dientecitos... Me estremec y sent que me arda la cara (1). (1) Citado tambin por MENDOUSSE: L'me de l'adolescente. En su libro La adolescente, madame vard ha recogido tambin gran nmero de estas efusiones ntimas: A mi hada bienamada, a mi muy querida amiga. Linda hada ma. Oh!, dime que me amas todava, dime que sigo siendo para ti la amiga abnegada. Estoy triste, te amo tanto, oh, L... ma!, y no puedo hablar contigo, expresarte mi cario lo suficiente; no hay palabras para describir mi amor. Idolatra es poco decir para lo que experimento en mi interior; a veces me parece que va a estallarme el corazn. Ser amada por ti es demasiado hermoso, y no puedo creerlo. Oh, cariito!, dime: me seguirs amando durante mucho tiempo?..., etc. De esas exaltadas ternuras es fcil deslizarse a culpables amores juveniles; a veces, una de las dos amigas domina a la otra y ejerce su poder con sadismo; pero frecuentemente se {338} trata de amores recprocos, sin humillacin ni lucha; el placer dado y recibido sigue siendo tan inocente como en la poca en que cada una se amaba a s misma solitariamente, sin desdoblarse en una pareja. Pero semejante pureza resulta inspida; cuando la adolescente desea entrar en la vida, acceder a lo Otro, quiere resucitar en su provecho la magia de la mirada paterna, exige el amor y las caricias de una divinidad. Entonces se dirigir a una mujer menos extraa y menos temible que el varn, pero que participar del prestigio varonil: una mujer que tenga un oficio, que se gane la vida, que disfrute de cierta consideracin social, ser fcilmente tan fascinante como un hombre: sabido es cuntas llamas prenden en el corazn de las colegialas las profesoras, las cuidadoras. En Rgiment de femmes, Clmence Dane describe castamente pasiones abrasadoras. A veces, la joven hace a su amiga ntima la confidencia de su gran pasin; puede suceder incluso que ambas la compartan y que cada cual tenga el prurito de demostrarla ms vivamente. As, una colegiala escribe a su amiga preferida: Estoy en cama, resfriada, y no puedo pensar ms que en la seorita X... Nunca he amado de tal modo a una maestra. Ya en primer ao la quera mucho; pero ahora se trata de un verdadero amor. Creo que soy ms apasionada que t. Tengo la impresin de que la beso real y verdaderamente; estoy a punto de desvanecerme y me reconforta la idea de volver a la escuela para verla (1). (1) Citado por MARGUERITE VARD: L'adolescente. Lo ms frecuente es que ose confesar sus sentimientos a su mismo dolo: Con respecto a usted, mi querida seorita, me hallo en un estado indescriptible... Cuando no la veo, dara cualquier cosa por verla; pienso en usted a cada instante. Si la veo, se me llenan los ojos de lgrimas y me invade el deseo de ocultarme; soy tan pequea y tan ignorante a su lado... Cuando usted me habla, me siento confusa, conmovida, y me parece{339} or la dulce voz de un hada y como un zumbido de cosas amables, imposibles de traducir; espo sus menores gestos, no me entero de lo que se habla y farfullo cualquier tontera: admitir usted, mi querida seorita, que todo esto es muy confuso. Pero una cosa la veo con toda claridad, y es que la amo desde lo ms profundo de mi alma (1). (1) Citado por MARGUERITE VARD: L'adolescente. La directora de una escuela profesional cuenta lo siguiente (2): (2) LIEPMANN: Jeunesse et sexualit. Recuerdo que, en mi propia juventud, nos disputbamos el papel con el cual envolva su almuerzo uno de nuestros jvenes profesores y que pagbamos hasta veinte pfennigs por trozos del mismo. Sus billetes atrasados del Metro tambin eran objeto de nuestra mana de coleccionistas. Puesto que debe desempear un papel viril, es preferible que la mujer amada no est casada: el matrimonio no siempre desalienta a la joven enamorada, pero la molesta; detesta que el objeto de su adoracin aparezca sometido al poder de un marido o de un amante. A menudo, tales pasiones se desarrollan en secreto, o, al menos, en un plano puramente platnico; sin embargo, el paso a un erotismo concreto es aqu mucho ms fcil que si el objeto amado es del sexo masculino; aun cuando no haya tenido experiencias fciles con amigas de su edad, el cuerpo femenino no asusta a la muchacha; a menudo ha conocido con sus hermanas, con su madre, una intimidad en que la ternura se penetraba sutilmente de sensualidad, y junto a la amada a quien admira, el deslizamiento de la ternura al placer se efectuar igualmente de un modo insensible. Cuando, en Muchachas de uniforme, Dorothy Wieck besa en los labios a Herta Thill, es el suyo un beso maternal y sexual al mismo tiempo. Entre mujeres hay una complicidad que desarma al pudor; la turbacin que una de ellas despierta en la otra carece generalmente de violencia; las caricias homosexuales no implican ni {340} desfloracin, ni penetracin: sacian el erotismo clitoridiano de la infancia sin reclamar nuevas e inquietantes metamorfosis. La joven puede realizar su vocacin de objeto pasivo sin sentirse profundamente enajenada. Eso es lo que expresa Rene Vivien en esos versos en que describe las relaciones de las mujeres condenadas con sus amantes: Nuestros cuerpos para los suyos son fraternal espejo, Nuestros besos lunares tienen lvidas dulzuras, Nuestros dedos no ajan el vello de una mejilla; y cuando el cinturn se desata podemos ser amantes y hermanas al mismo tiempo (1). (1) L'heure des mains jointes. Y en estos otros: Porque amamos la gracia y la delicadeza y mi posesin no lastima tus senos... Mi boca no podra morder speramente la tuya (2). (2) Sillages. A travs de la impropiedad potica de las palabras senos y boca, lo que promete claramente a su amiga es no violentarla. Y en parte es por temor a la violencia, a la violacin, por lo que la adolescente dirige frecuentemente su primer amor a una muchacha mayor antes que a un hombre. La mujer viril reencarna para ella, a la vez, al padre y a la madre: del padre tiene la autoridad, la trascendencia, es fuente y medida de valores, emerge ms all del mundo dado, es divina; pero sigue siendo mujer. Que de nia haya estado demasiado privada de las caricias maternas o, por el contrario, que su madre la haya mimado en demasa, la adolescente suea como sus hermanos con el calor del seno; en esa carne prxima a la suya encuentra con abandono esa fusin inmediata con la vida, que el destete destruyera; y la separacin que la individualiza es superada por esa mirada {341} extraa que la envuelve. Bien entendido, toda relacin humana implica conflictos; todo amor, celos. Pero muchas de las dificultades que se alzan entre la virgen y su primer amante son aqu allanadas. La experiencia homosexual puede adoptar la figura de un genuino amor; puede aportar a la joven un equilibrio tan dichoso, que desear perpetuarla, repetirla, y conservar de ella un recuerdo nostlgico; puede revelar o dar nacimiento a una vocacin lesbiana (1). Pero lo ms frecuente es que no represente sino una etapa: su misma facilidad la condena. En el amor que consagra a una mayor, la joven codicia su propio porvenir: quiere identificarse con el dolo; a menos que posea una superioridad excepcional, este pierde pronto su aura; cuando ella empieza a afirmarse, la menor juzga, compara: la otra, que ha sido elegida precisamente porque estaba prxima y no intimidaba, no es lo bastante otra para imponerse durante mucho tiempo; los dioses masculinos estn ms slidamente instalados, porque su cielo est ms lejos. Su curiosidad, su sensualidad, incitan a la joven a desear abrazos ms violentos. Con mucha frecuencia, desde el principio, no se ha propuesto la aventura homosexual ms que como una transicin, una iniciacin, una espera; ha jugado al amor, a los celos, a la clera, al orgullo, a la alegra y a las penas con la idea, ms o menos confesada, de que imitaba sin gran riesgo las aventuras con las que suea, pero las cuales no se atreva todava o no tuvo ocasin de vivirlas. Est destinada al hombre y lo sabe; y quiere un destino de mujer normal y completa. (1) Vase captulo IV. El hombre la deslumbra; y, sin embargo, la asusta. Para conciliar los contradictorios sentimientos que suscita en ella, disociar en l al varn que la espanta de la radiante divinidad a la que adora piadosamente. Brusca y salvaje con sus camaradas masculinos, idolatra a lejanos prncipes azules: actores de cine cuya foto coloca a la cabecera de su cama, hroes difuntos o vivos, pero en todo caso inaccesibles, desconocidos vislumbrados por azar y a los que sabe no volver {342} a ver nunca ms. Tales amores no crean ningn problema. Muy a menudo se dirigen hacia hombres dotados de prestigio social o intelectual, pero cuyo fsico no podra suscitar ninguna turbacin: por ejemplo, un viejo profesor un poco ridculo; esos hombres de edad emergen ms all del mundo en que est encerrada la adolescente, que puede destinarse a ellos en secreto, consagrarse a ellos como se consagrara a Dios: semejante don no tiene nada de humillante; es libremente consentido, puesto que no se les desea en su carne. La enamorada novelesca acepta incluso de buen grado que el elegido tenga un aspecto humilde, que sea feo, incluso un poco ridculo: ello no hace sino que se sienta ms segura. Simula deplorar los obstculos que la separan de l; pero en realidad le ha elegido justamente porque entre ella y l no era posible ninguna relacin verdadera. As puede hacer del amor una experiencia abstracta, puramente subjetiva, que no atenta contra su integridad; su corazn palpita, conoce el dolor de la ausencia, las angustias de la presencia, el despecho, la esperanza, el odio, el entusiasmo, pero en blanco; nada de s misma est comprometido. Resulta divertido constatar que el dolo elegido es ms brillante cuanto ms lejano: es til que el profesor de piano, a quien se ve cotidianamente, sea feo y ridculo; pero si una se enamora de un extrao que se mueve en esferas inasequibles, entonces se le prefiere apuesto y varonil. Lo importante es que, de un modo u otro, la cuestin sexual no se plantee. Esos amores mentales prolongan y confirman la actitud narcisista en que el erotismo no aparece ms que en su inmanencia, sin presencia real del Otro. Como en ello encuentra una coartada que le permite eludir experiencias concretas, la adolescente desarrolla a menudo una vida imaginaria de extraordinaria intensidad. Ella opta por confundir sus fantasmas con la realidad. Entre otros ejemplos, H. Deutsch (1) aporta uno muy significativo: el de una joven bonita y seductora que fcilmente podra haber sido cortejada, pero que se negaba a todo comercio con los jvenes de su entorno; sin embargo, en {343} lo ms secreto de su corazn, a la edad de trece aos haba optado por rendir culto a un muchacho de diecisiete, ms bien fecho y que jams le haba dirigido la palabra. Se procur una fotografa de l, le puso ella misma una dedicatoria, y, durante tres aos, llev un diario en el que todos los das relataba sus experiencias imaginarias: intercambiaban besos, apasionados abrazos; a veces haba entre ellos escenas en las que corran las lgrimas y de las que ella sala con los ojos realmente enrojecidos e hinchados; luego, se reconciliaban y ella se enviaba flores, etc. Cuando un cambio de residencia le separ de ella, le escribi cartas que no le enviaba jams, pero a las cuales responda ella misma. Esta historia era, evidentemente, una defensa contra experiencias reales a las cuales tema. (1) Psychology of Women. Este caso es casi patolgico. Pero ilustra, magnificndolo, un proceso que se produce normalmente. En Marie Bashkirtseff se encuentra un impresionante ejemplo de vida sentimental imaginaria. Jams ha hablado con el duque de H.... de quien pretende estar enamorada. Lo que de verdad desea es la exaltacin de su yo; pero, siendo mujer, y, sobre todo, en la poca y en la clase a las cuales pertenece, no poda soar con el triunfo mediante una existencia autnoma. A la edad de dieciocho aos, anota lcidamente: Escribo a C... dicindole que me gustara ser hombre. S que podra llegar a ser alguien; pero, con faldas, adnde quiere que vaya? El matrimonio es la nica carrera de las mujeres; los hombres tienen treinta y seis oportunidades; la mujer solo tiene una: el cero, como en la banca. As, pues, necesita el amor de un hombre; mas para que este pueda conferirle un valor soberano, debe ser l mismo una conciencia soberana. Jams podr agradarme un hombre por debajo de mi posicin escribe. Un hombre rico, independiente, lleva consigo el orgullo y cierto aire de comodidad. La seguridad tiene cierto aire victorioso. Amo en H... ese aire caprichoso, fatuo y cruel: tiene algo de Nern. Y prosigue: Este aniquilamiento de la mujer ante la superioridad del hombre amado debe ser el ms grande goce de amor propio que puede experimentar una mujer superior.{344} As, pues, el narcisismo conduce al masoquismo: esta vinculacin se encontraba ya en la nia que soaba con Barba Azul, con Grislidis y las santas mrtires. El yo est constituido como por otro, para otro: cuanto ms poderoso es el otro, ms riquezas y poderes tiene el yo; cautivando a su dueo, encierra en s todas las virtudes que este ostenta; amada por Nern, Marie Bashkirtseff sera Nern; aniquilarse ante otro es realizar al otro en s y para s al mismo tiempo; en verdad este sueo de aniquilamiento es una orgullosa voluntad de ser. En realidad, Marie Bashkirtseff no ha encontrado jams a un hombre lo bastante soberbio para que ella aceptase alienarse a travs de l. Una cosa es arrodillarse ante un dios forjado por una misma y que permanece a distancia; y otra cosa muy distinta es abandonarse a un varn de carne y hueso. Multitud de muchachas se obstinan, durante largo tiempo, en perseguir su sueo a travs del mundo real; y buscan un hombre que les parezca superior a todos los dems por su posicin, su mrito, su inteligencia; le quieren de ms edad que ellas, que ya se haya labrado una posicin en la Tierra, que goce de autoridad y prestigio; la fortuna, la celebridad, las fascinan: el elegido se presenta como el Sujeto absoluto que, con su amor, les comunicar su esplendor y su necesidad. Su superioridad idealiza el amor que la joven siente por l: no desea ella darse a l porque sea varn, sino porque es ese ser de excepcin. Quisiera gigantes y solo hallo hombres, me deca antao una amiga. En nombre de tan altas exigencias, la joven desdea a pretendientes demasiado cotidianos y elude los problemas de la sexualidad. En sus sueos, acaricia tambin, sin riesgo, una imagen de s misma, que la encanta en cuanto imagen, aunque no consiente en modo alguno conformarse a ella. As, Marie Le Hardouin (1) cuenta que le complaca verse como una vctima toda consagrada a un hombre, cuando en realidad era una mujer sumamente autoritaria {345}. (1) La voile noire. Por una suerte de pudor, jams he podido expresar en la realidad esas tendencias soterradas de mi naturaleza y que tantas veces he vivido en mis sueos. Tal y como he aprendido a conocerme, soy, en efecto, autoritaria, violenta, incapaz, en el fondo, de doblegarme. Siempre obedeciendo a una necesidad de abolirme, me imaginaba a veces que era una mujer admirable, que solo viva para el deber y que estaba enamorada hasta la imbecilidad de un hombre cuyos menores deseos me esforzaba por adivinar. Nos debatamos en medio de una odiosa existencia llena de necesidades. El se mataba trabajando y por la noche volva macilento y deshecho. Yo me dejaba los ojos cosindole la ropa junto a una ventana sin luz. En una angosta cocina llena de humo, le preparaba algunos platos mseros. La enfermedad amenazaba continuamente con hacer morir a nuestro nico hijo. Sin embargo, en mis labios palpitaba siempre una sonrisa crucificada de dulzura y siempre se vea en mis ojos esa insoportable expresin de silencioso valor que jams he podido sufrir sin disgusto en la realidad. Adems de estas complacencias narcisistas, algunas jvenes experimentan ms concretamente la necesidad de un gua, de un maestro. En el momento en que escapan a la influencia de los padres, se encuentran embarazadas por una anatoma a la que no estn habituadas, y no saben hacer de ella sino un uso negativo; caen en el capricho y la extravagancia; desean desistir nuevamente de su libertad. La historia de la joven caprichosa, orgullosa, rebelde e insoportable que se hace domar amorosamente por un hombre razonable, es un tpico de la literatura barata y del cine: es un clich que halaga tanto a los hombres como a las mujeres. Esa es la historia que cuenta, entre otras, madame de Sgur en Quel amour d'enfant! De nia, Gisle, decepcionada por un padre demasiado indulgente, desarrolla un gran apego por una ta vieja y severa; de joven sufre el ascendiente de un hombre joven y grun, Julien, que le canta duramente las verdades, la humilla, trata de reformarla; se casa con un rico duque sin carcter, con el cual es muy desgraciada, y solo cuando, viuda, acepta el amor exigente de su mentor, encuentra al fin alegra y prudencia. En Good wives, de {346} Louisa Alcott, la independiente Joe empieza a enamorarse de su futuro marido, porque este le reprocha severamente una tontera que ha cometido; tambin la reprende, y ella se apresura a excusarse, a someterse. Pese al crispado orgullo de las mujeres norteamericanas, las pelculas de Hollywood nos han ofrecido cien veces la imagen de la nia terrible domada por la saludable brutalidad de un enamorado o de un marido. Un par de bofetadas o una buena azotaina parecen los medios ms seguros de seduccin. Sin embargo, en la realidad, el paso del amor ideal al amor sexual no es sencillo. Muchas mujeres evitan cuidadosamente acercarse al objeto de su pasin, por el temor, ms o menos confesado, a sufrir una decepcin. Si el hroe, el gigante, el semidis, responde al amor que inspira y lo transforma en una experiencia real, la joven se alarma; su dolo se convierte en un macho del cual se aleja, asqueada. Hay adolescentes coquetas que no perdonan medio para seducir a un hombre que les parezca interesante o fascinador, pero que paradjicamente se irritan si l, a su vez, les manifiesta un sentimiento demasiado vivo; les complaca porque pareca inasequible: enamorado, se hace trivial. Es un hombre como los dems. La joven le guarda rencor por su fracaso, y toma pretexto del mismo para rehusar los contactos fsicos que espantan a su sensibilidad virginal. Si la joven cede a su Ideal, permanece insensible entre sus brazos y, como dice Stekel (1), sucede que algunas muchachas exaltadas se suicidan despus de tales escenas, en las cuales se desploma toda la construccin de la imaginacin amorosa, ya que el Ideal se revela bajo la forma de un animal brutal. Tambin por aficin a lo imposible, la joven se enamora frecuentemente de un hombre cuando este empieza a hacer la corte a una de sus amigas, y tambin con mucha frecuencia elige a un hombre casado. Se siente fascinada de buen grado por los donjuanes; suea con someter y atraerse a ese seductor a quien jams retiene ninguna mujer, acariciando la esperanza de reformarle: pero en realidad sabe que fracasar en su {347} empresa; y esa es una de las razones de su eleccin. Algunas jvenes se revelan incapaces de conocer nunca un amor real y completo. Durante toda su vida, buscan un ideal imposible de alcanzar. (1) La femme frigide. Y es que hay conflicto entre el narcisismo de la joven y las experiencias a las cuales la destina su sexualidad. La mujer no se acepta como lo inesencial sino a condicin de encontrar lo esencial en el seno de su abdicacin. Al hacerse objeto, he ah que se transforma en un dolo en el cual se reconoce orgullosamente; pero rechaza la implacable dialctica que le impone retornar a lo inesencial. Quiere ser un tesoro fascinante, no un objeto que se toma. Le gusta aparecer como un maravilloso fetiche cargado de efluvios mgicos, y no verse como una carne que se deja contemplar, palpar., amasar: as, el hombre mima a la mujer presa, pero huye de esa especie de ogro que es Demter. Orgullosa de captar el inters masculino, de suscitar admiracin, lo que la subleva es ser captada, a su vez. Con la pubertad, ha aprendido a avergonzarse, y la vergenza permanece mezclada con su coquetera y su vanidad; la mirada del varn la lisonjea y la hiere al mismo tiempo; no querra ser vista sino en la medida en que se muestra: los ojos son siempre demasiado penetrantes. De ah las incoherencias que desconciertan a los hombres: ella muestra el escote, las piernas; pero, tan pronto como la miran, enrojece, se irrita. Se divierte provocando al varn; pero si advierte que ha suscitado el deseo en l, retrocede con disgusto: el deseo masculino es una ofensa tanto como un homenaje; en la medida en que se siente responsable de su encanto y le parece ejercerlo libremente, le encantan sus victorias; pero en tanto que sus rasgos, sus formas, su carne, le han sido dados y los sufre, quiere hurtarlos a esa libertad extraa e indiscreta que los codicia. He ah el sentido profundo de ese pudor original que se interfiere, de manera desconcertante, en las ms osadas coqueteras. Una jovencita puede tener audacias sorprendentes, porque no comprende que sus iniciativas la revelan en su pasividad: tan pronto como se percata de ello, se atemoriza y se enfada. Nada ms equvoco que una mirada {348}; existe a distancia y, en virtud de esa distancia, parece respetuosa: pero se aduea socarronamente de la imagen percibida. La mujer en ciernes se debate en esas trampas. Empieza a abandonarse; pero inmediatamente se crispa y mata en ella el deseo. En su cuerpo todava incierto, la caricia se experimenta, ora como un tierno placer, ora como un desagradable cosquilleo; un beso la conmueve en principio; luego, bruscamente, la hace rer; cada complacencia es seguida por una revuelta; se deja besar, pero se limpia la boca con afectacin; se muestra sonriente y tierna; luego, sbitamente, irnica y hostil; hace promesas que olvida deliberadamente. Tal es Mathilde de la Mole, seducida por la apostura y las raras cualidades de Julien, deseosa de alcanzar a travs del amor un destino excepcional, pero rechazando hoscamente la dominacin de sus propios sentidos y la de una conciencia extraa; pasa del servilismo a la arrogancia, de la splica al desprecio; todo cuanto da, se lo hace pagar inmediatamente. Tal es tambin esta Monique cuyo retrato ha trazado Marcel Arland y que confunde la turbacin con el pecado, para quien el amor es una abdicacin vergonzosa, cuya sangre arde, pero que detesta ese ardor y no se somete sino encabritndose. Exhibiendo una naturaleza pueril y perversa es como la fruta verde se defiende del hombre. Bajo esta figura, mitad salvaje, mitad juiciosa, se ha descrito frecuentemente a la joven. Colette, entre otros, la ha pintado en Claudine l'cole, y tambin en Le bl en herbe, con los rasgos de la seductora Vinca. Siente un ardiente inters por el mundo que tiene delante y sobre el cual reina como soberana; pero tambin experimenta curiosidad y un deseo sensual y novelesco con respecto al hombre. Vinca se araa con las zarzas, pesca camarones, trepa a los rboles, pero se estremece cuando su camarada Phil le toca la mano; conoce la turbacin en que el cuerpo se hace carne y que constituye la primera revelacin de la mujer como tal; turbada, empieza a quererse bonita: unas veces se peina, se maquilla, se viste con vaporosa tela de organd, se divierte mostrndose coqueta y seduciendo; pero, como tambin quiere existir para s misma y {349} no solamente para otros, tiene momentos en que se pone viejos vestidos sin gracia alguna y pantalones mal cortados; hay toda una parte de s misma que censura la coquetera y la considera como una dimisin: por tanto, se mancha adrede los dedos de tinta, se muestra despeinada, desaseada. Esas rebeliones le comunican una torpeza que ella percibe con despecho: se irrita por ello, enrojece, redobla su torpeza y se horroriza de esas abortadas tentativas de seduccin. En esa fase, la jovencita ya no quiere seguir siendo nia, pero tampoco acepta convertirse en adulta; se reprocha sucesivamente su puerilidad y su resignacin de hembra. Est en actitud de constante rechazo. Ese es el rasgo que caracteriza a la joven y que nos da la clave de la mayor parte de sus actitudes; no acepta el destino que la Naturaleza y la sociedad le asignan, y, sin embargo, no lo repudia positivamente: se halla interiormente demasiado dividida para entrar en lucha contra el mundo; se limita a huir de la realidad o a oponerse a ella simblicamente. Cada uno de sus deseos se dobla con una angustia: est vida de entrar en posesin de su porvenir, pero teme romper con su pasado; desea tener un hombre, pero le repugna ser su presa. Y detrs de cada temor se disimula un deseo: la violacin la horroriza, pero aspira a la pasividad. Por eso est destinada a la mala fe y a todas sus astucias; est predispuesta a toda suerte de obsesiones negativas que traducen la ambivalencia del deseo y la ansiedad. Una de las formas de oposicin que ms a menudo se encuentra en la adolescente es la risa burlona y socarrona. Las estudiantes de instituto y las modistillas revientan de risa cuando se cuentan historias sentimentales o escabrosas, cuando hablan de sus coqueteos, se cruzan con hombres, ven a los enamorados besarse; he conocido colegialas que entraban expresamente en el jardn del Luxemburgo por el paseo de los enamorados, solo para rerse, y a otras que frecuentaban los baos turcos con objeto de mofarse de las seoras gordas de abultado vientre y senos colgantes a quienes vean all; escarnecer su cuerpo femenino, poner a los hombres en ridculo, rerse del amor, es una manera de repudiar {350} la sexualidad: en esas risas, junto con un desafo a los adultos, hay una manera de superar su propia confusin; se juega con imgenes, con palabras, para matar su magia peligrosa: as, yo he visto a las alumnas de cuarto reventar de risa al encontrar en un texto latino la palabra fmur. Con mayor motivo, si la jovencita se deja besar y manosear, se tomar el desquite rindose en las narices de su pareja o con sus compaeras. Recuerdo que una noche, en un compartimiento de un tren, dos jovencitas se dejaban acariciar alternativamente por un viajante de comercio, encantado con aquella ganga: entre sesin y sesin, ellas rean histricamente, encontrando, en un compromiso de sexualidad y vergenza, las actitudes de la edad ingrata. Al mismo tiempo que a esas risas locas, las jvenes recurren al lenguaje: en boca de algunas de ellas se encuentra un vocabulario cuya grosera hara ruborizarse a sus hermanos; pero a ellas les espanta tanto menos cuanto que, sin duda, las expresiones de que se sirven no evocan en ellas, por el hecho de su semiignorancia, una imagen muy precisa; por lo dems, el propsito consiste, si no en impedir que las imgenes se formen, s al menos en desarmarlas. Las groseras historias que se cuentan las estudiantes de instituto estn destinadas mucho menos a saciar instintos sexuales que a negar la sexualidad: no quieren considerarla sino bajo un aspecto humorstico, como una operacin mecnica y casi quirrgica. Pero, como la risa, el uso de un lenguaje obsceno no es solamente una oposicin: es tambin un desafo a los adultos, una suerte de sacrilegio, una conducta deliberadamente perversa. Al rechazar a la Naturaleza y la sociedad, la joven las provoca y desafa mediante una multitud de singularidades. Con frecuencia se han observado en ella manas alimentaras: come minas de lpiz, lacre, trozos de madera, camarones vivos; ingiere tabletas de aspirina por decenas; incluso se traga moscas y araas; he conocido a una, muy juiciosa por lo dems, que preparaba con caf y vino blanco horribles mixturas que se esforzaba por beber; otras veces coma azcar empapada en vinagre; he visto a otra encontrarse en la ensalada un gusano blanco y masticarlo con decisin. Todos los {351} nios experimentan el mundo con los ojos, las manos y mas ntimamente con la boca y el estmago; pero, en la edad ingrata, la nia se complace ms particularmente en explorarlo en aquello que tiene de indigesto, de repugnante. Muy a menudo la atrae lo que es repugnante. Una de ellas, que era bonita, coqueta y muy aseada, se mostraba verdaderamente fascinada por todo cuanto le pareca sucio: tocaba insectos, contemplaba sus paos higinicos manchados, se chupaba la sangre de sus heridas. Jugar con cosas sucias es, evidentemente, una manera de superar la repugnancia; este sentimiento adquiere gran importancia en el momento de la pubertad; la jovencita siente disgusto por su cuerpo demasiado carnal, por la sangre menstrual, por las prcticas sexuales de los adultos, por el varn al que est destinada; y lo niega, complacindose precisamente en la familiaridad de todo cuanto le repugna. Puesto que es preciso que sangre todos los meses, demuestro chupndome la sangre de mis heridas que mi sangre no me asusta. Puesto que he de someterme a una prueba repelente, por qu no masticar un gusano blanco? De manera mucho ms tajante, esta actitud se afirma en las automutilaciones tan frecuentes en esa edad. La joven se hace cortes en el muslo con una navaja de afeitar, se quema con un cigarrillo, se da tajos, se despelleja; para no ir a una aburrida fiesta al aire libre, una amiga de mi juventud se parti un pie con un hacha pequea y tuvo que guardar cama durante seis semanas. Estas prcticas sdicomasoquistas son a la vez una anticipacin de la experiencia sexual y una sublevacin contra ella; al soportar tales pruebas, la joven se endurece contra toda prueba posible y as las hace anodinas, incluida la noche nupcial. Cuando se pone una babosa en el pecho, cuando ingiere un tubo de aspirinas, cuando se hiere adrede, la joven desafa al futuro amante: Jams me infligirs nada ms odioso que lo que yo misma me inflijo. Se trata de iniciaciones sombras y orgullosas a la aventura sexual. Destinada a ser una presa pasiva, reivindica su libertad hasta en el hecho de sufrir dolor y repugnancia. Cuando se inflige la mordedura del cuchillo, la quemadura de la brasa, protesta {352} contra la penetracin que la desflorar, y protesta anulndola. Masoquista, puesto que con su conducta acoge al dolor, es sobre todo sdica: en tanto que sujeto autnomo, vapulea, escarnece, tortura a esa carne dependiente, esa carne condenada a la sumisin que tanto detesta, sin querer, no obstante, distinguirse de ella. Porque, en todas esas coyunturas, no opta por rechazar autnticamente su destino. Las manas sdicomasoquistas implican una mala fe fundamental: si la joven se entrega a ellas es porque acepta, a travs de su repudio, su porvenir de mujer; no mutilara rencorosamente su cuerpo si, en principio, no se reconociese como carne. Hasta sus explosiones de violencia se alzan sobre un fondo de resignacin. Cuando un muchacho se subleva contra su padre, contra el mundo, se entrega a violencias eficaces; busca pendencia con un camarada, se pelea, se afirma como sujeto a puetazo limpio: se impone al mundo, lo sobrepasa. Pero afirmarse, imponerse, le est prohibido a la adolescente, y eso precisamente es lo que pone tanta rebelda en su corazn, porque no espera ni cambiar el mundo, ni emerger del mismo; se sabe o, por lo menos, se cree, y tal vez incluso se quiere, atada: no puede hacer ms que destruir; hay desesperacin en su rabia; en el curso de una velada irritante, rompe vasos, floreros, etc.; no lo hace para vencer a la suerte, sino para protestar simblicamente. A travs de su impotencia presente es como la joven se rebela contra su futura servidumbre; y sus vanas explosiones, lejos de librarla de sus ataduras, no hacen frecuentemente ms que apretarlas. Las violencias contra ella misma o contra el universo que la rodea tienen siempre un carcter negativo: son ms espectaculares que eficaces. El muchacho que escala rocas, que se zurra con sus camaradas, considera el dolor fsico, las heridas y los chichones como una consecuencia insignificante de las actividades positivas a las cuales se entrega; ni las busca ni las rehuye por s mismas (salvo en el caso de un complejo de inferioridad que le site en posicin anloga a la de las mujeres). La joven contempla su propio sufrimiento: busca en su propio corazn el gusto de la violencia y de la revuelta, y ello le interesa ms que sus {353} resultados. Su perversidad proviene de que permanece anclada en el universo infantil, del que no puede o no quiere verdaderamente evadirse; ms que tratar de salir de su jaula, lo que hace es debatirse en ella; sus actitudes son negativas, reflexivas, simblicas. Hay casos en que esa perversidad adquiere formas inquietantes. Un nmero bastante elevado de jvenes vrgenes son cleptmanas; la cleptomana es una sublimacin sexual de naturaleza muy equvoca; la voluntad de quebrantar las leyes, de violar un tab, el vrtigo del acto prohibido y peligroso, es ciertamente esencial en la ladrona: pero tiene un doble aspecto. Tomar objetos sin tener derecho a hacerlo, es afirmar con arrogancia la propia autonoma, es plantearse como sujeto frente a las cosas hurtadas y a la sociedad que condena el robo, es rechazar el orden establecido y desafiar a sus guardianes; pero este desafo tiene tambin un aspecto masoquista; a la ladrona la fascina el riesgo que corre, el abismo en que ser precipitada si la sorprenden; lo que presta tan voluptuoso atractivo al hecho de robar es el peligro de ser sorprendida; en tal caso, bajo miradas llenas de censura, bajo la mano posada en su hombro, en medio de la vergenza, se realizar totalmente y sin ayuda como objeto. Tomar sin ser tomada, con la angustia de convertirse en presa, he ah el peligroso juego de la sexualidad femenina adolescente. Todas las condiciones perversas y delictivas que se encuentran en las jvenes tienen esa misma significacin. Algunas se especializan en el envo de cartas annimas, otras se divierten engaando a quienes las rodean: una nia de catorce aos persuadi a toda una aldea de que una casa estaba llena de espritus. Gozan a la vez con el ejercicio clandestino de su poder, con su desobediencia, con su desafo a la sociedad y con el riesgo de ser desenmascaradas; es ello un elemento tan importante de su placer, que frecuentemente se desenmascaran a s mismas y hasta se acusan a veces de faltas o crmenes que no han cometido. No es sorprendente que la negativa a convertirse en objeto lleve a constituirse en objeto: es un proceso comn a todas las obsesiones negativas. En una parlisis de tipo histrico, el paciente teme a la parlisis, la desea y la realiza {354} todo al mismo tiempo, y solamente se cura si cesa de pensar en ella; lo mismo sucede con los tics de los psicastnicos. La profundidad de su mala fe es lo que emparenta a la joven con esos tipos de neurticos: manas, tics, conjuraciones, perversidades, en ella se encuentran muchos sntomas neurticos a causa de esa ambivalencia del deseo y la angustia que hemos sealado. Es bastante frecuente, por ejemplo, que ponga en prctica fugas; se marcha al azar, vaga lejos de la casa paterna y, al cabo de dos o tres das, regresa por su propia voluntad. No se trata en ese caso de una verdadera partida, de un acto real de ruptura con la familia; se trata solamente de una comedia de evasin, y a menudo la joven queda completamente desconcertada si le proponen sustraerla definitivamente a su entorno: quiere abandonarlo al mismo tiempo que no desea en absoluto hacerlo. La fuga est vinculada a veces a los fantasmas de la prostitucin: la joven suena que es una prostituta y representa ese papel ms o menos tmidamente; se maquilla de forma llamativa, se asoma a la ventana y dirige miradas provocativas a los transentes; en ciertos casos, se va de casa y lleva tan lejos la comedia, que esta se confunde con la realidad. Tales actitudes traducen a menudo una repugnancia por el deseo sexual, un sentimiento de culpabilidad: Puesto que tengo estos pensamientos, estos apetitos, no valgo ms que una prostituta, soy una prostituta, piensa la joven. En ocasiones, busca liberarse de ello: Terminemos de una vez; vayamos hasta el fin, se dice; quiere demostrarse que la sexualidad tiene escasa importancia entregndose al primero que llega. Al mismo tiempo, semejante actitud manifiesta a menudo una hostilidad con respecto a la madre, ora porque la joven sienta horror ante la austera virtud de esta, ora porque sospeche que es una mujer de costumbres fciles; o bien expresa rencor con respecto al padre, que se ha mostrado demasiado indiferente. De todas formas, en esa obsesin como en los fantasmas de embarazo de que ya hemos hablado y que a menudo se le asocian se encuentra esa inextricable confusin de la revuelta y de la complicidad que es caracterstica de los vrtigos psicastnicos. Es notable que en todas esas {355} actitudes la joven no busque sobrepasar el orden natural y social, ni pretenda hacer retroceder los lmites de lo posible, ni efectuar una transmutacin de valores; se contenta con manifestar su revuelta en el seno de un mundo establecido cuyas leyes y fronteras se conservan; esa es la actitud que a menudo se ha definido como demonaca y que implica un ardid fundamental: se reconoce el bien para escarnecerlo, se instaura la norma para violarla, se respeta lo sagrado para hacer posible la perpetracin de sacrilegios. La actitud de la joven se define esencialmente por el hecho de que, en las angustiosas tinieblas de la mala fe, rechaza, aceptndolos, al mundo y a su propio destino. Sin embargo, no se limita a oponerse negativamente a la situacin que le es impuesta, sino que trata tambin de compensar sus insuficiencias. Si el porvenir la asusta, el presente no la satisface; vacila en convertirse en mujer; la irrita no ser todava ms que una nia; ya ha abandonado su pasado; todava no se ha comprometido en una vida nueva; tiene ocupaciones, pero no hace nada, y, como no hace nada, no tiene nada, no es nada. Se esfuerza por colmar ese vaco recurriendo a comedias y engaos. A menudo se le reprocha que sea socarrona, embustera y que no haga ms que enredar. El hecho es que est destinada al secreto y la mentira. A los diecisis aos, una mujer ha pasado ya por penosas pruebas: la pubertad, las reglas, el despertar de la sexualidad, las primeras turbaciones, las primeras fiebres, temores, repugnancias, torpes experiencias, y todas esas cosas las ha encerrado en su corazn; ha aprendido a guardar celosamente sus secretos. El solo hecho de tener que ocultar sus paos higinicos y disimular sus reglas, la arrastra ya a la mentira. En Old Mortality, C. A. Porter cuenta que las jvenes norteamericanas del Sur, hacia 1900, enfermaban por ingerir mezclas de sal y limn para detener sus reglas cuando iban al baile: teman que los muchachos descubriesen su estado por sus ojeras, el contacto de sus manos, un olor tal vez, y esa idea las trastornaba. Es difcil jugar a los dolos, las hadas, las princesas altivas, cuando se siente entre las piernas el contacto de un pao ensangrentado, y, ms generalmente {356}, cuando se conoce la miseria original de ser cuerpo. El pudor, que es la espontnea negativa a dejarse captar como carne, raya en hipocresa. Pero, sobre todo, la mentira a la cual se condena a la adolescente consiste en que necesita fingir que es objeto, y objeto prestigioso, cuando ella se experimenta como una existencia incierta, dispersa y conoce sus propias taras. Maquillajes, falsos rizos, sujetadores con relleno son otras tantas mentiras; la cara misma se hace mscara: se suscitan en ella con maa expresiones espontneas, se imita una pasividad maravillada; nada ms asombroso que descubrir de pronto en el ejercicio de su funcin femenina una fisonoma de la cual se conoce el aspecto familiar; su trascendencia se reniega e imita la inmanencia; la mirada ya no capta, refleja; el cuerpo deja de vivir: espera; todos los gestos y todas las sonrisas se hacen llamada; desarmada, disponible, la joven no es sino una flor ofrecida, una fruta pronta para ser cogida. Es el hombre quien la estimula a tales engaifas, exigiendo ser engaado, aunque a rengln seguido se irrita, acusa. Sin embargo, para la jovencita sin malicia no hay ms que indiferencia y hasta hostilidad. El hombre solo es seducido por aquella que le tiende trampas; ofrecida, es ella quien acecha una presa; su pasividad sirve a una empresa, hace de su debilidad el instrumento de su fuerza; puesto que le est prohibido atacar francamente, se ve reducida a las maniobras y los clculos, y su inters consiste en parecer gratuitamente dada; as, le reprocharn que sea prfida y traidora, y es verdad. Pero tambin lo es que est obligada a ofrecer al hombre el mito de su sumisin, puesto que l exige dominar. Puede pedirse entonces que ella ahogue sus reivindicaciones ms esenciales? Su complacencia no puede ms que estar pervertida desde el origen. Por otra parte, no hace trampas solamente mediante tretas concertadas. Puesto que todos los caminos le estn vedados, puesto que no puede hacer, que tiene que ser, sobre su cabeza pesa una maldicin. De nia, jugaba a ser bailarina, santa; ms tarde juega a ser ella misma. Dnde est exactamente la verdad? En el dominio en que se la ha encerrado, es esta una palabra que carece de sentido. La {357} verdad es la realidad desvelada, y el descubrimiento se efecta por medio de actos: sin embargo, ella no acta. Las novelas que se cuenta sobre s misma y que frecuentemente cuenta tambin a terceros le parece que traducen mejor las posibilidades que siente en s misma que el anodino informe de su vida cotidiana. Ella carece de los medios necesarios para medirse, y se consuela de ello recurriendo a la comedia; esboza un personaje al cual trata de dar importancia; intenta singularizarse por medio de extravagancias, porque no le est permitido individualizarse en actividades definidas. Se sabe sin responsabilidad, insignificante en este mundo de hombres: como no tiene ninguna otra cosa seria que hacer, enreda. La Electra de Giraudoux es una mujer enredadora, porque solamente a Orestes corresponde realizar un verdadero homicidio con una espada verdadera. Al igual que el nio, la joven se agota en escenas y en cleras, enferma, presenta trastornos histricos con objeto de retener la atencin y de ser alguien que cuenta. Interviene en el destino de otros con objeto de contar para algo; todas las armas son buenas para ella; delata secretos, los inventa, traiciona, calumnia; necesita la tragedia a su alrededor para sentirse viva, puesto que no encuentra auxilio en su vida misma. Por la misma razn, es caprichosa; los fantasmas que formamos, las imgenes con que nos acunamos son contradictorios: solamente la accin unifica la diversidad del tiempo. La joven no tiene verdadera voluntad, sino deseos, y salta de una a otros con incoherencia. Lo que a veces hace peligrosas sus inconsecuencias e s que, a cada momento, no comprometindose ms que en sueos, se compromete toda entera. Se sita en un plano de intransigencia, de exigencia; tiene el gusto de lo definitivo y de lo absoluto: a falta de disponer del porvenir, quiere alcanzar lo eterno. No abdicar jams. Lo querra todo. Necesito preferir mi vida para aceptarla, escribe Marie Lenru. A estas palabras hace eco la Antgona de Anouilh: Lo quiero todo, y en seguida. Este imperialismo infantil no puede encontrarse sino en un individuo que suee su destino: el sueo anula el tiempo y los {358} obstculos, necesita exasperarse para compensar su poco de realidad; quienquiera que tenga verdaderos proyectos conoce una finitud que es prenda de su poder concreto. La joven quiere recibirlo todo, porque no hay nada que dependa de ella. De ah le viene, frente a los adultos y al hombre en particular, su carcter de nia terrible. No admite las limitaciones que impone a un individuo su insercin en el mundo real; lo desafa para superarlas. As, Hilde (1) espera que Solness le d un reino: no es ella quien tiene que conquistarlo; por tanto, lo quiere sin lmites; exige, adems, que construya la torre ms alta que jams se haya construido y que suba tan alto como construye: l vacila en subir, porque teme al vrtigo; pero ella, que permanece en tierra y mira, niega la contingencia y la flaqueza humanas; no acepta que la realidad imponga un lmite a sus sueos de grandeza. Los adultos siempre le parecen mezquinos y prudentes a aquella que no retrocede ante ningn riesgo, simplemente porque no tiene nada que arriesgar; permitindose en sueos las audacias ms extraordinarias, los provoca a que se igualen con ella en la realidad. No teniendo ocasin de ponerse a prueba, se adorna con las virtudes ms asombrosas, sin temor a un ments. (1) Vase IBSEN: Solness, el constructor. Sin embargo, su incertidumbre nace tambin de esa ausencia de control; suea que es infinita; no por ello est menos enajenada en el personaje que propone a la admiracin de los dems y que depende de esas conciencias extraas: ella est en peligro en ese doble que identifica consigo misma, pero cuya presencia sufre pasivamente. Por eso es susceptible y vanidosa. La menor crtica, la broma ms inocente, la ponen toda entera en tela de juicio. Extrae su valor, no de su propio esfuerzo, sino de un caprichoso sufragio. Ese valor no est definido por actividades singulares, sino compuesto por la voz general del renombre; por tanto, parece cuantitativamente mensurable; el precio de una mercanca disminuye cuando se hace demasiado comn: as, la joven no es rara, excepcional, notable, extraordinaria, sino {359} en la medida en que no lo es ninguna otra. Sus compaeras son rivales, enemigas; ella procura despreciarlas, negarlas; es celosa y malvola. Se ve que todos los defectos que se le reprochan a la adolescente no hacen sino expresar su situacin. Es una condicin muy penosa la de saberse pasiva y dependiente a la edad de la esperanza y de la ambicin, a la edad en que se exalta la voluntad de vivir y de ocupar un lugar en la Tierra; y es en esa edad conquistadora cuando la mujer aprende que no le est permitida ninguna conquista, que debe renegar de si misma, que su porvenir depende del capricho de los hombres. Tanto en el plano social como en el sexual, se despiertan en ella nuevas aspiraciones, solo para verse condenadas a permanecer insatisfechas; todos sus impulsos de orden vital o espiritual se ven inmediatamente obstaculizados. Se comprende que le cueste trabajo restablecer su equilibrio. Su humor inestable, sus lgrimas, sus crisis nerviosas son menos consecuencia de una fragilidad fisiolgica que signo de una profunda inadaptacin. Sin embargo, esa situacin de la cual huye la joven por mil caminos inautnticos tambin sucede que la asuma de manera autntica. Irrita por sus defectos, pero a veces asombra por cualidades singulares. Unos y otras tienen el mismo origen. Con su rechazo del mundo, con su espera inquieta, con su nada, puede formarse un trampoln y emerger entonces en su soledad y su libertad. La joven es reservada, atormentada, es presa de difciles conflictos. Esa complejidad la enriquece; su vida interior se desarrolla ms profundamente que la de sus hermanos; est ms atenta a los movimientos de su corazn, que por eso mismo se hacen ms matizados, ms diversos; tienen ms sentido psicolgico que los muchachos empeados en fines externos. Es capaz de dar peso a esas revueltas que la oponen al mundo. Evita las trampas de lo serio y de lo conformista. Las concertadas mentiras de su entorno la encuentran irnica y clarividente. Experimenta cotidianamente la ambigedad de su condicin: ms all de las protestas estriles, puede tener el valor de replantear el optimismo {360} establecido, los valores consagrados, la moral hipcrita y tranquilizadora. Tal es el conmovedor ejemplo que da, en El molino del Floss, esa Maggie en la cual ha reencarnado George Eliot las dudas y las valerosas rebeliones de su juventud contra la Inglaterra victoriana; los hroes y en particular Tom, el hermano de Maggie afirman con obstinacin los principios aceptados, establecen la moral en normas formales: Maggie intenta reintroducir en todo ello un soplo vivificador, lo derroca, va hasta el fin de su soledad y emerge como una pura libertad ms all del universo en estado de esclerosis de los varones. De esa libertad, la joven apenas sabe hacer sino un uso negativo. No obstante, su disponibilidad puede engendrar una preciosa facultad de receptividad; entonces se mostrar abnegada, atenta, comprensiva, amante. Esa dcil generosidad es la que distingue a las heronas de Rosamond Lehmann. En Invitacin al vals, se ve a Olivia, todava tmida y torpe, apenas coqueta, escrutar con una conmovida curiosidad ese mundo en el cual entrar maana. Escucha con toda su alma a los bailarines que se suceden a su lado, se esfuerza por responderles de acuerdo con sus votos, se hace eco, vibra, acoge cuanto se le ofrece. La herona de Poussire, Judy, tiene la misma atrayente cualidad. No ha renunciado a los goces de la infancia; le gusta baarse desnuda por la noche en el ro del parque; ama la Naturaleza, los libros, la belleza, la vida; no se rinde un culto narcisista; sin mentira, sin egosmo, no busca a travs de los hombres una exaltacin de su yo: su amor es don. Se lo dedica a todo ser que la seduzca, hombre o mujer, Jennifer o Rody. Se da sin perderse: lleva una vida de estudiante independiente, tiene su mundo propio, sus proyectos. Pero lo que la distingue de un muchacho es su actitud de espera, su tierna docilidad. De manera sutil es al Otro a quien, pese a todo, se destina: lo Otro tiene a sus ojos una dimensin maravillosa, hasta el punto de que est enamorada a la vez de todos los jvenes de la familia vecina, de la casa de estos, de su hermana, de su universo; no es como camarada, sino en tanto que Otro, como la fascina Jennifer. Y ella encanta a Rody y sus primos {361} por su aptitud para adaptarse a ellos, para amoldarse a sus deseos; ella es paciencia, dulzura, aceptacin y callado sufrimiento. Diferente, pero igualmente cultivadora por su manera de acoger en su corazn a quienes estima, se nos presenta en La ninfa constante, de Margaret Kennedy, Tessa, a la vez espontnea, salvaje y entregada. Rehusa abdicar nada de s misma: le repugnan los adornos, los afeites, los disfraces, la hipocresa, las gracias aprendidas, la prudencia y la sumisin de mujer; desea ser amada, pero no bajo una mscara; se doblega a los humores de Lewis, pero sin servilismo; ella le comprende, vibra al unsono con l, pero si alguna vez disputan, Lewis sabe que no ser por medio de caricias como podr someterla. En tanto que Florence, autoritaria y vanidosa, se deja convencer con besos, Tessa logra el prodigio de permanecer libre en su amor, lo cual le permite amar sin hostilidad ni orgullo. Su naturalidad tiene todas las seducciones del artificio; jams se mutila para agradar, ni se disminuye, ni se petrifica en objeto. Rodeada de artistas que han dedicado toda su existencia a la creacin musical, no experimenta en s misma ese demonio devorador; se emplea toda entera en amarlos, en comprenderlos, en ayudarlos; y lo hace sin esfuerzo, por una generosidad tierna y espontnea, y por eso permanece perfectamente autnoma en los momentos mismos en que se olvida en favor de otro. Gracias a esa pura autenticidad, le son ahorrados los conflictos de la adolescencia; puede sufrir por la dureza del mundo, pero no est dividida en el interior de s misma; es armoniosa a la vez como una nia despreocupada y como una mujer muy prudente. La joven sensible y generosa, receptiva y ardiente, est presta a convertirse en una gran enamorada. Cuando no encuentra el amor, sucede que da con la poesa. Como no acta, mira, siente, registra; un color, una sonrisa, despiertan en ella ecos profundos; porque su destino est esparcido fuera de ella, en las ciudades ya edificadas, en los rostros de los hombres hechos; toca y gusta de una manera a la vez ms apasionada y ms gratuita que el {362} joven. Estando mal integrada en el universo humano, adaptndose a duras penas al mismo, es como el nio capaz de verlo; en lugar de interesarse exclusivamente por su aprehensin de las cosas, se aferra a su significacin; capta de ellas los perfiles singulares, las metamorfosis imprevistas. Es raro que sienta en ella una audacia creadora, y lo ms frecuente es que le falten las tcnicas que le permitiran expresarse; pero en sus conversaciones, sus cartas, sus ensayos literarios, sus bocetos, sucede que manifiesta una sensibilidad original. La joven se proyecta con ardor hacia las cosas, porque todava no est mutilada en su trascendencia; y el hecho de que no realice nada, que no sea nada, har que su impulso sea tanto ms apasionado: vaca e ilimitada, lo que tratar de alcanzar desde el seno de su nada es el Todo. Por eso dedicar un amor singular a la Naturaleza, a la cual rinde an mayor culto que el adolescente. Indmita e inhumana, es la Naturaleza la que con ms evidencia resume la totalidad de lo que es. La adolescente no se ha anexionado todava ninguna parcela del universo, y gracias a esta indigencia, ese es enteramente su reino; cuando toma posesin del mismo, toma tambin orgullosamente posesin de s misma. Colette (1) nos ha hecho con frecuencia el relato de estas orgas juveniles: (1) Sido. Amaba ya tanto ver la aurora, que mi madre, en recompensa, me daba facilidades para ello. Consegua que me despertase a las tres y media de la maana y all me iba, con un cestillo vaco en cada brazo, hacia los huertos que se refugiaban en el angosto pliegue del ro, hacia las fresas, las grosellas negras y las grosellas espinosas. A las tres y media de la maana, todo dorma en un azul original, hmedo y confuso, y cuando descenda por el camino de arena, la bruma, retenida por su peso, baaba primero mis piernas, luego mi pequeo torso bien formado, alcanzaba mis labios, mis orejas y mi nariz, ms sensibles que el resto de mi cuerpo... Por ese camino y a esa hora, tomaba yo conciencia de mi valor, de un estado de gracia indescriptible y de mi connivencia con el primer soplo exhalado, el {363} primer pjaro, el sol todava oval, deformado por su eclosin... Regresaba con el taido de la campana que anunciaba la primera misa. Pero no antes de haberme bebido mi alma, no antes de haber descrito en el bosque un amplio circuito de perro que caza solo y gusta el agua de dos manantiales perdidos que yo adoraba... En la casa paterna reinan la madre, las leyes, la costumbre, la rutina; ella quiere arrancarse a ese pasado; quiere convertirse, a su vez, en sujeto soberano; pero, socialmente, no accede a su vida de adulta sino hacindose mujer; paga su liberacin con una abdicacin; en cambio, en medio de las plantas y los animales, es un ser humano; se ha liberado a la vez de la familia y de los varones, es un sujeto, una libertad. Halla en el secreto de los bosques una imagen de la soledad de su alma, y en los vastos horizontes de las llanuras, la figura sensible de la trascendencia; esa landa ilimitada, esa cima lanzada hacia el cielo, son ella misma; puede seguir esas rutas que parten hacia el porvenir desconocido, y las seguir; sentada en lo alto de la colina, domina todas las riquezas del mundo vertidas a sus pies, ofrecidas; a travs de las palpitaciones del agua, del estremecimiento de la luz, presiente goces, lgrimas y xtasis que an ignora; son las aventuras de su propio corazn las que confusamente le prometen las ondas del estanque, las manchas de sol. Olores y colores hablan un lenguaje misterioso, pero del cual se destaca una palabra con triunfante evidencia: la palabra vida. La existencia no es solo un destino abstracto que se inscribe en los registros de la alcalda, es tambin porvenir y riqueza carnal. Tener un cuerpo ya no parece una tara vergonzosa; en esos deseos que bajo la mirada materna repudia la adolescente, reconoce esta la savia que asciende en los rboles; ya no est maldita, ahora reivindica orgullosamente su parentesco con el follaje y las flores; roza una corola y sabe que una presa viva llenar un da sus manos vacas. La carne ya no es mancilla, sino gozo y belleza. Confundida con el cielo y la landa, la joven es ese soplo indistinto que anima y abraza al universo, y es cada brizna de hierba; individuo enraizado en el suelo y conciencia infinita, es a la vez {364} espritu y vida; su presencia es imperiosa y triunfante como la de la tierra misma. Ms all de la Naturaleza, busca a veces una realidad ms lejana y ms deslumbradora todava; est dispuesta a perderse en msticos xtasis; en pocas de fe, multitud de jvenes almas femeninas pedan a Dios que colmase el vaco de su ser; fue en una edad tierna cuando se revel la vocacin de Catalina de Siena y la de Teresa de vila (1). Juana de Arco era una muchacha. En otros tiempos, es la humanidad la que aparece como el fin supremo; entonces el impulso mstico se funde en proyectos concretos; pero tambin es un joven deseo de absoluto el que hace nacer en madame Roland y en Rosa Luxemburgo la llama con que se alimenta su existencia. En su servidumbre, en su indigencia, desde el fondo de su rechazo, la joven puede hallar las ms grandes audacias. Encuentra la poesa, y tambin el herosmo. Uno de los modos de asumir el hecho de que est mal integrada en la sociedad consiste en sobrepasar sus horizontes limitados. (1) Volveremos a ocuparnos de los singulares caracteres de la mstica femenina. La riqueza y la fuerza de su naturaleza, circunstancias felices, han permitido a algunas mujeres perpetuar en su vida de adultas los apasionados proyectos de su adolescencia. Pero son excepciones. No sin razn hace morir George Eliot a Maggie Tulliver, y Marguerite Kennedy a Tessa. El destino que conocieron las hermanas Bront fue un destino spero. La joven es pattica, porque se yergue, dbil y sola, frente al mundo; pero el mundo es demasiado poderoso; si se obstina en rechazarlo, se rompe. Belle de Zuylen, que deslumbraba a Europa por la fuerza custica y la originalidad de su inteligencia, asustaba a todos sus pretendientes: su rechazo de toda concesin la conden durante largos aos a un celibato que le pesaba grandemente, puesto que afirmaba que la expresin virgen y mrtir es un pleonasmo. Esta obstinacin es rara. En la inmensa mayora de los casos, la joven se da cuenta de que la lucha es demasiado {365} desigual y termina por ceder. Todas vosotras mors a los quince aos, escribe Diderot a Sophie Volland. Cuando el combate como sucede con la mayor frecuencia no ha sido ms que una revuelta simblica, la derrota es segura. Exigente en sueos, llena de esperanza, pero pasiva, la joven hace sonrer con un poco de piedad a los adultos, que la destinan a la resignacin. Y, en efecto, aquella nia rebelde y extravagante que uno dejara, vuelve a encontrrsela unos dos aos ms tarde ya entrada en razn, dispuesta a aceptar su vida de mujer. Esa es la suerte que Colette vaticina a Vinca; as es como aparecen las heronas de las primeras novelas de Mauriac. La crisis de la adolescencia es una especie de trabajo anlogo a lo que el doctor Lagache denomina el trabajo del duelo. La joven entierra lentamente su infancia, ese individuo autnomo e imperioso que ha sido; y entra con sumisin en la existencia adulta. Bien entendido, partiendo exclusivamente de la edad, no pueden establecerse categoras tajantes; hay mujeres que permanecen infantiles durante toda su vida; las conductas que hemos descrito se perpetan a veces hasta una edad avanzada. No obstante, hay una gran diferencia en conjunto entre el pimpollo de quince aos y una chica mayor. Esta ya se ha adaptado a la realidad; apenas se mueve ya en el plano de lo imaginario; est menos dividida en s misma que antes. Marie Bashkirtseff escribe hacia los dieciocho aos de edad: Cuanto ms me acerco a la vejez de mi juventud, ms me recubro de indiferencia. Pocas cosas me agitan, y antes todo me agitaba. Irne Reweliotty observa: Para ser aceptada por los hombres, hay que pensar y actuar como ellos; de lo contrario, os tratan como a una apestada y la soledad viene a ser vuestra suerte. Yo, ahora, ya he tenido mi racin de soledad y quiero la multitud, no a mi {366} alrededor, sino conmigo... Vivir ahora y no existir ya, esperar y soar, y contrmelo todo a m misma, con la boca cerrada y el cuerpo inmvil. Y ms adelante: A fuerza de ser halagada, cortejada, etc., me vuelvo terriblemente ambiciosa. Ya no es la dicha trmula y maravillada de mis quince aos. Es una especie de embriaguez fra y dura, un modo de tomarme el desquite sobre la vida, de subir. Coqueteo, juego al amor. Pero no amo... Gano en inteligencia, en sangre fra, en lucidez habitual. Pierdo el corazn. Se ha producido como una ruptura... En dos meses he perdido mi infancia. Es, poco ms o menos, el mismo son de esas confidencias de una joven de diecinueve aos (1): (1) Citado por DEBESSE: La crise d'originalit de l'adolescence. Qu conflicto en otros tiempos entre una mentalidad que pareca incompatible con este siglo y los llamamientos del siglo mismo! Ahora tengo la impresin de un apaciguamiento. Cada nueva idea grande que entra en m, en lugar de provocar una penosa convulsin, una destruccin y una reconstruccin incesantes, viene a adaptarse maravillosamente a lo que ya est en m... Ahora paso insensiblemente de los pensamientos tericos a la vida corriente sin solucin de continuidad. La joven a menos que sea particularmente poco agraciada ha terminado por aceptar su feminidad; y con frecuencia es dichosa al gozar gratuitamente de los placeres y los triunfos que extrae de ella, antes de instalarse definitivamente en su destino; no estando todava solicitada por ningn deber, irresponsable, disponible, el presente no le parece, sin embargo, ni vaco ni decepcionante, puesto que solo es una etapa; el cuidado de su persona y el coqueteo tienen todava la ligereza de un juego, y sus sueos de futuro le disfrazan su futilidad {367}. Es as como V. Woolf describe las impresiones de una joven coqueta en el curso de una velada: Me siento toda reluciente en la oscuridad. Mis piernas sedosas se frotan suavemente una contra otra. Las fras piedras de un collar descansan en mi pecho. Estoy adornada, estoy dispuesta... Mis cabellos describen la curva adecuada. Mis labios estn tan rojos como quiero. Estoy pronta a reunirme con esos hombres y esas mujeres que suben la escalera. Son mis iguales. Paso por delante de ellos, expuesta a sus miradas, como ellos a las mas... En este ambiente de perfumes, de luces, me expando como un helecho que despliega sus hojas rizadas... Siento nacer en m un millar de posibilidades. Sucesivamente, soy traviesa, alegre, lnguida, melanclica. Ondulo por encima de mis races profundas. inclinada hacia la derecha, toda dorada, le digo a ese joven: Acrcate... Y l se acerca. Viene hacia m. Es el momento ms excitante que jams he vivido. Me estremezco, ondulo... No somos encantadores, sentados juntos, yo vestida de raso y l todo de negro y blanco? Ahora, mis iguales pueden mirarme cuanto quieran, todos ellos, hombres y mujeres. Os devuelvo vuestras miradas. Estoy aqu en mi universo... La puerta se abre. La puerta se abre sin cesar. La prxima vez que se abra, tal vez mi vida entera cambiar... La puerta se abre. Oh, acrcate, le digo a ese joven, inclinndome hacia l como una gran flor de oro. Acrcate, le digo, y viene hacia m (1). (1) Las olas. Sin embargo, cuanto ms madura la joven, ms le pesa la autoridad materna. Si en casa lleva una vida hogarea, sufre por no ser ms que una asistenta; querra consagrar su trabajo a su propio hogar, a sus propios hijos. A menudo la rivalidad con su madre se exacerba: en particular una hija mayor se irrita si le nacen ms hermanitos o hermanitas; considera que su madre ya ha hecho lo suyo y que ahora le toca a ella engendrar, reinar. Si trabaja fuera de casa, cuando regresa a ella sufre porque la traten como a un simple miembro de la familia y no como a un individuo autnomo {368}. Menos novelesca que antao, empieza a pensar mucho ms en el matrimonio que en el amor. Ya no adorna a su futuro esposo con una aureola de prestigio: lo que desea es tener en este mundo una posicin estable, empezar a llevar su vida de mujer. Virginia Woolf describe as las fantasas de una rica joven campesina: Muy pronto, en la hora clida del medioda, cuando las abejas zumban alrededor de las madreselvas, llegar mi bienamado. Pronunciar una sola palabra y yo le contestar tambin con una sola. Le har el don de todo cuanto ha crecido en m. Tendr hijos, tendr criadas con delantales y obreras que portarn rodetes en la cabeza para la carga. Tendr una cocina adonde llevarn en cestos corderillos enfermos para que se calienten, y en donde los jamones colgarn de las vigas y relucirn las ristras de cebollas. Me parecer a mi madre, callada, con un delantal azul, y llevar en la mano las llaves de los armarios (1). (1) Las olas. Un sueo anlogo tiene la pobre Prue Sarn (2): (2) MARY WEBB: Sarn. Pensaba que no casarse nunca era una suerte atroz. Todas las muchachas se casan. Y, cuando una muchacha se casa, tiene un hogar y, tal vez, una lmpara que enciende por la noche, a la hora en que vuelve su marido; si solamente tiene velas, es lo mismo, porque puede colocarlas junto a la ventana; entonces l se dice: Mi mujer est ah: ya ha encendido las velas. Y llega un da en que la seora Beguildy le hace una cuna de caas; y otro da se ve en ella a un beb hermoso y serio, y se envan invitaciones para el bautizo; y los vecinos acuden alrededor de la madre como las abejas en torno a su reina. A menudo, cuando las cosas iban mal, yo me deca: Bah!, no importa, Prue Sarn. Un da sers reina de tu propia colmena. Para la mayor parte de las chicas mayores, hayan llevado una vida laboriosa o frvola, hayan estado confinadas en el {369} hogar paterno o se hayan evadido parcialmente, la conquista de un marido o, si no hay ms remedio, de un amante serio se convierte en una empresa cada vez ms urgente. Esa preocupacin resulta a menudo nefasta para las amistades femeninas. La amiga del alma pierde su lugar privilegiado. En sus compaeras, la joven ve ms bien rivales que cmplices. He conocido a una, inteligente y dotada, que haba optado por considerarse una especie de princesa lejana, y as se describa en poemas y ensayos literarios; confesaba sinceramente que no conservaba ningn apego a sus camaradas de la infancia: feas y necias, la desagradaban; seductoras, las tema. La espera impaciente del hombre, que implica a menudo maniobras, ardides y humillaciones, obstruye el horizonte de la joven, que se hace egosta y dura. Y, si el Prncipe Azul tarda en presentarse, nacen el disgusto y la acritud. El carcter y las actitudes de la joven expresan su situacin: si esta se modifica, la figura de la adolescente aparece tambin diferente. Hoy le es posible tomar su suerte en sus manos, en lugar de depender del hombre. Si est absorbida por los estudios, el deporte, el aprendizaje profesional, una actividad social y poltica, se libera de la obsesin del varn, est mucho menos preocupada por sus conflictos sentimentales y sexuales. Sin embargo, tropieza con muchas ms dificultades que el joven para realizarse como individuo autnomo. Ya he dicho que ni la familia ni las costumbres favorecen sus esfuerzos. Adems, aun cuando elija la independencia, no por ello hace menos sitio en su vida al hombre, al amor. Con frecuencia tendr miedo de que se frustre su destino de mujer si se entrega toda entera a cualquier empresa. Ese sentimiento permanece con frecuencia inconfesado; pero est ah, corrompe las voluntades concertadas, establece lmites. En todo caso, la mujer que trabaja quiere conciliar su xito con triunfos puramente femeninos; eso no exige que consagre un tiempo considerable al cuidado de su persona, a su belleza, pero, y eso es ms {370} grave, implica que sus intereses vitales queden divididos. Al margen de los programas, el estudiante se divierte con juegos gratuitos de pensamiento, y de ah nacen sus mejores hallazgos; los ensueos de la mujer se orientan de otra manera: pensar en su aspecto fsico, en el hombre, en el amor; no conceder ms que lo estrictamente necesario a sus estudios, a su carrera, cuando precisamente en tales actividades lo accesorio es de suma importancia. No se trata aqu de una debilidad mental, de una incapacidad para concentrarse, sino de una distinta participacin en intereses que se concilian mal. Aqu se establece un crculo vicioso: con frecuencia nos asombramos de ver con qu facilidad una mujer puede abandonar la msica, los estudios, una profesin, tan pronto como ha encontrado marido; la causa est en que haba comprometido demasiado poco de s misma en sus proyectos para hallar mucho provecho en su realizacin. Todo concurre a frenar su ambicin personal, y, sin embargo, una enorme presin social la invita a buscar en el matrimonio una posicin social, una justificacin. Es natural que no trate de crearse por s misma un puesto en este mundo o que lo busque tmidamente. Mientras no se logre una perfecta igualdad econmica en el seno de la sociedad y mientras las costumbres autoricen a la mujer a beneficiarse, en tanto que esposa y amante, de los privilegios detentados por algunos hombres, se mantendr en ella el sueo de un xito pasivo y frenar sus propios logros. Sin embargo, de cualquier manera que la joven aborde su existencia de adulta, su aprendizaje no ha terminado todava. Mediante lentas gradaciones o brutalmente, tiene que sufrir su iniciacin sexual. Hay jvenes que se niegan a ello. Si su infancia ha sido marcada por algn incidente sexualmente penoso, si una educacin torpe ha enraizado lentamente en ellas el horror a la sexualidad, conservan con respecto al hombre su repugnancia de nia pber. Sucede tambin a veces que las circunstancias conducen a algunas mujeres, muy a pesar suyo, a una virginidad prolongada {371}. Pero, en la inmensa mayora de los casos, la joven cumple, a una edad ms o menos avanzada, su destino sexual. La manera con que lo afronta est evidentemente en estrecha relacin con todo su pasado. Pero hay tambin ah una experiencia nueva que se propone en circunstancias imprevistas y ante la cual reacciona libremente. Esta nueva etapa es la que vamos a examinar ahora {372}. CAPITULO III. LA INICIACIN SEXUAL. En cierto sentido, la iniciacin sexual de la mujer, como la del hombre, empieza desde la ms tierna infancia. Hay un aprendizaje terico y prctico que se prosigue de manera continua desde las fases oral, anal y genital hasta la edad adulta. Pero las experiencias erticas de la joven no son una simple prolongacin de sus actividades sexuales anteriores; a menudo tienen un carcter imprevisto y brutal; y siempre constituyen un acontecimiento nuevo que crea una ruptura con el pasado. Cuando vive estas experiencias, todos los problemas que se le plantean a la joven se encuentran resumidos bajo una forma urgente y aguda. En algunos casos, la crisis se resuelve con facilidad; pero hay coyunturas trgicas en las que solo se resuelve por el suicidio o la locura. De todos modos, la mujer, segn la forma en que reaccione en estos momentos, comprometer gran parte de su destino. Todos los psiquiatras estn de acuerdo respecto a la extremada importancia que para ella tienen sus comienzos erticos, que repercuten a lo largo de toda su existencia. La situacin es aqu profundamente distinta para el hombre y para la mujer, tanto desde el punto de vista biolgico como desde el social y psicolgico. Para el hombre, el paso de la sexualidad infantil a la madurez es relativamente simple: hay una objetivacin del placer ertico que, en lugar de realizarse en su presencia inmanente, se proyecta sobre un ser trascendente. La ereccin es la expresin de esa necesidad; sexo, manos, boca, el hombre se tiende con todo su {373} cuerpo hacia su pareja, pero permanece en el centro de esa actividad, como en general el sujeto frente a los objetos que percibe y los instrumentos que manipula; se proyecta hacia lo otro sin perder su autonoma; la carne femenina es para l una presa y toma de ella las cualidades que su sensualidad reclama de todo objeto; sin duda, no logra apropirselas, pero, al menos, las estrecha entre sus brazos; la caricia, el beso, implican un semifracaso: pero este fracaso mismo es un estimulante y un gozo. El acto amoroso halla su unidad en su culminacin natural: el orgasmo. El coito tiene un fin fisiolgico preciso; mediante la eyaculacin, el varn se descarga de secreciones que le pesan; despus del celo, obtiene una completa liberacin acompaada, desde luego, de placer. Y, ciertamente, el placer no era la nica finalidad; a menudo le sigue la decepcin: la necesidad, ms que satisfacerse, ha desaparecido. En todo caso, se ha consumado un acto definido y el hombre se encuentra con un cuerpo ntegro: el servicio que ha prestado a la especie se ha confundido con su propio placer. El erotismo de la mujer es mucho ms complejo y refleja la complejidad de la situacin femenina. Ya hemos visto (1) que, en lugar de integrar en su vida individual las fuerzas especficas, la hembra es presa de la especie, cuyos intereses estn disociados de sus fines singulares; esa antinomia alcanza su paroxismo en la mujer; entre otras cosas, se expresa por la oposicin de dos rganos; el cltoris y la vagina. En el estadio infantil, el primero es el centro del erotismo femenino: algunos psiquiatras sostienen que existe una sensibilidad vaginal en algunas nias, pero esta es una opinin muy controvertida, y, en todo caso, no tendra ms que una importancia secundaria. El sistema clitoridiano no se modifica en la edad adulta (2), y la mujer conserva durante toda su vida esa autonoma ertica; el espasmo clitoridiano, como el orgasmo masculino, es una suerte de deshinchazn que se obtiene de manera cuasi mecnica; pero solo indirectamente est ligado al coito normal, no representa {374} ningn papel en la procreacin. La mujer es penetrada y fecundada por la vagina, que solo se convierte en centro ertico por la intervencin del hombre, la cual constituye siempre una suerte de violacin. En otros tiempos, la mujer era arrancada a su universo infantil y lanzada a su vida de esposa mediante un rapto real o simulado; se trata de una violencia que la transforma de nia en mujer: tambin se habla de arrebatar la virginidad a una jovencita, de tomarle la flor. Esta desfloracin no es el trmino armonioso de una evolucin continua, sino una ruptura abrupta con el pasado, el comienzo de un nuevo ciclo. El placer se alcanza entonces por las contracciones de la superficie interior de la vagina; pero se resuelven estas en un orgasmo preciso y definitivo? Es este un punto sobre el que todava se est discutiendo. Los datos de la anatoma son muy vagos. La anatoma y la clnica prueban abundantemente que la mayor parte del interior de la vagina no est inervada dice, entre otras cosas, el informe Kinsey. Se puede proceder a numerosas intervenciones quirrgicas en el interior de la vagina sin recurrir a los anestsicos. Se ha demostrado que, en el interior de la vagina, los nervios estn localizados en una zona situada en la pared interna prxima a la base del cltoris. Sin embargo, adems del estmulo de esa zona inervada, la hembra puede tener conciencia de la intrusin de un objeto en la vagina, en particular si los msculos vaginales estn contrados; pero la satisfaccin as obtenida se refiere probablemente ms al tono muscular que al estmulo ertico de los nervios. No obstante, est fuera de toda duda que el placer vaginal existe; y la masturbacin vaginal misma entre las mujeres adultas parece ms difundida de lo que dice Kinsey (3). Pero lo cierto es que la reaccin {375} vaginal es una reaccin muy compleja, que se puede calificar de psicofisiolgica, puesto que interesa no solamente al conjunto del sistema nervioso, sino que depende de toda la situacin vivida por el sujeto: reclama un profundo consentimiento del individuo todo entero; el nuevo ciclo ertico que inaugura el primer coito exige para establecerse una especie de montaje del sistema nervioso, la elaboracin de una forma que todava no est bosquejada y que debe envolver tambin al sistema clitoridiano; emplea mucho tiempo en realizarse y, a veces, jams consigue crearse. Es notable que la mujer tenga opcin a dos ciclos, uno de los cuales perpeta la independencia juvenil, mientras que el otro la destina al hombre y al hijo. En efecto, el acto sexual normal sita a la mujer bajo la dependencia del varn y de la especie. El hombre como en el caso de casi todos los animales es quien desempea el papel agresivo, mientras que la mujer sufre su abrazo. Normalmente, ella siempre puede ser tomada por el hombre, pero este no puede tomarla sino en estado de ereccin; salvo en casos de una rebelin tan profunda como el vaginismo, que sella a la mujer todava ms que el himen, el rechazo femenino puede ser superado; e incluso el vaginismo deja al hombre en posesin de los medios necesarios para satisfacerse sobre un cuerpo al que su fuerza muscular le permite reducir a su merced. Puesto que la mujer es objeto, su inercia no modifica profundamente su papel natural, hasta el punto de que muchos hombres no se preocupan de saber si la mujer que comparte su lecho desea el coito o se somete simplemente al mismo. Lo mismo podra acostarse con una muerta. El coito no puede producirse sin el consentimiento masculino, y el trmino natural del mismo es la satisfaccin del varn. La fecundacin puede efectuarse sin que la mujer experimente el menor placer. Por otro lado, la fecundacin est {376} muy lejos de representar para ella la realizacin del proceso sexual; en ese momento es cuando, por el contrario, empieza el servicio que la especie le reclama: servicio que se realiza lentamente, penosamente, en el embarazo, el parto y el amamantamiento. (1) Parte primera, captulo primero. (2) A menos que se practique la escisin, que es norma en ciertos primitivos. (3) El uso del pene artificial se comprueba sin interrupcin desde nuestros das hasta la Antigedad clsica e incluso antes... He aqu una lista de objetos hallados durante estos ltimos aos en vaginas y vejigas, y que solo han podido ser extrados mediante intervenciones quirrgicas: lapiceros, trozos de lacre, alfileres del pelo, bobinas, alfileres de hueso, tenacillas, agujas de coser y de hacer punto, estuches de agujas, compases, tapones de cristal, velas, tapones de corcho, cubiletes, tenedores, mondadientes, cepillos de dientes, tarros de pomada (en un caso citado por Schroeder, el tarro contena un abejorro y, por tanto, era un sustituto del rinutama japons), huevos de gallina, etc. Los objetos grandes fueron hallados, como es natural, en la vagina de mujeres casadas. (H. ELLIS: tudes de psychologie sexuelle, volumen I.) As, pues, el destino anatmico del hombre y de la mujer es profundamente distinto. La situacin moral y social de ambos no lo es menos. La civilizacin patriarcal ha destinado la mujer a la castidad; se reconoce ms o menos abiertamente el derecho del hombre a satisfacer sus deseos sexuales, en tanto que la mujer est confinada en el matrimonio: para ella, el acto carnal, si no est santificado por el cdigo, por el sacramento, es una falta, una cada, una derrota, una. flaqueza; tiene que defender su virtud, su honor; si cede, si cae, provoca el desprecio; en cambio, la misma censura que se dirige contra su vencedor est teida de admiracin. Desde las civilizaciones primitivas hasta nuestros das, siempre se ha admitido que el lecho era para la mujer un servicio que el hombre agradece con regalos o asegurndole la subsistencia: pero servir es darse un amo; en esa relacin no hay ninguna reciprocidad. La estructura del matrimonio, como tambin la existencia de prostitutas, es prueba de ello: la mujer se da, el hombre la remunera y la toma. Nada prohibe al varn dominar, tomar criaturas inferiores: los amores domsticos siempre han sido tolerados, mientras que la burguesa que se entrega al chfer o al jardinero es socialmente degradada. Los sudistas norteamericanos, tan ferozmente racistas, siempre han sido autorizados por las costumbres para acostarse con mujeres negras, tanto antes de la guerra de Secesin como hoy, y hacen uso de ese derecho con una arrogancia seorial; pero una blanca que hubiese tenido comercio carnal con un negro en tiempos de la esclavitud, habra sido condenada a muerte y hoy sera linchada. Para decir que se ha acostado con una mujer, el hombre dice que la ha posedo, que la ha conseguido; inversamente, para decir que se ha conseguido a alguien, a veces se emplean expresiones sumamente groseras; los griegos llamaban Parthenos ademos, virgen insumisa {377}, a la mujer que no haba conocido varn; los romanos calificaban de invicta a Mesalina, porque ninguno de sus amantes le haba procurado placer. Para el amante, el acto amoroso es, pues, conquista y victoria. Si, en otro hombre, la ereccin aparece a menudo como una irrisoria parodia del acto voluntario, cada cual, sin embargo, la considera en su propio caso con cierta vanidad. El vocabulario ertico del varn se inspira en el vocabulario militar: el amante posee el ardor de un soldado, su sexo se tensa como un arco; cuando eyacula, descarga; es una ametralladora, un can. Habla de asalto, de victoria. Hay en su celo no se sabe qu gusto de herosmo. Consistiendo el acto generador en la ocupacin de un ser por otro escribe Benda (1), impone, por un lado, la idea de un conquistador y, por otro, la de una cosa conquistada. De tal modo que cuando tratan de sus relaciones amorosas, los ms civilizados hablan de conquista, ataque, asalto, asedio y defensa, derrota, capitulacin, calcando ntidamente la idea del amor sobre la de la guerra. Ese acto, que comporta la polucin de un ser por otro, impone al que mancilla un cierto orgullo, y al mancillado, aun consintiendo en ello, una cierta humillacin. Esta ltima frase introduce un nuevo mito, a saber, que el hombre inflige una mancilla a la mujer. De hecho, el semen no es un excremento; se habla de polucin nocturna, porque entonces se le desva de su fin natural; pero nadie afirma que el caf es una inmundicia que ensucia el estmago por el hecho de que pueda manchar un vestido claro. Otros hombres sostienen, por el contrario, que la mujer es impura, porque ella es la que est manchada de humores y mancilla al varn. El hecho de ser el que mancilla no confiere, en todo caso, ms que una superioridad sumamente equvoca. En realidad, la situacin privilegiada del hombre proviene de la integracin de su papel biolgicamente agresivo en su funcin social de jefe, de amo; a travs de esta, es como las diferencias fisiolgicas adquieren todo su sentido. Como en este mundo el hombre es soberano, reivindica {378} como signo de su soberana la violencia de sus deseos; de un hombre dotado de gran capacidad ertica se dice que es fuerte, que es poderoso: eptetos que le designan como una actividad y una trascendencia; por el contrario, de la mujer, al no ser ms que objeto, se dir que es ardiente o fra, es decir, que jams podr manifestar sino cualidades pasivas. (1) Le Rapport d'Uriel. El clima en el cual se despierta la sexualidad femenina es, por consiguiente, completamente distinto del que encuentra a su alrededor el adolescente. Por otra parte, en el momento en que la mujer afronta al varn por primera vez, su actitud ertica es muy compleja. No es cierto, como se ha pretendido a veces, que la virgen no conozca el deseo y que sea el hombre quien despierte su sensualidad; esta leyenda delata una vez ms el gusto de dominar que experimenta el varn, quien quiere que en su compaera no haya nada autnomo, ni siquiera el deseo que siente por l; de hecho, tambin en el caso del hombre, es a menudo el contacto con la mujer el que suscita el deseo, e, inversamente, la mayor parte de las muchachas desean febrilmente las caricias antes de haber sentido siquiera el roce de una mano. Mis caderas, que la vspera me daban como un aire de muchacho, se redondearon, y senta en todo mi ser una inmensa impresin de espera, una llamada que ascenda en m y cuyo sentido estaba demasiado claro: ya no poda dormir por la noche, daba vueltas y ms vueltas en la cama, me agitaba febril y doliente, dice Isadora Duncan en Mi vida. Una joven, que ha hecho a Stekel una amplia confesin de su vida, cuenta lo siguiente: Empec a coquetear apasionadamente. Necesitaba un cosquilleo en los nervios (sic). Bailarina apasionada, cerraba los ojos mientras danzaba para abandonarme por completo a ese placer... Al bailar, expresaba una suerte de exhibicionismo, porque la sensualidad poda ms que el pudor. Durante el primer ao, bail apasionadamente. Me {379} gustaba dormir y dorma mucho, y me masturbaba todos los das, a veces durante una hora... Con frecuencia me masturbaba hasta que, empapada de sudor, incapaz de proseguir a causa de la fatiga, me quedaba dormida... Arda y hubiera aceptado a quienquiera que hubiese deseado apaciguarme. No buscaba al individuo, sino al hombre (1). (1) La femme frigide. Lo que ms bien ocurre es que la turbacin virginal no se traduce en una necesidad precisa: la virgen no sabe exactamente lo que quiere. En ella pervive el erotismo agresivo de la infancia; sus primeros impulsos fueron de carcter aprehensivo, y todava conserva el deseo de abrazar, de poseer; la presa que codicia la desea dotada de aquellas cualidades que a travs del gusto, del olfato y del tacto se le han revelado como valores; porque la sexualidad no es un dominio aislado, sino que prolonga los sueos y los goces de la sensualidad; los nios y los adolescentes de ambos sexos gustan de lo liso, lo cremoso, lo satinado, lo suave, lo elstico: aquello que, sin deshacerse ni descomponerse, cede a la presin, resbala bajo la mirada o bajo los dedos; lo mismo que al hombre, a la mujer le encanta la clida dulzura de las dunas de arena tan frecuentemente comparadas con los senos, el roce de la seda, la suavidad plumosa de un edredn, el aterciopelado de una flor o de una fruta; y, en particular, la joven disfruta con los plidos colores del pastel, con lo vaporoso de tules y muselinas. No le agradan las telas rugosas, la grava, la rocalla, los sabores acres, los olores cidos; lo primero que ha acariciado y codiciado, como sus hermanos, ha sido la carne materna; en su narcisismo, en sus experiencias homosexuales difusas o precisas, ella se planteaba como sujeto y buscaba la posesin de un cuerpo femenino. Cuando afronta al varn, tiene en las palmas de las manos y en los labios el deseo de acariciar activamente a una presa. Pero el hombre, con sus msculos duros, su piel spera y a menudo velluda, su olor rudo, sus rasgos groseramente tallados, no le parece deseable y hasta le inspira repulsin. Eso es lo que expresa Rene Vivien cuando escribe {380}: Soy mujer, no tengo derecho a la belleza.... Me haban condenado a las fealdades masculinas, me haban prohibido tus cabellos, tus pupilas, porque tienes los cabellos largos y olorosos. Si la tendencia aprehensiva, posesiva, se revela en la mujer como la ms fuerte, se orientar hacia la homosexualidad, como Rene Vivien. O bien solo se interesar por los varones a quienes pueda tratar como mujeres: as, la herona de Monsieur Vnus, de Rachilde, se compra un joven amante a quien se complace en acariciar apasionadamente, pero por quien no se deja desflorar. Hay mujeres a quienes gusta acariciar a jvenes de trece o catorce aos, o incluso a nios, pero que se niegan al hombre hecho. Sin embargo, ya se ha visto que en la mayora de las mujeres se ha desarrollado tambin desde la infancia una sexualidad pasiva: a la mujer le gusta ser abrazada y acariciada, y, sobre todo desde la pubertad, desea hacerse carne entre los brazos de un hombre, a quien normalmente corresponde el papel de sujeto; ella lo sabe; le han repetido numerosas veces que el hombre no necesita ser guapo; no debe buscar en l las cualidades inertes de un objeto, sino la potencia y la fuerza viriles. As, se encuentra dividida en s misma: solicita un abrazo robusto que la metamorfosee en una cosa estremecida, pero la rudeza y la fuerza son tambin resistencias ingratas que la hieren. Su sensualidad se localiza, a la vez, en la piel y en la mano, y las exigencias de una se oponen en parte a las de la otra. En la medida en que le es posible, elige un compromiso; se da a un hombre viril, pero lo bastante joven y seductor para ser un objeto deseable; en un bello adolescente podr encontrar todos los atractivos que codicia; en El cantar de los cantares hay simetra entre la delectacin de la esposa y la del esposo; ella capta en l lo que l busca en ella: la fauna y la flora terrestre, las piedras preciosas, los arroyos, las estrellas. Pero ella no tiene los medios necesarios para tomar esos tesoros; su anatoma la condena a permanecer torpe e impotente como un eunuco: el deseo de posesin aborta por falta de un rgano en el cual {381} encarnarse. Y el hombre rehusa el papel pasivo. Por otra parte, las circunstancias conducen frecuentemente a la joven a convertirse en presa de un hombre cuyas caricias la conmueven, pero sin que ella sienta, a su vez, placer alguno en mirarlo o acariciarlo. No se ha insistido lo suficiente en el hecho de que en la repugnancia que se mezcla a sus deseos no solo hay miedo a la agresividad masculina, sino tambin un profundo sentimiento de frustracin: la voluptuosidad deber ser conquistada contra el impulso espontneo de la sensualidad, mientras en el hombre el gozo del tacto y de la vista se funde con el placer sexual propiamente dicho. Los elementos mismos del erotismo pasivo son ambiguos. Nada tan equvoco como un contacto. Muchos hombres que trituran sin repugnancia entre sus manos no importa qu materia, detestan que les rocen hierbas o bestias; tocada por la seda o el terciopelo, la carne femenina unas veces se estremece agradablemente y otras se eriza: me acuerdo de una amiga de juventud a quien la simple vista de un melocotn le pona la carne de gallina; es fcil deslizarse de la turbacin al cosquilleo, de la irritacin al placer; unos brazos que enlacen un cuerpo pueden ser refugio y proteccin, pero tambin aprisionan, ahogan. En la virgen se perpeta esta ambigedad a causa de lo paradjico de su situacin: el rgano donde culminar su metamorfosis est sellado. La llamada incierta y ardiente de su carne se extiende por todo el cuerpo, salvo en el lugar mismo en donde el coito debe cumplirse. Ningn rgano permite a la virgen satisfacer su erotismo activo, y no tiene la experiencia vivida de quien la consagra a la pasividad. Sin embargo, esa pasividad no es pura inercia. Para que la turbacin se apodere de la mujer es preciso que se produzcan en su organismo fenmenos positivos: inervacin de las zonas ergenas, hinchazn de ciertos tejidos erctiles, secreciones, elevacin de la temperatura, aceleracin del pulso y la respiracin. El deseo y la voluptuosidad exigen de ella, como del hombre, un gasto vital; receptivo, el deseo femenino es activo en cierto sentido y se manifiesta por un aumento del tono nervioso y muscular. Las mujeres apticas {382} y lnguidas son siempre fras; es cuestin de saber si existen frigideces constitutivas, y seguramente los factores psquicos, en cuanto a la capacidad ertica de la mujer, representan un papel preponderante; pero es seguro que las insuficiencias fisiolgicas, una vitalidad empobrecida, se expresan, entre otras maneras, por la indiferencia sexual. Inversamente, si la energa vital se prodiga en actividades voluntarias, en el deporte, por ejemplo, no se integra en la necesidad sexual: las escandinavas son sanas, robustas y fras. Las mujeres temperamentales son aquellas que concilian la languidez con el fuego, como las italianas y las espaolas, es decir, aquellas cuya ardiente vitalidad se ha fundido toda ella en carne. Hacerse objeto, hacerse pasiva, es algo muy distinto que ser un objeto pasivo: una mujer enamorada no es ni una dormilona ni una muerta; hay en ella un impulso que decae y se renueva sin cesar, y es el impulso decado el que crea el hechizo donde se perpeta el deseo. Pero el equilibrio entre el ardor y el abandono es fcil de destruir. El deseo masculino es tensin; puede invadir un cuerpo cuyos nervios y msculos estn en tensin: posturas y gestos que reclaman del organismo una participacin voluntaria no solo no le contraran, sino que, a menudo, le sirven. Todo esfuerzo voluntario impide, por el contrario, que la carne femenina se tome; por ello la mujer rehusa espontneamente (1) las formas del coito que le exijan esfuerzo y tensin; los cambios demasiado bruscos y numerosos de posicin, la exigencia de actividades conscientemente dirigidas gestos o palabras rompen el hechizo. La violencia de las tendencias desencadenadas puede provocar crispacin, contraccin, tensin: la mujer araa o muerde, su cuerpo se arquea dotado de una fuerza desacostumbrada; pero esos fenmenos solo se producen cuando se ha alcanzado cierto paroxismo, y ese paroxismo no se alcanza ms que si, desde el principio, la ausencia de toda consigna fsica o moral permite una concentracin sexual de toda la energa viva. Es decir, que a la joven no le basta con dejarse {383} hacer; dcil, lnguida y ausente, no satisface ni a su compaero ni a s misma. Se le pide una participacin activa en una aventura que no apetece positivamente ni a su cuerpo virgen ni a su conciencia abrumada por tabes, prohibiciones, prejuicios y exigencias. (1) Ms adelante veremos que puede haber razones de orden psicolgico que modifiquen su actitud inmediata. En las condiciones que acabamos de describir, se comprende que los inicios erticos de la mujer no sean fciles. Ya hemos visto que suceda con bastante frecuencia que incidentes ocurridos durante la infancia o en la primera juventud engendrasen en ella profundas resistencias, que a veces son insuperables; lo ms frecuente es que la joven se esfuerce por ignorarlos, pero entonces nacen en ella violentos conflictos. Una educacin severa, el temor al pecado, el sentimiento de culpabilidad con respecto a la madre, crean poderosas barreras. En muchos medios se da tanto valor a la virginidad, que perderla fuera del legtimo matrimonio parece un verdadero desastre. La joven que cede por un arrebato o por sorpresa, piensa que est deshonrada. La noche de bodas que entrega la virgen a un hombre a quien, por lo comn, no ha elegido ella verdaderamente, y que pretende resumir en unas horas o en unos instantes toda la iniciacin sexual, tampoco es una experiencia fcil. En general, todo trnsito es angustioso a causa de su carcter definitivo, irreversible: convertirse en mujer es romper con el pasado, sin remedio; pero este trnsito es ms dramtico que cualquier otro; no solamente crea un hiato entre el ayer y el maana, sino que arranca a la joven del mundo imaginario en el cual se ha desarrollado una parte importante de su existencia y la lanza al mundo real. Por analoga con las corridas de toros, Michel Leiris llama al lecho nupcial el terreno de la verdad, expresin que para la virgen adquiere su sentido ms rotundo y ms temible. Durante el perodo del noviazgo, del coqueteo, de la corte, por rudimentario que haya sido, la joven ha seguido viviendo en su habitual universo de ceremonia y ensueo; el pretendiente hablaba un lenguaje novelesco o, por lo menos, corts; todava era {384} posible hacer trampas. Y, de pronto, he ah que la miran un par de ojos verdaderos, que la estrechan unas manos verdaderas: es la implacable realidad de esas miradas y esos abrazos lo que la espanta. El destino anatmico y las costumbres confieren al hombre, de consuno, el papel de iniciador. Sin duda, al lado del joven virgen la primera amante es tambin una iniciadora; pero l posee una autonoma ertica que manifiesta claramente la ereccin; su amante no hace sino entregarle en su realidad el objeto que ya codiciaba: un cuerpo de mujer. La joven necesita al hombre para que su propio cuerpo le sea revelado: su dependencia es mucho ms profunda. Desde sus primeras experiencias, hay en el hombre, generalmente, actividad, decisin, ora pague a su pareja, ora la corteje y solicite ms o menos sumariamente. Por el contrario, en la mayora de los casos, la joven es cortejada y solicitada; aun en el caso de que haya sido la primera en provocar al hombre, este es quien toma en sus manos sus relaciones; frecuentemente es mayor que ella, ms experto, y se admite que es a l a quien corresponde la responsabilidad de esa aventura, nueva para ella; su deseo es ms agresivo y ms imperioso. Amante o marido, es l quien la lleva al lecho, en donde ella no tiene ms que abandonarse y obedecer. Aun cuando hubiese aceptado mentalmente esa autoridad, en el momento en que tiene que sufrirla concretamente, la invade el pnico. En primer lugar, tiene miedo de esa mirada en la cual se abisma. Su pudor es en parte aprendido, pero tambin tiene races profundas; hombres y mujeres conocen todos la vergenza de su carne; en su pura presencia inmvil, su inmanencia injustificada, la carne existe bajo la mirada de otro como la absurda contingencia de lo ficticio, y, sin embargo, es ella misma: se quiere impedir que exista para otro; se la quiere negar. Hay hombres que dicen que no pueden soportar el mostrarse desnudos a una mujer ms que en estado de ereccin; mediante la ereccin, en efecto, la carne se hace actividad, potencia; el sexo ya no es objeto inerte, sino, como la mano o el rostro, imperiosa expresin de una subjetividad. Esa es una de las razones por las cuales {385} el pudor paraliza mucho menos a los jvenes que a las muchachas; a causa de su papel agresivo, estn menos expuestos a ser contemplados; y, si lo son, temen poco el ser juzgados, porque no son cualidades inertes las que de ellos exige su amante: sus complejos se referirn ms bien a su potencia amorosa y a su habilidad para dar placer; al menos, pueden defenderse, tratar de ganar la partida. A la mujer no le es dado cambiar su carne en voluntad: puesto que ya no la hurta, la entrega sin defensa; incluso si desea las caricias, se rebela contra la idea de ser vista y palpada; tanto ms cuanto que los senos y las nalgas son una proliferacin singularmente carnosa; multitud de mujeres adultas soportan mal el ser vistas de espaldas incluso cuando estn vestidas; es fcil imaginar qu resistencias debe vencer una enamorad a ingenua para consentir en mostrarse. Sin duda, una Frin no teme las miradas; por el contrario, se desnuda con soberbia: su belleza la viste. Pero, aunque fuese igual que Frin, una joven no lo sabe nunca con certidumbre; no puede tener el orgullo arrogante de su cuerpo mientras los sufragios masculinos no hayan confirmado su joven vanidad. Y eso mismo es lo que la espanta; el amante es ms temible todava que una mirada: es un juez; va a revelarla a ella misma en su verdad; aun apasionadamente enamorada de su propia imagen, toda muchacha duda de s misma en el momento del veredicto masculino, y por eso reclama la oscuridad, se oculta entre las sbanas; cuando se admiraba en su espejo, no haca todava sino soarse: se soaba a travs de los ojos del hombre; ahora los ojos estn presentes; imposible hacer trampas; imposible luchar: es una misteriosa libertad la que decide, y esa decisin es inapelable. En la prueba real de la experiencia ertica, las obsesiones de la infancia y la adolescencia van por fin a disiparse o a confirmarse para siempre; muchas jvenes sufren a causa de esas pantorrillas demasiado robustas, de esos senos demasiado discretos o demasiado abultados, de esas caderas escurridas, de esa verruga; o bien, temen alguna deformacin secreta {386}. Toda joven lleva en s toda suerte de temores ridculos que apenas se atreve a confesarse, dice Stekel (1). Es increble el nmero de muchachas que padecen la obsesin de ser fsicamente anormales y se atormentan en secreto, porque no pueden tener la certidumbre de estar normalmente constituidas. Una muchacha, por ejemplo, crea que su abertura inferior no estaba en su lugar. Crea que el comercio sexual se efectuaba a travs del ombligo. Y era desdichada porque su ombligo estaba cerrado y no poda introducir el dedo. Otra se crea hermafrodita. Otra se crea invlida e incapaz de tener jams relaciones sexuales. (1) La femme frigide. Aun cuando no sufran tales obsesiones, les asusta la idea de que ciertas zonas de su cuerpo que no existan ni para ella ni para nadie, que no existan en absoluto, van a emerger de pronto a la luz. Esa figura desconocida que la muchacha debe asumir como suya, suscitar disgusto, irona o indiferencia? La muchacha no puede hacer otra cosa ms que sufrir el juicio masculino: la suerte est echada. Es por ese motivo por lo que la actitud del hombre tendr tan profundas resonancias. Su ardor y su ternura pueden dar a la mujer una confianza en s misma que resistir a todos los ments: hasta los ochenta aos se creer esa flor, esa ave de las islas que una noche hizo nacer un deseo de hombre. Por el contrario, si el amante o el marido se muestran torpes, harn nacer en ella un complejo de inferioridad en el cual se injertarn a veces perdurables neurosis, y experimentar un rencor que se traducir en una obstinada frigidez. A este respecto, Stekel aporta ejemplos conmovedores: Una seora de treinta y seis aos sufre desde hace catorce unos dolores lumbares tan insoportables, que debe guardar cama durante semanas enteras... Sinti ese violento dolor, por primera vez, en el curso de su noche de bodas. Durante la desfloracin, que haba sido excesivamente dolorosa, su marido haba exclamado: Me has engaado; no eres virgen...! El dolor de esa mujer es la fijacin de tan penosa escena. Esa enfermedad es el castigo del marido, que ha tenido que gastar cuantiosas sumas en innumerables curas... Esa mujer permaneci insensible durante toda la noche de bodas {387} y ha seguido estndolo durante todo el tiempo de su matrimonio... La noche de bodas fue para ella un horrendo traumatismo que determin toda su vida futura. Una joven me consulta respecto a ciertos trastornos nerviosos y, sobre todo, respecto a una frigidez absoluta... Durante la noche de bodas, su marido, despus de haberla descubierto, haba exclamado: Oh, qu piernas tan cortas y tan gordas tienes! Despus intent el coito, que la dej completamente insensible y solo le caus dolor... Ella saba muy bien que la causa de su frigidez era la ofensa recibida en su noche de bodas. Otra mujer frgida cuenta que, durante su noche de bodas, su marido la haba ofendido profundamente; segn ella, al verla desnudarse, dijo: Dios mo, qu flaca ests! A continuacin, se decidi a acariciarla. Para ella, aquel momento fue imborrable y horrible. Qu brutalidad! La seora Z. W. es tambin completamente frgida. El gran traumatismo de la noche de bodas consisti en que su marido, despus del primer coito, le dijo: Tienes una abertura muy grande; me has engaado. La mirada es peligro; las manos constituyen otra amenaza. La mujer no tiene acceso generalmente al universo de la violencia; no ha conocido nunca la prueba que el joven ha superado a travs de las peleas de su infancia y adolescencia: ser una cosa de carne que otro ha apresado; y ahora es agarrada y enzarzada en un cuerpo a cuerpo en el que el hombre es el ms fuerte; ya no tiene libertad para soar, retroceder, maniobrar: est entregada al varn, que dispone de ella. Esos abrazos anlogos a los de la lucha, cuando ella no ha luchado jams, la aterrorizan. Antes se abandonaba a las caricias de un novio, de un camarada, de un colega, de un hombre civilizado y corts; pero ahora ha adoptado un aspecto extrao, egosta y obstinado; ya no tiene recursos contra este desconocido. No es raro que la primera experiencia de la joven sea una verdadera violacin y que el hombre se muestre odiosamente brutal; en el campo y en otros lugares donde las costumbres sean rudas sucede con {388} frecuencia que, medio consentidora, medio sublevada, la joven campesina pierde su doncellez en alguna zanja, en medio de la vergenza y el espanto. Lo que, en todo caso, es extremadamente frecuente en todos los medios y en todas las clases sociales es que la joven sea violentada por un amante egosta que busca su propio placer lo ms rpidamente posible, o por un marido pagado de sus derechos conyugales, a quien la resistencia de su esposa hiere como un insulto y que llega incluso a enfurecerse si la desfloracin resulta difcil. Por otra parte, aun cuando el hombre se muestre deferente y corts, la primera penetracin es siempre una violacin. Porque ella desea que le acaricien los labios, los senos, porque, tal vez, codicia entre sus muslos un placer conocido o presentido, he ah que un sexo viril desgarra a la joven y se introduce en regiones adonde no haba sido llamado. Se ha descrito con frecuencia la penosa sorpresa de una virgen pasmada entre los brazos de un marido o de un amante, que cree llegar, por fin, a la realizacin de sus sueos voluptuosos y que experimenta en lo ms profundo de su sexo un dolor imprevisto; los sueos se desvanecen, la turbacin se disipa y el amor adopta la figura de una operacin quirrgica. De las confesiones recogidas por el doctor Liepmann (1) escojo el siguiente relato, que es tpico. Se trata de una muchacha que pertenece a un medio modesto y es muy ignorante sexualmente: (1) Publicadas en francs con el ttulo de Jeunesse et sexualit. A menudo me imaginaba que era posible tener un hijo solamente intercambiando un beso. Cuando hube cumplido los dieciocho aos, conoc a un seor de quien me enamorisqu como vulgarmente se dice. Sali a menudo con l, y, en el curso de sus conversaciones, l le explicaba que cuando una muchacha ama a un hombre, debe entregrsele, porque los hombres no pueden vivir sin relaciones sexuales y, en tanto que no tengan una situacin suficientemente despejada para casarse, necesitan tener relaciones con las {389} muchachas. Ella se resista. Un da, l organiz una excursin que les permitiera pasar juntos la noche. Le escribi ella una carta repitindole que eso sera para ella un gravsimo perjuicio. En la maana del da sealado, ella le entreg la carta, pero l se la guard en el bolsillo sin leerla y la condujo al hotel; la dominaba moralmente, ella le amaba; le sigui. Estaba como hipnotizada. Mientras nos dirigamos hacia all, le supliqu que me evitase aquello... No s en absoluto cmo lleg al hotel. El nico recuerdo que me queda es que todo mi cuerpo temblaba violentamente. Mi compaero trataba de calmarme, pero no lo consigui sino despus de una prolongada resistencia. Entonces ya no fui duea de mi voluntad y, a pesar mo, me dej hacer todo. Cuando, ms tarde, me encontr de nuevo en la calle, me pareca que todo haba sido un sueo del cual acababa de despertarme. Se neg a repetir la experiencia y, durante nueve aos, no volvi a conocer varn. Luego, encontr a un hombre que la pidi en matrimonio y ella consinti. En este caso, la desfloracin fue una especie de violacin. Pero, aunque sea consentida, puede ser muy penosa. Ya hemos visto qu fiebres atormentaban a la joven Isadora Duncan. Conoci a un actor admirablemente apuesto, que la cortej ardientemente y de quien ella se enamor nada ms verlo (1). (1) Mi vida. Yo tambin me senta turbada, me daba vueltas la cabeza y me invada el irresistible deseo de abrazarle ms estrechamente, hasta que una noche, perdiendo todo dominio de s mismo y como enfurecido, me llev al sof. Espantada, extasiada y luego gritando de dolor, fui iniciada en el gesto del amor. Confieso que mis primeras impresiones fueron un espantoso temor y un dolor atroz, como si me hubiesen arrancado varios dientes a la vez; pero la gran piedad que me inspiraban los sufrimientos que l mismo pareca experimentar, me impidi huir de lo que en principio no fue sino una mutilacin y una tortura... [Al da siguiente], lo que entonces no era para m ms que una experiencia dolorosa recomenz en medio de mis gemidos y mis gritos de mrtir. Me senta como lisiada {390}. Muy pronto conocera con aquel amante primero, y con otros despus, parasos que ella describi lricamente. Sin embargo, en la experiencia real, como antao en la imaginacin virginal, no es el dolor el que representa el papel ms importante: el hecho de la penetracin es mucho ms significativo. El hombre slo compromete en el coito un rgano exterior; la mujer es alcanzada en el interior de s misma. Sin duda, hay muchos jvenes que no se aventuran sin angustia en las secretas tinieblas de la mujer; vuelven a encontrar sus terrores infantiles ante la boca de las grutas y los sepulcros, y tambin su espanto ante las fauces, las mscaras, los cepos de lobo: se imaginan que su pene tumefacto quedar aprisionado en el estuche de las mucosas; la mujer, una vez penetrada, no tiene esa sensacin de peligro; pero, en cambio, se siente carnalmente enajenada, La propietaria afirma sus derechos sobre sus tierras; el ama de casa, sobre su hogar, proclamando que est prohibida la entrada; las mujeres en particular, por el hecho de que se les frustra su trascendencia, defienden celosamente su intimidad: su habitacin, su armario, sus cofrecillos, son sagrados. Colette cuenta que una vieja prostituta le deca un da: En mi cuarto, seora, no ha entrado nunca ningn hombre; para lo que yo tengo que hacer con los hombres, Pars es bastante grande. A falta de su cuerpo, al menos posea una parcela de terreno que le estaba prohibida a los dems. La joven, por el contrario, apenas posee otra cosa que no sea su cuerpo: es su ms preciado tesoro; el hombre que penetra en l, se lo toma; la frase popular queda confirmada por la experiencia vivida. La humillacin que presenta, ahora la experimenta concretamente: est dominada, sometida, vencida. Como casi todas las hembras, durante el coito est debajo del hombre (1). Adler ha insistido mucho sobre el sentimiento de inferioridad que de ello resulta. Desde la infancia, las nociones de superior e inferior son de las ms importantes {391}; trepar a los rboles es un acto prestigioso; el cielo est encima de la tierra; el infierno, debajo; caer, descender, equivale a fracasar, mientras subir es exaltarse; en la lucha, la victoria pertenece a quien pone de espaldas en el suelo al adversario; ahora bien, la mujer est acostada en la cama en actitud de derrota; peor todava es que el hombre la cabalgue como si fuera una bestia sometida a la rienda y el bocado. En todo caso, se siente pasiva: es acariciada, penetrada, sufre el coito, en tanto que el hombre se prodiga activamente. Sin duda, el sexo masculino no es un msculo estriado al que la voluntad d rdenes,; no es ni arado ni espada, sino solamente carne; sin embargo, es un movimiento voluntario el que el hombre le imprime; va y viene, se detiene, comienza de nuevo, mientras la mujer lo recibe dcilmente; el hombre sobre todo cuando la mujer es novicia es quien elige las posturas amorosas, quien decide la duracin del coito y su frecuencia. Se siente instrumento: toda la libertad est en el otro. Eso es lo que se expresa poticamente cuando se dice que la mujer es comparable a un violn y el hombre es el arco que la hace vibrar. En el amor dice Balzac (2), alma aparte, la mujer es como una lira que solo entrega su secreto a quien sabe tocarla. El hombre toma su placer con la mujer, y es l quien se lo da a ella; estas mismas palabras no implican reciprocidad. La mujer est imbuida de las representaciones colectivas que dan al celo masculino un carcter glorioso y que hacen de la turbacin femenina una vergonzosa abdicacin: su experiencia ntima confirma esta asimetra. No hay que olvidar que el adolescente y la adolescente experimentan su cuerpo de manera muy diferente: el primero lo asume tranquilamente y reivindica orgullosamente sus deseos; para la segunda, a pesar de su narcisismo, representa un fardo extrao e inquietante {392}. (1) Sin duda, la posicin puede ser invertida. Pero en las primeras experiencias es extremadamente raro que el hombre no practique el coito llamado normal. (2) Physiologie du Mariage. En el Brviaire de l'Amour exprimental, Jules Guyot dice tambin del marido: Es el trovador que produce la armona o la cacofona con su mano y su arco. Desde este punto de vista, la mujer es verdaderamente el instrumento de varias cuerdas que producir sonidos armoniosos o discordantes, segn que est bien o mal afinado. El sexo del hombre es limpio y sencillo como un dedo; se exhibe con inocencia, a menudo los chicos se lo muestran a sus camaradas con orgullo y desafo; el sexo femenino es misterioso para la mujer misma, escondido, atormentado, mucoso, hmedo; sangra todos los meses, a veces est manchado de humores, tiene una vida secreta y peligrosa. En gran parte, la mujer no reconoce como suyos los deseos de su sexo porque no se reconoce en l. Esos deseos se expresan de una manera vergonzosa. Mientras el hombre se yergue, la mujer se moja; hay en esta palabra incluso recuerdos infantiles de lecho mojado, de abandono culpable e involuntario a la necesidad urinaria; el hombre siente el mismo disgusto ante sus inconscientes poluciones nocturnas; proyectar un lquido, orina o semen, no humilla: es una operacin activa; pero hay humillacin si el lquido se escapa pasivamente, porque el cuerpo no es entonces un organismo, msculos, esfnteres, nervios, dirigidos por el cerebro y expresando el sujeto consciente, sino un vaso, un receptculo hecho de materia inerte y juguete de caprichos mecnicos. Si la carne rezuma como rezuma una vieja pared o un cadver, no parece que emita un lquido, sino que se lica: es un proceso de descomposicin que causa horror. El celo femenino es la muelle palpitacin de un marisco; mientras el hombre es impetuosidad, la mujer solo es impaciencia; su espera puede hacerse ardiente sin dejar de ser pasiva; el hombre se precipita sobre su presa como el guila o el milano; la mujer acecha como la planta carnvora, el pantano donde se hunden insectos y nios; es succin, ventosa, pez y liga; es una llamada inmvil, insinuante y viscosa: al menos, as es como ella se percibe sordamente. Por eso, no solo hay en ella resistencia contra el macho que pretende someterla, sino tambin conflicto inferior. A los tabes, a las inhibiciones provenientes de su educacin y de la sociedad, se superponen repugnancias y rechazos que tienen su origen en la propia experiencia ertica: unas y otros se refuerzan mutuamente de tal modo, que, despus del primer coito, la mujer se halla con frecuencia ms sublevada que antes contra su destino sexual {393}. Por ltimo, hay otro factor que da frecuentemente al hombre un semblante hostil y torna el acto sexual en un grave peligro: la amenaza del hijo. En la mayora de las civilizaciones, un hijo ilegtimo supone tal inconveniente social y econmico para la mujer no casada, que sabido es el caso de muchachas que se suicidan cuando comprueban que estn encinta, y el de las madres solteras que degellan al recin nacido; semejante riesgo constituye un freno sexual lo bastante poderoso para que multitud de muchachas observen la castidad prenupcial exigida por las costumbres. Cuando este freno es insuficiente, la muchacha, mientras cede al amante, se siente espantada ante el terrible peligro que este oculta en sus flancos. Stekel cita, entre otros, el caso de una joven que, mientras duraba el coito, no dejaba de exclamar: Con tal que no pase nada! Con tal que no pase nada! En el mismo matrimonio, a menudo la mujer no desea tener hijos, ora porque su salud sea deficiente, ora porque eso representara para el joven matrimonio una carga demasiado pesada. Amante o marido, si ella no tiene en su compaero una confianza absoluta, su erotismo quedar paralizado por la prudencia. O bien observar con inquietud la conducta del hombre, o bien, apenas terminado el coito, tendr que correr hasta el cuarto de aseo para expulsar de su vientre el germen vivo depositado en ella muy a su pesar; esa operacin higinica contradice brutalmente la magia sensual de las caricias, efecta una absoluta separacin de los cuerpos a los cuales confunda un mismo gozo; entonces es cuando el semen masculino aparece como un germen nocivo, una mancilla; la mujer se limpia como quien limpia un vaso sucio, mientras el hombre reposa en el lecho, en toda su soberbia integridad. Una joven divorciada me ha contado su horror, despus de una noche nupcial de placer incierto, cuando tuvo que encerrarse en el cuarto de bao, mientras su esposo encenda indolentemente un cigarrillo: parece ser que, desde aquel instante, la ruina del matrimonio estuvo decidida. La repugnancia por la pera, el irrigador y el bidet es una de las causas frecuentes de la frigidez femenina. La existencia de medios anticonceptivos ms {394} seguros y ms cmodos contribuye mucho a la manumisin sexual de la mujer; en un pas como los Estados Unidos, donde esas prcticas estn muy extendidas, el nmero de muchachas que llegan vrgenes al matrimonio es muy inferior al que se encuentra en Francia; esas prcticas permiten un mayor abandono durante el acto amoroso. Pero tambin en este caso la joven tiene repugnancias que vencer antes de tratar su cuerpo como una cosa: del mismo modo que no aceptaba sin un estremecimiento la idea de ser perforada por un hombre, tampoco se resigna alegremente a ser taponada para satisfacer los deseos de un hombre. Que se haga sellar el tero o que se introduzca algn tampn mortal para los espermatozoides, una mujer consciente de los equvocos del cuerpo y del sexo se sentir molesta por esa fra premeditacin: hay tambin muchos hombres que consideran con repugnancia el uso de preservativos. Es el conjunto del comportamiento sexual el que justifica sus diversos momentos: conductas que pareceran repugnantes sometidas a anlisis, parecen naturales cuando los cuerpos se transfiguran por las virtudes erticas de que estn revestidos; pero, inversamente, tan pronto como cuerpos y conductas se descomponen en elementos separados y privados de sentido, esos elementos se vuelven sucios, obscenos. La penetracin que una enamorada experimentar con alegra como unin, como fusin con el hombre amado, vuelve a encontrar el carcter quirrgico y sucio que reviste a los ojos de los nios si se realiza fuera de la turbacin, del deseo, del placer, y eso es lo que sucede con el uso concertado del preservativo. De todos modos, esas precauciones no estn al alcance de todas las mujeres; muchas jvenes no conocen ninguna defensa contra la amenaza del embarazo y perciben de manera angustiosa que su suerte depende de la buena voluntad del nombre a quien se entregan. El caso ms favorable para una iniciacin sexual es aquel en que, sin violencia ni sorpresa, sin consigna fija ni plazo preciso, la joven aprende lentamente a vencer su pudor, a familiarizarse con su compaero, a gustar sus caricias. En este sentido, no puede por menos que aprobarse la libertad {395} de costumbres de que gozan las jvenes norteamericanas y que las francesas tienden hoy a conquistar: aquellas se deslizan, casi sin percatarse de ello, de] necking y del petting a relaciones sexuales completas. La iniciacin es tanto ms fcil cuanto menos revestida de un carcter tab se presenta y ms libre se siente la joven con respecto a su compaero, y en este se esfuma el carcter dominador; si el amante es tambin joven, novicio, tmido, un igual, las resistencias de la muchacha son menos fuertes; pero tambin ser menos profunda su metamorfosis en mujer. As, en Le bl en herbe, la Vinca de Colette, al da siguiente de una desfloracin bastante brutal, muestra una placidez que sorprende a su camarada Phil, y es que no se ha sentido poseda, sino que, por el contrario, ha cifrado su orgullo en desprenderse de su virginidad, no ha experimentado ningn extravo que la haya trastornado; en verdad, Phil no tiene razn para asombrarse, puesto que su amiga no ha conocido al macho. Claudine estaba menos indemne despus de bailar entre los brazos de Renaud. Me han hablado del caso de una estudiante de instituto, todava rezagada en la fase de fruta verde, la cual, despus de pasar una noche con un camarada, corri a la maana siguiente a casa de una amiga para anunciarle: Me he acostado con C... Ha sido muy divertido. Un profesor de colegio norteamericano me deca que sus alumnas dejaban de ser vrgenes mucho antes de hacerse mujeres; sus compaeros las respetaban demasiado para espantar su pudor, eran demasiado jvenes y pudibundos para despertar en ellas demonio alguno. Hay muchachas que se lanzan a experiencias erticas y las multiplican con objeto de escapar a la angustia sexual; esperan librarse as de su curiosidad y de sus obsesiones; pero con frecuencia sus actos conservan un carcter terico que los hace tan irreales como los fantasmas por medio de los cuales otros anticipan el porvenir. Entregarse por desafo, por temor, por racionalismo puritano, no es realizar una autntica experiencia ertica: solamente se obtiene un ersatz sin peligro y sin gran sabor; el acto sexual no va acompaado ni de angustia ni de vergenza, porque la turbacin ha sido superficial y el placer {396} no ha invadido la carne. Esas doncellas desfloradas siguen siendo vrgenes, y es probable que el da en que tengan que habrselas con un hombre sensual e imperioso, le opondrn resistencias virginales. Mientras tanto, permanecen en una especie de edad ingrata; las caricias les hacen cosquillas, los besos a veces les hacen rer, consideran como un juego el amor fsico, y, si no estn de humor para divertirse, las exigencias del amante pronto les parecen importunas y groseras; conservan repugnancias, fobias y pudores de adolescente. Si no logran franquear nunca ese estadio lo cual, al decir de los varones norteamericanos, es el caso de muchas norteamericanas, pasarn el resto de su vida en un estado de semifrigidez. Solo hay verdadera madurez sexual en la mujer que consiente hacerse carne en la turbacin y el placer. No hay que creer, sin embargo, que todas las dificultades se atenen en aquellas mujeres que tengan un temperamento ardiente. Sucede, por el contrario, que se exasperan. La turbacin femenina puede alcanzar una intensidad desconocida para el hombre. El deseo del hombre es violento, pero est localizado, y le deja salvo, quiz, en el instante del espasmo consciente de s mismo; la mujer, por el contraro, sufre una genuina alienacin; para muchas, esa metamorfosis es el momento ms voluptuoso y definitivo del amor, pero tambin tiene un carcter mgico y terrorfico. Sucede que el hombre experimenta temor ante la mujer que tiene en sus brazos, tan ausente parece esta, presa del ms profundo extravo; el trastorno que ella experimenta es una transmutacin mucho ms radical que el frenes agresivo del varn. Esa fiebre la libera de la vergenza; pero, al despertar, le causa a su vez vergenza y horror; para que la acepte dichosamente y hasta orgullosamente, sera preciso, al menos, que se inflamase de voluptuosidad; podra reivindicar sus deseos si los hubiera satisfecho gloriosamente; de lo contrario, los repudiar con ira. Se llega aqu al problema crucial del erotismo femenino: al comienzo de su vida ertica, la abdicacin de la mujer no se ve compensada por un goce violento y seguro {397}. Sacrificara mucho ms fcilmente pudor y orgullo si de ese modo se abriesen las puertas de un paraso. Pero ya se ha visto que la desfloracin no es una feliz realizacin del erotismo juvenil; por el contrario, es un fenmeno inslito; el placer vaginal no se desencadena en seguida; segn las estadsticas de Stekel confirmadas por multitud de sexlogos y psicoanalistas, apenas el 4 por 100 de las mujeres experimentan placer desde el primer coito; el 50 por 100 no alcanza el placer vaginal sino despus de semanas, meses y hasta aos. Los factores psquicos representan aqu un papel especial. El cuerpo de la mujer es singularmente histrico en el sentido de que a menudo no hay en ella ninguna distancia entre los hechos conscientes y su expresin orgnica; sus resistencias morales impiden la aparicin del placer; al no ser compensadas por nada, frecuentemente se perpetan y forman una barrera cada vez ms poderosa. En muchos casos, se crea un crculo vicioso: una primera torpeza del amante, una palabra desafortunada, una sonrisa arrogante, repercuten durante toda la luna de miel y hasta en la vida conyugal; decepcionada por no haber conocido en seguida el placer, la joven guarda un rencor que la predispone mal para una experiencia ms feliz. Verdad es que, a falta de una satisfaccin normal, el hombre siempre puede proporcionarle el placer clitoridiano, el cual, a despecho de leyendas moralizadoras, es susceptible de procurarla relajamiento y apaciguamiento. Pero muchas mujeres lo rechazan, porque, an ms que el placer vaginal, aparece como infligido; porque si la mujer sufre a causa del egosmo de los hombres, que solo piensan en su propia satisfaccin, tambin se siente herida por una voluntad demasiado explcita de darle placer. Hacer gozar al otro dice Stekel quiere decir dominarlo; entregarse a alguien es abdicar de la propia voluntad. La mujer aceptar mucho ms fcilmente el placer si le parece que fluye naturalmente del que experimenta el hombre, como sucede en un coito normal y feliz. Las mujeres se someten con alegra tan pronto como se percatan de que su compaero no quiere someterlas {398}, aade Stekel; en cambio, si perciben esa voluntad, se rebelan. A muchas mujeres les repugna dejarse acariciar con la mano, porque esta es un instrumento que no participa del placer que procura, es actividad y no carne; y si el mismo sexo aparece como un instrumento hbilmente utilizado y no como una carne penetrada de deseo, la mujer experimentar la misma repulsin. Adems, toda compensacin le parecer que ratifica su fracaso en cuanto a conocer las sensaciones de una mujer normal. De acuerdo con numerosas observaciones, Stekel advierte que todo el deseo de las mujeres llamadas frgidas se dirige hacia la norma: Quieren obtener el orgasmo como una mujer normal; cualquier otro procedimiento no las satisface moralmente. La actitud del hombre tiene, pues, una extremada importancia. Si su deseo es violento y brutal, su compaera se siente en sus brazos transformada en pura cosa; pero si es demasiado dueo de s mismo, demasiado desasido, no se constituye como carne; pide a la mujer que se haga objeto sin que ella, a su vez, le haya tomado a l. En ambos casos, su orgullo se rebela; para que pueda conciliar su metamorfosis en objeto carnal con la reivindicacin de su subjetividad, es preciso que, al hacerse presa del hombre, haga de este tambin su propia presa. Por ese motivo, la mujer se obstina con tanta frecuencia en la frigidez. Si el amante carece de seduccin, si es fro, negligente o torpe, fracasa en despertar su sexualidad o la deja insatisfecha; pero viril y experto, puede suscitar reacciones de rechazo; la mujer teme su dominacin, y algunas no pueden hallar placer ms que con hombres tmidos, mal dotados y hasta semiimpotentes, pero que no las atemorizan. Es fcil que el hombre despierte en su amante amargura y rencor. El rencor es la fuente ms habitual de la frigidez femenina; en la cama, la mujer le hace pagar al hombre con su insultante frialdad todas las afrentas que estima haber sufrido; con frecuencia hay en su actitud un complejo de inferioridad agresivo: Puesto que no me amas, puesto que tengo defectos que me impiden {399} complacer y puesto que soy despreciable, tampoco me entregar al amor, al deseo, al placer. As es como se venga de l y de ella misma a la vez, si l la ha humillado con su negligencia, si ha excitado sus celos, si se ha declarado demasiado tarde, si la ha convertido en su amante cuando ella deseaba el matrimonio; el agravio puede aparecer de repente y desencadenar esa reaccin en el curso mismo de una relacin que ha comenzado de manera feliz. Es raro que el hombre que ha suscitado semejante enemistad logre vencerla l mismo: puede suceder, no obstante, que un persuasivo testimonio de amor o de estima modifique la situacin. Se ha visto a mujeres desafiantes y rgidas entre los brazos de un amante a quienes ha transformado una alianza en el dedo: dichosas, halagadas, con la conciencia en paz, todas sus resistencias se derrumbaban. Pero ser un recin llegado respetuoso, amoroso y delicado quien mejor podr transformar a la mujer despechada en una amante o una esposa feliz; si la libera de su complejo de inferioridad, se entregar a l con ardor. La obra de Stekel La femme frigide se dedica esencialmente a demostrar el papel de los factores psquicos en la frigidez femenina. Los siguientes ejemplos demuestran claramente que muy a menudo se trata de una actitud de rencor con respecto al marido o al amante: La seorita G. S... se haba entregado a un hombre esperando que se casara con ella, pero insistiendo en el hecho de que a ella no le importaba en realidad el matrimonio, que no quera atarse. Jugaba as a la mujer libre. Pero, en verdad, era esclava de la moral, como toda su familia. Su amante, sin embargo, la crea y jams hablaba de matrimonio. Su obstinacin se intensificaba cada vez ms, hasta que se hizo insensible. Cuando, por fin, la pidi en matrimonio, ella se veng confesando su indiferencia y no queriendo or hablar de una unin entre ellos. Ya no deseaba ser dichosa. Haba esperado demasiado tiempo... La devoraban los celos y esperaba ansiosamente el da de su peticin para rechazarla orgullosamente. Despus, quiso suicidarse, nicamente para castigar a su amante con todo refinamiento {400}. Una mujer que hasta entonces haba gozado con su marido, pero que era muy celosa, se imagin durante una enfermedad que su marido la engaaba. Al volver a casa, decidi permanecer fra con su esposo. Jams se dejara excitar, puesto que no la estimaba y solo la utilizaba en caso de necesidad. Desde su regreso, pues, se mostr frgida. Al principio, se serva de pequeos trucos para no ser presa de la excitacin. Se imaginaba a su marido haciendo la corte a su amiga. Pero pronto el orgasmo fue reemplazado por unos dolores... Una muchacha de diecisiete aos mantena relaciones amorosas con un hombre, relaciones que le procuraban un intenso placer. Qued encinta a los diecinueve aos y pidi a su amante que la desposase; l se mostr indeciso y le aconsej que abortase, a lo cual ella se neg. Al cabo de tres semanas, se declar dispuesto a casarse con ella, y la muchacha se convirti en su mujer. Pero nunca le perdon aquellas tres semanas de tormento y se torn frgida. Ms tarde una explicacin con su marido venci aquella frigidez. La seora N. M... se entera de que su marido, dos das despus de su matrimonio, ha ido a visitar a una antigua amante. El orgasmo que hasta entonces experimentara desaparece para siempre. Se clav en su mente la idea fija de que ya no agradaba a su marido, a quien crea haber decepcionado; esa fue la causa de su frigidez. Incluso cuando la mujer supera sus resistencias y al cabo de un tiempo ms o menos largo conoce el placer vaginal, no todas las dificultades han sido abolidas, porque el ritmo de su sexualidad y el de la sexualidad del hombre no coinciden. Ella es mucho ms lenta que l para el goce. Las tres cuartas partes, quiz, de todos los hombres experimentan el orgasmo durante los dos minutos que siguen a la iniciacin de la relacin sexual, afirma el informe Kinsey. Si se considera el elevado nmero de mujeres de nivel superior cuyo estado es tan desfavorable para las situaciones sexuales, que necesitan de diez a quince minutos de los ms activos estmulos para experimentar el orgasmo, y si se considera {401} el nmero bastante importante de mujeres que jams han conocido el orgasmo en toda su vida, se precisa desde luego que el varn tenga una competencia absolutamente excepcional para prolongar la actividad sexual sin eyacular y poder crear as una situacin de armona con su pareja. Parece ser que en la India el esposo, mientras cumple sus deberes conyugales, fuma de buen grado su pipa, con objeto de distraerse de su propio placer y hacer durar el de su esposa; en Occidente, de lo que ms bien se jacta Casanova es del nmero de sus asaltos, y su orgullo supremo consiste en conseguir que su pareja pida cuartel: segn la tradicin ertica, es una hazaa que no se consigue a menudo; los hombres se quejan de las terribles exigencias de su pareja: es una matriz rabiosa, una especie de ogro, una hambrienta; jams est satisfecha. Montaigne expone este punto de vista en el Libro III de sus Ensayos (captulo V): Las mujeres son, sin comparacin, ms capaces y ardientes para el amor que nosotros, cosa que ha testimoniado ese anciano sacerdote que fue unas veces hombre y otras mujer... Y adems hemos odo de sus propios labios la prueba que hicieron en otros tiempos, en otros siglos, un emperador y una emperatriz de Roma, maestros famosos en esos menesteres (l desflor en una noche a diez vrgenes srmatas cautivas suyas; pero ella culmin en una sola noche veinticinco empresas, cambiando de compaa segn su necesidad y su gusto, adhuc ardens rigidoe tentigine vulvoe Et lassata viris, necdum satiata recessit [1]) (1) Juvenal. y [que] acerca de la diferencia surgida en Catalua entre una mujer que se quejaba de los esfuerzos demasiado asiduos de su marido, no tanto a mi juicio porque la incomodasen (puesto que solo en materia de fe creo en los milagros).... intervino ese notable fallo de la reina de Aragn en virtud del cual, y tras madura deliberacin del Consejo, aquella buena seora... orden como lmites legtimos y necesarios el {402} nmero de seis por da, quitando mucho de la necesidad y deseo de su sexo para establecer, deca ella, una forma cmoda y, por tanto, permanente e inmutable. Y es que, en verdad, la voluptuosidad no tiene en la mujer, en absoluto, la misma figura que en el hombre. Ya he dicho que no se saba exactamente si el placer vaginal terminaba alguna vez en un orgasmo definido: acerca de este punto, las confidencias femeninas son raras, y hasta cuando se proponen la precisin, siguen siendo extremadamente vagas; parece que las reacciones son muy diferentes, segn los sujetos. Lo que s es cierto es que el coito tiene para el hombre un fin biolgico preciso: la eyaculacin; y seguramente esa finalidad se persigue a travs de multitud de otras intenciones sumamente complejas; pero, una vez obtenidas, se presenta como un desenlace y, si no como la satisfaccin del deseo, si al menos como la supresin del mismo. En la mujer, por el contrario, la finalidad es incierta al principio y de naturaleza ms psquica que fisiolgica; ella quiere la turbacin, la voluptuosidad en general, pero su cuerpo no proyecta ninguna conclusin neta del acto amoroso: por ese motivo, para ella el coito nunca termina del todo, puesto que no comporta ningn fin. El placer masculino asciende como flecha; cuando llega a cierto umbral, se realiza y muere abruptamente en el orgasmo; la estructura del acto sexual es finita y discontinua. El goce femenino se irradia por todo el cuerpo; no siempre se centra en el sistema genital; incluso cuando eso sucede, las contracciones vaginales, antes que un verdadero orgasmo, constituyen un sistema de ondulaciones que rtmicamente nacen, desaparecen, vuelven a formarse, alcanzan por instantes un paroxismo, luego se embarullan y se funden, sin morir nunca del todo. Como no le ha sido asignado ningn trmino fijo, el placer apunta al infinito: a menudo es una fatiga nerviosa o cardaca, o una saciedad psquica, lo que limita las posibilidades erticas de la mujer, antes que una satisfaccin precisa; incluso colmada, incluso exhausta, jams se siente completamente liberada: Lassata necdum satiata, segn la frase de Juvenal {403}. El hombre comete un grave error cuando pretende imponer a su compaera su propio ritmo y se encarniza en procurarla un orgasmo: a menudo lo nico que consigue es romper la forma voluptuosa que ella estaba viviendo a su manera singular (1). Es una forma bastante plstica para darse a s misma un trmino: ciertos espasmos localizados en la vagina o en el conjunto del sistema genital o emanando del cuerpo entero, pueden constituir una resolucin; en algunas mujeres se producen con bastante regularidad y violencia para ser asimiladas a un orgasmo; pero una enamorada puede hallar tambin en el orgasmo masculino una conclusin que la apacige y la satisfaga. Tambin es posible que, de una manera continua, sin choques, la forma ertica se disuelva tranquilamente. El logro no exige, como creen multitud de hombres meticulosos pero simplistas, una sincronizacin matemtica del placer, sino el establecimiento de una forma ertica compleja. Muchos se imaginan que hacer gozar a una mujer es cuestin de tiempo y de tcnica, y, por tanto, de violencia; ignoran hasta qu punto la sexualidad de la mujer est condicionada por el conjunto de la situacin. Ya hemos dicho que la voluptuosidad es en ella una suerte de hechizo; reclama un abandono total; si palabras o gestos se oponen a la magia de las caricias, el hechizo se disipa. Esa es una de las razones por las cuales la mujer cierra los ojos: fisiolgicamente, hay ah un reflejo destinado a compensar la dilatacin de la pupila; pero incluso en la oscuridad cierra ella los prpados; quiere abolir todo decoro, abolir la singularidad del instante, de ella misma y de su amante; quiere perderse en el corazn de una noche carnal tan indistinta como el seno materno. Y, ms particularmente, desea suprimir esa separacin que yergue al varn ante ella, desea fundirse con l. Ya se ha dicho que, al hacerse objeto, lo que desea es seguir siendo sujeto. Ms profundamente {404} enajenada que el hombre, por el hecho de que es deseo y turbacin en todo su cuerpo, la mujer slo sigue siendo sujeto por la unin con su pareja; sera preciso que para ambos recibir y dar se confundiesen; si el hombre se limita a tomar sin dar, o si da el placer sin experimentarlo, ella se sentir manipulada; tan pronto como se realiza como otro, ella es el otro inesencial; tiene que negar la alteridad. Por ese motivo, el momento de la separacin de los cuerpos le resulta casi siempre penoso. El hombre, despus del coito, ya se sienta triste o gozoso, engaado por la Naturaleza o vencedor de la mujer, siempre reniega, en todo caso, de la carne; vuelve a ser un cuerpo ntegro, quiere dormir, tomar un bao, fumarse un cigarrillo, salir al aire libre. La mujer, en cambio, quisiera prolongar el contacto carnal hasta que el hechizo que la hizo carne se disipase por completo; la separacin es un desgarramiento doloroso como un nuevo destete; siente rencor contra el amante que se separa de ella con excesiva brusquedad. Pero lo que ms la hiere son las palabras que rechazan la fusin en la cual creyera durante un instante. La mujer de Gilles, cuya historia ha contado Madeleine Bourdouxhe, se retrae cuando su marido le pregunta: Has gozado mucho? Ella le pone la mano en la boca; la palabra horroriza a muchas mujeres, porque reduce el placer a una sensacin inmanente y separada. Tienes bastante? Quieres ms? Has disfrutado? El hecho mismo de plantear la pregunta manifiesta la separacin, convierte el acto amoroso en una operacin mecnica, cuya direccin ha asumido el hombre. Y por eso mismo la plantea. Mucho ms que la fusin y la reciprocidad, lo que busca es la dominacin; cuando la unidad de la pareja se deshace, l se encuentra sujeto nico: se precisa mucho amor o mucha generosidad para renunciar a ese privilegio; le gusta que la mujer se sienta humillada, poseda a pesar suyo; siempre quiere tomarle un poco ms de lo que ella da. Muchas dificultades le seran ahorradas a la mujer si el hombre no arrastrase en pos de s multitud de complejos que le hacen considerar el acto amoroso como una lucha: entonces ella podra dejar de mirar el lecho como una palestra {405}. (1) Lawrence ha visto muy bien la oposicin entre estas dos formas erticas. Pero es arbitrario declarar, como hace l, que la mujer no debe conocer el orgasmo. Si es un error tratar de provocarlo a cualquier precio, tambin lo es rechazarlo en cualquier caso, como hace don Cipriano en La serpiente emplumada. Sin embargo, al mismo tiempo que el narcisismo y el orgullo, se observa en la joven un deseo de ser dominada. Segn algunos psicoanalistas, el masoquismo sera una de las caractersticas de la mujer, y gracias a esta tendencia ella podra adaptarse a su destino ertico. Pero la nocin de masoquismo est muy embrollada y precisamos considerarla de cerca. De acuerdo con Freud, los psicoanalistas distinguen tres formas de masoquismo: consiste una de ellas en la unin entre el dolor y la voluptuosidad; otra sera la aceptacin femenina de la dependencia ertica; la ltima reposara sobre un mecanismo de autocastigo. La mujer sera masoquista porque en ella placer y dolor estaran ligados a travs de la desfloracin y el parto, y porque aceptara su papel pasivo. Primero es preciso observar que atribuir un valor ertico al dolor no constituye en absoluto una actitud de sumisin pasiva. A menudo el dolor sirve para levantar el tono del individuo que lo sufre, para despertar una sensibilidad entumecida por la violencia misma de la turbacin y el placer; es una luz intensa que estalla en la noche carnal y arranca al enamorado del limbo en que se pasmaba, con objeto de que pueda ser precipitado de nuevo en l. El dolor forma parte normalmente del frenes ertico; los cuerpos que se sienten satisfechos de ser cuerpos para su goce recproco, tratan de hallarse, de unirse, de confrontarse de todas las maneras posibles. Hay en el erotismo como un desgarramiento de s mismo, un transporte, un xtasis: tambin el sufrimiento destruye los lmites del yo, es una superacin y un paroxismo; el dolor ha representado siempre un gran papel en las orgas, y sabido es que lo exquisito y lo doloroso se tocan: una caricia puede convertirse en tortura y un suplicio procurar placer. Abrazar lleva fcilmente a morder, pellizcar, araar; estas actitudes no son generalmente sdicas; expresan un deseo de fusionar, no de destruir; y el sujeto que las sufre tampoco busca renegarse y humillarse, sino unirse; por lo dems, estn muy lejos de ser especficamente masculinas. En realidad, el dolor solo tiene significacin masoquista en el caso en que sea captado y querido {406} como manifestacin de una servidumbre. En cuanto al dolor de la desfloracin, no va acompaado precisamente de placer; todas las mujeres temen los sufrimientos del parto, y se alegran de que los mtodos modernos se los ahorren. El dolor tiene en su sexualidad ni ms ni menos dolor que en la del hombre. La docilidad femenina, por otra parte, es una nocin muy equvoca. Ya hemos visto que la mayor parte del tiempo la joven acepta en lo imaginario la dominacin de un semidis, de un hroe, de un varn; pero todava no es ms que un juego narcisista. En modo alguno est dispuesta a sufrir por ello en la realidad la expresin carnal de esa autoridad. A menudo, por el contrario, se rehusa al hombre a quien admira y respeta, y se entrega a un hombre sin prestigio. Es un error buscar en fantasmas la clave de actitudes concretas; porque los fantasmas son creados y acariciados en tanto que fantasmas. La muchachita que suea con la violacin con una mezcla de horror y complacencia, no desea ser violada; y el acontecimiento, si se produjese, sera una odiosa catstrofe. Ya se ha visto en Marie Le Hardouin un ejemplo tpico de esta disociacin. Ella misma escribe tambin: Pero, en el camino de la abolicin, haba un dominio en el que no entraba sino con las narices tapadas y el corazn palpitante. Era aquel que, ms all de la sensualidad amorosa, me llevaba la sensualidad lisa y llana... No hay infamia solapada que no haya cometido yo en sueos. Sufra por la necesidad de afirmarme de todas las maneras posibles (1). (1) La voile noire. Preciso es volver a recordar el caso de Marie Bashkirtseff: Durante toda mi vida, he tratado de situarme voluntariamente bajo una dominacin ilusoria cualquiera; pero todas aquellas gentes con las cuales lo he intentado eran tan ordinarias comparadas conmigo, que solo me han producido asco {407}. Por otra parte, es verdad que el papel sexual de la mujer es en gran parte pasivo; pero vivir inmediatamente esa situacin pasiva no es masoquismo como tampoco es sadismo la normal agresividad del hombre; la mujer puede trascender caricias, turbacin y penetracin hacia su propio placer, manteniendo as la afirmacin de su subjetividad; tambin puede buscar la unin con el amante y entregarse a l, lo cual significa una superacin de s misma y no una abdicacin. El masoquismo aparece cuando el individuo opta por dejar que la conciencia de otro le constituya en pura cosa, por representarse a s mismo como cosa, por jugar a ser una cosa. El masoquismo no es una tentativa de fascinar al otro por mi objetividad, sino de fascinarme a m mismo por mi objetividad para con otro (1). La Juliette de Sade o la joven doncella de la Filosofa en el tocador que se entregan al varn de todas las maneras posibles, pero con la exclusiva finalidad de su propio placer, no son en modo alguno masoquistas. Para que se pueda hablar de masoquismo, es preciso que el yo sea planteado y que considere a ese doble enajenado como fundado por la libertad de otro. (1) J. P. SARTRE: El ser y la nada. En este sentido se encontrar, en efecto, en algunas mujeres un verdadero masoquismo. La joven est dispuesta a ello, porque es narcisista de buen grado y porque el narcisismo consiste en enajenarse en su ego. Si, desde el principio de su iniciacin ertica, experimentara una honda turbacin y un deseo violento, vivira autnticamente sus experiencias y cesara de proyectarlas hacia ese plido ideal al que denomina yo; pero, en la frigidez, el yo contina afirmndose; hacerlo cosa de un varn aparece entonces como una falta. Ahora bien, el masoquismo, como el sadismo, es asuncin de culpabilidad. Soy culpable, en efecto, por el solo hecho de que soy objeto. Esta idea de Sartre coincide con la nocin freudiana de autocastigo. La joven se estima culpable por entregar su yo a otro, y se castiga por ello redoblando voluntariamente humillacin y servidumbre; ya hemos visto {408} cmo las vrgenes desafiaban a su futuro amante y se castigaban por su sumisin venidera infligindose diversas torturas; cuando el amante es real y est presente, ellas se obstinan en esta actitud. La frigidez misma ya se nos ha presentado como un castigo que la mujer impone tanto a su pareja como a s misma: herida en su vanidad, siente rencor contra l y contra s misma, y se prohibe el placer. En el masoquismo se har perdidamente esclava del varn, le dirigir palabras de adoracin, desear ser humillada, golpeada; se enajenar cada vez ms profundamente, enfurecida por haber consentido en la enajenacin. Esa es claramente la actitud de Mathilde de la Mole, por ejemplo; se odia por haberse entregado a Julien, y por ese motivo, en algunos momentos, cae a sus pies, quiere plegarse a todos sus caprichos, le inmola su cabellera; pero, al mismo tiempo, se rebela tanto contra l como contra s misma; se la adivina helada entre sus brazos. El fingido abandono de la mujer masoquista crea nuevas barreras que le prohiben el placer, y, al mismo tiempo, es de esta incapacidad por conocer el placer de lo que ella se venga contra s misma. El crculo vicioso que va de la frigidez al masoquismo puede anudarse para siempre, comportando entonces, por compensacin, actitudes sdicas. Tambin puede ocurrir que la madurez ertica libere a la mujer de su frigidez, de su narcisismo, y que, asumiendo su pasividad sexual, la viva inmediatamente en lugar de hacer un juego de ella. Porque lo paradjico del masoquismo consiste en que el sujeto se reafirma sin cesar en su propio esfuerzo por abdicar; es en la entrega irreflexiva, en el movimiento espontneo hacia el otro, donde logra olvidarse. As, es cierto que la mujer se ver ms solicitada que el hombre por la tentacin masoquista; su situacin ertica de objeto pasivo la compromete a jugar a la pasividad; ese juego es el autocastigo al cual le invitan sus rebeliones narcisistas y la frigidez que es consecuencia de ellas; el hecho es que muchas mujeres, y en particular las jvenes, son masoquistas. Hablando de sus primeras experiencias amorosas, Colette nos confa en Mes apprentissages {409}: Con ayuda de la juventud y la ignorancia, yo haba empezado por la embriaguez, una culpable embriaguez, un horrendo e impuro impulso de adolescente. Son numerosas las muchachas apenas nbiles que suean con ser el espectculo, el juego, la obra maestra libertina de un hombre maduro. Es un feo deseo que expan satisfacindolo, un deseo parejo a las neurosis de la pubertad, la costumbre de mordisquear la tiza y el carbn, de beber agua con dentfrico, de leer libros sucios y de clavarse alfileres en la palma de la mano. No puede decirse mejor que el masoquismo forma parte de las perversiones juveniles; que no es una autntica solucin del conflicto creado por el destino sexual de la mujer, sino una manera de rehuirlo revolcndose en l. No representa en modo alguno la floracin normal y feliz del erotismo femenino. Esa floracin supone que en el amor, la ternura, la sensualidad la mujer logra superar su pasividad y establecer con su pareja unas relaciones de reciprocidad. La asimetra del erotismo macho y hembra crea problemas insolubles en tanto haya lucha de sexos; esos problemas podran zanjarse fcilmente si la mujer percibiese en el hombre deseo y respeto, al mismo tiempo; si l la codicia en su carne, sin dejar de reconocer su libertad, ella se considera lo esencial en el momento en que se hace objeto, permanece libre en la sumisin en que consiente. Entonces, los amantes pueden conocer, cada cual a su manera, un goce comn; el placer es experimentado por cada uno de ellos como suyo, aun teniendo su origen en el otro. Las palabras recibir y dar intercambian su sentido; el goce es gratitud; el placer, ternura. Bajo una forma concreta y carnal, se cumple el reconocimiento recproco del yo y del otro en la ms aguda conciencia del otro y del yo. Algunas mujeres dicen que sienten en ellas el sexo masculino como una parte de su propio cuerpo; algunos hombres creen ser la mujer en la cual penetran; estas expresiones son, evidentemente, inexactas; la dimensin del otro permanece; pero el hecho es que la alteridad ya no tiene un carcter hostil; esta conciencia de la unin de los {410} cuerpos en su separacin es la que confiere al acto sexual su carcter conmovedor; ese acto es tanto ms trastornador cuanto que los dos seres que juntos niegan y afirman apasionadamente sus lmites, son semejantes y, no obstante, son diferentes. Esta diferencia que, con demasiada frecuencia, los asla, se convierte cuando se unen en fuente de su maravilla; en el ardor viril, la mujer contempla la figura invertida de la fiebre inmvil que la quema; la potencia del hombre es el poder que ella ejerce sobre l; ese sexo hinchado de vida le pertenece como su sonrisa pertenece al hombre que le da el placer. Todas las riquezas de la virilidad y la feminidad, al reflejarse y captarse las unas a travs de las otras, componen una conmovedora y exttica unidad. Lo que necesita una tal armona no son refinamientos tcnicos, sino ms bien una recproca generosidad de cuerpo y alma, sobre la base de un atractivo ertico inmediato. Esa generosidad est, a menudo, impedida en el hombre por su vanidad, y en la mujer por su timidez; mientras no haya superado sus inhibiciones, esta ltima no podr hacerla triunfar. Por ese motivo, la plena expansin sexual de la mujer es, por lo general, bastante tarda: hacia los treinta y cinco aos es cuando alcanza erticamente su apogeo. Desgraciadamente, si es casada, su esposo ya est demasiado habituado a su frigidez; todava puede seducir a nuevos amantes, pero ya empieza a perder lozana: su tiempo est contado. En el momento. en que dejan de ser deseables, es cuando muchas mujeres se deciden, por fin, a asumir sus deseos. Las condiciones en las cuales se desarrolla la vida sexual de la mujer dependen, no solo de estos datos, sino de todo el conjunto de su situacin social y econmica. Sera una abstraccin pretender estudiarlo ms adelante sin este contexto. De nuestro examen, empero, se deducen varias conclusiones generalmente valederas. La experiencia ertica es una de las que descubren a los seres humanos de la forma ms punzante lo ambiguo de su condicin; en ella se experimentan como carne y como espritu, como el otro y como sujeto. Ese conflicto reviste el carcter ms dramtico para {411} la mujer, ya que ella se capta inmediatamente como objeto y no halla en seguida en el placer una segura autonoma; necesita reconquistar su dignidad de sujeto trascendente y libre, mientras asume su condicin carnal: se trata de una empresa difcil y erizada de riesgos en la que a menudo zozobra. Pero la misma dificultad de su situacin la defiende contra los engaos en que se deja prender el hombre, que cae con gusto en la trampa de los falaces privilegios que implican su papel agresivo y la soledad satisfecha del orgasmo; el hombre vacila en reconocerse plenamente como carne. La mujer tiene de s misma una experiencia ms autntica. Aunque se adapte ms o menos exactamente a su papel pasivo, la mujer siempre se siente frustrada en tanto que individuo activo. No es el rgano de la posesin lo que le envidia al hombre, sino su presa. Curiosa paradoja es que el, hombre viva en un mundo sensual de dulzura, ternura y suavidad, un mundo femenino, en tanto que la mujer se mueve en el universo masculino, que es duro y severo; sus manos conservan el deseo de oprimir la carne tersa, la pulpa fundente: adolescente, mujer, flores, pieles, nio; toda una parte de s misma permanece disponible y desea la posesin de un tesoro anlogo al que ella entrega al varn. Ello explica que en muchas mujeres subsista, de manera ms o menos larvada, una tendencia a la homosexualidad. Hay mujeres en quienes, por un conjunto de complejas razones, esa tendencia se afirma con particular autoridad. No todas ellas aceptan dar a sus problemas sexuales la solucin clsica, nica oficialmente admitida por la sociedad. Hemos de enfrentarnos tambin con aquellas otras que eligen los caminos condenados {412}. CAPTULO IV. LA LESBIANA. Se representa uno fcilmente a la lesbiana tocada con un sombrero de fieltro, cabellos cortos y corbata; su virilidad sera una anomala que traducira un desequilibrio hormonal. Nada ms errneo que esa confusin entre la invertida y el marimacho. Hay muchsimas homosexuales entre las odaliscas, las cortesanas, las mujeres ms deliberadamente femeninas, y, a la inversa, gran nmero de mujeres masculinas son heterosexuales. Sexlogos y psiquiatras confirman lo que sugiere la observacin corriente, a saber: que la inmensa mayora de las condenadas estn constituidas exactamente como las dems mujeres. Ningn destino anatmico determina su sexualidad. Seguramente hay casos en que los datos fisiolgicos crean situaciones singulares. Entre los dos sexos no existe una distincin biolgica rigurosa; un soma idntico es modificado por acciones hormonales cuya orientacin est genotpicamente definida, pero que puede ser desviada en el curso de la evolucin del feto; resulta de ello la aparicin de individuos intermediarios entre los varones y las hembras. Algunos hombres tienen apariencia femenina, porque la maduracin de sus rganos viriles es tarda: as tambin se ve algunas veces cmo ciertas muchachas en particular las deportistas se transforman en muchachos. H. Deutsch cuenta la historia de una joven que cortej ardientemente a una mujer casada, quiso raptarla y vivir con ella, hasta que un da se apercibi de que, en realidad, era un hombre, lo {413} cual le permiti casarse con su bienamada Y tener hijos suyos. Pero no sera acertado concluir por ello que toda invertida es un hombre oculto bajo formas engaosas. El hermafrodita, en quien los dos sistemas genitales estn bosquejados, tiene a menudo una sexualidad femenina: he conocido a una de estas criaturas, exiliada de Viena por los nazis, que se desolaba por no agradar ni a los heterosexuales ni a los pederastas, cuando a ella solamente le gustaban los hombres. Bajo la influencia de las hormonas masculinas, las mujeres viriloides presentan caracteres secundarios masculinos; en las mujeres infantiles, las hormonas femeninas son deficientes y su desarrollo permanece inacabado. Estas particularidades pueden motivar, ms o menos directamente, una vocacin lesbiana. Una persona dotada de una voluntad vigorosa, agresiva, exuberante, desea prodigarse activamente y rechaza por lo general la pasividad; una mujer mal conformada puede tratar de compensar su inferioridad adquiriendo cualidades viriles; si su sensibilidad ergena no se ha desarrollado, entonces no desea las caricias masculinas. Pero anatoma y hormonas no definen jams sino una situacin y no plantean el objeto hacia el cual aqulla ser trascendida. H. Deutsch cita tambin el caso de un legionario polaco herido, a quien cuid en el curso de la guerra 19141918, y que en realidad era una muchacha con acusados caracteres viriloides; haba seguido al ejrcito como enfermera, luego haba logrado ponerse el uniforme; no por ello dej de enamorarse de un soldado con quien se cas despus, lo cual hizo que la considerasen un homosexual. Sus actitudes viriles no contradecan un erotismo de tipo femenino. El hombre mismo tampoco desea exclusivamente a la mujer; el hecho de que el organismo del homosexual masculino pueda ser perfectamente viril implica que la virilidad de una mujer no la destine necesariamente a la homosexualidad. Entre las mujeres fisiolgicamente normales se ha pretendido a veces distinguir a las clitoridianas de las vaginales, estando las primeras destinadas a los amores sficos; pero ya hemos visto que en todas ellas el erotismo {414} infantil es clitoridiano; que permanezca en ese estadio o se transforme no depende de ninguna circunstancia anatmica; tampoco es verdad, como se ha sostenido frecuentemente, que la masturbacin infantil explique el privilegio ulterior del sistema clitoridiano: la sexologa reconoce hoy en el onanismo del nio un fenmeno absolutamente normal y generalmente difundido. La elaboracin del erotismo femenino ya lo hemos visto es una historia psicolgica en la cual estn involucrados factores fisiolgicos, pero que depende de la actitud global del sujeto frente a la existencia. Maran consideraba que la sexualidad es de sentido nico y que en el hombre alcanza una forma acabada, mientras en la mujer permanece a medio camino; solamente la lesbiana poseera una libido tan rica como la del varn, y, por tanto, sera un tipo femenino superior. En realidad, la sexualidad femenina tiene una estructura original, y la idea de jerarquizar la libido masculina y femenina es absurda; la eleccin del objeto sexual no depende, en modo alguno, de la cantidad de energa de que la mujer dispone. Los psicoanalistas han tenido el gran mrito de ver en la inversin un fenmeno psquico y no orgnico; sin embargo, todava aparece entre ellos como determinada por circunstancias exteriores. Por lo dems, la han estudiado poco. Segn Freud, la maduracin del erotismo femenino exige el paso del estadio clitoridiano al estadio vaginal, paso simtrico de aquel que ha transferido al padre el amor que la pequea senta primero por su madre; diversas razones pueden frenar ese desarrollo; la mujer no se resigna a la castracin, se oculta la ausencia del pene, permanece fijada a su madre, a la cual busca sustitutos. Para Adler, esa detencin no es un accidente sufrido: lo quiere el sujeto que, por voluntad de poder, niega deliberadamente su mutilacin y trata de identificarse con el hombre cuya dominacin rehusa. Fijacin infantil o protesta viril, la homosexualidad aparecera en todo caso como algo inacabado. En verdad, la lesbiana no es ms una mujer frustrada que una mujer superior. La historia del individuo no es un progreso fatal {415}: con cada movimiento se vuelve a asir el pasado mediante una eleccin nueva, y la normalidad de la eleccin no le confiere ningn valor privilegiado: hay que juzgarlo segn su autenticidad. La homosexualidad puede ser para la mujer una manera de rehuir su condicin o una manera de asumirla. La gran equivocacin de los psicoanalistas consiste en no considerarla jams, por conformismo moralizador, sino como una actitud inautntica. La mujer es un existente a quien se le pide que se haga objeto; en tanto que sujeto, posee una sensualidad agresiva que no se sacia sobre el cuerpo masculino: de ah nacen los conflictos que su erotismo debe superar. Se considera normal el sistema que, entregndola como presa a un miembro del sexo masculino, le restituye su soberana poniendo en sus brazos un nio: pero ese naturalismo est ordenado por un inters social ms o menos bien comprendido. La heterosexualidad misma permite otras soluciones. La homosexualidad de la mujer es una tentativa, entre otras, para conciliar su autonoma con la pasividad de su carne. Y, si se invoca a la Naturaleza, puede decirse que toda mujer es naturalmente homosexual. La lesbiana se caracteriza, en efecto, por su rechazo del varn y su gusto por la carne femenina; pero toda adolescente teme la penetracin, la dominacin masculina, y experimenta cierta repulsin con respecto al cuerpo del hombre; en desquite, el cuerpo femenino es para ella, como para el hombre, un objeto de deseo. Lo he dicho ya: los hombres, al plantearse como sujetos, se plantean al mismo tiempo como separados; considerar al otro como una cosa que tomar, es atentar en l y solidariamente en s mismo contra el ideal viril; por el contrario, la mujer que se reconoce como objeto ve en sus semejantes y en s misma una presa. El pederasta inspira hostilidad a los heterosexuales masculinos y femeninos, porque estos exigen que el hombre sea un sujeto dominador (1); por {416} el contrario, los dos sexos consideran espontneamente a las lesbianas con indulgencia. Confieso dice el conde de Tilly que es una rivalidad que no me pone de mal humor; por el contrario, me divierte y tengo la inmoralidad de rerme de ello. Colette ha prestado esa misma indiferencia divertida a Renaud ante la pareja formada por Claudine con Rzi (2). Al hombre le irrita ms una heterosexual activa y autnoma que una homosexual no agresiva; solamente la primera se opone a las prerrogativas masculinas; los amores sficos estn muy lejos de contradecir la forma tradicional de la divisin de los sexos: en la mayora de los casos, son una asuncin de la feminidad, no su rechazo. Ya se ha visto que a menudo aparecen en la adolescente como un ersatz de las relaciones heterosexuales que todava no ha tenido la ocasin o la audacia de vivir: es una etapa, un aprendizaje, y la que se entregue a ello con ms ardor puede ser maana la ms ardiente de las esposas, de las amantes, de las madres. Lo que hay que explicar en la invertida, por tanto, no es el aspecto positivo de su eleccin, sino la faz negativa: no se caracteriza por su aficin a las mujeres, sino por lo exclusivo de esa aficin. (1) Una heterosexual siente fcilmente amistad por ciertos pederastas, porque halla seguridad y diversin en esas relaciones asexuadas. Pero, en conjunto, experimenta hostilidad con respecto a esos hombres que, en s mismos o en otros, degradan al varn soberano convirtindolo en una cosa pasiva. (2) Es notable que el Cdigo ingls castigue la homosexualidad en los hombres y no la considere delito en las mujeres. Con frecuencia se distinguen de acuerdo con Jones y Hesnard dos tipos de lesbianas: las masculinas que quieren imitar al hombre, y las femeninas que tienen miedo del hombre. Es cierto que, en general, pueden considerarse en la inversin dos tendencias: algunas mujeres rechazan la pasividad, en tanto que otras optan por entregarse pasivamente a unos brazos femeninos; pero tales actitudes reaccionan una sobre otra; las relaciones con el objeto elegido, con el objeto rechazado, se explican una por otra. Por multitud de razones, segn vamos a ver, la distincin indicada nos parece asaz arbitraria. Definir a la lesbiana viril por su voluntad de imitar al {417} hombre es consagrarla a la inautenticidad. Ya he dicho antes cuntos equvocos crean los psicoanalistas al aceptar las categoras masculinafemenina tal y como la sociedad actual las define. En efecto, el hombre representa hoy lo positivo y lo neutro, es decir, el macho y el ser humano, mientras la mujer es solamente lo negativo, la hembra. As, pues, cada vez que se comporta como ser humano, se declara que se identifica con el macho. Sus actividades deportivas, polticas, intelectuales, su deseo por otras mujeres, son interpretados como una protesta viril; se rehusa tener en cuenta los valores hacia los cuales ella se trasciende, lo cual lleva evidentemente a considerar que hace una eleccin inautntica de una actitud subjetiva. El gran malentendido sobre el que descansa ese sistema de interpretacin consiste en que se admite que para el ser humano hembra es natural que haga de s una mujer femenina: no basta ser una heterosexual, ni siquiera una madre, para realizar ese ideal; la verdadera mujer es un producto artificial que la civilizacin fabrica como en otro tiempo fabricaba castrados; sus pretendidos instintos de coquetera, de docilidad, le son insuflados del mismo modo que al hombre el orgullo flico; el hombre no siempre acepta su vocacin viril; la mujer tiene buenas razones para aceptar menos dcilmente an la que le ha sido asignada. Las nociones de complejo de inferioridad y complejo de masculinidad me hacen pensar en esa ancdota que Denis de Rougemont cuenta en La part du diable: una dama se imaginaba que, cuando se paseaba por el campo, los pjaros la atacaban; tras varios meses de un tratamiento psicoanaltico que no logr curarla de su obsesin, el mdico que la acompaaba en el jardn de la clnica se percat de que los pjaros la atacaban. La mujer se siente disminuida porque, en verdad, las consignas de la feminidad la disminuyen. Espontneamente opta por ser un individuo completo, un sujeto y una libertad ante quien se abren el mundo y el porvenir: si esa opcin se confunde con la de la virilidad, es en la medida en que la feminidad significa hoy mutilacin. Se ve claramente en las confesiones de mujeres invertidas platnica en el primer caso {418}, declarada en el segundo recogidas por Havelock Ellis y Stekel, que la especificacin de femenina es lo que indigna a ambos sujetos. Hasta donde alcanza mi memoria dice una, jams me he considerado una nia ni una muchacha, y siempre he sido presa de una perenne turbacin. Hacia los cinco o seis aos, me dije que, cualquiera que fuese la opinin de las gentes, si no era un chico, en todo caso tampoco era una chica... Miraba la conformacin de mi cuerpo como un accidente misterioso... Cuando apenas saba andar, ya me interesaban los martillos y los clavos, y quera que me sentasen en el lomo de los caballos. Hacia los siete aos, me pareca que todo cuanto me gustaba estaba mal para una nia. No era feliz en absoluto y frecuentemente lloraba y montaba en clera, tanto me enfurecan aquellas conversaciones sobre los chicos y las chicas... Todos los domingos sala con los muchachos de la escuela de mis hermanos... Hacia los once aos..., para castigarme por ser lo que era, me pusieron interna... Hacia los quince aos, cualquiera que fuese la direccin en que se enderezasen mis pensamientos, mi punto de vista era siempre el de un muchacho... Me senta transida de compasin por las mujeres... Me convert en su protector y su ayuda. En cuanto a la invertida de Stekel: Hasta su sexto ao, y pese a los asertos de su entorno, ella se crea un chico, vestido de nia por razones que le eran desconocidas... A los seis aos, se deca: Ser teniente y, si Dios me conserva la vida, mariscal. Con frecuencia soaba que montaba un caballo y sala de la ciudad a la cabeza de un ejrcito. Muy inteligente, se sinti desgraciada cuando la trasladaron de la escuela normal a un liceo, porque tema hacerse afeminada. Esa revuelta no implica en absoluto una predestinacin sfica; la mayor parte de las nias conocen el mismo escndalo y la misma desesperacin cuando se enteran de que la accidental conformacin de su cuerpo condena sus gustos y {419} aspiraciones; encolerizada fue como Colette Audry (1) descubri a los doce aos de edad que jams podra convertirse en marino; de manera completamente natural, la futura mujer se indigna por las limitaciones que le impone su sexo. Se plantea mal la cuestin cuando se pregunta por qu las rechaza: el problema consiste ms bien en comprender por qu las acepta. Su conformismo proviene de su docilidad, de su timidez; pero esa resignacin se tornar fcilmente en rebelda si las compensaciones ofrecidas por la sociedad no son juzgadas suficientes. Eso es lo que suceder en el caso de que la adolescente se juzgue poco favorecida por la Naturaleza como mujer: a travs de este rodeo, sobre todo, es como las circunstancias anatmicas adquieren su importancia; fea, mal conformada, o creyendo serlo, la mujer rehusa un destino femenino para el cual no se considera dotada; pero sera falso decir que la actitud viril es adoptada para compensar una falta de feminidad: ms bien las oportunidades otorgadas a la adolescente se le antojan demasiado raquticas a cambio de las ventajas viriles que se le pide sacrifique. Todas las nias envidian las cmodas ropas de los chicos; es su imagen en el espejo, las promesas que all adivinan, lo que, poco a poco, les hace preciosos sus perifollos y faralaes; si el espejo refleja secamente un rostro vulgar, si no promete nada, encajes y cintas no dejan de ser una librea molesta o, por mejor decir, ridcula, y el chico frustrado se obstina en seguir siendo chico. (1) Aux Yeux du Souvenir. Aunque estuviese bien formada y fuese bonita, la mujer comprometida en proyectos singulares o que reivindique su libertad en general, se niega a abdicar en beneficio de otro ser humano; ella se reconoce en sus actos, no en su presencia inmanente: el deseo masculino que la reduce a los lmites de su cuerpo la contrara tanto como contrara al muchacho; experimenta hacia sus compaeras sumisas el mismo desagrado que el hombre viril experimenta con respecto al pederasta pasivo. Para repudiar toda complicidad con ellas es {420} por lo que, en parte, adopta una actitud masculina; disfraza su ropaje, su porte, su lenguaje; forma con una amiga femenina una pareja en la cual encarna el personaje varonil: esta comedia es, en efecto, una protesta viril, pero aparece como un fenmeno secundario; lo que s es espontneo es el escndalo del sujeto conquistador y soberano ante la idea de convertirse en una presa carnal. Un elevado nmero de mujeres deportistas son homosexuales; ese cuerpo que es msculo, movimiento, resorte, impulso, no lo toman ellas como una carne pasiva; no solicita mgicamente las caricias, hace presa en el mundo, no es una cosa del mundo: el foso que existe entre el cuerpo paras y el cuerpo paraotro parece en este caso infranqueable. Se observan resistencias anlogas en la mujer de accin, la mujer con cabeza, para quien la dimisin, aunque sea bajo una forma carnal, es imposible. Si la igualdad de los sexos se realizase concretamente, se abolira ese obstculo en gran nmero de casos; pero el hombre est imbuido todava de su superioridad; y esta es una conviccin molesta para la mujer si no la comparte. Hay que decir, sin embargo, que las mujeres ms voluntariosas, las ms dominadoras, titubean poco en afrontar al varn: la llamada mujer viril es con frecuencia una franca heterosexual. No quiere renunciar a su reivindicacin de ser humano; pero tampoco piensa mutilarse de su feminidad, y opta por acceder al mundo masculino, o, ms bien, por anexionrselo. Su sensualidad robusta no se asusta ante la aspereza masculina; para encontrar su gozo en un cuerpo de hombre, tiene que vencer menos resistencias que la virgen tmida. Una naturaleza zafia y animal no sentir la humillacin del coito; una intelectual de inteligencia intrpida se le opondr; segura de s misma, con talante batallador, la mujer se enzarzar alegremente en un duelo que est segura de ganar. George Sand senta predileccin por los jvenes, por los hombres femeninos; en cambio, madame de Stal solo tardamente busc en sus amantes juventud y belleza: dominando a los hombres por el vigor de su espritu, recibiendo con orgullo su admiracin, apenas deba de sentirse una presa entre sus brazos. Una soberana como Catalina de Rusia {421} poda incluso permitirse embriagueces masoquistas: en tales juegos, ella era la nica duea. Isabelle Ehberardt, que, vestida de hombre, recorri el Sahara a caballo, no se estimaba en nada disminuida cuando se entregaba a algn vigoroso tirador. La mujer que no quiere ser vasalla del hombre est muy lejos de huirle siempre: ms bien trata de convertirlo en instrumento de su placer. En circunstancias favorables dependientes en gran parte de su pareja, la idea misma de competencia quedar abolida; y ella se complacer en vivir plenamente su condicin de mujer lo mismo que el hombre vive su condicin de tal. Pero esa conciliacin entre su personalidad activa y su papel de hembra pasiva es, a pesar de todo, mucho ms difcil para ella que para el hombre; antes que agotarse en ese esfuerzo, habr muchas mujeres que renunciarn a intentarlo. Entre los artistas y escritores del sexo femenino se cuentan numerosas lesbianas. No es que su singularidad sexual sea fuente de energa creadora o manifieste la existencia de esa energa superior, sino ms bien que, absorbidas por una labor seria, no quieren perder el tiempo en representar un papel de mujer ni en luchar con los hombres. No admitiendo la superioridad masculina, no quieren fingir que la reconocen ni fatigarse en oponrsela; buscan en la voluptuosidad relajamiento, apaciguamiento, diversin: les interesa ms alejarse de un socio que se presenta bajo la figura de un adversario, y as se liberan de las trabas que implica la feminidad. Bien entendido, ser frecuentemente la naturaleza de sus experiencias heterosexuales la que decidir a la mujer viril a optar por la asuncin o el repudio de su sexo. El desdn masculino confirma a la fea en el sentimiento de su desgracia; la arrogancia de un amante herir a la orgullosa. Todos los motivos de frigidez que hemos examinado: rencor, despecho, temor al embarazo, traumatismo provocado por el aborto, etc., vuelven a encontrarse aqu. Y adquieren tanto ms peso cuanto la mujer aborda al hombre con ms recelo. Sin embargo, la homosexualidad no aparece siempre, cuando se trata de una mujer dominadora, como una solucin enteramente satisfactoria; puesto que trata de afirmarse {422}, le desagrada no realizar ntegramente sus posibilidades femeninas; las relaciones heterosexuales le parecen, a la vez, una disminucin y un enriquecimiento; al repudiar las limitaciones implcitas en su sexo, resulta que se limita de otra manera. As como la mujer frgida desea el placer al mismo tiempo que lo rechaza, la lesbiana querra ser con frecuencia una mujer normal y completa, aunque sin quererlo al mismo tiempo. Esta vacilacin es notoria en el caso de la invertida estudiado por Stekel. Ya se ha visto que solamente le gustaban los chicos y que no quera afeminarse. A los diecisis aos, estableci sus primeras relaciones con muchachas; senta por ellas un profundo desprecio, lo cual dio inmediatamente a su erotismo un carcter sdico; a una compaera a la que respetaba, le hizo la corte apasionadamente, aunque de forma platnica: en cambio, experimentaba disgusto hacia aquellas a quienes posea. Se enfrasc con rabia en difciles estudios. Decepcionada por su primer gran amor sfico, se entreg con frenes a experiencias puramente sexuales y se dio a la bebida. A los diecisiete aos, trab conocimiento con un joven y se cas con l: pero consider que l era su mujer; se vesta como un hombre y sigui bebiendo y estudiando. Primero tuvo vaginismo y el coito jams provoc el orgasmo. Encontraba su postura humillante, y era siempre ella quien adoptaba el papel agresivo y activo. Abandon a su marido, pese a que le amaba con locura, y reanud sus relaciones con mujeres. Conoci a un artista al cual se entreg, pero tambin sin orgasmo. Su vida se divida en perodos ntidamente diferenciados; durante algn tiempo, escriba, trabajaba como un creador y se senta completamente varn; entonces se acostaba con mujeres, de manera episdica y sdicamente. Luego, tena un perodo de hembra. Se hizo examinar, porque deseaba llegar al orgasmo. La lesbiana podra consentir fcilmente en la prdida de su feminidad si con ello adquiriese una triunfante virilidad. Pero no. Evidentemente, sigue privada de rgano viril; puede desflorar a su amiga con la mano o utilizar un pene artificial para imitar la posesin; no por ello es menos un {423} castrado. Sucede que eso la hace sufrir profundamente. Inacabada en tanto que mujer, impotente en tanto que hombre, su malestar se traduce a veces en psicosis. Una paciente deca a Dalbiez (1): Si tuviese algo con que penetrar, la cosa marchara mejor. Otra deseaba que sus senos fuesen rgidos. A menudo la lesbiana tratar de compensar su inferioridad viril mediante la arrogancia y un exhibicionismo que, en realidad, manifiestan un desequilibrio interior. A veces lograr crear tambin con las otras mujeres un tipo de relaciones completamente anlogas a las que sostiene con ellas un hombre femenino o un adolescente todava no muy seguro en su virilidad. Uno de los casos ms notables de semejante destino es el de Sandor, con respecto al cual informa Krafft Ebbing. Por medio de ese sesgo, haba alcanzado un perfecto equilibrio, que vino a destruir la intervencin de la sociedad. (1) La Mthode psychanalytique et la Doctrine freudienne. Sarolta era originaria de una familia de nobles hngaros reputada por sus excentricidades. Su padre la hizo educar como si fuese un muchacho: montaba a caballo, cazaba, etc. Esa influencia se prolong hasta los trece aos, edad en la que la enviaron a un pensionado: se enamor de una inglesita, fingi ser un muchacho y la rapt, Volvi a casa de su madre, pero muy pronto, con el nombre de Sandor, vestida de muchacho, parti de viaje con su padre; practicaba deportes viriles, beba y frecuentaba los burdeles. Se senta particularmente atrada por las actrices o por las mujeres solas y que, en la medida de lo posible, hubiesen pasado ya la primera juventud; le gustaban verdaderamente femeninas. Adoraba dice la pasin femenina que se manifiesta bajo un velo potico. Toda desvergenza por parte de una mujer me inspiraba repugnancia. Senta una aversin invencible por los vestidos de mujer y, en general, por todo cuanto fuese femenino, pero exclusivamente sobre m y en m; porque el bello sexo, por el contrario, me entusiasmaba. Tuvo numerosas relaciones con mujeres y gast mucho dinero con ellas. Colaboraba, no obstante, en dos {424} grandes diarios de la capital. Vivi maritalmente durante tres aos con una mujer diez aos mayor que ella, y le cost Dios y ayuda hacerle aceptar una ruptura. Inspiraba violentas pasiones. Enamorada de una joven institutriz, se uni a ella en un simulacro de matrimonio: su novia y su familia poltica la tenan por hombre; su suegro haba credo observar en su futuro yerno un miembro en ereccin (probablemente un prapo); se haca afeitar para guardar las formas, pero la criada haba encontrado en su ropa interior huellas de sangre menstrual, y, por el agujero de la cerradura, se convenci de que Sandor era una mujer. Desenmascarada, fue encarcelada, pero luego sobreseyeron su causa. Fue inmensa su pena al verse separada de su bienamada Marie, a quien escriba desde su celda las cartas ms apasionadas. No tena una conformacin completamente femenina. La pelvis era muy estrecha, no tena talle. Tena desarrollados los senos, y las partes genitales eran totalmente femeninas, pero estaban imperfectamente desarrolladas. Sandor no haba tenido la menstruacin hasta los diecisiete aos, y experimentaba verdadero horror ante el fenmeno menstrual. La idea de mantener relaciones sexuales con un hombre la espantaba; su pudor solo se haba desarrollado con respecto a las mujeres, hasta el punto de que prefera compartir el lecho de un hombre que el de una mujer. Muy molesta cuando la trataban como mujer, fue presa de una verdadera angustia cuando tuvo que volver a ponerse vestidos femeninos. Se senta atrada por una fuerza magntica hacia las mujeres de veinticuatro a treinta aos. Hallaba su satisfaccin sexual exclusivamente acariciando a su amiga, nunca dejndose acariciar. Si se terciaba, se serva de una media rellena de estopa a modo de prapo. Detestaba a los hombres. Muy sensible a la estimacin moral de los dems, posea mucho talento literario, una gran cultura y una memoria colosal. Sandor no ha sido psicoanalizada, pero de la simple exposicin de los hechos destacan algunos puntos sobresalientes. Parece ser que, sin protesta viril, de la manera ms espontnea, siempre se consider un hombre, gracias a la educacin recibida y a la constitucin de su organismo; la forma en que su padre la asoci a sus viajes y a su vida tuvo, evidentemente {425}, una influencia decisiva; su virilidad estaba tan asegurada, que no manifestaba ninguna ambivalencia con respecto a las mujeres: las amaba como un hombre, sin sentirse comprometida por ellas; las amaba de un modo puramente dominador y activo, sin aceptar reciprocidad. Sin embargo, es chocante que detestase a los hombres y que le gustasen singularmente las mujeres maduras. Esto sugiere que Sandor podra sufrir con respecto a su madre un complejo de Edipo masculino; perpetuaba la actitud infantil de la niita que, formando pareja con su madre, alimenta la esperanza de protegerla y dominarla algn da. Muy a menudo, cuando la nia se ha visto frustrada de la ternura materna, es cuando la necesidad de esa ternura la acosa durante toda su vida de adulta: criada por su padre, Sandor debi soarse madre amante y querida, a la cual busc despus a travs de otras mujeres; eso explica sus tremendos celos de otros hombres, celos ligados a su respeto, a su amor potico por mujeres solas y maduras que tenan a sus ojos un carcter sagrado. Su actitud era exactamente la de Rousseau con madame de Warens, la del joven Benjamn Constant con respecto a madame de Charrire: los adolescentes sensibles, femeninos, tambin se vuelven hacia queridas maternales. Bajo figuras ms o menos acusadas, se encuentra a menudo ese tipo de lesbiana que jams se ha identificado con su madre porque la admiraba o la detestaba demasiado, pero que, negndose a ser mujer, anhela a su alrededor la dulzura de una proteccin femenina; del seno de esa clida matriz puede emerger en el mundo con audacias de muchacho; se comporta como un hombre; pero, en tanto que hombre, tiene una fragilidad que le hace desear el amor de una amante mayor que ella; la pareja reproducir la pareja heterosexual clsica: matrona y adolescente. Los psicoanalistas han sealado la importancia de las relaciones sostenidas en otro tiempo por la homosexual con su madre. Hay dos casos en los cuales le cuesta trabajo a la adolescente escapar a su influjo: si ha sido ardientemente mimada por una madre llena de ansiedad, o si ha {426} sido maltratada por una mala madre que le haya insuflado un profundo sentimiento de culpabilidad; en el primer caso, sus relaciones rayaban a menudo en la homosexualidad: dorman juntas, se acariciaban o se besaban los senos; la joven buscar esa misma dicha en otros brazos. En el segundo caso, experimentar una ardiente necesidad de una buena madre que la proteja contra la primera, que aparte la maldicin que siente sobre su cabeza. Uno de los pacientes cuya historia cuenta Havelock Ellis y que haba detestado a su madre durante toda su infancia, describe as el amor que experiment a los diecisis aos por una mujer de ms edad: Me senta como una hurfana que de pronto adquiere una madre, y empec a sentir menos hostilidad hacia las personas mayores, a experimentar respeto por ellas... Mi amor por ella era perfectamente puro y pensaba en ella como en una madre... Me gustaba que me tocase, y, a veces, me estrechaba entre sus brazos o dejaba que me sentase en sus rodillas... Cuando estaba acostada, vena a darme las buenas noches y me besaba en la boca. Si la mayor se presta a ello, la menor se entregar llena de gozo a caricias ms ardientes. Por lo general, asumir el papel pasivo, porque desea ser dominada, protegida, acunada y acariciada como una nia. Que esas relaciones no pasen de ser platnicas o que se transformen en carnales, a menudo tienen el carcter de una verdadera pasin amorosa. Mas, por el hecho mismo de que aparecen en la evolucin de la adolescente como una etapa clsica, no bastaran para explicar una decidida eleccin de la homosexualidad. La joven busca en ella, a la vez, una liberacin y una seguridad que tambin podr encontrar entre unos brazos masculinos. Pasado el perodo de entusiasmo amoroso, la menor experimentar frecuentemente con relacin a la mayor el mismo sentimiento ambivalente que experimentaba con respecto a su madre; sufre su influencia y desea sustraerse a ella; si la otra se obstina en retenerla, permanecer durante algn {427} tiempo como su prisionera (1); pero, despus de escenas violentas o amistosamente, terminar por evadirse; habiendo culminado su adolescencia, se siente madura para afrontar una vida de mujer normal. Para que su vocacin lesbiana se afirme, hace falta, o bien que como Sandor rechace su feminidad, o bien que su feminidad florezca de la manera ms feliz entre brazos femeninos. Es decir, que el apego a la madre no basta para explicar la inversin. Y esta puede ser elegida por motivos completamente distintos. La mujer puede descubrir o presentir a travs de experiencias completas o esbozadas que no extraer ningn placer de las relaciones heterosexuales, y que nicamente otra mujer ser capaz de satisfacerla plenamente: en particular, para la mujer que rinda culto a su femineidad, es el abrazo sfico el que se revela ms satisfactorio. (1) Como en la novela Tro, de DOROTHY BAKER, que, por lo dems, es muy superficial. Es muy importante subrayarlo: no siempre es la negativa a convertirse en objeto lo que conduce a la mujer a la homosexualidad; la mayora de las lesbianas, por el contrario, tratan de apropiarse los tesoros de su feminidad. Consentir en metamorfosearse en cosa pasiva no es renunciar a toda reivindicacin subjetiva: la mujer espera as alcanzarse bajo la figura del ens; pero entonces tratar de recobrarse en su disimilitud. En la soledad, no logra realmente desdoblarse; aunque se acaricie el pecho, no sabe cmo se revelaran sus senos bajo una mano extraa, ni cmo se sentiran vivir bajo esa mano extraa; un hombre puede descubrirle la existencia para s de su carne, pero no lo que es para otro. Solamente cuando sus dedos modelan el cuerpo de una mujer cuyos dedos modelan, a su vez, su propio cuerpo, solamente entonces se cumple el milagro del espejo. Entre el hombre y la mujer, el amor es un acto; cada uno de ellos, arrancado de s mismo, deviene otro: lo que maravilla a la enamorada es que la languidez pasiva de su carne se refleje bajo la figura del ardor viril; pero en ese sexo erecto la narcisista no reconoce sino demasiado confusamente sus incentivos. Entre {428} mujeres, el amor es contemplacin; las caricias estn destinadas menos a apropiarse de la otra que a recrearse lentamente a travs de ella; la separacin est abolida, no hay lucha, ni victoria, ni derrota; en una exacta reciprocidad, cada una es a la vez sujeto y objeto, soberana y esclava; la dualidad es complicidad. La estrecha semejanza dice Colette(1) tranquiliza incluso a la voluptuosidad. La amiga se complace en la certidumbre de acariciar un cuerpo cuyos secretos conoce y del cual su propio cuerpo le indica las preferencias. Y Rene Vivien: (1) Ces plaisirs... Nuestro corazn es semejante en nuestro seno de mujer, Oh, querida ma! De forma parecida est hecho nuestro cuerpo. Un mismo destino cruel ha pesado sobre nuestra alma. Yo traduzco tu sonrisa y la sombra que oscurece tu faz. Mi dulzura es igual a tu gran dulzura. Incluso a veces nos parece ser de la misma raza. Amo en ti a mi hija, a mi amiga y a mi hermana (2). (2) Sortilges... Ese desdoblamiento puede adoptar una figura maternal; la madre que se reconoce y se enajena en su hija siente a menudo por ella un apego sexual; el gusto de proteger y acunar en sus brazos un tierno objeto de carne le es comn con la lesbiana. Colette subraya esta analoga cuando escribe en Les vrilles de la vigne: Me dars la voluptuosidad, inclinada sobre m, con los ojos cuajados de maternal ansiedad, t que buscas, a travs de tu alma apasionada, el hijo que no has tenido. Y Rene Vivien expresa el mismo sentimiento: Ven, te llevar como a una nia enferma, como a una nia quejumbrosa y temerosa y enferma. Entre mis brazos nerviosos, estrecho tu cuerpo leve. Vers que s curar y proteger, y que mis brazos estn hechos para protegerte mejor (3) {429}. (3) L'heure des mains joints. Y agrega: Te amo por ser dbil y estar entre mis brazos sosegada, como una tibia cuna donde reposases. En todo amor amor sexual o amor maternal hay a la vez avaricia y generosidad, deseo de poseer al otro y de drselo todo; pero, en la medida en que ambas son narcisistas y acarician en el nio, en la amante, su prolongacin o su reflejo, en esa medida la madre y la lesbiana coinciden singularmente. Sin embargo, el narcisismo tampoco conduce siempre a la homosexualidad: el ejemplo de Marie Bashkirtseff lo prueba; no se halla en sus escritos la menor huella de un sentimiento afectuoso con respecto a una mujer; cerebral antes que sensual, extremadamente vanidosa, suea desde la infancia con ser valorada por el hombre: no le interesa nada, excepto lo que pueda contribuir a su gloria. La mujer que se idolatra exclusivamente a s misma y que apunta a un logro abstracto es incapaz de una clida complicidad con respecto a otras mujeres; no ve en ellas ms que rivales y enemigas. En verdad, ningn factor es jams determinante; siempre se trata de una opcin efectuada en el corazn de un conjunto complejo y que descansa en una libre decisin; ningn destino sexual rige la vida del individuo: su erotismo traduce, por el contrario, su actitud global con respecto a la existencia. Las circunstancias, sin embargo, tienen tambin en esta opcin parte importante. Todava hoy los dos sexos viven en gran parte separados: en los pensionados, en las escuelas femeninas, se resbala fcilmente de la intimidad a la sexualidad; hay muchas menos lesbianas en los medios en que la camaradera entre chicos y chicas facilita las experiencias heterosexuales. Multitud de mujeres que trabajan en talleres y oficinas entre mujeres, y que tienen pocas ocasiones de frecuentar el trato con hombres, establecern entre ellas amistades amorosas: material y moralmente, les ser cmodo {430} asociar sus vidas. La ausencia o el fracaso de relaciones heterosexuales las destinar a la inversin. Resulta difcil trazar un lmite entre la resignacin y la predileccin: una mujer puede consagrarse a las mujeres porque el hombre la haya decepcionado, pero tambin a veces ste la decepciona porque ella buscaba en l una mujer. Por todas estas razones, es falso establecer una distincin radical entre la heterosexual y la homosexual. Pasado el tiempo indeciso de la adolescencia, el varn normal no vuelve a permitirse ninguna extravagancia pederasta; pero la mujer normal vuelve con frecuencia a los amores que platnicamente o no han encantado su juventud. Decepcionada por el hombre, buscar en brazos femeninos al amante que la ha traicionado. Colette ha indicado en La vagabonde ese papel consolador que representan a menudo en la vida de las mujeres las voluptuosidades condenadas: y sucede que algunas se pasan la vida entera consolndose. Hasta una mujer colmada de abrazos masculinos puede no desdear voluptuosidades ms sosegadas. Pasiva y sensual, las caricias de una amiga no la desagradarn, porque as no tendr ms que abandonarse, dejarse colmar. Activa y ardiente, aparecer como una andrgina, no por una misteriosa combinacin de hormonas, sino por el solo hecho de que se consideran la agresividad y el gusto de la posesin como cualidades viriles; Claudine, enamorada de Renaud, no por ello codicia menos los encantos de Rzi; es plenamente mujer, sin dejar por ello de anhelar ella tambin, tomar y acariciar. Bien entendido, entre las mujeres honestas esos deseos perversos son escrupulosamente rechazados; no obstante, se manifiestan bajo la forma de amistades puras, pero apasionadas, o bajo la tapadera de la ternura maternal; algunas veces se descubren clamorosamente en el curso de una psicosis o durante la crisis de la menopausia. Con mucho ms motivo, resulta vano pretender clasificar a las lesbianas en dos categoras tajantes. Por el hecho de que una comedia social se superpone a menudo a sus verdaderas relaciones, complacindose en simular una pareja bisexuada, ellas mismas sugieren la divisin en viriles y {431} femeninas. Pero el que una lleve un severo traje sastre y la otra se ponga un vestido vaporoso, no debe inducir a engao. Examinando la cuestin ms de cerca, se advierte que salvo en casos extremos su sexualidad es ambigua. La mujer que se hace lesbiana porque rechaza la dominacin masculina, saborea frecuentemente el gozo de reconocer en otra a la misma orgullosa amazona; antao florecieron muchos amores culpables entre las estudiantes de Svres, que vivan juntas lejos de los hombres; estaban orgullosas de pertenecer a una elite femenina y queran permanecer como sujetos autnomos; esta complejidad, que las reuna contra la casta privilegiada, permita que cada una de ellas admirase en una amiga a aquel ser prestigioso que acariciaba en s misma; al abrazarse mutuamente, cada una era a la vez hombre y mujer y estaba encantada de sus virtudes andrginas. De manera inversa, una mujer que quiere gozar su feminidad en brazos femeninos, conoce tambin el orgullo de no obedecer a ningn amo. Rene Vivien amaba ardientemente la belleza femenina y ella misma se quera bella; se adornaba, estaba orgullosa de su larga cabellera; pero tambin le agradaba sentirse libre, intacta; en sus poemas, expresa su desprecio con respecto a aquellas que, a travs del matrimonio, consienten en convertirse en siervas de un hombre. Su aficin a los licores fuertes, su lenguaje a veces indecente, ponan de manifiesto su deseo de virilidad. De hecho, en la inmensa mayora de las parejas las caricias son recprocas. De ello se deduce que los papeles se distribuyen de manera muy incierta: la mujer ms infantil puede representar el personaje de una adolescente frente a una matrona protectora, o el de la querida apoyada en el brazo del amante. Pueden amarse en la igualdad. Puesto que las compaeras son homlogas, todas las combinaciones, transposiciones, cambios y comedias son posibles. Las relaciones se equilibran segn las tendencias psicolgicas de rada una de las amigas y de acuerdo con el conjunto de la situacin. Si hay una de ellas que ayuda o mantiene a la otra, asume las funciones del varn: tirnico protector, vctima a quien se explota, soberano respetado y a veces hasta chulo {432}; una superioridad moral, social e intelectual le conferir frecuentemente autoridad; sin embargo, la ms amada gozar los privilegios de que la reviste la apasionada adhesin de la ms amante. Al igual que la de un hombre y una mujer, la asociacin de dos mujeres adopta multitud de figuras diferentes; se funda en el sentimiento, el inters o la costumbre; es conyugal o novelesca; da cabida al sadismo, al masoquismo, a la generosidad, a la fidelidad, a la abnegacin, al capricho, al egosmo, a la traicin; entre las lesbianas hay prostitutas y tambin grandes enamoradas. Sin embargo, ciertas circunstancias prestan caractersticas singulares a esas relaciones. No estn consagradas por ninguna institucin ni por las costumbres, ni reglamentadas por convenciones: por eso mismo se viven con ms sinceridad. Hombre y mujer aunque sean esposos se hallan ms o menos en representacin uno delante del otro, sobre todo la mujer, a quien el varn siempre impone alguna consigna: virtud ejemplar, encanto, coquetera, infantilismo o austeridad; en presencia del marido o del amante, jams se siente del todo ella misma; al lado de una amiga, no alardea, no tiene que fingir, son demasiado semejantes para no mostrarse al descubierto. Esa similitud engendra la ms completa intimidad. El erotismo, a menudo, no tiene ms que una parte asaz pequea en tales uniones; la voluptuosidad tiene un carcter menos fulminante, menos vertiginoso que entre hombre y mujer, y no produce metamorfosis tan trastornadoras; pero, una vez que los amantes han desunido su carne, vuelven a ser extraos el uno para el otro; incluso el cuerpo masculino le parece repulsivo a la mujer; y el hombre experimenta a veces una suerte de inspido hasto ante el de su compaera; entre mujeres, la ternura carnal es ms uniforme, ms continuada; no son arrebatadas a xtasis frenticos, pero jams caen en una indiferencia hostil; verse, tocarse, es un tranquilo placer que prolonga con sordina el del lecho. La unin de Sarah Posonby con su bienamada dur cerca de cincuenta aos sin una nube: parece que ambas supieron crearse un apacible edn al margen {433} del mundo. Pero la sinceridad tambin se paga. Como se muestran al descubierto, sin la preocupacin de dominarse ni disimular, las mujeres se incitan entre ellas a violencias inauditas. El hombre y la mujer se intimidan por el hecho de que son diferentes: ante ella experimenta l piedad, inquietud; se esfuerza por tratarla con cortesa, indulgencia y circunspeccin; ella, a su vez, le respeta y le teme un poco, y procura dominarse en su presencia; cada cual procura disculpar al otro misterioso, cuyos sentimientos y reacciones mide mal. Las mujeres son implacables entre ellas; se engaan, se provocan, se persiguen, se encarnizan y se arrastran mutuamente al fondo de la abyeccin. La calma masculina ya sea indiferencia o dominio de s mismo es un dique contra el que se estrellan las escenas femeninas; pero entre dos amigas hay puja de lgrimas y convulsiones; su paciencia para reiterarse reproches y explicaciones es insaciable. Exigencias, recriminaciones, celos, tirana, todas estas plagas de la vida conyugal se desencadenan bajo una forma exacerbada. Si tales amores son a menudo tempestuosos, es porque tambin estn ordinariamente ms amenazados que los amores heterosexuales. Son censurados por la sociedad y difcilmente logran integrarse en la misma. La mujer que asume la actitud viril por su carcter, su situacin, la fuerza de su pasin lamentar no proporcionar a su amiga una existencia normal y respetable, no poder casarse con ella, arrastrarla por caminos inslitos: esos son los sentimientos que, en Le puits de solitude, Radcliffe Hall atribuye a su herona; esos remordimientos se traducen en una ansiedad morbosa y, sobre todo, en unos celos torturantes. Por su parte, la amiga ms pasiva o menos enamorada sufrir, en efecto, a causa de las censuras de la sociedad; se considerar degradada, pervertida, frustrada, y sentir rencor contra aquella que le impone semejante suerte. Puede suceder que una de las dos mujeres desee tener un hijo; o bien se resigna con tristeza a su esterilidad, o ambas adoptan un nio, o bien la que desea la maternidad {434} solicita los servicios de un hombre; el nio es a veces un lazo de unin y a veces una nueva fuente de friccin. Lo que da un carcter viril a las mujeres encerradas en la homosexualidad no es su vida ertica, que, por el contrario, las confina en un universo femenino, sino el conjunto de responsabilidades que se ven obligadas a asumir por el hecho de pasarse sin los hombres. Su situacin es inversa a la de la cortesana, que a veces adquiere un espritu viril a fuerza de vivir entre varones tal Ninon de Lenclos, pero que depende de ellos. La singular atmsfera que reina en torno a las lesbianas proviene del contraste entre el clima de gineceo en que se desenvuelve su vida privada y la independencia masculina de su existencia pblica. Se conducen como hombres en un mundo sin hombre. La mujer sola siempre parece un poco inslita; no es verdad que los hombres respeten a las mujeres: se respetan unos a otros a travs de sus mujeres esposas, amantes, entretenidas; cuando la proteccin masculina deja de extenderse sobre ella, la mujer se encuentra desarmada ante una casta superior que se muestra agresiva, sarcstica u hostil. En tanto que perversin ertica, la homosexualidad femenina ms bien hace sonrer; pero, en tanto implique un modo de vivir, suscita desprecio o escndalo. Si hay mucho de provocacin y de afectacin en la actitud de las lesbianas, es porque no tienen medio alguno para vivir su situacin con naturalidad: lo natural implica que no se reflexione sobre uno mismo, que se acte sin representar los propios actos; pero las actitudes de los dems llevan a la lesbiana sin cesar a tomar conciencia de s misma. Solo si tiene bastante edad o goza de gran prestigio social, podr seguir su camino con tranquila indiferencia. Resulta difcil decretar, por ejemplo, si es por gusto o como reaccin defensiva por lo que ella se viste tan a menudo de manera masculina. Ciertamente, hay en ello, en gran parte, una eleccin espontnea. No hay nada menos natural que vestirse de mujer; sin duda, la ropa masculina tambin es artificial, pero es ms cmoda y ms sencilla; est hecha para favorecer la accin en lugar de entorpecerla; George {435} Sand e Isabelle Ehberardt llevaban trajes de hombre; en su ltimo libro (1), Thyde Monnier proclama su predileccin por el uso del pantaln; a toda mujer activa le gustan los tacones bajos y los tejidos fuertes. El sentido de la toilette femenina es manifiesto: se trata de adornarse, y adornarse es ofrecerse; las feministas heterosexuales se mostraron antao, sobre este punto, tan intransigentes como las lesbianas: rehusaban convertirse en una mercanca que se exhibe y adoptaron el uso de trajes sastre y sombreros de fieltro; los vestidos adornados, escotados, les parecan el smbolo del orden social que combatan. Hoy han logrado dominar la realidad, y el smbolo tiene a sus ojos menos importancia. Para la lesbiana, sin embargo, todava la tiene en la medida en que ella se siente todava ente reivindicante. Sucede tambin si determinadas particularidades fsicas han motivado su vocacin que la indumentaria austera le siente mejor. (1) Moi. Hay que aadir que uno de los papeles representados por el adorno consiste en satisfacer la sensualidad aprehensora de la mujer; pero la lesbiana desdea los consuelos del terciopelo y de la seda: al igual que a Sandor, le gustarn en sus amigas, o el cuerpo mismo de su amiga ocupar su lugar. Tambin por esta razn la lesbiana gusta a menudo de ingerir bebidas secas, fumar tabaco fuerte, hablar un lenguaje rudo, imponerse ejercicios violentos: erticamente, comparte la suavidad femenina, y, por contraste, gusta de un clima sin insipidez. Por esa inclinacin, puede llegar a disfrutar con la compaa de los hombres. Pero aqu interviene un nuevo factor: las relaciones frecuentemente ambiguas que sostiene con ellos. Una mujer muy segura de su virilidad solo querr hombres como amigos y camaradas: esta seguridad apenas se encuentra nada ms que en aquella que tenga con ellos intereses comunes, que en los negocios, la accin o el arte trabaje y triunfe como uno de ellos. Cuando Gertrude Stein reciba a sus amigos, solo conversaba con los hombres y dejaba a Alice Toklas el cuidado de entretener {436} a sus amigas (1). Ser con las mujeres con quienes la homosexual muy viril observar una actitud ambivalente: las desprecia, pero ante ellas tiene un complejo de inferioridad tanto en cuanto mujer como en cuanto hombre; teme parecerles una mujer frustrada, un hombre inacabado, lo cual la lleva a ostentar una superioridad altiva o a manifestar hacia ellas como la invertida de Stekel una agresividad sdica. Pero este caso es bastante raro. Ya se ha visto que la mayora de las lesbianas rechazan al hombre con reticencia: hay en ellas, como en la mujer frgida, repugnancia, rencor, timidez, orgullo; no se sienten realmente semejantes a ellos; a su rencor femenino se aade un complejo de inferioridad viril; son rivales mejor armados para seducir, poseer y conservar la presa; detestan ellas ese poder del hombre sobre las mujeres, detestan la mancilla que hacen sufrir a la mujer. Tambin las irrita ver que ellos ejercen los privilegios sociales y el sentirles ms fuertes que ellas: es una hiriente humillacin no poder batirse con un rival, saberle capaz de derribarnos de un puetazo. Esta compleja hostilidad es una de las razones que lleva a algunas homosexuales a exhibirse; solo tienen trato entre ellas; forman una especie de clubs, para manifestar que no tienen necesidad de los hombres, ni social ni sexualmente. De ah se resbala fcilmente a intiles fanfarronadas y a todas las comedias de la inautenticidad. La lesbiana juega primero a ser hombre; despus, ser lesbiana tambin se convierte en un juego; el disfraz se torna librea; y la mujer, so pretexto de sustraerse a la opresin del varn, se hace esclava de su personaje; no ha querido encerrarse en la situacin de mujer y se encarcela en la de lesbiana. Nada ofrece peor impresin de estrechez de espritu y de mutilacin que esos clanes de mujeres manumitidas. Hay que aadir que muchas mujeres solo se declaran homosexuales por interesada complacencia: adoptan de manera an ms consciente aires equvocos, esperando incitar {437} a los hombres que gustan de las viciosas. Estas ruidosas celadoras que son evidentemente las que ms se hacen notar contribuyen a desacreditar lo que la opinin considera como un vicio y una pose. (1) Una heterosexual que crea o quiera persuadirse de ello que por su vala trasciende la diferencia de los sexos, observar de buen grado la misma actitud: tal fue el caso de madame de Stal. En verdad, la homosexualidad no es ni una perversin deliberada ni una maldicin fatal (1). Es una actitud elegida en situacin, es decir, a la vez motivada y libremente adoptada. Ninguno de los factores que el sujeto asume con esta eleccin datos fisiolgicos, historia psicolgica, circunstancias sociales es determinante, aunque todos contribuyen a explicarla. Para la mujer, esa es una manera, entre otras, de resolver los problemas planteados por su condicin en general y por su situacin ertica en particular. Como todas las actitudes humanas, ir acompaada de comedias, desequilibrios, fracasos, mentiras, o bien, por el contrario, ser fuente de fecundas experiencias, segn sea vivida de mala fe, en la pereza y la inautenticidad, o en la lucidez, la generosidad y la libertad {438}. (1) Le puits de solitude presenta una herona marcada por una fatalidad psicofisiolgica. Pero el valor documental de esa novela es muy tenue, a. despecho de la reputacin que ha conocido. EL SEGUNDO SEXO II. (Le deuxime sexe II) {439}. Qu desdicha ser mujer! Y, sin embargo, cuando se es mujer, la peor desgracia, en el fondo, consiste en no comprender que se es. KIERKEGAARD. Mitad vctimas, mitad cmplices, como todo el mundo. J. P. SARTRE {441}. PARTE PRIMERA. SITUACIN {443}. CAPTULO PRIMERO. LA MUJER CASADA. El destino que la sociedad propone tradicionalmente a la mujer es el matrimonio. La mayor parte de las mujeres, todava hoy, estn casadas, lo han estado, se disponen a estarlo o sufren por no estarlo. La soltera se define con relacin al matrimonio, ya sea una mujer frustrada, sublevada o incluso indiferente con respecto a esa institucin. As, pues, tendremos que proseguir este estudio mediante el anlisis del matrimonio. La evolucin econmica de la condicin femenina est en camino de trastornar la institucin del matrimonio, que se convierte en una unin libremente consentida entre dos individualidades autnomas; los compromisos de los cnyuges son personales y recprocos; el adulterio es para ambas partes una denuncia del contrato; el divorcio puede ser obtenido por una y otra parte en las mismas condiciones. La mujer ya no est acantonada en su funcin reproductora: esta ha perdido en gran parte su carcter de servidumbre natural y se presenta como una carga voluntariamente asumida (1); adems, est asimilada a un trabajo productivo, puesto que en muchos casos el tiempo de reposo que exige un embarazo debe serle pagado a la madre por el Estado o por el empresario. En la URSS el matrimonio apareci durante algunos aos como un contrato interindividual, que descansaba en la sola libertad de los esposos; hoy parece ser un servicio que {445} el Estado impone a ambos. El que una u otra tendencia se imponga en el mundo de maana depende de la estructura general de la sociedad: pero, en todo caso, la tutela masculina est en va de desaparicin. Sin embargo, la poca que vivimos es todava, desde el punto de vista feminista, un perodo de transicin. Solamente una parte de las mujeres participa en la produccin, y aun esas pertenecen a una sociedad en la que perviven antiguas estructuras, antiguos valores. El matrimonio moderno no puede comprenderse ms que a la luz del pasado que perpeta. (1) Vase volumen I. El matrimonio siempre se ha presentado de manera radicalmente diferente para el hombre y para la mujer. Los dos sexos son necesarios el uno para el otro, pero esa necesidad jams ha engendrado reciprocidad entre ellos; nunca han constituido las mujeres una casta que estableciese intercambios y contratos con la casta masculina sobre un pie de igualdad. Socialmente, el hombre es un individuo autnomo y completo; ante todo, es considerado como productor, y su existencia est justificada por el trabajo que proporciona a la colectividad; ya se ha visto (1) por qu razones el papel reproductor y domstico en el cual se halla encerrada la mujer no le ha garantizado una dignidad igual, Es cierto que el hombre la necesita; en algunos pueblos primitivos sucede que el soltero, incapaz de asegurarse la subsistencia por s solo, es una especie de paria; en las comunidades agrcolas, una colaboradora le es indispensable al campesino; y para la mayora de los hombres resulta ventajoso descargar sobre una compaera ciertas faenas penosas; el individuo desea una vida sexual estable, anhela una posteridad, y la sociedad le exige que contribuya a perpetuarla. Pero no es a la mujer misma a quien el hombre hace un llamamiento: es la sociedad de los hombres la que permite a cada uno de sus miembros que se realice como esposo y como padre; integrada en tanto que esclava o vasalla a los grupos familiares que dominan padres y hermanos, la mujer siempre ha sido dada en matrimonio a unos hombres por otros {446} hombres. Primitivamente, el clan, la gens paterna, disponen de ella como si fuese poco menos que una cosa: forma parte de las prestaciones que dos grupos se consienten mutuamente; su condicin no ha sido profundamente modificada cuando el matrimonio ha revestido, en el curso de su evolucin (2), una forma contractual; dotada o percibiendo su parte de herencia, la mujer aparece como una persona civil: pero dote y herencia la someten an a su familia; durante mucho tiempo, los contratos fueron firmados entre el suegro y el yerno, no entre marido y mujer; nicamente la viuda gozaba entonces de autonoma econmica (3). La libertad de eleccin de la joven ha sido siempre muy restringida; y el celibato salvo en los casos excepcionales en que reviste un carcter sagrado la rebaja a la condicin de parsito y de paria; el matrimonio es su nico medio de ganarse la vida y la exclusiva justificacin social de su existencia. Se le impone a doble ttulo: debe dar hijos a la comunidad; pero son raros lo casos en que como en Esparta y en cierta medida bajo el rgimen nazi el Estado la toma directamente bajo su tutela y solo le pide que sea madre. Incluso las civilizaciones que ignoran el papel generador del padre, exigen que se halle bajo la proteccin de un marido; tambin tiene la funcin de satisfacer las necesidades sexuales de un hombre y cuidar de su hogar. La carga que le impone la sociedad es considerada como un servicio prestado al esposo, el cual, a su vez, debe a su esposa regalos o una viudedad y se compromete a mantenerla; a travs de l la comunidad cumple sus deberes con respecto a la mujer que le destina. Los derechos que la esposa adquiere al cumplir sus deberes se traducen en obligaciones a las cuales est sometido el varn. Este no puede romper a su antojo el vnculo conyugal; la repudiacin y el divorcio solo se obtienen mediante una decisin de los poderes pblicos, y algunas veces el marido {447} debe entonces una compensacin monetaria: su uso se hizo incluso abusivo en el Egipto de Boccoris, como sucede hoy en Estados Unidos bajo la forma de alimony. La poligamia siempre ha sido ms o menos abiertamente tolerada: el hombre puede llevar a su lecho esclavas, cortesanas, concubinas, queridas, prostitutas; pero est obligado a respetar ciertos privilegios de su legtima esposa. Si esta se ve maltratada o perjudicada, tiene el recurso ms o menos concretamente garantizado de volver con su familia y obtener la separacin o el divorcio. As, pues, para ambos cnyuges el matrimonio es a la vez una carga y un beneficio; pero no existe simetra en sus respectivas situaciones; para las jvenes, el matrimonio es el nico medio de integrarse en la colectividad, y si se quedan solteras, son consideradas socialmente como desechos. Por eso las madres han buscado siempre con tanto ahnco casar a sus hijas. En el siglo pasado, en el seno de la burguesa, apenas eran consultadas. Se les ofreca a eventuales pretendientes en el curso de entrevistas previamente concertadas. Zola ha descrito esta costumbre en PotBouille: (1) Vase volumen I. (2) Esta evolucin se ha producido de manera discontinua. Se ha repetido en Egipto, en Roma, en la civilizacin moderna; vase volumen I, Historia. (3) De donde el carcter singular de la viuda joven en la literatura ertica. Fallado; ha fallado dijo la seora Josserand, dejndose caer en su silla. Ah dijo simplemente el seor Josserand. Pero es que no lo comprendis? continu la seora Josserand con voz aguda. Os digo que es otro matrimonio al garete. Y es el cuarto que falla! la seora Josserand se levant y se dirigi hacia donde estaba su hija: Lo oyes? Cmo te las has arreglado para estropear tambin esta oportunidad de matrimonio? Berthe comprendi que haba llegado su turno. No lo s, mam murmur. Un subjefe de negociado prosigui su madre; con menos de treinta aos y un porvenir soberbio. Eso supone dinero todos los meses; es una cosa slida, y eso es lo que verdaderamente importa... Acaso has cometido alguna tontera, como con los otros? Te aseguro que no, mam. Mientras bailabais, pasasteis a la salita. Berthe se turb {448}. S, mam... Y, como estbamos solos, quiso hacer cosas feas; me abraz, cogindome as... Entonces tuve miedo y le empuj contra un mueble. Su madre la interrumpi, presa nuevamente de furor: Lo empuj contra un mueble! Ah! Desdichada! Lo empuj contra un mueble! Pero, mam, me tena abrazada... Y qu? Te tena abrazada... Qu cosas! Meta usted a estas zoquetes en un pensionado... Pero qu es lo que os ensean all, vamos a ver? Por un beso detrs de una puerta! Acaso tendrais que hablarnos de eso a nosotros, vuestros padres? Y empujis a la gente contra un mueble, y echis a perder matrimonios! Adopt un aire doctoral y continu: Se acab. Pierdo la esperanza, hija ma; eres tonta de remate... Cuando se carece de fortuna, hay que comprender que es preciso tomar a los hombres por otra cosa. Se es amable con ellos, se ponen ojos tiernos, se olvida la mano, se permiten chiquilladas sin parecer que se permiten; en fin, se pesca un marido... Y lo que me enciende la sangre es que no est demasiado mal cuando se lo propone continu la seora Josserand. Veamos, enjgate los ojos, mrame como si yo fuese un seor que te hiciese la corte. Mira, dejas caer el abanico para que el seor, al recogerlo, te roce los dedos... Y no ests tensa, da flexibilidad al talle. A los hombres no les gustan los tablones. Y, sobre todo, aunque vaya demasiado lejos, no cometas estupideces. Un hombre que va demasiado lejos est inflamado, querida. Dieron las dos en el reloj del saln; en la excitacin de aquella prolongada velada, en su furioso deseo de un matrimonio inmediato, la madre se olvidaba de todo y expresaba sus pensamientos en voz alta, dando vueltas y ms vueltas a su hija, como si fuese una mueca de cartn. La joven, desmadejada, sin voluntad, se abandonaba, pero tena el corazn oprimido, y el temor y la vergenza le apretaban la garganta... As, pues, la joven aparece como absolutamente pasiva; sus padres la casan, la dan en matrimonio. Los muchachos se casan, toman a la mujer. Buscan en el matrimonio una expansin, una confirmacin de su existencia, pero no el derecho mismo de existir; es una carga que asumen libremente {449}. Por consiguiente, pueden interrogarse sobre sus ventajas y sus inconvenientes, como hicieran los satricos griegos y los de la Edad Media; para ellos no es ms que un modo de vivir, no un destino. Les est permitido preferir la soledad del celibato; algunos se casan tarde o no se casan. La mujer, al casarse, recibe como feudo una parcela del mundo; garantas legales la defienden contra los caprichos del hombre; pero se convierte en su vasalla. El jefe de la comunidad, econmicamente, es l, y, por tanto, l es quien la encarna a los ojos de la sociedad. En Francia, ella toma el nombre del marido, es asociada a su culto, integrada en su clase, en su medio; pertenece a la familia de l, se convierte en su mitad. Le sigue all adonde su trabajo le llama: precisamente, el domicilio conyugal estar en funcin del sitio donde l ejerza su profesin; ms o menos brutalmente, rompe con su pasado y es anexionada al universo de su esposo; le entrega su persona: le debe su virginidad y una rigurosa fidelidad. Pierde una parte de los derechos que el Cdigo reconoce a la soltera. La legislacin romana colocaba a la mujer en manos del marido, loco filiae, en los inicios del siglo XIX, Bonald declaraba que la mujer es a su esposo lo que el nio es a la madre; hasta la ley de 1942, el Cdigo francs exiga de ella obediencia al marido; la ley y las costumbres todava confieren a este una gran autoridad, que est implcita en su situacin en el seno de la sociedad conyugal. Puesto que l es el productor, l es quien supera el inters de la familia hacia el de la sociedad y quien le abre un porvenir cooperando a la edificacin del porvenir colectivo: es l quien encarna la trascendencia. La mujer est destinada a la conservacin de la especie y al mantenimiento del hogar, es decir, a la inmanencia (1). En verdad, toda existencia humana es trascendencia e inmanencia a la vez; para superarse exige conservarse, para lanzarse hacia el porvenir necesita integrar el pasado y, sin dejar de comunicarse con otro, debe confirmarse en s misma. Estos dos momentos {450} estn implcitos en todo movimiento vivo: al hombre, el matrimonio le permite precisamente la feliz sntesis de ambos; en su trabajo, en su vida poltica, conoce el cambio, el progreso, experimenta su dispersin a travs del tiempo y el universo; y cuando est cansado de ese vagabundeo, funda un hogar, se fija en un lugar, se ancla en el mundo; por la noche, se recoge en la casa donde su mujer cuida de los muebles y de los nios, del pasado que ella almacena. Pero ella no tiene ms tarea que mantener y conservar la vida en su pura e idntica generalidad; ella perpeta la especie inmutable, asegura el ritmo igual de las jornadas y la permanencia del hogar, cuyas puertas mantiene cerradas; no se le otorga ninguna influencia directa sobre el porvenir ni sobre el universo; no se supera hacia la colectividad sino por mediacin del marido. (1) Vase volumen I. Esta tesis se encuentra en San Pablo, los Padres de la Iglesia, Rousseau, Proudhon, Auguste Comte, D. H. Lawrence, etc. El matrimonio conserva hoy gran parte de esa figura tradicional. Y, en primer lugar, se impone mucho ms imperiosamente a la joven que al joven. Todava hay importantes capas sociales en las cuales no se le ofrece ninguna otra perspectiva; entre los campesinos, la soltera es una paria; no deja de ser la criada de su padre, de sus hermanos, de su cuado; el xodo hacia las ciudades apenas le es posible; al someterla a un hombre, el matrimonio la hace duea de un hogar. En ciertos medios burgueses, todava se deja a la joven en la incapacidad de ganarse la vida; no puede hacer otra cosa sino vegetar como un parsito en el hogar paterno o aceptar en un hogar extrao una posicin subalterna. Aun en el caso de que est ms emancipada, el privilegio econmico detentado por los varones la obliga a preferir el matrimonio a un oficio: buscar un marido cuya situacin sea superior a la suya y en la que espera que l llegar ms rpidamente y ms lejos de lo que ella sera capaz. Se admite, como en otro tiempo, que el acto amoroso, por parte de la mujer, es un servicio que presta al hombre; este toma su placer, y, a cambio, le debe una compensacin. El cuerpo de la mujer es un objeto que se compra; para ella, representa un {451} capital que est autorizada a explotar. En ocasiones aporta una dote al esposo; a menudo se compromete a proporcionar cierto trabajo domstico: conservar la casa, cuidar de los nios. En todo caso, tiene derecho a dejarse mantener, e incluso la moral tradicional la exhorta a ello. Es natural que se sienta tentada por esta facilidad, tanto ms cuanto que los oficios femeninos son frecuentemente ingratos y estn mal remunerados; el matrimonio es una carrera ms ventajosa que otras muchas. Las costumbres dificultan todava la manumisin sexual de la soltera; en Francia, el adulterio de la esposa ha sido hasta nuestros das un delito, en tanto que ninguna ley prohiba a la mujer el amor libre; no obstante, si quera tomar un amante, era preciso que antes contrajese matrimonio. Multitud de jvenes burguesas severamente educadas se casan todava hoy para estar libres. Un nmero bastante elevado de norteamericanas han conquistado su libertad sexual; pero sus experiencias se asemejan a las de los jvenes primitivos descritos por Malinowsky, quienes en La casa de los solteros gustan placeres sin consecuencias; se espera de ellos que contraigan matrimonio, y solamente entonces se les considera plenamente como adultos. Una mujer sola, en Norteamrica an ms que en Francia, es un ser socialmente incompleto, aunque se gane la vida por s misma; necesita una alianza en el dedo para conquistar la dignidad ntegra de una persona y la plenitud de sus derechos. En particular, la maternidad solo es respetada en la mujer casada; la madre soltera sigue siendo piedra de escndalo, y su hijo representa para ella un pesado handicap. Por todas estas razones, muchas adolescentes del Viejo y del Nuevo Mundo, al ser interrogadas sobre sus proyectos respecto al futuro, responden hoy como lo habran hecho en otro tiempo: Quiero casarme. Ningn joven, en cambio, considera al matrimonio como su proyecto fundamental. El xito econmico ser el que le d su dignidad de adulto: ello puede implicar el matrimonio en particular para el campesino, pero tambin puede excluirlo. Las condiciones de la vida moderna menos estable, ms incierta que antes hacen singularmente pesadas las cargas del {452} matrimonio para el joven; los beneficios, por el contrario, han disminuido, puesto que puede fcilmente subvenir a su mantenimiento por s mismo y puesto que las satisfacciones sexuales le son, en general, posibles. Sin duda, el matrimonio comporta comodidades materiales se come mejor en casa que en el restaurante y comodidades erticas as tiene uno el burdel en casa; libera al individuo de su soledad, le fija en el espacio y el tiempo al darle un hogar, hijos; es una realizacin definitiva de su existencia. Ello no impide que, en conjunto, las exigencias masculinas sean inferiores a los ofrecimientos femeninos. Lo que hace el padre es desembarazarse de su hija ms que darla; la joven que busca marido, no responde a un llamamiento masculino: lo provoca. Los matrimonios concertados no han desaparecido; hay toda una burguesa calculadora que los perpeta. En torno a la tumba de Napolen, en la Opera, en el baile, en cualquier playa, en un saln de t, la aspirante de cabellos recin alisados y vestida con sus mejores galas, exhibe tmidamente sus gracias fsicas y su conversacin modesta; sus padres la atosigan: Ya me has costado bastante en entrevistas; decdete. La prxima vez le tocar a tu hermana. La desdichada candidata sabe que sus oportunidades disminuyen a medida que pasa el tiempo; los pretendientes no son muy numerosos: no tiene mucha ms libertad para elegir que la muchacha beduina a quien cambian por un rebao de ovejas. Como dice Colette (1): Una joven sin fortuna y sin oficio, que est encargada de sus hermanos, no tiene ms opcin que callarse, aceptar su suerte y renegar de Dios. (1) La maison de Claudine. De una manera menos cruda, la vida mundana permite a los jvenes reunirse bajo la vigilante mirada de las madres. Un poco ms liberadas, las jvenes multiplican las salidas, frecuentan las facultades, aprenden un oficio que les proporciona la ocasin de conocer hombres. Entre 1945 y 1947, la seora Claire Leplae realiz una encuesta entre la burguesa belga sobre el problema de la eleccin matrimonial (1). La autora procedi por medio de entrevistas; citar {453} algunas de las preguntas que plante y las respuestas obtenidas: (1) Vase CLAIRE LEPLAE: Les fianailles. P.: Son frecuentes los matrimonios concertados? R.: Ya no hay matrimonios concertados (51%). Los matrimonios concertados son muy raros, el 1% a lo sumo (16%). Del 1 al 3% de los matrimonios son concertados (28%). Del 5 al 10% de los matrimonios son concertados (5%). Las personas interesadas sealan que los matrimonios concertados, numerosos antes de 1945, casi han desaparecido. Sin embargo, el inters, la ausencia de relaciones, la timidez o la edad, o el deseo de realizar una buena unin, son los motivos de algunos matrimonios concertados. Esos matrimonios son concertados a menudo por sacerdotes; a veces tambin la joven se casa por correspondencia. Ellas mismas hacen su retrato por escrito, el cual pasa a una hoja especial, numerada. Dicha hoja es enviada a todas las personas que all estn descritas. incluye, por ejemplo, doscientas candidatas al matrimonio y un nmero aproximadamente igual de candidatos. Tambin ellos han hecho su. propio retrato. Todos pueden elegir libremente un corresponsal, a quien escriben por intermedio de la agencia. P.: En qu circunstancias han encontrado oportunidades los jvenes para casarse durante estos ltimos diez aos? R.: En reuniones mundanas (48%). En los estudios y obras realizados en comn (22%). En reuniones ntimas y durante temporadas de permanencia en algn lugar (30%). Todo el mundo est de acuerdo sobre el hecho de que los matrimonios entre amigos de la infancia son muy raros. El amor nace de lo imprevisto. P.: Representa el dinero un papel primordial en la eleccin de la persona con quien se contrae matrimonio? R.: El 30% de los matrimonios no son ms que un asunto de dinero (48%). El 50% de los matrimonios no son ms que un asunto de dinero (35%). El 70% de los matrimonios no son ms que un asunto de dinero (17%). P.: Estn vidos los padres por casar a sus hijas? R.: Los padres estn vidos por casar a sus hijas (58%) {454}. Los padres desean casar a sus hijas (24%). Los padres desean conservar con ellos a sus hijas (18%). P.: Estn vidas las jvenes por casarse? R.: Las jvenes estn vidas por casarse (36%) Las jvenes desean casarse (38%). Las jvenes, antes que casarse mal, prefieren no casarse (26%). Las jvenes se lanzan al asalto de los jvenes. Las jvenes se casan con el primero que llega, con tal de colocarse. Todas esperan casarse y se esfuerzan al mximo por conseguirlo. Para una muchacha es una humillacin que nadie la pretenda: con objeto de escapar a esa humillacin, se casa a menudo con el primero que llega. Las jvenes se casan por casarse. Las jvenes tienen prisa por casarse, porque el matrimonio les asegurar ms libertad. Sobre este punto, casi todos los testimonios coinciden. P.: En la bsqueda del matrimonio, son ms activas las jvenes que los mismos jvenes? R.: Las jvenes declaran sus sentimientos a los jvenes y les piden que se casen con ellas (43%). Las jvenes son ms activas que los jvenes en la bsqueda del matrimonio (43%). Las jvenes son discretas (14%). Tambin aqu hay casi unanimidad: son las jvenes quienes generalmente toman la iniciativa del matrimonio. Las jvenes se dan cuenta de que no han adquirido nada que les permita salir adelante en la vida; al no saber cmo podran trabajar para procurarse medios de vida, buscan en el matrimonio una tabla de salvacin. Las jvenes se declaran, se les meten por los ojos a los jvenes. Son terribles! La joven recurre a todo para casarse... Es la mujer quien busca al hombre, etc. No existe un documento semejante con respecto a Francia; pero, siendo anloga la situacin de la burguesa en Francia y en Blgica, se llegara sin duda a conclusiones muy similares. Los matrimonios concertados siempre han sido ms numerosos en Francia que en cualquier otro pas, y el clebre Club des lisrs verts, cuyos adherentes se encuentran en veladas destinadas a facilitar el acercamiento entre ambos sexos, prospera todava; los anuncios matrimoniales {455} ocupan largas columnas en numerosos peridicos. En Francia, como en Norteamrica, las madres, las hermanas mayores, los semanarios femeninos, ensean con cinismo a las jvenes el arte de atrapar un marido, lo mismo que el papel matamoscas atrapa a estas; es una pesca, una caza, que exige mucho tino: no apuntis demasiado alto ni demasiado bajo; no seis noveleras, sino realistas; mezclad la coquetera con la modestia; no pidis demasiado ni demasiado poco... Los jvenes desconfan de las mujeres que quieren casarse. Un joven belga dice (1): Para un hombre no hay nada ms desagradable que sentirse perseguido, darse cuenta de que una mujer le ha echado el guante. Ellos procuran sortear las trampas que les tienden ellas. La opcin de la joven es con muchsima frecuencia sumamente limitada: solo sera una opcin verdaderamente libre si tambin ella se considerase libre para no casarse. Por lo comn, en su decisin hay clculo, disgusto y resignacin antes que entusiasmo. Si el joven que la pretende conviene ms o menos (medio, salud, carrera), ella lo acepta sin amarlo. Lo acepta incluso aunque haya peros y conserva la cabeza fra. (1) Vase CLAIRE LEPLAE: Les fianailles. Sin embargo, al mismo tiempo que lo desea, la joven teme con frecuencia el matrimonio. Representa este un beneficio mucho ms considerable para ella que para el hombre, y por eso lo desea ms vidamente; pero tambin exige sacrificios ms pesados; en particular, implica una ruptura mucho ms brutal con el pasado. Ya se ha visto que a muchas adolescentes les angustiaba la idea de abandonar el hogar paterno: cuando ese acontecimiento se acerca, esa ansiedad se exaspera. En ese momento es cuando nacen multitud de neurosis; tambin se observa en los jvenes a quienes asustan las nuevas responsabilidades que van a asumir; pero estn mucho ms extendidas entre las jvenes por las razones que ya hemos apuntado, y que en esa crisis adquieren su mxima intensidad. Citar solo un ejemplo que tomo de Stekel. Tuvo que {456} tratar a una joven de buena familia, que presentaba diversos sntomas neurticos. En el momento en que Stekel la conoce, la joven sufre vmitos, toma morfina todas las noches, padece crisis de clera, rehusa lavarse, come en la cama, permanece encerrada en su habitacin. Est prometida y afirma que ama ardientemente a su prometido. Confiesa a Stekel que se ha entregado a l... Ms tarde dice que no experiment ningn placer, que incluso ha conservado de sus besos un recuerdo repugnante y que esa es la causa de sus vmitos. Se descubre que, de hecho, se ha entregado para castigar a su madre, por la cual no se senta suficientemente amada; de nia, espiaba a sus padres por la noche, porque tema que le diesen un hermanito o una hermanita; adoraba a su madre. Y ahora tena que casarse, dejar el hogar paterno, abandonar el dormitorio de sus padres? Eso era imposible. Engorda a propsito, se araa y estropea las manos, enferma, procura ofender a su prometido por todos los medios a su alcance. El mdico la cura, pero ella suplica a su madre que renuncie a aquella idea del matrimonio: Quera quedarse en casa para siempre y seguir siendo nia. Su madre insista en que se casara. Una semana antes del da fijado para la boda, la encontraron en su cama, muerta; se haba matado de un balazo. En otros casos, la joven se obstina en una larga enfermedad; se desespera, porque su estado no le permite casarse con el hombre a quien adora; en verdad, enferma adrede, con objeto de no casarse con l, y solo rompiendo el noviazgo recupera su equilibrio. A veces el temor al matrimonio proviene de que la joven ha tenido anteriormente experiencias erticas que la han marcado; en particular, puede temer que la prdida de su virginidad sea descubierta. Pero, a menudo, un ardiente afecto por el padre, la madre, una hermana, o el apego al hogar paterno en general, le hacen insoportable la idea de someterse a un hombre extrao. Y muchas de las que se deciden a ello, porque es preciso casarse, porque se ejerce presin sobre ellas, porque saben que es la nica salida razonable, porque desean una existencia normal de esposa y madre, no por ello dejan de albergar en el fondo de {457} su corazn secretas y obstinadas resistencias, que hacen difciles los comienzos de su vida conyugal y que pueden incluso impedirles hallar jams en esta un equilibrio feliz. As, pues, los matrimonios no se deciden en general por amor. El esposo no es nunca, por as decir, ms que un sucedneo del hombre amado, y no ese hombre mismo, ha dicho Freud. Esta disociacin no tiene nada de accidental. Est implcita en la naturaleza misma de la institucin. Se trata de trascender hacia el inters colectivo la unin econmica y sexual del hombre y la mujer, no de asegurar su felicidad individual. En los regmenes patriarcales, suceda todava sucede hoy entre ciertos musulmanes que los novios elegidos por la autoridad de los padres ni siquiera se haban visto el rostro antes del da de su boda. No sera cuestin de fundar la empresa de toda una vida, considerada en su aspecto social, sobre un capricho sentimental o ertico. En esta prudente transaccin, dice Montaigne, los apetitos no son tan retozones; son ms sombros y embotados. El amor detesta que se le tenga por otra cosa y se mezcla cobardemente con las relaciones que se traban y sustentan bajo otros ttulos, como es el matrimonio: la alianza, los medios, pesan como razn tanto o ms que las gracias y la belleza. Nadie se casa por s mismo, dgase lo que se quiera; la gente se casa por eso y todava ms por su posteridad, por su familia (libro III, captulo V). Por el hecho de que el hombre es quien toma a la mujer sobre todo cuando las ofertas femeninas son numerosas, tiene algunas posibilidades ms de eleccin. Pero, puesto que el acto sexual es considerado como un servicio a la mujer y en el cual se fundan las ventajas que se le conceden, es lgico que se haga caso omiso de sus preferencias singulares. El matrimonio est destinado a defenderla contra la libertad del hombre; pero, como no existe amor ni individualidad fuera de la libertad, para asegurarse la proteccin {458} de un hombre durante toda la vida, la mujer debe renunciar al amor de un individuo singular. He odo a una piadosa madre de familia ensear a sus hijas que el amor es un sentimiento grosero reservado a los hombres y que las mujeres como es debido no conocen. Bajo una forma ingenua, era la misma doctrina que Hegel expone en la Fenomenologa del espritu (tomo II, pg. 25): Pero las relaciones de madre y de esposa tienen la singularidad de ser, en parte, una cosa natural que pertenece al placer y, en parte, una cosa negativa que contempla exclusivamente su propia desaparicin; por eso justamente es por lo que, tambin en parte, esa singularidad es algo contingente que siempre puede ser reemplazada por otra singularidad. En el hogar del reino ertico, no se trata de este marido, sino de un marido en general, de los hijos en general. Estas relaciones de la mujer no se fundan en la sensibilidad, sino en lo universal. La distincin entre la vida tica de la mujer y la del hombre consiste justamente en que la mujer, en su distincin por la singularidad y en su placer, permanece inmediatamente universal y extraa a la singularidad del deseo. En el hombre, por el contrario, esos dos aspectos se separan uno del otro, y, puesto que el hombre posee como ciudadano la fuerza consciente de s y la universalidad, se compra as el derecho del deseo y preserva al mismo tiempo su libertad con respecto a ese deseo. As, pues, si con esa relacin de la mujer se encuentra mezclada la singularidad, su carcter tico no es puro; pero, en tanto que ese carcter tico sea tal, la singularidad es indiferente y la mujer se ve privada del reconocimiento de s misma como esta smisma en otro. Lo cual equivale a decir que no se trata, en modo alguno, de que la mujer funde en su singularidad relaciones con un esposo de su eleccin, sino de justificar en su generalidad el ejercicio de sus funciones femeninas; no debe conocer el placer ms que de una forma especfica y no individualizada; de ello resultan, con respecto a su destino ertico, dos consecuencias esenciales: en primer lugar, no tiene derecho a ninguna actividad sexual fuera del matrimonio; como {459} para los dos esposos el comercio carnal se convierte en una institucin, el deseo y el placer se superan hacia el inters social; pero el hombre, trascendindose hacia lo universal en tanto que trabajador y ciudadano, puede gustar antes de las nupcias, y al margen de la vida conyugal, placeres contingentes: en todo caso, encuentra su salvacin por otros caminos; mientras que, en un mundo donde la mujer es esencialmente definida como hembra, es preciso que en tanto que hembra est ntegramente justificada. Por otra parte, ya se ha visto que la unin entre lo general y lo singular es biolgicamente diferente en el varn y en la hembra: al realizar su tarea especfica de esposo y de reproductor, el primero encuentra con toda seguridad su placer (1); en la mujer, por el contrario, hay con mucha frecuencia disociacin entre la funcin genital y la voluptuosidad. Hasta el punto de que, pretendiendo dar a su vida ertica una dignidad tica, el matrimonio en realidad se propone suprimirla. (1) Bien entendido, el adagio Un agujero es siempre un agujero es un adagio groseramente humorstico; el hombre busca algo ms que el placer bruto; sin embargo, la prosperidad de ciertas casas de citas basta para demostrar que el hombre puede hallar alguna satisfaccin con la primera mujer que se presente. Esta frustracin sexual de la mujer ha sido deliberadamente aceptada por los hombres; ya se ha visto que estos se apoyaban en un naturalismo optimista para resignarse sin pena en sus sufrimientos: es su sino; y la maldicin bblica los confirma en esta cmoda opinin. Los dolores del embarazo ese pesado rescate infligido a la mujer a cambio de un efmero e incierto placer han sido incluso tema para numerosas bromas. Cinco minutos de placer: nueve meses de dolor... Eso entra ms fcilmente que sale. Y ese contraste les ha regocijado con frecuencia. Hay sadismo en esta filosofa: muchos hombres se alegran de la miseria femenina y les repugna la idea de que se la quiera atenuar (1) {460}. (1) Hay quienes sostienen, por ejemplo, que el dolor del parto es necesario para la aparicin del instinto maternal: al parecer, algunas ciervas, despus de parir bajo los efectos de un anestsico, se desentendieron de sus cervatillos. Los hechos alegados son de lo ms vago; y, en todo caso, la mujer no es una cierva. La verdad es que a algunos varones les escandaliza que se alivien las cargas de la feminidad. As se comprende que los varones no tengan ningn escrpulo en negar a su compaera la dicha sexual; incluso les ha parecido ventajoso negarle, con la autonoma del placer, las tentaciones del deseo (1). (1) Todava en nuestros das, la pretensin de la mujer al placer suscita cleras masculinas; un documento sorprendente sobre este punto es el opsculo del doctor Grmillon titulado La vrit sur l'orgasme vnrien de la femme. El prefacio nos informa de que el autor, hroe de la guerra de 19141918, que salv la vida de cincuenta y cuatro prisioneros alemanes, es hombre de la ms elevada moralidad. Hace un ataque violento de la obra de Stekel: La femme frigide, declarando entre otras cosas: La mujer normal, la buena ponedora, no tiene orgasmo venreo. Son numerosas las madres (y las mejores) que jams han experimentado el espasmo mirfico... Las zonas ergenas, por lo general latentes, no son naturales, sino artificiales. Su adquisicin es motivo de orgullo, pero se trata de estigmas de decadencia... Decidle todo esto al libertino; no lo tomar en consideracin. El quiere que su compaera de liviandad tenga un orgasmo venreo, y lo tendr. Si no existe, se lo har nacer. La mujer moderna quiere que la hagan vibrar. Nosotros le replicamos: Seora, no tenemos tiempo, y la higiene nos lo prohibe... El creador de zonas ergenas trabaja contra s mismo: crea mujeres insaciables. La mujer lasciva puede agotar a innumerables maridos sin fatigarse... La mujer a quien se le han despertado las zonas ergenas se convierte en una mujer nueva, a veces terrible, que puede llegar hasta el crimen... No habra neurosis, ni psicosis, si se llegase a la persuasin de que hacer la bestia de dos espaldas es un acto tan indiferente como el comer, orinar, defecar, dormir... Es lo que, con encantador cinismo, expresa Montaigne: De modo que es una especie de incesto ir a emplear en ese parentesco venerable y sagrado los esfuerzos y las extravagancias de la licencia amorosa; dice Aristteles que hay que tocar prudente y severamente a la mujer, para que un cosquilleo demasiado lascivo no le cause un placer que la haga salir de los goznes de la razn... Yo no veo matrimonios que fracasen antes y se embrollen ms prestamente que aquellos que se encaminan por la belleza y los deseos amorosos: hacen falta fundamentos ms slidos y constantes y marchar con pies de plomo; esa brillante alegra no vale nada... Un buen matrimonio, si hay alguno, rehusa la compaa y la condicin del amor (libro III, captulo V). Dice tambin (libro I, captulo XXX): Los mismos placeres {461} que gozan con sus mujeres son reprobables si no se observa moderacin en ellos; hay motivos para desfallecer ante la licencia y los excesos como algo ilegtimo. Esas pujas desvergonzadas que el primer ardor nos sugiere en este juego, no solo son indecentes, sino perjudicialmente empleadas con respecto a nuestras mujeres. Que aprendan la impudicia, al menos, de otra manera. Siempre estn demasiado despiertas para nuestra necesidad... El matrimonio es una unin religiosa y devota: he ah por qu el placer que se obtiene debe ser un placer contenido, grave y mezclado con cierta severidad; debe ser una voluptuosidad matizada de prudencia y consciencia. En efecto, si el marido despierta la sensualidad femenina, la despierta en su generalidad, puesto que l no ha sido elegido singularmente; dispone a su esposa para buscar el placer en otros brazos; acariciar demasiado bien a una mujer, agrega Montaigne, es cagarse en el cesto y luego ponrselo en la cabeza. Por otra parte, admite de buena fe que la prudencia masculina coloca a la mujer en una situacin sumamente ingrata. Las mujeres no dejan de tener razn cuando rechazan las normas de vida que se han introducido en el mundo, tanto ms cuanto que han sido los hombres quienes las han elaborado sin ellas. Naturalmente, entre ellas y nosotros hay intrigas y querellas. Las tratamos inconsideradamente en lo siguiente: despus de saber que, sin punto de comparacin, son ms capaces y ardientes que nosotros en las cosas del amor.... hemos ido a darles la continencia como su parte, para que la observen so penas ltimas y extremadas... Las queremos sanas, vigorosas, en su punto, bien nutridas y castas, todo uno, lo cual equivale a decir ardientes y fras; porque el matrimonio, que nosotros decimos tiene por objeto impedirles que ardan, les aporta escaso refrigerio, segn nuestras costumbres. Proudhon tiene menos escrpulos: separar el amor del matrimonio, segn l, es conforme a la justicia: El amor debe ser ahogado en la justicia... Toda conversacin amorosa, incluso entre prometidos, incluso entre esposos {462}, es una inconveniencia, destructora del respeto domstico, del amor al trabajo y de la prctica de los deberes sociales... [Una vez cumplido el oficio del amor]... debemos apartarlo como el pastor que, tras haber hecho cuajar la leche, retira el cuajo... Sin embargo, en el Curso del siglo XIX, las concepciones de la burguesa se modificaron un poco; la burguesa se esforzaba ardientemente por defender y mantener el matrimonio; y, por otra parte, los progresos del individualismo impedan que se pudiesen ahogar simplemente las reivindicaciones femeninas; SaintSimon, Fourier, George Sand y todos los romnticos haban proclamado demasiado violentamente el derecho al amor. Se plante el problema de integrar al matrimonio los sentimientos individuales que hasta entonces haban sido tranquilamente excluidos. Es entonces cuando se inventa la nocin equvoca de amor conyugal, fruto milagroso del tradicional matrimonio de conveniencia. Balzac expresa las ideas de la burguesa conservadora con todas sus inconsecuencias. Reconoce que, al principio, matrimonio y amor no tienen nada que ver en comn; pero le repugna asimilar una institucin respetable a un simple mercado donde la mujer es tratada como una cosa; y as desemboca en las desconcertantes incoherencias de la Physiologie du mariage, en donde leemos: El matrimonio puede ser considerado poltica, civil y moralmente como una ley, como un contrato, como una institucin... Debe, pues, el matrimonio ser objeto de general respeto. La sociedad solo ha podido considerar esas sumidades que para ella dominan la cuestin conyugal. La mayora de los hombres, al casarse, no han tenido en cuenta ms que la reproduccin, la propiedad del hijo; pero ni la reproduccin ni la propiedad ni el hijo constituyen la felicidad. El crescite et multiplicamini no implica el amor. Pedirle amor a una muchacha que hemos visto catorce veces en quince das, en nombre de la ley, el rey y la justicia, es un absurdo {463}. He aqu algo tan ntido como la teora hegeliana. Pero Balzac ensarta sin ninguna transicin: El amor es el acuerdo de la necesidad con el sentimiento, y la felicidad en el matrimonio resulta de una perfecta inteligencia de almas entre los esposos. De donde se sigue que, para ser feliz, viene obligado el hombre a observar ciertas reglas de honor y delicadeza. Luego de haber hecho uso del beneficio de la ley social, que consagra la necesidad, debe obedecer a las secretas leyes de la Naturaleza, que hacen nacer los sentimientos. Si cifra su felicidad en ser amado, es preciso que ame l sinceramente; nada resiste a una pasin verdadera. Pero ser apasionado equivale a desear siempre. Y se puede desear siempre a la mujer propia? S. Luego de lo cual, Balzac expone la ciencia del matrimonio. Pero pronto se advierte que para el marido no se trata de ser amado, sino de no ser engaado: no vacilar en infligir a su mujer un rgimen debilitante, en negarle toda cultura, en embrutecerla, con el solo propsito de salvaguardar su honor. Acaso se trata todava de amor? Si se quiere encontrar algn sentido a esas ideas brumosas y deshilvanadas, parece que el hombre tiene derecho a elegir una mujer con la cual satisfacer sus necesidades en su generalidad, generalidad que es prenda de su fidelidad: a l corresponde, por consiguiente, despertar el amor de su mujer utilizando ciertas recetas. Pero est verdaderamente enamorado si se casa por su propiedad, por su posteridad? Y, si no lo est, cmo puede ser su pasin lo bastante irresistible para despertar una pasin recproca? Acaso ignora Balzac realmente que un amor no compartido, lejos de seducir ineluctablemente, lo que hace es importunar y repugnar, por el contrario? Se ve claramente toda su mala fe en Mmoires de deux jeunes maries, novela epistolar y de tesis. Louise de Chaulieu pretende basar el matrimonio en el amor: por exceso de pasin, mata a su primer marido, y ella muere como consecuencia de la celosa exaltacin que experimenta por el segundo. Rene de l'Estorade ha sacrificado sus sentimientos a su razn: pero los goces de la maternidad la compensan {464} lo suficiente y se edifica una felicidad estable. Cabe preguntarse, en primer lugar, qu maldicin salvo un decreto del autor mismo prohibe a la enamorada Louise la maternidad que desea: el amor no ha impedido jams la concepcin; y, por otra parte, cabe pensar que, para aceptar gozosamente los abrazos de su esposo, Rene ha necesitado de esa hipocresa que tanto odiaba Stendhal en las mujeres honestas. Balzac describe la noche de bodas en los siguientes trminos: Desapareci esa bestia que llamamos marido, segn tu expresin escribe Rene a su amiga. No s qu noche encontrme con un amante, cuyas palabras me llegaban al alma y en cuyo brazo me apoyaba con placer indecible... Surgi la curiosidad en mi corazn... Pero ten por cierto que nada falt all de lo que pide el amor ms delicado, ni esos detalles imprevistos que son, en cierto modo, el honor de ese momento; las gracias misteriosas que nuestras imaginaciones le piden, el arrebato que disculpa, las voluptuosidades ideales largo tiempo presentidas y que nos subyugan el alma antes de abandonarnos a la realidad, todas las seducciones estaban all presentes con sus formas encantadoras. Ese hermoso milagro no debi de repetirse a menudo, porque despus de algunas cartas, hallamos a Rene anegada en lgrimas: Yo era antes un ser humano, y ahora soy una cosa; y se consuela de sus noches de amor conyugal leyendo a Bonald. Sin embargo, querra uno saber por medio de qu frmula el marido pudo transformarse, en el momento ms difcil de la iniciacin femenina, en un hombre encantador; las razones que expone Balzac en Psysiologie du mariage son sumarias: No empecis nunca el matrimonio por una violacin, o muy vagas: Captar hbilmente los matices del placer, desarrollarlos, darles un estilo nuevo, una expresin original: he ah lo que constituye el genio de un marido. Por otra parte, agrega inmediatamente que entre dos seres que no se aman, ese genio es libertinaje. Ahora bien, precisamente Rene no ama a Louis, y, tal y como nos lo pintan, de dnde le viene a este ese genio {465}? En verdad, Balzac ha escamoteado cnicamente el problema. Ha desconocido el hecho de que no existen sentimientos neutros y que la ausencia de amor, la coaccin, el fastidio, engendran ms fcilmente el rencor, la impaciencia y la hostilidad que la tierna amistad. Balzac se muestra ms sincero en Le lys dans la valle; y el destino de la desdichada madame de Mortsauf aparece mucho menos edificante. Reconciliar el matrimonio con el amor es hazaa de tal calibre, que se precisa no menos que una intervencin divina para realizarla; esa es la solucin a la cual se adhiere Kierkegaard a travs de complicados rodeos. Se complace as en denunciar la paradoja del matrimonio: Qu extraa invencin es el matrimonio! Y lo que an le hace ms extrao es que pasa por ser un acto espontneo. Sin embargo, ningn paso es tan decisivo... Por tanto, acto tan decisivo sera preciso realizarlo espontneamente (1). (1) In vino veritas. La dificultad es esta: el amor y la inclinacin amorosa son absolutamente espontneos; el matrimonio es una decisin; sin embargo, la inclinacin amorosa debe ser despertada por el matrimonio o por la decisin: querer casarse; eso quiere decir que lo que hay de ms espontneo debe ser al mismo tiempo la decisin ms libre, y que aquello que a causa de la espontaneidad es de tal modo inexplicable que hay que atribuirlo a una divinidad, debe tener lugar al mismo tiempo en virtud de una reflexin, y de una reflexin tan exhaustiva que de ella resulte la decisin. Adems, una de las cosas no debe seguir a la otra; la decisin no debe llegar por detrs, a paso de lobo; el todo debe tener lugar simultneamente, las dos cosas deben hallarse reunidas en el momento del desenlace (1). (1) Propos sur le mariage. Es decir, que amar no es casarse y que resulta dificilsimo comprender cmo el amor puede convertirse en deber. Sin embargo, la paradoja no arredra a Kierkegaard: todo un ensayo sobre el matrimonio est hecho para dilucidar ese misterio. Es verdad, admite, que {466}: La reflexin es el ngel exterminador de la espontaneidad... Si fuese cierto que la reflexin debe dirigirse hacia la inclinacin amorosa, jams habra matrimonio. Pero la decisin es una nueva espontaneidad obtenida a travs de la reflexin, experimentada de manera puramente ideal, espontaneidad que corresponde precisamente a la de la inclinacin amorosa. La decisin es una concepcin religiosa de la vida construida sobre los datos ticos y, por as decir, debe abrir el camino a la inclinacin amorosa y asegurarla contra todo peligro exterior o interior. Y por eso un esposo, un verdadero esposo, es en s mismo un milagro... Poder conservar el placer del amor, mientras la existencia rene toda la potencia de lo serio sobre l y sobre la amada! En cuanto a la mujer, la razn no es su patrimonio; carece de reflexin; as pasa de lo inmediato del amor a lo inmediato de lo religioso. Traducida en lenguaje claro, esta doctrina significa que un hombre que ama se decide al matrimonio por un acto de fe en Dios, que debe garantizarle el acuerdo entre el sentimiento y el compromiso; y que la mujer, desde el momento que est enamorada, desea casarse. He conocido a una anciana catlica que, an ms ingenuamente, crea en el coup de foudre sacramental; afirmaba que, en el momento en que los esposos pronuncian al pie del altar el s definitivo, sienten que se abrasan sus corazones. Kierkegaard admite, desde luego, que anteriormente tiene que existir una inclinacin; pero que esta encierre la promesa de durar toda una existencia no deja de ser menos milagroso. En Francia, no obstante, novelistas y dramaturgos de finales de siglo, menos confiados en la virtud del sacramento, procuran asegurar por procedimientos ms humanos la dicha conyugal; ms osadamente que Balzac, encaran la posibilidad de integrar el erotismo al amor legtimo. En Amoureuse, PortoRiche afirma la incompatibilidad entre el amor sexual y la vida hogarea: el marido, harto de los ardores de su mujer, busca la paz al lado de una querida ms moderada. Pero, por instigacin de Paul Hervieu, se inscribe en el Cdigo que el amor es un deber entre esposos {467}. Marcel Prvost predica al joven esposo que debe tratar a su mujer como si fuese una amante, y, en trminos discretamente libidinosos, evoca las voluptuosidades conyugales. Bernstein se hace el dramaturgo del amor legtimo: al lado de la mujer amoral, embustera, sensual, ladrona, perversa, el marido aparece como un ser prudente y generoso; y en l se adivina tambin al amante poderoso y experto. Como reaccin contra las novelas de adulterio, surgen numerosas apologas novelescas del matrimonio. Hasta Colette cede ante esa oleada moralizante cuando, en L'ingnue libertine, tras haber descrito las cnicas experiencias de una joven casada y torpemente desflorada, decide hacerle conocer la voluptuosidad en brazos de su marido. De igual modo, Martin Maurice, en un libro que tuvo cierta resonancia, lleva a la joven, tras una breve incursin al lecho de un amante hbil, al de su marido, a quien ella hace aprovecharse de su experiencia. Por otras razones y de manera diferente, las norteamericanas de hoy, respetuosas con la institucin conyugal e individualistas al mismo tiempo, multiplican sus esfuerzos para integrar la sexualidad al matrimonio. Todos los aos aparecen multitud de obras de iniciacin a la vida conyugal, destinadas a ensear a los esposos a adaptarse el uno al otro, y singularmente a ensear al hombre cmo crear con la mujer una feliz armona. Psicoanalistas y mdicos representan el papel de consejeros conyugales; se admite que tambin la mujer tiene derecho al placer y que el hombre debe conocer las tcnicas susceptibles de procurrselo. Pero ya hemos visto que el xito sexual no es solo cuestin de tcnica. Aunque el joven se hubiese aprendido de memoria veinte manuales tales como Lo que todo marido debe saber, El secreto de la felicidad conyugal, El amor sin temor, no sera ello garanta de que sabra hacerse amar por su joven esposa. Esta reacciona ante el conjunto de la situacin psicolgica. Y el matrimonio tradicional est lejos de crear las condiciones ms favorables para despertar y desarrollar el erotismo femenino. En otros tiempos y en comunidades de derecho materno, a la recin casada no se le exiga la virginidad; incluso, por {468} razones msticas, deba ser desflorada generalmente antes de las nupcias. En algunas zonas rurales francesas todava se observan supervivencias de esas antiguas licencias; a las jvenes no se les exige la castidad prenupcial; y hasta las muchachas que han cado en falta, o, por mejor decir, las madres solteras, encuentran a veces esposo con ms facilidad que las otras. Por otro lado, en los medios que aceptan la emancipacin de la mujer, se reconoce a las muchachas la misma libertad sexual que a los muchachos. Empero, la tica paternalista exige imperiosamente que la novia sea entregada virgen al esposo; este quiere estar seguro de que ella no lleva en su seno un germen extrao; quiere la propiedad ntegra y exclusiva de esa carne que hace suya (1); la virginidad ha revestido un valor moral, religioso y mstico, y ese valor est todava muy generalmente reconocido hoy da. En Francia hay regiones donde los amigos del marido permanecen ante la puerta de la alcoba nupcial, riendo y cantando, hasta que el esposo sale triunfalmente para mostrarles la sbana manchada de sangre; o bien los padres se la muestran al da siguiente a las gentes del vecindario (2). Bajo una forma menos brutal, la costumbre de la noche de bodas est todava muy extendida. No es un azar que haya suscitado toda una literatura verde: la separacin de lo social y de lo animal engendra necesariamente la obscenidad. Una moral humanista exige que toda experiencia viva tenga un sentido humano, que est habitada por una libertad; en una vida ertica autnticamente moral hay una libre asuncin del deseo y del placer o, al menos, una lucha pattica para reconquistar la libertad en el seno de la sexualidad: pero esto solo es posible si se realiza un reconocimiento singular del otro en el amor o en el deseo. Cuando la sexualidad ya no tiene que ser salvada por el individuo, sino que son Dios o la sociedad quienes pretenden justificarla, la relacin {469} entre la pareja no es ms que una relacin bestial. Se comprende que las matronas sensatas hablen con repugnancia de las aventuras de la carne, que ellas han rebajado al rango de funciones escatolgicas. Tambin por eso se oyen tantas risas chocarreras durante el banquete nupcial. Hay una obscena paradoja en la superposicin de una ceremonia pomposa a una funcin animal de brutal realismo. El matrimonio expone su significacin universal y abstracta: un hombre y una mujer se unen segn ritos simblicos ante los ojos de todo el mundo; pero, en el secreto del lecho, son individuos concretos y singulares que se enfrentan, y todas las miradas se apartan de sus abrazos. A la edad de trece aos asisti Colette a una boda campesina, y fue vctima de un gran desasosiego cuando una amiga la llev a ver la alcoba nupcial: (1) Vase volumen I: Los mitos. (2) Hoy en da, en ciertas regiones de Estados Unidos, los inmigrantes de la primera generacin envan todava la sbana ensangrentada a la familia que ha quedado en Europa, como prueba de la consumacin del matrimonio, dice el informe Kinsey. La habitacin de los jvenes esposos... Bajo sus cortinas de tela de algodn encarnada, el lecho angosto y alto, el lecho relleno de plumas, henchido de almohadas de plumn de oca, el lecho donde termina esa jornada humeante de sudor, de incienso, de hlito de ganado, de vapores de salsas... Dentro de poco vendrn aqu los recin casados. No haba pensado en ello. Se hundirn en estas plumas profundas... Habr entre ellos esa lucha oscura respecto a la cual el candor osado de mi madre y la vida de los animales me han enseado demasiado y demasiado poco. Y despus? Me atemorizan esta habitacin y este lecho en el que no haba pensado (1). (1) La maison de Claudine. En su angustia infantil, la nia ha percibido el contraste entre el aparato de la fiesta familiar y el misterio animal del gran lecho cerrado. El aspecto cmico y escabroso del matrimonio apenas se descubre en las civilizaciones que no individualizan a la mujer: en Oriente, en Grecia, en Roma; la funcin animal aparece all de manera tan general como los ritos sociales; pero, en nuestros das, en Occidente, hombres y mujeres estn sentados como otros tantos individuos {470} y los invitados a la boda ren socarronamente, porque son este hombre y esta mujer quienes van a consumar, en una experiencia singular, el acto que se disfraza con ritos, discursos y flores. Tambin hay un macabro contraste, ciertamente, entre la pompa de los grandes entierros y la podredumbre de la tumba. Pero el muerto no se despierta cuando le dan tierra, mientras la recin casada experimenta una terrible sorpresa cuando descubre la singularidad y la contingencia de la experiencia real a la cual la destinaban la banda tricolor del alcalde y los rganos de la iglesia. No solo en los vodeviles se ve a las recin casadas volver llorando a casa de la madre en la noche de bodas: los libros de psiquiatra abundan en relatos de esa especie; a m me han contado directamente varios casos: se trataba de jvenes demasiado bien educadas, que no haban recibido ninguna educacin sexual y a quienes haba trastornado el brusco descubrimiento del erotismo. En el siglo pasado, la seora Adam se imaginaba que su deber consista en casarse con un hombre que la haba besado en la boca, porque crea que aquella era la forma acabada de la unin sexual. Ms recientemente, Stekel cuenta a propsito de una recin casada: Cuando, en el curso del viaje de novios, su marido la desflor, ella lo tom por loco y no se atrevi a decir palabra ante el temor de habrselas con un alienado (1). Ha sucedido incluso que la joven fuese lo bastante inocente para casarse con una invertida y vivir largo tiempo con su seudomarido sin sospechar que no se las haba con un hombre. (1) Les tats nerveux d'angoisse. Si el da de la boda, al entrar en casa, pone usted a su mujer en remojo durante toda la noche en un pozo, quedar estupefacta. Por mucho que hubiese experimentado una vaga inquietud... Vaya, vaya se dice para sus adentros. Con que esto es el matrimonio... Por eso tenan tan en secreto su prctica. Me he dejado coger en esta trampa. {471} Pero, aunque est irritada, no dice palabra. Por eso podr usted sumergirla largamente y muchas veces, sin causar ningn escndalo en el vecindario. Este fragmento de un poema de Michaux (1), intitulado Nuits de Noces, informa con bastante exactitud respecto a la situacin. Hoy en da, multitud de jvenes estn ms advertidas; pero su consentimiento sigue siendo abstracto; y su desfloracin conserva el carcter de una violacin. Desde luego, se cometen ms violaciones en el matrimonio que fuera del matrimonio, dice Havelock Ellis. En su obra Monatsschrift fr Geburtshilfe, 1889, tomo IX, Neugebauer ha reunido ms de ciento cincuenta casos de heridas causadas a las mujeres por el pene durante el coito; las causas fueron la brutalidad, la embriaguez, una falsa postura, una desproporcin de los rganos. En Inglaterra, informa Havelock Ellis, una seora pregunt a seis mujeres casadas de la clase media, inteligentes, cul fue su reaccin durante la noche de bodas: para todas ellas el coito haba sobrevenido como un choque; dos de ellas lo ignoraban todo; las otras crean saber, mas no por ello resultaron menos psquicamente heridas. Tambin Adler ha insistido sobre la importancia psquica del acto de la desfloracin: (1) Vase La nuit remue. Ese primer momento en que el hombre adquiere todos sus derechos decide a menudo toda una vida. El marido sin experiencia y sobreexcitado puede sembrar entonces el germen de la insensibilidad femenina y, por su torpeza y brutalidad continuas, transformarla en una anestesia permanente. En el captulo precedente se han visto multitud de ejemplos de esas desdichadas iniciaciones. He aqu otro caso expuesto por Stekel: Madame H. N.... educada muy pdicamente, temblaba ante la idea de su noche de bodas. Su marido la desnud casi con violencia, sin permitir que se acostase. A su vez, se despoj {472} de toda la ropa y pidi a su mujer que lo mirase desnudo y admirase su pene. Ella escondi el rostro entre las manos. Entonces l exclam: Por qu no te has quedado en tu casa, especie de tmpano? A rengln seguido, la arroj sobre la cama y la desflor brutalmente. Ni qu decir tiene que la mujer qued frgida para siempre. Ya hemos visto, en efecto, todas las resistencias que debe vencer la virgen para cumplir su destino sexual: su iniciacin exige todo un trabajo a la vez fisiolgico y psquico. Estpido y brbaro es querer resumir esa iniciacin en una sola noche; absurdo es transformar en un deber la tan difcil operacin del primer coito. La mujer se siente tanto ms aterrorizada cuanto que la extraa operacin a la cual se ha sometido es una operacin sagrada, y la sociedad, la religin, la familia, los amigos la han entregado solemnemente al esposo como a un amo; adems, ese acto le parece que compromete todo su porvenir, puesto que el matrimonio tiene todava un carcter definitivo. Es entonces cuando verdaderamente se siente revelada en lo absoluto: este hombre a quien est destinada para siempre encarna a sus ojos al Hombre todo entero, y tambin se le revela bajo una figura desconocida, que tiene una importancia terrible, puesto que ser el compaero de toda su vida. El hombre mismo, sin embargo, tambin se siente angustiado por la consigna que pesa sobre l; tiene sus propias dificultades, sus propios complejos, que le hacen tmido y torpe, o, por el contrario, brutal; hay muchos hombres que se muestran importantes la noche de su boda a causa de la solemnidad del matrimonio. En Les obsessions et la psychasthnie, Janet escribe: Quin no conoce a esos jvenes casados, avergonzados de su suerte, que no pueden realizar el acto conyugal y que son vctimas por ello de una obsesin de vergenza y desesperacin? El ao pasado asistimos a una escena tragicmica muy curiosa cuando un suegro enfurruado arrastr a la Salptrire a su yerno, humilde y resignado: el suegro solicitaba un certificado mdico que le permitiese pedir el divorcio {473}. El pobre muchacho explic que en otro tiempo haba podido, pero que, despus de su matrimonio, un sentimiento de vergenza y embarazo lo haba hecho todo imposible. Demasiado ardor asusta a la virgen, demasiado respeto la humilla; las mujeres odian eternamente al hombre que ha gozado egostamente a costa de su dolor; pero tambin experimentan un eterno rencor contra quien ha parecido desdearlas (1) y a menudo tambin contra quien no ha intentado desflorarlas en el curso de la primera noche o se ha mostrado incapaz de hacerlo. Hlne Deutsch seala (2) que ciertos maridos, tmidos o torpes, piden al mdico que desfloren a su mujer mediante una intervencin quirrgica, so pretexto de que la mujer est mal conformada; pero este motivo no es valedero generalmente. Las mujeres, dice, guardan un rencor y un desprecio eternos al marido que ha sido incapaz de penetrarlas normalmente. Una de las observaciones de Freud (3) demuestra que la impotencia del esposo puede originar un traumatismo a la mujer: (1) Vanse las observaciones de Stekel citadas en el captulo precedente. (2) Psychology of Women. (3) La resumimos de acuerdo con STEKEL: La femme frigide. Una enferma tena la costumbre de correr de una habitacin a otra en medio de la cual haba una mesa. Arreglaba el mantel de cierta manera, tocaba el timbre para que acudiese la criada, que deba acercarse a la mesa, y la ordenaba que se marchase... Cuando trat de explicar esa obsesin, record que aquel mantel tena una mancha, y ella lo colocaba cada vez de forma que la mancha saltase a los ojos de la criada... El todo era una reproduccin de la noche de bodas, durante la cual el marido no se mostr viril. El hombre haba corrido mil veces de su habitacin a la de ella, para intentarlo de nuevo. Avergonzado al pensar en la criada que hara las camas al da siguiente, verti tinta roja en las sbanas para hacerle creer que era sangre. La noche de bodas transforma la experiencia ertica en una prueba que angustia a cada cual ante el temor de no {474} saber superarla, demasiado enzarzado en sus propios problemas para tener tiempo de pensar generosamente en el otro; le comunica una solemnidad que la hace temible; y no es sorprendente que a menudo condene para siempre a la mujer a la frigidez. El difcil problema que se le plantea al esposo es el siguiente: si acaricia con demasiada lascivia a su mujer, esta puede escandalizarse o sentirse ultrajada; al parecer, este temor paraliza, entre otros, a los maridos norteamericanos, sobre todo en las parejas que han recibido una educacin universitaria, segn observa el informe Kinsey, ya que las mujeres, ms conscientes de s mismas, se muestran ms profundamente inhibidas. Sin embargo, si la respeta, no logra despertar su sensualidad. Este dilema lo crea lo ambiguo de la actitud femenina: la joven quiere y rehusa el placer al mismo tiempo; exige una discrecin que la hace sufrir. A menos de una dicha excepcional, el marido aparecer necesariamente como un libertino o como un hombre torpe. No es sorprendente, por tanto, que los deberes conyugales no sean a menudo para la mujer ms que una repugnante servidumbre. La sumisin a un amo que la disgusta es para ella un suplicio, dice Diderot (1). He visto a una mujer honesta estremecerse de horror ante la proximidad de su esposo; la he visto meterse en el bao y no creerse jams lo bastante lavada de la mancha del deber. Esa suerte de repugnancia nos es casi desconocida a nosotros. Nuestro rgano es ms indulgente. (1) Sur les femmes. Numerosas mujeres morirn sin haber experimentado los extremos de la voluptuosidad. Esa sensacin, que yo considero como una epilepsia pasajera, es rara para ellas; pero nunca deja de llegar cuando la llamamos nosotros. La dicha soberana se les escapa entre los brazos del hombre a quien adoran. Nosotros la encontramos al lado de una mujer complaciente que nos disgusta. Menos dueas de sus sentidos que nosotros, la recompensa es menos pronta y menos segura para ellas. Cien veces su espera es defraudada {475}. Multitud de mujeres, en efecto, son madres y abuelas sin haber conocido jams el placer, ni siquiera la turbacin; tratan de hurtarse a la mancha del deber buscando certificados mdicos o recurriendo a otros pretextos. El informe Kinsey indica que, en Norteamrica, un elevado nmero de esposas declaran que consideran la frecuencia de sus coitos muy elevada y desearan que sus maridos no quisieran relaciones tan frecuentes. Muy pocas mujeres desean coitos ms frecuentes. Ya se ha visto, sin embargo, que las posibilidades erticas de la mujer son casi indefinidas. Esta contradiccin pone bien de manifiesto que el matrimonio, al pretender reglamentar el erotismo femenino, lo asesina. En Thrse Desqueyroux, Mauriac ha descrito las reacciones de una joven razonablemente casada frente al matrimonio en general y a los deberes conyugales en particular: Tal vez buscaba en el matrimonio ms un refugio que una dominacin, una posesin? Lo que la haba precipitado a l no haba sido el pnico? Nia prctica, criatura domstica, tena prisa por ocupar su rango, por hallar su lugar definitivo; quera sentirse segura contra no saba qu peligro. Nunca pareci ms razonable que en, la poca de su noviazgo: se incrustaba en un bloque familiar, se casaba, entraba en un orden. Se salvaba. El da asfixiante de la boda, en la angosta iglesia de SaintClair, donde el parloteo de las mujeres ahogaba el armonio exhausto y donde sus perfumes triunfaban del incienso, fue precisamente el da en que Thrse se sinti perdida. Haba entrado sonmbula en la jaula y, al or el pesado estrpito de la puerta al cerrarse, la desdichada nia se despert de repente. Nada haba cambiado, pero tena la impresin de que, a partir de ahora, ya no podra perderse sola. En lo ms denso de una familia iba a cobijarse, semejante a un fuego solapado que sube por las ramas... ... En la noche de aquella boda, mitad campesina, mitad burguesa, los grupos de personas, entre los cuales destacaban los vestidos de las nias, obligaron al coche de los {476} esposos a disminuir la marcha, y los aclamaban... Pensando en la noche que sigui, Thrse murmura: Fue horrible luego rectifica: Bueno, no.... no tan horrible. En el curso de aquel viaje a los lagos italianos, sufri mucho? No, no; ella jugaba a aquel juego de no traicionarse... Thrse supo plegar su cuerpo a aquellas fintas, y en ello gustaba un placer amargo. En aquel mundo de sensaciones desconocidas en que un hombre la obligaba a penetrar, su imaginacin la ayudaba a concebir que all habra habido tal vez tambin para ella una dicha posible; pero qu dicha? As como ante un paisaje difuminado bajo la lluvia nos imaginamos cmo hubiera sido bajo un sol radiante, as descubri Thrse la voluptuosidad. Bernard, aquel muchacho de mirada ausente.... qu fcil era de engaar! Bernard se encerraba en su placer como esos puercos jvenes y encantadores a los cuales resulta curioso observar a travs del enrejado cuando resoplan de felicidad delante del dornajo: Yo soy el dornajo, piensa Thrse... Dnde haba aprendido l a clasificar todo lo tocante a la carne, a distinguir las caricias del hombre honesto de las del stiro? Jams una vacilacin... ... El pobre Bernard no era peor que otros. Pero el deseo transforma al ser que se nos acerca en un monstruo que no se le parece. Me haca la muerta, como si aquel loco, aquel epilptico, hubiera podido estrangularme al menor gesto. He aqu un testimonio ms crudo. Es una confesin recogida por Stekel y de la cual cito el pasaje que concierne a la vida conyugal. Se trata de una mujer de veintiocho aos, que ha sido educada en un medio. refinado y cultivado. Yo era una novia feliz; tena, por fin, la impresin de estar protegida, era de pronto alguien que llamaba la atencin. Era mimada, mi prometido me admiraba, todo aquello era nuevo para m... Los besos (mi novio no haba intentado jams otras caricias) me haban inflamado hasta el punto de que no vea llegar el da de la boda... En la maana de ese da, me hallaba presa de tal excitacin, que empap de sudor inmediatamente la camisa. Era la idea de que, por fin, iba a conocer al desconocido a quien de tal modo deseaba. Conservaba la infantil idea de que el hombre tena que orinar en la vagina de la mujer... Una vez en nuestra alcoba, ya {477} se produjo una pequea decepcin cuando mi marido me pregunt si quera que se alejase. As se lo ped, porque verdaderamente tena vergenza de hacerlo delante de l. La escena en la que yo me despojara de la ropa haba representado un importante papel en mi imaginacin. l regres con aire sumamente confuso cuando yo estaba en la cama. Ms tarde, me confes que mi aspecto le haba intimidado: yo era la encarnacin de la juventud radiante y llena de expectacin. Apenas se hubo desvestido, apag la luz. Y, sin casi besarme, intent tomarme inmediatamente. Estaba yo muy atemorizada y le rogu que me dejase tranquila. Deseaba estar muy lejos de l. Estaba horrorizada por aquel intento sin caricias preliminares. Lo encontr brutal, y se lo reproch a menudo ms tarde: pero no era brutalidad, sino una gran torpeza y falta de sensibilidad. Todos sus intentos fueron vanos en el curso de la noche. Empec a sentirme sumamente desgraciada, me avergonzaba mi estupidez, me crea defectuosa y mal conformada... Finalmente, me content con sus besos. Diez das despus, logr, por fin, desflorarme; el coito slo dur unos segundos y, salvo un leve dolor, no sent absolutamente nada. Qu gran decepcin! Despus experimentaba un poco de dicha durante el coito, pero el triunfo era sumamente penoso; a mi marido le costaba todava un gran esfuerzo alcanzar su objetivo... En Praga, en el piso de soltero de mi cuado, me imaginaba las sensaciones de este cuando supiese que yo me haba acostado en su cama. All fue donde tuve mi primer orgasmo, que me hizo muy feliz. Mi marido me hizo el amor todos los das durante las primeras semanas. Todava alcanzaba yo el orgasmo, pero no me satisfaca, porque era demasiado breve y estaba excitada hasta el borde de las lgrimas... Despus de dos partos... el coito resultaba cada vez menos satisfactorio. Raras veces iba acompaado del orgasmo, mi marido lo experimentaba siempre antes que yo; segua ansiosamente cada sesin (cunto tiempo va a continuar?). Si l quedaba satisfecho, dejndome a medias, le aborreca. A veces, pensaba en mi primo durante el coito, o en el mdico que me haba asistido durante mis partos. Mi marido intent excitarme con el dedo... Eso me excitaba mucho, en efecto, pero, al mismo tiempo, encontraba que era un procedimiento vergonzoso y anormal y no me causaba ningn placer... Durante todo el tiempo de nuestro matrimonio, jams me ha {478} acariciado ninguna parte del cuerpo. Un da me dijo que no Se atreva a hacer nada conmigo... Nunca me ha visto desnuda, porque no nos despojbamos de nuestros camisones y mi marido solo efectuaba el coito por la noche. Esa mujer, que en verdad era muy sensual, fue despus completamente dichosa en brazos de un amante. Los noviazgos estn destinados precisamente a crear gradaciones en la iniciacin de la muchacha; pero a menudo las costumbres imponen a los prometidos una extremada castidad. En el caso de que la virgen conozca a su futuro marido en el curso de ese perodo, su situacin no es muy diferente de la de la recin casada; ella slo cede porque su compromiso le parece ya tan definitivo como el matrimonio mismo, y el primer coito conserva el carcter de una prueba; una vez que se ha entregado incluso si no queda encinta, lo cual terminara de maniatarla, es muy raro que se atreva a retirar su palabra. Las dificultades de las primeras experiencias son fcilmente superadas si el amor o el deseo arrancan a la pareja un total asentimiento; el amor fsico extrae su poder y su dignidad del gozo que se dan y toman los amantes en la recproca conciencia de su libertad; entonces ninguna de sus prcticas es infame, puesto que no es padecida por ninguno de ellos, sino generosamente querida. Sin embargo, el principio del matrimonio es obsceno, ya que transforma en derechos y deberes un intercambio que debe estar fundado en un impulso espontneo; al destinarlos a captarse en su generalidad, da a los cuerpos un carcter instrumental y, por tanto, degradante; al marido le hiela frecuentemente la idea de que est cumpliendo un deber, y la mujer tiene vergenza de sentirse entregada a alguien que ejerce sobre ella un derecho. Bien entendido, puede suceder que, al principio de la vida conyugal, las relaciones se individualicen; el aprendizaje sexual se realiza a veces a travs de lentas gradaciones; desde la primera noche, puede revelarse entre ambos cnyuges una feliz atraccin fsica. El matrimonio facilita el abandono de la mujer al suprimir la nocin de pecado, todava {479} tan frecuentemente adherida a la carne; una cohabitacin regular y frecuente engendra una intimidad carnal que es favorable a la maduracin sexual: durante los primeros aos del matrimonio, hay esposas colmadas de felicidad. Es notable que las mujeres conserven con respecto a esos maridos un reconocimiento que las lleva a perdonarles ms tarde todos los desaguisados que puedan cometer. Las mujeres que no pueden librarse de una unin desdichada, siempre han sido satisfechas por sus maridos, dice Stekel. Ello no impide que la joven corra un terrible riesgo al comprometerse a acostarse durante toda la vida y exclusivamente con un hombre a quien no conoce sexualmente, precisamente cuando su destino ertico depende esencialmente de la personalidad de su compaero: esa es la paradoja que Len Blum denunciaba con razn en su obra sobre el Matrimonio. Pretender que una unin fundada en las conveniencias tenga muchas oportunidades de engendrar el amor es una hipocresa; exigir de dos cnyuges ligados por intereses prcticos, sociales y morales que a todo lo largo de su vida se dispensen una satisfactoria voluptuosidad es un puro absurdo. Sin embargo, los partidarios del matrimonio de conveniencia tienen buenas cartas en la mano para demostrar que el matrimonio por amor no tiene muchas oportunidades de asegurar la felicidad de los esposos. En primer lugar, el amor ideal, que es a menudo el que conoce la joven, no siempre la dispone para el amor sexual; sus adoraciones platnicas, sus ensueos, sus pasiones, en los cuales proyecta obsesiones infantiles o juveniles, no estn destinados a, sufrir la prueba de la vida cotidiana, ni a perpetuarse mucho tiempo. Aun cuando exista entre ella y su novio una atraccin ertica sincera y violenta, ello no constituye una base slida para edificar la empresa de toda una vida. La voluptuosidad tiene en el ilimitado desierto del amor un lugar ardiente y muy pequeo, tan inflamado, que al principio no se ve otra cosa que no sea l escribe Colette (1) En torno a ese fuego inconstante est lo desconocido {480}, est el peligro. Cuando hayamos salido de un breve abrazo o incluso de una larga noche, ser preciso comenzar a vivir uno junto al otro, el uno para el otro. (1) La vagabonde. Adems, aun en el caso de que el amor carnal exista antes del matrimonio o se despierte al comienzo de as nupcias, es muy raro que dure muchos aos. Desde luego, la fidelidad es necesaria para el amor sexual, puesto que el deseo de dos amantes enamorados implica su singularidad; ellos rechazan que a esta se le opongan experiencias extraas, los dos se quieren irreemplazables el uno para el otro; pero esa fidelidad solo tiene sentido si es espontnea; y espontneamente la magia del erotismo se disipa asaz pronto. El prodigio consiste en que a cada amante le entrega en el instante, en su presencia carnal, un ser cuya existencia es una trascendencia indefinida: y, sin duda, la posesin de ese ser es imposible, pero, al menos, es conseguido de una manera privilegiada y punzante. Pero cuando los individuos no desean ya alcanzarse, porque entre ellos hay hostilidad, disgusto o indiferencia, el atractivo ertico desaparece; y muere casi con la misma seguridad en la estima y la amistad; porque dos seres humanos que se renen en el movimiento mismo de su trascendencia, a travs del mundo y sus empresas comunes, ya no tienen necesidad de unirse carnalmente; e incluso esa unin les repugna por el hecho mismo de que ha perdido su significacin. La palabra incesto que pronuncia Montaigne es profunda. El erotismo es un movimiento hacia el Otro: ese es su carcter esencial; pero, en el seno de la pareja, los esposos se convierten el uno para el otro en el Mismo; ya no es posible entre ellos ningn intercambio, ningn don, ninguna conquista. As, pues, si continan siendo amantes, lo son a menudo vergonzosamente: perciben que el acto sexual ya no es una experiencia intersubjetiva, en la cual cada uno se supera, sino una suerte de masturbacin en comn. El que se consideren el uno al otro como un utensilio necesario para la satisfaccin de sus necesidades es un hecho que disimula la cortesa conyugal, pero que resalta clamorosamente tan pronto como esa cortesa es negada, como, por ejemplo {481}, en las observaciones que el doctor Lagache hace en su obra Nature et forme de la jalousie; la mujer considera al miembro viril como cierta provisin de placer que le pertenece y de la cual se muestra tan avara como de las conservas encerradas en su despensa: si el hombre da esa provisin a la vecina, no quedar nada para ella; examina con recelo sus calzoncillos para ver si no ha malgastado la preciosa semilla. En Chroniques maritales, Jouhandeau seala esta censura cotidiana ejercida por la mujer legtima, que acecha vuestra camisa y vuestro sueo para sorprender algn signo de vuestra ignominia. Por su parte, el hombre satisface con ella sus deseos sin pedir su opinin. Esta brutal satisfaccin de la necesidad, por otra parte, no basta para dar satisfaccin a la sexualidad humana. Por ese motivo, en esos abrazos que se consideran como los ms legtimos hay a menudo un regusto de vicio. Es frecuente que la mujer se ayude con fantasas erticas. Stekel cita el caso de una mujer de veinticinco aos que puede experimentar un ligero orgasmo con su marido, imaginndose que un hombre fuerte y de ms edad la toma sin pedrselo y de forma que ella no puede defenderse. Se imagina que la violan, que la maltratan, que su marido no es l mismo, sino otro. El acaricia el mismo sueo: en el cuerpo de su mujer posee los muslos de tal bailarina vista en un musichall, los senos de aquella pinup cuya fotografa ha contemplado, un recuerdo, una imagen; o bien se imagina que su mujer es deseada por alguien, poseda, violada, lo cual es un modo de devolverle la alteridad perdida. El matrimonio dice Stekel crea transposiciones grotescas e inversiones, actores refinados, comedias representadas entre los dos cnyuges que amenazan destruir todo lmite entre la apariencia y la realidad. En el punto lmite, se declaran vicios definidos. El marido se convierte en un mirn: necesita ver a su mujer acostada con un amante o saber que se acuesta con uno, para volver a encontrar un poco de su magia; o se encarniza sdicamente en hacer nacer en ella rechazos, de manera que, al fin, aparezcan su conciencia y su libertad y posea realmente a un ser humano. A la inversa, se esbozan actitudes {482} masoquistas en la mujer, que trata de suscitar en el hombre al amo, al tirano que no es; he conocido a una dama educada en un convento y sumamente piadosa, autoritaria y dominadora durante el da, quien por la noche conjuraba apasionadamente a su marido para que le diese de latigazos, lo cual haca ste lleno de horror. El vicio mismo adopta en el matrimonio un aspecto organizado y fro, un aspecto serio que lo convierte en un mal menor de lo ms triste. La verdad es que el amor fsico no podra ser tratado ni como un fin absoluto ni como un simple medio; no podra justificar una existencia; pero no puede recibir ninguna justificacin extraa. Lo cual quiere decir que debera representar en toda vida humana un papel episdico y autnomo. Lo cual quiere decir que, ante todo, debera ser libre. Del mismo modo, no es el amor lo que el optimismo burgus promete a la joven desposada: el ideal que le ponen ante los ojos es el ideal de la dicha, es decir, de un tranquilo equilibrio en el seno de la inmanencia y la repeticin. En ciertas pocas de prosperidad y de seguridad, ese ideal ha sido el de la burguesa entera y, en particular, el de los propietarios de bienes races; se proponan estos, no la conquista del porvenir del mundo, sino la conservacin apacible del pasado, el statu quo. Una dorada mediocridad, sin ambicin ni pasin, das que no llevan a ninguna parte y que recomienzan indefinidamente, una vida que se desliza suavemente hacia la muerte, sin buscar razones; he ah lo que predica, por ejemplo, el autor del Sonnet du bonheur; esta seudosabidura, muellemente inspirada en Epicuro y Zenn, ha perdido hoy su crdito: conservar y repetir el mundo tal y como es, no parece ni deseable ni posible. La vocacin del varn es la accin; necesita producir, combatir, crear, progresar, superarse hacia la totalidad del universo y lo infinito del porvenir; pero el matrimonio tradicional no invita a la mujer a trascenderse con l, sino que la confina en la inmanencia. As, pues, no puede proponerse otra cosa que edificar una vida equilibrada en la que el presente, prolongado {483} al pasado, escapa a las amenazas del maana, es decir, precisamente, a edificar una dicha. A falta de amor, experimentar por su marido un sentimiento tierno y respetuoso llamado amor conyugal; encerrar al mundo entero entre las paredes de su hogar, que ella ser la encargada de administrar; perpetuar la especie humana a travs del porvenir. Sin embargo, ningn existente renuncia jams a su trascendencia, ni siquiera cuando se obstina en renegar de ella. El burgus de otro tiempo pensaba que, conservando el orden establecido y manifestando sus virtudes por su prosperidad, serva a Dios, a su patria, a un rgimen, a una civilizacin: ser feliz era cumplir su funcin de hombre. Tambin la mujer necesita que la vida armoniosa del hogar se supere hacia algunos fines: el hombre ser quien sirva de intrprete entre la individualidad de la mujer y el universo, ser l quien revista de valor humano esa artificialidad contingente. Al extraer junto a su esposa la energa necesaria para emprender, actuar, luchar, es l quien la justifica; ella solo tiene que dejar su existencia entre las manos de l, que le dar su sentido. Ello supone por su parte una humilde renuncia; pero encuentra en esto su recompensa, porque, guiada, protegida por la fuerza masculina, escapar al abandono original; se har necesaria. Reina en su colmena, reposando apaciblemente en s misma en el corazn de su dominio, pero transportada por mediacin del hombre a travs del universo y el tiempo sin lmites. Esposa, madre, ama de casa, la mujer encuentra en el matrimonio, a la vez, la fuerza para vivir y el sentido de la vida. Necesitamos ver cmo se traduce en la realidad ese ideal. El ideal de la felicidad se ha materializado siempre en la casa, la choza o el castillo; encarna la permanencia y la separacin. Entre sus paredes, la familia se constituye en clula aislada y afirma su identidad ms all del paso de las generaciones; el pasado, puesto en conserva bajo forma de muebles y retratos de antepasados, prefigura un porvenir sin riesgos; en el huerto, las estaciones inscriben en legumbres {484} comestibles su ciclo tranquilizador; todos los aos, la misma primavera, adornada con las mismas flores, promete el retorno del inmutable verano, del otoo con sus frutos idnticos a los de todos los otoos: ni el tiempo ni el espacio escapan hacia lo infinito, giran sabiamente en redondo. En toda civilizacin fundada en la propiedad de bienes races existe una abundante literatura que canta la poesa y las virtudes de la casa; en la novela de Henry Bordeaux titulada precisamente La maison se resumen todos los valores burgueses: fidelidad al pasado, paciencia, economa, previsin, amor a la familia, al suelo natal, etc.; es frecuente que los chantres de la casa sean mujeres, puesto que su tarea consiste en asegurar la dicha del grupo familiar; su papel, como en la poca en que la dmina se sentaba en el atrio, consiste en ser ama de casa. Hoy la casa ha perdido su esplendor patriarcal; para la mayora de los hombres es solamente un hbitat al que ya no aplasta el recuerdo de las generaciones difuntas y que ya no aprisiona los siglos por venir. Pero la mujer todava se esfuerza por dar a su interior el sentido y el valor que posea la verdadera casa. En Cannery Road, Steinbeck describe a una vagabunda que se obstina en adornar con tapices y cortinas el viejo tubo abandonado donde vive con su marido: en vano objeta este que la ausencia de ventanas hace intiles las cortinas. Esta preocupacin es especficamente femenina. Un hombre normal considera los objetos que le rodean como instrumentos; los dispone segn los fines para que estn destinados; su orden donde la mujer frecuentemente solo ver desorden consiste en tener a mano sus cigarrillos, sus papeles, sus tiles. Entre otros, los artistas a quienes es dado recrear el mundo a travs de una materia escultores y pintores se despreocupan por completo del marco en que viven. A propsito de Rodin, escribe Rilke: La primera vez que fui a casa de Rodin comprend que para l la casa no era sino una pura necesidad, nada ms: un abrigo contra el fro, un techo bajo el cual dormir. Le era indiferente y no pesaba en absoluto sobre su soledad o su recogimiento. Era en s mismo donde encontraba un hogar {485}: sombra, refugio Y Paz. El mismo se haba convertido en su propio cielo, su bosque y su ancho ro al que ya nada detiene. Mas, para hallar un hogar en s mismo, es preciso, en primer lugar, haberse realizado en obras o actos. El hombre slo se interesa mediocremente por su interior, puesto que accede al universo entero y puede afirmarse en sus proyectos. En cambio, la mujer est encerrada en la comunidad conyugal: para ella se trata de transformar esa prisin en un reino. Su actitud con respecto al hogar est determinada por esa misma dialctica que define generalmente su condicin: toma al hacerse presa, se libera al abdicar; renunciando al mundo, quiere conquistar un mundo. No sin pesar cierra tras de s las puertas del hogar; de soltera, tena por patria a toda la Tierra; los bosques le pertenecan. Ahora se halla confinada en un angosto espacio; la Naturaleza se reduce a las dimensiones de un tiesto de geranios; las paredes impiden ver el horizonte. Una herona de Virginia Woolf (1) murmura: (1) Las olas. Ya no distingo el invierno del verano por el estado de la hierba o de los matorrales en las landas, sino por el vapor o el hielo que se forman sobre los cristales de las ventanas. Yo, que antes caminaba por los bosques de hayas, admirando el color azul que adquiere la pluma del arrendajo al caer; yo, que encontraba en mi camino al vagabundo y al pastor.... voy ahora de habitacin en habitacin con un plumero en la mano. Pero ella se aplicar en negar esa limitacin. Encierra entre sus paredes, bajo formas ms o menos costosas, la fauna y la flora terrestres, los pases exticos, las pocas pasadas; encierra all a su marido, que resume para ella a toda la colectividad humana, y a su hijo, que, bajo una forma porttil, le da todo el porvenir. El hogar se convierte en el centro del mundo e incluso en su nica verdad; como observa justamente Bachelard, es una suerte de contrauniverso {486} o un universo de lo contrario; refugio, retiro, gruta, vientre, protege contra las amenazas de fuera: y esta confusa exterioridad es la que se hace irreal. Al anochecer, sobre todo, cuando se cierran las contraventanas, la mujer se siente reina; la luz que el sol universal derrama al medioda, la molesta; por la noche, ya no se siente desposeda, porque anula lo que no posee; ve brillar una luz bajo la pantalla, una luz que es suya y que ilumina exclusivamente su morada: no existe nada ms. Un texto de Virginia Woolf nos muestra cmo la realidad se concentra en la casa, mientras el espacio exterior desaparece: Ahora la noche era mantenida aparte por los cristales de las ventanas, y estos, en lugar de ofrecer una visin exacta del mundo exterior, lo alabeaban de extraa manera, hasta el punto de que el orden, la fijeza, la tierra firme, parecan haberse instalado en el interior de la casa; fuera, por el contrario, ya no haba ms que un reflejo en el que las cosas transmutadas en fluidas temblaban y desaparecan. Gracias a los terciopelos, las sedas y las porcelanas de que se rodea podr la mujer satisfacer en parte esa sensualidad prensora a la que no da satisfaccin ordinariamente su vida ertica; tambin hallar en esa decoracin una expresin de su personalidad; ha sido ella quien ha elegido, fabricado, descubierto muebles y chucheras; ella quien los ha dispuesto segn una esttica en la que la preocupacin por la simetra ocupa generalmente un amplio lugar; esos objetos le reenvan su imagen singular, al mismo tiempo que testimonian socialmente cul es su nivel de vida. Por tanto, su hogar es para ella la parte que le ha correspondido en este mundo, la expresin de su vala social y de su verdad ms ntima. Como no hace nada, se busca vidamente en lo que tiene. A travs de las faenas domsticas es como la mujer realiza la apropiacin de su nido; por ese motivo, aunque se haga ayudar, tiene mucho inters en intervenir en todo; al menos, vigilando, controlando, criticando, se aplica a hacer suyos los resultados obtenidos por los servidores. De la administracin {487} de su morada extrae ella su justificacin social; su tarea consiste tambin en velar por la alimentacin, la ropa y, de una manera general, por la conservacin de la sociedad familiar. As se realiza ella, tambin ella, como una actividad. Pero ya se ver que se trata de una actividad que no la arranca a su inmanencia y que no le permite una afirmacin singular de s misma. Se ha ponderado en grado sumo la poesa de las tareas domsticas. Es verdad que esas faenas hacen que la mujer se las tenga que haber con la materia y que realice con los objetos una intimidad que es descubrimiento del ser y que, por tanto, la enriquece. En A la recherche de Marie, Madeleine Bourdhouxe describe el placer que experimenta su herona cuando extiende sobre el horno la pasta de limpiar: percibe en la punta de los dedos la libertad y el poder cuya brillante imagen le devuelve el hierro bien fregado. Cuando sube de la bodega, le gusta ese peso de los baldes llenos, que pesan ms en cada escaln que asciende. Siempre ha tenido el gusto de las materias simples, que tienen su propio olor, su rugosidad o su forma. Y desde entonces sabe cmo manejarlas. Marie tiene unas manos que, sin vacilacin, sin un movimiento de retroceso, se hunden en los hornos apagados o en las aguas jabonosas, desenmohecen y engrasan el hierro, extienden ceras, recogen con un solo y amplio gesto circular las mondas que cubren una mesa. Es un entendimiento perfecto, una camaradera entre las palmas de sus manos y los objetos que toca. Multitud de escritoras han hablado con amor de la ropa blanca, limpia y recin planchada, del esplendor azulado del agua jabonosa, de las sbanas blancas, del cobre reluciente. Cuando el ama de casa limpia y lustra los muebles, sueos de impregnacin sostienen la dulce paciencia de la mano que da belleza a la madera a travs de la cera, dice Bachelard. Concluida la tarea, el ama de casa conoce el gozo de la contemplacin. Mas, para que se revelen las cualidades preciosas: el pulido de una mesa, el brillo de un candelabro, la albura helada y almidonada de la ropa blanca, es preciso {488} primero que se haya ejercido una accin negativa; es preciso que haya sido expulsado todo principio malo. He ah, escribe Bachelard, el ensueo esencial al cual se abandona el ama de casa: he ah el ensueo de la limpieza activa, es decir, de la limpieza conquistada contra la suciedad. Bachelard lo describe de esta forma (1): (1) BACHELARD: La terre et les rveries du repos. As, pues, parece que la imaginacin de la lucha por la limpieza necesita una provocacin. Esta imaginacin debe excitarse con una clera maligna. Con qu aviesa sonrisa se recubre el cobre del grifo con la pasta para limpiar! Se le carga con las inmundicias de un trpoli extendido sobre el sucio y grasiento trapo de cocina. La amargura y la hostilidad se acumulan en el corazn del trabajador. Por qu trabajos tan vulgares? Pero llega el instante del pao seco, y entonces aparece la maldad alegre, la maldad vigorosa y locuaz: grifo, sers un espejo; caldero, sers un sol... Por fin, cuando el cobre brilla y re con la grosera de un buen muchacho, la paz se hace. El ama de casa contempla satisfecha sus victorias rutilantes. Ponge ha evocado la lucha que se desarrolla, en el corazn de la lavandera, entre la inmundicia y la pureza (1): (1) Vase LIASSES: La lessiveuse. Quien no ha vivido un invierno, por lo menos, en la amigable compaa de una coladora, ignora todo respecto a cierto orden de cualidades y de emociones sumamente conmovedoras. Es preciso haberla levantado del suelo con un solo y tremante esfuerzo, repleta de su carga de inmundos tejidos, para llevarla al horno, donde hay que arrastrarla de cierta manera para asentarla justamente en el redondel del hogar. Hay que haber atizado la lea debajo de ella, removerla progresivamente; hay que haber tanteado a menudo sus paredes tibias o calientes; haber escuchado despus el profundo rumor interior, y, a partir de ese momento, haber levantado la tapa varias veces para verificar la presin de los chorros y la regularidad del riego {489}. Hay que haberla vuelto a abrazar, hirviendo todava, para depositarla de nuevo en el suelo... La coladora est concebida de tal forma que, llena de un montn de tejidos innobles, la emocin interior y la hirviente indignacin que por ello siente se resuelven en lluvia sobre ese montn de tejidos innobles que le revuelve el corazn casi perpetuamente, y todo ello termina en una purificacin... Es verdad que la ropa blanca, cuando la recibe la coladora, ya haba sido despojada en parte de su mugre... No por ello deja de experimentar una nocin o sentimiento de suciedad difusa de las cosas en el interior de s misma, y de la cual, a fuerza de emocin, de hervores y de esfuerzos, logra librarse y librar a los tejidos, de tal modo que estos, aclarados bajo una catarata de agua fresca, van a presentarse revestidos de una blancura extrema. Y he aqu que el milagro se ha producido, en efecto: De pronto se despliegan mil banderas blancas que atestiguan, no una capitulacin, sino una victoria, y que tal vez no son nicamente el signo de la limpieza corporal de los habitantes del lugar... Estas dialcticas pueden prestar a las faenas domsticas el atractivo de un juego: la nia se divierte gustosa sacando brillo a la plata, frotando los tiradores de las puertas. Mas para que la mujer encuentre en ello satisfacciones positivas es preciso que consagre sus cuidados a un interior del que se sienta orgullosa; de lo contrario, no conocer jams el placer de la contemplacin, nico capaz de recompensar su esfuerzo. Un periodista norteamericano (1), que ha vivido varios meses entre los blancos pobres del sur de Estados Unidos, ha descrito el pattico destino de una de esas mujeres abrumadas de trabajo que se encarnizan vanamente por hacer habitable un tugurio. Viva con su marido y siete hijos en una barraca de madera, con las paredes cubiertas de holln, llena de chinches; haba intentado adecentar la casa; en la pieza principal, la chimenea recubierta de un enlucido de cal de tono azulado, una mesa y algunos cuadros {490} colgados de las paredes evocaban una especie de altar. Pero el tugurio segua siendo un tugurio, y la seora G.... con lgrimas en los ojos, deca: Ah, cmo detesto esta casa! Creo que no hay nada en el mundo capaz de adecentarla! Legiones de mujeres slo comparten as una fatiga indefinidamente recomenzada en el curso de un combate que jams proporciona la victoria. Hasta en los casos ms privilegiados, esa victoria nunca es definitiva. Hay pocas tareas ms emparentadas con el suplicio de Ssifo que las del ama de casa; da tras da, es preciso lavar los platos, quitar el polvo a los muebles y repasar la ropa; y maana todo eso volver a estar sucio, polvoriento y roto. El ama de casa se consume sin cambiar de lugar; no hace nada: perpeta solamente el presente; no tiene la impresin de conquistar un Bien positivo, sino de luchar indefinidamente contra el Mal. Es una lucha que se renueva todos los das. Es conocida la historia de ese ayuda de cmara que se negaba melanclicamente a limpiar los zapatos de su amo. Para qu? deca. Maana habr que volver a hacerlo. Muchas jvenes todava no resignadas, comparten ese desaliento. Recuerdo la disertacin de una alumna de diecisis aos que empezaba, poco ms o menos, con estas palabras: Hoy es da de limpieza general. Oigo el ruido del aspirador que mam desplaza por el saln. Quisiera huir. Me juro a m misma que, cuando sea mayor, nunca habr en mi casa un da de limpieza general. La nia ve el porvenir como una ascensin indefinida hacia no se sabe qu cima. De pronto, en la cocina donde la madre friega la vajilla, la nia comprende que, desde hace aos, todos los das despus de la comida, a la misma hora, aquellas manos se han sumergido en el agua grasienta y han limpiado la porcelana con el trapo rugoso. Y hasta la muerte estarn sometidas a esos ritos. Comer, dormir, limpiar... Los aos ya no escalan el cielo, se extienden idnticos y grises en una capa horizontal; cada da imita al que le precede; es un eterno presente, intil y sin esperanza. En el cuento titulado La potissire, Colette Audry ha descrito sutilmente la triste vanidad de una actividad que se encarniza contra el tiempo {491}: (1) Vase ALGEE: Let us now praise famous men. Al da siguiente, al pasar la escoba por debajo del sof, recogi algo que en principio tom por un viejo trozo de algodn o un poco de plumn. Pero era una pelusilla de polvo como las que se forman en lo alto de los armarios que se olvida limpiar, o detrs de los muebles, entre la pared y la madera. Permaneci pensativa ante aquella curiosa sustancia. De modo que no haca ms que ocho o diez semanas que vivan en aquellas habitaciones, y ya, pese a la vigilancia de Juliette, un copo de polvo haba tenido tiempo de formarse, de engordar, agazapado en la sombra, como aquellos animales grisceos que la asustaban cuando era pequea. Una fina ceniza de polvo delata negligencia, un principio de abandono; es el impalpable depsito del aire que se respira, de los vestidos que flotan, del viento que penetra por las ventanas abiertas; pero aquel copo representaba ya un segundo estado del polvo, el polvo triunfante, un espesamiento que toma forma y de depsito se convierte en residuo. Era casi bonito a la vista, transparente y ligero como copetes de espinos, pero ms apagado. ... El polvo haba ganado en velocidad a toda la potencia aspiradora del mundo. Se haba adueado del mundo, y el aspirador no era ms que un objetotestigo destinado a mostrar todo lo que la especie humana era capaz de echar a perder en cuanto a trabajo, materia e ingenio para luchar contra la irresistible suciedad. Era el desecho convertido en instrumento. ....La causa de todo era su vida en comn, sus pequeas comidas, que dejaban desperdicios, sus dos polvos que se mezclaban por doquier... Cada hogar segrega esas basuritas que es preciso destruir para que dejen sitio a otras nuevas... Qu vida se da una para poder salir con una blusa limpia que atraiga la mirada de los transentes, para que un ingeniero, que es vuestro marido, est presentable! Por la cabeza de Marguerite cruzaban frmulas y ms frmulas: vigilar la conservacin del parquet... Para la limpieza de los cobres emplear... Estaba encargada del mantenimiento de dos seres cualesquiera hasta el fin de sus das. Lavar, planchar, barrer, sacar la pelusilla agazapada bajo la sombra de los armarios es detener la muerte, pero tambin rechazar la vida: porque, con un solo movimiento, el tiempo crea y destruye; el ama de casa solo capta su aspecto {492} negativo. Su actitud es la del maniquesta. Lo propio del maniquesmo no es solamente reconocer dos principios, uno bueno y otro malo, sino plantear que el bien se obtiene por la abolicin del mal y no por un movimiento positivo; en este sentido, el cristianismo es muy poco maniquesta, pese a la existencia del diablo, porque como mejor se combate al demonio es consagrndose a Dios y no ocupndose de aquel con objeto de vencerlo. Toda doctrina de la trascendencia y de la libertad subordina la derrota del mal al progreso hacia el bien. Pero la mujer no ha sido llamada para edificar un mundo mejor; la casa, las habitaciones, la ropa sucia, el parqu, son cosas fijas: ella no puede hacer otra cosa que rechazar indefinidamente los principios malignos que all se deslizan; ataca el polvo, las manchas, el barro, la grasa; combate el pecado, lucha contra Satans. Pero es un triste destino el tener que rechazar sin descanso a un enemigo, en lugar de dirigirse hacia fines positivos; con frecuencia el ama de casa sufre ese destino llena de rabia. Bachelard pronuncia a este respecto la palabra maldad; tambin se la encuentra bajo la pluma de los psicoanalistas. Para estos, la mana domstica es una forma de sadomasoquismo; lo propio de las manas y de los vicios es comprometer la libertad para que quiera lo que no quiere; como detesta que su sino sea lo negativo, la suciedad, el mal, el ama de casa manaca se encarniza llena. de furia contra el polvo, reivindicando una suerte que le repugna. A travs de los desechos que deja en pos de s toda expansin viva, ella se adhiere a la vida misma. Tan pronto como un ser vivo entra en sus dominios, sus ojos brillan con fulgor maligno. Lmpiate los pies; no lo pongas todo patas arriba; no toques eso. Querra impedir que respirase todo su entorno: el menor soplo es una amenaza. Todo acontecimiento implica la amenaza de un trabajo ingrato: un tropezn del nio es un desgarrn que reparar. Al no ver en la vida ms que promesas de descomposicin, exigencias de un esfuerzo indefinido, pierde toda alegra de vivir; su mirada se hace dura, su rostro aparece preocupado, serio, siempre alerta; se defiende mediante la prudencia y la avaricia. Cierra las ventanas {493} porque con el sol se introduciran tambin insectos, grmenes y polvo; adems, el sol se come la seda de las cortinas; los sillones antiguos son enfundados y embalsamados con naftalina, porque la luz los ajara. Ni siquiera encuentra placer en exhibir esos tesoros a los visitantes: la admiracin mancha. Esa desconfianza se torna en acritud y suscita hostilidad con respecto a todo cuanto vive. Se ha hablado a menudo de esas burguesas de provincias que se ponen guantes blancos para asegurarse de que sobre los muebles no queda un polvo invisible: a mujeres de esa especie fue a las que ejecutaron las hermanas Papin hace unos aos; su odio a la suciedad no se distingua de su odio a los criados, al mundo entero y a ellas mismas. Hay pocas mujeres que elijan desde su juventud un vicio tan ttrico. Las que aman generosamente la vida encuentran en ello una defensa contra semejante vicio. Colette nos dice de Sido: Era gil y dinmica, pero no un ama de casa excesivamente aplicada; limpia, aseada, delicada, pero lejos de ese genio manaco y solitario que cuenta las servilletas y toallas, los trozos de azcar y las botellas llenas. Con la franela en la mano y vigilando a la sirvienta, que limpiaba despaciosamente los cristales de las ventanas mientras rea con el vecino, se le escapaban gritos nerviosos, impacientes llamadas a la libertad: Cuando limpio largamente y con esmero mis tazas de China deca, me siento envejecer. Coronaba lealmente su tarea. Entonces, franqueaba los dos escalones de nuestro umbral y entraba en el jardn. Inmediatamente, se esfumaban su excitacin taciturna y su rencor. En esa nerviosidad y en ese rencor es en lo que se complacen las mujeres frgidas o frustradas, las solteronas, las esposas engaadas, aquellas a quienes un marido autoritario condena a una existencia solitaria y vaca. He conocido, entre otras, a una anciana que todas las maanas se levantaba a las cinco para inspeccionar sus armarios y empezar de nuevo a ordenar las cosas; parece ser que, cuando tena {494} veinte aos, era alegre y coqueta; encerrada luego en una propiedad aislada, con un marido que la descuidaba y un hijo nico, se dio a poner las cosas en orden como otros se dan a la bebida. En la Elise de Chroniques maritales (1), el gusto por lo domstico proviene del deseo exasperado de reinar sobre un universo, de una exuberancia viva y de una voluntad de dominio que, a falta de objeto, gira en vaco; es tambin un desafo al tiempo, al universo, a la vida, a los hombres, a todo cuanto existe. (1) JOUHANDEAU: Chroniques maritales. Desde las nueve, despus de cenar, est lavando. Es medianoche. Yo haba dormitado un poco, pero su coraje, como si insultase a mi reposo dndole aire de holgazanera, me ofende. ELISE. Para hacer la limpieza no hay que temer ensuciarse las manos. Y la casa estar pronto tan limpia, que nadie se atrever ya a vivir en ella. Hay lechos para descansar, mas para descansar a su lado, sobre el parqu. Los almohadones estn demasiado limpios. Da miedo mancharlos o arrugarlos al apoyar en ellos la cabeza o los pies, y cada vez que piso una alfombra, me sigue una mano armada de un artefacto mecnico o de un trapo que borra mi huella. Por la noche: Ya est. De qu se trata para ella, desde que se levanta hasta que se duerme? De desplazar cada objeto y cada mueble, y de tocar en todas sus dimensiones el parqu, las paredes y los techos de su casa. Por el momento, quien triunfa es la asistenta que lleva dentro. Cuando ha limpiado el polvo del interior de los armarios, tambin se lo limpia a los geranios de las ventanas. SU MADRE. Elise est siempre tan atareada, que no se percata de que existe. Las faenas domsticas, en efecto, permiten a la mujer una huida indefinida lejos de s misma. Chardonne dice justamente {495}: Es una tarea meticulosa y desordenada, sin freno ni lmites. En la casa, una mujer segura de agradar alcanza pronto un punto de desgaste, un estado de distraccin y de vaco mental que la suprimen... Esa huida, ese sadomasoquismo en que la mujer se encarniza contra los objetos y contra s misma, a la vez, tiene a menudo un carcter precisamente sexual. Las faenas domsticas, que exigen la gimnasia del cuerpo, son el burdel asequible a la mujer, dice Violette Leduc (1). Es notable que el gusto por la limpieza adquiera una importancia suprema en Holanda, donde las mujeres son fras, y en las civilizaciones puritanas, que oponen a los goces de la carne un ideal de orden y de pureza. Si el Medioda mediterrneo vive en medio de una suciedad gozosa, no es solo porque el agua escasee: el amor a la carne y a su animalidad conduce a tolerar el olor humano, la grasa y hasta los parsitos. (1) L'affame. La preparacin de las comidas es un trabajo ms positivo y con frecuencia ms gozoso que el de la limpieza. Implica, en primer lugar, el momento de ir al mercado, que para muchas amas de casa es el momento privilegiado de la jornada. La soledad del hogar pesa sobre la mujer tanto ms cuanto que las tareas rutinarias no absorben su espritu. En las poblaciones del Medioda, es feliz cuando puede coser, lavar, pelar legumbres, sentada a la puerta de su casa, mientras charla con otras mujeres; ir a buscar agua al ro constituye una gran aventura para las musulmanas semienclaustradas: en una pequea aldea de Kabylia he visto a las mujeres destrozar la fuente que un administrador haba hecho construir en la plaza; bajar por las maanas todas juntas hasta el arroyo que corra al pie de la colina era su nica distraccin. Mientras efectan sus compras, en las colas, en las tiendas, en las esquinas de las calles, las mujeres entablan conversaciones en las cuales afirman valores domsticos y cada una de ellas extrae el sentido de su propia importancia; se sienten miembros de una comunidad {496} que por un instante se opone a la sociedad de los hombres como lo esencial a lo inesencial. Pero, sobre todo, la compra representa un profundo placer: es un descubrimiento, casi un invento. Gide observa en su Journal que los musulmanes que no conocen el juego lo han sustituido por el descubrimiento de tesoros escondidos; esa es la poesa y la aventura de las civilizaciones mercantiles. El ama de casa ignora la gratuidad del juego: pero un repollo con buen cogollo o un buen queso de Camembert son tesoros que el comerciante disimula maliciosamente y que es preciso escamotearle; entre vendedor y compradora se establecen relaciones de lucha y astucia: para esta, la apuesta consiste en procurarse la mejor mercanca al precio ms bajo; la extremada importancia concedida a la ms mnima economa no podra explicarse por la nica preocupacin de equilibrar un presupuesto difcil: hay que ganar una partida. Mientras inspecciona con recelo los puestos de los vendedores, el ama de casa es reina; el mundo est a sus pies, con sus riquezas y sus trampas, para que ella se haga con un botn. Saborea un triunfo fugaz cuando vaca sobre la mesa la bolsa de las provisiones. Coloca en la alacena las conservas y los gneros no perecederos que la aseguran contra el porvenir, y contempla con satisfaccin la desnudez de las legumbres y de las carnes que va a someter a su poder. El gas y la electricidad han matado la magia del fuego; pero, en el campo, muchas mujeres conocen todava el gozo de extraer llamas vivas de la madera inerte. Una vez encendido el fuego, he ah a la mujer convertida en hechicera. Con un simple movimiento de la mano cuando bate huevos o amasa una pasta, o por medio de la magia del fuego, realiza la transmutacin de las sustancias; la materia se hace alimento. Colette describe el hechizo de esas alquimias: Todo es misterio, magia, sortilegio; todo cuanto se cumple entre el momento de colocar sobre el fuego la olla, el escalfador, la marmita y su contenido y el momento pleno de dulce ansiedad, de voluptuosa esperanza, en que destapis en la mesa la fuente humeante...{497} Entre otras cosas, y llena de complacencia, pinta las metamorfosis que se operan en el secreto de las clidas cenizas: La ceniza de madera cuece sabrosamente lo que se le confa. La manzana o la pera alojadas en un nido de clidas cenizas salen de all arrugadas, acecinadas, pero muelles debajo de su piel como el vientre de un topo, y por muy bonne femme que se haga la manzana en el horno de la cocina, est lejos de ser esta confitura encerrada bajo su envoltura original, congestionada de sabor y que no ha exudado si sabis hacerlo como es debido ms que un solo llanto de miel... Un alto caldero de tres pies contena una ceniza tamizada que no vea jams el fuego. Repleto de patatas, vecinas, pero sin tocarse, plantado sobre sus negras patas encima de las brasas, el caldero nos facilitaba tubrculos blancos como la nieve, quemantes y escamosos. Las escritoras han celebrado particularmente la poesa de las compotas: vasta empresa es casar en los lebrillos de cobre el azcar slida y pura con la muelle pulpa de las frutas; espumeante, viscosa, ardiente, la sustancia que se elabora es peligrosa: es una lava en ebullicin que el ama de casa doma y cuela orgullosamente en los potes. Cuando los viste de pergamino e inscribe la fecha de su victoria, es su triunfo sobre el tiempo: ha apresado la duracin en la trampa del azcar, ha metido la vida en tarros. La cocina hace algo ms que penetrar y revelar la intimidad de las sustancias. Las modela de nuevo, las recrea. En el trabajo con la pasta experimenta su poder. Lo mismo que la mirada, la mano tiene tambin sus ensueos y su poesa, dice Bachelard (1). Y habla de esa flexibilidad de la plenitud, esa flexibilidad que llena la mano, que se refleja sin fin de la materia a la mano y de la mano a la materia. La mano de la cocinera que amasa es una mano feliz y la coccin reviste an a la pasta de un nuevo valor. La coccin es as un gran devenir material, un devenir que va de la palidez al dorado, de la pasta a la corteza (2): la mujer puede hallar una satisfaccin singular {498} en el logro de un pastel, de una pasta hojaldrada, porque ese logro no les es concedido a todos: hay que poseer un don especial. Nada ms complicado que el arte de las pastas escribe Michelet. Nada que menos se reglamente, que menos se aprenda. Hay que haber nacido. Todo es un don de la madre. (1) La terre et les rveries de la volont. (2) Ibd. Todava en este dominio, se comprende que la nia se divierta apasionadamente cuando imita a sus mayores: con tiza, con hierba, juega a fabricar ersatz; y an es ms dichosa cuando tiene por juguete un verdadero y pequeo horno, o cuando su madre la admite en la cocina y le permite que amase entre sus manos la pasta del pastel o que corte el caramelo recin fundido. Pero sucede con esto lo mismo que con los cuidados de la casa: la repeticin agota pronto esos placeres. Entre los indios, que se alimentan esencialmente de tortillas de maz, las mujeres pasan la mitad del tiempo amasando, cociendo, recalentando y volviendo a amasar las tortas idnticas bajo cada techo, idnticas a travs de los siglos, porque las mujeres indias apenas son sensibles a la magia del horno. No se puede transformar el mercado todos los das en una caza del tesoro ni extasiarse ante un grifo resplandeciente. Son, sobre todo, los hombres y mujeres escritores quienes exaltan lricamente esos triunfos, porque ellos no realizan las faenas domsticas o lo hacen raramente. Cotidiano, ese trabajo se hace montono y maquinal; est acribillado de esperas: hay que esperar que el agua hierva, que el asado est en su punto, que se haya secado la ropa; incluso si se organizan las diferentes tareas, quedan largos momentos de pasividad y vaco, que transcurren la mayor parte de las veces en medio del aburrimiento; no son entre la vida presente y la del maana ms que un intermediario inesencial. Si el individuo que las ejecuta es un productor, un creador, entonces se integran en su existencia de manera tan natural como las funciones orgnicas; por ese motivo, las servidumbres cotidianas parecen mucho menos tristes cuando son ejecutadas por hombres; para ellos solo representan un momento negativo y contingente del cual se apresuran a evadirse. Pero lo que hace ingrata la suerte de la mujersirvienta {499} es la divisin del trabajo que la consagra toda entera a lo general y a lo inesencial; el hbitat, el alimento, son tiles para la vida, pero no le confieren ningn sentido: los fines inmediatos del ama de casa no son ms que medios, no verdaderos fines, y en ellos no se reflejan sino proyectos annimos. Se comprende que para animarse en esa tarea, la mujer trate de conquistar en ella su singularidad y revestir de un valor absoluto los resultados obtenidos; tiene sus ritos, sus supersticiones, se aferra a su manera de colocar el cubierto, de disponer las cosas de la sala, de hacer un zurcido, de guisar un plato; se persuade de que, en su lugar, nadie podra hacer tan bien como ella un asado o bruir un objeto; si el marido o la hija quieren ayudarla o intentan pasarse sin ella, les quita de las manos la aguja o la escoba. No eres capaz de pegar un botn. Con tierna irona, Dorothy Parker (1) ha descrito el desconcierto de una mujer joven, convencida de que debe aportar a la disposicin de su hogar una nota personal y no sabe cmo hacerlo. (1) Vase Too bad. La seora de Ernest Weldon erraba por el estudio bien arreglado, dando algn que otro de esos pequeos toques femeninos. No era especialmente experta en el arte de dar toques. La idea era agradable y atrayente. Antes de casarse, se haba imaginado que se paseara dulcemente por su nueva vivienda, desplazando aqu una rosa, enderezando all una flor y transformando as una casa en un hogar. Incluso ahora, despus de siete aos de matrimonio, gustaba imaginarse entregada a tan graciosa ocupacin. Pero, aunque todas las noches lo intentaba conscientemente, tan pronto como las lmparas de pantalla rosa se encendan, se preguntaba un tanto afligida cmo se las arreglara para realizar aquellos minsculos milagros que hacen un interior completamente diferente... Dar un toque femenino era misin de la esposa. Y la seora Weldon no era mujer que esquivase sus responsabilidades. Con aire de incertidumbre casi lastimosa, tanteaba en la chimenea, levantaba un pequeo jarrn japons y permaneca de pie, con el jarrn en la mano, examinando la estancia con expresin desesperada... Luego {500} retroceda unos pasos y consideraba sus innovaciones. Era increble los escasos cambios que haban introducido en la pieza. En esta bsqueda de la originalidad o de una perfeccin singular, la mujer malgasta mucho tiempo y considerables esfuerzos; eso es lo que presta a su trabajo el carcter de una tarea meticulosa y desordenada, sin freno ni lmites que seala Chardonne y que tan difcil hace apreciar la carga que verdaderamente representan las preocupaciones domsticas. Segn una reciente encuesta (publicada en 1947 por el diario Combat bajo la firma de C. Hbert), las mujeres casadas consagran unas tres horas cuarenta y cinco minutos a las faenas domsticas (arreglo de la casa, aprovisionamiento, etc.) todos los das laborables, y ocho horas los das de fiesta, es decir, en total treinta horas por semana, lo que corresponde a las tres cuartas partes de la duracin del trabajo semanal de una obrera o de una empleada; es enorme si esa tarea se agrega a un oficio; es poco si la mujer no tiene otra cosa que hacer (tanto ms cuanto que la obrera y la empleada pierden tiempo en desplazamientos que no tienen equivalente en este caso). El cuidado de los nios, si son numerosos, hace considerablemente ms pesadas las tareas de la mujer: una madre de familia pobre consume sus energas a lo largo de una jornada desordenada. Por el contrario, las burguesas que se hacen ayudar viven casi en el ocio, y el rescate que pagan por ese ocio es el tedio. Como se aburren, muchas de ellas complican y multiplican indefinidamente sus deberes, de manera que se vuelven ms fatigosos que un trabajo calificado. Una amiga que haba sufrido varias crisis de depresin nerviosa me deca que, cuando su salud era buena, llevaba la casa casi sin darse cuenta de ello y le sobraba tiempo para dedicarlo a ocupaciones mucho ms estimulantes; cuando una neurastenia le impeda dedicarse a estos otros trabajos, entonces se dejaba engullir por las preocupaciones domsticas y se las vea y se las deseaba para rematarlas, aunque les dedicase jornadas enteras. Lo ms triste es que ese trabajo no desemboca ni siquiera en una creacin perdurable. La mujer se siente tentada y {501} tanto ms cuanto ms cuidados le prodiga de considerar su obra como un fin en s. Contemplando el pastel que sale del horno, suspira: Es una lstima tener que comrselo! Es verdaderamente una lstima que el marido y los hijos arrastren los pies llenos de barro por el parqu encerado. Cuando las cosas sirven para algo, o se manchan o se destruyen, y ella se siente tentada, como ya hemos visto, de sustraerlas a todo uso; esta, conserva la compota hasta que la invade el moho; aquella, cierra la salita con llave. Pero no se puede detener el tiempo; las provisiones atraen a las ratas; los gusanos se introducen en ellas. La polilla se come las colchas, las cortinas, la ropa: el mundo no es un sueo de piedra, est hecho de una sustancia sospechosa y, amenazada por la descomposicin. La materia comestible es tan equvoca como los monstruos de carne de Dal: pareca inerte, inorgnica, pero las larvas ocultas la han metamorfoseado en cadver. El ama de casa, que se enajena en las cosas, depende, como las cosas, del mundo entero: la ropa blanca amarillea, el asado se quema, la porcelana se rompe; son desastres absolutos, porque las cosas, cuando se pierden, se pierden irreparablemente. Imposible obtener a travs de ellas permanencia y seguridad. Las guerras, con los saqueos y las bombas, amenazan los armarios, la casa. As, pues, es preciso que el producto del trabajo domstico se consuma; se exige de la mujer una constante renuncia, pues sus operaciones solo terminan con su destruccin. Para que consienta en ello sin lamentarse, hace falta, por lo menos, que esos menudos holocaustos enciendan en alguna parte una alegra, un placer. Pero, como el trabajo domstico se agota en mantener un statu quo, el marido, al volver a casa, observa el desorden y la negligencia, pero, en cambio, el orden y la limpieza le parecen cosas naturales, que se dan por supuestas. Denota un inters ms positivo por una comida bien preparada. El momento en que triunfa la cocinera es aquel en que coloca en la mesa un plato logrado: marido e hijos lo acogen con calor, no solo verbalmente, sino consumindolo gozosamente. La alquimia culinaria prosigue, el alimento se convierte en quilo y sangre. El mantenimiento {502} de un cuerpo tiene un inters ms concreto, ms vital que el de un parqu; de manera evidente, el esfuerzo de la cocinera trasciende al porvenir. Sin embargo, si es menos vano descansar en una libertad extraa que enajenarse en las cosas, no es menos peligroso. Solamente en la boca de los invitados halla el trabajo de la cocinera su verdad; necesita sus sufragios; exige que aprecien sus platos, que repitan; se irrita si ya no tienen apetito: hasta el punto de que ya no se sabe si las patatas fritas estn destinadas al marido o el marido a las patatas fritas. Este equvoco se encuentra tambin en el conjunto de la actitud de la mujer de su casa: ella cuida la casa para su marido; pero exige que este destine todo el dinero que gane a la compra de muebles o de un frigorfico. Quiere hacerle feliz, pero de sus actividades solamente aprueba aquellas que entran en el marco de la dicha que ella ha fabricado. Ha habido pocas en que estas pretensiones eran generalmente satisfechas: en los tiempos en que la felicidad era tambin el ideal del hombre, cuando estaba apegado, ante todo, a su casa, a su familia, y cuando los hijos mismos optaban por definirse a travs de sus padres, sus tradiciones, su pasado. La que reinaba en el hogar, la que presida la mesa Ira reconocida como soberana; todava desempea ese glorioso papel en el hogar de ciertos propietarios de bienes races, entre algunos campesinos ricos, que perpetan espordicamente la civilizacin patriarcal. Pero, en conjunto, el matrimonio es hoy da la supervivencia de costumbres fenecidas y la situacin de la esposa es mucho ms ingrata que antes, porque todava tiene los mismos deberes, pero no le confieren ya los mismos derechos; tiene que ejecutar las mismas tareas, sin que ello le reporte recompensa ni honores. El hombre, hoy, se casa para anclarse en la inmanencia, pero no para encerrarse en ella; quiere un hogar, pero permaneciendo libre para evadirse de l; se fija, pero a menudo sigue siendo un vagabundo en el fondo de su corazn; no desprecia la dicha, pero no hace de ella un fin en s misma; la repeticin le aburre; busca la novedad, el riesgo, las resistencias a vencer, camaraderas, amistades que le arranquen {503} de su soledad de dos en compaa. Los hijos, an ms que el marido, desean sobrepasar los lmites del hogar: su vida est en otra parte, ante ellos; el nio desea siempre lo que es de otro. La mujer trata de constituir un universo de permanencia y de continuidad: marido e hijos quieren sobrepasar la situacin que ella crea y que para ellos no es ms que un dato. Por eso, si a ella le repugna admitir lo precario de las actividades a las cuales dedica toda su existencia, se ve impulsada a imponer sus servicios por la fuerza: de madre y ama de casa se convierte en madrastra y arpa. As, el trabajo que la mujer ejecuta en el interior del hogar no le confiere una autonoma; no es directamente til a la colectividad, no desemboca en el porvenir, no produce nada. Solo adquiere su sentido y su dignidad cuando est integrado en existencias que trascienden hacia la sociedad en la produccin y la accin: es decir, que, lejos de manumitir a la matrona, la sita bajo la dependencia del marido y de los hijos; a travs de ellos se justifica ella, que no es en sus vidas ms que una mediacin inesencial. El hecho de que el Cdigo haya suprimido de sus deberes el de la obediencia no cambia en nada su situacin, que no descansa en la voluntad de los esposos, sino en la estructura misma de la comunidad conyugal. A la mujer no le est permitido hacer una obra positiva y, por consiguiente, hacerse reconocer como una persona completa. Por respetada que sea, no deja de ser una criatura subordinada, secundaria, parasitaria. La pesada maldicin que gravita sobre ella consiste en que el sentido mismo de su existencia no est en sus manos. Por esa razn, los xitos y los fracasos de su vida conyugal revisten mucha mayor gravedad para ella que para el hombre: este es un ciudadano, un productor, antes de ser marido; ella es, ante todo, y con frecuencia exclusivamente, una esposa; su trabajo no la arranca a su condicin; por el contrario, es de esta de donde aquel extrae o no su valor. Enamorada, generosamente entregada, realizar sus tareas con alegra; pero se le antojarn inspidas servidumbres si las cumple con rencor. En su destino, no representarn jams sino un papel inesencial; en los avatares de la vida conyugal, no sern una {504} ayuda. As, pues, necesitamos ver cmo se vive concretamente esa condicin esencialmente definida por el servicio de la cama y el servicio de la casa, y en los cuales la mujer solo encuentra su dignidad si acepta su vasallaje. Una crisis ha sido la que ha hecho pasar a la muchacha de la infancia a la adolescencia; una crisis ms aguda es la que la precipita a su vida de adulta. A los trastornos que provoca fcilmente en la mujer una iniciacin sexual un poco brusca se superponen las angustias inherentes a todo paso de una condicin a otra. Ser lanzada como por un horrendo relmpago a la realidad y el conocimiento por medio del matrimonio, sorprender en contradiccin el amor y la vergenza, tener que sentir en un mismo objeto el arrebato, el sacrificio, el deber, la piedad y el espanto, a causa de la inesperada vecindad entre Dios y la bestia... He ah cmo se ha creado un enmaraamiento del alma cuyo igual sera vano buscar, escribe Nietzsche. La agitacin del tradicional viaje de novios estaba destinada, en parte, a enmascarar esa crisis: arrojada durante unas semanas fuera del mundo cotidiano, rotos provisionalmente todos los lazos con la sociedad, la mujer ya no se situaba en el espacio, en el tiempo, en la realidad (1). Pero, tarde o temprano, tena que volver a ella; por eso siente siempre un sentimiento de inquietud al instalarse en su nuevo hogar. Sus vnculos con el hogar paterno son mucho ms estrechos que los del joven. Arrancarse del seno de su familia es un destete definitivo: entonces es cuando conoce toda la angustia del abandono y el vrtigo de la libertad. La ruptura, segn los casos, es ms o menos dolorosa; si ya ha roto los lazos que la unan al padre, a sus hermanos y hermanas, y, sobre todo, a su madre, los deja sin problemas; si, dominada todava por ellos, puede permanecer prcticamente {505} bajo su proteccin, el cambio de situacin ser menos sensible; pero habitualmente, aun cuando deseara evadirse de la casa paterna, se siente desconcertada al verse separada de la pequea sociedad en la cual estaba integrada, aislada de su pasado, de su universo infantil, de principios seguros y valores garantizados. Solo una vida ertica ardiente y plena podra sumergirla de nuevo en la paz de la inmanencia; pero, de ordinario, se halla al principio ms trastornada que colmada; que haya sido ms o menos un xito, la iniciacin sexual no hace ms que acrecentar su turbacin. Al da siguiente de la boda, se dan en ella muchas de las reacciones que opuso a su primera menstruacin: con frecuencia experimenta disgusto ante aquella suprema revelacin de su feminidad y horror ante la idea de que esa experiencia se renovar. Conoce tambin la amarga decepcin de los das siguientes; una vez que apareca la menstruacin, la muchacha se percataba con tristeza de que no era una adulta; desflorada, hela ya adulta: la ltima etapa est franqueada. Y ahora? Esa inquieta decepcin est ligada, por otra parte, al matrimonio propiamente dicho tanto como a la desfloracin: una mujer que haya conocido ya a su novio, o que haya conocido a otros hombres, mas para quien el matrimonio representa el pleno acceso a la vida de adulta, tendr frecuentemente la misma reaccin. Vivir el comienzo de una empresa, exalta; pero no hay nada ms deprimente que descubrir un destino sobre el cual ya no se tiene poder alguno. Sobre ese fondo definitivo, inmutable, emerge la libertad con la ms intolerable gratuidad. Antes, protegida por la autoridad de los padres, la muchacha usaba su libertad para la revuelta y la esperanza; la empleaba para rechazar y sobrepasar una condicin en la cual, al mismo tiempo, hallaba seguridad; trascenda hacia el matrimonio mismo desde el seno del calor familiar; ahora est casada, ya no tiene ante s ningn otro porvenir. Las puertas del hogar paterno se han cerrado a su espalda: aquello que ahora tiene ser toda su parte en la Tierra. Sabe exactamente qu tareas le estn reservadas: las mismas que realizaba su madre. Da tras da, se repetirn los mismos ritos. De soltera tena las manos vacas: pero en {506} esperanzas, en sueos, lo posea todo. Ahora, ha adquirido una parcela del mundo y se dice con angustia: nada ms que esto, y para siempre. Para siempre este marido, esta casa. Ya no tiene nada que esperar, nada importante que desear. Sin embargo, tiene miedo de sus nuevas responsabilidades. Incluso si el marido tiene edad y autoridad, el hecho de que ella sostenga con l relaciones sexuales le quita prestigio: no podra reemplazar a un padre y an menos a una madre; no puede librarla de su libertad. En la soledad del nuevo hogar, ligada a un hombre que le es ms o menos extrao, habiendo dejado de ser nia para convertirse en esposa y destinada a ser madre, a su vez, se siente transida; definitivamente separada del seno materno, perdida en medio de un mundo donde ningn fin la solicita, abandonada en un presente glacial. descubre el tedio y la insipidez de lo puramente artificial, Es una angustia que se expresa de manera conmovedora en el diario de la joven condesa Tolstoi; ha concedido su mano con entusiasmo a un gran escritor a quien admira; despus de los fogosos abrazos que ha recibido en el balcn de madera de Iasnaiava Poliana, se siente asqueada del amor carnal, lejos de los suyos, aislada de su pasado, al lado de un hombre con quien ha estado prometida solamente ocho das, que tiene diecisiete aos ms que ella, un pasado y unos intereses que le son totalmente extraos; todo se le antoja huero, helado; su vida no es ms que un sueo. Hay que citar el relato que hace del comienzo de su matrimonio y las pginas de su diario en el curso de los primeros aos. (1) La literatura fin de siglo sita gustosa la desfloracin en el cochecama, lo cual es una manera de situarla en ninguna parte. Sofa se casa el 23 de septiembre de 1862 y esa misma tarde deja a su familia: Un sentimiento penoso, doloroso, me contraa la garganta y me oprima el pecho. Comprend entonces que haba llegado el momento de abandonar para siempre a mi familia y a todos aquellos a quienes amaba profundamente y con quienes haba vivido hasta entonces... Empezaron los adioses, que fueron terribles... Haban llegado los ltimos minutos. Haba reservado intencionadamente para el final la despedida con mi madre.... Cuando me desprend de sus brazos y, sin volver la cabeza, fui a sentarme en el carruaje, ella {507} lanz un grito desgarrador que no he podido olvidar en toda mi vida. La lluvia del otoo no cesaba de caer... Acurrucada en mi rincn, abrumada de fatiga y de pena, di rienda suelta a mis lgrimas. Len Nikolaievich. pareca atnito, incluso descontento... Cuando salimos de la poblacin, experiment en la oscuridad un sentimiento de espanto... Las tinieblas me opriman. Apenas cruzamos palabra hasta llegar a la primera estacin, Biriulev, salvo error. Recuerdo que Len Nikolaievich se mostraba muy tierno y tena delicadas atenciones conmigo. En Biriulev, nos dieron las llamadas habitaciones del zar, unas piezas enormes, con muebles tapizados de reps rojo que no tenan nada de acogedores. Nos trajeron el samovar. Acurrucada en un rincn del sof, guardaba silencio como una condenada a muerte. Y bien... me dijo Len Nikolaievich, qu te parece si lo sirvieras? Obedec y serv el t. Estaba confusa y no poda librarme de cierto temor. No me atreva a tutear a Len Nikolaievich y evitaba llamarle por su nombre. Durante mucho tiempo despus, segu llamndole de usted. Veinticuatro horas ms tarde llegan a Iasnaia Poliana. El 8 de octubre, Sofa reanuda su diario. Se siente angustiada. Sufre porque su marido ha tenido un pasado. En lo que alcanza mi memoria, siempre he soado con un ser completo, lozano, puro, a quien amara... y me resulta difcil renunciar a esos sueos de nia. Cuando me besa, pienso que no soy la primera a quien besa de ese modo. Al da siguiente anota: Me siento ahogada. He tenido pesadillas esta noche y, aunque no piense en ello constantemente, no por eso dejo de tener el alma agobiada. Ha sido a mi madre a quien he visto en sueos, y me ha dado mucha pena. Era como si durmiese y no pudiera despertar... Algo me abruma. Me parece continuamente que voy a morir. Es extrao eso, ahora que tengo un marido. Le oigo dormir y me lleno de temor, sola. No me deja penetrar en su fuero interno, y eso me aflige. Todas estas relaciones carnales son repugnantes. 11 de octubre: Terrible! Espantosamente triste! Cada {508} vez me repliego ms en m misma. Mi marido est enfermo, de mal humor y no me quiere. Lo esperaba, pero no crea que fuese tan espantoso. A quin le importa mi felicidad? Nadie sospecha que esa felicidad yo no s crearla ni para l ni para m. En mis horas de tristeza, a veces me pregunto: Para qu vivir cuando las cosas van tan mal para m y para los dems? Es extrao, pero esta idea me obsesiona. Mi marido est cada da ms fro, mientras yo, por el contrario, le amo ms cada vez... Evoco el recuerdo de los mos. Qu alegre era la vida entonces! En cambio, ahora, oh, Dios mo! Tengo el alma desgarrada! Nadie me ama... Querida mam, querida Tania, qu buenas eran! Por qu las he abandonado? Es triste, es espantoso! Sin embargo, Liovochka es excelente... En otro tiempo, yo pona ardor en vivir, en trabajar, en realizar las faenas de la casa. Ahora, eso ha terminado: podra permanecer callada das enteros, cruzada de brazos, machacando mis recuerdos de aos pasados... Hubiera querido trabajar, pero no puedo... Me hubiera gustado tocar el piano, pero aqu es muy incmodo... Liovochka me propuso que me quedase en casa hoy, mientras l ira a Nikolskoie. Tena que haber aceptado, para librarle de m, pero no he tenido fuerzas para ello... Pobrecillo! Busca en todas partes distracciones y pretextos para evitarme. Por qu estar en la Tierra? 13 de noviembre de 1863: Confieso que no s ocuparme. Liovochka es feliz, porque tiene inteligencia y talento, mientras yo no tengo ni la una ni lo otro. No es difcil encontrar algo que hacer; el trabajo no falta. Pero es preciso tomarle gusto a esas pequeas tareas, obligarse a amarlas: cuidar el corral, aporrear el piano, leer muchas tonteras y muy pocas cosas interesantes, salar pepinos... Me he quedado tan profundamente dormida, que ni nuestro viaje a Mosc, ni la espera de un hijo me procuran la menor emocin, la ms pequea alegra, nada. Quin me indicar el medio de despertarme, de reanimarme? Esta soledad me abruma. No estoy habituada a ella. En casa haba tanta animacin... Y aqu, en su ausencia, todo es fnebre. La soledad le es familiar. El no halla placer, como yo, en sus amistades ntimas, sino en sus actividades... Ha crecido sin familia. 23 de noviembre: Cierto, estoy inactiva, pero no lo soy por naturaleza. Simplemente, no s qu trabajo emprender. A veces, experimento un deseo loco de escapar a su influencia...{509} Por qu me pesa su influencia?... La acepto, pero no me har como l. No hara ms que perder mi personalidad. Ya no soy la misma, lo cual me hace la vida ms difcil. 1. de abril: Tengo el gran defecto de no hallar recursos en m misma... Liova est muy absorbido por su trabajo y por la administracin del dominio, mientras que yo no tengo ninguna preocupacin. No tengo dotes para nada. Me gustara tener algo ms que hacer, pero que se tratase de un genuino trabajo. En otro tiempo, cuando llegaban estas esplndidas jornadas primaverales, experimentaba la necesidad, el deseo de algo. Sabe Dios en qu soara! Hoy, no tengo necesidad de nada, ya no siento esa vaga y estpida aspiracin hacia no s qu, porque, habindolo hallado todo, ya no tengo nada que buscar. No obstante, sucede que me aburro. 20 de abril: Liova se aleja de m cada vez ms. El aspecto fsico del amor representa para l un gran papel, mientras que para m no representa ninguno. Se ve que la joven sufre, en el curso de esos seis primeros meses, a causa de la separacin de los suyos, de su soledad, del aspecto definitivo que ha adoptado su destino; detesta las relaciones fsicas con su marido y se aburre. Ese mismo tedio es el que experimenta tambin hasta las lgrimas la madre de Colette (1) despus de su primer matrimonio, que le haban impuesto sus hermanos: (1) La maison de Claudine. As, pues, abandon la clida casa belga, la cocina que ola a gas, el pan caliente y el caf, dej el piano, el violn, el gran Salvator Rosa legado por su padre, el bote de tabaco y las finas pipas de arcilla de largo can.... los libros abiertos y los peridicos arrugados para entrar, recin casada, en la mansin con escalinata y cercada por el crudo invierno de los pases boscosos. All encontr un inesperado saln blanco y oro en la planta baja, pero tambin un primer piso apenas enlucido, abandonado como un granero... Los helados dormitorios no hablaban ni de amor ni de dulce sueo... Sido, que buscaba amigos, una sociabilidad inocente y alegre, no hall en su propia casa ms que unos sirvientes y unos {510} granjeros cautelosos... Adorn con flores la espaciosa mansin, hizo blanquear la sombra cocina, vigil personalmente la preparacin de platos flamencos, confeccion pasteles de uva y esper su primer hijo. El Salvaje la sonrea entre dos correras y volva a partir... Agotadas sus recetas culinarias, su paciencia y el encausto, Sido, enflaquecida de aislamiento, llor... En Lettres Franoise marie, Marcel Prvost describe el desconsuelo de la joven al regreso de su viaje de novios. Piensa en el piso materno, con sus muebles Napolen III y MacMahon, sus felpas en los espejos, sus armarios de ciruelo negro, todo cuanto ella juzgaba tan anticuado, tan ridculo... Todo eso lo evoca un instante su memoria como un refugio real, como un verdadero nido, el nido en donde ella ha sido empollada con una ternura desinteresada, al abrigo de toda intemperie y de todo peligro. Este piso de ahora, con su olor a alfombras nuevas, sus ventanas desguarnecidas, la zarabanda de las sillas, con su aire de improvisacin y de partida en falso, no es un nido, no, no lo es. Solo es el sitio del nido que se trata de construir... Se sentir de pronto horriblemente triste, triste como si la hubieran abandonado en un desierto. A partir de ese desconsuelo, nacen a menudo en la joven prolongadas melancolas y diversas psicosis. En particular, y bajo la forma de diferentes obsesiones psicastnicas, experimenta el vrtigo de su libertad vaca; por ejemplo, desarrolla esos fantasmas de prostitucin que ya hemos encontrado en la muchachita. Pierre Janet (1) cita el caso de una joven casada que no poda soportar el permanecer sola en su piso, porque se senta tentada a asomarse a la ventana y echar intencionadas miradas a los transentes. Otras permanecen ablicas frente a un universo que ya no tiene aire de autenticidad, que solo est poblado de fantasmas y decorados de cartn pintado. Las hay que se esfuerzan en negar su condicin de adultas, que se obstinarn en negarlo toda su {511} vida. Como esa enferma (2) a quien Janet designa con las iniciales Qi. (1) Les obsessions et la psychasthnie. (2) Ibd. Qi, mujer de treinta y seis aos, est obsesionada por la idea de que es una nia de diez a doce aos; sobre todo, cuando est sola, se deja llevar por el deseo de saltar, rer, danzar, se suelta los cabellos, los deja flotar sobre sus hombros, se los corta en parte. Quisiera poder abandonarse por completo a ese sueo de ser una nia: Qu desgracia que no pueda jugar delante de todo el mundo al escondite ni hacer travesuras!... Quisiera que todos me juzgasen agradable, tengo miedo de ser fea como el Coco, me gustara que me quisiesen mucho, que me hablasen, me mimasen, que me dijeran a cada momento que me quieren como se quiere a los nios... Se quiere a un nio por sus diabluras, por su buen corazn, por sus gentilezas. Y qu se le pide a cambio? Que os ame, nada ms. Eso es lo bueno; pero no puedo decrselo a mi marido, porque no me comprendera. La verdad es que me gustara mucho ser una nia, tener un padre o una madre que me sentasen sobre sus rodillas, me acariciasen el pelo... Pero no, soy una seora, una madre de familia; hay que cuidar de la casa, ser seria, reflexionar a solas... Oh, qu vida! Tambin para el hombre el matrimonio es con frecuencia una crisis: la prueba de ello es que muchas psicosis masculinas nacen en el curso del noviazgo o durante los primeros tiempos de la vida conyugal. Menos apegado a la familia que sus hermanas, el joven perteneca a alguna hermandad: instituto, universidad, taller de aprendizaje, equipo, banda, que le protege contra el abandono; la deja para comenzar su verdadera existencia de adulto; teme su soledad futura y, a menudo, se casa solamente para conjurarla. Pero es vctima de esa ilusin que mantiene la colectividad y que representa a la pareja como una sociedad conyugal. Salvo en el breve incendio de una pasin amorosa, dos individuos no podran constituir un mundo que proteja a cada uno de ellos contra el mundo: eso es lo que ambos experimentan al da {512} siguiente de la boda. La mujer, muy pronto familiar, esclavizada, no enmascara al marido su libertad; es una carga, no una coartada; no le libera del peso de sus responsabilidades, sino que, por el contrario, lo agrava. La diferencia de sexos implica a menudo diferencias de edad, de educacin, de situacin, que no permiten ningn entendimiento real: aunque familiares, los esposos son, no obstante, extraos. En otro tiempo haba entre ellos frecuentemente un verdadero abismo: la joven, educada en un estado de ignorancia, de inocencia, no tena ningn pasado, en tanto que su prometido haba vivido y a l corresponda iniciarla en la realidad de la existencia. A algunos hombres les halagaba ese delicado papel; ms lcidos, medan con inquietud la distancia que los separaba de su futura compaera. Edith Wharton ha descrito, en su novela Au temps de l'innocence, los escrpulos de un joven americano de 1870 ante la joven que le ha sido destinada: Con una suerte de terror respetuoso contempl la frente pura, los ojos llenos de gravedad, la boca inocente y alegre de la joven criatura que iba a confiarle su alma. Aquel temible producto del sistema social del cual formaba parte y en el cual crea la joven que, ignorndolo todo, lo esperaba todo, se le presentaba ahora como una extraa... Qu saban realmente el uno del otro, puesto que su deber como hombre galante consista en ocultar su pasado a su prometida, y a esta corresponda no tenerlo?... La joven, centro de ese sistema de mistificacin superiormente elaborado, resultaba incluso un enigma an ms indescifrable por su franqueza y audacia. Era franca la pobre criatura, porque no tena nada que ocultar; confiada, porque ni siquiera imaginaba que tuviera que guardarse; y, sin otra preparacin, deba ser sumergida en una sola noche en lo que llaman las realidades de la vida.... Despus de girar cien veces en torno a aquella alma sucinta, volvi desalentado a la idea de que aquella pureza ficticia, tan diestramente fabricada por la conspiracin de las madres, las tas, las abuelas, hasta los lejanos antepasados puritanos, solo exista para satisfacer sus gustos personales, para que l pudiese ejercer sobre ella su derecho de seor y quebrarla como una imagen de nieve {513}. Hoy es menos profundo ese foso, porque la joven es un ser menos ficticio; est mejor informada, mejor armada para la vida. Pero todava es con frecuencia mucho ms joven que su marido. Es este un punto cuya importancia no se ha subrayado lo bastante; a menudo se toman por diferencias de sexo las consecuencias de una madurez desigual; en muchos casos, la mujer es una nia, no porque sea mujer, sino porque en realidad es muy joven. La gravedad de su marido y de los amigos de este la abruma. Aproximadamente un ao despus de su boda, Sofa Tolstoi escriba: Es viejo, est demasiado absorbido, y yo me siento hoy tan joven, con tantos deseos de hacer locuras! En lugar de acostarme, hubiera querido hacer piruetas. Pero con quin? Me envuelve una atmsfera de vejez, todo cuanto me rodea es viejo. Me esfuerzo por reprimir todo impulso de juventud; hasta tal punto parecera desplazado en este medio tan razonable. Por su parte, el marido ve a su mujer como un beb; no es para l la compaera que esperaba y se lo hace notar, la humilla. Sin duda, al salir de la casa paterna, a ella le gusta encontrar un gua; pero tambin le agrada que la consideren una persona mayor; desea seguir siendo nia, pero quiere convertirse en mujer; el esposo de ms edad no puede tratarla jams de modo que la satisfaga por completo. Aun cuando la diferencia sea insignificante, subsiste el hecho de que la joven y el joven han sido educados, por lo general, de manera completamente distinta; ella emerge de un universo femenino donde le ha sido inculcada una sabidura femenina, el respeto de los valores femeninos, en tanto que l est imbuido de los principios de la tica masculina. A menudo les resulta muy difcil entenderse, y no tardan en surgir los conflictos. Por el hecho de que el matrimonio subordina normalmente la mujer al marido, a ella es fundamentalmente a quien se le plantea el problema de las relaciones conyugales en toda su agudeza. La paradoja del matrimonio consiste en que {514} desempea, a la vez, una funcin ertica y una funcin social: esa ambivalencia se refleja en la figura que el marido reviste para la joven. Es un semidis dotado de prestigio viril y destinado a reemplazar al padre: protector, proveedor, tutor, gua; a su sombra es donde la vida de la esposa debe desarrollarse; es ostentador de todos los valores, garante de la verdad, justificacin tica de la pareja. Pero tambin es un macho con quien hay que compartir una experiencia a menudo vergonzosa, extravagante, odiosa o trastornadora, y, en cualquier caso, contingente; invita a la mujer a revolcarse con l en la bestialidad, a pesar de que la dirige con paso firme hacia el ideal. Una noche, en Pars, donde se detuvieron en el camino de regreso, Bernard abandon ostensiblemente un musichall cuyo espectculo le haba escandalizado: Y pensar que los extranjeros ven eso! Qu vergenza! Y nos juzgan de acuerdo con eso... Thrse admiraba que aquel hombre pdico fuese el mismo cuyas pacientes invenciones en la oscuridad tendra que sufrir dentro de una hora escasa (1). (1) Vase MAURIAC: Thrse Desqueyroux. Entre el mentor y el fauno son posibles multitud de formas hbridas. A veces el hombre es a la vez padre y amante; el acto sexual se convierte en una orga sagrada, y la esposa es una enamorada que halla en los brazos del esposo una salvacin definitiva, comprada al precio de una dimisin total. Ese amorpasin en el seno de la vida conyugal es muy raro. A veces tambin la mujer amar platnicamente a su marido; pero rehusar abandonarse entre los brazos de un hombre demasiado respetado. Como esa mujer cuyo caso cuenta Stekel: La seora D. S., viuda de un gran artista, tiene ahora cuarenta aos. Aunque adoraba a su marido, fue completamente frgida con l. Por el contrario, puede conocer con l un placer que sufre como un fracaso comn y que mata en ella la estima y el respeto. Por otro lado, un {515} fracaso ertico rebaja para siempre al marido a la categora de bruto: aborrecido en su carne, ser despreciado en su espritu; a la inversa, ya se ha visto cmo el desprecio, la antipata y el rencor condenan a la mujer a la frigidez. Lo que sucede con bastante frecuencia es que el marido, despus de la experiencia sexual, sigue siendo un ser superior y respetado, cuyas flaquezas animales se disculpan; al parecer, se ha sido, entre otros, el caso de Adle Hugo. O bien es un agradable compaero sin prestigio. Katherine Mansfield ha descrito una de las formas que puede adoptar esa ambivalencia en su relato titulado Preludio: Ella le amaba de verdad. Le quera, le admiraba y le respetaba enormemente. Oh, ms que a nada en el mundo! Le conoca a fondo. Era la franqueza y la respetabilidad personificadas; y, a pesar de toda su experiencia prctica, segua siendo sencillo, absolutamente ingenuo, se contentaba con poco y pocas cosas le molestaban. Si, al menos, no saltase de aquel modo en pos de ella, ladrando tan fuerte, mirndola con ojos tan vidos, tan amorosos... Era demasiado fuerte para ella. Desde su infancia, detestaba las cosas que se precipitaban sobre ella. Haba momentos en que se volva terrorfico, verdaderamente terrorfico; y entonces estaba a punto de gritar con todas sus fuerzas: Me vas a matar! Entonces senta el deseo de decir cosas rudas, cosas detestables... S, s, era verdad; a pesar de todo su amor, su respeto y su admiracin por Stanley, lo detestaba. Jams lo haba experimentado con tanta claridad; todos estos sentimientos con respecto a l eran ntidos, definidos, tan genuinos unos como otros. Y este otro, este odio, era tan real como el resto. Hubiera podido meterlos en otros tantos paquetitos para entregrselos a Stanley. Senta deseos de entregarle el ltimo como una sorpresa y se imaginaba la expresin de sus ojos cuando lo abriese. La joven est muy lejos de confesarse siempre sus sentimientos con esa sinceridad. Amar a su esposo, ser dichosa, son deberes que tiene con respecto a s misma y a la sociedad; eso es lo que su familia espera de ella; o, si los padres se han mostrado hostiles al matrimonio, es un ments {516} que ella desea infligirles. Por lo general, empieza a vivir su situacin conyugal de mala fe; se persuade de que experimenta por su marido un gran amor; y esa pasin adopta una forma tanto ms manitica, posesiva y celosa cuanto menos satisfecha sexualmente se encuentra; para consolarse de la decepcin que en principio rehusa confesarse a s misma, siente una insaciable necesidad de la presencia del marido. Stekel cita numerosos ejemplos de estos apegos enfermizos. Una mujer haba permanecido frgida durante los primeros aos de su matrimonio, como consecuencia de fijaciones infantiles. Entonces se desarroll en ella un amor hipertrofiado, como se encuentra frecuentemente entre las mujeres que no quieren ver que su marido le es indiferente. No viva y no pensaba ms que en su marido. Ya no tena voluntad. Por la maana, l tena que trazarle el programa para la jornada, decirle lo que deba comprar, etc. Ella lo realizaba todo concienzudamente. Si l no le indicaba nada, entonces ella se quedaba en su habitacin sin hacer nada, aburrindose a su lado. No poda dejarle ir a ninguna parte sin acompaarle. No poda quedarse sola y le gustaba tenerle de la mano... Era desdichada y lloraba durante horas enteras; temblaba por su marido y, si no haba motivos para temblar, los inventaba. Mi segundo caso era el de una mujer encerrada en su habitacin como en una crcel por temor a salir sola. La encontr con las manos de su marido entre las suyas, mientras le conjuraba para que siempre estuviese a su lado... Casados desde haca siete aos, nunca haba logrado tener relaciones. con su mujer. El caso de Sofa Tolstoi es anlogo; tanto de los pasajes que he citado como de todo cuanto sigue en su diario, se deduce obviamente que, tan pronto como se hubo casado, se percat de que no amaba a su marido. Las relaciones carnales que tena con l la asqueaban; le reprochaba su pasado, le encontraba viejo y aburrido, no tena ms que hostilidad para sus ideas; por otra parte, parece ser que, vido y brutal en el lecho, la descuidaba y la trataba con dureza. Sin embargo, con los gritos de desesperacin, con las confesiones {517} de tedio, de tristeza, de indiferencia, se mezclan en Sofa protestas de apasionado amor; quiere tener incesantemente a su lado al esposo amado; tan pronto como est lejos, los celos la torturan. Escribe: 1111863: Mis celos son una enfermedad innata. Tal vez provengan de que, amndole y no amando a nadie ms que a l, solo puedo ser dichosa con l y por l. 1511863: Quisiera que no soase y no pensase sino en m y que no amase a nadie, excepto a m... Apenas me digo: Tambin quiero esto y aquello, me retracto inmediatamente y comprendo que no amo nada fuera de Liovochka. Sin embargo, debera amar inexcusablemente alguna otra cosa, lo mismo que l ama su trabajo... No obstante, mi angustia sin l es tan grande... Siento crecer en m, de da en da, la necesidad de no abandonarle... 17101863: Me siento incapaz de comprenderle a fondo, y por eso le espo tan celosamente... 3171868: Qu extraeza causa releer el propio diario! Cuntas contradicciones! Como si fuese una mujer desdichada! Existirn parejas ms unidas y felices que nosotros? Mi amor no hace sino crecer. Le sigo amando con el mismo amor inquieto, apasionado, celoso, potico. Su calma y su seguridad me irritan a veces. 1691876: Busco vidamente las pginas de su diario en las que habla del amor, y, tan pronto como las hallo, me devoran los celos. Guardo rencor a Liovochka por haberse marchado. No duermo, apenas como, me trago las lgrimas o lloro a escondidas. Todos los das tengo un poco de fiebre y por la noche tengo estremecimientos... Estoy siendo castigada por haber amado tanto? Se percibe a travs de todas esas pginas un vano esfuerzo para compensar, por medio de la exaltacin moral o potica, la ausencia de un verdadero amor; sus exigencias, su ansiedad y sus celos traducen ese vaco del corazn. En tales condiciones, se desarrollan multitud de celos morbosos; los celos traducen, de manera indirecta, una insatisfaccin que la mujer objetiva inventando una rival; al no experimentar jams con su marido una sensacin de plenitud, racionaliza de algn modo su decepcin imaginndose que la engaa {518}. Muy a menudo, por moralidad, hipocresa, orgullo o timidez, la mujer se obstina en su mentira. Con frecuencia resulta que la aversin hacia el esposo amado no ha sido percibida en el curso de toda la vida, y se la denomina melancola con uno u otro nombre, dice Chardonne (1). Pero, aun sin recibir denominacin, no por ello se vive menos la hostilidad, que se manifiesta con mayor o menor virulencia a travs del esfuerzo de la joven por rechazar la dominacin del esposo. (1) Vase ve. Despus del perodo de trastorno que frecuentemente sigue a la luna de miel, la mujer trata de reconquistar su autonoma. No es una empresa fcil. Por el hecho de que el marido es frecuentemente mayor que ella y, en todo caso, posee un prestigio viril y es el cabeza de familia, segn la ley, ostenta una superioridad moral y social; muy a menudo posee tambin al menos en apariencia una superioridad intelectual. Tiene sobre la mujer la ventaja de la cultura o, al menos, de una formacin profesional; desde la adolescencia, se interesa por los asuntos del mundo, que son sus propios asuntos; sabe algo de leyes, est al corriente de la poltica, pertenece a un partido, a un sindicato, a una asociacin; trabajador, ciudadano, su pensamiento est comprometido en la accin; conoce la prueba de la realidad, con la cual no se puede hacer trampas: es decir, que el hombre medio posee la tcnica del razonamiento, el gusto por los hechos y la experiencia, cierto sentido de crtica; eso es lo que les falta todava a muchas jvenes; aunque ellas hayan ledo, asistido a conferencias y adquirido las artes del adorno, sus conocimientos, amontonados ms o menos al azar, no constituyen una cultura; si no saben razonar bien, no es como consecuencia de un vicio cerebral, sino porque la prctica no las ha obligado a ello; para ellas, el pensamiento es ms bien un juego que un instrumento; aun siendo inteligentes, sensibles, sinceras, no saben exponer sus opiniones y extraer las consecuencias de las mismas, al carecer de una tcnica intelectual. Por ese {519} motivo, un marido incluso mucho ms mediocre se impondr fcilmente a ellas y podr demostrar que tiene razn, aunque no la tenga. En manos masculinas, la lgica es a menudo violencia. Chardonne ha descrito perfectamente en su Epithalame esa forma solapada de opresin. De ms edad, ms cultivado e instruido que Berthe, se aprovecha Albert de esa superioridad para negar todo valor a las opiniones de su mujer cuando no las comparte; le demuestra incansablemente que tiene razn; por su parte, ella se empea en no conceder ningn contenido a los razonamientos de su marido: este se obstina en sus ideas, eso es todo. De ese modo, se agrava entre ellos un serio malentendido. El no intenta comprender los sentimientos y las reacciones que ella no tiene la habilidad de justificar, pero que en ella tienen profundas races; ella no comprende lo que de vivo puede haber bajo la lgica pedante con que la abruma su marido. El llega hasta a irritarse por una ignorancia que, sin embargo, ella no le ha disimulado nunca, y le plantea desafiantemente cuestiones de astronoma; no obstante, le halaga dirigir sus lecturas, encontrar en ella una oyente a quien domina con facilidad. En una lucha en que su insuficiencia intelectual la condena a ser vencida en cada ocasin, la joven no tiene otro recurso que el silencio, o las lgrimas, o la violencia: Con el cerebro adormecido, como abrumado de golpes, Berthe ya no era capaz de pensar cuando oa aquella voz entrecortada y estridente, mientras Albert segua envolvindola con un zumbido imperioso para aturdirla y herirla en el desconcierto de su espritu humillado... Estaba vencida, desamparada ante las asperezas de una argumentacin inconcebible, y para librarse de aquel injusto poder, grit: Djame en paz! Pero estas palabras se le antojaron demasiado dbiles; mientras miraba un frasco de cristal que haba sobre la coqueta, lanz de pronto el cofrecillo contra Albert... La mujer trata algunas veces de luchar. Pero, a menudo, de buena o mala gana, acepta que el hombre piense por ella, {520} como Nora en Casa de muecas (1); ser l la conciencia de la pareja. Por timidez, por torpeza, por pereza, deja al hombre el cuidado de forjar las opiniones comunes sobre todos los temas generales y abstractos. Una mujer inteligente, cultivada e independiente, pero que haba admirado durante quince aos a un marido a quien juzgaba superior, me deca con qu dificultades, despus de la muerte de este, se haba visto obligada a decidir por s misma sus opiniones y su conducta: todava trataba de adivinar lo que l hubiera pensado y resuelto en cada circunstancia. El marido se complace, generalmente, en ese papel de mentor y jefe (2). Al trmino de una jornada en la que ha conocido las dificultades del trato con iguales, la sumisin a los superiores, gusta de sentirse un superior absoluto y dispensar verdades irrefutables (3). Expone los acontecimientos de la jornada, se {521} da la razn contra sus adversarios, dichoso de hallar en su esposa un doble que le confirma en s mismo; comenta el peridico y las noticias polticas; se lo lee en voz alta con gusto, para que ni siquiera su relacin con la cultura sea autnoma. Con objeto de extender su autoridad, exagera l complacido la incapacidad femenina, y ella acepta, ms o menos dcilmente, ese papel subordinado. Sabido es con qu placer asombrado las mujeres, que lamentan sinceramente la ausencia de su marido, descubren en s mismas, en esa ocasin, posibilidades insospechadas; administran los negocios, educan a sus hijos, deciden y administran sin ayuda. Y sufren cuando el regreso del marido las condena de nuevo a la incompetencia. (1) Cuando estaba en casa de mi padre, l me comunicaba todos sus modos de pensar, y yo los adoptaba; y, si los mos eran distintos, lo disimulaba, porque no le habra gustado... De las manos de mi padre pase a las tuyas... T disponas todo a tu gusto y yo tuve los mismos gustos que t, o lo finga; no lo s muy bien; creo que ha habido ambas cosas: unas veces una, otras veces otra. Mi padre y, t me habis hecho mucho dao. La culpa es vuestra si no he servido para nada. (2) Helmer dice a Nora: Acaso crees que me eres menos querida porque no sepas actuar por ti misma? No, no; solo tienes que apoyarte en m; yo te aconsejar; yo te dirigir. No sera un hombre si esa incapacidad femenina no te hiciese doblemente ms seductora a mis ojos... Tmate un buen descanso y estate tranquila; yo tengo amplias alas para protegerte... Para un hombre hay una dulzura y una satisfaccin indecibles en la plena conciencia de haber perdonado a su mujer... En cierto modo, ella se ha convertido a la vez en su mujer y su hija. Eso sers para m a partir de ahora, pequea criatura perdida y desconcertada. No te inquietes por nada, Nora; no tienes ms que hablarme con el corazn en la mano, y yo ser, a la vez, tu voluntad y tu conciencia. (3) Vase LAWRENCE: Fantasa de lo inconsciente: Debis luchar para que vuestra mujer vea en vosotros un hombre verdadero, un verdadero pionero. Nadie es hombre si su mujer no ve en l un pionero... Y habis de librar un duro combate para que la mujer someta sus fines a los vuestros... Entonces, qu maravilla de vida! Qu delicia volver por la noche a ella y encontrar que os espera con ansiedad! Qu dulzura volver a casa y sentarse a su lado!... Cun rico y pesado se siente uno con toda la labor de la jornada sobre las espaldas camino de regreso! ... Se experimenta una gratitud insondable hacia la mujer que os ama, que cree en vuestra tarea. El matrimonio alienta al hombre hacia un caprichoso imperialismo: la tentacin de dominar es la ms universal, la ms irresistible de todas las tentaciones; entregar el hijo a la madre, entregar la mujer al marido, es cultivar en la tierra la tirana; con frecuencia, no le basta al esposo ser aprobado y admirado, aconsejar y guiar; ordena, juega al soberano; de todos los rencores acumulados durante su infancia, a lo largo de toda su vida, cotidianamente amasados entre los otros hombres cuya existencia le veja y le molesta, se libra en su casa asestando su autoridad contra su mujer; imita la violencia, el poder, la intransigencia; emite rdenes con tono severo, o bien grita, golpea la mesa: esta comedia es para la mujer una cotidiana realidad. Tan convencido est de sus derechos, que la menor autonoma conservada por su mujer se le antoja una rebelin; quisiera impedirle respirar sin l. Ella, no obstante, se rebela. Aunque haya empezado por reconocer el prestigio viril, su deslumbramiento se disipa pronto; el nio se percata un da de que su padre no es ms que un individuo contingente; la esposa no tarda en descubrir que no tiene ante s la excelsa figura del Soberano, del Jefe, del Amo, sino simplemente la de un hombre; no ve entonces ninguna razn para estar esclavizada; el hombre solo representa para ella un ingrato e injusto deber. A veces, se somete con una complacencia masoquista: adopta el papel de vctima, y su resignacin no es ms que un prolongado {522} y silencioso reproche; pero tambin a menudo entra en lucha abierta contra su amo y, a su vez, trata de tiranizarle. El hombre es un ingenuo si se imagina que puede someter fcilmente a su mujer a su voluntad y que la podr formar a su guisa. La mujer es lo que su marido hace de ella, dice Balzac; pero, unas pginas ms adelante, dice lo contrario. Sobre el terreno de la abstraccin y de la lgica, la mujer se resigna frecuentemente a aceptar la autoridad masculina; pero, cuando se trata de ideas y costumbres verdaderamente enraizadas en ella, entonces le opone una tenacidad solapada. La influencia de la infancia y de la juventud es mucho ms profunda en ella que en el hombre, por el hecho de que permanece ms encerrada en su historia individual. Lo ms frecuente es que no se deshaga jams de lo que ha adquirido en el curso de esos perodos. El marido impondr a su mujer una opinin poltica; pero no modificar sus convicciones religiosas, no quebrantar sus supersticiones: eso es lo que constata Jean Barois, quien se imaginaba haber adquirido una influencia real sobre la pequea y boba devota a quien asociara a su vida. Dice abrumado: Un cerebro de nia es adobado a la sombra de una ciudad provinciana, y ya no se puede limpiar de todas las afirmaciones de la necedad ignorante. A despecho de opiniones aprendidas, a despecho de principios que recita como un loro, la mujer conserva su propia visin del mundo. Esa resistencia puede hacerla incapaz de comprender a un marido ms inteligente que ella; o, por el contrario, la elevar por encima de la gravedad masculina, como les sucede a las heronas de Stendhal o de Ibsen. A veces, por hostilidad hacia el hombre ya sea porque la ha defraudado sexualmente, o que, por el contrario, la domine y ella desee vengarse, se aferra deliberadamente a valores que no son los suyos; se apoya en la autoridad de una madre, de un padre, de un hermano, de cualquier personalidad masculina que le parezca superior, de un confesor, de una hermana, para darle jaque. O, sin oponerle nada positivo, se dedica a contradecirle sistemticamente, a atacarle, a herirle; se esfuerza por inculcarle un complejo de inferioridad. Bien entendido, si posee {523} la capacidad necesaria, se complacer en deslumbrar a su marido, imponindole sus opiniones, sus directrices; se apoderar de toda la autoridad moral. En los casos en que le sea imposible desafiar la supremaca espiritual del marido, tratar de tomarse el desquite en el plano sexual. O se niega a l, como madame Michelet, de quien Halvy nos dice que: Ella quera dominar en todas partes: en la cama, puesto que era preciso pasar por all, y en la mesa de trabajo. Lo que se propona era la conquista de la mesa de trabajo, y Michelet se la prohibi al principio, mientras ella le prohiba el lecho. Durante varios meses el matrimonio fue casto. Por fin, Michelet consigui el lecho, e inmediatamente despus Athenais Mialaret consigui sentarse ante la mesa de trabajo: haba nacido mujer de letras, y aquel era su verdadero lugar... O bien se pone rgida entre sus brazos y le inflige la afrenta de su frigidez; o se muestra caprichosa, coqueta, le impone una actitud de splica; coquetea, le da celos, le engaa: de una u otra manera, procura humillarlo en su virilidad. Si la prudencia le prohibe empujarlo hasta una situacin lmite, al menos encierra orgullosamente en su corazn el secreto de su altiva frialdad; a veces se lo confa a un diario, pero ms gustosamente lo hace con algunas amigas: muchas mujeres casadas se divierten confindose los trucos de que se sirven para fingir un placer que pretenden no experimentar, y se burlan ferozmente de la vanidosa ingenuidad de sus vctimas; tales confidencias son, quiz, otra comedia: entre la frigidez y la voluntad de frigidez, la frontera es incierta. En todo caso, se consideran insensibles y satisfacen as su resentimiento. Hay mujeres aqullas a quienes se asimila a la mantis religiosa que quieren triunfar tanto de da como de noche: son fras en los abrazos, desdeosas en las conversaciones, tirnicas en la conducta. As era como segn el testimonio de Mabel Dodge se comportaba Frieda con Lawrence. No pudiendo negar su superioridad intelectual, pretenda imponerle su propia visin del mundo, donde solamente importaban los valores sexuales {524}. Tena que ver la vida a travs de ella, y el papel de ella consista en verla desde el punto de vista del sexo. Era en este punto de vista en el que ella se situaba para aceptar o condenar la vida. Un da declar a Mabel Dodge: Es preciso que lo reciba todo de m. Mientras yo no estoy all, l no siente nada; de m es de quien recibe sus libros prosigui con ostentacin. Nadie lo sabe. He compuesto pginas enteras de sus libros para l. Sin embargo, siente una amarga necesidad de probarse incesantemente esta necesidad que l tiene de ella; exige que se ocupe de ella sin tregua: si no lo hace espontneamente, le acorrala para que lo haga: Frieda se aplicaba muy, concienzudamente a no permitir jams que sus relaciones con Lawrence se desarrollasen con esa calma que se establece ordinariamente entre las personas casadas. Tan pronto como le senta aletargarse en la costumbre, le arrojaba una bomba. Se las arreglaba para que no la olvidase nunca. Esa necesidad de una atencin perpetua... se haba convertido, cuando yo los vi, en el arma que se utiliza contra un enemigo. Frieda saba herirle en los puntos sensibles... Si, durante la jornada, no le prestaba la debida atencin, por la noche llegaba hasta el insulto. La vida conyugal se haba convertido entre ellos en una serie de escenas indefinidamente recomenzadas y en las cuales ninguno quera ceder, dando a los menores incidentes la forma titnica de un duelo entre el Hombre y la Mujer. De manera muy diferente, se encuentra igualmente en la Elise que nos describe Jouhandeau (1) una hosca voluntad de dominacin, que la lleva a rebajar todo lo posible a su marido: (1) Chroniques maritales y Nouvelles chroniques maritales. ELISE. Desde el principio, rebajo todo cuanto me rodea. Y en seguida me quedo perfectamente tranquila. Ya no tengo que habrmelas ms que con simios o tipos grotescos {525}. Al despertarse, me llama: Eh, esperpento mo! Es una poltica. Quiere humillarme. Con qu franca alegra se complaci en hacerme renunciar a todas mis ilusiones sobre m mismo, una tras otra. Jams ha perdido ocasin de decirme que soy esto o aquello, que soy un miserable, y ello en presencia de mis amigos boquiabiertos o de nuestros domsticos confundidos. De modo y manera que he terminado por creerla... Para despreciarme, no pierde ocasin de hacerme sentir que mi obra le interesa menos que lo que ella podra aportarnos de bienestar. Ha sido ella quien ha cegado la fuente de mis pensamientos al desalentarme pacientemente, lentamente, pertinazmente, al humillarme metdicamente, al hacerme renunciar, a mi pesar, brizna a brizna, con una lgica precisa, imperturbable, implacable, a mi orgullo. En resumidas cuentas, ganas menos que un obrero me dijo un da delante del encerador... ... Quiere disminuirme para parecer superior o, al menos, .igual, y para que ese desdn la mantenga delante de m a su altura... Solo siente estima por m cuando lo que hago le sirve de escabel o de mercanca. Frieda y Elise, para plantearse a su vez frente al hombre como sujeto esencial, emplean una tctica que los hombres han denunciado frecuentemente: se esfuerzan por negarles su trascendencia. Los hombres suponen de buen grado que la mujer alimenta con respecto a ellos sueos de castracin; en realidad, su actitud es ambigua: antes desea humillar al sexo masculino que suprimirlo. Lo que es mucho ms exacto es que desea mutilar al hombre en sus proyectos, en su porvenir. Ella triunfa cuando el marido o el hijo estn enfermos, fatigados, reducidos a su presencia de carne. Entonces, en la casa donde ella reina, ya no aparecen sino como un objeto entre otros objetos; los trata con una competencia de ama de casa; los cura como quien pega un plato roto, los limpia como quien friega una olla; nada repugna a {526} sus manos angelicales, amigas de desperdicios y agua sucia de fregar. Hablando de Frieda, Lawrence le deca a Mabel Dodge: No puede usted imaginarse lo que es sentir sobre uno la mano de esa mujer cuando se est enfermo. La mano pesada, alemana, de la carne. Conscientemente, la mujer impone esa mano con toda su pesadez para hacer sentir al hombre que tambin l no es ms que un ser de carne. No se puede llevar ms lejos esta actitud de Elise, de quien Jouhandeau, cuenta: Me acuerdo, por ejemplo, del piojo de Tchang Tsen al comienzo de nuestro matrimonio... En realidad, no he conocido verdaderamente la intimidad con una mujer sino gracias a l, aquel da en que Elise me tom completamente desnudo sobre sus rodillas para esquilarme como a un cordero, iluminndome hasta en los ms escondidos repliegues con una vela que paseaba alrededor de mi cuerpo. Oh, su lenta inspeccin de mis axilas, de mi pecho, de mi ombligo, de la piel de mis testculos tirante entre sus dedos como el parche de un tambor, sus prolongadas paradas a lo largo de mis muslos, entre mis pies, y el paso de la navaja de afeitar alrededor del agujero de mi culo: por fin, la cada en el canastillo de un manojo de pelos rubios donde el piojo se ocultaba y que ella quem, entregndome, al mismo tiempo que me libraba de l y de sus escondrijos, a una nueva desnudez y al desierto del aislamiento. La mujer gusta de que el hombre sea, no un cuerpo en el que se expresa una subjetividad, sino una carne pasiva. Contra la existencia, ella afirma la vida; contra los valores espirituales, los valores carnales; con respecto a las empresas viriles, adopta con gusto la actitud humorstica de Pascal; tambin ella piensa que toda la desdicha de los hombres proviene de una sola cosa, que consiste en no saber permanecer tranquilos en una habitacin; de buena gana los encerrara en casa; toda actividad que no aproveche a la vida familiar provoca su hostilidad; la mujer de Bernard Palissy se indigna porque l quema los muebles para inventar un nuevo esmalte, sin el cual se ha pasado el mundo hasta entonces tan ricamente; madame Racine interesa a su marido {527} en las grosellas del huerto y se niega a leer sus tragedias. Jouhandeau se muestra a menudo exasperado en Chroniques maritales porque Elise se obstina en no considerar su trabajo literario ms que como una fuente de beneficios materiales. Le digo: Esta maana sale mi ltima narracin. Sin querer ser cnica, solo porque en verdad eso es nicamente lo que le importa, me responde: Por lo menos, tendremos este mes trescientos francos ms. Sucede que esos conflictos se exasperan hasta provocar una ruptura. Pero, generalmente, la mujer, aunque rechace la dominacin de su esposo, quiere conservarlo no obstante. Lucha contra l con objeto de defender su autonoma, y combate contra el resto del mundo para conservar la situacin que la destina a la dependencia. Este doble juego es difcil de llevar, lo que explica en parte el estado de inquietud y nerviosismo en el que transcurre la vida de multitud de mujeres. Stekel ofrece de ello un ejemplo muy significativo: Madame Z. T., que no ha gozado jams, est casada con un hombre muy culto. Sin embargo, ella no poda soportar su superioridad y empez a querer igualarle mediante el estudio de su especialidad. Como era demasiado penoso, abandon esos estudios durante el noviazgo. El hombre es muy conocido y tiene numerosos alumnos que corren en pos de l. Ella se propuso no dejarse arrastrar a aquel culto ridculo. En su matrimonio fue insensible desde el principio y sigui sindolo. No experimentaba el orgasmo sino por medio del onanismo, cuando su marido la dejaba, ya satisfecho, y ella se lo contaba. Al mismo tiempo, rechazaba todos sus intentos de excitarla con sus caricias... Muy pronto empez a despreciar y ridiculizar el trabajo de su marido. No lograba comprender a aquellos gansos que corran en pos de l, ella que conoca los entresijos de la vida privada del gran hombre. En sus querellas cotidianas, surgan expresiones tales como: A m no vas a imponerte con tus garabatos! O bien: Acaso crees que puedes hacer de m {528} lo que se te antoje, porque seas un escritorzuelo? El marido se ocupaba de sus alumnos cada vez ms y ella se rodeaba de gente joven. As continu durante aos, hasta que su marido se enamor de otra mujer. Ella haba soportado siempre sus pequeos enredos, y hasta se haca amiga de las pobres bobas abandonadas... Pero ahora cambi de actitud y se entreg sin orgasmo al primer llegado de los jovenzuelos. Confes a su marido que le haba engaado y l lo admiti perfectamente. Se podran separar tranquilamente... Ella se neg al divorcio. Hubo una gran explicacin y una reconciliacin... Ella se entreg llorando y experiment su primer orgasmo intenso... Ya se ve que, en la lucha con su marido, jams haba pensado en abandonarlo. Atrapar un marido es todo un arte; retenerlo es un oficio. Para ello hace falta mucho tacto. A una joven desabrida, una hermana prudente le dijo: Ten cuidado; a fuerza de hacerle escenas a Marcel, vas a perder tu situacin. Todo lo que est en juego es demasiado serio: la seguridad material y moral, un hogar propio, la dignidad de esposa, un sucedneo ms o menos logrado del amor, de la dicha. La mujer aprende pronto que su atractivo ertico solo es la ms dbil de sus armas; se disipa con la costumbre; y en el mundo, ay!, existen otras mujeres deseables; por tanto, se dedica a hacerse seductora, a agradar: a menudo se siente compartida entre el orgullo que la inclina hacia la frigidez y la idea de que con su ardor sensual halagar y atar a su marido. Cuenta tambin con la fuerza de la costumbre, con el encanto que l halla en un hogar agradable, su aficin a la buena mesa, su ternura por los nios; se aplica a honrarle por su manera de recibir, de vestirse, y a adquirir ascendiente sobre l por sus consejos y su influencia; en tanto que le sea posible, procurar hacerse indispensable tanto para su xito mundano como para su trabajo. Pero, sobre todo, una tradicin ensea a las esposas el arte de saber retener al hombre; hay que descubrir y lisonjear sus flaquezas, dosificar diestramente el halago y el desdn, la docilidad y la resistencia, la vigilancia y la indulgencia. Esta {529} ltima mezcla es especialmente delicada. No hay que darle al marido ni demasiada ni excesivamente poca libertad. Complaciente en demasa, la mujer ve cmo su marido se le escapa: el dinero y el ardor amoroso que gasta con otras mujeres, a ella se lo quita; corre el riesgo de que una amante adquiera sobre l suficiente poder para obtener el divorcio, o, al menos, para ocupar en su vida el primer lugar. No obstante, si le prohibe toda aventura, si le agobia con su vigilancia, sus escenas y sus exigencias, puede indisponerle gravemente contra ella. Se trata de saber hacer concesiones en el momento oportuno; si el marido echa una cana al aire, preciso ser hacer la vista gorda; pero, en otros momentos, hay que abrir los ojos de par en par; la mujer casada, en particular, desconfa de las jvenes que seran muy dichosas as lo cree ella si pudieran robarle su posicin. Para arrancar a su marido de una rival inquietante, le llevar de viaje, procurar distraerle; en caso necesario tomando ejemplo de madame de Pompadour, suscitar otra rival menos peligrosa; si nada de eso tiene xito, recurrir a las crisis de lgrimas, de nervios, a las tentativas de suicidio, etc.; pero demasiadas escenas y recriminaciones echarn al marido del hogar; la mujer se har insoportable en el momento en que ms urgente necesidad tiene de seducir; si desea ganar la partida, dosificar hbilmente lgrimas conmovedoras y heroicas sonrisas, chantaje y coquetera. Disimular, usar de ardides, odiar y temer en silencio, especular con la vanidad y las flaquezas de un hombre, aprender a chasquearlo, a burlarlo, a maniobrar con l: he ah una ciencia muy triste. La gran excusa de la mujer consiste en que le han impuesto que lo comprometa todo en el matrimonio: carece de oficio, de conocimientos, de relaciones personales; ni siquiera el nombre que lleva es suyo; no es ms que la mitad de su marido. Si este la abandona, lo ms frecuente es que no halle ninguna ayuda ni en s misma ni fuera de s misma. Resulta fcil lanzar piedras contra Sofa Tolstoi, como hacen A. de Monzie y Montherlant; pero, si hubiera rehusado la hipocresa de la vida conyugal, adnde habra ido a parar? Qu destino {530} hubiera sido el suyo? Ciertamente, parece haber sido una odiosa arpa; pero puede exigrsele que hubiese amado a su tirano y bendecido su esclavitud? Para que haya entre esposos lealtad y amistad, la condicin sine qua non consiste en que ambos sean libres uno con respecto al otro y concretamente iguales. Mientras el hombre sea el nico que posea autonoma econmica y detente por la ley y la costumbre los privilegios que confiere la virilidad, es natural que aparezca tan frecuentemente como un tirano, lo cual incita a la mujer a la revuelta y a la astucia. Nadie piensa negar las tragedias y mezquindades conyugales: pero lo que sostienen los defensores del matrimonio es que los conflictos de los cnyuges provienen de la mala voluntad de los individuos y no de la institucin. Tolstoi, entre otros, ha descrito en el eplogo de Guerra y paz a la pareja ideal: la de Pedro y Natacha. Esta ha sido una joven coqueta y novelera; una vez casada, asombra a cuantos la rodean por su renuncia a sus perifollos, al mundo, a toda distraccin, para consagrarse exclusivamente a su marido y a sus hijos; se convierte en el arquetipo de la matrona. Ya no tena aquella llama de vida siempre ardiente que era su encanto de otro tiempo. Ahora, a menudo, solo se adverta su rostro y su cuerpo, no se vea su alma; solo se vea a la hembra fuerte, bella y fecunda. Exige de Pedro un amor tan exclusivo como el que ella le consagra; est celosa; renuncia l a toda salida, a toda camaradera, para consagrarse, a su vez, todo entero a su familia. No se atreva a ir a cenar a un club, ni a emprender un viaje de larga duracin, salvo para atender sus asuntos, en el nmero de los cuales su mujer hace entrar sus trabajos en el terreno de la ciencia y a los cuales, sin comprender nada de ellos, les atribua una extremada importancia. Pedro estaba bajo la zapatilla de su mujer, pero, en desquite {531}: En la intimidad, Natacha se haba hecho esclava de su marido. Toda la casa estaba regentada por las supuestas rdenes del marido, es decir, por los deseos de Pedro, que Natacha se esforzaba por adivinar. Cuando Pedro parte sin ella, Natacha lo acoge a su regreso muy impaciente, porque ha sufrido mucho con su ausencia; pero entre los esposos reina un maravilloso entendimiento; apenas tienen que hablar para comprenderse. Entre sus hijos, su casa, el marido amado y respetado, disfruta ella de una felicidad casi sin mezcla. Este cuadro idlico merece ser estudiado ms de cerca. Natacha y Pedro estn unidos, dice Tolstoi, como el alma al cuerpo; pero, cuando el alma abandona al cuerpo, se produce una sola muerte; qu sucedera si Pedro dejase de amar a Natacha? Lawrence tambin rechaza la hiptesis de la inconstancia masculina: don Ramn amar siempre a la pequea india Teresa, que le ha hecho el don de su alma. Sin embargo, uno de los ms ardientes defensores del amor nico, absoluto, eterno, Andr Breton, se ve obligado a admitir que, al menos en las circunstancias actuales, ese amor puede engaarse de objeto: error o inconstancia, para la mujer se trata del mismo abandono. Pedro, robusto y sensual, se sentir carnalmente atrado por otras mujeres; Natacha est celosa: muy pronto van a agriarse sus relaciones; o la abandona, lo cual arruinara la vida de ella, o la miente y la soporta con rencor, lo cual echara a perder la vida de l, o viven de compromisos y paos calientes, lo cual les hara desgraciados a los dos. Se objetar que, al menos, Natacha tendr a sus hijos: pero los hijos no son fuente de alegra ms que en el seno de una forma equilibrada de la que el marido es una de las cimas; para la esposa abandonada, celosa, se convierten en una ingrata carga. Tolstoi admira la ciega devocin de Natacha por las ideas de Pedro; pero otro hombre, Lawrence, que tambin exiga de la mujer una ciega devocin, se burla de Pedro y de Natacha; as, pues, en opinin de otros hombres, un hombre puede ser un dolo de barro y no un verdadero dios; al rendirle culto, se pierde la vida, en {532} lugar de salvarla; cmo saberlo?; las pretensiones masculinas son discutidas: la autoridad ya no funciona; es preciso que la mujer juzgue y critique; no podra ser un mero y dcil eco. Por otra parte, imponerle principios y valores a los cuales no se adhiere en virtud de ningn movimiento libre es envilecerla; lo que puede compartir del pensamiento de su esposo no podra compartirlo sino a travs de un juicio autnomo; lo que le es extrao no tiene por qu aprobarlo ni rechazarlo; no puede tomar de otro sus propias razones de existencia. La condena ms radical del mito PedroNatacha la proporciona la pareja LenSofa. Esta siente repulsin por su marido, a quien considera un pelmazo; l la engaa con todas las campesinas de los alrededores, lo cual la pone celosa; adems, se aburre; pasa llena de nerviosismo sus mltiples embarazos, y sus hijos no llenan el vaco de su corazn ni el de sus das; para ella, el hogar es un rido desierto; para l, un infierno. Y todo ello termina con una vieja histrica que se acuesta semidesnuda en la hmeda noche del bosque y con ese anciano acosado que emprende la huida, renegando, al fin, de la unin de toda una vida. Desde luego, el caso de Tolstoi es excepcional; hay multitud de matrimonios que van bien, es decir, que los cnyuges han llegado a un compromiso; viven uno junto al otro sin zaherirse demasiado, sin mentirse en demasa. Pero hay una maldicin a la cual escapan raras veces: el tedio. Que el marido logre hacer de su mujer un eco de s mismo o que cada cual se atrinchere en su universo, el caso es que, al cabo de unos meses o de unos aos, ya no tienen nada que comunicarse. La pareja es una comunidad cuyos miembros han perdido su autonoma sin librarse de su soledad; se han asimilado estticamente el uno al otro, en lugar de sostener entre ambos una relacin dinmica y viva; por eso, tanto en el dominio espiritual como en el plano ertico, no pueden darse nada, no pueden intercambiar nada. En una de sus mejores narraciones, Too bad!, Dorothy Parker ha resumido la triste novela de muchas vidas conyugales; es de noche y el seor Welton vuelve a casa {533}: La seora Welton abri la puerta cuando son el timbre. Hola! dijo alegremente. Se sonrieron ambos con expresin animada. Hola! dijo l No has salido de casa? Se besaron levemente. Con un inters corts, le observ ella mientras colgaba el abrigo, el sombrero y sacaba los peridicos del bolsillo, uno de los cuales le ofreci. Ah! Has trado los peridicos? dijo ella, mientras lo coga. Y bien?... Qu has hecho durante todo el da? pregunt l. Esperaba la pregunta; antes de su regreso, haba imaginado cmo le contara todos los pequeos incidentes de la jornada... Pero ahora le pareca una larga e inspida historia. Oh!, nada de particular contest con una alegre risita. Y t? Has pasado una buena tarde? Pues mira...empez a decir l... Pero su inters se desvaneci antes que comenzase a hablar... Por otra parte, ella estaba ocupada en arrancar un hilo de un ribete de lana de un cojn. S, no ha estado mal dijo. ... Ella saba conversar bastante bien con otras gentes... Tambin Ernest era bastante locuaz en sociedad... Trat ella de acordarse de qu hablaban antes de casarse, durante el noviazgo. Nunca haban tenido gran cosa que decirse. Pero eso no la haba inquietado... Habla habido besos y cosas que ocupaban entonces el espritu. Pero no se puede contar con los besos y todo lo dems para ocupar una velada al cabo de siete aos. Podra creerse que, en un plazo de siete aos, uno se habita, se da cuenta de que las cosas son as y se resigna a ello. Pero no. Eso termina por afectar a los nervios. No es uno de esos silencios dulces y amistosos que se producen a veces entre las personas. Se tiene la impresin, por el contrario, de que hay algo que hacer, que no cumple uno con su deber. Como un ama de casa cuando su velada no marcha como es debido... Ernest se pondra a leer laboriosamente, y, hacia la mitad del diario, empezara a bostezar. Cuando haca eso, la seora Welton senta que algo suceda en su interior. Murmurara entonces que tena algo que decir a Delia y se precipitara hacia la cocina. All permanecera largo rato, contemplando vagamente los cacharros, comprobando las listas de {534} la lavandera, y, cuando volviese, l estara preparndose para irse a la cama. En un ao, pasaban de ese modo trescientas veladas. Siete por trescientas son ms de dos mil. A veces se pretende que ese mismo silencio es signo de una intimidad ms profunda que toda palabra; y, desde luego, nadie piensa en negar que la vida conyugal crea una intimidad: as ocurre con todas las relaciones familiares, que no por ello encubren menos odios, celos y rencores. Jouhandeau observa vigorosamente la diferencia que existe entre esa intimidad y una verdadera fraternidad humana, cuando escribe: Elise es mi mujer, y, sin duda alguna, ninguno de mis amigos, ninguno de los miembros de mi familia, ninguno de mis propios miembros, me es ms ntimo que ella; mas, por cerca de m que est el lugar que ella se ha hecho, que yo le he hecho en mi universo ms privado, por enraizada que est en el inextricable tejido de mi carne y de mi alma (y se es todo el misterio y todo el drama de nuestra unin indisoluble), el desconocido que pasa en este momento por el bulevar y al que apenas apercibo desde mi ventana, quienquiera que sea, me es humanamente menos extrao que ella. Y en otra parte dice: Uno advierte que es vctima de un veneno, al cual, sin embargo, ya se ha habituado. Cmo renunciar a l en adelante, sin renunciar a uno mismo? Y aade: Cuando pienso en ella, siento que el amor conyugal no tiene ninguna relacin con la simpata, ni con la sensualidad, ni con la pasin, ni con la amistad, ni con el amor. Adecuado solo a s mismo, irreductible a ninguno de esos diversos sentimientos, tiene su propia naturaleza, su esencia particular y su modo nico de acuerdo con la pareja a la que une {535}. Los defensores del amor conyugal (1) alegan de buena gana que no es amor y que eso mismo le presta un carcter maravilloso. Porque, en estos ltimos aos, la burguesa ha inventado un estilo pico: la rutina toma forma de aventura; la fidelidad, de una locura sublime; el tedio se convierte en sabidura y los odios familiares son la forma ms profunda del amor. En verdad, que dos individuos se detesten sin poder, no obstante, pasarse el uno sin el otro, no es de todas las relaciones humanas la ms verdadera, la ms conmovedora, sino la ms lamentable. El ideal sera, por el contrario, que, bastndose perfectamente los seres humanos a s mismos, no se encadenasen uno a otro sino mediante el libre consentimiento de su amor. Tolstoi admira que el vnculo de Natacha con Pedro sea algo indefinible, pero firme, slido como era la unin de su propia alma a su cuerpo. Si se acepta la hiptesis dualista, el cuerpo solo representa para el alma un puro artificio; as, en la unin conyugal, cada uno tendra para el otro la ineluctable pesadez del hecho contingente; sera en tanto que presencia absurda y no elegida, condicin necesaria y materia misma de la existencia, como habra que asumirlo y amarlo. Entre estas dos palabras se introduce una confusin voluntaria, y de ah nace la mistificacin: lo que se asume no se ama. Asume uno su cuerpo, su pasado, su situacin presente; pero el amor es movimiento hacia otro, hacia una existencia separada de la suya, un fin, un porvenir; la manera de asumir un fardo, una tirana, no consiste en amarlos, sino en rebelarse. Una relacin humana carece de valor en tanto que se sufra en lo inmediato; las relaciones de los hijos con los padres, por ejemplo, solo adquieren valor cuando se reflejan en una conciencia; no podra admirarse en las relaciones conyugales que recayesen en lo inmediato y en las que los cnyuges sepultasen su libertad {536}. Esa compleja mezcla de apego, rencor, odio, consigna, resignacin, pereza, hipocresa, que se llama amor conyugal, solo se finge respetarla porque sirve de coartada. Pero sucede con la amistad lo que con el amor fsico: para que sea autntica, antes es preciso que sea libre. Libertad no significa capricho: un sentimiento es un compromiso que sobrepasa el instante; pero solo corresponde al individuo confrontar su voluntad general y sus actitudes singulares de modo que mantenga su decisin o que, por el contrario, la desautorice; el sentimiento es libre cuando no depende de ninguna consigna extraa, cuando es vivido con una sinceridad sin miedo. La consigna del amor conyugal invita, por el contrario, a todos los rechazos y a todas las mentiras. Y lo primero que hace es impedir que los esposos se conozcan realmente. La intimidad cotidiana no crea comprensin ni simpata. El marido respeta demasiado a su mujer para interesarse por los avatares de su vida psicolgica: sera tanto como reconocerle una secreta autonoma que podra resultar molesta, peligrosa. En la cama experimenta verdaderamente placer? Ama realmente a su marido? Se siente genuinamente dichosa de obedecerle? Prefiere no hacerse estas preguntas, que hasta le parecen chocantes. Se ha casado con una mujer honesta; por esencia, es virtuosa, abnegada, fiel, pura, feliz y piensa lo que se debe pensar. Un enfermo, despus de haber dado las gracias a deudos, amigos y enfermeras, le dice a su joven esposa, que durante seis meses no se ha apartado de su cabecera: A ti no te doy las gracias: no has hecho ms que cumplir con tu deber. Ninguna de sus cualidades son para l un mrito: estn garantizadas por la sociedad, estn implcitas en la institucin misma del matrimonio; no piensa que su mujer no ha salido de un libro de Bonald, que es un ser de carne y hueso; da por supuesta su fidelidad a las consignas que ella se impone: le tiene sin cuidado que ella tenga tentaciones que vencer, que tal vez sucumba a ellas, que en todo caso su paciencia, su castidad y su decencia sean difciles conquistas; ignora an ms radicalmente sus sueos, sus fantasmas, sus nostalgias, el clima afectivo en el que transcurren sus das. As, Chardonne nos {537} muestra en Eve a un marido que, durante aos, lleva un diario de su vida conyugal: habla de su mujer con delicados matices; pero solamente de su mujer tal y como l la ve, tal y como es para l, sin restituirle jams su dimensin de individuo libre; por eso, queda fulminado el da en que se entera de pronto que no le ama, que le abandona. A menudo se ha hablado de la desilusin del hombre ingenuo y leal ante la perfidia femenina: escandalizados descubren los maridos de Bernstein que la compaera de su vida es ladrona, perversa, adltera; encajan el golpe con valor viril, mas no por ello es menor el fracaso del autor para hacerlos parecer fuertes y generosos: nos parecen, sobre todo, cerncalos desprovistos de sensibilidad y de buena voluntad; el hombre reprocha a las mujeres su disimulo, pero hace falta mucha complacencia para dejarse engaar con tanta constancia. La mujer est destinada a la inmoralidad, porque la moral consiste para ella en encarnar una entidad inhumana: la mujer fuerte, la madre admirable, la mujer honesta, etc. Tan pronto como piensa, o suea, o duerme, o desea, o respira sin consigna, traiciona el ideal masculino. Por eso hay tantas mujeres que solo en ausencia del marido se permiten el lujo de ser ellas mismas. Recprocamente, la mujer no conoce a su marido; cree percibir su verdadero rostro, porque lo capta en su contingencia cotidiana; pero el hombre es, en primer lugar, lo que hace en el mundo, en medio de los dems hombres. Negarse a comprender el movimiento de su trascendencia es desnaturalizarlo. Se casa una con un poeta dice Elise, y, cuando ya es su mujer, lo primero que advierte es que se le olvida tirar de la cadena en el excusado (2). No por ello deja de ser un poeta, y la mujer que no se interesa por sus obras le conoce menos que un lejano lector. Con frecuencia no es culpa de la mujer el que esa complicidad le est vedada: no puede ponerse al corriente de los asuntos de su marido, no tiene la experiencia ni la cultura necesarias para seguirle; no logra unirse a l a travs de proyectos mucho ms esenciales para l que la montona {538} repeticin de las jornadas. En ciertos casos privilegiados, la mujer puede lograr convertirse para su marido en una verdadera compaera: discute sus proyectos, le da consejos, participa en sus trabajos. Pero se hace vanas ilusiones si cree realizar as una obra personal: la nica libertad actuante y responsable sigue siendo l. Es preciso que ella le ame para que encuentre su dicha en servirle; de lo contrario, solo experimentar despecho, porque se sentir frustrada en el producto de sus esfuerzos. Los hombres fieles a la consigna dada por Balzac de tratar a la mujer como esclava, pero persuadindola de que es una reina exageran de buen grado la importancia de la influencia ejercida por las mujeres; en el fondo, saben muy bien que mienten. Georgette Le Blanc fue vctima de esa mistificacin cuando exigi a Maeterlinck que inscribiese los nombres de ambos en el libro que as lo crea ella haban escrito juntos; en el prefacio que hizo poner a los Souvenirs de la cantante, Grasset le explica sin miramientos que todo hombre est dispuesto a saludar en la mujer que comparte su existencia una asociada, una inspiradora, pero que no por ello deja de considerar su trabajo como exclusivamente perteneciente a l, y con razn. En toda accin, en toda obra, lo que cuenta es el momento de la eleccin y la decisin. La mujer representa generalmente el papel de esa bola de cristal que consultan las pitonisas: cualquier otra servira igualmente para lo mismo. Y la prueba es que muy a menudo el hombre acoge con la misma confianza a otra consejera, a otra colaboradora. Sofa Tolstoi copiaba los manuscritos de su marido, los pona en limpio: ms tarde encarg l esa tarea a una de sus hijas; entonces comprendi ella que ni siquiera su celo la haba hecho indispensable. Solo un trabajo autnomo puede asegurar a la mujer una autntica autonoma (3) {539}. (1) Puede haber amor en el seno del matrimonio; pero entonces no se habla de amor conyugal; cuando se pronuncian estas palabras, el amor est ausente; de igual modo, cuando de un hombre se dice que es muy comunista, se indica con ello que no es comunista; un hombre sumamente honrado es un hombre que no pertenece a la simple categora de hombres honrados, etc. (2)Vase JOUHANDEAU: Chroniques maritales. (3) A veces existe entre hombre y mujer una verdadera colaboracin, en la cual ambos son igualmente autnomos: como en la pareja JoliotCurie, por ejemplo. Pero entonces la mujer, tan competente como el marido, sale de su papel de esposa; su relacin ya no es de orden conyugal. Tambin hay mujeres que se sirven del hombre para alcanzar fines personales; estas escapan a la condicin de mujeres casadas. La vida conyugal, segn los casos, adopta figuras diferentes. Sin embargo, para muchas mujeres la jornada se desarrolla, poco ms o menos, de la misma manera. Por la maana, el marido deja a su esposa apresuradamente, y esta oye con placer cmo se cierra la puerta detrs de l; le gusta verse libre, sin consignas, soberana en su casa. Los nios, a su vez, se van a la escuela: ella se quedar sola durante todo el da; el beb que se agita en la cuna o que juega en su parque no es una compaa. Emplea ms o menos tiempo en su aseo personal, en el arreglo de la casa; si tiene criada, le da sus rdenes, va un rato a la cocina para charlar; si no la tiene, se va a dar una vuelta por el mercado, intercambia unas frases con sus vecinas o con los proveedores sobre el coste de la vida. Si marido e hijos vuelven a casa para comer, no aprovecha demasiado su presencia; tiene demasiado que hacer preparando la comida, sirviendo la mesa, levantndola; lo ms frecuente es que no regresen. De todos modos, tiene ante s una larga tarde vaca. Lleva a un jardn pblico a sus hijos ms pequeos y teje o cose mientras los vigila; o bien, sentada en casa junto a la ventana, repasa la ropa; sus manos trabajan, su espritu no est ocupado; piensa con reiterada machaconera en sus preocupaciones; esboza proyectos; suea despierta, se aburre; ninguna de sus ocupaciones le es suficiente; su pensamiento se dirige hacia el marido y los hijos, que llevarn esas camisas, que comern los platos que ella prepara; no vive sino para ellos; y, al menos, le estn reconocidos por ello? Su aburrimiento se traduce poco a poco en impaciencia; empieza a esperar con ansiedad su regreso. Los nios vuelven de la escuela, los abraza, les pregunta; pero ellos tienen deberes que hacer, tienen ganas de divertirse entre ellos, se escapan, no son una distraccin. Adems, han tenido malas notas, han perdido un pauelo, hacen ruido, introducen el desorden, se pelean: siempre hay que estar regandolos ms o menos. Su presencia fatiga a la madre, ms que la serena. Espera al marido cada vez con ms impaciencia. Qu hace? Por qu no ha vuelto? El ha trabajado, ha visto personas, ha hablado con gente, no ha pensado en ella; la esposa se pone a rumiar {540} llena de nerviosidad que es una estpida sacrificndole su juventud de aquel modo; l ni siquiera se lo agradece. El marido que se dirige hacia su casa, donde su mujer est encerrada, percibe que es vagamente culpable; en los primeros tiempos del matrimonio, traa en ofrenda un ramo de flores, un regalito; pero ese rito pierde pronto todo sentido; ahora llega con las manos vacas, y se apresura tanto menos cuanto que teme la acogida cotidiana. En efecto, la mujer se venga a menudo mediante una escena por aquel aburrimiento y aquella espera de toda la jornada; de ese modo, previene tambin la decepcin de una presencia que no colmar las esperanzas de la espera. Aun cuando ella silencie sus quejas, el marido, por su parte, se siente decepcionado. No se ha divertido en la oficina, est fatigado; experimenta un deseo contradictorio de excitacin y de reposo. El rostro demasiado familiar de su mujer no le arranca de s mismo; percibe que ella querra hacerle partcipe de sus preocupaciones, que tambin espera de l distraccin y relajamiento: su presencia le pesa sin colmarle, no encuentra a su lado un verdadero descanso. Tampoco los nios aportan ni distraccin ni paz; cena y velada transcurren en medio de un vago mal humor; leyendo, escuchando la radio, charlando indiferentemente, cada cual bajo la tapadera de la intimidad permanecer solo. Sin embargo, la mujer se pregunta con ansiosa esperanza o con una aprensin no menos ansiosa si esa noche al fin!, otra vez! suceder algo. Se duerme decepcionada, irritada o aliviada; a la maana siguiente, oir con placer cmo se cierra la puerta despus de salir su marido. La suerte de las mujeres es tanto ms dura cuanto ms pobres son y ms sobrecargadas estn de tareas; se alivia un poco cuando tienen a la vez ocios y distracciones. Pero este esquema: tedio, espera, decepcin, se encuentra en multitud de casos. A la mujer se le proponen ciertas evasiones (1); pero, prcticamente, no les estn permitidas a todas. Particularmente en provincias, las cadenas del matrimonio son muy pesadas {541}; es preciso que la mujer halle un modo de asumir una situacin a la cual no puede escapar. Las hay, ya lo hemos visto, que se inflan de importancia y se convierten en matronas tirnicas, en arpas. Otras se complacen adoptando un papel de vctimas; se hacen las doloridas esclavas de sus maridos, de sus hijos, y encuentran en ello un placer masoquista. Otras an perpetan las actitudes narcisistas que hemos descrito a propsito de la joven: tambin ellas sufren por no realizarse en ninguna empresa, y, al no hacerse nada, por no ser nada; indefinidas, se sienten ilimitadas y se consideran mal conocidas; se rinden un culto melanclico; se refugian en sueos, en comedias, enfermedades, manas, escenas; crean dramas a su alrededor o se encierran en un mundo imaginario; la sonriente madame Beudet que ha pintado Amiel pertenece a esta especie. Encerrada en la monotona de una vida provinciana, al lado de un marido que es un cerncalo, no teniendo ocasin de actuar ni tampoco de amar, se siente roda por la impresin del vaco y la inutilidad de su existencia; procura encontrar una compensacin en ensueos novelescos, en las flores con que se rodea, en el cuidado de su persona, en representar lo mejor posible su papel: pero su marido echa a perder incluso estos juegos. Ella termina por intentar matarlo. Las actitudes simblicas en las cuales se evade la mujer pueden comportar perversiones y sus obsesiones terminar en crmenes. Hay crmenes conyugales que han sido dictados menos por el inters que por puro odio. As, Mauriac nos muestra a Thrse Desqueyroux tratando de envenenar a su marido, como hiciera antes madame Lafarge. Recientemente han absuelto a una mujer de cuarenta aos que durante veinte haba soportado a un marido odioso, y al cual un da, framente, con ayuda de su nieto, haba estrangulado. Para ella, no haba otro medio de librarse de una situacin intolerable. (1) Vase captulo III. A una mujer que desee vivir su situacin en la lucidez, en la autenticidad, no le queda a menudo otro recurso que un orgullo estoico. Como depende de todo y de todos, no puede conocer ms que una libertad exclusivamente interior y, por consiguiente, abstracta; rechaza los principios y los {542} valores prefabricados, juzga, interroga, y escapa as a la esclavitud conyugal; pero su altiva reserva, su adhesin a la frmula Soporta y abstente, no constituyen ms que una actitud negativa. Envarada en el renunciamiento y el cinismo, le falta un empleo positivo de sus energas; en tanto que es ardiente, viva, se ingenia para utilizarlas: ayuda a otros, consuela, protege, da, multiplica sus ocupaciones; pero sufre por no hallar ninguna tarea que verdaderamente la necesite, por no consagrar su actividad a algn fin. A menudo, roda por su soledad y su esterilidad, termina por negarse a s misma y destruirse. Un ejemplo notable de semejante destino nos lo proporciona madame de Charrire. En el conmovedor libro que le ha dedicado (1), Geoffrey Scott la pinta con rasgos de fuego, frente de hielo. Pero no ha sido su razn la que ha extinguido en ella esa llama de vida, de la cual deca Hermenches que hubiera calentado un corazn de lapn; ha sido el matrimonio el que ha asesinado lentamente a la deslumbrante Belle de Zuylen; ella ha hecho de resignacin, razn: hubiera sido necesario mucho herosmo o verdadero genio para inventar otra salida. Que sus altas y raras cualidades no hayan bastado para salvarla, es una de las ms resonantes condenas de la institucin conyugal que se encuentran en la Historia. (1) Le portrait de Zlide. Brillante, cultivada, inteligente, ardiente, la seorita De Tuyll asombraba a Europa; espantaba a los pretendientes; no obstante, rechaz a ms de doce; pero otros, quiz ms aceptables, retrocedieron. Estaba fuera de toda cuestin que el nico hombre que le interesaba, Hermenches, llegara a convertirse en su marido: mantuvo con l una correspondencia de doce aos; pero esa amistad y sus estudios terminaron por no bastarle; eso de virgen y mrtir es un pleonasmo, sola decir; y las coacciones de la vida en Zuylen le resultaban insoportables; ella quera convertirse en mujer, ser libre; a los treinta aos, se cas con M. de Charrire; apreciaba la honestidad de corazn que hallaba en l y su espritu de justicia, y decidi, antes que nada, convertirle {543} en el marido ms tiernamente amado del mundo; ms tarde, Benjamn Constant contar que le haba atormentado mucho para imprimirle un movimiento igual al suyo; ella no logr vencer su flema metdica; encerrada en Colombier entre aquel marido honesto y taciturno, un suegro senil y dos cuadas sin encanto, madame de Charrire empez a aburrirse; la sociedad provinciana de Neuchtel le desagradaba por su espritu estrecho; mataba el tiempo lavando la ropa blanca de la casa y jugando por la tarde a la comte. Un joven se cruz en su vida, brevemente, y la dej ms sola que antes. Tomando el tedio por musa, escribi cuatro novelas sobre las costumbres de Neuchtel, y el crculo de sus amistades se redujo an ms. En una de sus obras pint la prolongada desgracia de un matrimonio entre una mujer viva y sensible y un hombre bueno, pero fro y pesado: la vida conyugal se le presentaba como una serie de malentendidos, decepciones, pequeos rencores. Era obvio que ella misma se senta desdichada; cay enferma, se restableci, volvi a la larga soledad en compaa que era su vida. Es evidente que la rutina de la vida en Colombier y la dulzura negativa y sumisa de su marido abran perpetuos vacos que ninguna actividad poda llenar, escribe su bigrafo. Fue entonces cuando surgi Benjamn Constant, que la ocup apasionadamente durante ocho aos. Cuando, demasiado orgullosa para disputrselo a madame de Stal, hubo renunciado a l, su orgullo se endureci. Ella le haba escrito un da: La estancia en Colombier me era odiosa, y nunca regresaba all sin un sentimiento de desesperacin. Despus, no he querido dejarlo y me lo he hecho soportable. All se encerr y no sali de su jardn durante quince aos; as aplicaba el precepto estoico: tratar de vencer al corazn antes que a la fortuna. Prisionera, no poda hallar la libertad ms que eligiendo su prisin. Aceptaba la presencia de M. de Charrire a su lado como aceptaba los Alpes, dice Scott. Pero era demasiado lcida para no comprender que aquella resignacin no constitua, despus de todo, sino engao; se volv) tan reservada, tan dura, se la adivinaba tan desesperada, que asustaba. Haba {544} abierto su casa a los emigrantes que afluan a Neuchtel; los protega, los socorra, los diriga; escriba obras elegantes y desencantadas, que Hber, filsofo alemn en la miseria, traduca; prodigaba sus consejos a un crculo de mujeres jvenes y explicaba Locke a su favorita, Henriette; le gustaba representar el papel de la Providencia entre los campesinos del contorno; eludiendo cada vez ms cuidadosamente a la sociedad neufchteliense, reduca orgullosamente su vida. Ya solo se esforzaba por crear rutina y soportarla; sus mismos gestos de bondad infinita implicaban algo espantoso, hasta tal punto los dictaba una sangre fra que helaba el nimo... Produca a cuantos la rodeaban el efecto de una sombra que atraviesa una pieza vaca (1). En raras ocasiones una visita, por ejemplo se reanimaba en ella la llama de la vida. Pero los aos transcurran de manera rida. El seor y la seora de Charrire envejecan uno junto al otro, separados por todo un mundo, y ms de un visitante, exhalando un suspiro de alivio al salir de la casa, tena la impresin de escapar de una tumba cerrada... El reloj de pared haca or su tictac; abajo, M. de Charrire trabajaba en sus matemticas; de la granja suba el rtmico son de los mayales... La vida prosegua, aunque los mayales la hubiesen vaciado de su grano... Una vida de pequeos hechos, desesperadamente reducidos a taponar los minsculos resquicios de la jornada: he ah adnde haba llegado aquella Zlide que detestaba las pequeeces. (1) G. SCOTT. Se dir, tal vez, que la vida de M. de Charrire no fue ms alegre que la de su mujer; al menos, as la haba elegido y, segn parece, estaba de acuerdo con su mediocridad. Imaginemos a un hombre dotado de las excepcionales cualidades de Belle de Tuyll; con toda seguridad, ese hombre no se habra consumido en la rida soledad de Colombier. Se habra forjado un lugar en el mundo, donde habra luchado, emprendido, actuado, vivido. Cuntas mujeres, segn frase de Stendhal, se han perdido para la Humanidad engullidas por el matrimonio! Se ha dicho que el matrimonio {545} disminuye al hombre lo cual es cierto frecuentemente; pero, casi siempre, aniquila a la mujer. El propio Marcel Prvost, defensor del matrimonio, lo admite: Cien veces, al encontrarme de nuevo al cabo de unos meses o de unos aos con una joven a quien conociera de soltera, me han sorprendido la trivialidad de su carcter y la insignificancia de su existencia. Son casi las mismas palabras que fluyen de la pluma de Sofa Tolstoi seis meses despus de su boda: Qu trivial es mi existencia! Es como una muerte. En cambio, l tiene una vida plena, una vida interior, talento e inmortalidad (23XII1863). Unos meses antes, haba dejado escapar otra queja: Cmo puede contentarse una mujer con estar sentada todo el da, con una aguja en la mano, tocando el piano, estando sola, absolutamente sola, si cree que su marido no la ama y la ha reducido a la esclavitud para siempre? (9 de mayo de 1863). Once aos ms tarde, escribe estas palabras, las cuales suscriben todava hoy muchas mujeres (22X1875): Hoy, maana, meses, aos, siempre lo mismo, siempre. Me despierto por la maana y no tengo valor para saltar de la cama. Quin me ayudar a sacudirme? Qu es lo que me espera? S, ya s: el cocinero va a venir, y luego le tocar el turno a Niannia. Luego, me sentar en silencio y tomar mi bordado ingls; despus, las clases de gramtica y de msica. Cuando llegue la tarde, volver a mi bordado ingls, mientras tita y Pedro se entregarn a sus eternos juegos de paciencia... El lamento de madame Proudhon da exactamente el mismo tono. T tienes tus ideas le deca a su marido. Pero yo, cuando t trabajas y los nios estn en clase, no tengo nada. {546} A menudo, durante los primeros aos, la mujer se mece en una cuna de ilusiones, trata de admirar incondicionalmente a su marido, de amarlo sin reservas, de sentirse indispensable para l y para los nios; luego, sus verdaderos sentimientos quedan al descubierto; se percata de que su marido podra prescindir de ella, que sus hijos estn hechos para desprenderse de ella: siempre son ms o menos ingratos. El hogar ya no la protege contra su libertad vaca; solitaria, abandonada, vuelve a encontrarse sujeto; y no sabe qu hacer consigo misma. Afectos, costumbres, pueden ser todava una gran ayuda, no una salvacin. Todas las escritoras que son sinceras han observado esa melancola que anida en el corazn de las mujeres de treinta aos; es un rasgo comn a las heronas de Katherine Mansfield, de Dorothy Parker, de Virginia Woolf. Ccile Sauvage, que tan alegremente cant al principio de su vida el matrimonio y la maternidad, expresa ms tarde una delicada afliccin. Es notable que, si se compara el nmero de suicidios femeninos perpetrados por solteras y casadas, se encuentra que estas ltimas estn slidamente protegidas contra el disgusto de vivir entre los veinte y los treinta aos (sobre todo de veinticinco a treinta), pero no durante los aos siguientes. En cuanto al matrimonio escribe Halbwachs (1), protege a las mujeres tanto en provincias como en Pars, sobre todo hasta los treinta aos, pero cada vez menos en las edades subsiguientes. (1) Les causes du suicide, pgs. 195239. La observacin citada se aplica a Francia y Suiza, pero no a Hungra ni a Oldenburgo. El drama del matrimonio no radica en que no asegure a la mujer la felicidad que promete no existe seguridad respecto a la dicha, sino en que la mutila, la destina a la repeticin y la rutina. Los veinte primeros aos de la vida femenina son de una extraordinaria riqueza; la mujer atraviesa las experiencias de la menstruacin, la sexualidad, el matrimonio y la maternidad; descubre entonces el mundo y su propio destino. A los veinte aos, duea de un hogar, ligada para siempre a un hombre, con un hijo en los brazos, he ah {547} que su vida ha terminado para siempre. Las verdaderas acciones, el verdadero trabajo, son patrimonio del hombre: ella solo tiene ocupaciones que son a veces atosigantes, pero que jams la colman. Le han encomiado la renuncia, la abnegacin; pero frecuentemente se le antoja vano en demasa consagrarse a cuidar de dos seres cualesquiera hasta el fin de sus vidas. Es muy hermoso eso de olvidarse de uno mismo; pero hay que saber para quin y por qu. Y lo peor es que su misma abnegacin parece importuna; a los ojos del marido, se convierte en una tirana a la cual procura sustraerse; y, sin embargo, es l quien se la impone a su mujer como suprema y nica justificacin; al desposarla, la obliga a entregarse a l toda entera; pero no acepta la obligacin recproca. Las palabras de Sofa Tolstoi: Vivo para l, por l, y exijo lo mismo para m son ciertamente escandalosas; pero Tolstoi exiga, en efecto, que ella no viviese sino por l y para l, actitud que nicamente la reciprocidad puede justificar. Es la duplicidad del marido la que condena a la mujer a una infelicidad de la cual en seguida se queja l mismo de ser vctima. Del mismo modo que en el lecho la quiere a la vez ardiente y fra, as tambin la exige totalmente entregada y, no obstante, sin peso; le pide que le fije en la tierra y que le deje libre, que le asegure la montona repeticin de los das y que no le aburra, que est siempre presente y jams sea importuna; quiere tenerla toda para l, pero no pertenecerle; vivir en pareja y estar solo. As, desde el momento en que la desposa, la engaa. Y ella se pasa la existencia calibrando la extensin de esa traicin. Lo que dice D. H. Lawrence a propsito del amor sexual es generalmente valedero: la unin de dos seres humanos est condenada al fracaso si constituye un esfuerzo para completarse el uno por el otro, lo cual supone una mutilacin original; sera preciso que el matrimonio fuese la puesta en comn de dos existencias autnomas, no una retirada, una anexin, una huida, un remedio. As lo comprende Nora (1) cuando decide que, antes de poder ser esposa y madre, necesita convertirse primero {548} en persona. Sera preciso que la pareja no se considerase como una comunidad, una clula cerrada, sino que el individuo, como tal, estuviese integrado en una sociedad en cuyo seno pudiera desarrollarse sin ayuda; entonces le sera permitido crear lazos de pura generosidad con otro individuo igualmente adaptado a la colectividad, lazos que estaran fundados en el conocimiento de dos libertades. (1) IBSEN: Casa de muecas. Esa pareja equilibrada no es una utopa; existen tales parejas, a veces incluso en el mismo marco del matrimonio, pero con ms frecuencia fuera del mismo; unos estn unidos por un gran amor sexual, que los deja libres en cuanto a sus amistades y ocupaciones; otros se hallan unidos por una amistad que no entorpece su libertad sexual; ms raramente, los hay que son a la vez amantes y amigos, pero sin buscar el uno en el otro su exclusiva razn de vivir. Multitud de matices son posibles en las relaciones entre un hombre y una mujer: en la camaradera, el placer, la confianza, la ternura, la complicidad, el amor, pueden ser el uno para el otro la ms fecunda fuente de alegra, de riqueza y de fuerza que pueda ofrecrsele a un ser humano. No son los individuos los responsables del fracaso del matrimonio: es en contra de lo que pretenden Bonald, Comte, Tolstoi la institucin misma la que est originariamente pervertida. Declarar que un hombre y una mujer, que ni siquiera se han elegido, deben bastarse de todas las maneras a la vez durante toda su vida, es una monstruosidad que necesariamente engendra hipocresa, mentira, hostilidad y desdicha. La forma tradicional del matrimonio est en camino de modificarse: pero todava constituye una opresin que afecta de manera diversa a ambos cnyuges. Considerando nicamente los derechos abstractos de que disfrutan, hoy son casi iguales; se eligen ms libremente que antes; pueden separarse con mucha mayor facilidad, sobre todo en Norteamrica, donde el divorcio es cosa corriente; hay entre los esposos menos diferencia de edad y de cultura que en otro tiempo; el marido reconoce de mejor gana a su mujer la autonoma que esta reivindica; sucede que comparten igualmente los cuidados de la casa; sus distracciones son comunes {549}: camping, bicicleta, natacin, etc. Ella no se pasa los das esperando el regreso del marido: hace deporte, pertenece a asociaciones, a algn club; tiene ocupaciones fuera de casa; a veces incluso ejerce un pequeo oficio que le reporta algn dinero. Muchos matrimonios jvenes dan la impresin de una perfecta igualdad. Pero, en tanto el hombre conserve la responsabilidad econmica de la pareja, eso no es ms que una ilusin. Es l quien fija el domicilio conyugal, de acuerdo con las exigencias de su trabajo: ella le sigue de provincias a Pars, de Pars a provincias, a las colonias, al extranjero; el nivel de vida se establece en consonancia con sus ingresos; el ritmo de los das, de las semanas, del ao, se determina segn sus ocupaciones; relaciones y amistades dependen casi siempre de su profesin. Al estar ms positivamente integrado que su mujer en la sociedad, conserva la direccin del matrimonio en los dominios intelectual, poltico y moral. El divorcio no pasa de ser para la mujer una posibilidad abstracta, si no cuenta con medios para ganarse la vida por s misma: si en Norteamrica el alimony es para el hombre una pesada carga, en Francia la suerte de la mujer, de la madre abandonada con una pensin irrisoria, constituye un verdadero escndalo. Pero lo profundo de la desigualdad proviene de que el hombre se realiza concretamente en el trabajo o la accin, mientras que para la esposa, en tanto que tal, la libertad solo tiene una figura negativa: la situacin de las jvenes norteamericanas, entre otras, recuerda la de las romanas emancipadas, en la poca de la decadencia. Ya hemos visto que estas podan optar entre dos clases de conducta: unas perpetuaban el modo de vida y las virtudes de sus abuelas; las otras pasaban el tiempo en una vana agitacin; de igual modo, multitud de norteamericanas siguen siendo mujeres de su casa conforme al modelo tradicional; las otras, en su mayor parte, no hacen ms que disipar sus energas y su tiempo. En Francia, el marido, aunque tenga toda la buena voluntad del mundo, no se sentir menos abrumado que antes por las cargas del hogar, por el hecho de que la joven esposa se convierta en madre {550}. Es un lugar comn declarar que en los matrimonios modernos, y sobre todo en Estados Unidos, la mujer ha reducido al hombre a esclavitud. El hecho no es nuevo. Desde los griegos, los varones se han quejado de la tirana de Jantipa; la verdad es que la mujer interviene en dominios que en otros tiempos le estaban vedados; conozco, por ejemplo, mujeres de estudiantes que aportan al xito de su hombre un encarnizamiento frentico; regulan el empleo de su tiempo, su rgimen, vigilan su trabajo; los apartan de todas las distracciones, y poco falta para que los encierren bajo llave; tambin es cierto que el hombre se halla ms desarmado que antes frente a este despotismo; reconoce a la mujer derechos abstractos y comprende que ella no puede concretarlos sino a travs de l: ser a sus propias expensas como compensar la impotencia y la esterilidad a las que est condenada la mujer; para que se realice en su asociacin una aparente igualdad, es preciso que sea l quien d ms, puesto que tambin posee ms. Pero, precisamente, si ella recibe, toma, exige, es porque es la ms pobre. La dialctica del amo y el esclavo encuentra aqu su aplicacin ms concreta: al oprimir, uno se convierte en oprimido. Su propia soberana es la que encadena a los varones; la esposa exige cheques, porque nicamente ellos ganan el dinero, porque solamente ellos ejercen un oficio en el que ella les impone la necesidad de triunfar, porque exclusivamente ellos encarnan la trascendencia que ella quiere arrebatarles al hacer suyos sus proyectos, sus xitos. E, inversamente, la tirana ejercida por la mujer no hace sino manifestar su dependencia: ella sabe que el xito de la pareja, su porvenir, su felicidad, su justificacin, estn en manos del otro; si trata de someterlo a su voluntad por todos los medios, es porque est enajenada en l. De su debilidad hace un arma; pero el hecho es que es dbil. La esclavitud conyugal es ms cotidiana y ms irritante para el marido; pero es ms profunda para la mujer; la mujer que retiene al marido a su lado durante horas porque se aburre, le veja y le fastidia; pero, a fin de cuentas, l puede pasarse sin ella mucho ms fcilmente que ella sin l; si l la deja, ser ella quien ver arruinada su vida. La gran diferencia {551} consiste en que, en la mujer, la dependencia est interiorizada: es esclava incluso cuando se conduce con una aparente libertad, en tanto que el hombre es esencialmente autnomo y lo encadenan desde fuera. Si tiene la impresin de ser vctima, es porque las cargas que soporta son las ms evidentes: la mujer se nutre de l como un parsito; pero un parsito no es un amo triunfante. En verdad, del mismo modo que biolgicamente los machos y las hembras no son jams vctimas unos de otros, sino que lo son ambos de la especie, as tambin los cnyuges sufren en comn la opresin de una institucin que ellos no han creado. Si se dice que los hombres oprimen a las mujeres, el marido se indigna, porque es l quien se siente oprimido: y lo est; pero el hecho es que han sido el cdigo masculino y la sociedad elaborada por los varones en su propio inters los que han definido la condicin femenina bajo una forma que, en el presente, resulta para ambos sexos una fuente de tormentos. Por su inters comn, sera preciso modificar la situacin, prohibiendo que el matrimonio fuese para la mujer una carrera. Los hombres que se declaran antifeministas, so pretexto de que las mujeres son ya bastante envenenadoras tal y como son, razonan sin mucha lgica: precisamente porque el matrimonio hace de ellas mantis religiosas, sanguijuelas, venenos, es por lo que sera preciso transformarlo y, por consiguiente, transformar la condicin femenina en general. La mujer pesa tanto sobre el hombre, porque se le prohibe descansar sobre s misma: el hombre se liberar al liberarla, es decir, al darle algo que hacer en este mundo. Hay mujeres jvenes que ya intentan conquistar esa libertad positiva; pero son raras las que perseveran mucho tiempo en sus estudios o en su profesin: lo ms frecuente es que sepan que los intereses de su trabajo sern sacrificados a la carrera del marido; no aportarn al hogar ms que un salario complementario; no se comprometen sino tmidamente en una empresa que no las arranque a la servidumbre conyugal. Incluso aquellas que tienen una profesin seria, no extraen de ella los mismos beneficios sociales que los {552} hombres: las mujeres de los abogados, por ejemplo, tienen derecho a una pensin al fallecimiento del marido; pero se les ha negado a las abogadas el mismo derecho de dejar una pensin a sus maridos en caso de fallecimiento. Es decir, que no se considera que la mujer que trabaja mantenga a la pareja en igualdad de condiciones con el hombre. Hay mujeres que encuentran en su profesin una verdadera independencia; pero numerosas son aquellas para quienes el trabajo fuera de casa no representa en el mbito del matrimonio ms que una fatiga suplementaria. Por otra parte, el caso ms frecuente es que el nacimiento de un hijo las obligue a limitarse a su papel de matronas; actualmente es muy difcil conciliar el trabajo con la maternidad. Precisamente es el hijo quien, segn la tradicin, debe asegurar a la mujer una autonoma concreta que la dispense de dedicarse a cualquier otro fin. Si, en tanto que esposa, no es un individuo completo, s lo es en tanto que madre; su hijo es su alegra y su justificacin. A travs de l termina de realizarse sexual y socialmente; as, pues, por mediacin de l, adquiere la institucin del matrimonio su sentido y logra su finalidad. Examinemos, pues, esta suprema etapa del desarrollo de la mujer {553}. CAPTULO II. LA MADRE. En virtud de la maternidad es como la mujer cumple ntegramente su destino fisiolgico, esa es su vocacin natural, puesto que todo su organismo est orientado hacia la perpetuacin de la especie. Pero ya se ha dicho que la sociedad humana no est jams abandonada a la Naturaleza. Y, en particular, desde hace aproximadamente un siglo, la funcin reproductora ya no est determinada por el solo azar biolgico, sino que est controlada por la voluntad (1). Algunos pases han adoptado oficialmente mtodos precisos para el control de la natalidad, y, en las naciones sometidas a la influencia del catolicismo, ese control se realiza clandestinamente: o bien el hombre practica el coitus interruptus, o bien la mujer, despus del acto amoroso, expulsa de su cuerpo los espermatozoides. Ello es a menudo una fuente de conflictos y rencores entre amantes y esposos; el hombre se irrita por tener que vigilar su placer; la mujer detesta la servidumbre del lavatorio; guarda l rencor a la mujer por su vientre en demasa fecundo; teme ella esos grmenes de vida que l se arriesga a depositar en ella. Y a los dos los invade la consternacin cuando, pese a todas las precauciones, ella queda encinta. El caso es frecuente en los pases donde los mtodos anticonceptivos son rudimentarios. Entonces la antifisis adopta una forma particularmente {554} grave: el aborto. Prohibido igualmente en los pases que autorizan el control de la natalidad, el aborto tiene en ellos muchas menos ocasiones de plantearse. Pero en Francia es una operacin a la cual se ven obligadas multitud de mujeres y que acosa la vida amorosa de la mayor parte de ellas. (1) Vase volumen I, pgs. 132 y sgs., donde se hallar una resea histrica de la cuestin del control de la natalidad y del aborto. Existen pocos temas respecto a los cuales la sociedad burguesa despliegue ms hipocresa: el aborto es un crimen repugnante, y aludir al mismo es una indecencia. El que un escritor describa las alegras y los sufrimientos de una parturienta, es impecable; pero si habla de una mujer que ha abortado se le acusa de revolcarse en la inmundicia y de pintar a la Humanidad bajo una luz abyecta: ahora bien, en Francia se producen todos los aos tantos abortos como nacimientos. Se trata de un fenmeno tan extendido, que es preciso considerarlo como uno de los riesgos normalmente implcitos en la condicin femenina. El Cdigo se obstina, no obstante, en considerarlo delito: exige que esta delicada operacin sea ejecutada clandestinamente. Nada ms absurdo que los argumentos invocados contra la legislacin del aborto. Se pretende que es una intervencin peligrosa. Pero los mdicos honestos reconocen con el doctor Magnus Hirschfeld que el aborto practicado por la mano de un verdadero mdico especialista, en una clnica y con las medidas preventivas necesarias, no comporta esos graves peligros cuya existencia afirma el Cdigo penal. Por el contrario bajo su forma actual es como hace correr grandes riesgos a la mujer. La falta de competencia de las hacedoras de ngeles, las condiciones en las cuales operan, engendran multitud de accidentes, a veces mortales. La maternidad forzada termina por arrojar al mundo hijos enclenques, a quienes sus padres sern incapaces de alimentar y que se convertirn en vctimas de la Asistencia pblica o en nios mrtires. Preciso es advertir, por otra parte, que la sociedad, encarnizada defensora de los derechos del embrin, se desinteresa de los nios tan pronto como han nacido; se persigue a las mujeres que abortan, en lugar de aplicarse a reformar esa vergonzosa institucin llamada Asistencia pblica; se deja en libertad a los responsables que ponen a sus pupilos en {555} manos de semejantes verdugos; se cierra los ojos ante la horrible tirana que ejercen casas de educacin o en residencias privadas los verdugos de nios; y si se rehusa admitir que el feto pertenece a la mujer que lo lleva en su seno, en cambio se consiente que el nio sea una cosa de sus padres; en el curso de la misma semana, acabamos de ver cmo se suicidaba un cirujano convicto de maniobras abortivas y cmo se condenaba a tres meses de prisin con sobreseimiento a un padre que haba golpeado a su hijo hasta casi matarlo. Recientemente, un padre ha dejado morir a su hijo de difteria por falta de cuidados; una madre se ha negado a llamar a un mdico que viese a su hija, en nombre de su entrega incondicional a la voluntad divina: en el cementerio, unos nios la apedrearon; al manifestar su indignacin algunos periodistas, toda una cohorte de gentes honradas ha protestado que los hijos pertenecen a los padres y que todo control extrao sera inaceptable. En la actualidad hay un milln de nios en peligro, afirma el peridico Ce Soir; FranceSoir dice que quinientos mil nios estn amenazados de peligro fsico o moral. En frica del Norte, la mujer rabe no tiene la posibilidad de recurrir al aborto: de cada diez hijos que engendra, mueren siete u ocho, y nadie se preocupa de ello, porque las penosas y absurdas maternidades han destruido el sentimiento maternal. Si a la moral le conviene eso, qu pensar de semejante moral? Hay que aadir que los hombres ms respetuosos con la vida embrionaria son tambin los que ms prontos se muestran cuando se trata de condenar adultos a una muerte militar. Las razones prcticas invocadas contra el aborto legal carecen de peso; en cuanto a las razones morales, se reducen al viejo argumento catlico de que el feto posee un alma a la cual se le cierra el paraso al suprimirlo sin bautismo. Es notable que la Iglesia autorice, en ocasiones, el homicidio de hombres hechos: en las guerras, o cuando se trata de condenados a muerte; pero, en cambio, reserva para el feto un humanitarismo intransigente. Este no es rescatado por el bautismo: en la poca de las guerras santas contra los infieles {556}, estos tampoco lo eran, pero se estimulaba ardientemente su matanza. Las vctimas de la Inquisicin no se hallaban todas, sin duda, en estado de gracia, como tampoco lo estn hoy el criminal a quien guillotinan y los soldados muertos en el campo de batalla. En todos estos casos, la Iglesia se remite a la gracia divina; admite que el hombre no es en su mano ms que un instrumento y que la salvacin de un alma se juega entre ella y Dios. As, pues, por qu prohibirle a Dios que acoja en su cielo al alma embrionaria? Si un concilio se lo autorizase, no protestara ms que en la bella poca de las piadosas matanzas de indios. En verdad, se choca aqu contra una vieja y obstinada tradicin que nada tiene que ver con la moral. Hay que contar tambin con ese sadismo masculino del cual ya he tenido ocasin de hablar. El libro que el doctor Roy dedic en 1943 a Ptain es un notable ejemplo de ello; constituye un verdadero monumento de mala fe. Insiste paternalmente sobre los peligros del aborto; pero nada le parece ms higinico que una cesrea. Quiere que el aborto sea considerado como un crimen y no como un delito; y desea que sea prohibido hasta en su forma teraputica, es decir, cuando el embarazo pone en peligro la vida o la salud de la madre: es inmoral elegir entre una vida y otra, declara; se atrinchera en ese argumento y aconseja sacrificar a la madre. Declara que el feto no pertenece a la madre, que es un ser autnomo. Sin embargo, cuando esos mismos mdicos bien pensados exaltan la maternidad, afirman que el feto forma parte del cuerpo materno, que no es un parsito que se alimente a sus expensas. Se ve cun vivo es todava el antifeminismo en ese encarnizamiento que ponen algunos hombres en rechazar todo cuanto podra manumitir a la mujer. Por otra parte, la ley que condena a la muerte, la esterilidad o la enfermedad a multitud de mujeres jvenes resulta impotente para asegurar un aumento de la natalidad. Un punto respecto al cual estn de acuerdo partidarios y enemigos del aborto legal es el radical fracaso de la represin. Segn los profesores Dolris, Balthazard y Lacassagne, habra habido en Francia medio milln de abortos alrededor {557} de 1933; una estadstica (citada por el doctor Roy) elaborada en 1938 estimaba su nmero en un milln. En 1941, el doctor Aubertin, de Burdeos, vacilaba entre ochocientos mil y un milln. Esta ltima cifra es la que parece ms cercana a la verdad. En un artculo de Combat fechado en marzo de 1948, el doctor Desplas describe: El aborto ha pasado a formar parte de las costumbres... La represin ha fracasado prcticamente... En el Sena, en el ao 1943, 1.300 investigaciones han comportado 750 acusaciones con 360 mujeres detenidas y 513 condenas de menos de un ao a ms de cinco, lo cual es poco en relacin con los 15.000 abortos presumidos en el departamento. En todo el territorio se cuentan 10.000 casos. Y aade: El aborto llamado criminal es tan familiar a todas las clases sociales como las polticas anticonceptivas aceptadas por nuestra hipcrita sociedad. Las dos terceras partes de las mujeres que abortan son casadas... Se puede calcular, aproximadamente, que hay en Francia tantos abortos como nacimientos. Como la operacin se practica en condiciones frecuentemente desastrosas, muchos abortos terminan con la muerte de la mujer. Todas las semanas llegan al Instituto MdicoLegal de Pars dos cadveres de mujeres que han abortado; muchos de los abortos provocan enfermedades crnicas. Se ha dicho a veces que el aborto es un crimen clasista, y, en gran medida, es cierto. Las prcticas anticonceptivas estn mucho ms difundidas en la burguesa; la existencia de un cuarto de aseo decoroso hace su aplicacin ms fcil que en las casas de los obreros y los campesinos, privadas de agua corriente; las jvenes de la burguesa son ms prudentes que las otras; en los matrimonios, el hijo representa una carga menos pesada: la pobreza, la crisis de la vivienda, la necesidad que tiene la mujer de trabajar fuera de casa, se {558} cuentan entre las causas ms frecuentes del aborto. El caso ms frecuente parece ser el de que la pareja decida limitar los nacimientos despus de la segunda maternidad; de manera que la mujer de odiosos rasgos que aborta es tambin esa madre magnfica que mece en sus brazos a dos ngeles rubicundos: la misma mujer. En un documento publicado en Temps modernes, de octubre de 1945, bajo el ttulo de Salle commune, madame Genevive Sarreau describe una sala de hospital en la cual tuvo ocasin de vivir y a la que acudan muchas enfermas para someterse a un raspado: de dieciocho de ellas, quince haban sufrido abortos, ms de la mitad de los cuales haban sido provocados; la que tena el nmero 9, esposa de un forzudo del mercado, haba tenido en dos matrimonios diez hijos vivos, de los cuales solamente quedaban tres, y haba sufrido siete abortos, de los cuales cinco fueron provocados; empleaba de buen grado la tcnica de la varilla, que explicaba complacida, y tambin usaba unos comprimidos cuyos nombres indicaba a sus compaeras. La nmero 16, joven de diecisis aos de edad, casada, haba tenido aventuras y padeca de salpingitis a causa de un aborto. La nmero 7, de treinta y cinco aos de edad, explicaba: Hace veinte aos que estoy casada; nunca he amado a mi marido, pero, durante veinte aos, me he conducido correctamente. Hace tres meses un hombre me hizo el amor. Una sola vez, en la habitacin de un hotel. Y qued encinta. Entonces, no haba ms remedio, verdad? Lo tuve que deshacer. Pero se ha acabado; nunca volver a empezar. Se sufre demasiado... Y no me refiero al raspado... No, no; se trata de otra cosa: es... es el amor propio, saben? La nmero 14 haba tenido cinco hijos en cinco aos; a la edad de cuarenta aos, tena aspecto de vieja. En todas ellas haba una resignacin hecha de desesperacin. La mujer est hecha para sufrir, decan tristemente. La gravedad de esta prueba vara mucho, segn las circunstancias. La mujer casada que disfruta de una posicin social acomodada burguesamente o confortablemente entretenida, apoyada por un hombre con dinero y relaciones, disfruta de muchas ventajas; en primer lugar, obtiene {559} mucho ms fcilmente que otras licencia para proceder a un aborto teraputico; en caso necesario, dispone de medios para efectuar un viaje a Suiza, donde el aborto es liberalmente tolerado; en el estado actual de la ginecologa, el aborto es una operacin benigna cuando la efecta un especialista con todas las garantas de la higiene y, si es preciso, con los recursos de la anestesia; a falta de complicidad oficial, encuentra ayudas oficiosas que son tan seguras como aquella: conoce buenas direcciones, posee dinero suficiente para pagar cuidados concienzudos, sin esperar a que el embarazo est avanzado; la tratarn con toda suerte de miramientos; algunas de estas privilegiadas pretenden que ese pequeo accidente es beneficioso para la salud y da brillo a la tez. En cambio, pocas desgracias hay ms lamentables que la de una joven abandonada y sin dinero, que se ve forzada a cometer un crimen para borrar una falta que su entorno jams le perdonara: este es el caso todos los aos en Francia de unas trescientas mil empleadas, secretarias, estudiantes, obreras, campesinas; la maternidad ilegtima es todava una tara tan terrible, que muchas prefieren el suicidio o el infanticidio al estado de madre soltera, es decir, que ninguna penalidad les hara retroceder ante la necesidad de deshacer el nio. Un caso trivial, que se repite millares de veces, es el que se relata en una confesin recogida por el doctor Liepmann (1). Se trata de una berlinesa, hija natural de un zapatero y una criada: (1) Jeunesse et sexualit. Trab conocimiento con el hijo de un vecino diez aos mayor que yo... Sus caricias fueron para m de tal modo nuevas, que, a fe ma, me dej hacer. De todos modos, aquello no era verdadero amor. No obstante, sigui inicindome de todas las maneras posibles dndome a leer libros sobre la mujer, hasta que, finalmente, le entregu mi virginidad. Cuando, despus de una espera de dos meses, acept una plaza de institutriz en la escuela maternal de Speuze, estaba encinta. No volv a tener el perodo durante otros dos meses. Mi seductor me escriba que era absolutamente preciso {560} que volviera a tener el perodo bebiendo petrleo y comiendo jabn negro. No soy capaz de describir ahora los tormentos que entonces padec... Tuve que llegar completamente sola hasta el fondo de toda aquella miseria. El temor de tener un hijo me hizo cometer el acto horrendo. Entonces fue cuando aprend a odiar al hombre. El pastor de la escuela se enter de la historia por una carta extraviada, la sermone largamente, y ella se separ del joven; pero la trataron como si fuese una leprosa. Fue como si hubiese vivido dieciocho meses en un correccional. Entr luego como niera en casa de un profesor, y all permaneci cuatro aos. En esa poca conoc a un magistrado. Fui feliz amando a un verdadero hombre. Con mi amor, le di todo. El resultado de nuestras relaciones fue que, a los. veinticuatro aos de edad, traje al mundo un nio perfectamente constituido. El nio tiene hoy diez aos. No he visto al padre desde hace nueve aos y medio... Como yo juzgaba insuficiente la suma de dos mil quinientos marcos, y l, por su parte, se negaba a dar su nombre al nio, renegando as de su paternidad, todo termin entre nosotros. Ningn hombre me inspira ya el menor deseo. Con frecuencia es el propio seductor quien convence a la mujer para que se desembarace del nio. O bien la ha abandonado ya cuando est encinta, o ella quiere ocultarle generosamente su desgracia, o no encuentra a su lado la menor ayuda. A veces, ella renuncia al hijo no sin pesar; ora sea porque no se decide inmediatamente a suprimirlo, o porque no conoce ninguna direccin, o porque no dispone de dinero y ha perdido el tiempo probando drogas ineficaces, llega al tercero, cuarto o quinto mes del embarazo y entonces decide librarse de aquel hijo; el aborto provocado ser entonces infinitamente ms peligroso, ms doloroso y ms comprometido que si se hubiese efectuado en el curso de las {561} primeras semanas. La mujer lo sabe; intenta librarse de aquello, pero lo hace llena de angustia y desesperacin. En el campo, el uso de la sonda apenas es conocido; la campesina que ha cado en falta se arroja desde lo alto del granero o se deja caer desde una escalera, y, a menudo, se lesiona sin resultado; as sucede que, en los setos, entre los matorrales o en las letrinas, se encuentra de vez en cuando un pequeo cadver estrangulado. En la ciudad, las mujeres se ayudan entre s. Pero no siempre resulta fcil encontrar una hacedora de ngeles, y an menos reunir la suma exigida; la mujer encinta pide ayuda a una amiga o se opera ella misma; estas cirujanas de ocasin son a menudo poco competentes, y se perforan rpidamente con una varilla o una aguja de hacer punto. Un mdico me ha contado que una cocinera ignorante, pretendiendo inyectarse vinagre en el tero, se lo inyect en la vejiga, lo cual le produjo atroces dolores. Brutalmente ejecutado y mal cuidado, el aborto provocado, a menudo ms penoso que un parto normal, va acompaado de trastornos nerviosos que pueden llegar hasta el borde de la crisis epilptica, provoca a veces graves enfermedades internas y puede desencadenar una hemorragia mortal. En Gribiche, Colette relata la dura agona de una pequea bailarina de musichall abandonada a las manos ignorantes de su madre; un remedio habitual, dice ella, consista en beber una solucin de jabn concentrada y correr despus durante un cuarto de hora: mediante semejantes tratamientos se suprime frecuentemente al nio, pero se mata a la madre. Me han hablado de una mecangrafa que ha permanecido cuatro das en su habitacin, baada en sangre, sin comer ni beber, porque no se haba atrevido a llamar. Es difcil imaginarse abandono ms pavoroso que aquel en el que la amenaza de la muerte se confunde con la del crimen y la vergenza. La prueba es menos dura en el caso de mujeres pobres, pero casadas, que actan de acuerdo con el marido y sin estar atormentadas por intiles escrpulos. Ua asistenta social me deca que en la zona ellas se dan consejos mutuamente, se prestan instrumentos y se ayudan tan sencillamente como si se tratase de extirpar unas durezas en los {562} pies. Pero padecen tremendos sufrimientos fsicos; en los hospitales, tienen la obligacin de acoger a la mujer cuyo aborto provocado ya ha comenzado; pero la castigan sdicamente, negndole todo calmante durante los dolores y en el curso de la ltima operacin de raspado. Como se aprecia, entre otros, en los testimonios recogidos por G. Sarreau, estas persecuciones ni siquiera indignan a las mujeres, demasiado habituadas al sufrimiento: pero son sensibles a las humillaciones que les infligen. El hecho de que la operacin sufrida sea clandestina y criminal multiplica sus peligros y le da un carcter abyecto y angustioso. Dolor, enfermedad y muerte adoptan la figura de un castigo: sabida es la distancia que separa al sufrimiento de la tortura, al accidente del castigo; a travs de los riesgos que asume, la mujer se tiene por culpable; y es esta interpretacin del dolor y de la falta lo que resulta singularmente penoso. Este aspecto del drama se siente con ms o menos intensidad, segn las circunstancias. Para las mujeres muy independientes gracias a su fortuna, su posicin social o el medio libre al cual pertenecen, y para aquellas otras a quienes la pobreza o la miseria han enseado el desdn hacia la moral burguesa, apenas hay problema alguno: hay un momento ms o menos desagradable que pasar, y no hay ms remedio que pasarlo, eso es todo. Pero multitud de mujeres se sienten intimidadas por una moral que conserva a sus ojos todo su prestigio, aunque ellas no puedan amoldar a ella su conducta; respetan en su fuero interno la ley que infringen y sufren por cometer un delito; todava sufren ms por tener que buscarse cmplices. En primer lugar, sufren la humillacin de mendigar: mendigan una direccin, los cuidados de un mdico, de una comadrona; se exponen a que las reprendan con altanera, o se arriesgan a una connivencia degradante. invitar deliberadamente a otro a cometer un delito es una situacin que ignora la mayora de los hombres y que la mujer vive con una mezcla de miedo y vergenza. Esta intervencin que ella reclama, a menudo la rechaza en el fondo de su corazn. Se encuentra dividida en el interior de s misma. Puede que su deseo espontneo sea el de conservar {563} ese nio a quien impide nacer; incluso si no desea positivamente la maternidad, percibe con desazn lo ambiguo del acto que realiza. Porque, si bien es cierto que el aborto no es un asesinato, tampoco podra asimilrsele a una simple prctica anticonceptiva; ha tenido lugar un acontecimiento que es un comienzo absoluto y cuyo desarrollo se detiene. Algunas mujeres sern perseguidas por el recuerdo de aquel hijo que no fue. Hlne Deutsch (1) cita el caso de una mujer casada, psicolgicamente normal, que, despus de haber perdido dos veces a causa de su condicin fsica sendos fetos de tres meses, les hizo construir dos pequeas tumbas que cuid con gran piedad, incluso despus del nacimiento de numerosos hijos. Con mayor razn, si el aborto ha sido provocado, la mujer tendr a menudo la impresin de haber cometido un pecado. El remordimiento que sigue en la infancia al deseo celoso de la muerte del hermanito recin nacido resucita, y la mujer se siente culpable de haber matado realmente a un nio. Ciertas melancolas patolgicas pueden expresar ese sentimiento de culpabilidad. Junto a las mujeres que piensan que han atentado contra una vida extraa, hay muchas que estiman que han sido mutiladas de una parte de si mismas, y de ah nace un rencor contra el hombre que ha aceptado o solicitado esa mutilacin. De nuevo Hlne Deutsch cita el caso de una joven, profundamente enamorada de su amante, que insisti ella misma en hacer desaparecer a un hijo que hubiera sido un obstculo para la felicidad de los dos; al salir del hospital, se neg a ver nunca ms al hombre a quien amaba. Si una ruptura tan definitiva es rara, en desquite es frecuente que la mujer se vuelva frgida, ya sea con respecto a todos los hombres, ya sea exclusivamente con respecto a aquel que la ha dejado encinta. (1) Psychology of women. Los hombres muestran tendencia a tomar el aborto a la ligera; lo consideran como uno de esos numerosos accidentes a los cuales la malignidad de la Naturaleza ha condenado a las mujeres: no calibran los valores que en ello se comprometen {564}. La mujer reniega de los valores de la feminidad, sus valores, en el momento en que la tica varonil se contradice de la manera ms radical. Todo su porvenir moral resulta zarandeado. En efecto, desde la infancia se le repite a la mujer que est hecha para engendrar y se le canta el esplendor de la maternidad; los inconvenientes de su condicinreglas, enfermedades, etc., el tedio de las faenas domsticas, todo es justificado por ese maravilloso privilegio que ostenta de traer hijos al mundo. Y he ah que el hombre, para conservar su libertad, para no perjudicar su porvenir, en inters de su profesin, le pide a la mujer que renuncie a su triunfo de hembra. El nio no es ya, en absoluto, un tesoro inapreciable; engendrar no es una funcin sagrada; esa proliferacin se hace contingente, importuna, sigue siendo una de las taras de la feminidad. La servidumbre mensual de la menstruacin se presenta, en comparacin, como una bendicin: he aqu que ahora se acecha ansiosamente el retorno de ese rojo fluir que haba sumido a la muchachita en el horror; precisamente se la haba consolado prometindole las alegras del alumbramiento. Aun consintiendo en el aborto, desendolo, la mujer lo siente como un sacrificio de su feminidad: preciso es que, definitivamente, vea en su sexo una maldicin, una especie de enfermedad, un peligro. Llegando al extremo de esa negacin, algunas mujeres se vuelven homosexuales despus del traumatismo provocado por el aborto. Con todo, en el momento mismo en que el hombre, para cumplir mejor su destino de hombre, exige de la mujer que sacrifique sus posibilidades carnales, denuncia la hipocresa del cdigo moral de los varones. Estos prohiben universalmente el aborto, pero lo aceptan singularmente como una solucin cmoda; les es posible contradecirse con un cinismo atolondrado; pero la mujer experimenta esas contradicciones en su carne herida; por lo general, es demasiado tmida para rebelarse deliberadamente contra la mala fe masculina; al considerarse vctima de una injusticia que la decreta criminal a pesar suyo, se siente mancillada, humillada; ella es quien encarna bajo una figura concreta e inmediata, en s, la falta del hombre; l {565} comete la falta, pero se desembaraza de ella descargndola sobre la mujer; se limita a pronunciar palabras con tono suplicante, amenazador, razonable, furioso, pero las olvida rpidamente; a ella le toca traducir esas frases en dolor y sangre. Algunas veces l no dice nada, se va; pero su silencio y su huida son un ments an ms evidente de todo el cdigo moral instituido por los varones. No hay que asombrarse de lo que se ha dado en llamar la inmoralidad de las mujeres, tema favorito de los misginos. Cmo no experimentaran estas una ntima desconfianza con respecto a principios arrogantes que los hombres proclaman pblicamente y denuncian en secreto? Aprenden a no creer en lo que dicen los hombres cuando exaltan a la mujer, ni tampoco cuando exaltan al hombre: lo nico seguro es ese vientre hurgado y sangrante, esos jirones de vida roja, esa ausencia de hijo. En el primer aborto es cuando la mujer empieza a comprender. Para muchas de ellas, el mundo no volver a tener jams la misma figura. Y, no obstante, a falta de la difusin de mtodos anticonceptivos, el aborto es hoy en Francia el nico camino abierto a la mujer que no quiere traer al mundo hijos condenados a morir de miseria. Stekel (1) lo ha dicho muy justamente: La prohibicin del aborto es una ley inmoral, puesto que ha de ser obligatoriamente violada, todos los das, a todas horas. (1) La femme frigide. * * * El control de la natalidad y el aborto legal permitiran a la mujer asumir libremente sus maternidades. De hecho, una deliberada voluntad, en parte, y el azar, tambin en parte, son los que deciden la fecundidad femenina. Como la inseminacin artificial no se ha convertido en una prctica corriente, sucede que la mujer desea la maternidad sin obtenerla, sea porque no tiene comercio con los hombres, o porque su marido es estril, o porque est mal conformada. En {566} cambio, frecuentemente se ve obligada a engendrar a su pesar. El embarazo y la maternidad sern vividos de manera muy diferente, segn se desarrollen en la rebelda, la resignacin, la satisfaccin o el entusiasmo. Hay que tener muy en cuenta que las decisiones y los sentimientos confesados de la joven madre no siempre corresponden a sus deseos ms profundos. Una madre soltera puede sentirse materialmente abrumada por la carga que se le ha impuesto de pronto, desolarse abiertamente por ello y encontrar en el hijo, no obstante, la satisfaccin de sueos acariciados en secreto; a la inversa, una joven casada que acoja su embarazo con alegra y orgullo, puede temerlo en silencio y detestarlo a travs de obsesiones, de fantasmas, de recuerdos infantiles que ella misma rehusa reconocer. Esa es una de las razones que hace tan hermticas a las mujeres sobre este tema. Su silencio proviene, en parte, de que se complacen en rodear de misterio una experiencia que es de su exclusiva competencia; pero tambin se sienten desconcertadas por las contradicciones y los conflictos cuya sede son ellas. Las preocupaciones del embarazo son un sueo que se olvida tan completamente como el sueo de los dolores del parto (1), ha dicho una mujer. Son las complejas verdades que se les descubren entonces las que ellas se aplican en sepultar en el olvido. (1) N. HALE. Ya hemos visto que durante la infancia y la adolescencia la mujer pasa, con respecto a la maternidad, por diversas fases. De nia, es un milagro y un juego: encuentra en la mueca, presiente en el hijo por venir un objeto a poseer y a dominar. De adolescente, ve en l, por el contrario, una amenaza contra la integridad de su preciosa persona. O bien la rehusa hoscamente, como la herona de Colette Audry (2), que nos confa: (2) On joue perdant: L'enfant. Execraba a cada nio que jugaba en la arena; lo execraba por haber nacido de mujer... Tambin execraba a las personas mayores por tener poder sobre aquellos nios, porque los purgaban, los azotaban, los vestan, los envilecan de {567} todas las maneras posibles: las mujeres de cuerpos muelles siempre prestas a hacer brotar nuevos pequeos, los hombres que contemplaban con aire satisfecho e independiente toda aquella pulpa de mujeres e hijos suyos. Mi cuerpo era exclusiva y enteramente mo, no lo quera ms que tostado, impregnado de la sal del mar, araado por los juncos. Tena que permanecer duro y sellado. O bien la teme al mismo tiempo que la desea, lo cual conduce a fantasmas de embarazo y a toda suerte de angustias. Hay jvenes que se complacen en ejercer la autoridad que confiere la maternidad, pero que no estn dispuestas a asegurar plenamente las responsabilidades que se desprenden de la misma. Tal es el caso de esa Lydia citado por H. Deutsch, quien, a la edad de diecisis aos, colocada como niera en casa de unos extranjeros, se ocupaba de los nios confiados a sus cuidados con la ms extraordinaria dedicacin: aquello era una prolongacin de los ensueos infantiles en los que se emparejaba con su madre para criar a un nio; de manera brusca, empez a descuidar su servicio, a mostrarse indiferente con los nios, a salir, a coquetear; haba terminado la poca de los juegos y empezaba a preocuparse por su verdadera vida, en la que el deseo de maternidad ocupaba poco lugar. Algunas mujeres alimentan durante toda su existencia el deseo de dominar a los nios, pero conservan todo el horror al trabajo biolgico del parto: se hacen comadronas, enfermeras, institutrices; son tas abnegadas, pero se niegan a alumbrar un hijo. Otras, sin rechazar con disgusto la maternidad, estn demasiado absorbidas por su vida amorosa, o por una carrera, para hacerle un sitio en la existencia de ambos cnyuges. O bien tienen miedo de la carga que el nio representara para ellas o para sus respectivos maridos. A menudo la mujer asegura deliberadamente su esterilidad, ora hurtndose a toda relacin sexual, ora recurriendo a las prcticas del control de la natalidad; pero tambin hay casos en los que ella no confiesa su temor al hijo y en los {568} cuales es un proceso psquico de defensa el que impide la concepcin; se producen en ella trastornos funcionales que pueden descubrirse mediante un examen mdico, pero que son de origen nervioso. El doctor Arthus (1) cita, entre otros, un ejemplo notable: (1) Le mariage. Madame H... haba sido muy mal preparada por su madre para su vida de mujer; esta le haba predicho siempre las peores catstrofes si llegaba a quedarse encinta... Cuando madame H... se cas, crey estar encinta al mes siguiente; luego advirti su error; volvi a creer lo mismo al cabo de tres meses: nuevo error. Al cabo de un ao, fue a consultar a un gineclogo, quien se neg a reconocer en ella o en su marido ninguna causa de infecundidad. Tres aos despus, fue a ver a otro gineclogo, que le dijo: Quedar usted encinta cuando menos hable de ello... Al cabo de cinco aos de matrimonio, madame H... y su marido haban admitido el hecho de que nunca tendran un hijo. El beb naci a los seis aos de matrimonio. La aceptacin o el rechazo de la concepcin estn influidos por los mismos factores que el embarazo en general. En el curso de este se reavivan los sueos infantiles del sujeto y sus angustias de adolescente, y se le vive de manera muy diferente, segn las relaciones que la mujer sostenga con su madre, con su marido y consigo misma. Cuando, a su vez, se convierte en madre, la mujer ocupa en cierto modo el lugar de aquella que la alumbr: para ella es una completa emancipacin. Si lo desea sinceramente, se alegrar de su embarazo y tendr empeo en llevarlo a buen puerto sin ayuda; por el contrario, si todava est dominada y consiente en estarlo, se pondr en manos de su madre, y el recin nacido le parecer un hermanito o una hermanita antes que el fruto de su propio vientre; si desea liberarse y, al mismo tiempo, no se atreve, entonces temer que el nio, en lugar de salvarla, la har caer de nuevo bajo el yugo: esta angustia puede provocar el aborto. H. Deutsch cita el caso de una joven que, teniendo que acompaar a su marido en {569} un viaje y abandonar el hijo a su madre, dio a luz un beb muerto; se asombr de no llorarlo ms, porque lo haba deseado vivamente; pero le habra horrorizado tener que entregrselo a su madre, quien la hubiera dominado a travs de l. Ya se ha visto que el sentimiento de culpabilidad con respecto a la madre es frecuente en la adolescente; si todava se mantiene vivo, la mujer se imagina que una maldicin pesa sobre su progenie o sobre ella misma: el nio, as lo cree, la matar al venir al mundo, o morir l al nacer. Es el remordimiento el que a menudo provoca esta angustia, tan frecuente en las jvenes, de no poder llevar a feliz trmino su embarazo. En el siguiente ejemplo, expuesto por H. Deutsch, se ve hasta qu punto la relacin con la madre puede adquirir una importancia nefasta: La seora Smith, ltimo vstago de una familia numerosa en la cual solamente haba un varn, haba sido acogida con despecho por su madre, que deseaba un hijo; no sufri demasiado por ello, gracias al cario de su padre y de una hermana mayor. Pero, cuando se cas y esperaba un hijo, aun cuando lo deseaba ardientemente, el odio que experimentara en otro tiempo contra su madre le haca aborrecible la idea de ser madre ella misma: un mes antes del plazo normal, dio a luz un nio muerto. Encinta por segunda vez, tuvo miedo de un nuevo accidente; felizmente, una de sus amigas ms ntimas qued encinta al mismo tiempo que ella; tena esa amiga una madre muy cariosa, que protegi a las dos jvenes durante su embarazo; pero la amiga haba concebido un mes antes que la seora Smith, que se sinti aterrorizada ante la idea de terminar sola su embarazo; ante la sorpresa de todos, la amiga permaneci encinta durante un mes ms del trmino previsto para su alumbramiento (1), y las dos mujeres dieron a luz el mismo da. Las dos amigas decidieron concebir el mismo da su siguiente hijo, y la seora Smith comenz sin inquietud su nuevo embarazo. Pero, en el curso del tercer mes, su amiga tuvo que marcharse de la ciudad; el da en que lo supo, la seora Smith sufri un aborto. Nunca {570} pudo tener otro hijo; el recuerdo de su madre pesaba demasiado sobre ella. (1) H. Deutsch afirma haber verificado que el nio naci verdaderamente diez meses despus de haber sido concebido. Una relacin no menos importante es la que la mujer sostiene con el padre de su hijo. Una mujer ya madura, independiente, puede querer un hijo que solamente le pertenezca a ella: he conocido a una cuyos ojos se encendan a la vista de un varn hermoso, no por deseo sensual, sino porque juzgaba sus cualidades de garan; son estas amazonas maternales las que saludan con entusiasmo el milagro de la inseminacin artificial. Si el padre del nio comparte sus vidas, ellas le niegan todo derecho sobre su progenie, y procuran como la madre de Paul en Amants et fils formar con su pequeo una pareja cerrada. Sin embargo, en la mayora de los casos, la mujer necesita un apoyo masculino para aceptar sus nuevas responsabilidades; solo si un hombre se consagra a ella, se consagrar ella, a su vez, gozosamente al recin nacido. Cuanto ms infantil y tmida sea, ms urgente ser esa necesidad. As, H. Deutsch cuenta la historia de una muchacha que se cas a los quince aos con un muchacho de diecisis que la haba dejado encinta. De nia, siempre haba amado a los bebs y haba ayudado a su madre en los cuidados que esta prodigaba a sus hermanos y hermanas. Pero una vez que ella misma fue madre de dos nios, se sinti presa de pnico. Exiga que su marido permaneciese incesantemente a su lado, y l tuvo que buscar un trabajo que le permitiese estar en casa largas horas. Viva la joven en un estado de constante ansiedad, exagerando las disputas de los nios, dando excesiva importancia a los menores incidentes de sus jornadas. Multitud de jvenes madres piden as ayuda a sus respectivos maridos, a quienes a veces echan del hogar abrumndolos con sus preocupaciones. H. Deutsch cita otros casos curiosos, entre ellos el siguiente: Una joven casada se crey encinta, y ello la hizo extraordinariamente feliz; separada de su marido a causa de un viaje, tuvo una aventura muy breve, que acept precisamente porque, colmada por su maternidad, ninguna otra cosa le {571} pareca tener la menor importancia; de regreso al lado de su marido, supo un poco ms tarde que, en verdad, se haba engaado respecto a la fecha de la concepcin: esta databa del momento de su viaje. Cuando hubo nacido el nio, la joven se pregunt sbitamente si sera hijo de su marido o de su amante ocasional; se volvi incapaz de experimentar ningn sentimiento respecto al hijo deseado; angustiada y desdichada, recurri a un psiquiatra, y solo consigui interesarse por su hijo cuando decidi considerar a su marido como el padre del recin nacido. La mujer que ama a su marido amoldar frecuentemente sus sentimientos a los que experimente l: acoger el embarazo y la maternidad con alegra o mal humor, segn que l se sienta orgulloso o importunado por ello. A veces el hijo es deseado con objeto de que consolide una unin, un matrimonio, y el afecto que en l deposite la madre depender del xito o el fracaso de sus planes. Si lo que siente con respecto al marido es hostilidad, la situacin es diferente: puede consagrarse speramente al hijo cuya posesin le niega al padre, o, por el contrario, puede mirar con odio al vstago del hombre detestado. La seora H. N., cuya noche de bodas hemos relatado de acuerdo con la descripcin de Stekel, qued inmediatamente encinta, y durante toda su vida detest a la pequea concebida en el horror de aquella brutal iniciacin. Se ve tambin en el Diario de Sofa Tolstoi que la ambivalencia de sus sentimientos con respecto a su marido se refleja en su primer embarazo. Escribe as: Este estado me resulta insoportable fsica y moralmente. Fsicamente, estoy enferma de continuo, y moralmente experimento un tedio, un vaco y una. angustia terribles. Adems, para Liova, he dejado de existir... No puedo darle ninguna dicha, puesto que estoy encinta. El nico placer que encuentra en tal estado es de carcter masoquista: sin duda ha sido el fracaso de sus relaciones amorosas el que le ha comunicado una infantil necesidad de autocastigo {572}. Desde ayer estoy rotundamente enferma y temo tener un aborto. Este dolor en el vientre me procura incluso un goce. Sucede como cuando era nia y haba cometido una tontera: mam me perdonaba, pero yo no. Me pinchaba o me pellizcaba fuertemente la mano, hasta que el dolor se haca intolerable. Con todo, lo soportaba y hallaba en ello un inmenso placer... Cuando... haya venido el nio, eso volver a empezar... Es repugnante! Todo me parece fastidioso. Cun tristemente suenan las horas! Todo es tan lgubre... Ah, si Liova...! Pero el embarazo es, sobre todo, un drama que se representa en el interior de la mujer; ella lo percibe a la vez como un enriquecimiento y una mutilacin; el feto es una parte de su cuerpo y es tambin un parsito que la explota; ella lo posee y tambin es poseda por l; ese feto resume todo el porvenir, y, al llevarlo en su seno, la mujer se siente vasta como el mundo; pero esa misma riqueza la aniquila, tiene la impresin de no ser ya nada. Una existencia nueva va a manifestarse y a justificar su propia existencia, por lo cual se siente orgullosa; pero tambin se siente juguete de fuerzas oscuras, es zarandeada, violentada. Lo que de singular hay en la mujer encinta es que, en el momento mismo en que su cuerpo se trasciende, es captado como inmanente: se repliega sobre s mismo en las nuseas y el malestar; cesa de existir para l solo, y es entonces cuando se hace ms voluminoso que jams lo haya sido. La trascendencia del artesano, del hombre de accin, est ocupada por una subjetividad; pero en la futura madre la oposicin entre sujeto y objeto queda abolida: ella forma con ese nio de que est henchida una pareja equvoca a quien la vida sumerge; prendida en las redes de la Naturaleza, es planta y bestia, una reserva de coloides, una incubadora, un huevo; asusta a los nios de cuerpo egosta y hace rer socarronamente a los jvenes, porque es un ser humano, consciente y liberado, que se ha convertido en pasivo instrumento de la vida. Habitualmente la ,ida no es ms que una condicin de la existencia; en la gestacin aparece como creadora; pero es la suya una extraa creacin, que se realiza en la contingencia {573} y la ficcin. Hay mujeres para quienes las alegras del embarazo y la lactancia son tan intensas, que quieren repetirlas indefinidamente; tan pronto como destetan al beb, se sienten frustradas. Esas mujeres, que son ponedoras antes que madres, buscan vidamente la posibilidad de enajenar su libertad en provecho de su carne: su existencia les parece tranquilamente justificada por la pasiva fertilidad de su cuerpo. Si la carne es pura inercia, no puede encarnar, ni siquiera bajo una forma degradada, la trascendencia; es pereza y tedio, pero, desde que germina, se hace cepa, fuente, flor; se supera, es movimiento hacia el porvenir al mismo tiempo que una presencia densa. La separacin que ha sufrido la mujer en otro tiempo, en el momento de su destete, queda compensada; est de nuevo sumergida en la corriente de la vida, reintegrada al todo, eslabn en la cadena sin fin de las generaciones, carne que existe por y para otra carne. La fusin buscada en los brazos del varn y que es rehusada tan pronto como acordada, la realiza la madre cuando siente al nio en su pesado vientre o cuando lo aprieta contra sus senos henchidos. Ya no es un objeto sometido a un sujeto; tampoco es un sujeto angustiado por su libertad, sino esa realidad equvoca que se llama vida. Por fin, su cuerpo es de ella, puesto que es del hijo que le pertenece. La sociedad le reconoce su posesin y la reviste, adems, de un carcter sagrado. El seno, que antes era un objeto ertico, puede exhibirlo ahora, porque es fuente de vida, hasta el punto de que hay cuadros piadosos que nos muestran a la Virgen Madre descubrindose el pecho para suplicar a su Hijo que salve a la Humanidad. Enajenada en su cuerpo y en su dignidad social, la madre tiene la sosegante ilusin de sentirse un ser en s misma, un valor perfectamente logrado. Pero solo es una ilusin. Porque ella no hace verdaderamente al nio: este se hace en ella; su carne engendra solamente carne: es incapaz de fundar una existencia que tendr que fundarse a s misma; las creaciones que emanan de la libertad plantean el objeto como valor y lo revisten de una necesidad: en el seno materno, el nio est injustificado, no es todava ms que una proliferacin gratuita, un hecho bruto, {574} cuya contingencia es simtrica a la de la muerte. La madre puede tener sus razones para querer un hijo, pero no podra dar a ese otro que va a ser maana sus propias razones de ser; ella lo engendra en la generalidad de su cuerpo, no en la singularidad de su existencia. As lo comprende la herona de Colette Audry, cuando dice: Jams haba pensado que pudiera dar un sentido a mi vida... Su ser haba germinado en m y yo haba tenido que llevarlo a feliz trmino, sucediera lo que sucediese, hasta el final, sin poder apresurar las cosas, ni siquiera aunque l hubiera estado en trance de perecer. Luego, haba estado all, nacido de m; se asemejaba as a la obra que hubiera podido hacer en mi vida... Pero, en definitiva, no lo era (1). (1) Vase On joue perdant: L'enfant. En cierto sentido, el misterio de la encarnacin se repite en cada mujer; todo nio que nace es un dios que se hace hombre: no podra realizarse en tanto que conciencia y libertad si no viniese al mundo; la madre se presta a ese misterio, pero no lo ordena; se le escapa la suprema verdad de ese ser que se forma en su vientre. Este equvoco es el que ella traduce por medio de dos fantasmas contradictorios: toda madre tiene la idea de que su hijo ser un hroe; as expresa su maravillado asombro ante la idea de engendrar una conciencia y una libertad; pero tambin teme dar a luz un lisiado, un monstruo, porque conoce la pavorosa contingencia de la carne, y ese embrin que la habita es solamente carne. Hay casos en que tal o cual mito la domina: pero a menudo la mujer oscila entre uno y otro. Tambin es sensible a otro equvoco. Cogida en el gran ciclo de la especie, afirma la vida contra el tiempo y la muerte, y de ese modo es prometida a la inmortalidad; pero tambin experimenta en su carne la realidad de las palabras de Hegel: El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres. El nio, aade Hegel, es para los padres el ser para s de su amor, que cae fuera de ellos, e, inversamente, obtendr su ser para s en la separacin de la fuente, una separacin en que esta fuente se agota. Esta superacin de s es tambin para la mujer {575} prefiguracin de su muerte. Traduce ella esta verdad en el miedo que siente cuando se imagina el parto: teme perder en l su propia vida. As, pues, siendo ambigua la significacin del embarazo, es natural que la actitud de la mujer sea ambivalente: por lo dems, ella se modifica en los diversos estadios de la evolucin del feto. Preciso es sealar, en primer lugar, que, al principio del proceso, el nio no est presente; todava no tiene ms que una existencia imaginaria; la madre puede soar con ese pequeo individuo que nacer dentro de unos meses, afanarse en prepararle una cuna, una canastilla: no capta concretamente sino los confusos fenmenos orgnicos que se desarrollan en su seno. Ciertos sacerdotes de la Vida y de la Fecundidad pretenden msticamente que la mujer reconoce por la calidad del placer experimentado que el hombre acaba de hacerla madre: se trata de uno de esos mitos que es preciso desechar resueltamente. Jams tiene una intuicin decisiva del acontecimiento: lo intuye a partir de signos inciertos. Se detienen sus reglas, engorda, sus senos se hacen pesados y le duelen, experimenta vrtigos, nuseas; a veces se cree simplemente enferma, y es un mdico quien la informa de su estado. Entonces sabe ella que su cuerpo ha recibido un destino que la trasciende; da tras da, un plipo nacido de su carne y extrao a su carne va a cebarse con ella, que es presa de la especie, la cual le impone sus misteriosas leyes, y, por lo general, esa enajenacin la espanta: su pavor se traduce en vmitos. Estos son provocados, en parte, por las modificaciones de las secreciones gstricas que entonces se producen; pero, si esta reaccin, desconocida para las hembras de otros mamferos, adquiere importancia, es por motivos psquicos; manifiesta el carcter agudo que reviste entonces en la hembra humana el conflicto entre especie e individuo (1). Aun cuando la mujer desee profundamente al hijo, su cuerpo empieza por rebelarse cuando tiene que dar a luz. En Les tats nerveux d'angoisse, Stekel afirma que el vmito de la mujer encinta expresa siempre cierto rechazo {576} del nio; y si este es acogido con hostilidad por razones a menudo inconfesadas, los trastornos estomacales se exacerban. (1) Vase volumen I, captulo primero. El psicoanlisis nos ha enseado que la exageracin psquica de los sntomas del vmito solo se encuentra en el caso de que la expulsin oral traduzca emociones de hostilidad con respecto al embarazo o al feto, dice H. Deutsch. Y aade que a menudo el contenido psquico del vmito del embarazo es exactamente el mismo que el de los vmitos histricos de las jvenes, provocados por un fantasma de embarazo (1). En ambos casos se reaviva la vieja idea de la fecundacin por la boca que se encuentra en los nios. Para las mujeres infantiles en particular, el embarazo se asimila, como antes, a una enfermedad del aparato digestivo. H. Deutsch cita el caso de una paciente que examinaba con ansiedad sus vmitos, para ver si no encontraba en ellos fragmentos de embrin; sin embargo, saba que aquella obsesin era absurda, y as lo deca. La bulimia, la falta de apetito, las repugnancias, sealan la misma vacilacin entre el deseo de conservar y el de destruir el embrin. He conocido a una joven que sufra a la vez vmitos exasperados y un estreimiento feroz; un da me dijo espontneamente que tena la impresin de que trataba de expulsar el feto al mismo tiempo que se esforzaba por retenerlo; lo cual corresponda exactamente a sus deseos confesados. (1) Me han citado con toda precisin el caso de un hombre que, durante los primeros meses del embarazo de su mujer a quien, sin embargo, amaba poco, present exactamente los mismos sntomas de nuseas, vrtigos y vmitos que se encuentran en las mujeres encinta. Tales sntomas traducan, evidentemente, de una manera histrica, conflictos conscientes. El doctor Arthus (2) cita el ejemplo siguiente, que yo resumo: (2) Le mariage. La seora T. presenta graves trastornos producidos por el embarazo, con vmitos incoercibles... La situacin es tan inquietante, que debe pensarse en practicar una interrupcin {577} del embarazo en curso... La joven est desolada... El breve anlisis que puede efectuarse revela que la seora T. se identifica inconscientemente con una de sus antiguas amigas de pensionado que ha representado un importantsimo papel en su vida afectiva y que falleci a consecuencia de su primer embarazo. Tan pronto como esa causa pudo ser revelada, los sntomas mejoraron; al cabo de quince das, los vmitos todava se producen a veces, pero ya no ofrecen ningn peligro. Estreimiento, diarreas, trabajo de expulsin, siempre manifiestan la misma mezcla de deseo y angustia; el resultado es a veces un aborto: casi todos los abortos espontneos tienen un origen psquico. Esos malestares se acentan tanto ms cuanto ms importancia les conceda la mujer y ms se escuche esta. En particular, los famosos antojos de las mujeres encinta son obsesiones de origen infantil complacidamente acariciadas: siempre se refieren a los alimentos, como consecuencia de la antigua idea de fecundacin alimentaria; la mujer, al sentir un desarreglo en su cuerpo, traduce ese sentimiento de extraeza, como sucede a menudo en las psicastenias, por un deseo que a veces la fascina. Por lo dems, existe una cultura de esos antojos por tradicin, como en tiempos hubo una cultura de la histeria; la mujer espera tener antojos, acecha su aparicin, los inventa. Me han citado el caso de una joven madre que tuvo un antojo tan frentico de espinacas, que corri a comprarlas en el mercado, y, mientras contemplaba cmo cocan, trepidaba de impaciencia: as expresaba la angustia de su soledad; sabiendo que solo poda contar consigo misma, se apresuraba a satisfacer sus deseos con febril apresuramiento. La duquesa de Abrantes ha descrito de muy divertida manera en sus Memorias un caso en que el antojo es imperiosamente sugerido por el entorno de la mujer. Esta se queja de haber sido rodeada de excesiva solicitud durante su embarazo. Tales cuidados y precauciones aumentan el malestar, los mareos, los trastornos nerviosos y los mil y un padecimientos que casi siempre son compaeros inseparables de los primeros embarazos. Yo misma lo he experimentado... Fue mi {578} madre la que comenz, un da que haba ido yo a comer a su casa... Ah, Dios mo! me dijo de repente, dejando el tenedor y mirndome con aire consternado Ah, Dios mo! Ni siquiera se me ha ocurrido preguntarte cul era tu antojo. Yo no tengo ningn antojo repliqu. No tienes antojos? inquiri mi madre. Que no tienes antojos? Pero si eso es algo jams visto! Te engaas. Es que no prestas atencin a ello. Hablar del asunto con tu suegra. Y mis dos madres iniciaron las consultas entre ellas. Y hasta Junot, aterrorizado porque yo pudiera darle un nio con cabeza de jabal, me preguntaba todas las maanas: Laura, qu se te antoja, por favor? Mi cuada, cuando regres de Versalles, se uni al coro... Lo que ella haba visto respecto a personas desfiguradas por antojos insatisfechos, no poda ni contarse... Termin por asustarme... Rebusqu en m mente qu era lo que ms me gustaba y no encontr nada. Por fin, un da, mientras me coma un caramelo de pia, se me ocurri pensar que la pia deba de ser una cosa en extremo excelente... Una vez persuadida de que se me antojaba una pia, experiment al principio un deseo vivsimo, que luego aument cuando Corcelet declar que... no era la estacin adecuada. Oh! Entonces experiment ese sufrimiento que participa de la rabia y que os pone en trance de morir o de satisfacer el deseo. (Despus de numerosas gestiones, Junot termin por recibir una pia de manos de madame Bonaparte. La duquesa de Abrantes la acogi con alegra y se pas la noche tocndola, puesto que el mdico le haba ordenado que no la comiese hasta la maana siguiente. Cuando, por fin, Junot se la sirvi): Rechac el plato lejos de m. No s lo que me pasa.... pero no puedo comerme esta pia. Me puso el maldito plato delante de las narices, y eso no hizo sino provocar una afirmacin positiva de que yo no poda comer pia. Fue preciso no solo llevrsela, sino abrir las ventanas y perfumar mi habitacin para hacer desaparecer hasta el menor vestigio de un olor que en un segundo se me haba hecho odioso. Lo que de ms singular hay en este hecho es que a partir de entonces solo he comido pia cuando me he visto forzada a ello {579}... Son las mujeres que reciben demasiados cuidados, o que se ocupan demasiado de ellas mismas, las que presentan el mayor nmero de fenmenos morbosos. Las que atraviesan ms fcilmente la prueba del embarazo son, por un lado, las matronas totalmente dedicadas a su funcin de ponedoras y, por otro, aquellas mujeres que no se sienten fascinadas por las aventuras de su cuerpo y tienen empeo en superarlas con facilidad: madame de Stal llevaba un embarazo tan fcilmente como una conversacin. A medida que avanza el embarazo, cambia la relacin entre la madre y el feto. Este se ha instalado slidamente en el vientre materno, los dos organismos se han adaptado el uno al otro y entre ellos se producen intercambios biolgicos que permiten a la mujer reencontrar su equilibrio. Ya no se siente poseda por la especie: es ella quien posee el fruto de sus entraas. Durante los primeros meses, era una mujer cualquiera, que adems estaba disminuida por el secreto trabajo que se realizaba en ella; ms tarde es con toda evidencia una madre, y sus desfallecimientos son el anverso de su gloria. La impotencia que padeca se convierte en coartada al acentuarse. Muchas mujeres hallan entonces en el embarazo una paz maravillosa, porque se sienten justificadas; siempre haban hallado gusto en observase, en espiar su cuerpo; pero, a causa del sentimiento de sus deberes sociales, no se atrevan a interesarse por l con demasiada complacencia: ahora tienen derecho a hacerlo; todo cuanto hagan por su propio bienestar, lo hacen tambin por el nio. Ya no se les exige ni trabajo ni esfuerzo alguno; ya no tienen que preocuparse por el resto del mundo; los sueos de porvenir que acarician comunican su sentido al momento presente; no tienen otra cosa que hacer ms que abandonarse a la vida: estn de vacaciones. La razn de su existencia est all, en su vientre, y les comunica una perfecta impresin de plenitud. Es como una pequea estufa en invierno, siempre encendida, que est all, para ti sola, enteramente sometida a tu voluntad. Es tambin una ducha fresca que cae sin cesar durante el verano. All est, dice una mujer, segn cita de Hlne Deutsch. Colmada, la mujer conoce {580} tambin la satisfaccin de sentirse interesante, lo cual ha sido, desde su adolescencia, su ms profundo deseo; como esposa, sufra de su dependencia respecto al hombre; ahora, ya no es objeto sexual, sirviente; encarna a la especie, es promesa de vida, de eternidad, su entorno la respeta; hasta sus caprichos se hacen sagrados: eso es lo que la anima, segn hemos visto, a inventar antojos. El embarazo permite a la mujer racionalizar actos que de otro modo pareceran absurdos, dice Hlne Deutsch. Justificada por la presencia de otro en su seno, goza plenamente, por fin, de ser ella misma. En L'toile Vesper, Colette ha descrito esta fase de su embarazo: Insidiosamente, sin prisa, me invada la beatitud de las hembras plenas. Ya no era tributara de ningn malestar, de ninguna desdicha. Euforia, placentero ronroneo? Qu nombre dar a esta preservacin, el cientfico o el familiar? Preciso es que me haya colmado, puesto que no lo olvido... Se cansa una de callar lo que jams ha dicho, en la especie, en el estado de orgullo y de trivial magnificencia que saboreaba preparando mi fruto... Todas las noches deca un pequeo adis a alguno de los buenos momentos de mi vida. Saba muy bien que lo lamentara. Pero la alegra, el ronroneo, la euforia lo sumergan todo, y sobre m reinaban la dulce bestialidad y la despreocupacin que me imponan mi peso acrecentado y los sordos llamamientos de la criatura que yo estaba formando. Sexto, sptimo mes... Primeras fresas, primeras rosas. Puedo dar a mi embarazo otro nombre que el de una larga fiesta? Se olvidan las angustias del final, pero no se olvida una larga y nica fiesta: yo no he olvidado nada de ella. Recuerdo, sobre todo, que el sueo se apoderaba de m a horas caprichosas y que me invada, como en mi infancia, la necesidad de dormir sobre la tierra, en la hierba, en la tierra caldeada. nico antojo, sano antojo. Hacia el final, tena el aire de una rata que arrastrase un huevo robado. Incmoda incluso para m misma, me suceda a veces sentirme demasiado cansada para acostarme... Bajo el peso, bajo la fatiga, mi larga fiesta no se interrumpa {581} todava. Me transportaban sobre un pavs de privilegios y cuidados... A tan feliz embarazo nos dice Colette que uno de sus amigos le dio el nombre de embarazo de hombre. Y aparece ella, en efecto, como ese tipo de mujeres que soportan valientemente su estado, porque no se absorben en l. Prosegua ella, al mismo tiempo, su labor de escritora. El nio manifest que llegara el primero, y entonces atornill el capuchn de mi estilogrfica. Otras mujeres se hacen ms pesadas; rumian indefinidamente su nueva importancia. Por poco que se les anime a ello, toman por su cuenta los mitos masculinos: oponen a la lucidez de espritu la noche fecunda de la Vida, a la conciencia clara los misterios de la interioridad, a la libertad viril el peso de ese vientre que est all, con su enorme ficcin; la futura madre se siente humus y gleba, fuente, raz; cuando se amodorra, su sueo es el del caos donde fermentan los mundos. Las hay que, ms olvidadas de s mismas, se extasan ante el tesoro de vida que en ellas crece. Esa es la alegra que manifiesta Ccile Sauvage a lo largo de sus poemas intitulados L'me en bourgeon: Me perteneces como la aurora a la llanura. En torno a ti, mi vida es una lana clida, donde tus miembros friolentos crecen en secreto. Y ms adelante: Oh, t, a quien mimo con temor entre algodones, pequea alma en flor adherida a la ma, con un trozo de mi corazn doy forma al tuyo. Oh, mi fruto aterciopelado, boquita hmeda. Y en una carta a su marido dice: Qu extrao! Me parece que asisto a la formacin de un nfimo planeta, cuyo frgil globo amaso entre mis manos. Jams he estado tan cerca de la vida. Nunca he sentido tan intensamente que soy hermana de la tierra con sus vegetaciones {582} y sus savias. Mis pies marchan sobre la tierra como sobre un animal vivo. Pienso en el da lleno de flautas, de abejas despiertas y de roco, porque he aqu que l se encabrita y se agita en mi interior. Si supieses qu lozana de primavera y qu juventud pone en mi corazn esta alma en flor. Y pensar que esa es el alma infantil de Pierrot y que elabora en la noche de mi ser dos grandes ojos de infinito semejantes a los suyos... En desquite, las mujeres que son profundamente coquetas, que se captan esencialmente como objeto ertico, que se aman en la belleza de su cuerpo, sufren al verse deformadas, afeadas, incapaces de suscitar el deseo. El embarazo no se les aparece en absoluto como una fiesta o un enriquecimiento, sino como una disminucin de su yo. En Mi vida, de Isadora Duncan, se lee, entre otras cosas: El nio ya haca sentir su presencia... Mi hermoso cuerpo de mrmol se distenda, se quebraba, se deformaba... Mientras paseaba por la orilla del mar, senta a veces un exceso de fuerza y de vigor, y me deca en ocasiones que aquella pequea criatura sera ma, exclusivamente ma; pero otros das... tena la impresin de ser un msero animal cogido en una trampa... Con alternativas de esperanza y desesperacin, pensaba a menudo en las peregrinaciones de mi juventud, en mis errantes viajes, en mis descubrimientos del arte, y todo eso no era ms que un prlogo antiguo, perdido en la bruma, que desembocaba en la espera de un hijo, obra maestra al alcance de no importa qu campesina... Empezaba a ser presa de toda suerte de terrores. En vano me deca que todas las mujeres tienen hijos. Aquello era algo perfectamente natural; y, sin embargo, tena miedo. Miedo de qu? No de la muerte, desde luego, ni siquiera del sufrimiento; senta un pavor desconocido hacia lo que no conoca. Mi hermoso cuerpo se deformaba cada vez ms ante mis ojos atnitos. Dnde estaban mis graciosas formas juveniles de nyade? Dnde mi ambicin, mi fama? Con frecuencia, y a despecho de m misma, me senta miserable y vencida. La lucha con la vida, ese gigante, era desigual; pero entonces pensaba en el nio que iba a nacer, y toda mi tristeza se desvaneca. Crueles horas de espera en la noche. Qu caro pagamos la gloria de ser madres! {583}... En la ltima fase del embarazo se esboza la separacin entre la madre y el hijo. Las mujeres acogen de diferente manera su primer movimiento, ese golpe que da con el pie en las puertas del mundo, aplicado contra la pared del vientre que lo encierra aislado del mundo. Unas acogen maravilladas esa seal que anuncia la presencia de una vida autnoma; otras se ven con repugnancia como el receptculo de un individuo extrao. De nuevo se turba la unin del feto con el cuerpo materno: el tero desciende, la mujer tiene una sensacin de presin, de tensin, de dificultades respiratorias. Esta vez est poseda, no por la especie indistinta, sino por ese nio que va a nacer; hasta entonces no era ms que una imagen, una esperanza; ahora se hace pesadamente presente. Su realidad crea nuevos problemas. Todo trnsito es angustioso: el parto se presenta como singularmente pavoroso. Cuando la mujer se acerca al momento decisivo, se reavivan todos sus terrores infantiles; si, como consecuencia de un sentimiento de culpabilidad, se cree maldita por su madre, se persuade de que va a morir o que morir el nio. Tolstoi ha pintado en Guerra y paz, bajo los rasgos de Lisa, a una de esas mujeres infantiles que ven en el parto una condena a muerte: y muere, en efecto. Segn los casos, el parto adoptar un carcter muy diferente: la madre desea conservar en su vientre el tesoro de carne que es una preciosa porcin de s misma y, a la vez, desembarazarse de un ser que la molesta; quiere tener, por fin, su sueo entre las manos, pero teme las nuevas responsabilidades que va a crear esa materializacin: puede imponerse uno u otro deseo, pero a menudo ella se siente dividida. Tambin es frecuente que no aborde la angustiosa prueba con nimo decidido: quiere demostrarse a s misma y probar a cuantos la rodean a su madre, a su marido que es capaz de superarla sin ayuda; pero, al mismo tiempo, siente rencor contra el mundo, contra la vida, contra sus allegados, por los sufrimientos que le son infligidos; y adopta, como protesta, una actitud pasiva. Las mujeres independientes tienen empeo en representar un papel activo en los momentos que preceden al parto e incluso {584} durante el parto; las muy infantiles se abandonan a la comadrona, a su madre; unas tienen el prurito de no gritar; otras rechazan toda consigna. De un modo general, puede decirse que, en esa crisis, expresan su actitud ms profunda con respecto al mundo en general y a su maternidad en particular: son estoicas, resignadas, reivindicantes, imperiosas, amotinadas, inertes, tensas... Estas disposiciones psicolgicas ejercen enorme influencia sobre la duracin y la dificultad del parto (que tambin depende, bien entendido, de factores puramente orgnicos). Lo significativo es que normalmente la mujer como ciertas hembras domsticas necesita ayuda para cumplir la funcin a que la destina la Naturaleza; hay campesinas de rudas costumbres y madres solteras avergonzadas que dan a luz solas: pero su soledad entraa a menudo la muerte del nio o enfermedades incurables en la madre. En el momento mismo en que la mujer acaba de realizar su destino femenino, todava sigue siendo dependiente: lo cual prueba tambin que, en la especie humana, la Naturaleza no se distingue jams del artificio. Naturalmente, el conflicto entre el inters del individuo femenino y el de la especie es tan agudo, que entraa a menudo la muerte de la madre o del hijo: han sido las intervenciones humanas de la medicina y la ciruga las que han disminuido considerablemente y hasta casi eliminado los accidentes en otro tiempo tan frecuentes. Los mtodos de la anestesia estn en vas de desmentir la afirmacin bblica: Parirs con dolor; corrientemente utilizados en Norteamrica, empiezan a extenderse en Francia; en marzo de 1949, un decreto acaba de hacerlos obligatorios en Inglaterra (1) {585}. (1) Ya he dicho que ciertos antifeministas se indignaban, en nombre de la Naturaleza y de la Biblia, de que se pretendiese suprimir los dolores del alumbramiento, que seran una de las fuentes del instinto maternal. H. Deutsch parece tentada por esa opinin; cuando la madre no ha sentido el trabajo del parto, no reconoce profundamente por suyo al nio en el momento en que se lo presentan, dice; sin embargo, admite que ese mismo sentimiento de vaco y extraeza se encuentra tambin en las parturientas que han sufrido mucho; y sostiene, a lo largo de su libro, que el amor maternal es un sentimiento, una actitud consciente, no un instinto, y que no est necesariamente ligado al embarazo; segn ella, una mujer puede amar maternalmente a un nio adoptado, o al que el marido haya tenido de sus primeras nupcias, etc. Esta contradiccin proviene, evidentemente, de que ha destinado a la mujer al masoquismo y de que su tesis le ordena otorgar un alto valor a los sufrimientos femeninos. Resulta difcil saber cules son exactamente los sufrimientos que evitan a la mujer. El hecho de que el parto dure a veces ms de veinticuatro horas y otras veces se termina en dos o tres, prohibe toda generalizacin. Para ciertas mujeres, el alumbramiento es un martirio. Tal es el caso de Isadora Duncan: haba vivido su embarazo en medio de la angustia, y los dolores del parto se vieron agravados, sin duda, por resistencias psquicas. Escribe lo siguiente: Dgase lo que se quiera de la Inquisicin espaola, ninguna mujer que haya tenido un hijo la temera. En comparacin con esto, aquella era un juego. Sin tregua ni descanso, sin piedad, este genio invisible y cruel me tena en sus garras, me trituraba los huesos y me desgarraba los nervios. Se dice que tales sufrimientos se olvidan pronto. Todo lo que puedo replicar es que me basta con cerrar los ojos para or de nuevo mis gritos y mis quejas. Algunas mujeres consideran, por el contrario, que se trata de una prueba relativamente fcil de soportar. Un pequeo nmero encuentra en ello un placer sensual. Soy una mujer hasta tal punto sexual, que el mismo parto es para m un acto sexual escribe una de ellas (1). Me atenda una comadrona muy bella. Me baaba y me pona inyecciones. Era lo bastante para sumirme en un estado de intensa excitacin, con estremecimientos nerviosos. (1) La interesada cuya confesin ha recogido Stekel y que nosotros hemos resumido en parte. Las hay que afirman haber experimentado durante el parto una impresin de poder creador; verdaderamente han realizado un trabajo voluntario y productor; muchas, por el contrario, se han sentido pasivas, un instrumento dolorido, torturado {586}. Las primeras relaciones de la madre con el recin nacido son igualmente variables. Algunas mujeres sufren por ese vaco que ahora experimentan en su cuerpo: les parece que les han robado su tesoro. Ccile Sauvage escribe: Soy la colmena sin palabras cuyo enjambre ha partido por los aires; ya no aporto el bocado de mi sangre a tu cuerpo frgil; mi ser es la casa cerrada de donde acaban de llevarse un muerto. Y agrega: Ya no eres todo mo. Tu cabeza refleja ya otros cielos. Y tambin: Ha nacido, he perdido a mi nio muy amado; ahora ha nacido, estoy sola, siento que en m se espanta el vaco de mi sangre... Al mismo tiempo, sin embargo, hay en toda madre joven una curiosidad maravillada. Es un extrao milagro ver y tener entre los brazos a un ser vivo que se ha formado en el seno de una, que ha salido de una. Pero qu parte ha tenido exactamente la madre en el extraordinario acontecimiento que arroja al mundo una nueva existencia? Ella lo ignora. Sin ella, no existira, y, no obstante, se le escapa. Hay una tristeza asombrada en verlo fuera, separado de ella. Y casi siempre es una decepcin. La mujer querra sentirlo tan suyo como su propia mano: pero todo cuanto el nio experimenta est encerrado en l; es un ser opaco, impenetrable, separado; ni siquiera le reconoce, puesto que no le conoce; su embarazo lo ha vivido sin l: no tiene ningn pasado comn con aquel pequeo extrao; ella esperaba que le sera inmediatamente familiar: pero no, es un recin llegado, y ella se queda estupefacta ante la indiferencia con que lo acoge {587}. Durante los sueos del embarazo, l era una imagen, era infinito, y la madre representaba con el pensamiento su futura maternidad; ahora, es un diminuto individuo terminado, y all est, contingente, frgil, exigente. La dicha de que est all, por fin, tan real, se mezcla con el pesar de que no sea ms que eso. Mediante la lactancia, muchas madres jvenes encuentran en su hijo, ms all de la separacin, una ntima relacin animal; se trata de una fatiga ms agotadora que la del embarazo, pero que permite a la madre lactante perpetuar el estado de vacaciones, de paz y de plenitud que saboreaba la mujer encinta. Cuando el beb mamaba dice a propsito de una de sus heronas Colette Audry (1), no haba absolutamente ninguna otra cosa que hacer, y aquello poda haber durado horas enteras; ella ni siquiera pensaba en lo que vendra despus. Solo haba que esperar a que se desprendiese del seno como una gorda abeja. (1) On joue perdant. Hay mujeres, sin embargo, que no pueden amamantar y en las cuales se perpeta la asombrada indiferencia de las primeras horas, mientras no encuentren lazos concretos con el nio. Tal fue el caso, entre otros, de Colette, a quien no le fue posible amamantar a su hija y que describe con su habitual sinceridad sus primeros sentimientos maternales (2): (2) Colette: L'toile Vesper. Lo que sigue es la contemplacin de una persona nueva que ha entrado en la casa sin venir de fuera... Pona yo en mi contemplacin bastante amor? No me atrevo a afirmarlo. Ciertamente, tena el hbito todava lo tengo del asombro. Lo ejercitaba sobre el conjunto de prodigios que es el recin nacido: sus uas, semejantes en transparencia al combado caparazn de la gamba; las plantas de sus pies, que haban venido a nosotros sin tocar tierra. El leve plumaje de sus pestaas, bajadas sobre las mejillas, interpuestas entre los paisajes terrestres y el sueo azulado del ojo. El pequeo {588} sexo, almendra apenas incisa, bivalva exactamente cerrada, labio con labio. Pero la minuciosa admiracin que dedicaba a mi hija no tena nombre para m, no la senta como amor..: Acechaba. De los espectculos que mi vida haba tanto tiempo esperado no extraa yo la vigilancia y la emulacin de las madres deslumbradas. Cundo llegara para m el signo que realiza una segunda y ms difcil fractura? Tuve que aceptar que una suma de advertencias, de furtivos impulsos celosos, de falsas premoniciones y aun de verdaderas, el orgullo de disponer de una vida de la cual era yo humilde creadora, la conciencia un poco prfida de dar al otro una leccin de modestia, me convirtiese, por fin, en una madre corriente. Empero, no me seren hasta que el lenguaje inteligible floreci en unos labios arrebatadores, cuando el conocimiento, la malicia e incluso la ternura hicieron de un rorro standard una hija, y de una hija, mi hija! Hay tambin multitud de madres a quienes espantan sus nuevas responsabilidades. En el curso de su embarazo, no tenan ms que abandonarse a su carne; no se les exiga ninguna iniciativa. Ahora, tienen ante s una persona con derechos sobre ellas. Algunas mujeres acarician alegremente a su hijo mientras estn en el hospital, todava gozosas y despreocupadas; pero tan pronto como entran en su casa empiezan a mirarlo como un fardo. Ni siquiera la lactancia les aporta ningn goce; por el contrario, temen que el pecho se les estropee; llenas de rencor, sienten sus senos agrietados, sus pezones doloridos; la boca del nio las hiere: les parece que succiona sus energas, su vida, su felicidad. Les inflige una dura servidumbre, y ya no forma parte de ellas: se presenta como un tirano; miran con hostilidad a aquel diminuto individuo extrao que amenaza su carne, su libertad, su yo todo entero. Otros muchos factores intervienen. Las relaciones de la mujer con su madre conservan toda su importancia. H. Deutsch cita el caso de una joven lactante cuya leche desapareca cada vez que su madre iba a verla; con frecuencia solicita ayuda, pero se siente celosa de los cuidados que otra prodiga a su beb y mira a este con cierta morosidad. Las relaciones con el padre del nio, los sentimientos que este mismo {589} experimente, ejercen tambin una gran influencia. Todo un conjunto de razones econmicas y sentimentales define al nio como un fardo, una cadena o una liberacin, una joya, una seguridad. Hay casos en los cuales la hostilidad se convierte en un odio declarado, que se traduce en una extremada negligencia o en malos tratos. Lo ms frecuente es que la madre, consciente de sus deberes, la combata; esa hostilidad engendra remordimientos que provocan angustias en las cuales se prolongan las aprensiones del embarazo. Todos los psicoanalistas admiten que las madres que viven con la obsesin de hacer dao a sus hijos, las que se imaginan horrendos accidentes, experimentan hacia ellos una enemistad que se esfuerzan en rechazar. Lo que en todo caso es notable y distingue esa relacin de toda otra relacin humana, es que en los primeros tiempos el nio no interviene por s mismo: sus sonrisas, sus balbuceos, no tienen otro sentido que el que su madre les da; de ella depende, y no de l, que le parezca encantador, nico, o, por el contrario, enojoso, trivial, odioso. Por ese motivo, las mujeres fras, insatisfechas, melanclicas, que esperaban del nio una compaa, un calor, una excitacin que las arrancase de s mismas, siempre se sienten profundamente decepcionadas. Al igual que el paso de la pubertad, de la iniciacin sexual, del matrimonio, el de la maternidad engendra una decepcin melanclica en los sujetos que esperan que un acontecimiento exterior pueda renovar y justificar su vida. Es el sentimiento que hallamos en Sofa Tolstoi cuando escribe: Estos nueve meses han sido los ms terribles de mi vida. En cuanto al dcimo, es preferible no hablar. En vano se esfuerza por inscribir en su diario una alegra convencional: lo que nos impresiona es su tristeza y su temor a las responsabilidades. Todo se ha cumplido., He dado a luz, he tenido mi parte de sufrimiento, me he levantado y, poco a poco, vuelvo a entrar en la vida con un temor y una inquietud constantes respecto al nio y, sobre todo, respecto a mi marido. Algo se {590} ha roto en m. Algo me dice que sufrir constantemente; creo que es el temor a no saber cumplir mis deberes hacia mi familia. He dejado de ser natural, porque me atemoriza ese vulgar amor de la hembra por sus pequeos y temo amar exageradamente a mi marido. Se afirma que es una virtud amar al marido y a los hijos. Esta idea me consuela a veces... Cun poderoso es el sentimiento maternal y qu natural me parece ser madre! Es el hijo de Liova; he ah por qu lo amo. Pero se sabe que alardea de tanto amor por su marido precisamente porque no le ama; y esa antipata recae sobre el hijo concebido en medio de abrazos que le repugnaban. K. Mansfield ha descrito la vacilacin de una joven madre que mima a su marido, pero que sufre con repulsin sus caricias. Delante de sus hijos, experimenta ternura y al mismo tiempo una impresin de vaco que ella interpreta con melancola como una total indiferencia. Mientras descansa en el jardn al lado de su hijo recin nacido, Linda piensa en su marido, Stanley (1). (1) En la baha. Ya estaba casada con l, e incluso le amaba. No al Stanley que todo el mundo conoca, no al Stanley cotidiano, sino a un Stanley tmido, sensible, inocente, que se arrodillaba todas las noches para decir sus oraciones. Pero la desgracia era... que vea muy raras veces a su Stanley. Haba relmpagos e instantes de calma, pero el resto del tiempo tena la impresin de vivir en una casa siempre presta a incendiarse, o en un barco que todos los das naufragaba. Y siempre era Stanley quien se hallaba en el centro del peligro. Pasaba ella todo su tiempo salvndolo, cuidndolo, calmndolo y escuchando su historia. El tiempo que le quedaba libre, lo pasaba atemorizada ante la idea de tener hijos... Era muy bonito decir que tener hijos es la suerte comn a todas las mujeres. No era cierto. Ella, por ejemplo, podra demostrar que era falso. Se senta rota, debilitada y desalentada por sus embarazos. Y lo ms duro de soportar era que no amaba a sus hijos. No vale la pena disimular... No; era como si un viento fro la hubiera helado en cada uno de aquellos terribles viajes; ya no le quedaba ningn calor que darles {591}. En cuanto al pequeo... Pues bien!, gracias al cielo perteneca a su madre, a Beryl, a quien quisiera. Ella apenas le haba tenido en sus brazos. Mientras reposaba all a sus pies, le resultaba completamente indiferente. Baj la mirada... Haba algo tan extrao, tan inesperado en aquella sonrisa, que Linda sonri a su vez. Pero se repuso y dijo framente al nio: No me gustan los bebs. No te gustan los bebs? no poda creerlo. No me quieres? Y agitaba estpidamente los brazos hacia su madre. Linda se dej caer sobre la hierba. Por qu continas sonriendo? inquiri severamente. Si supieses lo que estaba pensando, no te reiras... Linda estaba asombrada de la confianza que mostraba aquella criaturita. Ah, no; s sincera. No era eso lo que senta; era algo enteramente diferente, algo tan nuevo, tan... Las lgrimas danzaron en sus ojos y susurr dulcemente al nio: Buenos das, mi extrao pequen... Todos estos ejemplos bastan para demostrar que no existe el instinto maternal: en ningn caso es aplicable ese vocablo a la especie humana. La actitud de la madre es definida por el conjunto de su situacin y por el modo en que la asume. Como acabamos de ver, es extremadamente variable. El hecho, empero, es que, si las circunstancias no son positivamente desfavorables, la madre hallar en el nio un enriquecimiento. Era como una respuesta a la realidad de su propia existencia... Por l aprehenda ella todas las cosas y a s misma en primer lugar, escribe C. Audry a propsito de una joven madre. En boca de otra, pone estas palabras: Gravitaba sobre mis brazos y sobre mi pecho como lo que de ms pesado hubiese en el mundo, hasta el lmite de mis fuerzas. Me hunda en la tierra, en el silencio y la oscuridad. Me haba arrojado de golpe sobre los hombros todo el peso del mundo. Por eso mismo lo haba querido. Sola, era yo demasiado ligera {592}. Si algunas mujeres, que ms que madres son ponedoras, se desinteresan del nio tan pronto como lo han destetado, o desde que ha nacido, y no desean ms que un nuevo embarazo, muchas otras, por el contrario, experimentan que es la separacin misma la que les da al hijo; este no es ya un pedazo indistinto de su yo, sino una parcela del mundo; ya no acosa sordamente al cuerpo, sino que se le puede ver y tocar; tras la melancola del alumbramiento, Ccile Sauvage expresa la alegra de la maternidad posesiva: Hete aqu, mi pequeo amante, en el gran lecho de mam; puedo besarte, tenerte, sopesar tu esplndido porvenir; buenos das, mi estatuita de sangre, de gozo y carne desnuda, mi pequeo doble, mi corazn... Se ha dicho y repetido que la mujer encuentra felizmente en el nio un equivalente del pene: eso es rotundamente inexacto. De hecho, el hombre adulto ha dejado de ver en su pene un juguete maravilloso: el valor que conserva su rgano es el de los objetos deseables cuya posesin se asegura; de igual modo, la mujer adulta envidia al varn la presa que se anexiona, no el instrumento de esa anexin; el nio satisface ese erotismo agresivo al que no colma el abrazo masculino: es el homlogo de esa amante que ella entrega al varn y que este no es para ella; bien entendido, no existe equivalente exacto: toda relacin es original; pero la madre encuentra en el nio como el amante en la amada una plenitud carnal, y esto, no en la rendicin, sino en la dominacin; ella capta en l lo que el hombre busca en la mujer: un otro, naturaleza y conciencia a la vez, que sea su presa, su doble. El encarna toda la Naturaleza. La herona de C. Audry nos dice que encontraba en su hijo. La piel que era para mis dedos, que haba cumplido la promesa de todos los gatitos, de todas las flores... Su carne tiene esa dulzura, esa tibia elasticidad que, de nia, la mujer ha codiciado a travs de la carne materna y {593}, ms tarde, por doquier en el mundo. El es planta, animal; en sus ojos estn las lluvias y los ros, el azul del cielo y de la mar; sus uas son de coral; sus cabellos, una vegetacin sedosa; es un mueco vivo, un pjaro, un gatito; mi flor, mi perla, mi polluelo, mi corderito... La madre murmura casi las mismas palabras que el amante, y, como l, se sirve vidamente del adjetivo posesivo; utiliza los mismos modos de apropiacin: caricias, besos; estrecha al nio contra su cuerpo, le envuelve en el calor de sus brazos, de su lecho. A veces esas relaciones revisten un carcter netamente sexual. As, en la confesin recogida por Stekel y que ya he citado, se lee: Amamantaba a mi hijo, pero sin alegra, porque no medraba y los dos perdamos peso. Eso representaba algo de sexual para m y experimentaba un sentimiento de vergenza al darle el pecho. Perciba la adorable sensacin de notar el clido cuerpecito que se apretaba contra el mo; me estremeca cuando senta que sus manitas me tocaban... Todo mi amor se desprenda de mi yo para ir hacia mi hijo... El nio estaba conmigo con demasiada frecuencia. Tan pronto como me vea en la cama (tena a la sazn dos aos), se arrastraba hacia ella y trataba de subirse encima de m. Me acariciaba los senos con sus manitas y quera descender con su dedo, lo cual me produca tal placer, que me costaba trabajo apartarle de m. A menudo he tenido que luchar contra la tentacin de jugar con su pene... La maternidad reviste una nueva figura cuando el nio crece; en los primeros tiempos, no es ms que un rorrostandard, solamente existe en su generalidad: poco a poco, se individualiza. Las mujeres excesivamente dominantes o muy carnales se enfran entonces con respecto a l; por el contrario, es precisamente en ese momento cuando otras como Colette empiezan a interesarse por l. La relacin de la madre con el nio se hace cada vez ms compleja: l es un doble y a veces ella est tentada de enajenarse por completo en l; pero el nio es un sujeto autnomo y, por tanto, rebelde; hoy es clidamente real, pero en el {594} fondo del porvenir es un adolescente, un adulto imaginario; es una riqueza, un tesoro: es tambin una carga, un tirano. La dicha que la madre puede encontrar en l es una dicha de generosidad; hace falta que se complazca en servir, en dar, en crear felicidad, como la madre que pinta C. Audry: As, pues, gozaba de una infancia dichosa, como en los libros, pero que era a la infancia de los libros como las verdaderas rosas a las rosas de las tarjetas postales. Y esa felicidad suya brotaba de m como la leche con que le haba nutrido. Lo mismo que a la enamorada, a la madre le encanta sentirse necesaria; la justifican las exigencias a las cuales responde; pero la dificultad y la grandeza del amor maternal radican en que no implica reciprocidad; la mujer no tiene ante s un hombre, un hroe, un semidis, sino una pequea conciencia balbuciente, anegada en un cuerpo frgil y contingente; el nio no ostenta ningn valor, no puede conferir ninguno; ante l, la mujer permanece sola; no espera ninguna recompensa a cambio de sus dones, que se justifican en su propia libertad. Esta generosidad merece los encomios que le prodigan incansablemente los hombres; pero la mistificacin empieza cuando la religin de la Maternidad proclama que toda madre es ejemplar. Porque la abnegacin maternal puede ser vivida con perfecta autenticidad; pero, de hecho, ese es un caso raro. Por lo comn, la maternidad, es un extrao compromiso de narcisismo, de altruismo, de sueos, de sinceridad, de mala fe, de abnegacin, de cinismo. El gran peligro que nuestras costumbres hacen correr al nio consiste en que la madre a quien se le confa, atado de pies y manos, es casi siempre una mujer insatisfecha: sexualmente es frgida o est insatisfecha; socialmente se siente inferior al hombre; no ejerce influencia sobre el mundo ni sobre el porvenir; tratar de compensar todas estas frustraciones valindose del nio; cuando se ha comprendido hasta qu punto la situacin actual de la mujer le hace difcil su pleno desarrollo, cuntos deseos, rebeldas, pretensiones y {595} reivindicaciones laten sordamente en su interior, se espanta ?no de que le sean confiados nios indefensos. Como en la poca en que, alternativamente, mimaba y torturaba a sus muecas, sus actitudes son simblicas: pero tales smbolos se convierten para el nio en spera realidad. Una madre que azota a su hijo, no solo golpea al nio (en cierto sentido, no lo golpea en absoluto), sino que se venga de un hombre, del mundo o de ella misma; pero quien recibe los golpes es el nio. Mouloudji ha hecho sentir en Enrico ese penoso malentendido: Enrico comprende perfectamente que no es a l a quien su madre golpea tan locamente; y cuando ella despierta de su delirio, solloza llena de remordimientos y de ternura; Enrico no le guarda rencor, pero los golpes le han desfigurado el rostro. Del mismo modo, la madre descrita en L'asphyxie, de Violette Leduc, al desencadenarse contra su hija, se venga del seductor que la ha abandonado, de la vida que la ha humillado y vencido. Siempre se ha conocido ese aspecto cruel de la maternidad; pero, con pudor hipcrita, se ha desarmado la idea de la mala madre y se ha inventado el tipo de la madrastra; es la esposa de unas segundas nupcias la que atormenta al hijo de una buena madre difunta. En realidad, lo que madame de Sgur nos describe en madame Fichini es una madre contrafigura exacta de la edificante madame de Fleurville. A partir de Poil de carotte, de Jules Renard, las actas de acusacin se han multiplicado: Enrico, L'asphyxie, La haine maternelle, de S. de Tervagnes; Vipre au poing, de Herv Bazin. Si los tipos descritos en esas novelas resultan un poco excepcionales, es porque la mayora de las mujeres rechazan por moralidad y decencia sus impulsos espontneos; pero estos se manifiestan, como relmpagos, a travs de escenas, bofetadas, cleras, insultos, castigos, etc. Al lado de madres francamente sdicas, hay muchas que sobre todo son caprichosas; lo que las encanta es dominar; de chiquitn, el beb es un juguete; si es varn, se divierten sin escrpulos con su sexo; si es una nia, la convierten en una mueca; ms tarde, quieren que un pequeo esclavo las obedezca ciegamente: vanidosas, exhiben al nio como si fuera {596} un animal sabio; celosas y exclusivistas, lo aslan del resto del mundo. Tambin es frecuente que la mujer no renuncie a ser recompensada por los cuidados que prodiga al nio: a travs de este, modela un ser imaginario que la reconocer con gratitud como una madre admirable y en quien ella se reconocer, a su vez. Cuando Cornelia, mostrando a sus hijos, deca con orgullo: He aqu mis joyas, daba el ms nefasto ejemplo a la posteridad; demasiadas mujeres viven con la esperanza de repetir un da ese gesto orgulloso; y no vacilan en sacrificar a ese fin al pequeo individuo de carne y hueso cuya existencia contingente e indecisa no las colma. Le imponen que se parezca al marido, o, por el contrario, que no se parezca, o que reencarne a un padre, una madre, un antepasado venerado; imitan a un modelo prestigioso: una socialista alemana admiraba profundamente a Lily Braunn, cuenta H. Deutsch; la clebre agitadora tena un hijo genial, que muri joven; su imitadora se obstin en tratar a su propio hijo como si fuese un futuro genio, y el resultado fue que lo convirti en un bandido. Nociva para el nio, esa tirana inadecuada es siempre para la madre fuente de decepciones. H. Deutsch cita otro notable ejemplo, el de una italiana cuya historia sigui durante varios aos: La seora Mazetti tena numerosos hijos y siempre se estaba quejando de hallarse en dificultades con uno u otro de ellos; solicitaba ayuda, pero era muy difcil ayudarla, porque se consideraba superior a todo el mundo y, sobre todo, a su marido y a sus hijos; se conduca con mucha ponderacin y elevacin fuera de la familia; pero en su casa, por el contrario, se mostraba muy excitada y provocaba escenas violentas. Proceda de un medio pobre e inculto, y siempre haba querido elevarse; asista a cursos nocturnos y tal vez hubiera logrado satisfacer sus ambiciones si no se hubiese casado a los diecisis aos con un hombre que la atraa sexualmente y que la haba hecho madre. Continu esforzndose por salir de su medio, siguiendo cursos, etc.; el marido era un buen obrero calificado, a quien la actitud agresiva y superior de su mujer condujo, por reaccin, al alcoholismo; tal vez para vengarse de ella, la dej encinta numerosas veces. Separada de su marido, despus de un tiempo en que se {597} resign a su condicin, empez a tratar a sus hijos de la misma manera que al padre; durante los primeros aos, los hijos la satisficieron: trabajaban bien, obtenan buenas notas en clase, etc. Pero cuando Luisa, la mayor, cumpli diecisis aos, la madre temi que repitiese su propia experiencia: se volvi tan severa y tan dura, que Luisa, en efecto, y por venganza, tuvo un hijo ilegtimo. Los hijos tomaban partido en general por su padre en contra de su madre, que los abrumaba con sus altas exigencias morales; nunca poda ella mostrar un tierno cario ms que a un solo hijo a la vez, poniendo en l todas sus esperanzas; luego, cambiaba de favorito, sin motivo aparente; y eso enfureca a los nios y los volva celosos. Una tras otra, las hijas empezaron a frecuentar el trato con hombres, a atrapar la sfilis y a llevar a la casa hijos ilegtimos; los muchachos se convirtieron en ladrones. Y la madre no quera comprender que haban sido sus exigencias ideales las que los haban arrojado a aquel camino. Esta obstinacin educadora y el sadismo caprichoso de que he hablado se mezclan a menudo; la madre da como pretexto de sus cleras su deseo de formar al nio; e, inversamente, el fracaso de su empresa exaspera su hostilidad. Otra actitud bastante frecuente, y que no es menos nefasta para el nio, es la devocin masoquista; algunas madres, para compensar el vaco de su corazn y castigarse por una hostilidad que no quieren confesarse, se hacen esclavas de su progenie; cultivan indefinidamente una ansiedad morbosa, no soportan que el hijo se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a toda vida personal, lo cual les permite adoptar una actitud de vctimas; y de estos sacrificios extraen el derecho a negar al hijo toda independencia; esta renuncia se concilia fcilmente con una voluntad tirnica de dominacin; la mater dolorosa hace de sus sufrimientos un arma que utiliza sdicamente; sus escenas de resignacin engendran en el nio sentimientos de culpabilidad que, a menudo, pesarn sobre l durante toda la vida: esas escenas son an ms nocivas que las escenas agresivas. Zarandeado, desconcertado, el nio no da con ninguna actitud defensiva: ora los golpes, ora las lgrimas, lo denuncian como un criminal. La gran excusa {598}de la madre consiste en que el nio est muy lejos de proporcionarle esa feliz realizacin de ella misma que le han prometido desde la infancia: se desquita en l del engao de que ha sido vctima y que inocentemente denuncia el nio. De sus muecas dispona a su antojo; cuando ayudaba a cuidar a un beb, a una hermana o a una amiga, lo haca sin responsabilidad. Ahora, la sociedad, su marido, su madre y su propio orgullo le exigen cuentas de esa pequea vida extraa como si fuese obra suya: el marido en particular se irrita ante los defectos del nio como ante una comida echada a perder o ante la mala conducta de su mujer; sus exigencias abstractas pesan a menudo abrumadoramente en las relaciones entre madre e hijo; una mujer independiente gracias a su soledad, su despreocupacin o su autoridad en el hogar ser mucho ms serena que aquellas otras sobre quienes pesan voluntades dominantes, a las cuales, le guste o no, debe obedecer haciendo que el nio obedezca. Porque la gran dificultad radica en encerrar en marcos previstos una existencia misteriosa como la de los animales, turbulenta y desordenada como las fuerzas de la Naturaleza, y, no obstante, humana; no se puede adiestrar al nio en silencio, como se adiestra a un perro, ni tampoco persuadirle con palabras de adulto: el nio se aprovecha de este equivoco, oponiendo a las palabras la animalidad de sus sollozos y sus convulsiones, y a las restricciones, la insolencia del lenguaje. Ciertamente, planteado as el problema, resulta apasionante; y, cuando tiene tiempo para ello, la madre se complace en ser una educadora: tranquilamente instalado en un jardn pblico, el beb es todava una coartada, como en los tiempos en que anidaba en su vientre; a menudo, habiendo permanecido ms o menos infantil, a la madre le encanta hacer el tonto con l, resucitando los juegos, las palabras, las preocupaciones y las alegras de tiempos ya enterrados. Pero cuando lava, guisa, amamanta a otro nio, hace la compra, recibe visitas y, sobre todo, cuando se ocupa de su marido, el nio no es ms que una presencia importuna, agobiante; no tiene tiempo para formarlo; lo primero que hay que hacer es impedir que moleste {599}; el nio rompe, desgarra, mancha, es un constante peligro para los objetos y para s mismo; se agita, grita, habla, hace ruido: vive por su cuenta; y esa vida trastorna la de sus padres. El inters de estos y el suyo no coinciden: de ah el drama. Incesantemente agobiados por l, los padres le infligen sin cesar sacrificios cuyas razones no comprende: le sacrifican a su tranquilidad y tambin a su propio porvenir. Es natural que el nio se rebele. No comprende las explicaciones que su madre trata de darle, y esta no puede penetrar en su conciencia; los sueos del nio, sus fobias, sus obsesiones, sus deseos, forman un mundo opaco: la madre no puede hacer ms que reglamentar desde fuera, a tientas, a un ser que experimenta esas leyes abstractas como una violencia absurda. Cuando el nio crece, la incomprensin subsiste: penetra en un mundo de intereses y de valores de donde est excluida la madre; a menudo la desprecia por ello. El nio varn, en particular, orgulloso de sus prerrogativas masculinas, se re de las rdenes de una mujer: esta le exige que haga sus deberes, pero no sabra resolver los problemas que l tiene que solucionar, ni traducir aquel texto latino; ella no puede seguirle. La madre se enerva en ocasiones hasta las lgrimas en esa tarea ingrata, cuyas dificultades raras veces calibra el marido: gobernar a un ser con quien no se tiene comunicacin y que, no obstante, es un ser humano; inmiscuirse en una libertad extraa que no se define ni se afirma sino rebelndose contra vosotros. La situacin es diferente segn que el nio sea varn o hembra, y, aunque el primero sea ms difcil, la madre se acomoda mejor a l generalmente. A causa del prestigio con que la mujer reviste a los hombres, y tambin de los privilegios que estos detentan concretamente, muchas mujeres desean hijos varones. Es maravilloso traer al mundo un hombre!, dicen. Ya se ha visto que soaban con engendrar un hroe, y el hroe es evidentemente del gnero masculino. El hijo ser un jefe, un conductor de hombres, un soldado, un creador; impondr su voluntad en la faz de la Tierra y la madre participar de su inmortalidad; las casas que ella no ha construido, los pases que no ha explorado, los libros {600} que no ha ledo, l se los dar. Por medio de l, poseer ella el mundo: pero a condicin de que posea a su hijo. De ah nace la paradoja de su actitud. Freud considera que la relacin de la madre con el hijo es la relacin donde menos ambivalencia se encuentra; pero, de hecho, en la maternidad, al igual que en el matrimonio y el amor, la mujer mantiene una actitud equvoca con respecto a la trascendencia masculina; si su vida conyugal o amorosa la ha vuelto hostil a los hombres, para ella ser una satisfaccin dominar al varn reducido a su figura infantil; tratar con irnica familiaridad al sexo de arrogantes pretensiones: a veces espantar al nio dicindole que le raptarn si no es bueno. Incluso si, ms humilde y pacfica, respeta en su hijo al hroe futuro, con objeto de que sea verdaderamente suyo, se esfuerza por reducirlo a su realidad inmanente: lo mismo que trata a su marido como si fuese un nio, as trata al nio como si fuese un beb. Resulta demasiado racional y demasiado simple creer que desea castrar a su hijo; su sueo es ms contradictorio: lo quiere infinito, pero en el hueco de su mano; dominando al mundo entero, pero arrodillado ante ella. Le anima a mostrarse delicado, goloso, generoso, tmido, sedentario; le prohibe los deportes, la camaradera; le hace desconfiado de s mismo, porque pretende tenerlo en exclusiva; pero se decepciona si, al mismo tiempo, no se convierte en un aventurero, un campen, un genio del cual pudiera enorgullecerse. Que su influencia es a menudo nefasta como afirma Montherlant, como lo ha ilustrado Mauriac en Gnitrix est fuera de toda duda. Felizmente para el muchacho, puede escapar fcilmente a esta influencia: las costumbres y la sociedad le animan a ello. Y la madre misma se resigna: sabe muy bien que la lucha contra el hombre es una lucha desigual. Se consuela representando la mater dolorosa o rumiando el orgullo de haber engendrado a uno de los vencedores. La nia se ve ms completamente entregada a su madre; las pretensiones de esta se acrecientan. Las relaciones entre ambas revisten un carcter mucho ms dramtico. En una nia, la madre no saluda a un miembro de la casta elegida {601}; busca en ella su doble. Proyecta en la nia toda la ambigedad de su relacin propia, y, cuando se afirma la disimilitud de ese alter ego, se siente traicionada. Entre madre e hija es donde los conflictos de los que hemos hablado adoptan una forma exasperada. Hay mujeres lo bastante satisfechas de su vida para desear reencarnarse en una hija o, al menos, para acogerla sin decepcin; querran dar a su hija las mismas oportunidades que han tenido ellas, y tambin las que no han tenido, y harn que su juventud sea dichosa. Colette ha trazado el retrato de una de esas madres equilibradas y generosas: Sido mima a su hija en su libertad; la colma sin exigirle nada jams, porque extrae su dicha de su propio corazn. Pudiera ser que, al dedicarse por entero a ese doble en el que se reconoce y supera, la madre termine por enajenarse totalmente en ella; renuncia a su yo; su nica preocupacin es la felicidad de su hija; se mostrar hasta egosta y dura con respecto al resto del mundo; el peligro que la amenaza es el de hacerse importuna para aquella a quien adora, como madame de Svign lo fue para madame de Grignan; la hija, de mal humor, procurar librarse de una dedicacin tirnica; con frecuencia tiene escaso xito y, durante toda su vida, sigue mostrndose infantil y tmida ante sus responsabilidades, porque ha sido incubada en exceso. Pero es sobre todo cierta forma masoquista de la maternidad lo que amenaza con pesar abrumadoramente sobre la joven. Algunas mujeres sienten su feminidad como una maldicin absoluta: desean o acogen a una hija con el amargo placer de reencontrarse en otra vctima, y, al mismo tiempo, se juzgan culpables de haberla trado al mundo; sus remordimientos, la piedad que experimentan de s mismas a travs de su hija, se traducen en infinitas ansiedades; no dejarn a la hija ni a sol ni a sombra; dormirn en la misma cama que ella durante quince o veinte aos; la pequea ser aniquilada por el fuego de esa pasin inquieta. La mayor parte de las mujeres reivindican y detestan, a la vez, su condicin femenina, y la viven con resentimiento. El disgusto que experimentan por su sexo podra incitarlas a {602} dar a sus hijas una educacin viril: raras veces son bastante generosas. Irritada por haber engendrado una mujer, la madre la acoge con esta equvoca maldicin: Sers mujer. Espera compensar su inferioridad haciendo una criatura superior de aquella a quien mira como su doble; y tambin tiende a infligirle la misma tara que ella ha padecido. A veces trata de imponer exactamente a la nia su propio destino: Lo que era bastante bueno para m, lo es tambin para ti; as me han educado, y t compartirs mi suerte. A veces, por el contrario, le prohibe hoscamente que se le parezca: quiere que su experiencia sirva de algo; es una manera de desquitarse. La mujer de vida alegre mete a su hija en un convento, la ignorante la hace instruir. En L'asphyxie, la madre que ve en su hija la consecuencia detestada de un desliz de juventud, le dice enfurecida: Procura comprender. Si llegara a sucederte algo semejante, renegara de ti. Yo no saba nada. El pecado! Eso es muy vago! El pecado! Si un hombre te llama, no acudas. Sigue tu camino. No te vuelvas. Me entiendes? Ya ests prevenida; no es necesario que te suceda eso, y, si llegara a sucederte, no tendra piedad, te dejara en el arroyo. Ya hemos visto que la seora Mazetti, a fuerza de querer evitar que su hija cometiese el mismo error que haba cometido ella, lo que hizo fue precipitarla al mismo. Stekel refiere un complejo caso de odio maternal con respecto a una nia: Conoc a una madre que no poda soportar a su cuarta hija desde que naci, una hija que era una criaturita encantadora y gentil... La acusaba de haber heredado todos los defectos de su marido... La nia haba nacido en una poca en que otro hombre le haba hecho la corte, un poeta de quien se haba enamorado apasionadamente, y esperaba que como en Las afinidades electivas de Goethe la nia tuviese los rasgos del hombre amado. Pero, desde su nacimiento, la nia se pareci a su padre. Adems, la madre vea en aquella nia su propio reflejo: entusiasmo, dulzura, devocin, sensualidad. Ella hubiera querido ser fuerte, inflexible {603}, dura, casta, enrgica. Mucho ms que a su marido, se detestaba a s misma en la nia. Al crecer la nia es cuando surgen los verdaderos conflictos; ya hemos visto cmo deseaba afirmar su autonoma frente a su madre: a los ojos de esta, ese es un rasgo de odiosa gratitud; se obstina en someter a esa voluntad que se escabulle; no acepta que su doble se convierta en otra. El placer que el hombre saborea con las mujeres, el de sentirse absolutamente superior, solamente lo experimenta la mujer con sus hijos, y, sobre todo, con sus hijas; se siente frustrada si tiene que renunciar a sus privilegios, a su autoridad. Madre apasionada o madre hostil, la independencia de la hija arruina sus esperanzas. Se siente doblemente celosa: del mundo que le arrebata a su hija y de su hija, que, al conquistar una parte del mundo, se la quita. Estos celos recaen al principio sobre las relaciones de la hija con su padre; a veces la madre se sirve de la hija para atraer al marido al hogar; si fracasa, se siente despechada; pero, si su maniobra tiene xito, est pronta a reavivar, bajo una forma inversa, sus complejos infantiles: se irrita contra su hija, como en otros tiempos contra su propia madre; se enfurrua, se considera abandonada e incomprendida. Una francesa casada con un extranjero, que amaba mucho a sus hijas, deca un da encolerizada: Estoy harta de vivir con metecos! A menudo, la mayor, favorita del padre, es particularmente blanco de las persecuciones maternas. La madre la abruma con tareas ingratas, exige de ella una seriedad impropia de su edad: puesto que es una rival, ser tratada como una adulta; aprender tambin que la vida no es una novela, que no todo es color de rosa, que una no hace lo que quiere, que no estamos aqu para divertirnos... Con mucha frecuencia, la madre abofetea a la nia venga o no a cuento, simplemente para que aprenda; tiene empeo, entre otras cosas, en demostrarle que ella sigue siendo el ama: porque lo que ms la irrita es que no tiene ninguna superioridad genuina frente a una nia de once o doce aos; esta ya puede realizar perfectamente las faenas domsticas, es una mujercita {604}; posee incluso una vivacidad, una curiosidad y una lucidez que la hacen en muchos aspectos superior a las mujeres adultas. La madre se complace en reinar sin oposicin en su universo femenino; se quiere nica, irreemplazable, y he ah que su joven ayudante la reduce a la pura generalidad de su funcin. Reprende duramente a su hija si, despus de dos das de ausencia, encuentra la casa en desorden; pero sufre accesos de furor si se demuestra que la vida familiar puede proseguir perfectamente sin ella. No acepta que su hija se convierta verdaderamente en doble, en sustituto de ella misma. No obstante, an le resulta ms intolerable que se afirme francamente como otra. Detesta sistemticamente a las amigas en quienes su hija busca ayuda contra la opresin familiar y que se le han subido a la cabeza; las critica, prohibe a su hija que las vea con demasiada frecuencia y hasta toma como pretexto su mala influencia para prohibirle radicalmente que las trate. Toda influencia que no sea la suya, es mala; experimenta una particular animosidad contra las mujeres de su edad profesoras, madres de camaradas hacia quienes la nia dirige su afecto, y declara que estos sentimientos son absurdos o malsanos. A veces bastan para exasperarla la alegra, la inconsciencia, los juegos y las risas de la pequea; se los perdona de mejor grado a los chicos; estos hacen uso de su privilegio masculino, y es natural, porque ella hace mucho tiempo que ha renunciado a una competencia imposible. Mas por qu esta otra mujer gozara de ventajas que a ella le son negadas? Aprisionada en los cepos de la seriedad, envidia todas las ocupaciones y diversiones que apartan a la nia del aburrimiento del hogar; esta evasin es un ments a todos los valores a los cuales se ha sacrificado. Cuanto ms crece la nia, ms roe el rencor el corazn de la madre; cada ao que pasa empuja a la madre hacia su declinacin; en cambio, de ao en ao, el cuerpo juvenil se afirma, se desarrolla; ese porvenir que se abre ante su hija, le parece a la madre que se lo roban; de ah proviene la irritacin de algunas madres cuando sus hijas tienen la primera regla: les guardan rencor, porque ya estn, consagradas mujeres. A esta que acaba de llegar se le {605} ofrecen, contra la repeticin y la rutina que han sido la: suerte de la mayor, posibilidades todava indefinidas: esas opurtunidades son las que la madre envidia y detesta; al no poder hacerlas suyas, trata, a menudo, de disminuirlas, de suprimirlas: no deja salir de casa a la muchacha, la vigila, la tiraniza, la maniata a propsito, le niega todo ocio, se encoleriza salvajemente si la adolescente se maquilla, si sale; todo su rencor con respecto a la vida lo vuelca contra aquella joven vida que se lanza hacia un nuevo porvenir; procura humillar a la muchacha, ridiculiza sus iniciativas, la veja. Una lucha abierta se declara, a menudo, entre ellas; normalmente, es la ms joven quien gana, porque el tiempo trabaja a su favor; pero su victoria tiene gusto a culpa: la actitud de su madre engendra en ella rebelda y remordimiento a la vez; la sola presencia de la madre hace de ella una culpable: ya se ha visto que ese sentimiento puede gravar pesadamente sobre todo su porvenir. De buena o mala gana, la madre termina por aceptar su derrota; cuando su hija se hace adulta, se restablece entre ellas una amistad ms o menos atormentada. Pero una permanece decepcionada y frustrada para siempre; la otra se creer a menudo perseguida por una maldicin. Volveremos a ocuparnos de las relaciones que sostiene con sus hijos mayores una mujer de edad avanzada; pero, evidentemente, es durante los veinte primeros aos cuando aquellos ocupan el lugar ms importante en la vida de su madre. De la descripcin que acabamos de hacer resalta con evidencia la peligrosa falsedad de dos prejuicios corrientemente admitidos. Consiste el primero en la idea de que la maternidad basta, en todo caso, para colmar a una mujer: no hay nada de eso. Hay multitud de madres que son desdichadas y estn agriadas e insatisfechas. El ejemplo de Sofa Tolstoi, que alumbr ms de doce veces, es significativo; no deja de repetir a lo largo de su diario que todo le parece intil y vaco en el mundo y en ella misma. Los hijos le procuran una suerte de paz masoquista. Con los hijos, ya no tengo la sensacin de ser joven. Me siento tranquila y feliz. El renunciar a su juventud, a su belleza, a su vida {606} personal, le aporta un poco de sosiego; se siente mayor, justificada. El sentimiento de que les soy indispensable constituye para m una gran dicha. Son un arma que le permite rechazar la superioridad de su marido. Mis nicos recursos, mis nicas armas para restablecer entre nosotros la igualdad, son los hijos, la energa, la alegra, la salud... Pero no bastan en absoluto para dar sentido a una existencia roda por el tedio. El 25 de enero de 1905, despus de un momento de exaltacin, escribe: Yo tambin lo quiero y lo puedo todo (1). Pero, tan pronto como este sentimiento se desvanece, constato que no quiero ni puedo nada, como no sea cuidar a los bebs, comer, beber, dormir, amar a mi marido y a mis hijos, lo cual, en definitiva, debera constituir la felicidad; pero que me produce tristeza y, como ayer, me da ganas de llorar. (1) El subrayado es de Sofa Tolstoi. Y once aos ms tarde: Me consagro enrgicamente y con un ardiente deseo de hacerlo bien a la educacin de los nios. Pero Dios mo! Cun impaciente e irascible soy! Y cunto grito!... Qu triste es esta eterna lucha con los nios! La relacin de la madre con sus hijos se define en el seno de la forma global que es su vida; depende de sus relaciones con su marido, con su pasado, con sus ocupaciones, consigo misma; tan absurdo como nefasto error es pretender ver en el hijo una panacea universal. Esa es la conclusin a la cual ,llega tambin H. Deutsch en la obra que he citado a menudo y en la cual estudia ella, a travs de su experiencia de psiquiatra, los fenmenos de la maternidad. Sita en muy elevado lugar esta funcin; estima que la mujer se realiza totalmente en virtud de la misma: pero a condicin de que sea libremente asumida y sinceramente querida; es preciso que la joven se halle en una situacin psicolgica, moral y material que le permita soportar su carga; de lo contrario, las {607} consecuencias sern desastrosas. En particular, es criminal aconsejar el hijo como remedio de melanclicas o de neurticas; eso es hacer desgraciados a la mujer y al hijo. La mujer equilibrada, sana, consciente de sus responsabilidades, es la nica capaz de convertirse en una buena madre. Ya he dicho que la maldicin que pesa sobre el matrimonio consiste en que con excesiva frecuencia, los individuos se unen as en su debilidad, no en su fuerza, y en que cada cual exige al otro, en lugar de complacerse en darle. Es un seuelo an ms decepcionante soar con alcanzar a travs del hijo una plenitud, un calor y un valor que no ha sabido uno crear por s mismo; eso no aporta dicha ms que a la mujer capaz de querer desinteresadamente la felicidad de otro, a aquella que, sin reciprocidad, busca una superacin de su propia existencia. Desde luego, el hijo es una empresa a la cual puede uno destinarse valederamente; pero no ms que cualquier otra representa una justificacin en s misma; es preciso que sea deseada por ella misma, no por unos hipotticos beneficios. Stekel dice muy justamente: Los hijos no son un ersatz del amor; no reemplazan un objetivo de vida rota; no son un material destinado a llenar el vaco de nuestra existencia; son una responsabilidad y un pesado deber; son los florones ms generosos del amor libre. No son el juguete de los padres, ni la realizacin de su necesidad de vivir, ni sucedneos de sus ambiciones insatisfechas. Los hijos son la obligacin de formar seres dichosos. Tal obligacin no tiene nada de natural: la Naturaleza jams podra dictar una eleccin moral; esta implica un compromiso. Parir es adquirir un compromiso; si la madre lo rehuye despus, comete una falta contra una existencia humana, contra una libertad; pero nadie puede imponrselo. La relacin de los padres con los hijos, como la de los esposos entre s, debera ser libremente querida. Y ni siquiera es cierto que el hijo sea para la mujer una realizacin privilegiada; se dice de buen grado con respecto a una mujer que es coqueta, o enamoradiza, o lesbiana, o ambiciosa a falta de {608} un hijo; su vida sexual, sus fines, los valores que persigue, seran sucedneos del hijo. En realidad, hay en principio indeterminacin: tambin puede decirse que la mujer desea un hijo a falta de amor, de ocupacin, de poder satisfacer sus tendencias homosexuales. Bajo este seudonaturalismo se oculta una moral social y artificial. Que el hijo sea la suprema finalidad de la mujer es una afirmacin que tiene justamente el valor de un slogan publicitario. El segundo prejuicio, inmediatamente implicado en el primero, consiste en que el nio encuentra una segura felicidad en los brazos maternos. No existen madres desnaturalizadas, puesto que el amor maternal no tiene nada de natural: pero, precisamente por eso, hay malas madres. Y una de las grandes verdades que el psicoanlisis ha proclamado es el peligro que constituyen para el hijo los propios padres normales. Los complejos, las obsesiones y las neurosis que padecen los adultos tienen sus races en su pasado familiar; los padres que tienen sus propios conflictos, sus querellas, sus dramas, representan para el hijo la compaa menos deseable. Profundamente marcados por la vida del hogar paterno, abordan luego a sus propios hijos a travs de complejos y frustraciones; y esa cadena de miseria se perpetuar indefinidamente. En particular, el sadomasoquismo materno crea en la hija un sentimiento de culpabilidad que se traducir en actitudes sadomasoquistas con respecto a sus hijos, indefinidamente. Existe una mala fe extravagante en la conciliacin del desprecio con que se mira a las mujeres y el respeto con que se rodea a las madres. Constituye una paradoja criminal rehusar a la mujer toda actividad pblica, cerrarle las carreras masculinas, proclamar en todos los dominios su incapacidad y confiarle, al mismo tiempo, la empresa ms delicada y ms grave de cuantas existen: la formacin de un ser humano. Hay multitud de mujeres a quienes las costumbres y la tradicin todava niegan la educacin, la cultura, las responsabilidades y las actividades que son privilegio de los hombres, y a quienes, no obstante, se les confa sin escrpulo el cuidado de los hijos, como en otro tiempo se las consolaba de su inferioridad con respecto a los chicos entregndoles {609} muecas; se les impide vivir; en compensacin, se les permite jugar con muecos de carne y hueso. Sera preciso que la mujer fuese perfectamente dichosa o que fuese una santa para que resistiese la tentacin de abusar de sus derechos. Tal vez tuviese razn Montesquieu al decir que sera preferible confiar a las mujeres el gobierno del Estado antes que el de la familia; porque, tan pronto como se le da ocasin para ello, la mujer se muestra tan razonable y eficaz como el hombre: en el pensamiento abstracto, en la accin concertada, es donde ella supera ms fcilmente su sexo; mucho ms difcil le es actualmente librarse de su pasado de mujer, hallar un equilibrio afectivo que nada favorece en su situacin. Tambin el hombre resulta mucho ms equilibrado y racional en su trabajo que en el hogar; realiza sus clculos con una precisin matemtica: se vuelve ilgico, embustero y caprichoso junto a la mujer por quien se deja llevar; del mismo modo, ella se deja llevar por el hijo. Y esta ltima complacencia es ms peligrosa, porque la mujer puede defenderse mejor contra su marido que el nio contra ella. Por el bien del nio, sera obviamente deseable que su madre fuese una persona completa y no mutilada, una mujer que hallase en su trabajo, en sus relaciones con la colectividad, una realizacin de s misma que no buscase obtener tirnicamente a travs de l; y sera igualmente deseable que el nio estuviese infinitamente menos entregado a sus padres que lo est ahora, que sus estudios y diversiones se desarrollasen en medio de otros nios, bajo el control de adultos que no tendran con l ms que unos lazos impersonales y puros. Incluso en el caso de que el hijo aparezca como una riqueza en el seno de una vida dichosa o, al menos, equilibrada, no podra limitar el horizonte de su madre. No la arranca a su inmanencia; ella modela su carne, le mantiene, le cuida: nunca puede crear ms que una situacin de hecho que solo a la libertad del hijo corresponde superar; cuando ella apuesta sobre su porvenir, es tambin por procuracin como se trasciende a travs del universo y el tiempo; es decir, que una vez ms se entrega a la dependencia. No solo la {610} ingratitud, sino el fracaso de su hijo, sern el ments a todas sus esperanzas: al igual que en el matrimonio o en el amor, deja a otro el cuidado de justificar su vida, cuando la nica actitud autntica consiste en asumirla libremente. Ya se ha visto que la inferioridad de la mujer proceda originariamente de que, en principio, se ha limitado a repetir la vida, mientras el hombre inventaba razones para vivir, ms esenciales a sus ojos que la pura ficcin de la existencia, encerrar a la mujer en la maternidad sera perpetuar esa situacin. Hoy reclama ella participar en el movimiento a travs del cual la Humanidad intenta sin cesar justificarse superndose; no puede consentir en dar la vida ms que en el caso de que la vida tenga un sentido; no podra ser madre sin tratar de representar un papel en la vida econmica, poltica y social. No es 16 mismo engendrar carne de can, esclavos o vctimas que engendrar hombres libres. En una sociedad convenientemente organizada, en la que el nio fuese tomado en gran parte a su cargo por la colectividad y la madre fuese cuidada y ayudada, la maternidad no sera inconciliable en absoluto con el trabajo femenino. Por el contrario, la mujer que trabaja campesina, qumica o escritora es la que tiene un embarazo ms fcil por el hecho de que no se fascina con su propia persona; la mujer que posea la vida personal ms rica ser la que ms d al hijo y la que menos le pida; la mujer que adquiera en el esfuerzo y la lucha el conocimiento de los verdaderos valores humanos ser la mejor educadora. Si con excesiva frecuencia hoy, la mujer tropieza con grandes dificultades para conciliar el oficio que la retiene fuera del hogar durante horas y consume todas sus energas con el inters de sus hijos, es porque, por un lado, el trabajo femenino es todava, con excesiva frecuencia, una esclavitud; y, por otro lado, porque no se ha realizado ningn esfuerzo para asegurar el cuidado, la custodia y la educacin de los nios fuera del hogar. Se trata de una carencia social: pero es un sofisma justificarla pretendiendo que una ley escrita en el cielo o en las entraas de la Tierra exige que madre e hijo se pertenezcan exclusivamente {611} el uno al otro; esta mutua pertenencia no constituye, en verdad, sino una doble y nefasta opresin. Es un engao sostener que la maternidad convierte a la mujer en la igual concreta del hombre. Los psicoanalistas se han esforzado mucho por demostrar que el hijo aportaba a la mujer un equivalente del pene: mas, por envidiable que sea este atributo, nadie pretender que su sola posesin pueda justificar una existencia, ni que ella sea el fin supremo de la misma. Tambin se ha hablado muchsimo de los sacrosantos derechos de la madre, pero no ha sido en su calidad de madres como las mujeres han conquistado la papeleta electoral; todava es despreciada la madre soltera; solo en el matrimonio es glorificada la madre, es decir, en tanto que permanece subordinada al marido. Mientras este siga siendo el jefe econmico de la familia, y aunque ella se ocupe mucho ms de los hijos, estos dependen mucho ms de l que de ella. Ya se ha visto que, por ese motivo, las relaciones de la madre con los hijos estn estrechamente determinadas por las que sostiene con su esposo. As, pues, las relaciones conyugales, la vida domstica y la maternidad forman un conjunto cuyos momentos todos dependen unos de otros; tiernamente unida a su marido, la mujer puede llevar alegremente las cargas del hogar; feliz con sus hijos, ser indulgente con su marido. Pero esa armona no es fcil de conseguir, ya que las diferentes funciones asignadas a la mujer se acuerdan mal entre s. Las revistas femeninas ensean profusamente al ama de casa el arte de conservar su atractivo sexual sin dejar de lavar la vajilla, de conservarse elegante en el curso de su embarazo, de conciliar la coquetera con la maternidad y la economa; pero la mujer que se obligase a seguir con celo esos consejos se vera pronto enloquecida y desfigurada por las preocupaciones; resulta muy difcil conservarse deseable cuando se tienen las manos agrietadas y el cuerpo deformado por las maternidades; por eso, una mujer enamorada siente a menudo rencor contra los hijos que arruinan su seduccin y la privan de las caricias de su marido; si, por el contrario, se siente profundamente madre, estar celosa del hombre que {612} reivindica tambin a los hijos como suyos. Por otra parte, ya se ha visto que el ideal domstico contradice el movimiento de la vida; el nio es enemigo de los pisos encerados. El amor maternal se pierde a menudo en reprimendas y cleras dictadas por la preocupacin de mantener un hogar bien puesto. No es sorprendente que la mujer que se debate entre esas contradicciones pase con mucha frecuencia sus jornadas llena de nerviosismo y acritud; siempre pierde de algn modo y sus ganancias son precarias, no se inscriben en ningn xito seguro. Nunca es por medio de su trabajo como puede salvarse; la tiene ocupada, desde luego, pero no constituye su justificacin: esta descansa en libertades extraas. La mujer encerrada en el hogar no puede fundar por s misma su existencia; carece de los medios necesarios para afirmarse en su singularidad, y esta singularidad, por consiguiente, no le es reconocida. Entre los rabes y los indios, en muchas poblaciones rurales, la mujer no es ms que una hembra domstica a la que se aprecia segn el trabajo que proporciona, y a la cual se reemplaza sin pesar cuando desaparece. En la civilizacin moderna, est ms o menos individualizada a los ojos de su marido; pero, a menos que renuncie por completo a su yo, absorbindose como Natacha en una abnegacin apasionada y tirnica hacia su madre, sufrir al verse reducida a su pura generalidad. Ella es la duea de la casa, la esposa, la madre nica e indistinta; Natacha se complace en ese aniquilamiento soberano y, rechazando toda confrontacin, niega a los otros. Pero la mujer occidental moderna, por el contrario, desea ser contemplada por otro en tanto que esta ama de casa, esta esposa, esta madre, esta mujer. Esa es la satisfaccin que buscar en su vida social {613}. CAPTULO III. LA VIDA DE SOCEDAD. La familia no es una comunidad encerrada en s misma: dada su entidad independiente, establece comunicacin con otras clulas sociales; el hogar no solamente es un interior en el cual se confina la pareja; es tambin la expresin de su nivel de vida, de su fortuna, de su gusto: debe ser mostrado a los ojos de terceros. Esencialmente, es la mujer quien ordenar esa vida mundana. El hombre est ligado a la colectividad, en tanto que productor y ciudadano, por los lazos de una solidaridad orgnica fundada en la divisin del trabajo; la pareja constituye una persona social, definida por la familia, la clase, el medio, la raza a que pertenece, vinculada por los lazos de una solidaridad mecnica a los grupos que estn situados socialmente de una manera anloga; la mujer es quien puede encarnarla con la mxima pureza: las relaciones profesionales del marido no coinciden a menudo con la afirmacin de su valor social; en cambio, la mujer, a quien ningn trabajo se exige, puede acantonarse en la frecuentacin de sus iguales; adems, tiene tiempo de sobra para asegurar en sus visitas y sus recepciones esas relaciones prcticamente intiles y que, bien entendido, no tienen importancia ms que en las categoras aplicadas a mantener su rango en la jerarqua social, es decir, que se estiman superiores a otras. Le encanta exhibir su casa, su propia figura, que no ven su marido y sus hijos, porque estn saturados de ello. Su deber mundano, que consiste en representar, se confundir con el placer que experimenta al mostrarse {614}. Y, en primer lugar, es preciso que se represente a s misma; en casa, dedicada a sus ocupaciones, est meramente vestida: para salir, para recibir, se emperifolla. El adorno de su persona tiene un doble carcter: est destinado a exteriorizar la dignidad social de la mujer (su nivel de vida, su fortuna, el medio al cual pertenece), pero, al mismo tiempo, concreta el narcisismo femenino; es una librea y un ornato; a travs del mismo, la mujer que sufre por no hacer nada cree expresar su ser. Cuidar su belleza, vestirse, es una suerte de trabajo que le permite apropiarse su persona como se apropia del hogar para las faenas domsticas; su yo le parece entonces elegido y recreado por ella misma. Las costumbres la incitan a enajenarse as en su imagen. La ropa del hombre, lo mismo que su cuerpo, debe indicar su trascendencia y no atraer las miradas (1); para l, ni la elegancia ni la belleza consisten en constituirse en objeto; as, no considera normalmente su apariencia como un reflejo de su ser. Por el contrario, la sociedad misma exige a la mujer que se haga objeto ertico. La finalidad de las modas, a las cuales est esclavizada, no consiste en revelarla como individuo autnomo, sino, por el contrario, en separarla de su trascendencia para ofrecerla como una presa a los deseos masculinos: no se busca servir sus proyectos, sino, al contrario, trabarlos. La falda es menos cmoda que el pantaln, los zapatos de tacn alto entorpecen la accin de caminar; los vestidos y los zapatos menos prcticos, los sombreros y las medias ms frgiles, son precisamente los ms elegantes; puede el indumento disfrazar el cuerpo, deformarlo o moldearlo, pero, en todo caso, lo entrega a las miradas. Por eso el adorno de su persona es un juego encantador para la nia que desea contemplarse; ms tarde, su autonoma de nia se subleva contra las restricciones de las muselinas claras y los zapatos charolados; en la edad ingrata, se siente compartida {615} por el deseo y la negativa a exhibirse; una vez que ha aceptado su vocacin de objeto sexual, se complace en adornarse. (1) Vase volumen I. Se hace excepcin de los pederastas, quienes, precisamente, se captan como objetos sexuales; y tambin de los dandys, a quienes habra que estudiar aparte. Hoy, en particular, el zuitsuitismo de los negros de Amrica, que se visten con ropas claras de corte llamativo, se explica por razones muy complejas. Ya hemos dicho (1) que, por el adorno, la mujer se emparenta con la Naturaleza achacndole a esta la necesidad de artificio; se convierte para el hombre en flor y gema, y eso se vuelve para s misma. Antes de darle las ondulaciones del agua, la clida dulzura de las pieles, ella se las apropia. Ms ntimamente que sobre sus chucheras, sus tapices, sus cojines, sus ramos de flores, hace ella presa en las plumas, las perlas, los brocados y las sedas que mezcla con su carne; su aspecto tornasolado y su tierno contacto compensan la aspereza del universo ertico que es su patrimonio: valora eso tanto ms cuanto ms insatisfecha est su sensualidad. Si muchas lesbianas se visten virilmente, no lo hacen solo para imitar a los hombres y desafiar a la sociedad: no necesitan las caricias del terciopelo y el raso, porque las cualidades pasivas de estos las toman ellas de un cuerpo femenino (2). La mujer destinada al rudo abrazo masculino aunque le guste, y an ms si lo recibe sin placer no puede estrechar otra presa carnal que su propio cuerpo: lo perfuma para tornarlo en flor, y el brillo de los diamantes que se pone al cuello no se distingue del de su piel; con objeto de poseerlas, se identifica con todas las riquezas del mundo. No solo codicia los tesoros sensuales de este, sino a veces tambin sus valores sentimentales, ideales. Tal joya es un recuerdo, tal otra un smbolo. Hay mujeres que se hacen ramo, pajarera; otras hay que son museos; otras, jeroglficos. Georgette Leblanc, evocando los aos de su juventud, nos dice en sus memorias: (1) Volumen I. (2) Sandor, cuyo caso ha sido relatado por KrafftEbbing, adoraba a las mujeres bien vestidas, pero no se emperifollaba jams. Siempre estaba vestida como un cuadro. Me paseaba en Van Eyck, en alegora de Rubens o en Virgen de Memling. Todava me veo cruzando una calle de Bruselas en un da de invierno, con un vestido de terciopelo amatista realzado con unos viejos galones de plata sacados de alguna casulla. Arrastrando una larga cola, cuyo cuidado me habra parecido {616} desdeable, barra concienzudamente las aceras. Mi toca de piel amarilla enmarcaba mis cabellos rubios, pero lo ms inslito era el diamante que llevaba sujeto en medio de la frente. Por qu todo eso? Simplemente, porque me gustaba y porque as crea vivir fuera de todo convencionalismo. Cuanto ms rean a mi paso, ms redoblaba yo mis invenciones burlescas. Me hubiera avergonzado cambiar algo de mi aspecto solo porque se mofasen. Eso me habra parecido una capitulacin degradante... En casa era otra cosa completamente distinta. Los ngeles de Gozzoli, de Fray Anglico, los Burne Jones y los Watts eran mis modelos. Siempre estaba vestida de azul y de aurora; mis amplias vestiduras se desplegaban en mltiples colas a mi alrededor. En las residencias de ancianos es donde se encuentran los mejores ejemplos de esa apropiacin mgica del Universo. La mujer que no controla su aficin a los objetos preciosos y a los smbolos, olvida su propia figura y corre el riesgo de vestirse con extravagancia. As, la nia ve sobre todo en el atuendo un disfraz que la transforma en hada, en reina, en flor; se cree bella tan pronto como est cargada de guirnaldas y de cintas, porque se identifica con esos oropeles maravillosos; encantada por el color de una tela, la joven ingenua no echa de ver la palidez del tinte que se refleja en su rostro; se encuentra tambin este mal gusto generoso en las artistas e intelectuales, ms fascinadas por el mundo exterior que conscientes de su propia figura: enamoradas de esos tejidos antiguos, de esas viejas alhajas, les encanta evocar la China o la Edad Media y no lanzan al espejo ms que una mirada rpida o prevenida. Asombran a veces esos extraos atavos con que se complacen las mujeres de edad: diademas, encajes, vestidos chillones, collares extravagantes, que llaman enojosamente la atencin sobre sus rasgos devastados. Sucede a menudo que, habiendo renunciado a seducir, el indumento vuelve a ser para ellas un juego gratuito, como en su infancia. Una mujer elegante, por el contrario, puede buscar en rigor en su indumentaria placeres sensuales o estticos, pero es preciso que los concilie con la armona de su imagen: el color {617} del vestido halagar a su tez, el corte subrayar o rectificar su lnea; es a ella misma, adornada, a quien mima complaciente, no los objetos que la adornan. El arreglo de la persona no es solamente adorno: ya hemos dicho que expresa la situacin social de la mujer. Solamente la prostituta, cuya funcin es exclusivamente la de objeto ertico, debe manifestarse bajo ese nico aspecto; como en otros tiempos su cabellera azafranada y las flores que sembraban su vestido, hoy son los tacones altos, los rasos que se cien, el maquillaje exagerado y los perfumes fuertes los que anuncian su profesin. A cualquier otra mujer se le censura que se vista como una furcia. Sus virtudes erticas estn integradas en la vida social y no deben aparecer sino bajo esa figura prudente. Pero es preciso subrayar que la decencia no consiste en vestirse con riguroso pudor. Una mujer que solicite demasiado claramente el deseo masculino no es de buena ndole; pero la que parece repudiarlo no es ms recomendable: se piensa que quiere masculinizarse, que es una lesbiana; o singularizarse, y es una excntrica; al rechazar su papel de objeto, desafa a la sociedad, es una anarquista. Si lo nico que desea es no hacerse notar, preciso es que conserve su feminidad. La costumbre es la que reglamenta el compromiso entre el exhibicionismo y el pudor; tan pronto es el seno como el tobillo lo que la mujer honesta debe ocultar; unas veces la joven tiene derecho a subrayar sus atractivos fsicos para atraer a los pretendientes, mientras la mujer casada renuncia a todo adorno: tal es el uso en muchas civilizaciones campesinas; otras veces, se impone a las muchachas el uso de vestidos vaporosos, de abigarrados colores y corte discreto, mientras sus mayores tienen derecho a llevar vestidos ceidos, tejidos pesados, colores opulentos, corte provocativo; sobre un cuerpo de diecisis aos, el negro parece llamativo, porque la norma a esa edad consiste en no llevarlo (1). Bien entendido, hay que {618} plegarse a estas leyes; pero, en todo caso, e incluso en los medios ms austeros, se subrayar el carcter sexual de la mujer: la mujer de un pastor protestante se ondula los cabellos, se maquilla ligeramente, sigue la moda con discrecin, indicando con el cuidado de su encanto fsico que acepta su papel de hembra. Esta integracin del erotismo en la vida social es particularmente evidente en el vestido de noche. Para significar que hay fiesta, es decir, lujo y derroche, tales vestidos deben ser costosos y frgiles; se los quiere tan incmodos como sea posible; las faldas son largas y tan amplias y embarazosas, que entorpecen el caminar; bajo las alhajas, los volantes, las lentejuelas, las flores, las plumas, las pelucas, la mujer se torna mueca de carne; esa carne misma se exhibe; as como las flores se expanden gratuitamente, as muestra la mujer los hombros, la espalda, el pecho; salvo en las orgas, el hombre no debe dar seales de que la codicia: solamente tiene derecho a las miradas y los abrazos del baile; pero puede sentirse encantado ante la idea de que es el rey de un mundo que encierra tan tiernos tesoros. De hombre a hombre, la fiesta adopta aqu la figura de un potlatch; cada uno ofrece como regalo a todos los dems la visin de aquel cuerpo que es de su propiedad. Con vestido de noche, la mujer est disfrazada de mujer para el placer de todos los varones y orgullo de su propietario. (1) En una pelcula, por lo dems estpida, cuya accin se desarrolla en el siglo pasado, Bette Davis escandaliza llevando al baile un vestido rojo, cuando el blanco era de rigor hasta el matrimonio. Su acto es considerado como una rebelin contra el orden establecido. Esta significacin social del indumento le permite a la mujer expresar su actitud con respecto a la sociedad, por su manera de vestirse; sometida al orden establecido, se confiere una personalidad discreta y de buen tono; multitud de matices son posibles aqu: ser frgil, infantil, misteriosa, cndida, austera, alegre, comedida, un poco atrevida, recoleta, a su gusto. O bien, por el contrario, afirmar su rechazo de los convencionalismos a travs de su originalidad. Es notable que en muchas novelas la mujer emancipada se singularice por una audacia en el indumento que subraya su carcter de objeto sexual y, por tanto, su dependencia: as, en This Age of Innocence, de Edith Wharton, la joven divorciada de azaroso pasado y corazn audaz es presentada primero como exageradamente descotada; el estremecimiento {619} de escndalo que suscita le devuelve el reflejo tangible de su desprecio por el conformismo. As, a la jovencita le divertir vestirse como una mujer; a la mujer madura, como una jovencita; a la cortesana, como una mujer de mundo, y a esta, como una vampiresa. Y aunque cada cual se vista de acuerdo con su condicin, seguir habiendo en ello un juego. El artificio, como el arte, se sita en lo imaginario. No solamente la faja, el sujetador, los tintes y maquillajes disfrazan el cuerpo y el rostro, sino que la mujer menos sofisticada, desde que est arreglada, no se propone a la percepcin: es como el cuadro o la estatua, como el actor en escena, un anlogo a travs del cual se sugiere un sujeto ausente que es su personaje, pero que ella no es. Esta confusin con un objeto irreal, necesario, perfecto como un hroe de novela, como un retrato o un busto, es lo que la lisonjea, y se esfuerza por enajenarse en l y aparecerse de ese modo a s misma, petrificada, justificada. Es as como, a travs de los Ecrits intimes de Marie Bashkirtseff, la vemos multiplicar incansablemente su figura de pgina en pgina. No nos perdona ninguno de sus vestidos: con cada nuevo indumento se cree otra y vuelve a adorarse. He cogido un enorme chal de mam, he practicado una abertura para la cabeza y he cosido los dos lados. Este chal, que cae en pliegues clsicos, me da un aire oriental, bblico, extrao. Voy a Laferrire, y Caroline, en tres horas, me hace un vestido con el cual tengo todo el aire de estar envuelta en una nube. Todo l es una pieza de crespn ingls con que me envuelve y que me hace esbelta, elegante, estilizada. Envuelta en un vestido de clida lana y pliegues armoniosos, una figura de Lefebvre, que tan bien sabe dibujar esos cuerpos flexibles y jvenes en pdicos paos. Este estribillo se repite da tras da: Estaba encantadora de negro... De gris, estaba encantadora... Iba de blanco, encantadora... Madame de Noailles, que tambin conceda gran importancia a su atuendo, evoca con tristeza en sus Memorias el drama de un vestido estropeado {620}: Me gustaba la vivacidad de los colores, sus audaces contrastes; un vestido me pareca un paisaje, un incentivo del destino, una promesa de aventura. En el momento de ponerme el vestido confeccionado por manos vacilantes, no dejaba de sufrir todos los defectos que se me revelaban. Si el indumento tiene para muchas mujeres tan considerable importancia, es porque les entrega ilusoriamente el mundo y su propio yo. En una novela alemana, La joven de seda artificial (1), se relata la pasin que experimenta una muchacha pobre por un abrigo de petigrs; ama con sensualidad su calor acariciante, su forrada ternura; bajo las pieles preciosas, lo que ella mima es su propia persona transfigurada; al fin, posee la belleza del mundo, que jams haba estrechado entre sus brazos, y el radiante destino que nunca haba sido suyo. (1) I. Keun. Y he ah que vi un abrigo colgado de una percha, una piel tan suave, tan dulce, tan tierna, tan gris, tan tmida... Me dieron ganas de abrazarlo, hasta tal punto lo amaba. Tena un aire de consolacin y de Todos los Santos y de absoluta seguridad; era como un cielo. Era un autntico petigrs. Silenciosamente, me quit el impermeable y me puse el petigrs. Aquella piel era como un diamante para mi piel, que la amaba, y lo que se ama no se entrega una vez que se tiene. En el interior haba un forro de crespn marroqu, pura seda, con bordados hechos a mano. El abrigo me envolva por completo y le hablaba ms que yo al corazn de Hubert. Estoy tan elegante con esta piel... Es como un hombre extrao que me volviese preciosa a travs de su amor por m. Este abrigo me quiere y yo le quiero: ambos nos tenemos. Puesto que la mujer es un objeto, se comprende que la forma en que se adorne y se vista modifique su valor intrnseco. No es pura futilidad que conceda tanta importancia a unas medias de seda, unos guantes, un sombrero: mantener su rango constituye una imperiosa obligacin. En Norteamrica, una enorme parte del presupuesto de la mujer trabajadora {621} est consagrada a los cuidados de belleza y a la ropa; en Francia, esta carga es menos pesada; no obstante, la mujer es tanto ms respetada cuanto mejor presentada est; cuanta ms necesidad tenga de trabajar, ms til le resulta tener un aire acomodado: la elegancia es un arma, una ensea, un portarespeto, una carta de recomendacin. Tambin es una servidumbre; los valores que confiere se pagan; se pagan tan caros, que, a veces, un inspector sorprende en los grandes almacenes a una mujer de mundo o a una actriz en el momento de hurtar un perfume, unas medias de seda o una prenda interior. Muchas mujeres se prostituyen o buscan ayuda para vestirse; el indumento es el que determina su necesidad de dinero. Ir bien vestida tambin exige tiempo y cuidados; se trata de una tarea que a veces es fuente de goces positivos: en este dominio tambin existe el descubrimiento de tesoros ocultos, regateos, aagazas, combinaciones, inventiva; diestra, la mujer puede incluso convertirse en creadora. Los das de rebajas sobre todo, los saldos son das de frenticas aventuras. Un vestido nuevo es por si solo una fiesta. El maquillaje, el peinado, son el ersatz de una obra de arte. Hoy ms que antes (1), la mujer conoce la alegra de modelar su cuerpo por medio del deporte, la gimnasia, los baos, el masaje, el rgimen; decide su peso, su lnea, el color de su tez; la esttica moderna le permite integrar a su belleza cualidades activas: tiene derecho a unos msculos ejercitados, rechaza la invasin de la grasa; en la cultura fsica, se afirma como sujeto; hay ah para ella una suerte de liberacin con respecto a la carne contingente; pero esa liberacin retorna fcilmente a la dependencia. La estrella de Hollywood triunfa de la Naturaleza: pero se encuentra como un objeto pasivo en manos del productor. (1) Al parecer, sin embargo, y de acuerdo con recientes encuestas, los gimnasios femeninos en Francia estn hoy casi desiertos; las francesas se aficionaron a la cultura fsica, sobre todo, entre 1920 y 1940. Actualmente, las dificultades domsticas pesan demasiado sobre ellas. Junto a esas victorias en las cuales puede complacerse la {622} mujer a justo ttulo, la coquetera implica como los cuidados domsticos una lucha contra el tiempo; porque su cuerpo es tambin un objeto al que roe el tiempo. Colette Audry ha descrito este combate, simtrico del que libra el ama de casa contra el polvo (1): (1) On joue perdant. Ya no era la carne compacta de la juventud; a lo largo de sus brazos y sus muslos se acusaba el dibujo de los msculos bajo una capa de grasa y de piel un poco distendida. Inquieta, trastorn de nuevo su empleo del tiempo: iniciara la jornada con media hora de gimnasia, y por la noche, antes de acostarse, dedicara un cuarto de hora al masaje. Se puso a consultar manuales de medicina, revistas de modas y a vigilarse el talle. Se preparaba jugos de frutas, se purgaba de vez en cuando y lavaba la vajilla con guantes de goma. Sus dos preocupaciones terminaron por ser una sola: rejuvenecer tan bien su cuerpo y acicalar tan perfectamente la casa, que llegara un da a una suerte de periodo estacionario, a una especie de punto muerto... El mundo quedara como detenido, suspendido fuera del envejecimiento y la decrepitud... En la piscina, tomaba ahora verdaderas lecciones para mejorar su estilo, y las revistas de belleza la tenan en vilo con sus recetas indefinidamente renovadas. Ginger Rogers nos confa: Todas las maanas me paso cien veces el cepillo; eso me lleva exactamente dos minutos y medio, y por eso mis cabellos son de seda... Cmo afinar los tobillos? Alzarse todos los das treinta veces seguidas sobre las puntas de los pies, sin posar los talones en el suelo. Este ejercicio solo exige un minuto. Y qu es un minuto en toda una jornada? Otra vez se trataba de un bao de aceite para las uas, una crema de limn para las manos, las fresas aplastadas sobre las mejillas. La rutina vuelve a fijar aqu en terribles servidumbres los cuidados de belleza, la conservacin del guardarropa. El horror ante la degradacin que entraa todo devenir vivo suscita en ciertas mujeres fras o frustradas el horror a la vida misma: tratan de conservarse como otras conservan los muebles y las compotas; esta obstinacin negativa las hace {623} enemigas de su propia existencia y hostiles a los dems: las buenas comidas deforman la lnea, el vino estropea el cutis, el sonrer con exceso pone arrugas en la cara, el sol reseca la piel, el reposo engorda, el trabajo desgasta, el amor deja ojeras, los besos inflaman las mejillas, las caricias deforman los senos, los abrazos marchitan la carne, la maternidad afea el rostro y el cuerpo; sabido es que hay multitud de jvenes madres que rechazan con ira al nio maravillado ante su traje de baile: No me toques; tienes las manos hmedas; vas a mancharme. La coqueta opone los mismos bufidos a los ardores del marido o del amante. As como los muebles se cubren con fundas, as querra ella sustraerse a los hombres, al mundo, al tiempo. Pero todas estas precauciones no impiden la aparicin de las canas y las patas de gallo. Desde su juventud, la mujer sabe que ese destino es ineluctable. Y, a despecho de toda su prudencia, es vctima de accidentes: una gota de vino cae sobre su vestido, un cigarrillo se lo quema; entonces desaparece la criatura de lujo y de fiesta que se pavoneaba sonriendo por el saln, y adopta el rostro grave y duro del ama de casa; descubre de pronto que su indumento no era un fuego de artificio, un esplendor gratuito y perecedero, destinado a iluminar generosamente un instante, sino una riqueza, un capital, una inversin; ha costado sacrificios; su prdida es un desastre irreparable. Manchas, desgarrones, vestidos estropeados, permanentes fallidas, son catstrofes ms graves que un asado quemado o un jarrn roto: porque la coqueta no solo se ha enajenado en las cosas, sino que se ha querido cosa, y sin intermediario se siente en peligro en el mundo. Las relaciones que sostiene con la costurera y la modista, sus impaciencias, sus exigencias, manifiestan la seriedad de su espritu y su inseguridad. El vestido bien hecho crea en ella el personajes de sus sueos; pero con un atuendo ajado o que no siente bien se encuentra fracasada. Del vestido dependa mi humor, mis modales y la expresin de mi semblante, todo... escribe Marie Bashkirtseff, y aade: O hay que pasearse completamente desnuda, o hay que vestirse segn el fsico, el gusto y el carcter de cada {624} cual. Cuando no me encuentro en esas condiciones, me siento torpe y vulgar, y, por tanto, humillada. Basta pensar en los trapos para notar cmo cambia el estado de nimo y el sentido del humor, al mismo tiempo que una se siente necia, aburrida y sin saber dnde meterse. Muchas mujeres prefieren renunciar a una fiesta antes que acudir a ella mal vestidas, aunque su presencia pudiera pasar totalmente inadvertida. Sin embargo, y aunque algunas mujeres afirman que se visten para s mismas, ya se ha visto que el mismo narcisismo implica la mirada de terceros. Casi exclusivamente en las residencias de ancianos es donde las coquetas conservan con obstinacin una fe intacta en las miradas ausentes; normalmente, reclaman testigos. Me gustara agradar, que se dijese de m que soy bella y que Liova lo viese y oyese... De qu servira ser bella? Mi pequeo y encantador Petia quiere a su vieja nodriza como hubiera amado a una belleza, y Liovotchka se hubiera habituado al rostro ms horrendo... Quisiera ondularme el pelo. Nadie lo sabra, mas no por eso sera menos encantador. Qu necesidad tengo de que me vean? Las cintas y los lazos me encantan, me gustara tener un nuevo cinturn de cuero; pero ahora que he escrito esto, me dan ganas de llorar..., escribe Sofa Tolstoi, despus de diez aos de matrimonio. El marido representa muy mal este papel. Tambin aqu sus exigencias son dplices. Si su mujer es demasiado atractiva, se pone celoso; sin embargo, todo esposo es ms o menos el rey Candaules; quiere que su mujer le haga honor; que sea elegante, bonita o, por lo menos, est bien; de lo contrario, le dir con mal humor las palabras del padre Ubu: Hoy estis muy fea! Acaso es porque tenemos invitados? Ya hemos visto que en el matrimonio los valores erticos y sociales estn mal conciliados, y ese antagonismo se refleja aqu. La mujer que realza su atractivo sexual es de mala ndole a los ojos de su marido; censura audacias que le seduciran en una extraa, y esa censura aniquila en l todo deseo; si la mujer se viste decentemente, l lo aprueba, pero {625} con frialdad: no la encuentra atractiva y se lo reprocha vagamente. Debido a eso, raras veces la mira por su propia cuenta: es a travs de los ojos de otro como la examina. Qu dirn de ella? Prev mal, porque atribuye a otro su perspectiva de marido. Nada ms irritante para una mujer que verle aprobar en otra los vestidos y las actitudes que critica en ella. Por otra parte, est demasiado cerca de ella para verla; su mujer tiene para l un rostro inmutable, y l no repara ni en sus vestidos nuevos ni en sus cambios de peinado. Hasta un marido enamorado o un amante apasionado se mostrarn a menudo indiferentes ante la indumentaria de la mujer. Si la aman ardientemente en su desnudez, los adornos que ms la favorezcan no harn sino disfrazarla; lo mismo la mimarn mal vestida y fatigada que radiante. Si no la aman ya, los ms lisonjeros vestidos carecern de toda promesa. El indumento puede ser un instrumento de conquista, pero no un arma defensiva; su arte consiste en crear espejismos, ofrece a las miradas un objeto imaginario: en el abrazo carnal, en la frecuentacin cotidiana, todo espejismo se disipa; los sentimientos conyugales, como el amor fsico, se sitan en el terreno de la realidad. No es para el hombre amado para quien se viste la mujer. Dorothy Parker, en uno de sus cuentos (1), describe a una joven que, mientras espera con impaciencia a su marido, que llega con permiso, decide ponerse guapa para recibirlo: (1) The Loyely Eave. Se compr un vestido nuevo, negro, porque a l le gustaban los vestidos negros; sencillo, porque a l le gustaban los vestidos sencillos; y tan caro, que no quera pensar en su precio... ...Te gusta mi vestido? Oh, ya lo creo! contest l. Siempre me has gustado mucho con ese vestido. Fue como si ella se convirtiese en un trozo de madera. Este vestido dijo, articulando con una claridad insultante es completamente nuevo. Nunca lo he llevado antes. En el caso de que eso te interese, te dir que lo he comprado expresamente para esta ocasin {626}. Perdona, querida suplic l. Pues claro que s! Ahora veo que no se parece en nada al otro. Es magnfico. Siempre me has gustado vestida de negro. En momentos as replic ella, casi deseara tener otro motivo para vestirme de negro. Se ha dicho frecuentemente que la mujer se viste para excitar los celos de las dems mujeres: esos celos, en efecto, son una brillante prueba de xito, pero no es esa su nica finalidad. A travs de los sufragios envidiosos o admirativos, la mujer busca una afirmacin absoluta de su belleza, de su elegancia, de su buen gusto: de s misma. Se viste para mostrarse; se muestra para hacerse ser. En virtud de ello, se somete a una dolorosa dependencia; la abnegacin del ama de casa es til incluso si no se la reconoce; el esfuerzo de la coqueta es vano si no se inscribe en ninguna consciencia. Busca una definitiva valoracin de s misma, y esta pretensin de absoluto es lo que hace su bsqueda tan atosigante; censurada por una sola voz, el sombrero que lleva no es bonito; un cumplido la halaga, pero un ments la arruina; y, como lo absoluto no se manifiesta sino a travs de una serie indefinida de apariciones, jams habr ganado del todo; he ah por qu la coqueta es tan susceptible; he ah por qu algunas mujeres bonitas y aduladas pueden ser tristemente convencidas de que no son bellas ni elegantes, porque precisamente les falta la suprema aprobacin de un juez a quien no conocen: se proponen un ens que es irrealizable. Raras son las coquetas soberbias que encarnan en s mismas las leyes de la elegancia, a quienes nadie puede sorprender en falta, ya que son ellas quienes definen por decreto el xito o el fracaso; mientras dure su reinado, esas mujeres pueden considerarse un xito ejemplar. La desgracia consiste en que ese xito no sirve para nada ni a nadie. La indumentaria cuidada implica inmediatamente salida o recepcin, y, por otra parte, ese es su destino original. La mujer pasea de saln en saln su nuevo traje de chaqueta e invita a otras mujeres a verla reinar en su casa. En ciertos casos particularmente solemnes, el marido la acompaa en sus visitas; pero la mayor parte de las veces ella cumple {627} sus deberes mundanos mientras l se dedica a su trabajo. Mil veces se ha descrito el implacable aburrimiento que reina en tales reuniones. Proviene ese tedio de que las mujeres congregadas por las obligaciones mundanas no tienen nada que comunicarse. Ningn inters comn liga a la mujer del abogado con la del mdico, ni tampoco a la esposa del doctor Dupont con la del doctor Durand. En una conversacin general, es de mal tono hablar de las salidas de los hijos y de las preocupaciones domsticas. Por tanto, la conversacin se ve constreida a unas superficiales consideraciones sobre el tiempo, la ltima novela de moda y algunas ideas generales tomadas de los respectivos maridos. La costumbre del jour de madame tiende cada vez ms a desaparecer; pero, bajo diversas formas, la servidumbre de la visita pervive en Francia. Las norteamericanas sustituyen de buen grado la conversacin por el bridge, lo cual solo es una ventaja para las mujeres a quienes gusta este juego. Sin embargo, la vida mundana reviste formas ms atractivas que esa ociosa ejecucin de un deber de cortesa. Recibir no es solo acoger a otro en su morada particular; es transformar esta morada en un dominio encantado; la manifestacin mundana es a la vez fiesta y potlatch. El ama de casa expone sus tesoros: la plata, la mantelera, la cristalera; coloca flores en la casa: efmeras e intiles, las llores encarnan lo gratuito de las fiestas, que son gasto y lujo; expandindose en los jarrones, destinadas a una muerte rpida, son fuego de artificio, incienso y mirra, libacin, sacrificio. La mesa se carga de platos refinados, de vinos generosos. Se trata, al dar satisfaccin a las necesidades de los invitados, de inventar graciosos dones que prevengan sus deseos; la comida se transforma en una ceremonia misteriosa. V. Woolf subraya este carcter en el siguiente pasaje de la seora Dalloway: Y entonces comenz a travs de las puertas oscilantes el silencioso y encantador ir y venir de doncellas con delantal y cofia blancos, no criadas por necesidad, sino sacerdotisas de un misterio, de la gran mistificacin creada por las amas de casa de Mayfair, desde la una y media hasta las dos. Al conjuro {628} de un ademn, el movimiento de la calle se detiene y en su lugar se eleva esa ilusin engaosa: primero, he ah los alimentos que son dados por nada, y en seguida la mesa se cubre por s sola de cristalera y de plata, de cestitos y fruteros rebosantes de frutas rojas; un velo de crema tostada enmascara el rodaballo; en las ollas nadan los pollos despedazados; arde un buen fuego, coloreado, ceremonioso; y con el vino y el caf dados por nada, se alzan gozosas visiones ante los ojos soadores, unos ojos que meditan dulcemente, a quienes la vida parece musical, misteriosa... La mujer que preside esos misterios est orgullosa de sentirse creadora de un momento perfecto, dispensadora de felicidad, de alegra. Por ella estn reunidos los invitados, por ella ha tenido lugar un acontecimiento; ella es fuente gratuita de gozo, de armona. Eso es precisamente lo que siente la seora Dalloway. Supongamos, empero, que Peter le dice: Bien, bien! Pero estas veladas... Veamos, cul es la razn de estas veladas? Entonces todo cuanto ella puede responder es lo siguiente (y tanto peor si nadie lo comprende): Son una ofrenda... He ah a Fulano de Tal que vive en South Kennington, otro que vive en Bayswater, y un tercero, digamos, en Mayfair. Ella tiene sin cesar el sentimiento de su existencia, y se dice: Qu lstima! Qu pena! Y se dice: Que no se los pueda reunir... Y ella los rene. Es una ofrenda; es combinar, crear. Mas para quin? Una ofrenda a la alegra de ofrendar, tal vez. En todo caso, es su presente. No tiene otro... Cualquiera otra persona, no importa quin, hubiera podido ocupar su lugar con la misma eficacia. Sin embargo, no dejaba de ser un tanto admirable, piensa ella. Haba sido ella quien haba hecho que as fuese. Si en este homenaje rendido a otros hay pura generosidad, la fiesta es verdaderamente una fiesta. Pero la rutina social ha transformado rpidamente el potlatch en institucin, el don en obligacin, y ha erigido la fiesta en rito. Mientras saborea aquella cena fuera de casa, la invitada {629} piensa que ser preciso corresponderla: a veces se lamenta de haber sido demasiado bien recibida. Los X... han querido deslumbrarnos, le dice al marido con acritud. Entre otros casos, me han contado que, durante la ltima guerra, los tes se haban convertido en una pequea ciudad portuguesa en el ms costoso de los potlatch: en cada reunin, el ama de casa consideraba un deber servir una cantidad y una variedad de pasteles y pastas ms grande que en la reunin precedente; esta carga lleg a ser tan pesada, que un da todas las mujeres decidieron de comn acuerdo no ofrecer nada con el t. La fiesta, en tales circunstancias, pierde su carcter generoso y magnfico; es una servidumbre entre otras; los accesorios que expresan la fiesta no son ms que una fuente de preocupaciones: hay que vigilar la cristalera, los manteles, medir el champaa y los canaps; una taza rota, la seda de un silln quemada, son un desastre; maana habr que limpiar, colocar, poner orden, y la mujer teme ese aumento de trabajo. Experimenta esa mltiple dependencia que define el destino del ama de casa: depende del souffl, del asado, del carnicero, de la cocinera, del extra; depende del marido, que frunce el ceo cuando algo marcha mal; depende de los invitados, que tasan los muebles, los vinos, y que deciden si la velada ha sido un xito o no. nicamente las mujeres generosas o seguras de s mismas sufrirn con nimo sereno semejante prueba. Un triunfo puede darles una viva satisfaccin. Pero muchas se asemejan en este aspecto a la seora Dalloway, de quien V. Woolf nos dice: Sin dejar de amar esos triunfos... y el brillo y la excitacin que procuran, perciba tambin su vaco, su falso pretexto. La mujer solo puede complacerse verdaderamente en ello si no le concede demasiada importancia; de lo contrario, conocer los tormentos de la vanidad jams satisfecha. Por lo dems, hay pocas mujeres lo bastante afortunadas para hallar en la mundanidad un empleo para sus vidas. Las que se consagran por entero a ello, tratan por lo general no solo de rendirse as un culto, sino de trascender esa vida mundana hacia ciertos fines: los verdaderos salones tienen un carcter literario o poltico. Por ese medio {630}, procuran adquirir un ascendiente sobre el hombre y representar un papel personal. Se evaden de la condicin de mujer casada. Esta no se halla generalmente satisfecha con los placeres y los triunfos efmeros que le son dispensados raramente y que a menudo representan para ella tanto una fatiga como una distraccin. La vida mundana exige que represente, que se exhiba, pero no crea entre ella y los dems una verdadera comunicacin. No la arranca a su soledad. Es doloroso pensar escribe Michelet que la mujer, el ser relativo que no puede vivir sino de a dos, est sola con mayor frecuencia que el hombre. Este encuentra compaa por doquier, se crea nuevas relaciones. La mujer, en cambio, no es nada sin la familia. Y la familia la abruma; todo el peso recae sobre ella. Y, en efecto, la mujer encerrada, separada, no conoce los goces de la camaradera que implica la persecucin en comn de ciertos fines; su trabajo no ocupa su espritu, su formacin no le ha dado ni el gusto ni el hbito de la independencia, y, sin embargo, sus jornadas transcurren en plena soledad; ya se ha visto que esa es una de las desgracias de que se lamentaba Sofa Tolstoi. Su matrimonio la aleja a menudo del hogar paterno, de sus amistades de juventud. Colette ha descrito en Mes apprentissages el desarraigo de una joven casada trasladada de su provincia a Pars; no encuentra ayuda ms que en la dilatada correspondencia que intercambia con su madre; pero las cartas no reemplazan una presencia y ella no puede confesar a Sido sus decepciones. Frecuentemente no existe ya una verdadera intimidad entre la joven y su familia: ni su madre ni sus hermanas son amigas. Hoy, como consecuencia de la crisis de la vivienda, muchos jvenes casados viven con su familia o la familia de su cnyuge; pero tales presencias impuestas, siempre estn lejos de constituir para ella una verdadera compaa. Las amistades femeninas que logra conservar o crear, sern preciosas para la mujer; tienen un carcter muy diferente {631} de las relaciones que conocen los hombres; estos se comunican entre si en tanto que individuos, a travs de las ideas y proyectos que les son personales; las mujeres, encerradas en la generalidad de su destino de mujeres, se ven unidas por una suerte de complicidad inmanente. Y lo que primeramente buscan unas cerca de otras es la afirmacin del universo que les es comn. No discuten opiniones: intercambian confidencias y recetas; se coaligan para crear una especie de contrauniverso, cuyos valores triunfan sobre los valores masculinos; reunidas, encuentran la fuerza necesaria para sacudir sus cadenas; niegan la dominacin sexual del hombre, confindose unas a otras su frigidez, burlndose cnicamente de los apetitos de su hombre, o de su torpeza; rechazan tambin con irona la superioridad moral e intelectual de su marido y de los hombres en general. Comparan sus experiencias; embarazos, partos, enfermedades de los nios, enfermedades personales, cuidados domsticos, se convierten en los acontecimientos esenciales de la historia humana. Su trabajo no es una tcnica: al transmitirse recetas de cocina y para el cuidado de la casa, les comunican la dignidad de una ciencia secreta, fundada en tradiciones orales. A veces examinan conjuntamente problemas. morales. Los epistolarios de las revistas femeninas proporcionan buena muestra de esos intercambios; apenas es concebible un correo sentimental reservado para los hombres; estos se encuentran y se ven en el mundo, que es su mundo; mientras que las mujeres tienen que definir, medir y explorar su propio dominio; se comunican, sobre todo, consejos de belleza, recetas de cocina y de hacer punto, y solicitan consejo; a travs de su gusto por la charla y la exhibicin, se perciben a veces genuinas angustias. La mujer sabe que el cdigo masculino no es el suyo, que el hombre mismo da por descontado que ella no lo observar, puesto que es l quien la empuja al aborto, al adulterio, a cometer faltas, traiciones y mentiras que condena oficialmente; por tanto, pide a las otras mujeres que la ayuden a definir una suerte de ley del medio, un cdigo moral especficamente femenino. No es solo por malevolencia por lo que las mujeres {632} comentan y critican tan largamente la conducta de sus amigas: para juzgarlas y para determinar su propia conducta, necesitan mucha ms inventiva moral que los hombres. Lo que da valor a tales relaciones es la verdad que comportan. Ante el hombre, la mujer siempre est representando; miente cuando finge aceptarse como lo otro inesencial; miente cuando le pone ante los ojos un personaje imaginario, mediante una mmica, un atuendo, unas palabras concertadas; semejante comedia exige una tensin constante; al lado de su marido, al lado de su amante, toda mujer piensa, ms o menos: No soy yo misma. El mundo masculino es duro, tiene aristas cortantes, las voces son en l demasiado sonoras, las luces demasiado crudas, los contactos rudos. Al lado de las otras mujeres, la mujer est detrs de la decoracin; brue sus armas, no combate; hace combinaciones con su indumentaria, inventa un maquillaje, prepara sus ardides: se pasea en bata y zapatillas por los pasillos antes de salir a escena; le gusta esa atmsfera tibia, dulce, relajada. Colette describe as los momentos que pasaba con su amiga Marco: Confidencias breves, distracciones de reclusas, horas que tan pronto se asemejan a las de un obrador como a los ocios de una convalecencia...(1). (1) Le kpi. Le placa representar el papel de consejera con la mujer de ms edad: En las tardes calurosas, bajo el toldo del balcn, Marco se ocupaba de su ropa blanca. Cosa mal, pero con cuidado, y a m me envanecan los consejos que le daba... No hay que poner cinta azul celeste en las camisas, el rosa hace ms bonito en la ropa blanca y junto a la piel. No tard en darle otros que se referan a los polvos de arroz, al color de su barra de labios, al duro trazo de lpiz con que rodeaba el bello dibujo de sus prpados. Usted cree? Usted cree?, deca ella. Mi reciente autoridad no flaqueaba. Tomaba el {633} peine, abra una pequea y graciosa brecha en su flequillo, me mostraba experta en el arte de iluminar su mirada, de encender una roja aurora en sus pmulos, cerca de las sienes. Un poco ms adelante, nos muestra a Marco en el momento en que se apresta a enfrentarse con un joven al que quisiera conquistar: ... Quera enjugarse los ojos hmedos, pero yo se lo imped. Djeme hacer a m. Sirvindome de los dos pulgares, le alc hacia la frente los prpados superiores, para que ambas lgrimas, prestas a derramarse, se reabsorbiesen y el sombreado de las pestaas no se fundiese a su contacto. Ajaj! Espere, todava no he terminado. Retoqu todos sus rasgos. Le temblaba un poco la boca. Se dej hacer pacientemente, suspirando como si la estuviese curando. Para terminar, cargu la borla que llevaba en el bolso con un polvo ms sonrosado. Ni una ni otra pronunciamos palabra. ...Suceda lo que suceda le dije, no llore. A ningn precio, se deje vencer por las lgrimas. ... Ella se pas la mano entre el flequillo y la frente. Deb comprar el sbado pasado aquel vestido negro que vi en casa del revendedor... Dgame, podra prestarme unas medias finas? A esta hora, ya no tengo tiempo para nada. Pues claro que s! Muchas gracias. Qu le parece una flor para iluminar mi vestido? No, nada de flores. Es verdad que el perfume de lirio ha pasado de moda? Me parece que tendra que preguntarle un montn de cosas, un verdadero montn... Y en otro de sus libros, Le toutounier, Colette ha evocado ese anverso de la vida de las mujeres. Tres hermanas desdichadas o inquietas por sus amores se renen todas las noches alrededor del viejo canap de su infancia; all se relajan, rumian las preocupaciones del da, preparan las batallas del da siguiente, gustan los efmeros placeres de un reposo cuidado, de un buen sueo, de un bao caliente, de {634} una crisis de lgrimas; apenas hablan, pero cada una crea para las otras una especie de nido; y todo cuanto pasa entre ellas es verdadero. Para algunas mujeres, esa intimidad frvola y clida es ms preciosa que la grave pompa de las relaciones con los hombres. En otra mujer es donde la narcisista encuentra, como en los tiempos de su adolescencia, un doble privilegiado; en sus ojos atentos y competentes es donde podr admirar su vestido bien cortado, su hogar refinado. Por encima del matrimonio, la amiga ntima sigue siendo un testigo de excepcin: tambin puede continuar apareciendo como un objeto deseable, deseado. Ya hemos dicho que en casi todas las jvenes existen tendencias homosexuales: los abrazos, a veces torpes, del marido no las borran; de ah proviene esa dulzura sensual que la mujer conoce junto a sus semejantes y que no tiene equivalente en los hombres normales. Entre las dos amigas, el apego sensual puede sublimarse en una sentimentalidad exaltada o traducirse en caricias difusas o precisas. Sus abrazos pueden ser tambin solamente un juego que distraiga sus ocios tal es el caso de las mujeres del harn, cuya principal preocupacin consiste en matar el tiempo o pueden adquirir una importancia primordial. Es raro, empero, que la complicidad femenina se eleve hasta el rango de una verdadera amistad; las mujeres se sienten ms espontneamente solidarias que los hombres, pero en el seno de esa solidaridad no se trasciende cada una hacia la otra: juntas, se vuelven hacia el mundo masculino, cuyos valores desean acaparar cada una para si. Sus relaciones no se construyen sobre su singularidad, sino que se viven inmediatamente en la generalidad: y por ah se introduce en seguida un elemento de hostilidad. Natacha (1), que amaba tiernamente a las mujeres de su familia porque poda exhibir ante sus ojos las cunas de sus bebs, experimentaba, no obstante, celos con respecto a ellas: en cada una poda encarnarse la mujer a los ojos de Pedro. El entendimiento entre mujeres proviene de que se identifican unas a otras {635}: mas, por eso mismo, cada una se opone a su compaera. Un ama de casa tiene con su doncella relaciones mucho ms ntimas que un hombre a menos que sea pederasta tiene jams con su ayuda de cmara o su chfer; ellas intercambian confidencias y, de vez en cuando, se hacen cmplices; pero tambin hay entre ellas una rivalidad hostil, ya que la seora de la casa, descargndose de la ejecucin del trabajo, quiere asegurarse la responsabilidad y el mrito del mismo; quiere considerarse irreemplazable, indispensable. En cuanto falto yo, todo va manga por hombro. Procura speramente sorprender en falta a la criada; si esta cumple demasiado bien sus deberes, la otra ya no puede conocer el orgullo de sentirse nica. De igual modo, se irrita sistemticamente contra las institutrices, gobernantas, nodrizas y nieras que se ocupan de su progenie, contra los familiares y las amigas que le echan una mano en sus tareas; da como pretexto que no respetan su voluntad, que no se conducen de acuerdo con sus ideas; la verdad es que no tiene ni voluntad ni ideas propias; lo que la irrita, por el contrario, es que otras desempeen sus funciones exactamente de la misma manera que las hubiera desempeado ella. Esa es una de las fuentes principales de todas las discusiones familiares y domsticas que envenenan la vida del hogar: cada mujer exige tanto ms speramente ser la soberana cuanto que no dispone de ningn medio para que se reconozcan sus singulares mritos. Pero es sobre todo en el terreno de la coquetera y el amor donde cada una ve en la otra una enemiga; ya he sealado esta verdad con respecto a las jvenes, verdad que se perpeta a menudo durante toda la vida. Hemos visto que el ideal de la elegante, de la mundana, consiste en una valoracin absoluta; sufre por no sentir nunca una aureola en torno a su cabeza; pero le resulta odioso percibir el ms tenue halo alrededor de otra frente; todos los sufragios que otra recoge, se los roba a ella; y qu es un absoluto que no sea nico? Una enamorada sincera se contenta con verse glorificada en un corazn, y no envidiar a sus amigas sus xitos superficiales; pero se siente en peligro en su mismo amor. El hecho es que el tema de la mujer engaada por su mejor {636} amiga no es solamente un tpico literario; cuanto ms amigas son dos mujeres, ms peligrosa se vuelve su dualidad. La confidente es invitada a ver por los ojos de la enamorada, a sentir con su corazn, con su carne, y se siente atrada por el amante, fascinada por el hombre que seduce a su amiga; se cree lo bastante protegida por su lealtad para dejarse llevar por sus sentimientos; tambin la irrita no representar ms que un papel inesencial, y pronto est dispuesta a ceder, a ofrecerse. Prudentes, muchas mujeres, tan pronto como se enamoran, evitan a las amigas ntimas. Esta ambivalencia apenas permite a las mujeres descansar en sus sentimientos recprocos. La sombra del varn pesa siempre abrumadoramente sobre ellas. Incluso cuando no hablan de l, puede aplicrsele el verso de SaintJohn Perse: (1) Vase TOLSTOI: Guerra y paz. Y nadie nombra al sol, mas su poder est entre nosotros. Juntas se vengan de l, le tienden trampas, le maldicen, le insultan: pero le esperan. Mientras se estanquen en el gineceo, se baarn en la contingencia, en la insipidez y el tedio; esos limbos han conservado un poco del calor del seno materno: pero son limbos. La mujer solo se demora en ellos con placer a condicin de dar por descontado que pronto emerger de ellos. As, no se complace con la humedad del cuarto de bao ms que imaginndose el saln iluminado donde en seguida har su entrada. Las mujeres son unas para otras camaradas de cautiverio, se ayudan a soportar su prisin, incluso a preparar su evasin: pero el libertador vendr del mundo masculino. Para la inmensa mayora de las mujeres, este mundo, despus del matrimonio, conserva todo su esplendor; solamente el marido pierde su prestigio; la mujer descubre que la pura esencia del hombre se ha degradado en l: sin embargo, no por eso deja de ser el hombre la verdad del universo, la suprema autoridad, lo maravilloso, la aventura, el amo, la mirada, la presa, el placer, la salvacin; todava encarna la trascendencia, es la respuesta a todas las preguntas. Y la esposa ms leal no consiente jams del todo en renunciar a l {637} para encerrarse en un lgubre tteatte con un individuo contingente. Su infancia le ha legado la imperiosa necesidad de un gua; si el marido no logra desempear ese papel, ella se vuelve hacia otro hombre. A veces, el padre, un hermano, un to, un deudo, un viejo amigo, ha conservado su antiguo prestigio: ser en l en quien se apoyar. Hay dos categoras de hombres a quienes su profesin destina a convertirse en confidentes y mentores: los sacerdotes y los mdicos. Los primeros tienen la gran ventaja de que no se hacen pagar sus consultas; el confesonario los entrega sin defensa a la charlatanera de las devotas; procuran sustraerse cuanto les es posible a las chinches de sacrista, a las ranas del agua bendita; pero deber suyo es dirigir su grey por los caminos de la moral, deber tanto ms urgente cuanto que las mujeres van adquiriendo mayor importancia social y poltica, y la Iglesia se esfuerza por hacer de ellas su instrumento. El director espiritual dicta a su penitente sus opiniones polticas, gobierna su voto; y muchos maridos se han irritado al ver que se inmiscua en su vida conyugal: a l corresponde definir las prcticas que en el secreto de la alcoba son lcitas o ilcitas; se interesa por la educacin de los hijos; aconseja a la mujer respecto al conjunto de las actitudes que mantiene con su marido; la que siempre ha saludado a un dios en el hombre, se arrodilla con delicia a los pies del varn que es el sustituto terrestre de Dios. El mdico est mejor defendido en este sentido, puesto que exige emolumentos; puede cerrar la puerta a clientes demasiado indiscretas; pero es el blanco de persecuciones ms precisas, ms obstinadas; las tres cuartas partes de los hombres a quienes persiguen las erotmanas, son mdicos; desnudar el cuerpo delante de un hombre representa para muchas mujeres un gran placer exhibicionista. Conozco algunas mujeres dice Stekel para quienes su nica satisfaccin consiste en hacerse examinar por un mdico que les sea simptico. Particularmente entre las solteronas es donde se encuentra un gran nmero de enfermas que van a ver al mdico para que las examine muy cuidadosamente {638}, a causa de unas prdidas sin importancia o de cualquier trastorno intrascendente. Otras sufren la fobia del cncer o de las infecciones (por los W.C.), y esas fobias les dan el pretexto para hacerse examinar. Cita, entre otros, los dos casos siguientes: Una solterona, B. V., de cuarenta y tres aos de edad, rica, va a ver a un mdico una vez cada mes, despus de sus reglas, y solicita un examen muy cuidadoso, porque cree que algo no marcha bien. Todos los meses cambia de mdico y cada vez representa la misma comedia. El mdico le pide que se desvista y se eche en la mesa o en un divn. Ella se niega, alegando que es demasiado pdica, que no quiere hacer semejante cosa, que va contra la Naturaleza... El mdico la fuerza o la persuade dulcemente, hasta que, por fin, ella se desnuda, explicndole que es virgen y que no debe hacerle dao. El mdico le promete hacerle una palpacin rectal. A menudo el orgasmo se produce durante el examen del mdico, y se repite, intensificado, durante la palpacin rectal. La mujer se presenta siempre bajo nombre falso y paga en el acto... Confiesa que ha mantenido la esperanza de ser violada por un mdico... La seora L. M., de treinta y ocho aos, casada, me dice que es completamente insensible al lado de su marido. Viene para hacerse examinar. Despus de solo dos sesiones, me confiesa que tiene un amante. Pero este no lograba provocar su orgasmo. Solamente lo consegua hacindose examinar por un gineclogo. (Su padre lo era!) Cada dos o tres sesiones, aproximadamente, se senta presa de la necesidad de ir en busca de un mdico para solicitar un examen. De vez en cuando, exiga un tratamiento, y esas eran las pocas ms felices. La ltima vez, un gineclogo le haba aplicado un largo masaje a causa de un pretendido descenso de la matriz. Cada masaje le haba provocado varios orgasmos. Ella explica su pasin por esos exmenes como una consecuencia de la primera palpacin, que le habla procurado el primer orgasmo de su vida... La mujer se imagina fcilmente que el hombre ante quien se ha descubierto ha quedado impresionado por su encanto {639} fsico o la belleza de su alma, y as se persuade, en los casos patolgicos, de que es amada por el mdico o el sacerdote. Incluso en el caso de que sea normal, tiene la impresin de que entre ella y l existe un lazo sutil, y se complace en una obediencia respetuosa; por lo dems, a veces encuentra en ello una seguridad que la ayuda a aceptar su vida. Hay mujeres, sin embargo, que no se contentan con apoyar su existencia sobre una autoridad moral: tienen tambin necesidad de una exaltacin novelesca en el seno de esa existencia. Si no quieren engaar ni abandonar a su marido, recurrirn a la misma maniobra que la joven a quien asustan los varones, es decir, a pasiones imaginarias. Stekel ofrece varios ejemplos de ello (1): (1) STEKEL: La femme frigide. Una mujer casada, muy decente, de la mejor sociedad, se queja de estados nerviosos y depresiones. Una noche, en la pera, se da cuenta de que est locamente enamorada del tenor. Se siente profundamente agitada al escucharle. Se convierte en una ferviente admiradora del cantante. No falta a ninguna representacin, compra su fotografa, suea con l, incluso le enva un ramo de rosas con una dedicatoria: De una desconocida agradecida. Hasta se decide a escribirle una carta (igualmente firmada por una desconocida). Pero se mantiene a distancia. Se le presenta la ocasin de trabar conocimiento con el cantante. Pero sabe instantneamente que no ir. No quiere conocerle de cerca. No tiene necesidad de su presencia. Es dichosa de amar con entusiasmo y seguir siendo una esposa fiel. Una dama se entregaba al culto de Kainz, actor muy clebre de Viena. Haba instalado en su apartamento una habitacin destinada a Kainz, con innumerables retratos del gran artista. En un rincn haba toda una biblioteca dedicada a Kainz. Todo cuanto haba podido coleccionar: libros, folletos, revistas o peridicos que hablasen de su hroe estaba cuidadosamente conservado, as como una coleccin de programas de teatro, estrenos o jubileos de Kainz. El tabernculo era una fotografa firmada por el gran artista. Cuando {640} su dolo muri, aquella mujer llev luto durante un ao y emprendi largos viajes para escuchar conferencias sobre Kainz. El culto a Kainz haba inmunizado su erotismo y su sensualidad. Est en el recuerdo de todos el torrente de lgrimas con que fue acogida la muerte de Rodolfo Valentino. Tanto las mujeres casadas como las solteras rinden culto a los hroes del cine. Son a veces sus imgenes las que evocan cuando se entregan a placeres solitarios o cuando, en los abrazos conyugales, conjuran fantasmas; sucede tambin que a menudo estos resucitan bajo la figura de un abuelo, un hermano, un profesor, etc., algn recuerdo infantil. Sin embargo, hay tambin en el entorno de la mujer hombres de carne y hueso; tanto si est sexualmente satisfecha, como si es frgida o est frustrada salvo en el caso muy raro de un amor completo, absoluto, exclusivo, la mujer concede el mayor valor a sus opiniones. La mirada demasiado cotidiana de su marido no logra animar su imagen; necesita que ojos todava llenos de misterio la descubran tambin a ella como un misterio; necesita una conciencia soberana enfrente que recoja sus confidencias, revele las fotografas empalidecidas, haga existir esos hoyuelos en las mejillas, ese parpadear que es solo de ella; la mujer solo es deseable, adorable, si la desean y la adoran. Si, poco ms o menos, se acomoda a su matrimonio, buscar sobre todo satisfacciones de vanidad cerca de otros hombres: los invita a participar en el culto que se rinde a s misma; seduce, agrada, le satisface soar con amores prohibidos y pensar: Si yo quisiera...; prefiere encantar a numerosos adoradores antes que atraerse profundamente a uno; ms ardiente y menos hosca que la joven, su coquetera exige a los varones que la confirmen en la conciencia de su valer y de su poder; con frecuencia se muestra tanto ms atrevida cuanto que est anclada en su hogar; habiendo logrado conquistar a un hombre, lleva el juego sin grandes esperanzas y sin grandes riesgos. Sucede a veces que, tras un perodo de fidelidad ms o {641} menos largo, la mujer no se limita a ciertos galanteos y coqueteras. A menudo es por rencor por lo que decide engaar a su marido. Adler pretende que la infidelidad de la mujer es siempre una venganza, lo cual es ir demasiado lejos; pero el hecho es que, a menudo, cede menos a la seduccin del amante que a un deseo de desafiar a su esposo: No es el nico hombre en el mundo... Hay otros a quienes puedo gustar... No soy su esclava; se cree muy listo y se deja engaar. Es posible que el marido escarnecido conserve a los ojos de la mujer una importancia primordial; al igual que la joven toma a veces un amante como rebelin contra su madre, para quejarse de sus padres, desobedecerlos y afirmarse a s misma, del mismo modo una mujer, a quien sus mismos rencores atan al marido, busca en el amante un confidente, un testigo que contemple su papel de vctima, un cmplice que la ayude a envilecer a su marido; le habla de este sin cesar, so pretexto de entregarlo como pasto a su desprecio; y, si el amante no desempea bien su papel, se aleja de l con mal humor para volverse hacia su esposo o para buscar consuelo en otro amante. Con mucha frecuencia, empero, es menos el rencor que la decepcin lo que la arroja en brazos de un amante; no encuentra el amor en el matrimonio; difcilmente se resigna a no conocer jams las voluptuosidades y goces cuya espera ha encantado su juventud. Cuando el matrimonio frustra a las mujeres de toda satisfaccin ertica y les niega la libertad y la singularidad de sus sentimientos, las conduce, a travs de una dialctica necesaria e irnica, al adulterio. Desde la infancia, las preparamos para las empresas del amor dice Montaigne; su gracia, su acicalarse, su ciencia, su charla, su instruccin toda, no tienen ms objeto que ese. Sus gobernantas no les imprimen otra cosa que el semblante del amor, aunque solo sea para hacrselo odioso mediante una continua representacin... Y ms adelante, aade: Por tanto, es una locura tratar de refrenar en las mujeres un deseo que en ellas es tan ardiente y natural {642}. Y Engels declara: Con la monogamia, aparecen de manera permanente dos figuras sociales caractersticas: el amante de la mujer y el cornudo... Junto a la monogamia y el hetairismo, el adulterio se convierte en una institucin social ineluctable, proscrita, rigurosamente castigada, pero imposible de suprimir. Si los abrazos conyugales han excitado la curiosidad de la mujer sin satisfacer sus sentidos, como en L'ingnue libertine de Colette, entonces trata de terminar su educacin en lechos extraos. Si su marido ha conseguido despertar su sexualidad, y no siente hacia l un apego singular, querr gustar con otros los placeres que aquel le ha descubierto. Algunos moralistas se han indignado por la preferencia acordada al amante, y ya he sealado el esfuerzo de la literatura burguesa para rehabilitar la figura del marido; pero es absurdo defenderlo, mostrando que a los ojos de la sociedad es decir, de los dems hombres tiene frecuentemente ms valor que su rival: lo que aqu importa es lo que representa para la mujer. Ahora bien, hay dos rasgos esenciales que lo hacen odioso. En primer lugar, es l quien asume el ingrato papel de iniciador; las contradictorias exigencias de la virgen, que se considera a la vez violentada y respetada, le condenan inevitablemente al fracaso; permanecer frgida para siempre entre sus brazos; junto al amante, no conoce ni las angustias de la desfloracin ni las primeras humillaciones del pudor vencido; se le ahorra el traumatismo de la sorpresa: poco ms o menos, sabe lo que le espera; ms sincera, menos susceptible y menos ingenua que en su noche de bodas, no confunde ya el amor ideal con el apetito fsico, el sentimiento con la turbacin: cuando toma un amante, quiere exactamente un amante. Esta lucidez es un aspecto de su libertad de eleccin. Porque esa es la otra tara que pesa sobre el marido: por lo general ha sido sufrido, no elegido. O le ha aceptado con resignacin, o le ha sido entregada por su familia; en todo caso, y aunque se hubiese casado con l por amor, al desposarlo, lo ha convertido en su amo; sus relaciones se han convertido en un deber, y, a menudo {643}, se le ha presentado bajo la figura de un tirano. Sin duda, la eleccin de un amante est limitada por las circunstancias, pero en tales relaciones hay una dimensin de libertad; casarse es una obligacin, tomar un amante es un lujo; la mujer cede, porque l la ha solicitado: est segura, si no de su amor, s, al menos, de su deseo, ese deseo no se manifiesta para obedecer ninguna ley. El amante posee tambin el privilegio de no desgastar su seduccin y su prestigio en los continuos roces de la vida cotidiana: se mantiene a distancia, es otro. De ese modo, la mujer tiene la impresin en sus encuentros de salir de s misma, de acceder a nuevas riquezas: se siente otra. Y eso es lo que ante todo buscan algunas mujeres en una unin de esa clase: sentirse ocupadas, asombradas, arrancadas de s mismas por el otro. Una ruptura deja en ellas una desesperada sensacin de vaco. Janet (1) cita varios casos de esas melancolas que nos muestran en profundidad lo que la mujer buscaba y hallaba en el amante: (1) Vase Les obsessions et la psychasthnie. Una mujer de treinta y nueve aos, desolada por haber sido abandonada por un escritor que durante cinco aos la haba asociado a sus trabajos, escribe a Janet: Tena una existencia tan rica y era tan tirnico, que solo poda ocuparme de l y no poda pensar en otra cosa. Otra, de treinta y un aos de edad, haba cado enferma como consecuencia de una ruptura con su amante, a quien adoraba. Quisiera ser un tintero de su mesa de trabajo, para verle y orle, escribe. Y luego, explica: Sola, me aburro; mi marido no hace trabajar mi cabeza lo suficiente; no sabe nada, no me ensea nada, no me asombra en absoluto... Solo tiene sentido comn, y eso me abruma. Del amante, por el contrario, escriba: Es un hombre asombroso; jams le he conocido con un minuto de turbacin, de emocin, de alegra, de dejarse ir, siempre dueo de s mismo, crtico, siempre fro, hasta el punto de hacerle a una morir de pena. Adems de todo eso, su actitud descarada, su sangre fra, su finura de espritu, su vivacidad de inteligencia me hacan perder la cabeza...{644} Hay mujeres que solo gustan esa sensacin de plenitud y gozosa excitacin en los primeros momentos de una unin ilcita; si el amante no les procura inmediatamente el placer lo cual sucede con frecuencia la primera vez, ya que los interesados se hallan intimidados y estn mal adaptados el uno al otro, sienten con respecto a l rencor y repugnancia; estas Mesalinas multiplican las experiencias y dejan a un amante tras otro. Mas tambin sucede que la mujer, ilustrada por el fracaso conyugal, es siente atrada esta vez por el hombre que precisamente le conviene y se establece entre ellos una unin duradera. A menudo, le gustar porque es un tipo de hombre radicalmente opuesto al de su esposo. Sin duda, fue el contraste que ofreca SainteBeuve con Victor Hugo lo que sedujo a Adle. Stekel cita el caso siguiente: La seora P. H. est casada desde hace ocho aos con un miembro de una sociedad de atletismo. Acude a una clnica ginecolgica para consultar una ligera salpingitis, quejndose de que su marido no la deja tranquila... y solamente experimenta dolor. El hombre es rudo y brutal. Termina por tomar una amante, cosa que a la mujer la hace feliz. Quiere divorciarse, y, en el bufete del abogado, conoce a un secretario que es el polo opuesto de su marido. Un hombre delgado, frgil, endeble, pero sumamente amable y dulce. Se hacen ntimos; el hombre busca su amor y le escribe tiernas epstolas y tiene con ella mil delicadas atenciones. Ambos descubren intereses espirituales comunes... El primer beso hace desaparecer la anestesia de ella... La potencia relativamente dbil de aquel hombre provoca los ms intensos orgasmos en la mujer ... Despus del divorcio, se casaron y vivieron muy felices ... El llegaba a producirle el orgasmo solamente con sus besos y caricias. Y era la misma mujer a quien su marido extraordinariamente potente acusaba de frigidez! No todas las uniones de esta ndole terminan as, como en un cuento de hadas. Al igual que la joven suea con un libertador que la arranque del hogar paterno, sucede tambin que la mujer espera que el amante la libere del yugo conyugal {646}: es un tema frecuentemente explotado el del ardiente enamorado que se hiela y huye tan pronto como su amante empieza a hablar de matrimonio; a menudo ella se siente herida por sus reticencias, y esas relaciones, a su vez, se ven deterioradas por el rencor y la hostilidad. Si una unin de esa clase se estabiliza, termina con frecuencia por adquirir un carcter familiar, conyugal; vuelve a encontrarse en ella el tedio, los celos, la prudencia, la astucia, todos los vicios del matrimonio. Y la mujer suea con otro hombre que la arranque de aquella rutina. Por lo dems, el adulterio reviste caractersticas muy diferentes, segn las costumbres y las circunstancias. La infidelidad conyugal todava aparece en nuestra civilizacin, donde perviven las tradiciones patriarcales, como mucho ms grave en el caso de la mujer que en el del hombre: Inicua estimacin de los vicios! clama Montaigne. Crearnos y emponzoamos los vicios, no segn la Naturaleza, sino de acuerdo con nuestro inters, por donde toman tantas formas desiguales. La aspereza de nuestros decretos hace que la aplicacin de las mujeres a ese vicio sea ms spera y viciosa de lo que atae a su condicin y la compromete a consecuencias peores que su causa. Ya se han visto las razones originarias de esta severidad: el adulterio de la mujer, al introducir en la familia al hijo de un extrao, amenaza con dejar frustrados a los legtimos herederos; el marido es el amo; la esposa, su propiedad. Los cambios sociales, la prctica del control de la natalidad, han despojado a esos motivos de mucha de su fuerza. Pero la voluntad de mantener a la mujer en estado de dependencia perpeta las prohibiciones con que todava se la rodea. A menudo las interioriza; cierra los ojos ante las calaveradas conyugales, sin que su religin, su moral y su virtud le permitan pensar en ninguna reciprocidad. El control ejercido por su entorno en particular en los pueblos pequeos, tanto del Viejo como del Nuevo Mundo es mucho ms severo que el que pesa sobre el marido: este sale ms, viaja, y sus extravos son tolerados con ms indulgencia; ella se {646} arriesga a perder su reputacin y su posicin de mujer casada. Con frecuencia se han descrito los ardides de que se vale la mujer para burlar esa vigilancia: conozco un pueblecito portugus, de una severidad anticuada, donde las jvenes no salen si no van acompaadas por la suegra o una cuada; pero el peluquero alquila unas habitaciones situadas encima de su saln; entre el marcado y el retoque final, los amantes se abrazan apresuradamente. En las grandes ciudades, las mujeres tienen muchos menos carceleros: pero la antigua prctica de cinco a siete apenas permita tampoco que los sentimientos ilegtimos se desarrollasen felizmente. Apresurado, clandestino, el adulterio no crea relaciones humanas y libres; las mentiras que implica terminan por negar toda dignidad a las relaciones conyugales. En muchos medios, las mujeres han conquistado hoy, parcialmente, su libertad sexual. Mas todava es para ellas un difcil problema conciliar su vida conyugal con satisfacciones erticas. Al no implicar el matrimonio, por lo general, el amor fsico, parecera razonable disociar francamente el uno del otro. Se admite que el hombre puede ser un excelente marido y, no obstante, infiel: sus caprichos sexuales no le impiden, en efecto, llevar amistosamente con su mujer la empresa de una vida en comn; esa amistad ser incluso tanto ms pura, menos ambivalente, cuanto que no representa una cadena. Podra admitirse que las cosas sucediesen de igual modo en lo tocante a la esposa; a menudo ella desea compartir la existencia de su marido, crear con l un hogar para sus hijos y, no obstante, conocer los abrazos de otros hombres. Son los compromisos de prudencia y de hipocresa los que hacen degradante el adulterio; un pacto de libertad y sinceridad abolira una de las taras del matrimonio. Sin embargo, hay que reconocer que hoy la irritante frmula que sugiri la Francillon de Alejandro Dumas hijo: Para la mujer no es lo mismo, conserva cierta verdad. La diferencia no tiene. nada de natural. Se pretende que la mujer tiene menos necesidad de actividad sexual que el hombre: nada hay menos seguro que eso; las mujeres reprimidas son esposas desabridas, madres sdicas, amas de casa maniticas {647}, criaturas desdichadas y peligrosas; en todo caso, aunque la necesidad de satisfacer sus deseos fuese menos frecuente, no sera ello una razn para encontrar superfluo que los satisfagan. La diferencia proviene del conjunto de la situacin ertica del hombre y de la mujer tal y como la definen la tradicin y la sociedad actuales. Todava se considera el acto amoroso en la mujer como un servicio que presta al hombre, lo cual hace que este aparezca como su amo; ya hemos visto que este siempre puede tomar a una inferior, pero que ella se degrada si se entrega a un hombre que no sea su par en la sociedad; su consentimiento tiene, en todo caso, el carcter de una rendicin, de una cada. Una mujer acepta frecuentemente de buen grado que su marido posea a otras mujeres: incluso la lisonjea; parece ser que Adle Hugo vea sin pena cmo su fogoso marido llevaba sus ardores a otros lechos; algunas incluso imitan a la Pompadour y aceptan convertirse en alcahuetas (1). Por el contrario, en el abrazo, la mujer se torna objeto, presa; al marido le parece que ella se ha impregnado de un extrao man, ha dejado de ser suya, se la han robado. Y el hecho es que, en la cama, la mujer a menudo se siente, se quiere, y, por consiguiente, es dominada; el hecho es tambin que, a causa del prestigio viril, tiene tendencia a aprobar e imitar al varn que, habindola posedo, encarna a sus ojos al hombre todo entero. El marido se irrita, no sin razn, de or en una boca familiar el eco de un pensamiento extrao: le parece un poco que ha sido l quien ha sido posedo, violado. Si madame de Charrire rompi con el joven Benjamin Constant que, entre dos mujeres viriles, representaba el papel femenino, fue porque no soportaba percibirle marcado por la detestada influencia de madame de Stal. En tanto la mujer se haga esclava y reflejo del hombre a quien se da, debe reconocer que sus infidelidades la arrancan ms radicalmente a su marido que las infidelidades recprocas {648}. (1) Hablo aqu del matrimonio. En el amor se ver que la actitud de la pareja es inversa. Si ella conserva su integridad, puede temer, no obstante, que el marido se haya comprometido en la conciencia del amante. Una mujer siempre est dispuesta a imaginarse que al acostarse con un hombre aunque solo sea una vez deprisa y sobre un sof adquiere una superioridad sobre la esposa legtima; con mayor motivo, un hombre que cree poseer a su amante estima que juega una mala pasada al marido. Por eso, en La tendresse, de Bataille, y en Belle de jour, de Kessel, la mujer tiene buen cuidado de elegir amantes de baja condicin: busca en ellos satisfacciones sensuales, pero no quiere darles preeminencia sobre un marido a quien respeta. En La condition humaine, Malraux nos muestra una pareja en la que hombre y mujer han hecho un pacto de libertad recproca; sin embargo, cuando May cuenta a Kyo que se ha acostado con un camarada, l sufre al pensar que aquel hombre se habr imaginado que la ha posedo; ha optado por respetar su independencia, porque sabe muy bien que jams tiene uno a nadie; pero las ideas complacidas acariciadas por otro le hieren y humillan a travs de May. La sociedad confunde a la mujer libre con la mujer fcil; el mismo hombre no reconoce de buen grado la libertad de la cual se aprovecha; prefiere creer que su amante ha cedido, se ha dejado arrastrar, que la ha conquistado, la ha seducido. Una mujer orgullosa puede resignarse personalmente a la vanidad de su compaero; pero le resultar odioso que un marido al que respeta soporte su arrogancia. A una mujer le resulta muy difcil obrar lo mismo que un hombre, en tanto esa igualdad no sea universalmente reconocida y concretamente realizada. De todos modos, el adulterio, las amistades, la vida mundana, no constituyen en la vida conyugal ms que diversiones; pueden contribuir a soportar sus restricciones, pero no las rebasan. No son ms que falsas evasiones que en modo alguno permiten a la mujer tomar autnticamente en sus manos su propio destino {649}. CAPTULO IV. PROSTITUTAS Y HETAIRAS. Ya hemos visto (1) que el matrimonio tiene como correlativo inmediato la prostitucin. El hetairismo dice Morgan sigue a la Humanidad hasta en su civilizacin como una oscura sombra que se cierne sobre la familia. Por prudencia, el hombre consagra a su esposa a la castidad, pero l no se satisface con el rgimen que le impone. (1) Volumen I, parte segunda. Los reyes de Persia relata Montaigne, quien aprueba su sabidura llamaban a sus mujeres para que los acompaasen en sus festines; pero, cuando el vino los caldeaba y necesitaban soltar la brida a la voluptuosidad, las enviaban a sus habitaciones privadas, para no hacerlas partcipes de sus apetitos inmoderados, y ordenaban que acudiesen en su lugar mujeres con las cuales no tenan la obligacin de mostrarse respetuosos. Hacen falta cloacas para garantizar la salubridad de los palacios, decan los Padres de la Iglesia. Y Mandeville, en una obra que hizo mucho ruido, deca: Es evidente que existe la necesidad de sacrificar a una parte de las mujeres para conservar a la otra y para prevenir una suciedad de carcter ms repelente. Uno de los argumentos esgrimidos por los esclavistas norteamericanos en favor de la esclavitud consista en que, al estar los blancos del Sur descargados de las faenas serviles, podan mantener entre ellos las relaciones ms democrticas {650}, ms refinadas; de igual modo, la existencia de una casta de mujeres perdidas permite tratar a la mujer honesta con el respeto ms caballeresco. La prostituta es una cabeza de turco; el hombre descarga su torpeza sobre ella y luego la vilipendia. Que un estatuto legal la someta a vigilancia policaca o que trabaje en la clandestinidad, en cualquier caso es tratada como paria. Desde el punto de vista econmico, su situacin es simtrica a la de la mujer casada. Entre las que se venden por medio de la prostitucin y las que lo hacen a travs del matrimonio, la nica diferencia consiste en el precio y la duracin del contrato, dice Marro (1). Para ambas, el acto sexual es un servicio; la segunda est comprometida para toda la vida a un solo hombre; la primera tiene varios clientes que le pagan por unidades. Aquella est protegida por un varn contra todos los dems; esta se halla defendida por todos contra la exclusiva tirana de cada uno. En todo caso los beneficios que extraen del don de su cuerpo estn limitados por la competencia; el marido sabe que podra haber elegido otra esposa:. el cumplimiento de los deberes conyugales no es una gracia, es la ejecucin de un contrato. En la prostitucin, el deseo masculino, al no ser singular sino especifico, puede satisfacerse con no importa qu cuerpo. Esposa o hetaira, ninguna logra explotar al hombre ms que en el caso de que adquieran sobre l un singular ascendiente. La gran diferencia entre ellas consiste en que la mujer legtima, oprimida en tanto que mujer casada, es respetada como persona humana; y este respeto empieza a dar jaque seriamente a la opresin. Mientras que la prostituta no tiene los derechos de una persona y en ella se resumen, a la vez, todas las figuras de la esclavitud femenina. (1) La pubert. Resulta ingenuo preguntarse qu motivos empujan a la mujer a la prostitucin; hoy ya no se cree en la teora de Lombroso, que asimilaba a las prostitutas con los criminales y que solo vea degenerados en unos y otras; segn afirman las estadsticas, es posible que, de una manera general {651}, el nivel mental de las prostitutas est un poco por debajo del nivel medio y que el de algunas sea francamente dbil: las mujeres cuyas facultades mentales estn disminuidas eligen de buen grado un oficio que no exige de ellas ninguna especializacin; pero la mayor parte de ellas son normales, y algunas, muy inteligentes. Ninguna fatalidad hereditaria, ninguna tara fisiolgica, pesa sobre ellas. En verdad, en un mundo en que la miseria y la falta de trabajo causan estragos, tan pronto como una profesin se abre, se encuentran gentes dispuestas a ejercerla; mientras existan la Polica, la prostitucin, habr policas y prostitutas. Tanto ms cuanto que estas profesiones, por trmino medio, reportan ms beneficios que otras muchas. Es hipcrita en grado sumo asombrarse de la oferta que suscita la demanda masculina; se trata de un proceso econmico rudimentario y universal. De todas las causas de la prostitucin escriba en 1857 ParentDuchtelet, en el curso de su encuesta, ninguna ms activa que la falta de trabajo y la miseria, que es consecuencia inevitable de los salarios insuficientes. Los moralistas bien pensados replican sarcsticamente que los lacrimosos relatos de las prostitutas son novelas para uso de clientes ingenuos. En efecto, en muchos casos la prostituta podra haberse ganado la vida de otra manera: pero, si la que ha elegido no le parece la peor, eso no prueba que tenga el vicio en la sangre; ms bien eso condena a una sociedad donde ese oficio es todava uno de los que a muchas mujeres les parece el menos repelente. La pregunta suele ser: por qu lo han elegido? Pero la cuestin es ms bien la siguiente: por qu no hablan de elegirlo? Entre otras cosas, se ha advertido que gran parte de las prostitutas se reclutaban entre las sirvientas; eso fue lo que estableci ParentDuchtelet para todos los pases, lo que observaba Lily Braun en Alemania y lo que haca notar Ryckre respecto a Blgica. Alrededor del 50 por 100 de las prostitutas han sido antes criadas. Una ojeada a la habitacin de la criada basta para explicar el hecho. Explotada, esclavizada, tratada como objeto ms que como persona, la criada para todo no espera del porvenir ninguna mejora de su suerte; a veces tiene que sufrir los caprichos {652} del amo de la casa: de la esclavitud domstica y los amores ancilares, se va deslizando hacia una esclavitud que no podra ser ms degradante, pero que ella suea ms dichosa. Adems, las mujeres que prestan sus servicios como criadas son muy a menudo desarraigadas; se calcula que el 80 por 100 de las prostitutas parisienses proceden de las provincias o del campo. La proximidad de su familia, la preocupacin por su reputacin impediran a la mujer abrazar una profesin generalmente despreciada; pero, perdida en una gran ciudad y no encontrndose ya integrada en la sociedad, la idea abstracta de la moral no representa para ella un obstculo. Cuanto ms rodea la burguesa de temibles tabes el acto sexual y, sobre todo, la virginidad, tanto ms se presenta en muchos medios obreros y campesinos como una cosa indiferente. Multitud de encuestas coinciden en este punto: hay un gran nmero de jvenes que se dejan desflorar por el primero que llega y que inmediatamente despus consideran natural entregarse al primero que pase. En una encuesta realizada con cien prostitutas, el doctor Bizard ha comprobado los hechos siguientes: una haba sido desflorada a los once aos, dos a los doce, dos a los trece, seis a los catorce, siete a los quince, veintiuna a los diecisis, diecinueve a los diecisiete, diecisiete a los dieciocho, seis a los diecinueve aos; las dems lo haban sido despus de los veintin aos. As, pues, haba un 5 por 100 que haban sido violadas antes de su formacin. Ms de la mitad decan haberse entregado por amor; las otras haban consentido por ignorancia. El primer seductor es frecuentemente joven. Lo ms corriente es que se trate de un camarada de taller, un colega de oficina, un amigo de la infancia; despus vienen los militares, los contramaestres, los ayudas de cmara, los estudiantes; la lista del doctor Bizard inclua, adems, dos abogados, un arquitecto, un mdico, un farmacutico. Es bastante raro, en contra de lo que quiere la leyenda, que sea el propio patrn quien desempee el papel de iniciador: pero con frecuencia lo es su hijo, o su sobrino, o uno de sus amigos. Commenge, en su estudio, seala tambin el caso de cuarenta y cinco muchachas de doce a diecisiete aos que {653} haban sido desfloradas por desconocidos a quienes no haban vuelto a ver jams; haban consentido con indiferencia, sin experimentar placer. Entre otros, el doctor Bizard ha detallado los siguientes casos: La seorita G., de Burdeos, al salir de] colegio de monjas a los dieciocho aos de edad, se deja arrastrar por curiosidad, sin pensar mal, a una roulotte, donde es desflorada por un forastero desconocido. Una nia de trece aos se entrega, sin reflexionar, a un seor a quien encuentra en la calle, al que no conoce y a quien no volver a ver nunca ms. M. nos cuenta textualmente que ha sido desflorada a la edad de diecisiete aos por un joven a quien no conoca... Se dej hacer por ignorancia. R., desflorada a los diecisiete aos y medio por un joven a quien no habla visto nunca y con quien se encontr por azar en casa de un mdico de la vecindad, al cual haba ido a buscar para que atendiese a su hermana enferma; el joven la llev en su automvil para que regresara ms rpidamente; pero, en realidad, despus de haber obtenido de ella lo que deseaba, la dej plantada en plena calle. B., desflorada a los quince aos y medio, sin pensar en lo que haca, dice textualmente nuestra cliente, por un joven a quien no ha vuelto a ver; nueve meses despus, dio a luz una hermosa criatura. S., desflorada a los catorce aos por un joven que la atrajo a su casa so pretexto de presentarle a una hermana suya. En realidad el joven no tena hermana; pero s la sfilis, y contagi a la nia. R., desflorada a los dieciocho aos, en una antigua trinchera del frente, por un primo casado, con quien visitaba el campo de batalla y que la dej encinta, lo cual la oblig a abandonar a su familia {654}. C., de diecisiete aos de edad, desflorada en la playa una noche de verano por un joven a quien acababa de conocer en el hotel y a cien metros de sus respectivas madres, que charlaban de trivialidades. Contagiada de blenorragia. L., desflorada a los trece aos por su to, mientras escuchaban la radio, en tanto que su ta, a quien le gustaba acostarse temprano, descansaba tranquilamente en la habitacin contigua. Esas jvenes que han cedido pasivamente, no por ello han sufrido menos el traumatismo de la desfloracin, podemos estar seguros de ello. Uno querra saber qu influencia psicolgica ha ejercido en su porvenir tan brutal experiencia; pero no se psicoanaliza a las rameras, que son torpes para describirse a s mismas y se ocultan detrs de cliss establecidos. En algunas de ellas, la facilidad para entregarse al primero que lleg se explica por la existencia de los fantasmas de la prostitucin de que hemos hablado: hay muchachas muy jvenes que imitan a las prostitutas por rencor familiar, por horror hacia su naciente sexualidad o por el deseo de jugar a ser personas mayores; se maquillan escandalosamente, frecuentan el trato con muchachos, se muestran coquetas y provocativas; ellas, que todava son infantiles, asexuadas y fras, creen poder jugar impunemente con fuego; un da un hombre les toma la palabra y ellas se deslizan de los sueos a los hechos. Una vez hundida una puerta es difcil tenerla cerrada, deca una joven prostituta de catorce aos (1). Sin embargo, raramente se decide la muchacha a ponerse en una esquina inmediatamente despus de su desfloracin. En algunos casos, sigue apegada a su primer amante y contina viviendo con l; toma un oficio honrado; cuando el amante la abandona, otro la consuela; puesto que ya no pertenece a un solo hombre, estima que puede darse a todos; a veces es el amante el primero, el segundo quien sugiere ese medio de ganar dinero. Hay tambin muchas jvenes a quienes {655} prostituyen sus padres: en algunas familias como la clebre familia de los Juke, todas las mujeres estn destinadas a ese oficio. Entre las jvenes vagabundas se cuenta tambin un elevado nmero de nias abandonadas por sus deudos, que empiezan por ejercer la mendicidad y de ah se deslizan a las esquinas. En 1857, ParentDuchtelet comprob que, de 5.000 prostitutas, 1.441 haban sido influidas por la pobreza, seducidas y abandonadas, y 1.255 haban sido abandonadas y dejadas sin recursos por sus padres. Las encuestas modernas sugieren, poco ms o menos, las mismas conclusiones. La enfermedad empuja frecuentemente a la prostitucin a la mujer que ha quedado incapacitada para realizar un verdadero trabajo, o que ha perdido su empleo; destruye el precario equilibrio del presupuesto, obliga a la mujer a inventarse apresuradamente nuevos recursos. Lo mismo ocurre con el nacimiento de un hijo. Ms de la mitad de las mujeres de SaintLazare han tenido, por lo menos, un hijo; muchas han criado de tres a seis; el doctor Bizard se refiere a una que haba trado al mundo catorce hijos, ocho de los cuales vivan todava cuando l la conoci. Hay pocas, asegura, que abandonen a su pequeo; y sucede que sea precisamente para alimentar a su hijo por lo que la madre soltera se convierte en prostituta. (1) Citada por MARRO: La pubert. Entre otros, cita el siguiente caso: Desflorada en provincias, a la edad de diecinueve aos, por un patrn de sesenta aos, cuando la muchacha viva con su familia, se vio obligada, una vez encinta, a abandonar a los suyos para dar a luz una hermosa hija, a quien ha educado muy correctamente. Despus del parto, se traslad a Pars, se coloc como nodriza y empez a ponerse en las esquinas a la edad de veintinueve aos. As, pues, hace treinta y tres aos que se ha estado prostituyendo. En el lmite de sus fuerzas y de su valor, solicita que la hospitalicen en SaintLazare. Sabido es que la prostitucin se recrudece tambin durante las guerras y en el curso de las crisis que las siguen {656}. La autora de Vie d'une prostitue, publicada en parte en Temps modernes (1), relata as sus comienzos: (1) Ha hecho aparecer este relato, clandestinamente, bajo el seudnimo de MarieThrse, y con este nombre la designar. Me cas a los diecisis aos con un hombre que me llevaba trece. Me cas para salir de casa de mis padres. Mi marido solo pensaba en hacerme hijos. As te quedars en casa y no saldrs por ah, deca. No quera que me maquillase, no quera llevarme al cine. Tena que soportar a mi suegra, que vena a casa todos los das y siempre daba la razn al cerdo de su hijo. Mi primer hijo fue varn, Jacques; catorce meses ms tarde, di a luz otro, Pierre. Como me aburra empec a seguir un curso de enfermera, lo cual me gustaba mucho... Entr en un hospital de los alrededores de Pars, con las mujeres. Una enfermera que era una pilluela me ense cosas que no conoca. Me dijo que acostarse con su marido era un suplicio. Estuve luego seis meses entre hombres sin tener un solo capricho. Pero un da, un verdadero patn, un hueso de taba, pero hermoso muchacho, entr en mi habitacin privada... Me hizo comprender que podra cambiar de vida, que poda irme con l a Pars, que dejara de trabajar... Saba bien cmo engatusarme... Me decid a marcharme con l... Durante un mes, fui verdaderamente feliz... Un da lleg acompaado por una mujer bien vestida, elegante, y me dijo: Mira: esta se defiende muy bien. Al principio, no acced. Incluso busqu un empleo de enfermera en una clnica del barrio, para hacerle ver que no quera ponerme en las esquinas; pero no poda resistir mucho tiempo. El me deca: No me quieres. Cuando una mujer quiere a un hombre, trabaja para l. Yo lloraba. En la clnica, estaba muy triste. Finalmente, me dej llevar al peluquero... Y me inici en el oficio. Julot me segua inmediatamente detrs, para ver si me defenda bien y para avisarme cuando apareca la Polica... En ciertos aspectos, esa historia est de acuerdo con la clsica historia de la joven enviada a las esquinas por un chulo. Sucede a veces que sea el marido quien desempee este ltimo papel. Y algunas veces tambin una mujer {657}. En 1931, L. Faivre realiz una encuesta entre 510 jvenes prostitutas (1); hall que 284 vivan solas, 132 con un amigo, 94 con una amiga generalmente unida a ella por lazos homosexuales. Cita (con sus respectivas ortografas) los siguientes extractos de sus cartas: (1) Les jeunes prostitues vagabondes en prison. Suzanne, diecisiete aos. Me he entregado a la prostitucin, sobre todo, con prostitutas. Una que me retuvo mucho tiempo era muy celosa, y por eso me fui de la calle de... Andre, quince aos y medio. Dej a mis padres para irme a vivir con una amiga a quien encontr en un baile; me di cuenta en seguida de que quera amarme como un hombre; estuve con ella cuatro meses, y luego... Jeanne, catorce aos. Mi pobre papato se llamaba X. Muri a consecuencia de la guerra en el hospital, en 1922. Mi madre volvi a casarse. Yo iba a la escuela para obtener mi diploma de estudios; una vez que lo obtuve, hube de aprender costura... Despus, como ganaba muy poco, empezaron las disputas con mi padrastro. Tuve que colocarme como sirvienta en casa de madame X., en la calle de... Estaba sola desde haca diez das con su joven hija, que poda tener unos veinticinco aos, y advert un gran cambio en ella. Luego, un da, igual que un hombre, me confes su gran amor. Vacil, luego tuve miedo de que me despidieran y termin por ceder; entonces comprend ciertas cosas. Trabaj, despus me encontr sin trabajo y tuve que ir al Bois, donde me prostitu con mujeres. Trab conocimiento con una dama muy generosa, etc. Con bastante frecuencia, la mujer no se plantea la prostitucin como un medio provisional para aumentar sus recursos. Pero se ha descrito multitud de veces la manera en que se encuentra despus encadenada. Si los casos de trata de blancas en cuyo engranaje se ve cogida por la violencia, falsas promesas, engaos, etc., son relativamente raros, lo que s es frecuente es que se vea retenida en la carrera contra su voluntad. El capital necesario para sus comienzos {658} le ha sido proporcionado por un chulo o una patrona que ha adquirido derechos sobre ella, que recoge la mayor parte de sus beneficios y del cual o la cual no logra liberarse. Durante varios aos, MarieThrse ha librado una verdadera lucha antes de conseguirlo. Por fin comprend que Julot slo quera mi parn, y pens que lejos de l podra ahorrar un poco de dinero... En la casa, al principio, era tmida, no me atreva a acercarme a los clientes para decirles: Subimos? La mujer de un compaero de Julot me vigilaba de cerca y hasta contaba mis pasos... Luego, Julot me escribi para decirme que deba entregar mi dinero todas las noches a la patrona: De ese modo, nadie te lo robar. Cuando quise comprarme un vestido, la patrona me dijo que Julot habla prohibido que me diese mi parn... Decid marcharme cuanto antes de aquella crcel. Cuando la patrona se enter de que pensaba marcharme, no me puso el tampn (1) antes de la visita, como las otras veces; y entonces me detuvieron y me llevaron al hospital... Tuve que volver a aquella prisin para ganar el dinero suficiente para el viaje... Pero solo estuve en el burdel cuatro semanas... Trabaj algunos das en Barbs como antes, pero guardaba demasiado rencor a Julot para quedarme en Pars: nos insultbamos, me pegaba: una vez casi me tir por la ventana... Me arregl con un rufin para irme a provincias. Cuando me di cuenta de que aquel rufin conoca a Julot, no acud a la cita convenida. Las dos gachs del rufin me encontraron despus en la calle Belhomme Y me dieron una solfa... Al da siguiente, hice mi maleta y me fui completamente sola a la isla de T. Al cabo de tres semanas, estaba hasta la coronilla de aquel prostbulo y le escrib al mdico, cuando vino para la visita, que me diese de alta... Julot me vio en el bulevar Magenta y me peg... Qued con la cara sealada despus de la zurra que me propin en el bulevar Magenta. Estaba harta de Julot. De modo que hice un contrato para marcharme a Alemania... (1) Un tampn para adormecer los gonococos, que se les colocaba a las mujeres antes de la visita, de tal modo que el mdico solo encontraba una mujer enferma cuando la duea quera desembarazarse de ella. La literatura ha popularizado la figura de Julot. Desempea en la vida de la ramera un papel de protector. Le {659} adelanta dinero para que se compre ropa y la defiende contra la competencia de otras mujeres, contra la Polica a veces l mismo es polica y contra los clientes. Estos se quedaran muy satisfechos si pudiesen consumir sin pagar; otros desearan satisfacer su sadismo a costa de la mujer. En Madrid, hace algunos aos, una juventud fascista y dorada se diverta arrojando las prostitutas al ro en las noches fras; en Francia, alegres estudiantes se llevan a veces mujeres al campo para abandonarlas all de noche y enteramente desnudas; para cobrar su dinero y evitar los malos tratos, la prostituta necesita un hombre. Este le proporciona tambin un apoyo moral: Sola, se trabaja menos bien, se pone menos corazn en la tarea, una se deja llevar, dicen algunas. A menudo est enamorada de l; ha sido por amor por lo que se ha dedicado a su oficio, o as lo justifica; en su medio existe una enorme superioridad del hombre sobre la mujer: semejante distancia favorece el amorreligin, lo cual explica la apasionada abnegacin de algunas prostitutas. En la violencia de su hombre, ven el signo de su virilidad y se someten a l con tanta mayor docilidad. A su lado conocen los celos, las torturas, pero tambin los goces de la enamorada. Sin embargo, a veces no sienten por l ms que hostilidad y rencor: solamente por temor, porque las tiene cogidas, permanecen bajo su frula, como acaba de verse en el caso de MarieThrse. As, pues, a menudo se consuelan con un capricho elegido entre los clientes. Aparte de su Julot, todas las mujeres tenan caprichos escribe MarieThrse; yo tambin tena el mo. Era un marino muy buen mozo. A pesar de que haca muy bien el amor, yo no poda arreglarme con l, pero ramos muy amigos. A menudo, suba conmigo sin hacerme el amor, solo para charlar, y me deca que deba marcharme de all, que aquel no era mi lugar. Tambin se consuelan con mujeres. Un elevado nmero de prostitutas son homosexuales. Ya se ha visto que, en el origen de su carrera, haba a menudo una aventura homosexual y que muchas seguan viviendo con una amiga. En Alemania {660}, segn Anna Rueling, alrededor del 20 por 100 de las prostitutas seran homosexuales. Faivre seala que en la crcel las jvenes detenidas intercambian cartas pornogrficas de apasionados acentos y que firman Unidas para toda la vida. Tales cartas son homlogas de las que se escriben las colegialas que alimentan llamas en su corazn; estas estn menos advertidas y son ms tmidas; aquellas, en cambio, van hasta el extremo de sus sentimientos, tanto en sus palabras como en sus actos. En la vida de MarieThrse que fue iniciada en la voluptuosidad por una mujer, se ve el privilegiado papel que desempea la amiguita frente al despreciado cliente o el chulo autoritario: Julot trajo una jovencita, una pobre chacha que ni siquiera tena zapatos. Se lo compraron todo de ocasin, y luego vino a trabajar conmigo. Era muy amable, y como, adems, le gustaban las mujeres, nos entendimos muy bien. Me recordaba todo lo que yo haba aprendido con la enfermera. Bromebamos a menudo, y, en lugar de trabajar, nos bamos al cine. Yo estaba contenta de tenerla con nosotros. Se ve que la amiguita representa, poco ms o menos, el papel que desempea el amigo ntimo para la mujer honrada confinada entre mujeres: ella es una camarada de placer, con ella las relaciones son gratuitas, libres, y, por tanto, pueden ser queridas; cansada de los hombres, sintiendo repugnancia por ellos o deseando una diversin, la prostituta buscar a menudo el reposo y el placer entre los brazos de otra mujer. En todo caso, la complicidad de que he hablado y que une inmediatamente a las mujeres existe con ms fuerza en este caso que en cualquier otro. Debido a que sus relaciones con la mitad de la Humanidad son de carcter comercial y a que el conjunto de la sociedad las trata como parias, las prostitutas tienen entre s una estrecha solidaridad; entre ellas existen rivalidades, celos, se insultan y se pegan; pero tienen profundamente necesidad unas de otras para constituir un contrauniverso en el que reencuentren su dignidad humana; la amiguita es la confidente y la testigo privilegiada; ella es quien aprecia el vestido y el peinado {661}, que son medios destinados a seducir al hombre, pero que se presentan como fines en s en las miradas envidiosas o admirativas de las otras mujeres. En cuanto a las relaciones de la prostituta con sus clientes, las opiniones estn muy divididas y los casos, sin duda, son muy diversos. Se ha subrayado con frecuencia que reserva para el amado de su corazn el beso en la boca, expresin de una ternura autntica, y que no establece ninguna comparacin entre los abrazos amorosos y los profesionales. El testimonio de los hombres no es de fiar, ya que su vanidad los incita a dejarse engaar por comedias de goce. Es preciso decir que las circunstancias son muy diferentes, segn se trate de una accin briosa acompaada a menudo de una fatiga fsica agotadora, de un acto rpido, de una noche entera o de relaciones continuadas con un cliente familiar. MarieThrse ejerca su oficio, por lo general, con indiferencia, pero evoca con delicia ciertas noches; tuvo sus caprichos y dice que todas sus camaradas tambin los tenan; a veces sucede que la mujer rehusa que le pague un cliente que le ha gustado, y, en ocasiones, si l est en apuros econmicos, le ofrece su ayuda. En conjunto, sin embargo, la prostituta trabaja en fro. Algunas solo tienen para el conjunto de su clientela una indiferencia matizada con cierto desprecio. Oh, qu bobos son los hombres! Cmo pueden las mujeres meterles en la cabeza todo lo que quieren!, escribe MarieThrse. Pero muchas experimentan un rencor asqueado con respecto a los hombres; entre otras cosas, les asquean sus vicios. Ora porque acudan al burdel con objeto de satisfacer los vicios que no se atreven a confesar a su mujer o a su amante, ora porque el hecho de estar en un burdel los incite a inventarse vicios, muchos hombres les exigen fantasas. MarieThrse se lamentaba en particular de que los franceses tuviesen una imaginacin insaciable. Las enfermas atendidas por el doctor Bizard le han confiado que todos los hombres son ms o menos viciosos. Una de mis amigas charl largamente en el hospital Beaujon con una joven prostituta, muy inteligente, que haba empezado siendo criada y que a la sazn viva {662} con un chulo a quien adoraba. Todos los hombres son viciosos deca, excepto el mo. Por eso le amo. Si alguna vez le descubro un vicio, lo abandonar. La primera vez el cliente no siempre se atreve, tiene aspecto normal; pero, cuando vuelve, empieza a querer cosas... Usted dice que su marido no tiene vicios; ya ver. Todos los tienen. A causa de esos vicios, ella los detestaba. Otra de mis amigas, en 1943, en Fresnes, se haba hecho confidente de una prostituta. Sostena esta que el 90 por 100 de sus clientes tenan vicios, y que aproximadamente el 50 por 100 eran pederastas vergonzosos. Los que mostraban excesiva imaginacin la asustaban. Un oficial alemn le haba pedido que se pasease desnuda por la habitacin, portando flores en los brazos, mientras l imitaba el vuelo de un pjaro; pese a su cortesa y su generosidad, le rehua cada vez que le vislumbraba. A MarieThrse le horrorizaban las fantasas, aunque su tarifa era mucho ms elevada que la del simple coito y pese a que frecuentemente exiga menos desgaste de la mujer. Esas tres mujeres eran particularmente inteligentes y sensibles. Sin duda, se percataban de que tan pronto como dejaban de estar protegidas por la rutina del oficio, tan pronto como el hombre dejaba de ser un cliente en general y se individualizaba, ellas eran presa de una conciencia, de una libertad caprichosa: ya no se trataba de un simple negocio. Algunas prostitutas, sin embargo, se especializan en la fantasa, porque es ms productiva. En su hostilidad hacia el cliente, entra a menudo un resentimiento de clase. Hlne Deutsch relata extensamente la historia de Anna, una linda prostituta rubia, infantil, generalmente muy dulce, pero que sufra crisis de furiosa excitacin contra ciertos hombres. Perteneca a una familia obrera; su padre beba, su madre estaba enferma; tan desdichado matrimonio le produjo tal horror hacia la vida de familia, que jams consinti en casarse, pese a que, a todo lo largo de su carrera, se lo propusieron con frecuencia. Los jvenes del barrio la pervirtieron; le gustaba su oficio; pero, cuando la enviaron al hospital, enferma de tuberculosis, se desarroll en ella un odio feroz hacia los mdicos; le eran odiosos los hombres respetables {663}; no soportaba la cortesa y la solicitud de su mdico. Acaso no sabemos que esos hombres dejan caer fcilmente la mscara de la amabilidad, la dignidad y el dominio de s mismos, y se conducen como animales?, sola decir. Aparte de eso, era mentalmente equilibrada en grado sumo. Pretenda falazmente tener un hijo al cuidado de una nodriza; pero, fuera de eso, no menta nunca. Muri de tuberculosis. Otra joven ramera, Julia, que desde los quince aos se entregaba a todos los muchachos con quienes se encontraba, solo amaba a los hombres pobres y dbiles; con ellos se mostraba dulce y amable; a los dems los consideraba como animales salvajes que merecan el peor trato. (Tena un complejo muy pronunciado que manifestaba una vocacin maternal insatisfecha: caa en trances furiosos tan pronto como se pronunciaban en su presencia las palabras madre, hijos u otras semejantes.) La mayora de las prostitutas estn moralmente adaptadas a su condicin; eso no quiere decir que sean hereditaria o congnitamente inmorales, sino que se sienten integradas, y con razn, en una sociedad que reclama sus servicios. Saben muy bien que los edificantes discursos del polica que registra su cartilla son pura verborrea, y los elevados sentimientos de que blasonan sus clientes fuera del burdel las intimidan poco. MarieThrse explica a la panadera en cuya casa de Berln vive: Yo quiero a todo el mundo. Pero, cuando se trata del parn, seora... S, porque, mire usted, si una se acuesta con un hombre por nada, dice de una que es una puta, y si le haces pagar por ello, tambin dice que eres una puta, pero lista. Porque, mire usted: si a un hombre se le pide dinero, puede estar segura de que despus va y le dice: Ah!, no sabia que te dedicabas a esto, o bien: Tienes un hombre? Ya lo ,ve. Tanto si pagan como si no, para mi es lo mismo. Claro que s responde ella. Tiene usted razn. Porque es lo que yo digo: usted tiene que hacer cola durante media hora para conseguir un cupn y comprarse unos zapatos. Yo, en media hora, echo un polvo. Yo tengo los zapatos; nada de pagar; si s camelar, encima me pagan. As que ya ve que tengo razn {664}. No es su situacin moral y psicolgica la que hace penosa la existencia de las prostitutas, sino su situacin material, que en la mayor parte de los casos es deplorable. Explotadas por el chulo y la duea, viven en la inseguridad; y las tres cuartas partes de ellas carecen de dinero. Al cabo de cinco aos de oficio, el 75 por 100, aproximadamente, han contrado la sfilis, dice el doctor Bizard, que ha curado a legiones de ellas; entre otras, las menores inexpertas son contagiadas con espantosa facilidad; casi un 25 por 100 tienen que ser operadas como consecuencia de complicaciones blenorrgicas. Una de cada veinte padece tuberculosis, el 60 por 100 se vuelven alcohlicas o se intoxican; el 40 por 100 mueren antes de los cuarenta aos. Hay que aadir que, a pesar de sus precauciones, de vez en cuando quedan encinta y generalmente se operan en las peores condiciones. La baja prostitucin es un penoso oficio en el que la mujer, sexual y econmicamente oprimida, sometida al arbitrio de la Polica, a una humillante vigilancia mdica, a los caprichos de los clientes y prometida a los microbios, la enfermedad y la miseria, queda verdaderamente rebajada al nivel de una cosa (1). (1) Evidentemente, no ser con medidas negativas e hipcritas como podr modificarse la situacin. Para que la prostitucin desapareciese, seran precisas dos condiciones: que se asegurase a todas las mujeres un oficio decente y que las costumbres no opusieran ningn obstculo a la libertad de amar. Solamente suprimiendo las necesidades a las cuales responde, se suprimir tambin la prostitucin. De la baja prostitucin a la gran hetaira hay multitud de escalones. La diferencia esencial consiste en que la primera hace comercio con su pura generalidad, de modo tal que la competencia la mantiene a un nivel de vida miserable; en tanto que la segunda se esfuerza por hacerse reconocer en su singularidad: si lo consigue, puede aspirar a altos destinos. La belleza, el encanto o el sexappeal son aqu necesarios, pero no bastan: es preciso que la mujer sea distinguida por la opinin. A travs del deseo de un hombre ser como se {665} revele frecuentemente su vala; pero solo ser lanzada cuando el hombre haya proclamado su precio a los ojos del mundo. En el siglo pasado, lo que atestiguaba la ascendencia de una cocotte sobre su protector y lo que la elevaba al rango de demimondaine eran el hotel, el carruaje, las perlas; su mrito se afirmaba tanto tiempo como los hombres continuasen arruinndose por ella. Los cambios sociales y econmicos han abolido el tipo de las Blanche d'Antigny. Ya no hay un demimonde en el seno del cual se pueda afirmar una reputacin. Una mujer ambiciosa tratar de conquistar renombre de otra manera. La ltima encarnacin de la hetaira es la estrella de cine. Acompaada de un marido rigurosamente exigido por Hollywood o de un amigo serio, no por ello se asemeja menos a Frin, a Imperia, a Casco de Oro. Ella entrega la Mujer a los sueos de los hombres, que le dan a cambio gloria y fortuna. Siempre ha habido entre la prostitucin y el arte una gradacin incierta, porque, de manera equvoca, se asocian belleza y voluptuosidad; en verdad, no es la Belleza la que engendra el deseo; pero la teora platnica del amor propone hipcritas justificaciones a la lubricidad. Al desnudarse el seno, Frin ofrece al arepago la contemplacin de una pura idea. La exhibicin de un cuerpo sin velos se convierte en un espectculo de arte; los burlesques americanos han convertido en comedia el acto de desvestirse. El desnudo es casto, afirman los viejos seores que, bajo el nombre de desnudos artsticos, coleccionan fotografas obscenas. En el burdel, el momento de la eleccin ya es un desfile; cuando se complica, ya se trata de cuadros vivos, de poses artsticas, que se proponen a los clientes. La prostituta que desea adquirir un valor singular ya no se limita a mostrar pasivamente su carne, sino que se esfuerza por demostrar talentos particulares. Las taedoras de flauta griegas encantaban a los hombres con su msica y sus danzas. Las OuledNal que ejecutaban la danza del vientre y las espaolas que bailan y cantan en el Barrio Chino no hacen ms que ofrecerse de una manera refinada a la eleccin del aficionado. Nana sube al escenario para buscar protectores {666}. Desde luego, hay girls, taxigirls, bailarinas desnudas, tanguistas, ganchos, pinups, maniques, cantantes y actrices que no permiten que su vida ertica se mezcle con su oficio; cuanta ms tcnica implique este y ms inventiva, ms puede tomrsele como un fin en s mismo; pero, frecuentemente, una mujer que se exhibe en pblico para ganarse la vida se siente tentada a hacer de sus encantos un comercio ms ntimo. Y, a la inversa, la cortesana desea un oficio que le sirva de coartada. Son raras las que, como la La de Colette, a un amigo que las llame mi querida artista le respondan: Artista? Verdaderamente, mis amantes son muy indiscretos. Ya hemos dicho que su reputacin es la que le confiere un valor comercial: en la escena o en la pantalla es donde puede hacerse un nombre que se convertir en un negocio. La Cenicienta no siempre suea con el Prncipe Azul: marido o amante, ella teme que se transforme en tirano; prefiere soar con su propia imagen reidora en las puertas de los grandes cinematgrafos. Pero lo ms frecuente es que logre sus fines gracias a protecciones masculinas; y son los hombres marido, amante, pretendiente quienes confirman su triunfo hacindola partcipe de su fortuna o de su fama. Esa necesidad de agradar a los individuos, a la multitud, es la que asemeja la vedette a la hetaira. Ambas representan en la sociedad un papel anlogo: me servir de la palabra hetaira para designar a todas las mujeres que tratan, no solo su cuerpo, sino su persona toda entera como un capital susceptible de explotacin. Su actitud es muy diferente de la de un creador que, al trascenderse en una obra, supera el dato y apela en otro a una libertad a la cual abre el porvenir; la hetaira no desvela el mundo, no abre ningn camino a la trascendencia humana (1): al contrario, trata de captarla en provecho propio; al ofrecerse al sufragio de sus admiradores, no reniega de esa feminidad pasiva que la consagra {667} al hombre: la dota de un poder mgico que le permite atrapar a los varones en la trampa de su presencia y nutrirse de ellos; los engulle consigo misma en la inmanencia. (1) Sucede a veces que sea tambin una artista y que, al tratar de agradar, invente y cree. Puede entonces acumular ambas funciones o superar el estadio de la galantera para alinearse en la categora de las actrices, cantantes, bailarinas, etc., de la cual hablaremos ms adelante. Por ese camino, la mujer logra conquistar cierta independencia. Al prestarse a varios hombres, no pertenece definitivamente a ninguno; el dinero que amasa, el nombre que lanza como se lanza un producto al mercado, le aseguran una autonoma econmica. Las mujeres ms libres de la Antigedad griega no eran ni las matronas, ni las bajas prostitutas, sino las hetairas. Las cortesanas del Renacimiento y las geishas japonesas gozaban de una libertad infinitamente ms grande que el resto de sus contemporneas. En Francia, la mujer que se nos presenta como la ms virilmente independiente es quiz Ninon de Lenclos. Paradjicamente, esas mujeres que explotan hasta el extremo su feminidad se crean una situacin casi equivalente a la de un hombre; a partir de ese sexo que las entrega a los varones como objeto, se encuentran como sujeto. No solo se ganan la vida como los hombres, sino que viven en una compaa casi exclusivamente masculina; libres de costumbres establecidas y de propsitos concretos, pueden elevarse como Ninon de Lenclos hasta la ms rara libertad de espritu. Las ms distinguidas estn frecuentemente rodeadas de artistas y escritores a quienes las mujeres honestas fastidian. En la hetaira es donde los mitos masculinos hallan su ms seductora encarnacin: ms que ninguna otra, es carne y conciencia, dolo, inspiradora, musa; pintores y escultores la querran por modelo; alimentar los sueos de los poetas; en ella explorar el intelectual los tesoros de la intuicin femenina; es ms fcilmente inteligente que la matrona, porque est menos enfticamente encastillada en la hipocresa. Las que se hallan superiormente dotadas no se contentarn con el papel de Egeria; experimentarn la necesidad de manifestar de manera autnoma el valor que les confieren los sufragios de otros; querrn traducir sus virtudes pasivas en activas. Al emerger en el mundo como sujetos soberanos, escriben versos, prosa, pintan, componen msica. As se hizo clebre Imperia entre las cortesanas italianas. Tambin puede {668} suceder que, al utilizar al hombre como instrumento, ejerzan funciones viriles a travs de ese intermediario: las grandes favoritas participaron en el gobierno del mundo a travs de sus poderosos amantes (1). (1) As como algunas mujeres utilizan el matrimonio para servir a sus propios fines, otras emplean a sus amantes como medio para alcanzar un fin poltico, econmico, etc. Estas superan su situacin de hetairas como aquellas la de matronas. Esta liberacin puede traducirse, entre otros, al plano ertico. Sucede que en el dinero o en los servicios que arranca al hombre encuentra la mujer una compensacin al complejo de inferioridad femenino; el dinero tiene un papel purificador; determina la abolicin de la lucha de sexos. Si muchas mujeres que no son profesionales tienen el prurito de sacar a su amante cheques y regalos, no lo hacen por codicia: hacer pagar al hombre pagarle tambin, como se ver ms adelante es convertirlo en instrumento. De ese modo, la mujer se prohibe serio ella misma; tal vez l crea poseerla, pero tal posesin sexual es ilusoria; ella es quien le tiene a l en el terreno mucho ms slido de la economa. Su amor propio est satisfecho. Puede abandonarse a los abrazos del amante; pero no cede a una voluntad extraa; el placer no podra serie infligido; ms bien aparecer como un beneficio suplementario; no ser tomada, puesto que le pagan. Sin embargo, la cortesana tiene la reputacin de ser frgida. Le es til saber gobernar su corazn y su vientre: sentimental o sensual, se expone a sufrir el ascendiente de un hombre que la explotar, la acaparar o la har padecer. Entre los abrazos que acepta, hay muchos sobre todo al comienzo de su carrera que la humillan; su rebelin contra la arrogancia masculina se manifiesta a travs de su frigidez. Las hetairas, como las matronas, se confan de buen grado los trucos que les permiten trabajar de camelo. Ese desprecio y esa repugnancia hacia el hombre demuestran claramente que, en el juego explotadorexplotada, no estn del todo seguras de haber ganado. Y, en efecto, en la inmensa {669} mayora de los casos, la dependencia sigue siendo todava su suerte. Ningn hombre es definitivamente su dueo. Pero ellas tienen del hombre la ms urgente necesidad. La cortesana pierde todos sus medios de existencia si l deja de desearla; la debutante sabe que todo su porvenir est en sus manos; incluso la estrella, privada de apoyo masculino, ve palidecer su prestigio: abandonada por Orson Welles, Rita Hayworth err por toda Europa con aire de hurfana miserable, antes de encontrar a Al Khan. La ms bella nunca est segura del maana, porque sus armas son mgicas y la magia es caprichosa; est atada a su protector marido o amante casi tan estrechamente como una esposa honrada a su marido. Le debe no solamente el servicio del lecho, sino que tiene que sufrir su presencia, su conversacin, sus amistades y, sobre todo, las exigencias de su vanidad. Cuando el chulo le compra a su hembra unos zapatos de tacn alto y una falda de raso, efecta una inversin que le reportar unas rentas; el industrial o el productor, al ofrecerle perlas y pieles a su amiga, afirman a travs de ella su fortuna y su podero: que la mujer sea un medio para ganar dinero o un pretexto para gastarlo, la servidumbre es la misma. Los dones con que la abruman son otras tantas cadenas. Y esos vestidos, esas prendas y esas alhajas que lleva, son verdaderamente suyos? El hombre reclama a veces su restitucin despus de la ruptura, como hizo con elegancia Sacha Guitry. Para conservar a su protector sin renunciar a sus placeres, la mujer utilizar los ardides, las maniobras, las mentiras y la hipocresa que deshonran la vida conyugal; aunque no hiciese ms que representar el papel del servilismo, ese mismo juego es servil. Bella y clebre, si el amo del momento se le hace odioso, puede elegir otro. Pero la belleza exige cuidados, es un tesoro muy frgil; la hetaira depende estrechamente de su cuerpo, al que el tiempo degrada implacablemente; por eso, la lucha contra el envejecimiento adopta para ella el ms dramtico de los aspectos. Si est dotada de un gran prestigio, podr sobrevivir a la ruina de {670} su rostro y de sus formas. Pero el cuidado de esa fama, que es su bien ms seguro, la somete a la ms dura de las tiranas: la de la opinin. Sabido es el estado de esclavitud en que caen las estrellas de Hollywood. Su cuerpo ya no les pertenece; el productor decide el color de sus cabellos, su peso, su lnea, su tipo; para modificar la curva de una mejilla, le arrancarn los dientes. Regmenes, gimnasia, ensayos, maquillaje, son una penosa servidumbre cotidiana. Bajo la rbrica de Personal appearance, se prevn sus salidas, sus coqueteos; la vida privada ya no es ms que un aspecto de su vida pblica. En Francia, no existe ningn reglamento escrito al respecto, pero una mujer prudente y hbil sabe lo que su publicidad exige de ella. La estrella que se niegue a plegarse a tales exigencias conocer una decadencia lenta o brutal, pero ineluctable. La prostituta que solo entrega su cuerpo tal vez sea menos esclava que la mujer cuyo oficio consiste en agradar. Una mujer que ha llegado, que tiene entre sus manos una verdadera profesin y cuyo talento est reconocido actriz, cantante, bailarina, escapa a la condicin de hetaira; puede conocer una genuina independencia; pero la mayor parte de ellas permanece en peligro durante toda la vida; necesitan seducir nuevamente, sin descanso, al pblico y a los hombres. Con mucha frecuencia, la mujer entretenida interioriza su dependencia; sometida a la opinin ajena, reconoce los valores de esta; admira a la gente de la buena sociedad y adopta sus costumbres; quiere ser considerada a partir de las normas burguesas. Parsita de la burguesa adinerada, se adhiere a sus ideas; piensa como es debido; en otros tiempos, meta de buen grado a sus hijas en un colegio y, envejecida, ella misma asista a misa, convirtindose clamorosamente. Est de parte de los conservadores. Est demasiado orgullosa de haber logrado hacerse un sitio en este mundo, para desear que cambie. La lucha que libra para llegar, no la predispone a sentimientos de fraternidad y solidaridad humanas; ha pagado su xito con demasiadas complacencias de esclava para desear sinceramente la libertad universal. Zola ha subrayado este rasgo en Nana {671}: En materia de libros y de comedias, Nana tena opiniones muy firmes: quera obras tiernas y nobles, cosas que le hiciesen soar y le ensanchasen el alma... Se indignaba contra los republicanos. Qu quera aquella gentuza que no se lavaba nunca? Acaso no era feliz la gente? Es que el emperador no haba hecho cuanto era posible hacer por el pueblo? Una basura, eso era el pueblo! Ella lo conoca, ella poda hablar: No, no, mire usted: esa repblica sera una gran desgracia para todo el mundo. Ah, que Dios nos conserve al emperador el mayor tiempo posible! Durante las guerras, nadie hace gala de un patriotismo tan agresivo como las grandes cortesanas; mediante la nobleza de sentimientos que afectan, esperan elevarse al nivel de las duquesas. Lugares comunes, cliss, prejuicios, emociones convencionales constituyen el fondo de sus conversaciones pblicas, y frecuentemente han perdido toda sinceridad, incluso en lo ms secreto de su corazn. Entre la mentira y la hiprbole, el lenguaje se destruye. Toda la vida de la hetaira es una exhibicin: sus palabras, su mmica estn destinadas, no a expresar sus pensamientos, sino a producir un efecto. Representa con su protector la comedia del amor, y a veces se la representa a s misma. Ante la opinin pblica representa comedias de decencia y de prestigio: termina por creerse un parangn de virtud y un dolo sagrado. Una mala fe obstinada gobierna su vida interior y permite a sus mentiras concertadas adoptar la naturalidad de la verdad. A veces hay en su vida movimientos espontneos: no ignora del todo el amor; tiene caprichos, en ocasiones hasta se cuela por alguien. Pero la que con ceda demasiado margen al capricho, al sentimiento, al placer, no tardar en perder su situacin. Por lo general, aporta a sus fantasas la prudencia de la esposa adltera; se oculta a los ojos de su protector y de la opinin; por tanto, no puede dar mucho de s misma a sus amantes del alma; estos no son ms que una distraccin, un respiro. Por lo dems, est generalmente demasiado obsesionada por la preocupacin de su xito para poder olvidarse de s misma en un verdadero amor. En cuanto a las otras mujeres, es bastante frecuente {672} que la hetaira las ame sensualmente; enemiga de los hombres, que le imponen su dominacin, hallar en los brazos de una amiga un voluptuoso descanso y un desquite al mismo tiempo: tal es el caso de Nana junto a su querida Satin. Lo mismo que desea representar en el mundo un papel activo con objeto de emplear positivamente su libertad, tambin se complace en poseer a otros seres: personas muy jvenes a quienes incluso divertir ayudar, o muchachas a quienes mantendr con gusto y junto a las cuales, en todo caso, ser un personaje viril. Sea o no homosexual, tendr con el conjunto de las mujeres esas complejas relaciones de que ya he hablado: las necesita como confidentes y cmplices para crear ese contrauniverso que reclama toda mujer oprimida por el hombre. Pero la rivalidad femenina llega aqu a su paroxismo. La prostituta que hace comercio de su generalidad tiene competidoras; pero, si hay bastante trabajo para todas, se sienten solidarias a travs de sus mismas disputas. La hetaira que trata de distinguirse, es hostil a priori a la que, como ella, codicia un puesto privilegiado. En este caso es cuando los temas conocidos sobre las putadas femeninas encuentran toda su verdad. La mayor desgracia de la hetaira consiste en que no solamente su independencia es el anverso engaador de mil dependencias, sino que esa misma libertad es negativa. Una actriz como Rachel o una bailarina como Isadora Duncan, aun en el caso de que sean ayudadas por hombres, tienen una profesin que les exige y las justifica; en un trabajo que ellas han elegido y que les gusta, alcanzan una libertad concreta. Mas, para la inmensa mayora de las mujeres, el arte, la profesin, no son sino un medio; no comprometen en ellos verdaderos proyectos. El cine en particular, que somete a la estrella al director, no le permite la invencin y los progresos de una actividad creadora. Se explota lo que ella es," pero ella no crea ningn objeto nuevo. Adems, es muy raro convertirse en estrella. En el dominio de la galantera propiamente dicha, ningn camino se abre a la trascendencia. Tambin aqu el tedio acompaa el confinamiento de la mujer en la inmanencia. Zola indic este rasgo en Nana {673}. Sin embargo, en medio de su lujo, en el centro de aquella corte, Nana se aburra mortalmente. Tena hombres para todos los minutos de la noche y dinero hasta en los cajones del tocador; pero ya no le contentaba eso: experimentaba como un vaco en alguna parte, un agujero que la haca bostezar. Su vida se deslizaba sin ocupaciones, trayendo siempre las mismas horas montonas... La certidumbre de que la alimentaran la dejaba tendida durante todo el da, sin realizar un solo esfuerzo, adormecida en el fondo de aquel temor y de aquella sumisin de convento, como encerrada en su oficio de ramera. Mataba el tiempo con placeres estpidos, en la nica espera del hombre. La literatura norteamericana ha descrito cien veces ese tedio opaco que aplasta a Hollywood y que aprieta la garganta del viajero tan pronto como llega: los actores y los figurantes, por lo dems, se aburren tanto como las mujeres, cuya condicin comparten. En la misma Francia, las salidas oficiales tienen a menudo el carcter de verdaderas servidumbres. El protector que reina en la vida de la starlet es un hombre de edad, cuyos amigos son hombres de edad: sus preocupaciones le son extraas a la joven, sus conversaciones la abruman; entre la debutante d veinte aos y el banquero de cuarenta y cinco que pasan sus das y sus noches uno al lado del otro, existe un foso mucho ms profundo que en el matrimonio burgus. El Moloc a quien la hetaira sacrifica placer, amor y libertad, es su carrera. El ideal de la matrona es una dicha esttica que envuelve sus relaciones con su marido y sus hijos. La carrera se extiende a travs del tiempo, mas no por eso deja ella de ser un objeto inmanente que se resume en un nombre. Ese nombre se hincha en las carteleras y en las bocas, a medida que se ascienden peldaos en la escala social. Segn su temperamento, la mujer administra su empresa con prudencia o con audacia. Una gusta las satisfacciones del ama de casa que dobla su ropa blanca en el armario; la otra saborea la embriaguez de la aventura. A veces, la mujer se limita a mantener sin cesar en equilibrio una situacin sin cesar amenazada, y que en ocasiones se derrumba; a veces {674} edifica sin fin, como una torre de Babel apuntando en vano al cielo, su renombre. Algunas, mezclando la galantera con otras actividades, aparecen como verdaderas aventureras: son espas como MataHari, o agentes secretos; por lo general, no tienen la iniciativa de sus proyectos, son ms bien instrumentos en manos masculinas. Pero, en conjunto, la actitud de la hetaira tiene analogas con la del aventurero; al igual que este, aquella se encuentra a menudo a medio camino entre lo serio y la aventura propiamente dicha; apunta hacia valores ya hechos: dinero y gloria; pero concede tanto valor al hecho de conquistarlos como a su posesin; y, finalmente, el valor supremo a sus ojos consiste en su triunfo subjetivo. Tambin ella justifica ese individualismo por un nihilismo ms o menos sistemtico, pero vivido con tanta mayor conviccin cuanto que es hostil a los hombres y ve a las otras mujeres como enemigas. Si es lo bastante inteligente para sentir la necesidad de una justificacin moral, invocar un nietzschesmo ms o menos bien asimilado; afirmar el derecho del ser superior sobre el vulgar. Su persona se le aparece como un tesoro cuya mera existencia es un don: de tal modo que, consagrndose a s misma, pretender que sirve a la colectividad. El destino de la mujer consagrada al hombre est acosado por el amor: la que explota al varn descansa en el culto que se rinde a s misma. Si concede tanto valor a su gloria, no es solo por inters econmico: en ello busca la apoteosis de su narcisismo {675}. CAPTULO V. DE LA MADUREZ A LA VEJEZ. La historia de la mujer por el hecho de que esta an se halla encerrada en sus funciones de hembra depende mucho ms que la del hombre de su destino fisiolgico; y la curva de ese destino es ms accidentada, ms discontinua que la curva masculina. Cada perodo de la existencia femenina es estacionario y montono: pero el trnsito de un estadio a otro es de una peligrosa brutalidad; cada uno de esos trnsitos se revela por una crisis mucho ms decisiva que en el varn: pubertad, iniciacin sexual, menopausia. Mientras este ltimo va envejeciendo paulatinamente, la mujer se ve bruscamente despojada de su feminidad; todava es joven cuando pierde el atractivo ertico y la fecundidad, de donde, a los ojos de la sociedad y a los suyos propios, extraa la justificacin de su existencia y sus oportunidades de felicidad: le resta por vivir, privada de todo porvenir, la mitad aproximadamente de su vida adulta. La edad peligrosa se caracteriza por ciertos trastornos orgnicos (1), pero lo que les da su importancia es el valor simblico que revisten. La crisis la experimentan de manera mucho menos aguda las mujeres que no se lo han jugado todo a la carta de su feminidad; las que trabajan duramente en su hogar o fuera del mismo acogen con alivio la desaparicin de la servidumbre menstrual; la campesina, la mujer de un obrero, a quienes sin cesar amenazan {676} nuevos embarazos, se sienten felices cuando, por fin, ese riesgo desaparece. En esa coyuntura, como en tantas otras, es menos del cuerpo mismo de donde provienen los malestares de la mujer que de la angustiada conciencia que de l adquiere. El drama moral comienza por lo general antes de que se hayan declarado los fenmenos fisiolgicos; y no termina hasta mucho tiempo despus de que hayan concluido. (1) Vase volumen I, captulo primero. Mucho antes de la mutilacin definitiva, la mujer est obsesionada por el horror a envejecer. El hombre maduro est comprometido en empresas ms importantes que las del amor; sus ardores erticos son menos vivos que en su juventud; y, puesto que no se le exigen las cualidades pasivas de un objeto, la alteracin de su rostro y de su cuerpo no arruina sus posibilidades de seduccin. Por el contrario, hacia los treinta y cinco aos es cuando generalmente la mujer, habiendo remontado por fin todas sus inhibiciones, alcanza su pleno desarrollo ertico: es entonces cuando sus deseos son ms violentos y cuando ms vehementemente desea satisfacerlos; ha apostado muchas ms cosas en juego que el hombre para conseguir los valores sexuales que ostenta; para retener al marido o para asegurarse protecciones, es necesario que agrade en la mayora de las profesiones que ejerce; solo por mediacin del hombre se le ha permitido aprehender al mundo: qu ser de ella cuando pierda su influjo sobre aquel? Eso es lo que se pregunta con ansiedad, mientras asiste impotente a la degradacin de ese objeto de carne con el cual se confunde; y lucha; pero los tintes, los afeites y la ciruga esttica no harn jams otra cosa que prolongar su juventud agonizante. Al menos, puede mostrarse astuta con el espejo. Pero, cuando se esboza el proceso fatal e irreversible que va a destruir en ella todo el edificio construido durante su pubertad, se siente tocada por la fatalidad misma de la muerte. Pudiera creerse que la mujer que ms ardientemente se ha embriagado con su belleza y su juventud, es tambin la que conoce las peores crisis; pero no es as; la narcisista est demasiado pagada de su persona para no haber previsto la ineluctable decadencia y no haberse preparado posiciones {677} de repliegue; sufrir, ciertamente, a causa de su mutilacin: pero, al menos, no ser cogida desprevenida y se adaptar con bastante rapidez. La mujer que se ha olvidado de s misma, que se ha entregado por completo y se ha sacrificado, se sentir mucho ms trastornada por la sbita revelacin: Slo tena una vida que vivir, y he aqu cul ha sido mi suerte; heme aqu! Ante el asombro de cuantos la rodean, se produce entonces en ella una transformacin radical, porque, desalojada de sus refugios, arrancada a sus proyectos, se encuentra situada bruscamente, sin recursos, frente a s misma. Traspuesto ese lmite, con el que ha tropezado de improviso, le parece que ya no har sino sobrevivirse; su cuerpo carecer de promesas; los sueos y deseos que no haya realizado quedarn para siempre irrealizados; se vuelve hacia el pasado desde esa nueva perspectiva; ha llegado el momento de trazar una lnea, de hacer cuentas; y hace su balance. Entonces se espanta de las estrechas limitaciones que le ha infligido la vida. Ante aquella breve y decepcionante historia que ha sido la suya, vuelve a encontrar las actitudes de una adolescente en el umbral de un porvenir todava inaccesible: rechaza su finitud; opone a la pobreza de su existencia la nebulosa riqueza de su personalidad. Puesto que el hecho de ser mujer le ha obligado a sufrir, ms o menos pasivamente, su destino, se le antoja que le han robado sus oportunidades, que la han engaado, que se ha deslizado de la juventud a la madurez sin darse cuenta de ello. Descubre que su marido, su medio, sus ocupaciones, no eran dignos de ella; se siente incomprendida. Se asla del entorno al cual se juzga superior; se encierra en s misma con el secreto que lleva en lo ms profundo de su corazn y que constituye la misteriosa clave de su desdichada suerte; trata de repasar esas posibilidades que no ha agotado. Empieza a llevar un diario ntimo; si encuentra confidentes comprensivos, se explaya en conversaciones interminables; y, durante todo el da, durante toda la noche, rumia sus pesares, sus agravios. Al igual que la joven suea con lo que ser su porvenir, ella evoca lo que podra haber sido su pasado; recuerda las ocasiones que ha desaprovechado y se forja hermosas {678} novelas retrospectivas. H. Deutsch cita el caso de una mujer que haba roto muy joven un matrimonio desgraciado y que luego haba pasado largos y serenos aos junto a un segundo esposo: a los cuarenta y cinco aos empez a aorar dolorosamente a su primer marido y a hundirse en la melancola. Las preocupaciones de la infancia y la pubertad se reavivan; la mujer repasa machaconamente la historia de sus aos juveniles, y los sentimientos adormecidos por sus padres, hermanos, hermanas y amigos de la infancia, se exaltan de nuevo. A veces se abandona a una melancola soadora y pasiva. Pero lo ms frecuente es que, sobresaltada, trate de salvar su existencia frustrada. Esa personalidad que acaba de descubrirse en contraste con lo mezquino de su destino, ella la ostenta, la exhibe, pondera sus mritos, exige imperiosamente que le hagan justicia. Madurada por la experiencia, piensa que por fin es capaz de valorizarse; querra volver a intentarlo, Y, en primer lugar, con pattico esfuerzo, intenta detener el tiempo. Una mujer maternal afirma que todava puede dar a luz, y procura apasionadamente crear la vida una vez ms. Una mujer sensual se esfuerza por conquistar un nuevo amante. La coqueta muestra mayor avidez que nunca por agradar. Todas declaran que jams se han sentido tan jvenes. Quieren persuadir a los dems de que el paso del tiempo no las ha afectado verdaderamente; empiezan a vestirse como las jovencitas y adoptan una mmica infantil. La mujer que envejece sabe muy bien que, si deja de ser un objeto ertico, no es solo porque su carne ya no entrega lozanos tesoros al hombre, sino tambin porque su pasado y su experiencia hacen de ella, lo quiera o no, una persona; ha luchado, amado, querido, sufrido y gozado por su cuenta: semejante autonoma intimida, y ella trata de negarla; exagera su feminidad, se adorna, se perfuma, se vuelve toda encanto, gracia, pura inmanencia; con su mirada ingenua y sus entonaciones infantiles, admira al interlocutor masculino, evoca volublemente sus recuerdos de nia; en vez de hablar, pa, palmotea, re a carcajadas. Representa esta comedia con una especie de sinceridad, porque sus nuevos {679} intereses, su deseo de arrancarse a las antiguas rutinas y partir de nuevo le dan la impresin de un nuevo comienzo. En realidad, no se trata de una verdadera partida; no descubre en el mundo objetivos hacia los cuales se proyectara en un movimiento libre y eficaz. Su agitacin adopta una forma excntrica, incoherente y vana, porque solo est destinada a compensar simblicamente los errores y los fracasos del pasado. Entre otras cosas, la mujer se esforzar por realizar todos sus deseos de nia y adolescente antes que sea demasiado tarde: esta vuelve al piano, aquella se pone a esculpir, a escribir, a viajar, aprende a esquiar, estudia idiomas extranjeros. Todo cuanto haba rechazado antes por s misma, se decide a acogerlo, siempre antes que sea demasiado tarde. Confiesa su repugnancia hacia un esposo a quien antes toleraba y se vuelve frgida entre sus brazos; o, por el contrario, se abandona a unos ardores que antes refrenaba; abruma al marido con sus exigencias; vuelve a la prctica de la masturbacin, abandonada desde la infancia. Se manifiestan tendencias homosexuales, que existen larvadas en casi todas las mujeres. A menudo, el sujeto las vuelve hacia su propia hija; pero, tambin a veces, nacen sentimientos inslitos con respecto a una amiga. En su obra titulada Sex, Life and Faith, Rom Landau cuenta la siguiente historia, que le fue confiada por la interesada: La seora X. se acercaba a los cincuenta; casada desde haca veinticinco aos, madre de tres hijos adultos, ocupando una posicin preeminente en organizaciones sociales y caritativas de su ciudad, conoci en Londres a una mujer diez aos ms joven que ella y que se dedicaba igualmente a obras sociales. Trabaron amistad y la seorita Y. le propuso que fuese a su casa en su prximo viaje. La seora X. acept; y, en la segunda noche de su estancia all, se encontr de pronto besando apasionadamente a su anfitriona: en varias ocasiones asegur que no tena la menor idea de cmo haba sucedido aquello; pas la noche con su amiga y volvi a su casa aterrorizada. Hasta entonces lo haba ignorado todo respecto a la homosexualidad, ni siquiera saba que pudiera existir semejante cosa. Pensaba en la seorita Y. con pasin y, por primera vez en su vida, las caricias y el beso cotidiano {680}de su marido le parecieron poco agradables. Resolvi ver de nuevo a su amiga para poner las cosas en claro, y su pasin no hizo sino aumentar; esas relaciones la colmaban de delicias que no haba conocido nunca hasta entonces. Sin embargo, estaba atormentada por la idea de haber cometido un pecado y se dirigi a un mdico para saber si exista una explicacin cientfica de su estado y si poda ser justificado por algn argumento moral. En este caso, el sujeto ha cedido a un impulso espontneo y se ha sentido profundamente desconcertado por el mismo. Pero, con frecuencia, la mujer busca deliberadamente vivir las novelas que no ha conocido y que muy pronto ya no podr conocer. Se aleja de su hogar, porque le parece indigno de ella y desea la soledad, y, al mismo tiempo, para buscar la aventura. Si la encuentra, se lanza vidamente a ella. As acontece en esta historia relatada por Stekel: La seora B. Z. tenia cuarenta aos, tres hijos y veinte aos de vida conyugal a sus espaldas, cuando empez a pensar que era una incomprendida y que su vida se haba frustrado; se dedic entonces a diversas actividades nuevas y, entre otras cosas, parti hacia la montaa para practicar el esqu; all conoci a un hombre de treinta aos, de quien se convirti en amante; pero poco despus el hombre se enamor de la hija de la seora B. Z., y esta consinti en que se casaran, con objeto de conservar a su lado a su amante; entre madre e hija exista un amor homosexual, inconfesado, pero muy vivo, lo cual explica en parte esa decisin. No obstante, la situacin no tard en hacerse intolerable, ya que el amante abandonaba a veces el lecho de la madre durante la noche para ir en busca de la hija. La seora B. Z. intent suicidarse. Fue entonces tena a la sazn cuarenta y seis aos cuando la trat Stekel. La seora B. Z. se decidi a una ruptura, y su hija renunci por su parte a su proyectado matrimonio. La seora B. Z. volvi a ser una esposa ejemplar y se entreg plenamente a las prcticas religiosas. La mujer sobre la cual pesa una tradicin de decencia y honestidad, no siempre llega hasta los actos. Pero sus sueos se pueblan de fantasmas erticos, a los cuales conjura {681} tambin durante su insomnio; manifiesta con respecto a sus hijos una ternura exaltada y sensual; a propsito del hijo, alimenta obsesiones incestuosas; se enamora en secreto de un joven tras otro; al igual que la adolescente, se siente obsesionada por ideas de violacin; conoce tambin el vrtigo de la prostitucin; la ambivalencia de sus deseos y sus temores engendra una ansiedad que a veces provoca neurosis: entonces escandaliza a sus allegados con actitudes extraas, que en realidad no hacen sino traducir su vida imaginaria. La frontera entre lo imaginario y lo real es an ms indecisa en este perodo confuso que durante la pubertad. Uno de los rasgos ms acusados en la mujer que envejece es un sentimiento de despersonalizacin que le hace perder todos los puntos de referencia objetivos. Las personas que, en plena salud, han visto la muerte muy de cerca, dicen haber experimentado una curiosa impresin de desdoblamiento; cuando uno se siente conciencia, actividad, libertad, el objeto pasivo al que burla la fatalidad aparece necesariamente como otro: no soy yo a quien atropella un automvil; no soy yo esa vieja cuyo reflejo me enva el espejo. La mujer que nunca se ha sentido tan joven y que jams se ha visto tan vieja, no logra conciliar los dos aspectos de s misma; es en sueos como pasa el tiempo, y como la roe. As, la realidad se aleja y merma: al mismo tiempo, ya no se distingue bien de la ilusin. La mujer confa en sus evidencias interiores ms que en ese extrao mundo donde el tiempo avanza retrocediendo, donde su doble ya no se le parece, donde los acontecimientos la han traicionado. As se dispone a los xtasis, a las revelaciones, a los delirios. Y, puesto que el amor es entonces ms que nunca su preocupacin esencial, es normal que se entregue a la ilusin de que es amada. De cada diez erotmanos, nueve son mujeres, y casi todas tienen de cuarenta a cincuenta aos. Sin embargo, no a todo el mundo le es dado poder franquear tan osadamente el muro de la realidad. Frustradas, incluso en sueos, de todo amor humano, muchas mujeres buscan ayuda en Dios; en el momento de la menopausia es cuando la coqueta, la enamorada o la disipada se hace devota {682}; las vagas ideas de destino, de secreto, de personalidad incomprendida que acaricia la mujer al borde de su otoo, encuentran en la religin una unidad racional. La devota considera su vida frustrada como una prueba enviada por el Seor; su alma ha libado en la desgracia mritos excepcionales que le valen para ser singularmente visitada por la gracia de Dios; creer de buen grado que el Cielo le enva revelaciones, o incluso como en el caso de la seora Krdener que le encomienda imperiosamente una misin. Habiendo perdido ms o menos el sentido de lo real, la mujer es accesible durante esa crisis a todas las sugerencias: un director espiritual est bien situado para ejercer sobre su nimo un poderoso ascendiente. Tambin acoger con entusiasmo a autoridades ms discutidas; se convierte en presa propicia para las sectas religiosas, los espiritistas, los profetas, los curanderos y toda suerte de charlatanes. Porque no solo ha perdido todo sentido crtico al perder el contacto con el mundo dado, sino que tambin se siente vida de una verdad definitiva: necesita el remedio, la frmula, la clave que la salve sbitamente al salvar al Universo. Desprecia ms que nunca una lgica que no podra aplicarse, evidentemente, a su caso particular; solo le parecen convincentes los argumentos que le son destinados muy especialmente: las revelaciones, inspiraciones, mensajes, signos, es decir, milagros, empiezan a florecer entonces a su alrededor. Sus descubrimientos la llevan a veces a los caminos de la accin: se lanza a negocios, empresas y aventuras cuya idea le ha sido sugerida por algn consejero o alguna voz interior. A veces se limita a consagrarse a s misma detentadora de la verdad y la sabidura infinitas. Activa o contemplativa, su actitud se acompaa de febriles exaltaciones. La crisis de la menopausia corta en dos brutalmente la vida femenina; esa discontinuidad es la que da a la mujer la ilusin de una nueva vida; es otro tiempo el que se abre ante ella, y lo aborda con fervor de conversa; se ha convertido al amor, a la vida de Dios, al arte, a la Humanidad: en esas entidades se pierde y magnfica. Ha muerto y ha resucitado, considera la Tierra {683} con mirada que ha penetrado los secretos del ms all y cree volar hacia cimas intocadas. La Tierra, sin embargo, no cambia; las cumbres siguen siendo inaccesibles; los mensajes recibidos aunque lo fuesen en medio de una deslumbrante evidencia apenas se dejan descifrar; las luces interiores se extinguen; delante del espejo solo queda una mujer que ha envejecido otro da desde la vspera. A los momentos de fervor suceden sombras horas de depresin. El organismo indica ese ritmo, puesto que la disminucin de las secreciones hormonales est compensada por una superactividad de la hipfisis; pero es sobre todo la situacin psicolgica la que determina esa alternancia. Porque la agitacin, las ilusiones y el fervor no son ms que una defensa contra la fatalidad de lo que ha sido. De nuevo la angustia aprieta la garganta de aquella cuya vida se ha consumado ya sin que, no obstante, la muerte la acoja. En lugar de luchar contra la desesperacin, opta a menudo por embriagarse de ella. Insiste machaconamente en sus agravios, sus pesares, sus recriminaciones; se imagina negras maquinaciones por parte de vecinos y allegados; si tiene una hermana o una amiga de su edad que est muy unida a ella, elaboran juntas delirios de persecucin. Pero, sobre todo, deja que se desarrollen en su nimo unos celos morbosos con relacin a su marido: tiene celos de sus amigos, de sus hermanas, de su profesin, y, con razn o sin ella, acusa a alguna rival de ser responsable de cuantos males la afligen. Entre los cincuenta y los cincuenta y cinco aos es cuando los casos patolgicos de celos son ms numerosos. Las dificultades de la menopausia se prolongarn a veces hasta la muerte en la mujer que no se decide a envejecer; si no tiene otros recursos aparte de la explotacin de sus encantos, luchar a brazo partido por conservarlos; tambin luchar con rabia si sus deseos sexuales conservan su vivacidad. El caso no es raro. Preguntaron en cierta ocasin a la princesa Metternich a qu edad deja la mujer de ser atormentada por la carne. No lo s contest; solo tengo {684} sesenta y cinco aos. El matrimonio, que segn Montaigne no ofrece jams a la mujer sino un poco de frescor, se convierte en un remedio cada vez ms insuficiente a medida que esta entra en aos; con frecuencia, paga en su madurez las resistencias y la frialdad de su juventud; cuando, por fin, empieza a conocer las fiebres del deseo, el marido hace ya mucho tiempo que se ha resignado a su indiferencia y ya se ha arreglado. Despojada de sus atractivos por la costumbre y el tiempo, la esposa apenas tiene ya oportunidad para reavivar la llama conyugal. Despechada, resuelta a vivir su vida, tendr menos escrpulos que antes si es que alguna vez los tuvo para tomar amantes; pero ser preciso que estos se dejen tomar: ahora se trata de una caza del hombre. Despliega mil ardides: fingiendo ofrecerse, se impone; de la cortesa, la amistad y la gratitud no hace ms que engaos. Busca a los jvenes, no solo por el gusto de la carne lozana, sino porque solamente de ellos puede esperar esa ternura desinteresada que a veces experimenta el adolescente hacia una amante maternal; ella misma se ha vuelto agresiva y dominante: la docilidad de Chri colma a La tanto como su belleza; traspuestos los cuarenta, madame de Stal escoga pajes a quienes aplastaba con su prestigio; por otra parte, un hombre tmido y novicio es ms fcil de capturar. Cuando la seduccin y los ardides se revelan genuinamente ineficaces, le queda un recurso a la obstinada: pagar. El cuento de los cannivets, popular en la Edad Media, ilustra el destino de esas ogras insaciables: una joven, como muestra de agradecimiento de los favores que conceda, exiga a cada uno de sus amantes un pequeo cannivet, que guardaba en un armario; lleg el da en que el armario estuvo completamente lleno; pero en ese preciso momento fue cuando sus amantes empezaron a exigirle un cannivet despus de cada noche de amor; en poco tiempo, el armario qued vaco; todos los cannivets haban sido devueltos, y fue preciso comprar otros. Algunas mujeres afrontan la situacin con cinismo: han tenido su poca, y ahora les toca devolver los cannivets. El dinero puede representar incluso a sus ojos un papel inverso del que representa para la cortesana, pero {685} igualmente purificador: transforma al varn en instrumento y permite a la mujer esa libertad ertica que su joven orgullo rechazaba en otro tiempo. Sin embargo, ms novelesca que lcida, la amantebienhechora intenta a menudo comprar un espejismo de ternura, de admiracin, de respeto; incluso se persuade de que da por el placer de dar, sin que nada le sea exigido: tambin aqu un hombre joven es un amante de eleccin, porque puede alardearse con respecto a l de una generosidad maternal; adems, tiene un poco de ese misterio que el hombre exige tambin de la mujer a quien ayuda, porque as la crudeza del trato se enmascara de enigma. Pero es raro que la mala fe sea clemente durante mucho tiempo; la lucha de los sexos se transforma en un duelo entre explotador y explotado, duelo en el que la mujer, decepcionada, frustrada, se arriesga a sufrir crueles derrotas. Si es prudente, se resignar al desarme, aun cuando no se hayan extinguido todava todos sus ardores. Desde el da en que la mujer acepta envejecer, su situacin cambia. Hasta entonces, era una mujer todava joven, entregada a una lucha encarnizada contra un mal que misteriosamente 15 afeaba y deformaba; se convierte en un ser diferente, asexuado, pero consumado: una mujer de edad. Puede considerarse entonces que ha sido liquidada su crisis de menopausia. Pero no hay que concluir de ello que en adelante le ser fcil vivir. Cuando ha renunciado a luchar contra la fatalidad del tiempo, se inicia un nuevo combate: es preciso que conserve un lugar en la Tierra. La mujer se libera de sus cadenas en su otoo, en su invierno; toma su edad como pretexto para eludir las servidumbres que pesan sobre ella; conoce demasiado bien a su marido para dejarse intimidar todava, evita sus abrazos, se prepara a su lado en la amistad, la indiferencia o la hostilidad una vida propia; si l declina ms deprisa que ella, toma en sus manos la direccin de la pareja. Tambin puede permitirse el lujo de desafiar a la moda, a la opinin; se sustrae a las obligaciones mundanas, a los regmenes y a los cuidados de belleza: como La, a quien Chri encuentra liberada de costureras, corseteras, peluqueras y beatificamente {686} instalada en la glotonera. En cuanto a los hijos, son lo bastante mayores para prescindir de ella; se casan, se marchan de la casa. Liberada de sus deberes, descubre por fin su libertad. Desgraciadamente, en la historia de cada mujer se repite el hecho que hemos constatado en el curso de la historia de la Mujer: descubre esa libertad en el momento en que no encuentra nada que hacer con ella. Esa repeticin no tiene nada de casual: la sociedad patriarcal ha dado a todas las funciones femeninas el carcter de una servidumbre; la mujer solo escapa a la esclavitud en los momentos en que pierde toda eficacia. Hacia los cincuenta aos, se encuentra en plena posesin de sus energas, se siente rica de experiencia; hacia esa misma edad es cuando el hombre accede a las ms elevadas situaciones, a los puestos ms importantes: en cuanto a ella, hela ah puesta en situacin de retiro. No le han enseado ms que a entregarse abnegadamente, y ya nadie reclama su abnegacin. Intil, injustificada, contempla esos largos aos sin promesas que le restan por vivir y murmura: Nadie me necesita!. No se resigna inmediatamente. A veces se aferra llena de congoja a su marido; le abruma ms que nunca con sus cuidados; pero la rutina de la vida conyugal est demasiado bien establecida; o sabe desde hace mucho tiempo que no le es necesaria a su esposo, o ya no le respeta lo bastante como para justificarla. Asegurar la conservacin de su vida en comn es una tarea tan contingente como la de velar solitariamente por s misma. Se volver con esperanza hacia sus hijos: para estos, la suerte an no ha sido echada; el mundo, el porvenir, estn abiertos para ellos, y ella querra precipitarse con ellos hacia ese mundo y ese porvenir. La mujer que ha tenido la suerte de engendrar a una edad avanzada, se encuentra en una situacin privilegiada: todava es una madre joven en el momento en que las otras se convierten en abuelas. Pero, en general, entre los cuarenta y los cincuenta aos, la madre ve a sus pequeos convertirse en adultos. En el momento en que se le escapan es cuando se esfuerza apasionadamente por sobrevivir a travs de ellos. Su actitud es diferente segn que su salvacin la espere de {687} un hijo o de una hija; por lo general, deposita en aquel sus ms ardientes esperanzas. He ah que desde el fondo del pasado viene por fin hacia ella el hombre cuya maravillosa aparicin acechaba otrora en el horizonte; desde los primeros vagidos del recin nacido ha esperado este da en que le dispensara todos los tesoros con que el padre no ha sabido colmarla. Mientras tanto, le ha administrado cachetes y purgas, pero ya los ha olvidado; aquel a quien ella llevaba en su vientre, ya era uno de esos semidioses que gobiernan el mundo y el destino de las mujeres: ahora l va a reconocerla en la gloria de su maternidad. Va a defenderla contra la supremaca del esposo, a vengarla de los amantes que ha tenido y de los que no ha tenido; ser su libertador, su salvador. Vuelve a encontrar junto a l las actitudes de seduccin y exhibicin de la joven que acecha al Prncipe Azul; cuando pasea con l, elegante y todava encantadora, piensa que parece su hermana mayor; le encanta si tomando por modelo a los hroes de las pelculas americanas l le gasta bromas y la atosiga, reidor y respetuoso; y, con orgullosa humildad, reconoce la superioridad viril de aquel a quien ha llevado en su vientre. En qu medida pueden calificarse esos sentimientos de incestuosos? Es cierto que, cuando se representa complacidamente apoyada en el brazo de su hijo, las palabras hermana mayor traducen pdicamente fantasmas equvocos; cuando duerme, cuando no se vigila, sus sueos la llevan a veces muy lejos; pero ya he dicho que sueos y fantasmas estn muy lejos de expresar siempre el deseo oculto de un acto real: a menudo se bastan a s mismos, son la realizacin acabada de un deseo que solo reclama una satisfaccin imaginaria. Cuando la madre, de manera ms o menos velada, juega a ver en su hijo un amante, no se trata ms que de un juego. El erotismo propiamente dicho ocupa generalmente poco lugar en esa pareja. Pero es una pareja; desde el fondo de su feminidad, la madre saluda en su hijo al hombre soberano; se pone en sus manos con tanto fervor como la enamorada, y, a cambio de ese don, da por descontado que ser elevada a la diestra del dios. Para obtener esa asuncin, la enamorada apela a la {688} libertad del amante: asume generosamente un riesgo; el rescate consiste en sus ansiosas exigencias. La madre estima que ha adquirido derechos sagrados por el solo hecho de dar a luz; no espera a que su hijo se reconozca en ella para considerarlo como criatura suya, como un bien suyo; es menos exigente que la amante, porque es de una mala fe ms tranquila; habiendo modelado una carne, hace suya una existencia, cuyos actos, obras y mritos se apropia. Al exaltar su fruto, eleva hasta las nubes su propia persona. Vivir por procuracin es siempre un expediente precario. Las cosas pueden no salir como se haba deseado. Sucede a menudo que el hijo es un intil, un golfo, un fracasado, un fruto seco, un ingrato. Respecto al hroe que debe encarnar, la madre tiene sus ideas propias. Nada ms raro que la que respeta autnticamente en su hijo la persona humana, reconoce su libertad hasta en sus fracasos, asume con l los riesgos implcitos en todo compromiso. Es mucho ms corriente encontrarse con mulas de esa espartana demasiado ponderada que condenaba alegremente a su vstago a la gloria o a la muerte; lo que el hijo tiene que hacer en la Tierra es justificar la existencia de su madre, aduendose, en provecho de ambos, de los valores que ella respeta. La madre exige que los proyectos del niodios estn de acuerdo con su propio ideal y que su xito est asegurado. Toda mujer quiere engendrar un hroe, un genio; pero todas las madres de hroes y genios han empezado por clamar que estos les partan el corazn. Lo ms frecuente es que el hombre conquiste contra su madre los trofeos con que esta soaba adornarse y que ni siquiera reconoce cuando l los arroja a sus pies. Incluso si aprueba en principio las empresas de su hijo, est desgarrada por una contradiccin anloga a la que atormenta a la enamorada. Para justificar su vida y la de su madre, tiene que superarla hacia determinados fines, y para conseguirlos se ve arrastrado a correr peligros, a comprometer su salud: pero no acepta el valor del don que le ha hecho su madre cuando sita ciertos fines por encima del puro hecho de vivir. Ella se escandaliza; solamente reina sobre el hombre como soberana si esa carne que ella ha engendrado {689} es para l un bien supremo: no tiene l derecho a destruir esa obra que ella ha realizado con sufrimiento. Te vas a cansar, vas a caer enfermo, te ocurrir una desgracia, le zumba en los odos. Sin embargo, sabe muy bien que vivir no es suficiente; de lo contrario sera superfluo incluso procrear; ella sera la primera en irritarse si su vstago fuese un holgazn, un cobarde. Jams est en reposo. Cuando el hijo parte para la guerra, quiere que vuelva vivo, pero condecorado. En su carrera, desea que llegue, pero tiembla ante la idea de que se agote de cansancio. Haga lo que haga, siempre asistir preocupada e impotente al desarrollo de una historia que es la suya y que ella no dirige: teme que emprenda un camino equivocado, que no triunfe, que, aunque triunfe, caiga enfermo. Incluso si confa en l, la diferencia de edad y de sexo no permite que se establezca entre su hijo y ella una verdadera complicidad; no est al corriente de sus trabajos, no se le pide ninguna colaboracin. Por eso, aunque admire a su hijo con el ms desmesurado orgullo, la madre permanece insatisfecha. Como cree haber engendrado no solo una carne, sino haber fundado una existencia absolutamente necesaria, se siente retrospectivamente justificada; pero los derechos no son una ocupacin: para llenar sus jornadas, necesita perpetuar su accin benfica; quiere sentirse indispensable para su dios; el engao de la dedicacin se ve en este caso denunciado de la manera ms brutal: la esposa va a despojarla de sus funciones. Se ha descrito a menudo la hostilidad que experimenta con respecto a aquella extraa que le quita a su hijo. La madre ha elevado la facilidad contingente del parto a la altura de un misterio divino, y se niega a admitir que una decisin humana pueda tener ms peso. A sus ojos, todos los valores ya estn formados; proceden de la Naturaleza, del pasado; desconoce el valor de un compromiso libre. Su hijo le debe la vida; qu debe a aquella mujer a quien no conoca ayer? Mediante algn maleficio ella le ha convencido de la existencia de un vnculo que hasta entonces no exista; es intrigante, interesada, peligrosa. La madre espera con impaciencia que la impostura se descubra; estimulada por el {690} viejo mito de la buena madre de manos consoladoras que restaan las heridas infligidas por la mala mujer, acecha en el rostro de su hijo los signos de la desgracia, y los descubre aunque l los niegue; entonces se queja de que l no se queje de nada; espa a su nuera, la critica, opone a todas sus innovaciones el pasado y la costumbre, que condenan la presencia misma de la intrusa. Cada una entiende a su manera la felicidad del bien amado; la mujer quiere ver en l un hombre a travs del cual ella dominar al mundo; la madre, para conservarlo, trata de devolverlo a la infancia; a los proyectos de la joven, que espera que su marido se haga rico o persona importante, opone ella las leyes de su esencia inamovible: l es frgil, no tiene que fatigarse en exceso. El conflicto entre pasado y porvenir se exacerba cuando la recin llegada queda encinta a su vez. El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres, es una verdad que adquiere entonces toda su fuerza cruel: la madre, que esperaba sobrevivirse en su hijo, comprende que este la condena a muerte. Ella ha dado la vida: la vida va a proseguir sin ella; ya no es la Madre: solamente un eslabn; cae del cielo de los dolos intemporales; no es ms que un individuo acabado, caducado. Entonces es cuando, en los casos patolgicos, su odio se exaspera hasta convertirse en una neurosis o empujarla al crimen; cuando se declar el embarazo de su nuera, madame Lefevbre, que la detestaba desde haca mucho tiempo, se decidi a asesinarla (1) {691}. (1) En agosto de 1925, una burguesa del Norte, madame Lefevbre, de sesenta aos de edad, que viva con su marido y sus hijos, mat a su nuera, encinta de seis meses, durante un viaje en automvil, mientras su hijo conduca el vehculo. Condenada a muerte e indultada, termin sus das en un establecimiento disciplinario, donde no manifest el menor remordimiento; crea haber recibido la aprobacin divina cuando mat a su nuera como se arranca la mala hierba, el mal grano, como se mata a una fiera. De esa supuesta fiereza daba como nica prueba el que la joven le dijo un da: Ahora me tiene con usted: por tanto, tendr que contar conmigo. Cuando sospech el embarazo de su nuera, compr un revlver, explicando que era para defenderse de los ladrones. Despus de la menopausia, se haba aferrado desesperadamente a su maternidad: durante doce aos haba experimentado trastornos que expresaban simblicamente un embarazo imaginario. Normalmente, la abuela supera su hostilidad; a veces se obstina en ver en el recin nacido exclusivamente al hijo de su hijo, y lo ama de un modo tirnico; pero generalmente la joven madre lo reivindica; celosa, la abuela siente por el beb uno de esos carios ambiguos en los que la enemistad se disimula bajo la figura de la ansiedad. La actitud de la madre con respecto a su hija hecha mujer es ambivalente: en su hijo, busca un dios; en su hija, encuentra una doble. El doble es un personaje ambiguo; asesina a aquel de quien emana, como se ve en los cuentos de Poe, en El retrato de Dorian Gray, en la historia que relata Marcel Schwob. As, la hija, al hacerse mujer, condena a muerte a su madre, y, no obstante, permite que se perpete. La actitud de la madre es muy distinta, segn que capte en el desarrollo de su hija una promesa de ruina o de resurreccin. Muchas mujeres se encastillan en la hostilidad; no admiten ser suplantadas por la ingrata que les debe la vida; con frecuencia se han sealado los celos de la coqueta con respecto a la lozana adolescente que denuncia sus artificios: la que en toda mujer ha detestado a una rival, odiar a la rival hasta en la persona de su hija; la aleja o la secuestra, o se ingenia para privarla de sus oportunidades. La que cifraba toda su gloria en ser, de manera ejemplar y nica, la Esposa, la Madre, no se niega menos speramente a dejarse destronar; contina afirmando que su hija no es ms que una nia; considera sus empresas como un juego pueril; dice que es demasiado joven para casarse, demasiado frgil para procrear; si se obstina en querer un esposo, un hogar, hijos, no sern ms que falsos pretextos; incansablemente, la madre critica, se burla o profetiza toda suerte de males. Si se le permite, condena a su hija a una eterna infancia; de lo contrario, procura arruinar esa vida adulta que la otra pretende arrogarse. Ya se ha visto que lo logra frecuentemente: multitud de mujeres jvenes permanecen estriles, abortan, se muestran incapaces de amamantar y criar a su hijo, de dirigir la casa, debido a esa influencia malfica. Su vida conyugal se revela imposible. Desdichadas y aisladas, hallarn {692} un refugio en los brazos soberanos de la madre. Si se le resisten, un eterno conflicto las opondr a ambas; la madre frustrada har caer en gran parte sobre su yerno la irritacin que provoca en ella la insolente independencia de su hija. La madre que se identifica apasionadamente con su hija no es menos tirnica; provista de su madura experiencia, lo que ella quiere es comenzar de nuevo su juventud: as salvar su pasado al mismo tiempo que huye de l; se elegir un yerno conforme a ese marido soado que no ha tenido; coqueta, tierna, se imaginara de buen grado que es con ella con quien se casa en alguna secreta regin de su corazn; a travs de su hija, satisfar sus viejos deseos de riqueza, de xito, de gloria; se ha descrito con frecuencia a esas mujeres que empujan ardientemente a su hija por los caminos de la galantera, del cine o del teatro; so pretexto de vigilarla, se apropian de su vida: me han citado el caso de algunas que llegan hasta llevarse a la cama a los pretendientes de la joven. Pero es raro que esta ltima soporte indefinidamente semejante tutela; tan pronto como encuentre un marido o un protector serio, se rebelar. La suegra, que haba empezado por querer a su yerno, se le vuelve hostil; gime por la ingratitud humana, adopta el papel de vctima; se convierte, a su vez, en una madre enemiga. Presintiendo estas decepciones, muchas mujeres afectan indiferencia cuando ven crecer a sus hijos: pero entonces extraen de ellos poca dicha. Una madre necesita una rara mezcla de generosidad y desprendimiento para hallar en la vida de sus hijos un enriquecimiento sin convertirse en su tirana ni transformarlos en verdugos. Los sentimientos de la abuela con respecto a sus nietos prolongan los que experimenta hacia su hija: a menudo hace recaer sobre ellos su hostilidad. No es solo por el qu dirn por lo que tantas mujeres obligan a la hija seducida a abortar, a abandonar al nio, a suprimirlo, sino porque se sienten demasiado dichosas al prohibirle la maternidad; se obstinan en querer detentar exclusivamente ese privilegio. Incluso a la madre legtima le aconsejarn gustosas que dejen {693} desaparecer al pequeo, que no lo amamanten, que lo alejen. Ellas mismas negarn con su indiferencia esa pequea existencia desvergonzada; o bien estarn incesantemente ocupadas en regaar al nio, castigarlo y maltratarlo. Por el contrario, la madre que se identifica con su hija acoge frecuentemente a los hijos de esta con ms avidez que la misma joven: esta se siente desconcertada por la llegada del pequeo desconocido; la abuela lo reconoce: retrocede veinte aos en el tiempo, vuelve a ser una joven parturienta; le son devueltas todas las alegras de la posesin y la dominacin que desde hace mucho tiempo no le dan ya sus hijos; todos los deseos de la maternidad, a los cuales haba renunciado en el momento de la menopausia, son milagrosamente colmados; ella es la verdadera madre, toma a su cargo al beb con toda autoridad y, si se lo dejan, se dedicar a l con pasin. Desgraciadamente para ella, la joven quiere afirmar sus derechos: la abuela solo est autorizada a representar el papel de ayudante que otrora representaron junto a ella sus mayores; se siente destronada; y, adems, hay que contar con la madre de su yerno, de la cual se siente naturalmente celosa. El despecho pervierte a menudo el amor espontneo que antes senta por el nio. La ansiedad que se observa frecuentemente en las abuelas traduce la ambivalencia de sus sentimientos: quieren al beb en la medida en que les pertenece, pero son hostiles al pequeo extrao que tambin lo es para ellas, y se avergenzan de esa enemistad. No obstante, si, al renunciar a poseerlos por entero, la abuela conserva por sus nietos un clido cario, puede representar en su vida un privilegiado papel de divinidad tutelar: al no reconocerse ni derechos. ni responsabilidades, los ama con una pura generosidad; a travs de ellos, no acaricia sueos narcisistas, no les pide nada, no los sacrifica a un porvenir en el cual no estar ella presente: lo que quiere son los pequeos seres de carne y hueso que estn ah, hoy, en su contingencia y su gratuidad; no es una educadora; no encarna la justicia abstracta, la ley. De ah nacern los conflictos que a veces la opondrn a los padres {694}. Puede suceder que la mujer no tenga descendencia o no se interese por su posteridad; a falta de lazos naturales con hijos o nietos, trata a veces de crear artificialmente homlogos. Ofrece a los jvenes una ternura maternal; sea o no platnico su cario, no es solo por hipocresa por lo que declara amar a su joven protegido como a un hijo: los sentimientos de una madre, inversamente, son amorosos. Es cierto que las mulas de madame de Warens se complacen en colmar y ayudar a formar un hombre con toda generosidad: se quieren fuente, condicin necesaria, fundamento de una existencia que las trasciende; se hacen madres y se buscan en su amante bajo esta figura mucho ms que bajo la de amante. Muy a menudo tambin, la mujer maternal adopta prostitutas: tambin en este caso sus relaciones revisten formas ms o menos sexuales; pero, sea platnica o carnalmente, lo que busca en sus protegidas es su doble milagrosamente rejuvenecida. La actriz, la bailarina, la cantante se hacen pedagogas: forman alumnas; la intelectual como madame de Charrire en la soledad de Colombier adoctrina a sus discpulas; la devota rene a su alrededor hijas espirituales; la mujer de vida alegre se convierte en patrona. Si aportan a su proselitismo un celo tan ardiente, jams es por puro inters: tratan apasionadamente de reencarnarse. Su tirnica generosidad engendra, poco ms o menos, los mismos conflictos que entre las madres y las hijas unidas por los vnculos de la sangre. Tambin es posible adoptar nietos: las tasabuelas, las madrinas, representan de buen grado un papel anlogo al de las abuelas. Pero, en todo caso, es muy raro que la mujer encuentre en su posteridad natural o elegida una justificacin de su vida declinante: fracasa en el intento de hacer suya la empresa que una esas jvenes existencias. O se obstina en su esfuerzo por anexionrsela y se consume en luchas y dramas que la dejan frustrada, rota, o se resigna a una participacin modesta. Este es el caso ms corriente. La madre envejecida, la abuela, reprime sus deseos dominadores, disimula sus rencores; se contenta con lo que quieran darle sus hijos. Pero entonces no encuentra en ellos mucha ayuda. Permanece disponible ante {695} el desierto del porvenir, presa de la soledad, el pesar y el tedio. Se toca aqu la lamentable tragedia de la mujer de edad: se sabe intil; a lo largo de toda su vida, la mujer burguesa ha tenido que resolver a menudo el irrisorio problema de cmo matar el tiempo. Pero, una vez criados los hijos y cuando el marido ha llegado o, por lo menos, se ha instalado, los das no terminan de morir. Las labores femeninas se han inventado para disimular esa horrible ociosidad; las manos bordan, hacen punto, se mueven; no se trata de un verdadero trabajo, porque el objeto producido no es el fin propuesto; apenas tiene importancia y a menudo es un problema saber qu destino se le va a dar: se desembaraza una de ello regalndoselo a una amiga, a una organizacin caritativa, o cubriendo con tales objetos chimeneas y mesitas; ya no es tampoco un juego que descubra en su gratuidad la pura alegra de existir, y apenas es una coartada, ya que el espritu permanece vacante: es la diversin absurda, tal y como la describe Pascal; con la aguja o el ganchillo, la mujer teje tristemente la nada misma de sus das. La acuarela, la msica, la lectura, desempean justamente el mismo papel; la mujer ociosa, al entregarse a ellas, no trata de ampliar su aprehensin del mundo, sino meramente de no aburrirse; una actividad que no abra el porvenir vuelve a caer en la vanidad de la inmanencia; la ociosa comienza un libro, lo deja, abre el piano, lo cierra, vuelve a su bordado, bosteza y termina por descolgar el telfono. En la vida mundana es donde, en efecto, busca ayuda con ms agrado; sale, hace visitas, concede una enorme importancia a sus recepciones, como hace la seora Dalloway; asiste a todas las bodas, a todos los sepelios; careciendo ya de existencia propia, se nutre de presencias ajenas; de coqueta se transforma en comadre; observa, comenta; compensa su inactividad esparciendo a su alrededor crticas y consejos. Pone su experiencia al servicio de todos aquellos que no se la piden. Si dispone de medios para ello, abre un saln donde reunirse con gente: as espera apropiarse de las empresas y los xitos extraos; sabido es el despotismo con que gobernaban {696} a sus sbditos madame Du Deffand y madame Verdurin. Ser centro de atraccin, encrucijada, inspiradora, crear un ambiente, ya es un sucedneo de accin. Hay otras maneras ms directas de intervenir en el curso del mundo; en Francia existen obras y algunas asociaciones, pero es sobre todo en Norteamrica donde las mujeres se agrupan en clubs donde juegan al bridge, distribuyen premios literarios y meditan acerca de posibles mejoras sociales. Lo que caracteriza en ambos continentes a la mayora de tales organizaciones es que son en s mismas su propia razn de ser: los fines que pretenden perseguir les sirven nicamente de pretexto. Las cosas suceden exactamente como en el aplogo de Kafka (1): nadie se preocupa de construir la torre de Babel; en torno a su emplazamiento ideal se construye una vasta aglomeracin que consume todas sus fuerzas en administrarse, agrandarse, solventar sus disensiones intestinas. As, esas damas se pasan la mayor parte del tiempo organizando su organizacin; eligen un despacho, discuten sus estatutos, disputan entre ellas y entablan una lucha de prestigio con la asociacin rival: es preciso que nadie les robe sus pobres, sus enfermos, sus heridos, sus hurfanos; antes los dejaran morir que cedrselos a sus vecinos. Estn muy lejos de desear un rgimen que, suprimiendo injusticias y abusos, hiciese intil su dedicacin; bendicen las guerras y las hambres que las transforman en bienhechoras de la Humanidad. Est claro que, a sus ojos, los pasamontaas y los paquetes no estn destinados a los soldados, a los hambrientos, sino que estos estn hechos expresamente para recibir prendas de punto y paquetes. (1) Las armas de la ciudad. Pese a todo, algunas de esas agrupaciones alcanzan resultados positivos. En Estados Unidos es muy considerable la influencia de las veneradas moms; esa influencia se explica por los ocios que les permite su existencia parasitaria: de ah que sea nefasta. Al no saber nada de medicina, arte, ciencia, religin, derecho, salud, higiene... dice Philipp {697} Wyllie (1) hablando de la mom americana, se interesa raramente por lo que hace en tanto que miembro de una de esas innumerables organizaciones: le basta con que sea algo. Su esfuerzo no est integrado en un plan coherente y constructivo, no se propone fines objetivos: solo tiende a manifestar imperiosamente sus gustos, sus prejuicios, o a servir sus intereses. En el dominio cultural, por ejemplo, representan un papel considerable: son ellas las que ms libros consumen; pero leen como el que cumple una penitencia; la literatura adquiere su sentido y su dignidad cuando se dirige a individuos comprometidos en proyectos, cuando los ayuda a superarse hacia horizontes ms amplios; es preciso que se integre en el movimiento de la trascendencia humana; en cambio, la mujer rebaja el valor de los libros y de las obras de arte engullndolos en su inmanencia; el cuadro se convierte en chuchera, la msica se hace estribillo, la novela se torna en un sueo tan vano como una funda de ganchillo. Las norteamericanas son las responsables del envilecimiento de los bestsellers, que no solo se limitan a pretender agradar, sino que pretenden agradar a mujeres ociosas con mal de evasin. En cuanto al conjunto de sus actividades, Philipp Wyllie las define as: (1) Generacin de vboras. Aterrorizan a los polticos hasta empujarlos a un servilismo lloriqueante y amedrentan a los de sus iglesias; fastidian a los presidentes de bancos y pulverizan a los directores de colegios. La mom multiplica las organizaciones cuyo objetivo real consiste en reducir al prjimo a una complacencia abyecta ante sus deseos egostas... Ella expulsa de la ciudad y del Estado si es posible a jvenes prostitutas... Se las arregla para que las lneas de autobuses pasen por donde le es prctico a ella antes que a los trabajadores... Organiza actos y fiestas de caridad prodigiosas y entrega el producto al conserje para que compre cerveza destinada a curar la resaca de los miembros del comit al da siguiente por la maana... Los clubs proporcionan a la mom incalculables ocasiones de meter la nariz en los asuntos ajenos {698}. Hay mucho de verdad en esa stira agresiva. Al no estar especializadas ni en poltica, ni en economa, ni en ninguna disciplina tcnica, las viejas damas no tienen sobre la sociedad ningn ascendiente concreto; ignoran los problemas que plantea la accin; son incapaces de elaborar ningn programa constructivo. Su moral es abstracta y formal como los imperativos de Kant; pronuncian anatemas, en lugar de tratar de descubrir los caminos del progreso; no intentan crear positivamente situaciones nuevas: la emprenden con lo que es, con objeto de eliminar sus males; eso explica que siempre se coaliguen contra algo: contra el alcohol, la prostitucin, la pornografa; no comprenden que un esfuerzo puramente negativo est condenado al fracaso, como lo ha demostrado en Norteamrica el fracaso de la prohibicin y en Francia el de la ley que ha hecho votar Marthe Richard. Mientras la mujer siga siendo un parsito, nunca podr participar eficazmente en la elaboracin de un mundo mejor. Sucede a pesar de todo que algunas mujeres se comprometen por entero en alguna empresa y llegan a actuar verdaderamente; entonces, ya no buscan exclusivamente ocuparse en algo, sino que se proponen unos fines; productoras autnomas, se evaden de la categora parasitaria que estamos considerando aqu: pero esa transformacin es muy poco frecuente. En sus actividades privadas o pblicas, la mayora de las mujeres no se proponen un resultado a obtener, sino una manera de ocuparse: y toda ocupacin es vana cuando solo es un pasatiempo. Multitud de ellas sufren por esa causa; teniendo detrs de s una vida ya terminada, conocen los mismos desarreglos que los adolescentes cuya vida an no ha comenzado; nada los solicita, alrededor de unos y otras se extiende el desierto; en presencia de toda accin, murmuran: Para qu? Pero el adolescente, de buen o mal grado, es arrastrado a una existencia de hombre que le revela responsabilidades, fines, valores; se ve lanzado al mundo, toma partido, se compromete. Si a la mujer de edad le sugieren que parta de nuevo hacia el porvenir, responde tristemente: Es demasiado tarde. No es que, en {699} adelante, le vayan a medir el tiempo: una mujer es puesta en situacin de retiro muy pronto; pero le faltan el impulso, la confianza, la esperanza y la agresividad que le permitiran descubrir a su alrededor fines nuevos. Se refugia en la rutina que siempre ha sido su suerte; hace de la repeticin un sistema, contrae manas caseras; se hunde cada vez ms profundamente en la devocin; se complace en el estoicismo, como madame de Charrire. Se hace seca, indiferente, egosta. Hacia el trmino de su existencia, cuando ha renunciado a la lucha, cuando la proximidad de la muerte la libera de la angustia del futuro, es cuando la mujer vieja halla por lo general la serenidad. Su marido es frecuentemente mayor que ella, y ella asiste a su decadencia con silenciosa complacencia: es su desquite; si l muere primero, ella soporta alegremente su luto; en muchas ocasiones se ha observado que a los hombres les abruma mucho ms una tarda viudedad: extraen ms beneficios que la mujer del matrimonio, sobre todo en sus aos de vejez; porque entonces el Universo se ha concentrado en los lmites del hogar; los das presentes no se desbordan sobre el porvenir: ella es quien asegura su ritmo montono y quien reina sobre ellos; cuando ha perdido sus funciones pblicas, el hombre se transforma en un ser completamente intil; la mujer conserva, al menos, la direccin de la casa; le es necesaria a su marido, en tanto que este solamente es importuno. Se enorgullecen de su independencia; por fin, empiezan a mirar el mundo con sus propios ojos; se percatan de que, durante toda su vida, han sido engaadas, burladas; lcidas y desconfiadas, alcanzan a menudo un cinismo en el que se complacen. En particular, la mujer que ha vivido tiene un conocimiento de los hombres que no comparte ningn hombre: porque ha visto no su figura pblica, sino al individuo contingente que cada uno de ellos manifiesta en ausencia de sus semejantes; conoce tambin a las mujeres que no se muestran espontneamente ms que a otras mujeres. Conoce el reverso de la decoracin. Pero, si su experiencia le permite denunciar mistificaciones y mentiras, no basta para descubrirle la verdad {700}. Divertida o amargada, la sabidura de la mujer vieja sigue siendo completamente negativa: es oposicin, acusacin, rechazo; es estril. Tanto en sus pensamientos como en sus actos, la ms alta forma de libertad que puede conocer la mujerparsito es el desafo estoico o la irona escptica. En ninguna edad de su vida consigue ser a la vez eficaz e independiente {701}. CAPTULO VI. SITUACIN Y CARCTER DE LA MUJER. Ahora nos es posible comprender por qu se encuentran tantos rasgos comunes en las requisitorias dirigidas contra la mujer, desde los griegos hasta nuestros das; su condicin ha seguido siendo la misma a travs de cambios superficiales, y esa situacin es la que define lo que se ha dado en llamar el carcter de la mujer: la mujer se revuelca en la inmanencia, tiene el espritu de la contradiccin, es prudente y mezquina, carece del sentido de la verdad y de la exactitud, no tiene moral, es bajamente utilitaria, embustera, comedianta, interesada... En todas esas afirmaciones hay algo de verdad. Solo que las actitudes que se denuncian no le son dictadas a la mujer por sus hormonas, ni estn prefiguradas en los compartimientos de su cerebro: estn indicadas por su situacin. En esta perspectiva, vamos a tratar de tomar sobre ella una vista sinttica, lo cual nos obligar a ciertas repeticiones, pero tambin nos permitir captar el eterno femenino en el conjunto de su condicionamiento econmico, social e histrico. A veces se opone el mundo femenino al universo masculino, pero es preciso subrayar una vez ms que las mujeres no han constituido jams una sociedad autnoma y cerrada; estn integradas en la colectividad regida por los varones y en la cual ocupan una posicin subordinada; estn unidas nicamente en tanto que son semejantes en virtud de una solidaridad mecnica: no existe entre ellas esa solidaridad orgnica sobre la cual se funda toda comunidad unificada; {702} siempre se han esforzado tanto en tiempo de los misterios de Eleusis como hoy en los clubs, los salones, los obradores por coaligarse para afirmar un contrauniverso, pero siguen plantendoselo en el seno del universo masculino. Y de ah proviene lo paradjico de su situacin: pertenecen al mundo masculino y, al mismo tiempo, a una esfera en la que se hace oposicin a ese mundo; encerradas en esta, investidas por aquel, no pueden instalarse en ninguna parte con tranquilidad. Su docilidad siempre va emparejada con un rechazo; su rechazo, con una aceptacin; en eso su actitud se acerca a la de la joven; pero es ms difcil de sostener, porque ya no se trata solamente para la mujer adulta de soar su vida a travs de smbolos, sino de vivirla. La propia mujer reconoce que el Universo, en su conjunto, es masculino; han sido los hombres quienes le han dado forma, lo han regido y todava hoy lo dominan; en cuanto a ella, no se considera responsable de nada de eso; se sobreentiende que es inferior, dependiente; no ha aprendido las lecciones de la violencia, jams ha emergido como un sujeto ante otros miembros de la colectividad; encerrada en su carne, en su morada, se capta como ente pasivo frente a esos dioses con rostro humano que definen fines y valores. En este sentido, hay algo de verdad en el slogan que la condena a seguir siendo una eterna nia; se ha dicho tambin de los obreros, de los esclavos negros y de los indgenas colonizados que eran nios grandes, mientras no se los temi; eso significaba que deban aceptar sin discusin las verdades y las leyes que les proponan otros hombres. La suerte de la mujer consiste en la obediencia y el respeto. Ni siquiera en el pensamiento tiene ascendiente sobre esa realidad que la inviste. A sus ojos es una presencia opaca. En efecto, no ha realizado el aprendizaje de las tcnicas que le permitiran dominar la materia; en cuanto a s misma, no es con la materia con la que tiene que habrselas, sino con la vida; y esta no se deja dominar por los tiles: solo se puede sufrir sus leyes secretas. El mundo no se le presenta a la mujer como un conjunto de utensilios intermediario entre su voluntad y sus fines, como lo define Heidegger: por el contrario, es una {703} resistencia obstinada, indomable; est dominado por la fatalidad y atravesado de misteriosos caprichos. Ese misterio de una fresa de sangre que en el vientre materno se torna ser humano no puede ser reducido a una ecuacin por ninguna matemtica, ninguna mquina podra acelerarlo o retardarlo; ella experimenta la resistencia del tiempo, que los aparatos ms ingeniosos no logran dividir ni multiplicar; lo experimenta en su carne sometida al ritmo de la luna y a la cual maduran primero los aos y luego la corroen. De manera cotidiana, la cocina le ensea tambin paciencia y pasividad; se trata de una alquimia; es preciso obedecer al fuego, al agua, esperar a que se funda el azcar, que la masa fermente, y tambin que la ropa se seque y maduren los frutos. Los trabajos caseros se asemejan a una actividad tcnica; pero son demasiado rudimentarios y montonos para convencer a la mujer respecto a las leyes de la causalidad mecnica. Por otra parte, incluso en este dominio, las cosas tienen sus caprichos; hay tejidos que quedan como estaban antes de lavarlos y otros que no, manchas que desaparecen y otras que se resisten, objetos que se rompen solos, polvo que germina como las plantas. La mentalidad de la mujer perpeta la de las civilizaciones agrcolas, que adoraban las virtudes mgicas de la tierra: ella cree en la magia. Su erotismo pasivo le descubre el deseo, no como voluntad y agresin, sino como una atraccin anloga a la que hace oscilar el pndulo del brujo; la sola presencia de su carne infla y yergue el sexo masculino; por qu un agua oculta no hara estremecerse la varita de avellano? Se siente rodeada de ondas, de radiaciones, de fluidos; cree en la telepata, la astrologa, la radiestesia, en la cubeta magntica de Mesmer, en la teosofa, en los veladores que se mueven, en los curanderos; introduce en la religin las supersticiones primitivas: cirios, exvotos, etc., encarna en los santos a los antiguos espritus de la Naturaleza: este protege a los viajeros; aquel, a las parturientas; este otro encuentra los objetos perdidos; y bien entendido, ningn prodigio la asombra. Su actitud ser la de la conjuracin y la oracin; para obtener cierto resultado, cumplir ciertos ritos probados. Es fcil comprender {704} por qu es rutinaria; el tiempo no tiene para ella una dimensin de novedad, no es un brotar creador; como est destinada a la repeticin, no ve en el porvenir ms que un duplicado del pasado; si se conoce el santo y sea, el tiempo se ala a los poderes de la fecundidad: pero incluso esta obedece al ritmo de los meses, de las estaciones; el ciclo de cada embarazo, de cada floracin, reproduce idnticamente al que le precedi: en ese movimiento circular, el nico devenir del tiempo es una lenta degradacin: roe los muebles y la ropa lo mismo que estropea el rostro; los poderes frtiles son destruidos poco a poco por la huida de los aos. As, la mujer no tiene confianza en esa fuerza encarnizada que ha de deshacerse. No solo ignora lo que es una verdadera accin, capaz de cambiar la faz del mundo, sino que est perdida en medio de ese mundo como en el corazn de una inmensa y confusa nebulosa. No sabe servirse bien de la lgica masculina. Stendhal observaba que la mujer la maneja tan hbilmente como el hombre si la necesidad la obliga. Pero es un instrumento que apenas tiene ocasin de utilizar. Un silogismo no sirve ni para hacer una mahonesa ni para calmar el llanto de un nio; los razonamientos masculinos no estn adecuados a la realidad cuya experiencia tiene ella. Y, en el reino de los hombres, puesto que no hace nada, su pensamiento no se distingue del sueo, al no fundirse en ningn proyecto; carece del sentido de la verdad, a falta de eficacia; nunca forcejea ms que con imgenes y palabras: por eso acoge con despreocupacin las aseveraciones ms contradictorias; se cuida muy poco de dilucidar los misterios de un dominio que, de todas formas, est fuera de su alcance; se contenta con unos conocimientos espantosamente vagos: confunde los partidos, las opiniones, los lugares, las gentes, los acontecimientos; en su cabeza hay una extraa barahnda. Pero, despus de todo, no es cosa suya ver claro en todo eso: le han enseado a aceptar la autoridad masculina; por tanto, renuncia a criticar, a examinar y a juzgar por su cuenta. Se remite a la casta superior. Por eso el mundo masculino le parece una realidad trascendente, un absoluto. Los {705} hombres forjan los dioses dice Frazer y las mujeres los adoran. Ellos no pueden arrodillarse con absoluta conviccin ante los dolos que han forjado; pero, cuando las mujeres se ven ante esas grandes estatuas, no se imaginan que mano alguna las haya fabricado y se prosternan dcilmente (1). En particular, les encanta que el Orden, el Derecho, se encarnen en un jefe. En todo Olimpo hay un dios soberano; la prestigiosa esencia viril debe concentrarse en un arquetipo del cual padre, marido o amantes no son ms que inciertos reflejos. Resulta un tanto humorstico decir que el culto que rinden a ese gran ttem es sexual; lo cierto es que, ante l, satisfacen plenamente el sueo infantil de dimisin y humillacin de hinojos. En Francia, los generales: Boulanger, Ptain, De Gaulle (2) siempre han tenido a las mujeres de su parte; tambin se recordar con qu estremecimientos de su pluma las mujeres periodistas de L'Humanit evocaban en otro tiempo a Tito y su esplndido uniforme. El general, el dictador mirada de guila, mentn voluntarioso es el padre celeste exigido por el universo de lo serio, el garante absoluto de todos los valores. De su ineficacia y de su ignorancia es de donde nace el respeto que otorgan las mujeres a los hroes y a las leyes del mundo masculino; los reconocen, no en virtud de un juicio, sino por un acto de fe: la fe extrae su fuerza fantica del hecho de que no es un saber: es ciega, apasionada, terca, estpida; lo que plantea, lo plantea incondicionalmente, contra la razn, contra la Historia, contra todos los ments. Tan porfiada {706} reverencia puede adoptar, segn las circunstancias, dos figuras: la mujer se adhiere con pasin unas veces al contenido de la ley, y otras, a su sola forma vaca. Si forma parte de la privilegiada minora que se beneficia del orden social establecido, lo quiere inquebrantable y se hace notar por su intransigencia. El hombre sabe que puede reconstruir otras instituciones, otra tica, otro cdigo; captndose como trascendencia, encara tambin la Historia como un devenir; el ms conservador de los hombres sabe que cierta evolucin es ineluctable y que a ello debe amoldar su accin y su pensamiento; la mujer, que no participa en la Historia, no comprende las necesidades de la misma; desconfa del porvenir y desea detener el tiempo. Si le abaten los dolos propuestos por su padre, sus hermanos, su marido, no presenta ningn procedimiento para repoblar el cielo; se encarniza en su defensa, eso es todo. Durante la guerra de Secesin, nadie era entre los sudistas tan apasionadamente esclavista como las mujeres; en Inglaterra, en el momento de la guerra de los bers, y en Francia contra la Commune, fueron ellas quienes se mostraron ms rabiosas; tratan de compensar su inaccin con la intensidad de los sentimientos de que hacen gala; en caso de victoria, se desencadenan como hienas contra el enemigo abatido; en caso de derrota, se niegan speramente a toda conciliacin; al no ser sus ideas sino actitudes, les es indiferente defender las causas ms caducas: pueden ser legitimistas en 1914 y zaristas en 1949. El hombre a veces las anima, sonriendo: le place ver reflejadas bajo una forma fantica las opiniones que l expone con ms mesura; pero a veces tambin a l le irrita el aspecto estpido y terco que revisten entonces sus propias ideas. (1) Vase JEANPAUL SARTRE: Les mains sales. Hoederer: Ellas son porfiadas, comprendes? Reciben las ideas ya hechas y creen en ellas como en el mismo Dios. Somos nosotros quienes elaboramos las ideas y quienes conocemos la receta; y nunca estamos enteramente seguros de tener razn. (2) Al paso del general, el pblico lo componan fundamentalmente mujeres y nios. (Les journaux, a propsito de la gira de septiembre de 1948 por Saboya.) Los hombres aplaudieron el discurso del general, pero las mujeres se distinguan por su entusiasmo. Haba algunas que parecan literalmente en xtasis, haciendo suyas casi todas y cada una de las palabras del general, y aplaudan al mismo tiempo que gritaban con tal fervor, que el rostro se les pona rojo como una amapola. (Aux coutes, 11 de abril de 1947.) Solamente en las civilizaciones y en las clases fuertemente integradas ofrece la mujer esa figura irreductible. Por lo general, y siendo ciega su fe, respeta la ley, simplemente porque es la ley; aunque esta cambie, conservar su prestigio; a los ojos de las mujeres, la fuerza crea el derecho, puesto que los derechos que reconocen a los hombres provienen de su fuerza; por ese motivo, cuando una colectividad {707} se descompone, ellas son las primeras en arrojarse a los pies del vencedor. De manera general, aceptan lo que es. Uno de los rasgos que las caracteriza es la resignacin. Cuando se desenterraron las estatuas de ceniza de Pompeya, se observ que los hombres haban quedado petrificados en actitudes de rebelin, desafiando al cielo o tratando de huir, mientras las mujeres, curvadas, replegadas en s mismas, volvan el rostro hacia la tierra. Ellas se saben impotentes contra las cosas: los volcanes, los policas, los patronos, los hombres. Las mujeres estn hechas para sufrir sentencian ellas mismas. Es la vida... No se puede hacer nada. Esta resignacin engendra la paciencia que a menudo se admira en ellas. Soportan mucho mejor que el hombre el sufrimiento fsico; son capaces de un valor estoico cuando las circunstancias lo exigen: a falta de la audacia agresiva del varn, multitud de mujeres se distinguen por la serena tenacidad de su resistencia pasiva; hacen frente a las crisis, a la miseria y a la desgracia con ms energa que sus maridos; respetuosas con el tiempo, al que ninguna prisa puede vencer, no miden el suyo; cuando aplican su sosegada obstinacin a cualquier empresa, obtienen a veces xitos resonantes. Lo que la mujer quiera..., dice el proverbio. En una mujer generosa, la resignacin adopta figura de indulgencia: lo admite todo, no condena a nadie, porque estima que ni las personas ni las cosas pueden ser diferentes de lo que son. Una orgullosa puede hacer de aquella una virtud altiva, como madame de Charrire, envarada en su estoicismo. Pero tambin engendra una estril prudencia; las mujeres siempre tratan de conservar, de componer y arreglar antes que destruir y construir de nuevo; prefieren los compromisos y las transacciones a las revoluciones. En el siglo XIX constituyeron uno de los ms grandes obstculos para el esfuerzo de emancipacin obrera: para una Flora Tristn, para una Louise Michel, cuntas amas de casa extraviadas por la timidez suplicaban a sus maridos que no corriesen ningn riesgo! No solo teman las huelgas, el paro, la miseria: teman tambin que la revuelta fuese una falta, un pecado. Se comprende que, en el caso de sufrir por sufrir, prefieran {708} la rutina a la aventura: se forja ms fcilmente una exigua dicha en casa que por los caminos. Su suerte se confunde con la de las cosas perecederas: lo perderan todo al perderlas. Solamente un sujeto libre, afirmndose ms all del tiempo, puede dar jaque a toda ruina; este supremo recurso le ha sido prohibido a la mujer. Como jams ha experimentado los poderes de la libertad, esencialmente, no cree en una liberacin: el mundo le parece regido por un oscuro destino contra el cual resulta presuntuoso alzarse. Esos peligrosos caminos que quieren obligarla a seguir, no los ha abierto ella, y es normal que no se precipite en ellos con entusiasmo (1). Que le abran el porvenir y no se aferrar al pasado. Cuando se llama concretamente a las mujeres a la accin, son tan audaces y valerosas como los hombres (2). (1) Vase Gide, Journal. Creuse o la mujer de Lot: una se rezaga, otra mira hacia atrs, lo cual es una manera de rezagarse. No hay un grito de pasin ms grande que este: Y Fedra, al laberinto contigo descendida hubirase reencontrado o perdido contigo. Pero la pasin la ciega; despus de algunos pasos, en verdad, se habra sentado, o habra querido retroceder, o, en fin, se habra hecho transportar. (2) La actitud de las mujeres del proletariado ha cambiado as profundamente desde hace un siglo; en particular, durante las ltimas huelgas en las minas del Norte, han dado pruebas de tanta pasin y energa como los hombres, manifestndose y luchando a su lado. Muchos de los defectos que se les reprochan: mediocridad, mezquindad, timidez, pequeez, pereza, frivolidad, servilismo, expresan simplemente el hecho de que el horizonte les ha sido cerrado. Se dice que la mujer es sensual, que se revuelca en la inmanencia; pero antes la han encerrado en eso. La esclava aprisionada en el harn no experimenta ninguna pasin morbosa por la jalea de rosas o los baos perfumados: necesita matar el tiempo; en la medida en que la mujer se ahogue en un lgubre gineceo casa de compromiso u hogar burgus, se refugiar tambin en la comodidad y el bienestar; por otra parte, si persigue vidamente la voluptuosidad es porque muy a menudo se la han escamoteado; sexualmente insatisfecha, destinada a la aspereza viril, condenada a las fealdades masculinas, se consuela con {709} cremas, vinos generosos, terciopelos, las caricias del agua, del sol, de una amiga, de un amante joven. Si se le aparece al hombre como un ser hasta tal extremo fsico, es porque su condicin la incita a conceder una extremada importancia a su animalidad. La carne no clama ms fuerte en ella que en el varn: pero ella espa sus menores murmullos y los amplifica; la voluptuosidad, como el desgarramiento del sufrimiento, es el triunfo fulminante de lo inmediato; el porvenir y el Universo son negados por la violencia del instante: fuera de la llamarada carnal, lo que hay no es nada; durante esa breve apoteosis no se sienta mutilada ni frustrada. Pero, una vez ms, solo concede tanto valor a esos triunfos de la inmanencia porque esta es su nica parte. Su frivolidad tiene la misma causa que su srdido materialismo; concede importancia a las pequeas cosas, porque no tiene acceso a las grandes: por lo dems, las trivialidades que llenan sus jornadas son a menudo de lo ms serio; a su tocador y a su belleza debe su encanto y sus oportunidades. Con frecuencia se muestra perezosa, indolente; pero las ocupaciones que se le proponen son tan vanas como el puro fluir del tiempo; si es charlatana, escritorzuela, lo es para engaar su ociosidad: sustituye con palabras los actos imposibles. El hecho es que, cuando una mujer est comprometida en una empresa digna de un ser humano, sabe mostrarse tan activa, eficaz, callada y asctica como un hombre. La acusan de ser servil; siempre est dispuesta, dicen, a tenderse a los pies de su amo y a besar la mano que la ha golpeado; es cierto que, por lo general, carece de verdadero orgullo; los consejos que esos correos sentimentales prodigan a esposas engaadas o amantes abandonadas estn inspirados en un espritu de abyecta sumisin; la mujer se agota en escenas arrogantes y termina por recoger las migajas que quiere arrojarle el varn. Pero qu puede hacer sin apoyo masculino una mujer para quien el hombre es a la vez el nico medio y la nica razn de su vida? Est obligada a encajar todas las humillaciones; el esclavo no puede tener el sentido de la dignidad humana; bastante har con salir adelante. En fin, si la mujer es prosaica, casera, bajamente {710} utilitaria, se debe a que le imponen que consagre su existencia a preparar alimentos y limpiar deyecciones: no ser de ah de donde podr extraer el sentido de la grandeza. Tiene que asegurar la montona repeticin de la vida en su contingencia y su artificiosidad: es natural que repita y recomience, sin jams inventar nada, que el tiempo le parezca que gira en redondo, sin llevar a ninguna parte; est siempre ocupada, pero nunca hace nada: as, pues, se enajena en lo que tiene, esta dependencia con respecto a las cosas, consecuencia de aquella en que la tienen los hombres, explica su prudente economa, su avaricia. Su vida no se dirige hacia unos fines: se absorbe en la produccin o la conservacin de cosas que nunca son ms que medios: alimentos, vestidos, hbitat; estos son intermediarios inesenciales entre la vida animal y la libre existencia; el nico valor que se concede al medio inesencial es el de la utilidad; al nivel de lo til vive precisamente el ama de casa, que solo se lisonjea de ser til a sus allegados. Pero ningn ser existente podra satisfacerse con un papel inesencial: inmediatamente convierte en fines los medios como se observa, entre otros, en los polticos, y el valor del medio se convierte a sus ojos en valor absoluto. As, la utilidad reina en el cielo del ama de casa ms alto que la verdad, la belleza y la libertad; y, desde esta perspectiva, que es la suya, encara el Universo entero; por eso adopta la moral aristotlica del justo medio, de la mediocridad. Cmo encontrar en ella audacia, ardor, desprendimiento, grandeza? Estas cualidades solo aparecen en el caso de que una libertad se arroje a travs de un porvenir abierto, emergiendo ms all de todo dato. Se encierra a la mujer en una cocina o en un tocador, y luego asombra que su horizonte sea tan limitado; se le cortan las alas y se deplora que no sepa volar. Que se le abra el porvenir, y ya no estar obligada a instalarse en el presente. Se da muestras de la misma inconsecuencia cuando, encerrndola en los lmites de su yo o de su hogar, se le reprocha su narcisismo y su egosmo con todo su cortejo: vanidad, susceptibilidad, maldad, etc.; se le priva de toda posibilidad de comunicacin concreta con los dems; en {711} su experiencia, no percibe la llamada ni los beneficios de la solidaridad, puesto que est consagrada por entero a su propia familia, aislada; por tanto, no cabe esperar de ella que se trascienda hacia el inters general. Se encastilla obstinadamente en el nico dominio que le es familiar, all donde puede aprehender las cosas y en cuyo seno encuentra una precaria soberana. Sin embargo, por mucho que cierre las puertas y tape las ventanas, la mujer no encuentra en su hogar una seguridad absoluta; ese universo masculino, al que respeta desde lejos sin osar aventurarse en l, crea un cerco a su alrededor; y precisamente porque es incapaz de captarlo a travs de las tcnicas, de una lgica segura, de unos conocimientos articulados, se siente como el nio o el hombre primitivo: rodeada de peligrosos misterios. Ella proyecta all su concepcin mgica de la realidad: el curso de las cosas le parece fatal y, no obstante, todo puede suceder; distingue mal lo posible de lo imposible, y est dispuesta a creer a no importa quin; recoge y propaga todos los rumores, desencadena pnicos; hasta en los perodos de calma, vive preocupada; por la noche, en una especie de duermevela, la inerte yacente se espanta de los rostros de pesadilla que reviste la realidad: as, para la mujer condenada a la pasividad, el porvenir opaco est acosado por los fantasmas de la guerra, de la revolucin, del hambre, de la miseria; al no poder obrar, se inquieta. Cuando el marido o el hijo se lanzan a una empresa, cuando son arrebatados por un acontecimiento, corren riesgos por su propia cuenta: sus proyectos, las consignas a las cuales obedecen, les trazan en la oscuridad un camino seguro; pero la mujer se debate en una noche confusa; se apura, porque no hace nada; en la imaginacin, todas las posibilidades tienen la misma realidad: el tren puede descarrilar, la operacin puede fallar, el negocio puede fracasar; lo que trata vanamente de conjurar en su largo y sombro rumiar es el espectro de su propia impotencia. La preocupacin traduce su desconfianza respecto al mundo establecido; si se le antoja cargado de amenazas, presto a zozobrar en oscuras catstrofes, es porque no se {712} siente feliz en l. Durante la mayor parte de] tiempo, no se resigna a estar resignada; sabe que lo que sufre, lo sufre a pesar suyo: es mujer sin haber sido consultada; no se atreve a rebelarse; se somete de mala gana; su actitud es una constante recriminacin. Todos cuantos reciben las confidencias de las mujeres, ya sean mdicos, sacerdotes o asistentes sociales, saben que el modo ms habitual de esas confidencias es el lamento; entre amigas, cada cual gime sus propios males y todas juntas se quejan de la injusticia de la suerte, del mundo y de los hombres en general. Un individuo libre no culpa a nadie de sus fracasos sino a s mismo, los asume; en cambio, todo cuanto le sucede a la mujer es por culpa de otro, el responsable de sus desdichas es siempre otro. Su furiosa desesperacin rechaza todos los remedios; proponer soluciones a una mujer obstinada en quejarse, no arregla nada: ninguna le parece aceptable. Quiere vivir su situacin precisamente como la vive: con una clera impotente. Si se le propone un cambio, levanta los brazos al cielo: No faltara ms que eso! Sabe que su malestar es ms profundo que los pretextos que ofrece del mismo, y que no basta un expediente para librarla de l: culpa al mundo entero, porque ha sido edificado sin contar con ella, y contra ella; desde la adolescencia, desde la infancia, protesta contra su condicin; le han prometido compensaciones, le han asegurado que, si abdicaba sus oportunidades en manos del hombre, le seran centuplicadas, y se considera engaada; acusa a todo el universo masculino; el rencor es el anverso de la dependencia: cuando se da todo, jams se recibe bastante a cambio. Sin embargo, tiene tambin necesidad de respetar el universo masculino; se sentira en peligro, sin un techo sobre su cabeza, si se opusiera a l en su conjunto: adopta la actitud maniquesta que le es sugerida tambin por su experiencia casera. El individuo que acta se reconoce culpable del mal y del bien con los mismos ttulos que los dems; sabe que le toca definir los fines, hacerlos triunfar; experimenta en la accin la ambigedad de toda solucin; justicia e injusticia, ganancias y prdidas, estn inextricablemente mezcladas. Pero quienquiera que se muestre pasivo, se aparta {713} del juego y rehusa plantearse problemas ticos ni siquiera en el pensamiento: el bien debe ser realizado, y, si no lo es, existe una falta por la cual hay que castigar a los culpables. Al igual que el nio, la mujer se representa el bien y el mal en sencillas estampas de pinal; el maniquesmo tranquiliza al espritu suprimiendo la angustia de la eleccin; escoger entre una plaga y una plaga menor, entre un beneficio presente y un beneficio ms grande en el futuro, tener que definir por s mismo lo que es derrota y lo que es victoria, equivale a correr terribles riesgos; para el maniquesta, el buen grano se distingue claramente de la cizaa, y no hay ms que arrancar la cizaa; el polvo se condena por s solo y la limpieza es la ausencia perfecta de toda mancha; limpiar es expulsar desechos y fango. As, la mujer cree que toda la culpa la tienen los judos, o los masones, o los bolcheviques, o el gobierno; siempre est contra alguien o contra algo; entre los enemigos de Dreyfus, las mujeres se mostraron ms encarnizadas an que los hombres; no siempre saben dnde reside el principio maligno; pero lo que esperan de un buen gobierno es que lo expulse igual que se expulsa el polvo de una casa. Para las degaullistas fervientes, De Gaulle aparece como el rey de los barrenderos; plumero y bayeta en mano, se lo imaginan limpiando y sacando brillo para hacer de Francia un pas limpio. Pero tales esperanzas se sitan siempre en un porvenir incierto; entre tanto, el mal sigue corroyendo al bien; y, como no tiene entre sus manos a judos, bolcheviques o masones, la mujer busca un responsable contra el cual pueda indignarse de manera ms concreta: el marido es una vctima excepcional. En l se encarna el universo masculino, a travs de l la sociedad masculina ha tomado a su cargo la mujer y la ha engaado; l soporta todo el peso del mundo, y, si las cosas salen mal, suya es la culpa. Cuando regresa a casa por la noche, se queja a l de los hijos, de los proveedores, de las faenas domsticas, del costo de la vida, de su reumatismo, del tiempo que hace, y quiere que se sienta culpable. Con frecuencia, alimenta respecto a l agravios particulares; pero, ante todo, es culpable de ser hombre; ya puede tener l {714} tambin sus enfermedades, sus preocupaciones: No es lo mismo; l detenta un privilegio que a ella le duele constantemente como una injusticia. Es notable que la hostilidad que experimenta hacia el marido o el amante la vincule a ellos, en lugar de alejarla de los mismos; el hombre que empieza a detestar a su mujer o a su amante, trata de rehuirlas; en cambio, ella quiere tener a mano al hombre a quien aborrece, para hacerle pagar. Optar por recriminar no es optar por desembarazarse de los males propios, sino por revolcarse en ellos; su consuelo supremo consiste en hacerse la mrtir. La vida y los hombres la han vencido: ella har de esa derrota una victoria. Por eso, como en su infancia, se entregar tan alegremente al frenes de las lgrimas y las escenas. Seguramente porque su vida se alza sobre un fondo de rebelin, es por lo que la mujer tiene tanta facilidad para llorar; sin duda, fisiolgicamente controla menos que el hombre su sistema nervioso y simptico; su educacin le ha enseado a dejarse llevar: las consignas representan aqu un importante papel ya que Diderot y Benjamn Constant vertan diluvios de lgrimas; los hombres han dejado de llorar desde que la costumbre se lo prohibe. Pero, sobre todo, la mujer est siempre dispuesta a adoptar con respecto al mundo una actitud de fracaso, porque nunca lo ha asumido francamente. El hombre acepta al mundo; ni siquiera la desgracia har que cambie de actitud, le har frente, no se dejar abatir; mientras que basta una contrariedad para descubrir nuevamente a la mujer la hostilidad del universo y lo injusto de su suerte; entonces se precipita en su ms seguro refugio, es decir, en s misma; esos tibios surcos sobre sus mejillas, esa quemadura en sus rbitas, son la presencia sensible de su alma dolorida; dulces para la piel, apenas saladas en la lengua, las lgrimas son tambin una tierna y amarga caricia; el rostro se inflama bajo un torrente de agua clemente; las lgrimas son a la vez queja y consuelo, fiebre y frescor apaciguante. Son tambin una suprema coartada; bruscas como el huracn, surgen a borbotones; cicln, aguacero, chubasco, metamorfosean a la mujer en {715} una fuente quejumbrosa, en un cielo atormentado; sus ojos ya no ven, los vela una bruma: ni siquiera son ya una mirada, se funden en lluvia; ciega, la mujer vuelve a la pasividad de las cosas naturales. Se la quiere vencida, y ella se hunde en su derrota; se va a pique, se anega, escapa al hombre que la contempla impotente como ante una catarata. Considera l que ese procedimiento es desleal: pero estima que la lucha es desleal desde el principio, porque nadie le ha puesto en la mano ninguna arma eficaz. Recurre una vez ms a una conjuracin mgica. Y el hecho de que sus sollozos exasperen al varn, le proporciona una razn ms para precipitarse en ellos. Si las lgrimas no bastan para expresar su revuelta, har escenas cuya incoherente violencia desconcertar an ms al hombre. En ciertos medios, sucede que el hombre propina a su esposa verdaderos golpes fsicos; en otros, precisamente porque es el ms fuerte y sus puos son un instrumento eficaz, se prohibe a s mismo toda violencia. Pero la mujer, como el nio, se entrega a desencadenamientos simblicos: puede lanzarse contra el hombre, araarlo; no son ms que gestos. Pero, sobre todo, se emplea en imitar con su cuerpo, a travs de crisis nerviosas, los rechazos que no puede realizar concretamente. No es solo por razones fisiolgicas por lo que est sujeta a manifestaciones convulsivas: la convulsin es una interiorizacin de una energa que, proyectada hacia el mundo, se frustra al no encontrar ningn objetivo; es un gasto intil de todos los poderes de negacin suscitados por la situacin. La madre sufre raramente crisis de nervios con respecto a sus hijos jvenes, puesto que puede castigarlos y azotarlos: en cambio, frente a su hijo mayor, su marido o su amante, sobre los cuales no tiene poder, la mujer se entrega a una furibunda desesperacin. Las escenas histricas de Sofa Tolstoi son significativas; ciertamente, cometi el grave error de no intentar jams comprender a su marido, y, a travs de su diario, no parece generosa, ni sensible, ni sincera, y est lejos de aparecrsenos como una figura simptica; pero el que haya o no haya tenido razn no cambia en nada el horror de su situacin: durante toda su {716} vida no hizo ms que sufrir, a travs de constantes recriminaciones, los abrazos conyugales, las maternidades, la soledad, el modo de vivir que su marido le impona: cuando nuevas decisiones de Tolstoi exacerbaron el conflicto, ella se encontr sin arma alguna frente a la voluntad enemiga, a la que se opona con toda su impotente voluntad; se lanz a representar comedias de rechazo falsos suicidios, falsas fugas, falsas enfermedades, etc. que eran odiosas para quienes la rodeaban y agotadoras para ella misma: apenas se ve qu otra salida tena abierta, puesto que no tena ninguna razn positiva para acallar sus sentimientos de rebelda, ni medio eficaz alguno para expresarlos. Desde luego, hay una salida para la mujer que ha llegado al extremo del rechazo, y es el suicidio. Parece, sin embargo, que recurre a l con menos frecuencia que el hombre. Las estadsticas son muy ambiguas al respecto (1): si se consideran los suicidios consumados, hay muchos ms hombres que mujeres que atentan contra sus das; pero las tentativas de suicidio son ms frecuentes en estas. Puede ello deberse a que se contentan ms a menudo con una comedia: representan el suicidio con ms frecuencia que el hombre, pero raramente lo quieren. Tambin se debe, en parte, a que les repugnan los mtodos brutales: casi nunca emplean armas blancas ni armas de fuego. Prefieren ahogarse, como Ofelia, manifestando as la afinidad de la mujer con el agua pasiva y plena de la noche, donde parece que la vida pudiera disolverse pasivamente. En conjunto, se observa aqu la ambigedad que ya he sealado: aquello que la mujer detesta no trata sinceramente de abandonarlo. Representa el papel de la ruptura, pero, en definitiva, se queda junto al hombre que la hace sufrir; finge quitarse la vida que la molesta, pero es relativamente raro que se mate. No le gustan las soluciones definitivas: protesta contra el hombre, contra la vida, contra su condicin; pero no se evade de ellos. (1) Vase HALBWACHS: Les causes du suicide. Hay multitud de actitudes femeninas que deben interpretarse como actos de protesta. Ya se ha visto que frecuentemente {717} la mujer engaa a su marido por desafo y no por placer; ser aturdida y gastadora expresamente porque l es metdico y ahorrativo. Los misginos que acusan a la mujer de llegar siempre tarde, creen que le falta el sentido de la exactitud. En verdad, ya hemos visto hasta qu punto se pliega ella dcilmente a las exigencias del tiempo. Sus retrasos son deliberadamente consentidos. Algunas coquetas consideran que as exasperan el deseo del hombre y valoran mucho ms su presencia; pero, sobre todo, cuando inflige al hombre unos momentos de espera, la mujer protesta contra esa larga espera que es su propia vida. En cierto sentido, su existencia es una espera, puesto que se halla encerrada en los limbos de la inmanencia y la contingencia y porque su justificacin est siempre en manos ajenas: espera el homenaje y los sufragios de los hombres, espera el amor, espera la gratitud y los elogios del marido, del amante; espera de ellos su razn de existir, su valor y su ser mismo. Espera de ellos su subsistencia; ora tenga en la mano el talonario de cheques, ora reciba cada semana o cada mes la suma que el marido le asigna, es preciso que l haya cobrado, que haya obtenido ese aumento de sueldo que le permita a ella saldar cuentas con el tendero o comprarse un vestido nuevo. Ella espera su presencia: su dependencia econmica la pone a disposicin de l; no es ms que un elemento de la vida masculina, en tanto que el hombre es su vida toda entera; el marido tiene sus ocupaciones fuera del hogar, la mujer sufre su ausencia a todo lo largo de la jornada; el amante aunque sea apasionado es quien decide los encuentros y las separaciones a tenor de sus obligaciones. En el lecho, espera el deseo del varn, espera tambin a veces con ansiedad su propio placer. Todo cuanto puede hacer es llegar con retraso a la cita que ha fijado el amante, o no estar preparada a la hora designada por el marido; de ese modo, afirma ella la importancia de sus propias ocupaciones, reivindica su independencia, se convierte durante un momento en el sujeto esencial cuya voluntad sufre pasivamente el otro. Pero se trata de tmidos desquites; por obstinadamente que d plantn a los hombres, jams compensar las infinitas horas {718} que pasa en acecho, esperando, sometindose a la santa voluntad del varn. De manera general, y aun reconociendo globalmente la supremaca de los hombres, aceptando su autoridad, adorando a sus dolos, la mujer va a oponerse, paso a paso, a su imperio; de ah proviene ese famoso espritu de contradiccin que se le ha reprochado con frecuencia; al no poseer ms que un dominio autnomo, no puede oponer verdades y valores positivos a los que afirman los varones; solo puede negarlos. Su negacin es ms o menos sistemtica, segn la manera en que se hallen dosificados en ella el respeto y el rencor. Pero el hecho es que conoce todas las fallas del sistema masculino y se apresura a denunciarlas. Las mujeres no tienen ascendiente sobre el mundo de los hombres, porque su experiencia no les ensea a manejar la lgica y la tcnica: inversamente, el poder de los instrumentos masculinos queda abolido en las fronteras del dominio femenino. Hay toda una regin de la experiencia humana que el varn opta deliberadamente por ignorar, ya que no logra pensarla: esa experiencia, la mujer la vive. El ingeniero, tan preciso cuando traza sus planos, se conduce en su casa como un demiurgo: una palabra, y he ah su comida servida, sus camisas almidonadas, sus hijos calladitos; procrear es un acto tan rpido como el golpe de la varita de Moiss; no le asombran tales milagros. La nocin de milagro difiere de la idea de magia: en el seno de un mundo racionalmente determinado, plantea la radical discontinuidad de un acontecimiento sin causa, contra el cual todo pensamiento se quiebra; mientras que los fenmenos mgicos son unificados por fuerzas secretas cuya dcil conciencia puede casar sin comprenderlo con un continuo devenir. El recin nacido es milagroso para el padre demiurgo, mgico para la madre que ha sufrido en su vientre la maduracin del mismo. La experiencia del hombre es inteligible, pero est acribillada de vacos; la de la mujer, en sus limites propios, es oscura, pero plena. Esta opacidad la entorpece; en sus relaciones con ella, el varn se le antoja ligero: posee la ligereza de los dictadores, los generales, los jueces, los burcratas {719}, los cdigos y los principios abstractos. Eso es lo que, sin duda, quera decir aquella ama de casa que murmur un da, mientras se encoga de hombros: Los hombres, bah!, los hombres no piensan. Y tambin dicen: Los hombres, bah!, los hombres no saben nada; no conocen la vida. Al mito de la mantis religiosa oponen el smbolo del abejorro frvolo e importuno. Se comprende que, en esta perspectiva, la mujer recuse la lgica masculina. No solo esta no incide en su experiencia, sino que sabe tambin que la razn se convierte en manos de los hombres en una forma solapada de violencia; sus perentorias afirmaciones estn destinadas a engaarla. Se la quiere encerrar en un dilema: O ests de acuerdo, o no lo ests; en nombre de todo el sistema de los principios admitidos, tiene que estar de acuerdo: si rehusa su adhesin, rechaza el sistema todo entero; no puede permitirse semejante explosin; no dispone de los medios necesarios para reconstruir otra sociedad: sin embargo, no se adhiere a esta. A medio camino entre la rebelin y la esclavitud, se resigna de mala gana a la autoridad masculina. A cada momento hay que imponerle por la violencia que acepte las consecuencias de su incierta sumisin. El varn persigue la quimera de una compaera libremente esclava: quiere que, al cederle, ceda a la evidencia de un teorema; pero ella sabe que l mismo ha elegido los postulados a los cuales se aferran sus vigorosas deducciones; en tanto ella evite ponerlos en tela de juicio, le cerrarn fcilmente la boca; no obstante, l no la convencer, porque ella adivina su arbitrariedad. As, pues, la acusar, irritado, de terquedad, de falta de lgica: la mujer se niega a participar en el juego, porque sabe que los dados estn cargados. La mujer no cree positivamente que la verdad sea otra que la que los hombres pretenden: ms bien admite que la verdad no es. No es solo el devenir de la idea el que la llena de desconfianza respecto al principio de identidad, ni los fenmenos mgicos de que est rodeada los que arruinan la nocin de causalidad: es en el corazn mismo del mundo masculino, es en ella, en tanto que perteneciente a ese mundo {720}, donde capta la ambigedad de todo principio, de todo valor, de todo cuanto existe. Sabe que la moral masculina, en lo que a ella concierne, es una vasta mistificacin. El hombre le asesta pomposamente su cdigo de virtud y de honor; pero, a la chita callando, la invita a desobedecerlo: incluso da por descontada esa desobediencia; sin ella, se derrumbara toda esa hermosa fachada detrs de la cual se refugia. El hombre se sirve con gusto de la idea hegeliana, segn la cual, el ciudadano adquiere su dignidad tica cuando se trasciende hacia lo universal: en tanto que individuo singular, tiene derecho al deseo, al placer. Sus relaciones con la mujer se sitan, as pues, en una regin contingente donde la moral ya no se aplica, donde las actitudes son diferentes. Con los dems hombres sostiene relaciones en las cuales estn comprometidos unos valores; l es una libertad que se enfrenta con otras libertades, segn leyes universalmente reconocidas; pero junto a la mujer que ha sido inventada con ese propsito deja de asumir su existencia, se abandona al espejismo del ens, se sita en un plano inautntico; se muestra tirnico, sdico, violento o pueril, masoquista, plaidero; procura satisfacer sus obsesiones, sus manas; se relaja en nombre de los derechos que ha adquirido en su vida pblica. Su mujer se asombra a menudo como Thrse Desqueyroux ante el contraste entre la dignidad de sus palabras y sus actitudes pblicas y sus pacientes invenciones en la sombra. Predica el aumento de poblacin, pero tiene la habilidad de no engendrar ms hijos de los que le conviene. Exalta a las esposas castas y fieles, pero invita al adulterio a la mujer del vecino. Ya se ha visto con qu hipocresa decretan los hombres que el aborto es criminal, cuando todos los aos hay en Francia un milln de mujeres a quienes el hombre ha puesto en situacin de abortar; con mucha frecuencia, el marido o el amante les imponen esa solucin; tambin a menudo suponen, tcitamente, que esa solucin ser adoptada en caso de necesidad. Dan por descontado francamente que la mujer consentir en hacerse culpable de un delito: su inmoralidad es necesaria para la armona de {721} la sociedad moral respetada por los hombres. El ejemplo ms flagrante de esta duplicidad es la actitud del varn ante la prostitucin: su demanda es la que crea la oferta; ya he dicho con qu asqueado escepticismo consideran las prostitutas a las seoras respetables que reprueban speramente el vicio en general, pero que muestran una gran indulgencia a propsito de sus manas personales; sin embargo, se considera que son perversas y depravadas las muchachas que viven de su cuerpo, pero no los varones que lo usan. Una ancdota ilustra este estado de nimo: a finales del siglo pasado, la Polica descubri en un prostbulo a dos nias de doce a trece aos; hubo un proceso en el que ambas prestaron declaracin; hablaron de sus clientes, que eran seores importantes; una de ellas abri la boca para dar un nombre. El procurador se lo impidi precipitadamente: No mancille el nombre de un hombre honesto! Un seor condecorado con la Legin de Honor sigue siendo un hombre honrado, aunque desflore a una nia; tiene sus flaquezas, cierto; pero quin no las tiene? En cambio, la pequea que no accede a la regin tica de lo universal que no es un magistrado, ni un general, ni un gran francs, que solo es una nia representa su valor moral en la regin contingente de la sexualidad: es una perversa, una extraviada, una viciosa, digna del correccional. En multitud de casos, y sin manchar su alta figura, el hombre, en complicidad con la mujer, puede perpetrar actos que para ella son infamantes. La mujer entiende mal estas sutilezas; lo que entiende es que el hombre no obra de acuerdo con los principios de que alardea y que le pide a ella que desobedezca; el hombre no quiere lo que dice querer: de modo que ella no le da lo que finge darle. Ser una esposa casta y fiel, pero ceder a escondidas a sus deseos; ser una madre admirable, pero practicar cuidadosamente el control de la natalidad y, en caso necesario, adoptar las medidas oportunas para abortar. El hombre, oficialmente, la desaprueba: es la regla del juego; pero, clandestinamente, le est agradecido a esta por lo exiguo de su virtud, a aquella por su esterilidad. La mujer desempea el papel de esos agentes secretos a quienes se deja {722} fusilar si son arrestados y a quienes se colma de recompensas si logran sus fines; a la mujer le corresponde cargar con toda la inmoralidad de los varones: no es solamente la prostituta, sino todas las mujeres las que sirven de cloaca en el saludable y luminoso palacio donde moran las gentes honestas. Cuando luego las hablan de dignidad, honor, lealtad y de todas las altas virtudes viriles, no hay que asombrarse porque rehusen picar. Se ren sarcsticamente en particular cuando varones virtuosos vienen a reprocharles que sean interesadas, comediantas y embusteras (1): saben muy bien que no les queda otra salida. Tambin el hombre se interesa por el dinero, por el xito: pero dispone de los medios para conquistarlos con su trabajo; a la mujer le han asignado un papel de parsito, y todo parsito es necesariamente un explotador; ella necesita al hombre para adquirir una dignidad humana, para comer, gozar, procrear; mediante el servicio del sexo, se asegura sus beneficios; y, puesto que se la encierra en esa funcin, es toda ella un instrumento de explotacin. En cuanto a las mentiras, salvo en el caso de la prostitucin, entre ella y su protector no se trata de un negocio franco. El mismo hombre le exige que represente una comedia: quiere que ella sea lo Otro; pero todo ente existente, por clamorosamente que reniegue de s mismo, sigue siendo sujeto; el hombre la quiere objeto, y ella se hace objeto; en el momento en que ella se hace ser, ejerce una libre actividad; esa es su traicin original; la ms dcil, la ms pasiva, es conciencia no obstante; y a veces basta que el varn se percate de que, al entregarse a l, ella le mira y le juzga, para que se sienta burlado; ella no debe ser ms que una cosa ofrecida, una presa. Sin embargo, tambin exige que esa cosa se la entregue ella libremente: en la cama, le exige que experimente placer; en el hogar, ella tiene que reconocer sinceramente su superioridad y sus mritos; desde el instante en que ella obedece, debe fingir independencia, aunque en {723} otros momentos represente activamente la comedia de la pasividad. Miente para retener al hombre que le asegura el pan cotidiano; escenas y lgrimas, transportes de amor, crisis de nervios; y miente tambin para escapar de la tirana que acepta por inters. El hombre la anima para que represente comedias de las cuales se aprovechan su imperialismo y su vanidad: ella vuelve contra l sus poderes de disimulo; as se toma desquites doblemente deliciosos, porque, al engaarlo, satisface deseos singulares y saborea el placer de escarnecerlo. La esposa o la cortesana mienten cuando fingen transportes que no experimentan; despus se divierten con un amante o con unas amigas de la ingenua vanidad de su vctima: No solo nos dejan con las ganas, sino que, adems, quieren que nos desgaitemos de placer, comentan con rencor. Esas conversaciones se asemejan a las de los criados que en la cocina arrancan la piel a tiras a sus seores. La mujer tiene los mismos defectos, porque es vctima de la misma opresin paternalista; tiene el mismo cinismo, porque ve al hombre de arriba abajo, como ve a sus amos el ayuda de cmara. Pero est claro que ninguno de sus rasgos manifiesta una esencia o una voluntad original pervertidas: reflejan una situacin. Hay falsedad dondequiera que exista un rgimen coercitivo dice Fourier. La prohibicin y el contrabando son inseparables, tanto en el amor como en las mercancas. Y los hombres saben muy bien que los defectos de la mujer manifiestan su condicin, y que, cuidadosos de mantener la jerarqua de los sexos, estimulan en su compaera esos mismos rasgos que les autorizan a despreciarla. (1) Todas con ese aire delicado de mosquitas muertas, acumulado por todo un pasado de esclavitud, sin otras armas para salvarse y ganarse el pan que ese aire seductor sin quererlo que espera su hora. Jules Laforgue. Sin duda, el marido o el amante se irritan ante las taras de la mujer singular con la cual viven; sin embargo, al ensalzar los encantos de la feminidad en general, la consideran inseparable de sus taras. Si la mujer no es prfida, ftil, cobarde, indolente, pierde su seduccin. En Casa de muecas, Helmer explica hasta qu punto el hombre se siente justo, fuerte, comprensivo e indulgente cuando perdona a la dbil mujer sus faltas pueriles. As, a los maridos de Bernstein los enternece con la complicidad del autor la mujer {724} ladrona, malvada, adltera, al inclinarse sobre ella con indulgencia, miden toda su propia y viril sabidura. Los racistas norteamericanos y los colonos franceses desean tambin que el negro se muestre vividor, holgazn y embustero: as demuestra su indignidad, as pone la justicia del lado de los opresores; si se obstina en ser honesto y leal, se le mira como a un mala cabeza. Los defectos de la mujer se exageran tanto ms cuanto que ella no tratar de combatirlos, sino que, por el contrario, har de ellos adorno. Recusando los principios lgicos y los imperativos morales, escptica ante las leyes de la Naturaleza, la mujer carece del sentido de lo universal; el mundo se le aparece como un confuso conjunto de casos singulares; por eso cree ms fcilmente en los chismes de la vecina que en una exposicin cientfica; sin duda, respeta el libro impreso, pero ese respeto resbala a lo largo de las pginas escritas sin prenderse en el contenido: por el contrario, la ancdota contada por un desconocido en una cola o en un saln adquiere inmediatamente una aplastante autoridad; en su dominio, todo es magia; fuera, todo es misterio; no conoce el criterio de lo verosmil; solamente la experiencia inmediata conquista su conviccin: su propia experiencia o la de otro, siempre que la afirme con suficiente fuerza. En cuanto a ella, y puesto que, aislada en su hogar, no se confronta activamente con las otras mujeres, se considera espontneamente como un caso singular; siempre espera que el destino y los hombres hagan una excepcin en su favor; mucho ms que en los razonamientos valederos para todos, ella cree en las iluminaciones que descienden sobre ella; admite fcilmente que le son enviadas por Dios o por algn oscuro espritu del mundo; de algunas desgracias y accidentes, piensa con tranquilidad: A m no me ocurrir eso; a la inversa, se imagina que harn una excepcin conmigo: tiene el gusto del favor especial; el comerciante le har una rebaja, el agente la dejar pasar aunque no lleve pase; le han enseado a sobreestimar el valor de su sonrisa y se ha olvidado decirle que todas las mujeres sonren. No es que ella se considere ms extraordinaria que su vecina: es que no se compara; por {725} la misma razn, es raro que la experiencia le inflija un ments: sufre un fracaso, otro, pero no los totaliza. Por eso, las mujeres no logran construir slidamente un contrauniverso desde el cual pudieran desafiar a los varones; espordicamente, despotrican contra los hombres en general, se cuentan historias de alcoba y de partos, se comunican horscopos y recetas de belleza. Mas, para construir verdaderamente ese mundo del resentimiento que su rencor desea, carecen de conviccin; su actitud con respecto al hombre es demasiado ambivalente. En efecto, el hombre es un nio, un cuerpo contingente y vulnerable, es un ingenuo, un abejorro importuno, un tirano mezquino, un egosta, un vanidoso; pero tambin es el hroe libertador, la divinidad que dispensa los valores. Su deseo es un apetito grosero; sus abrazos, una servidumbre degradante; sin embargo, el ardor y la potencia viril aparecen tambin como una energa demirgica. Cuando una mujer dice con xtasis: Es un hombre!, evoca a la vez el vigor sexual y la eficiencia social del varn al que admira: en uno y otra se expresa la misma soberana creadora; no se imagina que sea un gran artista, un gran hombre de negocios, un general, un jefe, si no es un amante poderoso: sus triunfos sociales siempre tienen un atractivo sexual; inversamente, est dispuesta a reconocerle genio al varn que la satisface. Por lo dems, es un mito masculino el que ella toma aqu. Para Lawrence y para tantos otros, el falo es a la vez una energa viviente y la trascendencia humana. As, la mujer puede ver en los placeres del lecho una comunin con el espritu del mundo. Rindiendo al hombre un culto mstico, se pierde y se reencuentra en su gloria. La contradiccin se allana aqu fcilmente, gracias a la pluralidad de los individuos que participan de la virilidad. Algunos aquellos cuya contingencia experimenta ella en la vida cotidiana son la encarnacin de la miseria humana; en otros se exalta la grandeza del hombre. Sin embargo, la mujer acepta incluso que estas dos figuras se confundan en una sola. Si consigo hacerme clebre escriba una joven enamorada de un hombre a quien juzgaba superior, R. se casar seguramente conmigo, porque ello halagar su vanidad {726}; hinchara el pecho cuando me llevase del brazo. No obstante, le admiraba locamente. El mismo individuo puede muy bien ser, a los ojos de la mujer, avaro, mezquino, vanidoso, irrisorio y un verdadero dios: despus de todo, los dioses tienen sus flaquezas. Para el individuo a quien se ama en su libertad, en su humanidad, se tiene esa exigente severidad que es el anverso de una autntica estimacin; mientras una mujer arrodillada ante su hombre puede perfectamente jactarse de saber manejarlo, lisonjea complacientemente sus pequeas rarezas sin que l pierda prestigio; esa es la prueba de que no experimenta amistad por su persona singular, tal y como se cumple en actos reales; ella se prosterna ciegamente ante la esencia general de la cual participa el dolo: la virilidad, que es un aura sagrada, un valor dado fijo, y que se afirma a despecho de las pequeeces del individuo que la porta; este no cuenta; por el contrario, la mujer celosa de su privilegio se complace en adoptar sobre l una maligna superioridad. Lo ambiguo de los sentimientos de la mujer respecto al hombre se encuentra de nuevo en su actitud general con relacin a s misma y al mundo; el dominio en que se halla encerrada est investido por el universo masculino; pero est poblado de oscuros poderes de quienes son juguete los mismos hombres; si ella se ala a esas virtudes mgicas, conquistar a su vez el poder. La sociedad esclaviza a la Naturaleza, pero la Naturaleza la domina; el Espritu se afirma ms all de la Vida, pero se extingue si la vida no lo soporta. La mujer se aprovecha de este equvoco para conceder mayor veracidad a un jardn que a una ciudad, a una enfermedad que a una idea, a un parto que a una revolucin; se esfuerza por restablecer ese reino de la Tierra, de la Madre, soado por Baschoffen, con objeto de sentirse lo esencial frente a lo inesencial. Pero como ella es, tambin ella, un existente que habita una trascendencia, no podra valorizar esa regin en que est confinada ms que transfigurndola: ella le presta una dimensin trascendente. El hombre vive en un universo coherente que es una realidad pensada. La mujer forcejea con una realidad mgica que no se deja pensar, y se evade de {727} ella a travs de pensamientos privados de contenido real. En lugar de asumir su existencia, contempla en el cielo la pura Idea de su destino; en lugar de obrar, erige su estatua en el reino de lo imaginario; en lugar de razonar, suea. De ah proviene que, siendo tan fsica, sea al mismo tiempo tan artificial; que, siendo tan terrestre, se haga tan etrea. Se pasa la vida fregando cacerolas y es una novela maravillosa; vasalla del hombre, se cree su dolo; humillada en su carne, exalta al Amor. Como est condenada a no conocer ms que la ficcin contingente de la vida, se hace sacerdotisa de lo Ideal. Esta ambivalencia se manifiesta en el modo en que la mujer capta su cuerpo. Es un fardo: rodo por la especie, sangrando todos los meses, no es para ella el puro instrumento de su captacin del mundo, sino una presencia opaca; no se asegura con certidumbre el placer y se crea dolores que la desgarran; encierra amenazas: se siente en peligro en sus entraas. Es un cuerpo histrico, a causa de la ntima vinculacin de las secreciones endocrinas con los sistemas nervioso y simptico que controlan msculos y vsceras; ese cuerpo manifiesta reacciones que la mujer rehusa asumir: en los sollozos, las convulsiones y los vmitos, se le escapa, la traiciona; es su verdad ms ntima, pero es una verdad vergonzosa que mantiene oculta. Y, sin embargo, es tambin su doble maravilloso; lo contempla deslumbrada en el espejo; es promesa de dicha, obra de arte, estatua viva; ella lo modela, lo adorna, lo exhibe. Cuando se sonre en el espejo, olvida su contingencia carnal; en el abrazo amoroso, en la maternidad, su imagen se aniquila. Pero, soando a menudo consigo misma, se asombra de ser a la vez esa herona y esa carne. La Naturaleza le ofrece simtricamente una doble faz: alimenta el puchero e incita a las efusiones msticas. Al convertirse en ama de casa, en madre, la mujer ha renunciado a sus libres escapadas a bosques y llanuras; ha preferido el sosegado cultivo del huerto, ha domesticado a las flores y las ha metido en jarrones: no obstante, todava se exalta ante un claro de luna y una puesta de sol. En la fauna y la flora {728} terrestres ve ante todo alimentos, ornamentos; sin embargo, por ellas circula una savia que es generosidad y magia. La Vida no es solo inmanencia y repeticin: tiene tambin una deslumbrante faz de luz; en las praderas en flor, se revela como Belleza. Acordada con la Naturaleza por la fertilidad de su vientre, la mujer se siente penetrada por el soplo que la anima y que es el espritu. Y, en la medida en que permanezca insatisfecha, en que se sienta como una joven irrealizada, ilimitada, en esa medida se abismar su alma tambin por las rutas sin fin, hacia horizontes sin lmites. Sometida al marido, a los hijos y al hogar, volver a encontrarse sola con un sentimiento de embriaguez, soberana en el flanco de las montaas; ya no es esposa, madre, ama de casa, sino un ser humano; contempla el mundo pasivo, y recuerda que es toda una conciencia, una libertad irreductible. Ante el misterio del agua y el mpetu de las cimas, la supremaca del varn queda abolida; cuando marcha a travs de la maleza, cuando hunde la mano en el arroyo, no vive para otro, sino para s misma. La mujer que haya mantenido su independencia a travs de todas sus servidumbres, amar ardientemente en la Naturaleza su propia libertad. Las dems solo encontrarn en ella el pretexto para xtasis distinguidos, y, a la hora del crepsculo, vacilarn entre el temor a atrapar un resfriado y el pasmo del alma. Esta doble pertenencia al mundo carnal y a un mundo potico define la metafsica y la sabidura a las cuales se adhiere ms o menos explcitamente la mujer. Esta se esfuerza por confundir vida y trascendencia, es decir, que recusa el cartesianismo y todas las doctrinas con l emparentadas; se encuentra a gusto en un naturalismo anlogo al de los estoicos o al de los neoplatnicos del siglo XVI: no es sorprendente que las mujeres, con Margarita de Navarra a su cabeza, se hayan adherido a una filosofa tan material y a la vez tan espiritual. Socialmente maniquesta, la mujer tiene una profunda necesidad de ser ontolgicamente optimista: la moral de la accin no le conviene, puesto que le est prohibido obrar; ella sufre el dato: por tanto, es preciso que el dato sea el Bien; pero un Bien al que se reconoce {729} por la razn, como el de Spinoza, o por el clculo, como el de Leibniz, no podra afectarla. La mujer exige un bien que sea una Armona viviente y en el seno del cual ella se sita por el solo hecho de vivir. La nocin de armona es una de las claves del universo femenino: implica la perfeccin en la inmovilidad, la justificacin inmediata de cada elemento a partir del todo y su participacin pasiva en la totalidad. En un mundo armonioso, la mujer alcanza as lo que el hombre buscar en la accin: ella penetra en el mundo, es exigida por este y ella coopera al triunfo del Bien. Los momentos que las mujeres consideran como revelaciones son aquellos en que descubren su acuerdo con una realidad que reposa en paz sobre s misma: son esos momentos de luminosa felicidad que Virginia Woolf en Mrs. Dalloway y en Paseo al faro y Katherine Mansfield, a todo lo largo de su obra, otorgan a sus heronas como suprema recompensa. Al hombre le est reservado el gozo, que es un salto de libertad; lo que la mujer conoce es una impresin de sonriente plenitud (1). Se comprende que la simple ataraxia pueda adquirir a sus ojos un alto valor, ya que normalmente vive con la tensin del rechazo, de la recriminacin, de la reivindicacin; y no podra reprochrsele que gozase con un hermoso atardecer o con la dulzura de una noche serena. Pero es una aagaza buscar all la verdadera definicin del alma escondida del mundo. El Bien no es; el mundo no es armona, y ningn individuo tiene en el mismo un lugar necesario. (1) Entre multitud de textos, citar estas lneas de Mabel Dodge, en las cuales el paso a una visin global del mundo no es explcito, pero est claramente sugerido. Era un sereno da de otoo; todo oro y prpura. Frieda y yo escogamos fruta y estbamos sentadas en el suelo, con las rojas manzanas amontonadas a nuestro alrededor. Nos hablamos tomado un momento de descanso. El sol y la tierra fecunda nos calentaban y perfumaban, y las manzanas eran signos vivos de plenitud, paz y abundancia. La tierra desbordaba de una savia que flua tambin en nuestras venas, y nos sentamos alegres, indomables y cargadas de riquezas como vergeles. Durante un instante, estuvimos unidas por ese sentimiento que a veces tienen las mujeres de ser perfectas, de bastarse por entero a s mismas, y que provena de nuestra lozana y dichosa salud. Hay una justificacin, una compensacin suprema, que {730} la sociedad ha tenido siempre el prurito de dispensar a la mujer: la religin. Hace falta una religin para las mujeres, como hace falta para el pueblo, exactamente por las mismas razones: cuando se condena a la inmanencia a un sexo, a una clase, es necesario ofrecerle el espejismo de una trascendencia. Al hombre le resulta ventajoso hacer que un Dios endose los cdigos que elabora: y de manera singular, puesto que ejerce sobre la mujer una autoridad soberana, es bueno que esta haya sido conferida por un ser soberano. Entre los judos, los mahometanos y los cristianos, entre otros, el hombre es dueo y seor por derecho divino: el temor a Dios sofocar en la oprimida toda veleidad de rebelin. Se puede apostar por su credulidad. Ante el universo masculino, la mujer adopta una actitud de respeto y de fe: Dios en su cielo apenas le parece menos lejano que un ministro, y el misterio del Gnesis se asemeja al de las centrales elctricas. Pero, sobre todo, si la mujer se precipita de tan buen grado en la religin, es porque esta viene a colmar una profunda necesidad. En la civilizacin moderna, que incluso para la mujer hace un sitio a la libertad, aparece mucho menos como instrumento de coercin que como instrumento de mistificacin. No se le pide tanto a la mujer que acepte en nombre de Dios su inferioridad como que, gracias a l, se considere la igual del varn soberano; al pretender suprimir la injusticia, se suprime la tentacin misma de una revuelta. La mujer ya no se siente frustrada en su trascendencia, puesto que va a destinar a Dios su inmanencia; solamente en el cielo se miden los mritos de las almas, y no de acuerdo con sus realizaciones terrestres; aqu abajo, segn frase de Dostoyevski, no hay nunca nada ms que ocupaciones: lustrar unos zapatos o construir un puente es la misma vanidad; por encima de las discriminaciones sociales, se ha restablecido la igualdad de los sexos. Por eso, la nia y la adolescente se entregan a la devocin con un fervor infinitamente ms grande que sus hermanos; la mirada de Dios, que trasciende su trascendencia, humilla al muchacho: bajo tan poderosa tutela, seguir siendo siempre un nio; se trata de una castracin ms radical que aquella por la cual {731} se siente amenazado en virtud de la existencia de su padre. En cambio, la eterna nia halla su salvacin en esa mirada que la transforma en hermana de los ngeles y anula el privilegio del pene. Una fe sincera ayuda mucho a la nia a evitar todo complejo de inferioridad: no es ni varn ni hembra, sino una criatura de Dios. Por eso, en muchas de las grandes santas, se halla una firmeza enteramente viril: Santa Brgida y Santa Catalina de Siena pretendan regentar el mundo, llenas de arrogancia; no reconocan ninguna autoridad masculina: Catalina incluso mandaba con mucha dureza a sus directores; Juana de Arco y Santa Teresa de Jess recorrieron su camino con una intrepidez no superada por ningn hombre. La Iglesia vela para que Dios no autorice nunca a las mujeres a que se sustraigan a la tutela de los hombres; ella ha puesto exclusivamente en manos masculinas armas tan terribles como la negacin de la absolucin y la excomunin; obstinada en sus visiones, Juana de Arco fue quemada en la hoguera. Sin embargo, y aunque sometida por la voluntad de Dios a las leyes de los hombres, la mujer encuentra en El un slido recurso contra estos. La lgica masculina tropieza con los misterios; el orgullo de los varones se hace pecado, su agitacin no solo es absurda, sino culpable: por qu remodelar ese mundo que el propio Dios ha creado? Se santifica la pasividad a que est destinada la mujer. Mientras pasa las cuentas de su rosario junto al fuego, ella se sabe ms cerca del ciclo que su marido, que acude a reuniones polticas. No se trata de no hacer nada para salvar su alma; basta vivir sin desobedecer. La sntesis de la vida y del espritu se ha consumado: la madre no engendra solamente una carne, sino que da un alma a Dios; lo cual es una obra ms elevada que penetrar los ftiles secretos del tomo. Con la complicidad del Padre celestial, la mujer puede reivindicar contra el hombre la gloria de su feminidad. No solo restablece Dios as al sexo femenino, en general, en su dignidad, sino que cada mujer hallar en la ausencia celeste un apoyo singular; en tanto que persona humana, no tiene gran peso; pero, desde que acta en nombre de una inspiracin divina, su voluntad se hace {732} sagrada. Madame Guyon dice que, a propsito de la enfermedad de una religiosa, aprendi lo que era mandar por el Verbo y obedecer por el Verbo mismo; as enmascara la devota su autoridad con una humilde obediencia; al criar a sus hijos, dirigir un convento u organizar una obra, no es ms que un dctil instrumento en manos sobrenaturales; no se puede desobedecer la voluntad divina sin ofender a Dios mismo. Desde luego, tampoco los hombres desdean este apoyo; pero tiene escasa solidez cuando se enfrentan con semejantes que pueden igualmente reivindicarlo: el conflicto termina por zanjarse en un plano humano. La mujer invoca la voluntad divina para justificar absolutamente su autoridad a los ojos de quienes ya le estn naturalmente subordinados, para justificarla a sus propios ojos. Si esa cooperacin le es tan til, es porque se halla ocupada, sobre todo, en sus relaciones consigo misma, incluso cuando esas relaciones interesan a otro; solamente en esos debates exclusivamente interiores es donde el supremo silencio puede tener fuerza de ley. En realidad, la mujer toma como pretexto la religin para satisfacer sus deseos. Frgida, masoquista, sdica, se santifica renunciando a la carne, representando el papel de vctima, sofocando a su alrededor todo impulso vivo; al mutilarse, al aniquilarse, gana puestos en la jerarqua de los elegidos; cuando martiriza al marido Y a los hijos, privndoles de toda dicha terrestre, les prepara un puesto privilegiado en el paraso; Margarita de Cortona, para castigarse por haber pecado, segn nos dicen sus piadosos bigrafos, maltrataba al hijo de su falta; no le daba de comer sino despus de haber alimentado a todos los mendigos de paso; ya hemos visto que el odio al hijo no deseado es frecuente, y poder entregarse al mismo con virtuosa rabia es una suerte llovida del cielo. Por su parte, la mujer cuya moral es poco rigurosa se arregla cmodamente con Dios; la certidumbre de ser maana purificada del pecado por medio de la absolucin ayuda frecuentemente a la mujer piadosa a vencer sus escrpulos. Ya haya elegido el ascetismo o la sensualidad, el orgullo o la humildad, la preocupacin que tiene por su salvacin la estimula {733} a entregarse a ese placer que prefiere a todos los dems: ocuparse de s misma; escucha los latidos de su corazn, acecha los estremecimientos de su carne, justificada por la presencia en ella de la gracia, como la mujer encinta por la de su fruto. No solo se examina con tierna vigilancia, sino que se confa a un director; en otros tiempos, poda incluso saborear la embriaguez de las confesiones pblicas. Se nos cuenta que Margarita de Cortona, para castigarse por un impulso de vanidad, subi a la terraza de su casa y se puso a gritar como una parturienta: Levantaos, habitantes de Cortona; levantaos con velas y linternas, y salid para escuchar a la pecadora! Enumeraba todos sus pecados, clamando su miseria a las estrellas. Mediante tan ruidosa humildad, satisfaca su necesidad de exhibicionismo, del que tantos ejemplos se encuentran en las mujeres narcisistas. La religin autoriza en la mujer la complacencia en s misma; le da gua, padre, amante, la divinidad tutelar de la cual tiene una nostlgica necesidad; alimenta sus ensueos; ocupa sus horas ociosas. Pero, sobre todo, confirma el orden del mundo, justifica la resignacin al aportar la esperanza de un porvenir mejor en un cielo asexuado. Por ese motivo, las mujeres son hoy todava un triunfo tan poderoso en manos de la Iglesia; por esa razn, es la Iglesia tan hostil a toda medida susceptible de facilitar su emancipacin. Hace falta una religin para las mujeres: hacen falta mujeres, verdaderas mujeres, para perpetuar la religin. Ya se ve que el conjunto del carcter de la mujer, sus convicciones, sus valores, su prudencia, su moral, sus gustos, sus actitudes, se explican por su situacin. El hecho de que le sea rehusada su trascendencia le prohibe normalmente el acceso a las ms altas actitudes humanas: herosmo, rebelda, desprendimiento, inventiva, creacin; pero ni siquiera entre los varones son tan comunes. Hay multitud de hombres que, como la mujer, estn confinados en el dominio de lo intermediario, de la media inesencial; el obrero se evade de ello por la accin poltica, expresando una voluntad revolucionaria; pero los hombres de la clase que precisamente se llama media se instalan all deliberadamente {734}; obligados como la mujer a la repeticin de tareas cotidianas, enajenados en valores totalmente elaborados, respetuosos con la opinin y no buscando en esta tierra Ms que una vaga comodidad, el empleado, el comerciante, el burcrata no tienen sobre sus respectivas compaeras ninguna superioridad; al guisar, lavar la ropa, atender al cuidado de la casa y criar a sus hijos, manifiesta ella ms iniciativa e independencia que el hombre esclavizado a unas consignas; este tiene que obedecer durante todo el da a unos superiores, llevar cuello duro y afirmar su rango social; la mujer puede estar en bata en su casa, cantar, rer con sus vecinas; obra a su antojo, corre pequeos riesgos, procura obtener eficazmente algunos resultados. Vive mucho menos que su marido para los convencionalismos y las apariencias. El universo burocrtico que, entre otras cosas, ha descrito Kafka, ese universo de ceremonias, de gestos absurdos y de actitudes sin objeto, es esencialmente masculino; ella incide mucho ms en la realidad; cuando l ha ordenado sus cifras o convertido en moneda unas latas de sardinas, no ha captado ms que abstracciones; el nio retrepado en su cuna, la ropa blanca, el asado, son bienes ms tangibles; sin embargo, precisamente porque en la persecucin concreta de esos fines ella experimenta su contingencia y correlativamente la suya propia, sucede con frecuencia que no se enajena en ellos: permanece disponible. Las empresas del hombre son, a la vez, proyectos y fugas: se deja devorar por su carrera, por su personaje; es importante y serio de buen grado; oponindose a la lgica y la moral masculinas, la mujer no cae en esas trampas: eso era lo que tanto le gustaba a Stendhal de ella; no elude en el orgullo la ambigedad de su condicin; no se escabulle tras la mscara de la dignidad humana; descubre con ms sinceridad sus indisciplinados pensamientos, sus emociones, sus reacciones espontneas. Por eso su conversacin es mucho menos fastidiosa que la de su marido, cuando habla en su propio nombre y no como fiel mitad de su seor; en cambio, l recita ideas llamadas generales, es decir, palabras y frmulas que se encuentran en las columnas del peridico o de obras especializadas {735}; ella entrega una experiencia limitada, pero concreta. La famosa sensibilidad femenina tiene un poco de mito, un poco de comedia; pero el hecho es que la mujer est ms atenta que el hombre a s misma y al mundo. Sexualmente, vive en un clima masculino, que es un clima spero: en compensacin, tiene el gusto de las cosas bonitas, lo cual puede engendrar cursilera, pero tambin delicadeza; como su dominio es muy limitado, los objetos que alcanza le parecen preciosos: al no encerrarlos ni en conceptos ni en proyectos, desvela sus riquezas; su deseo de evasin se manifiesta en su aficin a las fiestas: le encanta la gratuidad de un ramo de flores, de un pastel, de una mesa bien puesta, se complace en transformar el vaco de sus ocios en una ofrenda generosa; como ama las risas, las canciones, los adornos, las chucheras, est dispuesta a acoger todo cuanto palpita a su alrededor: el espectculo de la calle, el del cielo; una invitacin, una salida, le abren horizontes nuevos; con mucha frecuencia, el hombre rehusa participar en sus placeres; cuando l entra en casa, se acallan las voces gozosas, las mujeres de la familia adoptan ese aire aburrido y decente que l espera de ellas. Del seno de la soledad y la separacin, la mujer extrae el sentido de la singularidad de su vida: el pasado, la muerte, el correr del tiempo, de todo ello tiene la mujer una experiencia ms ntima que el hombre; la mujer se interesa por las aventuras de su corazn, de su carne y de su espritu, porque sabe que no tiene otro patrimonio en esta tierra; y tambin, como es pasiva, sufre la realidad que la sumerge de una manera ms apasionada y pattica que al individuo absorbido por una ambicin o una profesin; ella tiene tiempo y gusto para abandonarse a sus emociones, estudiar sus sensaciones y desentraar su sentido. Cuando su imaginacin no se pierde en vanos sueos, se torna simpata: procura comprender al otro en su singularidad y recrearlo en s misma; con respecto a su marido o su amante, es capaz de una verdadera identificacin: hace suyos sus proyectos y preocupaciones de una manera que l no sabra imitar. Concede su vehemente atencin al mundo entero, que se le aparece como un enigma: cada criatura, cada objeto {736}, puede ser una respuesta, y ella interroga vidamente. Cuando envejece, su defraudada expectacin se convierte en irona y en un cinismo a menudo sabroso; rechaza las mistificaciones masculinas, ve el anverso contingente, absurdo y gratuito del imponente edificio construido por los varones. Su dependencia le prohibe el desapego; pero a veces extrae de la abnegacin que se le impone una verdadera generosidad; se olvida de s misma por el marido, el amante, el hijo, deja de pensar en ella y se hace toda entera ofrenda, don. Mal adaptada a la sociedad de los hombres, a menudo se ve obligada a inventar por s misma sus actitudes; le satisfacen menos las recetas preparadas, los cliss; si tiene buena voluntad, hay en ella una inquietud ms cercana de la autenticidad que la importante seguridad de su marido. Sin embargo, no tendr sobre el varn esos privilegios ms que a condicin de rechazar las mistificaciones que aquel le propone. En las clases superiores, las mujeres se hacen ardientemente cmplices de sus amos porque les interesa aprovecharse de los beneficios que les aseguran. Ya se ha visto cmo las mujeres de la gran burguesa y las aristcratas han defendido siempre sus intereses de clase con ms obstinacin todava que sus esposos; no vacilan en sacrificarles radicalmente su autonoma de seres humanos; sofocan en ellas todo pensamiento, todo juicio crtico, todo impulso espontneo; repiten como loros las opiniones admitidas, se confunden con el ideal que les impone el cdigo masculino; en su corazn, en su mismo rostro, toda sinceridad ha muerto. El ama de casa encuentra una independencia en su trabajo, en el cuidado de los hijos; extrae de ello una experiencia limitada, pero concreta: la que se hace servir ya no tiene ninguna aprehensin sobre el mundo; vive en la ensoacin, la abstraccin, el vaco. Desconoce el alcance de las ideas que ostenta; las palabras que pronuncia han perdido en su boca todo su sentido; el financiero, el industrial, a veces hasta el general, asumen fatigas, preocupaciones, corren riesgos; compran sus privilegios en un trato injusto, pero al menos pagan con sus personas; sus esposas, a cambio de todo cuanto reciben, no dan nada, no hacen nada {737}; y, con una fe tanto ms ciega, creen en sus derechos imprescriptibles. Su vana arrogancia, su radical incapacidad, su terca ignorancia, hacen de ellas los seres ms intiles y nulos que jams haya producido la especie humana. As, pues, tan absurdo es hablar de la mujer en general como del hombre eterno. Y se comprende por qu son ociosas todas las comparaciones que se esfuerzan en decidir si la mujer es superior, inferior o igual al hombre: sus respectivas situaciones son profundamente diferentes. Si se las confronta, resulta evidente que la del hombre es infinitamente preferible, es decir, que este tiene muchas ms posibilidades concretas de proyectar en el mundo su libertad; de ello resulta, necesariamente, que las realizaciones masculinas superan con mucho a las femeninas, ya que a las mujeres les est punto menos que prohibido el hacer algo. No obstante, confrontar el uso que dentro de sus lmites hacen hombres y mujeres de su libertad es a priori una tentativa desprovista de sentido, ya que precisamente usan de ella libremente. Bajo formas diversas, las trampas de la mala fe, las mistificaciones de lo serio, acechan tanto a unos como a otras; la libertad est entera en cada cual. Solo por el hecho de que en la mujer es abstracta y huera, esta no podra autnticamente asumirse ms que en la rebelin: ese es el nico camino abierto a quienes no tienen la posibilidad de construir nada; preciso es que rechacen los lmites de su situacin y procuren abrirse los caminos del porvenir; la resignacin no es ms que una dimisin y una huida; para la mujer no hay otra salida que luchar por su liberacin. Esa liberacin solo puede ser colectiva y exige, ante todo, que concluya la evolucin econmica de la condicin femenina. Sin embargo, ha habido y hay todava multitud de mujeres que tratan de realizar en solitario su salvacin individual. Intentan justificar su existencia en el seno de su inmanencia, es decir, realizar la trascendencia en la inmanencia. Este ltimo esfuerzo a veces ridculo, a menudo pattico de la mujer aprisionada, para convertir su prisin en un cielo de gloria y su servidumbre en soberana libertad, es el que hallamos en la narcisista, la enamorada, la mstica {738}. PARTE SEGUNDA JUSTIFICACIONES {739}. CAPTULO PRIMERO. LA NARCISISTA. Se ha pretendido a veces que el narcisismo era la actitud fundamental de toda mujer (1); pero, si se extiende abusivamente esta nocin, se la arruina, como La Rochefoucauld arruin la del egosmo. En realidad, el narcisismo es un proceso de enajenacin bien definido: el yo es planteado como un fin absoluto y el sujeto se hunde en l. Multitud de otras actitudes autnticas o inautnticas se encuentran en la mujer: ya hemos estudiado algunas de ellas. Lo cierto es que las circunstancias invitan a la mujer ms que al hombre a volverse hacia s misma y a consagrarse su amor. (1) Vase HELEN DEUTSCH: Psychology of Women. Todo amor reclama la dualidad de un sujeto y de un objeto. La mujer es conducida al narcisismo por dos caminos convergentes. Como sujeto, se siente frustrada; de nia, se ha visto privada de ese alter ego que es para el nio el pene; ms tarde, su agresiva sexualidad ha quedado insatisfecha. Y, lo que es mucho ms importante, las actividades viriles le estn prohibidas. Est ocupada, pero no hace nada; a travs de sus funciones de esposa, madre, ama de casa, no es reconocida en su singularidad. La verdad del hombre est en las casas que construye, las selvas que desmonta, los enfermos que cura; la mujer, al no poder cumplirse a travs de proyectos y fines, se esforzar por captarse en la inmanencia de su persona. Parodiando la frase de Sieys, Marie Bashkirtseff escriba: Qu soy yo? Nada. Qu quisiera ser{741}? Todo. Porque no son nada, multitud de mujeres limitan hoscamente sus intereses a su solo yo, que ellas hipertrofian hasta confundirlo con el Todo. Yo soy mi propia herona, aada Marie Bashkirtseff. Un hombre que acta, necesariamente se confronta. Ineficaz, separada, la mujer no puede ni situarse ni tomarse la medida; se da una importancia soberana, porque ningn objeto importante le es asequible. Si puede proponerse as a sus propios deseos, es porque desde la infancia se ha visto como un objeto. Su educacin la ha alentado a enajenarse en su cuerpo todo entero, la pubertad le ha revelado ese cuerpo como pasivo y deseable; es su cuerpo algo hacia lo cual puede volver sus manos, algo a lo cual conmueven el raso y el terciopelo, algo que ella puede contemplar con mirada de amante. Sucede, que, en el placer solitario, la mujer se desdobla en un sujeto macho y un objeto hembra; as Irene, cuyo caso ha estudiado Dalbiez (1), se deca: Voy a amarme. O ms apasionadamente: Voy a poseerme. O en pleno paroxismo: Voy a fecundarme. Marie Bashkirtseff es tambin sujeto y objeto al mismo tiempo cuando escribe: Sin embargo, es una lstima que nadie me vea los brazos y el torso, toda esta lozana y esta juventud. (1) La psychanalyse. Durante su infancia, a Irene le gustaba orinar como los chicos; se ve frecuentemente en sueos bajo forma de ondina, lo cual confirma las ideas de Havelock Hellis sobre la relacin entre el narcisismo y lo que l denomina ondinismo, es decir, cierto erotismo urinario. En verdad, no es posible ser para s positivamente otro, y captarse a la luz de la conciencia como objeto. El desdoblamiento solo es soado. Es la mueca la que materializa ese sueo en la nia, que se reconoce en ella ms concretamente que en su propio cuerpo, porque entre una y otra hay una separacin. Esta necesidad de ser dos para entablar un tierno dilogo interior, madame de Noailles la ha expresado, entre otras, en el Livre de ma vie: Me gustaban mucho las muecas, y prestaba a su inmovilidad la animacin de mi propia existencia; no hubiera podido {742} dormir bajo el calor de una manta si ellas no hubiesen estado tambin envueltas en lana y plumn... Soaba con gustar verdaderamente la pura soledad desdoblada... Esa necesidad de persistir intacta, de ser dos veces yo misma, la experimentaba con avidez desde muy nia... Ah, cmo he deseado, en los trgicos instantes en que mi soadora dulzura era juguete de injuriosas lgrimas, tener a mi lado a otra pequea Anna que me rodease el cuello con sus brazos, me consolase y me comprendiese!... En el curso de mi vida, la encontr en mi corazn y la retuve fuertemente: ella me ayud, no bajo la forma del consuelo que yo esperara, sino bajo la del valor. La adolescente deja dormir sus muecas. Pero, a lo largo de toda su vida, la mujer ser poderosamente ayudada en su esfuerzo por abandonarse y volverse a reunir consigo misma en virtud de la magia del espejo. Rank ha puesto en claro la relacin entre el espejo y el doble en los mitos y en los sueos. En el caso de la mujer, sobre todo, es donde el reflejo se deja asimilar al yo. La belleza masculina es indicacin de trascendencia, la de la mujer tiene la pasividad de la inmanencia: la segunda solo ha sido hecha para atraer la mirada y, por tanto, puede ser apresada en la trampa inmvil del azogue; el hombre que se siente y se quiere actividad, subjetividad, no se reconoce en su imagen petrificada; apenas tiene esta atractivo alguno para l, puesto que el cuerpo del hombre no se le aparece como objeto de deseo; en cambio, la mujer, que se sabe y se hace objeto, cree verdaderamente verse en el espejo: pasivo y dado, el reflejo es, como ella misma, una cosa; y como ella codicia la carne femenina, su carne, anima con su admiracin y su deseo las virtudes inertes que percibe. Madame de Noailles, que saba mucho de eso, nos confa: Me senta menos envanecida de los dones del espritu, tan vigorosos en m que no los pona en duda, que de la imagen reflejada por un espejo frecuentemente consultado... Solo el placer fsico contenta plenamente al alma {743}. Las palabras placer fsico son aqu vagas e impropias. En tanto que el espritu tenga que efectuar sus pruebas, lo que contenta al alma es que el rostro contemplado est all, ahora, dado, indudable. Todo el porvenir est recogido en ese lienzo de luz cuyo marco lo convierte en un universo; fuera de esos estrechos lmites, las cosas no son ms que un caos desordenado; el mundo se reduce a ese trozo de vidrio donde resplandece una imagen: la nica. Cada mujer anegada en su reflejo, reina sobre el espacio y el tiempo, sola, soberana; tiene todos los derechos sobre los hombres, la fortuna, la gloria, la voluptuosidad. Bashkirtseff estaba tan embriagada con su belleza, que deseaba fijarla en un mrmol imperecedero; de ese modo se hubiera consagrado a s misma a la inmortalidad: Al volver a casa, me desvisto, me desnudo por completo y me quedo muda de asombro ante la belleza de mi cuerpo, como si no lo hubiera visto jams. Hay que hacer mi estatua, pero cmo? Sin casarme, eso es casi imposible. Y es absolutamente preciso, porque de otro modo ir volvindome fea, estropendome... Tengo que tomar un marido, aunque solo sea para encargar que me hagan una estatua. Ccile Sorel, mientras se prepara para una cita amorosa, se describe as: Estoy delante del espejo. Quisiera ser ms bella. Forcejeo con mi melena de leona. Brotan chispas bajo el peine. Mi cabeza es un sol en medio de mis cabellos erizados como rayos de oro. Recuerdo tambin a una joven a quien vi una maana en los lavabos de un caf; tena una rosa en la mano y pareca ligeramente ebria; acercaba los labios al espejo, como para beberse su imagen, y murmuraba sonriente: Adorable, me encuentro adorable. A la vez sacerdotisa e dolo, la narcisista planea nimbada de gloria en el corazn de la eternidad, y, desde el otro lado de las nubes, criaturas arrodilladas la adoran: ella es Dios mientras se contempla a s misma. Me {744} amo; yo soy mi Dios, deca madame Mejerowsky. Convertirse en Dios es realizar la imposible sntesis del ens y del paras: los momentos en que un individuo se imagina haberlo conseguido, son para l privilegiados momentos de alegra, de exaltacin, de plenitud. A los diecinueve aos, en un granero, Roussel sinti un da en torno a su cabeza el aura de la gloria: jams se cur de ello. La joven que ha visto en el fondo del espejo la belleza, el deseo, el amor, la dicha, revestidos con sus propios rasgos animados, as lo cree ella, por su propia conciencia, tratar durante toda su vida de agotar las promesas de aquella deslumbrante revelacin. Es a ti a quien amo, confa un da Marie Bashkirtseff a su reflejo. Otro da escribe: Me amo tanto, me hago tan dichosa, que he ido a cenar como una loca. Incluso si la mujer no es de una belleza irreprochable, ver transparentarse en su rostro las singulares riquezas de su alma, y eso bastar para su embriaguez. En la novela en que se ha pintado bajo los rasgos de Valrie, madame Krdener se describe as: Tiene algo de particular que todava no he visto en ninguna otra mujer. Se puede tener tanta gracia y mucha ms belleza, y, sin embargo, estar lejos de ella. Tal vez no se la admire, pero tiene algo de ideal y de encantador que fuerza a ocuparse de ello. Al verla tan delicada, tan esbelta, dirase que es un pensamiento... No hay razn para asombrarse de que hasta las desheredadas puedan a veces conocer el xtasis del espejo: las conmueve el solo hecho de ser una cosa de carne, que est all; lo mismo que el hombre, basta para asombrarlas la pura generosidad de una joven carne femenina; y, puesto que se captan como sujeto singular, con un poco de mala fe, dotarn tambin de un encanto singular sus cualidades especficas; en su rostro o en su cuerpo descubrirn algn rasgo gracioso, raro, picante; se creern bellas por el solo hecho de que se sienten mujeres. Por lo dems, el espejo, aunque privilegiado, no es el nico instrumento de desdoblamiento. En el dilogo interior {745}, cada cual puede intentar crearse un hermano gemelo. Al estar sola la mayor parte del da y aburrirse con las faenas domsticas, la mujer tiene tiempo para moldear en sueos su propia figura. De joven, soaba con el porvenir; encerrada en su presente indefinido, ahora se relata su propia historia; la retoca para introducir en ella un orden esttico, transformando antes de su muerte su vida contingente en un destino. Se sabe, entre otras cosas, hasta qu punto tienen apego las mujeres a sus recuerdos de infancia; la literatura femenina da fe de ello; la infancia no ocupa, en general, ms que un lugar secundario en las autobiografas masculinas; las mujeres, por el contrario, se limitan frecuentemente al relato de sus primeros aos, que son la materia privilegiada de sus novelas, de sus cuentos. Una mujer que se confa a una amiga, a un amante, comienza casi todas sus historias con estas palabras: Cuando yo era nia... Conservan una gran nostalgia de ese perodo. Y es que en aquella poca sentan sobre su cabeza la mano benvola e imponente del padre, mientras gustaban las mieles de la independencia; protegidas y justificadas por los adultos, eran individuos autnomos ante quienes se abra un libre porvenir: en cambio, ahora estn imperfectamente defendidas por el matrimonio y el amor, y se han convertido en sirvientas o en objetos, aprisionadas en el presente. Reinaban en el mundo, cuya conquista efectuaban da tras da; y helas aqu separadas del Universo, consagradas a la inmanencia y a la repeticin. Se sienten despojadas. Pero lo que ms las hace sufrir es verse engullidas en la generalidad: una esposa, una madre, un ama de casa, una mujer entre millones de otras mujeres; de nia, cada una ha vivido, por el contrario, su condicin de una manera singular; ignoraba entonces las analogas existentes entre su aprendizaje del mundo y el de sus camaradas; sus padres, profesores y amigas la reconocan en su individualidad, ella se crea incomparable a toda otra, nica, prometida a oportunidades nicas. Se vuelve con emocin hacia esta joven hermana, de cuya libertad, exigencias y soberana ha abdicado y a la cual ha traicionado ms o {746} menos. La mujer en que se ha convertido aora aquel ser humano que fue, y trata de volver a encontrar en el fondo de s misma a aquella nia desaparecida. Niita es una palabra que la conmueve; pero an la conmueven ms estas otras: Qu nia tan rara!, que resucitan la originalidad perdida. No se limita a maravillarse desde lejos ante aquella nia tan rara: trata de reavivarla en ella. Procura convencerse de que sus gustos, sus ideas y sus sentimientos han conservado una frescura inslita. Perpleja, interrogando al vaco, mientras juguetea con un collar o atormenta una sortija, murmura: Es raro... Yo... As es como soy yo... Figrese que el agua me fascina... Oh, el campo me chifla! Cada preferencia parece una excentricidad; cada opinin, un desafo al mundo. Dorothy Parker ha tomado de la realidad ese rasgo tan extendido. Describe as a la seora Welton: Le gustaba considerarse una mujer que no poda ser dichosa si no estaba rodeada de flores... Confesaba a la gente, en pequeos impulsos confidenciales, cunto amaba a las flores. Haba casi un tono de excusa en esa pequea confesin, como si quisiera pedir a sus oyentes que no juzgasen demasiado inslito su gusto. Pareca esperar que su interlocutor cayera de espaldas, atnito, mientras exclamaba: De veras? Hasta dnde hemos llegado! De vez en cuanto, confesaba otras menudas predilecciones; siempre con un poco de perplejidad, como si en su delicadeza le hubiera repugnado naturalmente mostrar su corazn al desnudo, declaraba cunto le gustaba el color, el campo, las distracciones, una comedia verdaderamente interesante, las telas bonitas, los vestidos bien cortados, el sol. Pero el amor que ms a menudo confesaba era el que senta por las flores. Tena la impresin de que ese gusto, ms que ningn otro, la distingua del comn de los mortales. La mujer busca con gusto confirmar estos anlisis con sus actitudes; elige un color: Mi color es el verde; tiene una flor preferida, un perfume, un msico favorito, supersticiones, manas que ella trata con respeto; y no necesita ser bella para expresar su personalidad en su ropa y su interior {747}. El personaje que ella erige tiene ms 0 menos coherencia y originalidad, segn su inteligencia, su obstinacin y la profundidad de su enajenacin. Algunas no hacen sino mezclar al azar ciertos rasgos dispersos y confusos; otras crean sistemticamente una figura, cuyo papel representan con constancia: ya se ha dicho que la mujer haca mal la distincin entre ese juego y la verdad. En torno a esa herona, la vida se organiza a modo de novela triste o maravillosa, siempre un poco extraa. A veces, se trata de una novela que ya ha sido escrita. No s cuntas jvenes me han dicho que se haban reconocido en la Judy de Poussire; y me acuerdo de una anciana, muy fea, que sola decir: Lea Le lys dans la valle: es mi propia historia. De nia, miraba yo con reverente estupor ese lirio ajado. Otras, ms vagamente, murmuran: Mi vida es una verdadera novela. Hay una estrella fausta o nefasta en su frente. Esas cosas solo me pasan a m, dicen. O el cenizo acompaa todos sus pasos, o la suerte les sonre: en todo caso, tienen un destino. Con esa ingenuidad que no la abandona a todo lo largo de sus Mmoires, Ccile Sorel escribe: As hice mi entrada en el mundo. Mis primeros amigos se llamaron genio y belleza. Y en Le livre de ma vie, que es un fabuloso monumento narcisista, madame de Noailles escribe: Un da desaparecieron las institutrices: la suerte ocup su lugar. Y maltrat tanto como haba colmado a la criatura poderosa y dbil, la mantuvo por encima de naufragios donde apareca como una Ofelia combativa, que salvaba sus flores y cuya voz se haca or siempre. Tambin le pidi que esperase que fuese verdaderamente exacta esta ltima promesa: los griegos utilizan la muerte. Preciso es citar todava como ejemplo de literatura narcisista el pasaje siguiente: Yo era una nia robusta, de miembros delicados pero redondeados y mejillas encendidas; luego adquir ese carcter fsico ms frgil y nebuloso que hizo de m una adolescente pattica, a despecho de la fuente de vida que puede brotar {748} en mi desierto, en mi hambre, en mis breves y misteriosas muertes, tan extraamente como de la roca de Moiss. No encomiar mi valor, como tendra derecho a hacerlo. Lo asimilo a mis fuerzas, a mis oportunidades. Podra describirlo del mismo modo que se dice: Tengo los ojos verdes, los cabellos negros, la mano pequea y fuerte... Y an aade estas lneas: Hoy me es permitido reconocer que, sostenida por el alma y sus fuerzas armnicas, he vivido al son de mi voz... A falta de belleza, de esplendor o de dicha, la mujer escoger un papel de vctima; se obstinar en encarnar la Mater dolorosa, la esposa incomprendida; ser a sus ojos la mujer ms desgraciada del mundo. Tal es el caso de esa melanclica que describe Stekel (1): (1) La femme frigide. Todos los aos, por Navidad, la seora H. W., plida, vestida de sombros colores, viene a mi casa para quejarse de su suerte. Es una triste historia la que cuenta en medio de abundantes lgrimas. Una vida frustrada, un hogar deshecho! La primera vez que vino, me conmovi hasta las lgrimas y estuve dispuesto a llorar con ella. Desde entonces, han transcurrido dos largos aos, y ella sigue morando en las ruinas de sus esperanzas, llorando su vida perdida. Sus rasgos acusan los primeros sntomas de decadencia, lo cual le da otro motivo de queja. Qu ha sido de m, cuya belleza tanto se ha admirado! Multiplica sus quejas, subraya bu desesperacin, porque todas sus amistades conocen su desdichada suerte. Aburre a todo el mundo con sus lamentos... Ello es un nuevo motivo para que se sienta desdichada, sola e incomprendida. No haba salida ya para ese laberinto de dolores... Aquella mujer encontraba su goce en ese papel trgico. Se embriagaba literalmente con la idea de ser la mujer ms desgraciada de la Tierra. Todos los esfuerzos para que tomase parte en la vida activa fracasaron. Un rasgo comn a la pequea seora Welton, a la soberbia Anna de Noailles, a la infortunada enferma de Stekel, a {749} la multitud de mujeres marcadas por un destino excepcional, es que se sientan incomprendidas; su entorno no reconoce o no lo reconoce bastante su singularidad; ellas traducen positivamente esa ignorancia, esa indiferencia de los otros por la idea de que ellas encierran un secreto. El hecho es que muchas han sepultado silenciosamente episodios de infancia y juventud que tuvieron gran importancia para ellas; saben muy bien que su biografa oficial no se confunde con su verdadera historia. Pero, sobre todo, a falta de realizarse en su vida, la herona mimada por la narcisista no es ms que un ente imaginario; su unidad no le ha sido conferida por el mundo concreto: se trata de un principio oculto, una especie de fuerza, de virtud tan oscura como el flogisto; la mujer cree en su presencia, pero si quisiera descubrrsela a otro, le resultara tan difcil hacerlo como al psicastnico que se encarniza en confesar crmenes impalpables. En ambos casos, el secreto se reduce a la huera conviccin de poseer en el fondo de uno una clave que le permite descifrar y justificar sentimientos y actitudes. Son su abulia y su inercia las que dan a los psicastnicos esa ilusin; a falta de poder expresarse en la accin cotidiana, la mujer se cree tambin habitada por un misterio inexpresable: el clebre mito del misterio femenino la estimula a ello y, a su vez, se ve confirmado. Plena de sus tesoros desconocidos, ora est marcada por una estrella fausta o nefasta, la mujer adquiere a sus propios ojos la necesidad de los hroes de tragedia a quienes rige un destino. Su vida entera se transforma en un drama sagrado. Bajo el ropaje elegido con solemnidad, se alzan a la vez una sacerdotisa vestida con la librea sacerdotal y un dolo adornado por manos fieles, ofrecido a la adoracin de los devotos. Su interior se convierte en el templo donde se desarrolla su culto. Marie Bashkirtseff presta tanta atencin al marco que instala a su alrededor como a su ropa: Cerca del escritorio, un silln antiguo, de suerte que, cuando alguien entra, me basta imprimir un ligero movimiento a ese silln para encontrarme frente a la gente.... cerca {750} del pedantesco escritorio con los libros por fondo, entre cuadros y plantas, con las piernas y los pies a la vista, en lugar de estar cortada en dos como antes por esa madera negra. Encima del divn estn suspendidas las dos mandolinas y la guitarra. Situad en medio de todo eso a una joven rubia y blanca, de manos pequeas y finas, surcadas de venas azules. Cuando se pavonea en los salones, cuando se abandona entre los brazos de un amante, la mujer cumple su misin: es Venus dispensando al mundo los tesoros de su belleza. No era a s misma, sino a la Belleza, lo que Ccile Sorel defenda cuando rompi el vaso de la caricatura de Bib; en sus Mmoires se ve que, en todos los instantes de su vida, habla convidado a los mortales a celebrar el culto del Arte. Lo mismo Isadora Duncan, tal y como ella se pinta en Mi vida: Despus de las representaciones escribe, vestida con mi tnica y mi cabellera coronada de rosas, estaba tan linda! Por qu no beneficiar a otro de ese encanto? Por qu un hombre que trabaja toda la jornada con su cerebro... no habra de ser enlazado por esos brazos esplndidos y no hallara algn consuelo a sus fatigas y unas horas de belleza y olvido? La generosidad de la narcisista le es provechosa: mejor que en los espejos, es en los ojos admirativos de los dems donde ella percibe a su doble nimbada de gloria. A falta de un pblico complaciente, abre su corazn a un confesor, a un mdico, a un psicoanalista; va a consultar a quiromnticas y videntes. No es que crea en esas cosas deca una starlette novicia, pero me gusta tanto que hablen de m! Se confa a sus amigas; en su amante, ms vidamente que en ningn otro, busca un testigo; la enamorada olvida rpidamente su propio yo; pero multitud de mujeres son incapaces de un verdadero amor, precisamente porque no se olvidan jams de s mismas. A la intimidad de la alcoba, prefieren un escenario ms vasto. De ah la importancia que adquiere para ellas la vida mundana: necesitan unos ojos que las contemplen, unos odos que las escuchen; su personaje {751} necesita el ms vasto pblico posible. Describiendo una vez ms su habitacin, Marie Bashkirtseff deja escapar esta confesin: De este modo, estoy en escena cuando alguien entra y me encuentra escribiendo. Y ms adelante: Estoy decidida a procurarme una escenificacin considerable. Voy a construir una mansin ms hermosa que la de Sarah y unos estudios ms grandes... Por su parte, madame de Noailles escribe: He amado y amo el gora... Por eso he podido tranquilizar frecuentemente a amigos que se excusaban por el nmero de sus convidados, que ellos teman pudieran importunarme, con esta sincera confesin: No me gusta actuar ante sillones vacos. El vestuario y la conversacin satisfacen en gran parte ese gusto femenino de la ostentacin. Pero una narcisista ambiciosa desea exhibirse de manera ms rara y variada. En particular, y puesto que ha hecho de su vida una comedia ofrecida al aplauso del pblico, le complacer situarse en escena de veras. Madame de Stal ha contado extensamente en Corinne cmo encantaba a las multitudes italianas, al recitar poemas que ella misma acompaaba con el arpa. En Coppet, una de sus distracciones preferidas consista en declamar papeles trgicos; bajo la figura de Fedra, diriga ardientes declaraciones a sus jvenes amantes, a quienes disfrazaba de Hiplitos. Madame Krdener se especializ en la danza del velo, que describe as en Valrie: Valrie pidi su velo de muselina azul oscuro, se apart los cabellos de la frente; se puso el velo en la cabeza; le caa a lo largo de las sienes y de los hombros; su frente se dibuj a la manera antigua, sus cabellos desaparecieron, sus prpados {752} se bajaron, su habitual sonrisa fue borrndose poco a poco; su cabeza se inclin, el velo le cay suavemente sobre los brazos cruzados, sobre el pecho, y aquella prenda azul, aquella figura pura y dulce, parecan haber sido dibujadas por el Correggio para expresar una serena resignacin; y cuando sus ojos se alzaron y sus labios esbozaron una sonrisa, hubirase dicho que se vea, segn la pint Shakespeare, a la Paciencia sonriendo al Dolor junto a un monumento. ... Es a Valrie a quien hay que ver. Es ella quien, a la vez tmida, noble y profundamente sensible, turba, arrastra, conmueve, arranca lgrimas y hace latir el corazn como late cuando est dominado por un gran ascendiente; ella es quien posee esa gracia encantadora que no puede aprehenderse, pero que la Naturaleza ha revelado en secreto a ciertos seres superiores. Si las circunstancias se lo permiten, nada producir a la narcisista una satisfaccin tan profunda como la de consagrarse pblicamente al teatro: El teatro dice Georgette Leblanc me daba lo que haba buscado en l: un motivo de exaltacin. Hoy se me presenta como la caricatura de la accin; algo indispensable para los temperamentos excesivos. La expresin de la cual se sirve es chocante: a falta de obrar, la mujer se inventa sucedneos de la accin; el teatro representa para algunas un ersatz privilegiado. Por otra parte, la actriz puede proponerse finalidades muy distintas. Para algunas, actuar en el escenario es un medio de ganarse la vida, una simple profesin; para otras, es el acceso a un renombre que ser explotado con fines galantes; para otras todava, representa el triunfo de su narcisismo; las ms grandes Rachel, la Duse son autnticas artistas, que se trascienden en el papel que ellas crean; la comicastra, por el contrario, no se preocupa de lo que hace, sino de la gloria que ello pueda reportarle; ante todo, lo que busca es valorizarse. Una narcisista obstinada ser una mujer limitada en el arte y en el amor, pues no sabe darse. Ese defecto se har notar gravemente en todas sus actividades {753}. La tentarn todos los caminos que puedan conducir a la gloria; pero nunca emprender ninguno sin reservas. La pintura, la escultura, la literatura, son disciplinas que reclaman un severo aprendizaje y exigen un trabajo solitario; muchas mujeres lo intentan, pero renuncian pronto, si no las impulsa un positivo deseo de creacin; muchas de las que perseveran, adems, no hacen ms que jugar a que trabajan. Marie Bashkirtseff, tan vida de gloria, se pasaba horas enteras delante del caballete; pero se amaba demasiado a s misma para amar verdaderamente la pintura. Ella misma lo confiesa, tras aos de despecho: S; no me tomo el trabajo de pintar; hoy me he estado observando, y solo hago trampas... Cuando una mujer, como madame de Stal o madame de Noailles, logra componer una obra, es porque no est exclusivamente absorbida en el culto que se rinde a s misma; pero una de las taras que pesan sobre multitud de escritoras es la de una complacencia consigo mismas, que perjudica su sinceridad, las limita y disminuye. Muchas mujeres imbuidas del sentimiento de su superioridad no son capaces, sin embargo, de manifestarla a los ojos del mundo; su ambicin consistir entonces en utilizar como intrprete a un hombre a quien convencern de sus mritos; no se proponen valores singulares a travs de libres proyectos; quieren anexionar a su yo valores acabados; as, pues, se volvern hacia quienes ostentan influencia y gloria, con la esperanza al convertirse en musas, inspiradoras, Egerias de identificarse con ellos. Un ejemplo notable es el de Mabel Dodge en sus relaciones con Lawrence: Yo quera seducir su espritu dice ella, forzarle a producir ciertas cosas... Tena necesidad de su alma, de su voluntad, de su imaginacin creadora y de su visin luminosa. Para hacerme duea de esos instrumentos esenciales, tena que dominar su sangre... Siempre he procurado que los dems hagan cosas, sin intentar hacer nada yo misma. Adquira as el sentimiento de una especie de actividad, de fecundidad por poder. Era una especie de compensacin al desolado sentimiento de no tener nada que hacer {754}. Y ms adelante: Yo quera que Lawrence conquistase por m, que se sirviese de mi experiencia, de mis observaciones, de mi Taos, y que formulase todo eso en una magnfica creacin de arte. De igual modo, Georgette Leblanc quera ser para Maeterlinck alimento y llama; pero tambin quera ver su nombre inscrito en el libro compuesto por el poeta. No se trata aqu de mujeres ambiciosas que hubieran elegido fines personales y utilizado a unos hombres para conseguirlos como hicieran la princesa de los Ursinos y madame de Stal, sino de mujeres animadas por un deseo de importancia completamente subjetivo, que no se proponen ningn fin objetivo y que pretenden apropiarse la trascendencia de otro. Estn lejos de alcanzar siempre el xito; pero son hbiles para disimularse su fracaso y para persuadirse de que estn dotadas de una irresistible seduccin. Sabindose amables, deseables, admirables, se sienten seguras de ser amadas, deseadas y admiradas. Toda narcisista es Belisa. Hasta la inocente Brett, consagrada a Lawrence, se fabrica un pequeo personaje a quien dota de una grave seduccin: Alzo los ojos y me percato de que me miris maliciosamente, con vuestro aire de fauno y un resplandor provocativo en vuestros ojos, Pan. Yo os miro con aire solemne y digno, hasta que el resplandor se extingue en vuestro rostro. Tales ilusiones pueden engendrar verdaderos delirios: no sin razn consideraba Clrambault la erotomana como una suerte de delirio profesional; sentirse mujer es sentirse objeto deseable, es creerse deseada y amada. Es notable que, de cada diez pacientes afectados de la ilusin de ser amados, nueve sean mujeres. Se ve claramente que lo que buscan en su amante imaginario es una apoteosis de su narcisismo. Lo quieren dotado de un valor sin reservas: sacerdote, mdico, abogado, hombre superior; y la verdad categrica que descubren sus actitudes consiste en que su {755} amante ideal es superior a todas las dems mujeres y posee virtudes irresistibles y soberanas. La erotomana puede aparecer en el seno de diversas psicosis; pero su contenido es siempre el mismo. El sujeto es iluminado y glorificado por el amor de un hombre de gran valor, que se ha sentido bruscamente fascinado por sus encantos cuando ella no esperaba nada de l y le ha manifestado sus sentimientos de manera indirecta, pero imperiosa; esta relacin permanece a veces en la esfera ideal, y a veces reviste una forma sexual; pero lo que esencialmente la caracteriza es que el semidis poderoso y glorioso ama ms de lo que es amado y manifiesta su pasin mediante actitudes extraas y ambiguas. Entre el gran nmero de casos citados por los psiquiatras, he aqu el siguiente, completamente tpico y que resumo de acuerdo con Ferdire (1). Se trata de una mujer de cuarenta y ocho aos, MarieYvonne, que hace la siguiente confesin: (1) L'rotomanie. Se trata del ilustre Achille, antiguo diputado y subsecretario de Estado, miembro del Foro y del Conseil de l'Ordre. Le conozco desde el 12 de mayo de 1920; la vspera haba intentado buscarlo en el Palacio de Justicia; haba observado desde lejos su elevada estatura, pero no saba quin era; un escalofro me recorri la espina dorsal... S, entre l y yo hay un asunto sentimental, un sentimiento recproco: nuestros ojos se han encontrado, nuestras miradas se han cruzado. Desde la primera vez que lo vi, tuve debilidad por l; y a l le sucede algo parecido... En todo caso, ha sido el primero en declararse: ocurri hacia primeros de 1922; me reciba en su saln, siempre solo; un da incluso le dijo a su hijo que saliese... Un da... se levant y vino hacia m sin interrumpir la conversacin. Inmediatamente comprend que se trataba de un impulso sentimental... Sus palabras lo daban a entender claramente. Por medio de una serie de amabilidades, me dio a entender que nuestros sentimientos recprocos se hablan encontrado. En otra ocasin, siempre en su despacho, se acerc a m, mientras deca: Usted, solamente usted y nadie ms que usted, seora, me comprende? Me sent tan {756} emocionada, que no supe qu responder; me limit a decir nicamente: Gracias, seor. En otra ocasin, me acompa desde el despacho hasta la calle; incluso se desembaraz de un seor que le acompaaba, le dio veinte monedas en la escalera y le dijo: Djeme ahora; ya ve que estoy con la seora. Y todo era para acompaarme y quedarse a solas conmigo. Siempre me apretaba fuertemente las manos. En el curso de su primer alegato, lanz una perorata para dar a entender que era soltero. Una vez envi a un cantor para hacerme comprender su amor... Miraba desde debajo de mis ventanas; podra cantarle su romanza... Hizo desfilar delante de mi puerta la banda municipal. Fui una estpida. Debera haber respondido a todas sus iniciativas. Yo enfri al ilustre Achille... Entonces crey que le rechazaba y obr en consecuencia; hubiera hecho mejor si hubiese hablado francamente; se veng. El ilustre Achille crea que yo abrigaba ciertos sentimientos por B., y estaba celoso... Me hizo sufrir por el maleficio con ayuda de mi fotografa; al menos eso es lo que he descubierto este ao, a fuerza de estudiar en los libros y en los diccionarios. Ha trabajado suficientemente esa foto, y todo proviene de ah... Ese delirio se transforma fcilmente, en efecto, en un delirio de persecucin. Y ese proceso se encuentra incluso en los casos normales. La narcisista no puede admitir que otro no se interese por ella apasionadamente; si tiene la prueba evidente de que no es adorada, supone inmediatamente que la odian. Atribuye todas las crticas a los celos, al despecho. Sus fracasos son el resultado de negras maquinaciones, y ello la confirma en la idea de su importancia. Se desliza fcilmente a la megalomana o al delirio de persecucin, que es la figura inversa: centro de su universo y sin conocer otro universo que el suyo, hela convertida en centro absoluto del mundo. La comedia narcisista se desarrolla a expensas de la vida real; un personaje imaginario solicita la admiracin de un pblico imaginario; la mujer presa de su yo, pierde toda aprehensin sobre el mundo concreto, no se preocupa de establecer con los dems ninguna relacin real; madame de {757} Stal no habra declamado Fedra con tan buen nimo si hubiese presentido los sarcasmos que sus admiradores anotaban por la noche en sus carnets; pero la narcisista se niega a admitir que nadie la pueda ver de otro modo a como ella se muestra: ello explica que, tan ocupada como est en contemplarse, no logre juzgarse y se hunda tan fcilmente en el ridculo. Ya no escucha, habla, y cuando ella habla, recita su papel: Eso me divierte escribe Marie Bashkirtseff. No charlo con l; simplemente represento; y, como me siento en presencia de un buen pblico, estoy excelente de entonaciones infantiles y caprichosas, as como de actitudes. Se contempla demasiado para ver nada; de los dems no comprende sino lo que reconoce en ellos; lo que no puede asimilar a su caso, a su historia, le es extrao. Se complace en multiplicar las experiencias: quiere conocer la embriaguez y los tormentos de la enamorada, los puros goces de la maternidad, la amistad, la soledad, las lgrimas, las risas; pero, al no poder darse jams, sus sentimientos y sus emociones son fabricados. Sin duda, Isadora Duncan llor la muerte de sus hijos con lgrimas genuinas. Pero, cuando arroj sus cenizas al mar en un gran gesto teatral, no era ms que una comediante; y no se puede leer sin una sensacin de malestar el siguiente pasaje de Mi vida, en el que evoca su pena: Percibo la tibieza de mi propio cuerpo. Bajo la vista hacia mis piernas desnudas y las estiro, sobre la dulzura de mis senos, sobre mis brazos, que jams estn inmviles, sino que flotan sin cesar en suaves ondulaciones; y veo que desde hace doce aos estoy cansada, que este pecho mo encierra un dolor inextinguible, que estas manos han sido marcadas por la tristeza y que, cuando estoy sola, estos ojos raramente estn secos. En el culto de su yo, la adolescente puede hallar el coraje necesario para abordar el inquietante porvenir; pero se trata {758} de una etapa que es preciso superar pronto: de lo contrario, el porvenir se cierra. La enamorada que encierra al amante en la inmanencia de la pareja, le consagra a la muerte con ella: la narcisista, al enajenarse en su doble imaginario, se aniquila. Sus recuerdos se fijan, sus actitudes se estereotipan; recobra palabras, repite mmicas que se han vaciado de contenido, poco a poco: de ah proviene la impresin de pobreza que dan tantos diarios ntimos o autobiografas femeninas; ocupada enteramente en incensarse, la mujer que no hace nada no se hace ser nada y, en definitiva, inciensa la nada. Su desgracia consiste en que, a pesar de toda su mala fe, conoce esa nada. No podra existir una relacin real entre un individuo y su doble, porque ese doble no existe. La narcisista sufre un fracaso radical. No puede captarse como totalidad, plenitud; no puede mantener la ilusin de ser ens, paras. Su soledad, como la de todo ser humano, es experimentada como contingencia y desamparo. Y por eso a menos que ocurra una conversin est condenada a huir de s misma sin respiro hacia la multitud, hacia el ruido, hacia otro. Sera craso error creer que, al elegirse como fin supremo, escapa a la dependencia: por el contrario, se consagra a la ms frrea esclavitud; no se apoya en su libertad, hace de s misma un objeto que se halla en peligro en el mundo y en las conciencias extraas. No solo su cuerpo y su rostro son carne vulnerable que el tiempo degrada. Adornar al dolo, erigirle un pedestal, construirle un templo, es prcticamente una empresa costosa; ya se ha visto que, para inscribir sus formas en un mrmol inmortal, Marie Bashkirtseff hubiera consentido en casarse por dinero. El oro, el incienso y la mirra que Isadora Duncan o Ccile Sorel depositaban al pie de sus respectivos tronos, fueron pagados con fortunas masculinas. Puesto que es el hombre quien encarna para la mujer el destino, las mujeres miden generalmente su xito por el nmero y la calidad de los hombres sometidos a su poder. Pero la reciprocidad interviene aqu de nuevo; la mantis religiosa, que trata de convertir al macho en instrumento suyo, no logra emanciparse por ello de l, porque {759}, para encadenarlo, tiene que agradarle. La mujer norteamericana, querindose dolo, se hace esclava de sus adoradores; no se viste, no vive, no respira sino para el hombre y por el hombre. En verdad, la narcisista es tan dependiente como la hetaira. Si escapa a la dominacin de un hombre singular, es porque acepta la tirana de la opinin. Ese vnculo que la une a otro no implica la reciprocidad del intercambio: si buscase hacerse reconocer por la libertad de otro, reconocindola tambin como fin a travs de diversas actividades, dejara de ser narcisista. Lo paradjico de su actitud consiste en que exige ser valorada por un mundo al cual niega todo valor, puesto que a sus ojos lo nico que cuenta es ella misma. El sufragio extrao es un poder inhumano, misterioso y caprichoso, al cual es preciso tratar de captar mgicamente. A despecho de su arrogancia superficial, la narcisista se siente amenazada; por eso se muestra inquieta, susceptible, irritable, perpetuamente en acecho; su vanidad jams est satisfecha; cuanto ms envejece, con mayor ansiedad busca elogios y xitos, ms confabulaciones sospecha a su alrededor; extraviada y obsesionada, se hunde en la noche de la mala fe; y termina, frecuentemente, por edificar a su alrededor un delirio paranoico. A ella es a quien singularmente puede aplicarse la frase: Quien quiera salvar su vida, la perder. {760} CAPITULO II. LA ENAMORADA. La palabra amor no tiene, en absoluto, el mismo sentido para uno y otro de ambos sexos, y ello constituye una fuente de los graves malentendidos que los separan. Byron ha dicho, justamente, que el amor no es en la vida del hombre ms que una ocupacin, mientras que para la mujer es la vida misma. Es la propia idea que expresa Nietzsche en La gaya ciencia: La misma palabra amor dice significa, en efecto, dos cosas diferentes para el hombre y para la mujer. Lo que la mujer entiende por amor est bastante claro: no es solamente la abnegacin, sino una entrega total del cuerpo y del alma, sin restricciones, sin consideracin a nada. Esta ausencia de condiciones es lo que hace de su amor una fe (1), la nica que posee. En cuanto al hombre, si ama a una mujer, es aquel amor el que quiere de ella; est muy lejos, por consiguiente, de postular para s el mismo sentimiento que para la mujer; si hubiera hombres que experimentasen tambin ese deseo de abandono total, a fe ma que no seran hombres. (1) Los subrayados son de Nietzsche. En ciertos momentos de su existencia, algunos hombres han podido ser amantes apasionados, pero no hay ni uno solo al que pudiera definrsele como un gran enamorado; en sus ms violentos arrebatos, jams abdican totalmente; aunque se hinquen de rodillas ante su amante, lo que desean {761} de nuevo es poseerla, anexionrsela; en el corazn de su existencia siguen siendo sujetos soberanos; la mujer amada no es ms que un valor entre otros; quieren integrarla en su existencia, no sepultar en ella su existencia entera. Para la mujer, por el contrario, el amor es una dimisin total en beneficio de un amo. Es preciso que la mujer olvide su propia personalidad cuando ama escribe Ccile Sauvage. Es una ley de la Naturaleza. Una mujer no existe sin un amo. Sin un amo, es como un ramo de flores desparramado. En realidad, no se trata de una ley de la Naturaleza. Es la diferencia de su situacin la que se refleja en el concepto que el hombre y la mujer tienen del amor. El individuo que es sujeto, que es l mismo, si tiene el gusto generoso de la trascendencia, se esfuerza por ensanchar su aprehensin del mundo: es ambicioso, acta. Pero un ser inesencial no puede descubrir lo absoluto en el corazn de su subjetividad; un ser consagrado a la inmanencia no podra realizarse en actos. Encerrada en la esfera de lo relativo, destinada al varn desde su infancia, habituada a ver en l un soberano con el cual no le est permitido igualarse, lo que soar la mujer que no haya ahogado sus deseos de reivindicarse como ser humano ser trascender su ser hacia uno de esos seres superiores, unirse, confundirse con el sujeto soberano; no hay para ella otra salida que la de perderse en cuerpo y alma en aquel que le es designado como lo absoluto, como lo esencial. Puesto que de todos modos est condenada a la dependencia, antes que obedecer a tiranos padres, marido, protector, prefiere servir a un dios; opta por querer tan ardientemente su esclavitud que esta se le aparecer como la expresin de su libertad; se esforzar por superar su situacin de objeto inesencial, asumindolo radicalmente; a travs de su carne, sus sentimientos, sus actitudes, exaltar soberanamente al amado, se lo plantear como el valor y la realidad supremos: se aniquilar ante l. Para ella el amor se hace religin. Ya se ha visto que la adolescente empieza por querer identificarse {762} con los varones; cuando renuncia a ello, entonces busca participar de su virilidad, hacindose amar por uno de ellos; no es la individualidad de este hombre o de aquel lo que la seduce; est enamorada del hombre en general. Y vosotros, los hombres a quienes amar, cmo os espero! escribe Irene Reweliotty. Cmo me alegra el hecho de que pronto os conocer! Sobre todo a ti, el primero. Por supuesto, es preciso que el varn pertenezca a la misma clase, a la misma raza que la mujer: el privilegio del sexo slo tiene efecto en ese marco; para que sea un semidis, primero tiene que ser, evidentemente, un ser humano; para la hija del oficial colonial, el indgena no es un hombre; si la joven se entrega a un inferior, lo hace porque busca degradarse, al no creerse digna del amor. Normalmente, busca al hombre en quien se afirma la superioridad varonil; pronto constata, sin embargo, que muchos individuos del sexo elegido son tristemente contingentes y terrestres; en principio, tiene hacia ellos un prejuicio favorable; no tienen que dar pruebas de su valor, sino limitarse a no desmentirlo demasiado evidentemente: eso es lo que explica tantos errores, con frecuencia lamentables; la joven ingenua queda atrapada en el seuelo de la virilidad. Segn las circunstancias, el valor masculino se manifestar a sus ojos por la fuerza fsica, la elegancia, la riqueza, la cultura, la inteligencia, la autoridad, la situacin social, un uniforme militar; pero lo que ella desea siempre es que en el amante se resuma la esencia del hombre. La familiaridad basta frecuentemente para destruir su prestigio; este se derrumba al primer beso, o en el trato cotidiano, o durante la noche de bodas. El amor a distancia, sin embargo, es tan solo un fantasma, no una experiencia real. Solo cuando es carnalmente confirmado, el deseo de amor se convierte en amor apasionado. A la inversa, el amor puede nacer del abrazo fsico, y la mujer sexualmente dominada exalta al hombre que al principio le pareca insignificante. Pero lo que sucede a menudo es que la mujer no logra transformar en un dios a ninguno de los hombres a quienes conoce. El amor tiene menos lugar en la existencia femenina de lo que a menudo se ha pretendido. El {763} marido, los hijos, el hogar, los placeres, las cosas mundanas, la vanidad, la sexualidad y la carrera son mucho ms importantes. Casi todas las mujeres han soado con un gran amor: han conocido su ersatz, se han acercado a l; bajo figuras inacabadas, burlonas, imperfectas, mentirosas, ese amor las ha visitado; pero muy pocas le han dedicado su existencia. Las grandes enamoradas son, en su mayor parte, mujeres que no han gastado su corazn en amoros juveniles; aceptaron al principio el destino femenino tradicional: marido, casa, hijos; o bien han conocido una dura soledad; o bien han apostado a alguna empresa que ha fracasado ms o menos; cuando entrevn la oportunidad de salvar su vida decepcionante, dedicndosela a un ser excepcional, se entregan perdidamente a esa esperanza. La seorita Aiss, Juliette Drouet, la seora de Agoult tenan casi treinta aos al comienzo de su vida amorosa y Julie de Lespinasse no estaba lejos de la cuarentena; no tenan ningn fin a la vista, no estaban en condiciones de emprender nada que les pareciese valedero, no haba para ellas otra salida que el amor. Aun si la independencia le es permitida, ese camino sigue siendo el que ms atractivos ofrece para la mayora de las mujeres; resulta angustioso asumir la empresa de la propia vida; tambin el adolescente se vuelve de buen grado hacia mujeres mayores que l, en las cuales busca una gua, una educadora, una madre; pero su formacin, las costumbres y las consignas que encuentra en s mismo le impiden detenerse definitivamente en la solucin fcil de la abdicacin; no se propone tales amores sino como una etapa. La suerte del hombre tanto en la edad adulta como en su infancia consiste en que le fuerzan a emprender los caminos ms arduos, pero tambin los ms seguros; la desgracia de la mujer consiste en que se ve rodeada de tentaciones punto menos que irresistibles; todo la incita a seguir la pendiente de la facilidad: en lugar de invitarla a luchar por su cuenta, le dicen que no tiene que hacer sino dejarse llevar y que as alcanzar parasos encantadores; cuando se percata de que ha sido vctima de un espejismo, es demasiado tarde: en esa aventura se han agotado sus fuerzas {764}. Los psicoanalistas estn dispuestos a admitir que la mujer persigue en su amante la imagen del padre; pero este deslumbraba a la nia porque era hombre, no porque fuese padre; y todo hombre participa de esa magia; la mujer no desea reencarnar un individuo en otro, sino resucitar una situacin: la que conoci de nia, al amparo de los adultos; estuvo profundamente integrada en el hogar familiar, all gust la paz de una cuasi pasividad; el amor le devolver a su madre y tambin a su padre, le devolver su infancia; lo que desea es volver a encontrar un techo sobre su cabeza, unas paredes que oculten su desamparo en el seno del mundo, unas leyes que la defiendan contra su libertad. Este sueo infantil acosa a multitud de amores femeninos; la mujer se siente dichosa si su enamorado la llama mi pequea, mi querida nia; los hombres saben muy bien que una frase como Tienes todo el aspecto de una nia, se cuenta entre las que con ms seguridad conmueven el corazn de las mujeres, pues ya hemos visto cuntas de ellas han sufrido por hacerse adultas; muchas se obstinan en hacerse nias, en prolongar indefinidamente su infancia en su actitud y su manera de vestir. Volver a ser nia entre los brazos de un hombre las colma de felicidad. Ese es el tema de este estribillo popular: Me siento en tus brazos tan pequea, tan pequea, oh mi amor... Tema este que se repite incansablemente en las conversaciones y la correspondencia amorosas. Chiquilla, chiquilla ma, murmura el enamorado; y la mujer se autodenomina tu pequea, tu chiquitita. Irene Reweliotty escribe: Cundo vendr, por fin, aquel que sabr dominarme? Y, creyendo haberlo encontrado, dice: Me gusta sentirte hombre y superior a m. Una psicastnica examinada por Janet (1) ilustra de la manera ms conmovedora esta actitud {765}: (1) Les obsessions el la psychasthnie. Hasta donde alcanza mi memoria, todas las tonteras y todas las buenas acciones que haya podido cometer provienen de la misma causa: una aspiracin a un amor perfecto e ideal al que pudiera entregarme toda entera, confiar todo mi ser a otro ser, Dios, hombre o mujer, tan superior a m, que ya no tuviese necesidad de pensar en cmo conducirme por la vida y en velar por m. Encontrar alguien que me amase lo bastante para tomarse el trabajo de hacerme vivir, alguien a quien yo obedecera ciegamente y con toda confianza, segura de que me evitara cualquier desfallecimiento y me llevara directamente, dulcemente y con mucho amor hacia la perfeccin. Cunto envidio el amor ideal de Mara Magdalena y Jess! Ser la discpula ardiente de un maestro justamente adorado; vivir y morir por su dolo, creer en l sin ninguna duda posible, alcanzar, por fin, la victoria definitiva del Angel sobre la Bestia, sentirme en sus brazos tan amparada, tan pequea, tan arrebujada en su proteccin y tan por entero de l, que ya no existo. Multitud de ejemplos nos han probado ya que ese sueo de aniquilamiento es, en verdad, una vida voluntad de ser. En todas las religiones, la adoracin de Dios se confunde, por parte del devoto, con la preocupacin por su propia salvacin; la mujer, al entregarse toda entera al dolo, espera que este le d la posesin de s misma y la del universo que se resume en l. La mayor parte del tiempo lo que exige a su enamorado es, en primer lugar, la justificacin, la exaltacin de su ego. Muchas mujeres slo se abandonan al amor cuando, a su vez, son amadas, y el amor que se les manifiesta basta a veces para enamorarlas. La joven se ha soado a travs de los ojos del hombre; y en los ojos del hombre es donde la mujer, por fin, cree encontrarse a s misma. Caminar a tu lado escribe Ccile Sauvage, hacer avanzar mis pies menuditos, que tanto amabas, sentirlos tan minsculos en las altas botas de fieltro, me enamoraba de todo el amor con que t los rodeabas. Los menores movimientos de mis manos dentro del manguito, de mis brazos, de mi rostro, las inflexiones de mi voz, todo ello me colmaba de felicidad {766}. La mujer se siente dotada de un seguro y elevado valor; tiene por fin permiso para mimarse a travs del amor que inspira. La embriaga encontrar un testigo en el enamorado. Eso es lo que confiesa la vagabunda de Colette. He cedido, lo confieso, he cedido al permitir a ese hombre que vuelva maana, he cedido al deseo de conservar en l, no un enamorado, no un amigo, sino un vido espectador de mi vida y mi persona... Hay que envejecer terriblemente, me dijo un da Margot, para renunciar a la vanidad de vivir ante alguien. En una de sus cartas a Middleton Murry, Katherine Mansfield cuenta que acaba de comprarse un encantador cors malva, y aade a continuacin: Qu lstima que no haya nadie para verlo! No existe peor amargura que la de sentirse flor, perfume, tesoro, que ningn deseo solicita: qu es una riqueza que no me enriquece ni siquiera a m y cuyo don no desea nadie? El amor es el revelador que hace aparecer en rasgos positivos y claros la apagada imagen negativa, tan vana como un clis en blanco; en su virtud, el rostro de la mujer, las curvas de su cuerpo, sus recuerdos de infancia, sus antiguas lgrimas, sus vestidos, sus costumbres, su universo, todo cuanto ella es y todo lo que le pertenece, escapa a la contingencia y se hace necesario: es un maravilloso presente al pie del altar de su dios. Antes de que l posase dulcemente las manos en sus hombros, antes de que sus ojos se hubiesen saturado de ella, jams habla sido ms que una mujer, no muy bonita, en un mundo incoloro y lgubre. Desde el instante en que l la abraz, se hall erguida bajo la nacarada luz de la inmortalidad (1). (1) M. WEBB: Le poids des ombres. Por eso, los hombres dotados de un prestigio social y hbiles para lisonjear la vanidad femenina suscitarn grandes pasiones, aun cuando carezcan de toda seduccin fsica. Por {767} su elevada posicin, encarnan la Ley, la Verdad: su conciencia desvela una realidad incontestada. La mujer a quien alaban se siente transformada en un tesoro inapreciable. De ah provena, por ejemplo, segn el decir de Isadora Duncan (1), el xito de D'Annunzio: (1) ISADORA DUNCAN: Mi vida. Cuando D'Annunzio ama a una mujer, eleva su alma por encima de la Tierra hasta regiones donde se mueve y resplandece Beatriz. Consecutivamente, hace participar a cada mujer de la esencia divina, la eleva tan alto, tan alto, que ella se figura que vive realmente en el mismo plano que Beatriz... Arrojaba consecutivamente sobre cada una de sus favoritas un velo resplandeciente. Ella se elevaba por encima de los dems mortales y marchaba circundada por extraa claridad. Mas, cuando el capricho del poeta tocaba a su fin y la abandonaba por otra, el velo de luz desapareca, la aureola se extingua y la mujer volva a ser barro corriente... Orse alabada por aquella magia particular de D'Annunzio es un gozo comparable al que pudo experimentar Eva cuando oy la voz de la serpiente en el Paraso. D'Annunzio puede dar a cada mujer la impresin de que ella es el centro del Universo. Solo en el amor puede conciliar armoniosamente la mujer su erotismo y su narcisismo; ya se ha visto que entre ambos sistemas hay una oposicin que hace muy difcil la adaptacin de la mujer a su destino sexual. Hacerse objeto carnal, presa, contradice el culto que ella se rinde: le parece que los abrazos sexuales marchitan y mancillan su cuerpo, o que degradan su alma. Por esa razn, algunas mujeres optan por la frigidez, pensando conservar as la integridad de su ego. Otras disocian las voluptuosidades animales y los sentimientos elevados. Un caso muy caracterstico es el de la seora D. S., citado por Stekel y del que ya he hablado a propsito del matrimonio. Frgida con un marido respetado, despus de la muerte de este, conoci a un joven igualmente artista, gran msico, y se convirti en su amante. Su amor era y es todava tan absoluto {768}, que solo se siente dichosa a su lado. Lother llenaba toda su vida. Pero, aun amndolo ardientemente, permaneca fra en sus brazos. Otro hombre se cruz en su camino. Era un guardabosques forzudo y brutal que, encontrndose un da a solas con ella, la tom simplemente, sin muchas historias. Sintise ella tan consternada, que se dej hacer. Pero en sus brazos experiment el orgasmo ms violento de su vida. Entre sus brazos dice ella me siento revivir. Es como una embriaguez salvaje, pero seguida de una repugnancia indescriptible tan pronto como pienso en Lother. Detesto a Paul y amo a Lother. Sin embargo, Paul me satisface. En Lother, todo me atrae. Mas parece ser que me vuelvo una zorra para gozar, puesto que, como mujer de mundo, el goce me est negado. Se niega a casarse con Paul, pero sigue acostndose con l; en esos momentos, se transforma en otro ser y de su boca escapan palabras crudas, palabras que no se atrevera jams a pronunciar. Aade Stekel que para muchas mujeres, la cada en la animalidad es la condicin del orgasmo. Ven en el amor fsico un envilecimiento que no podran conciliar con sentimientos de estimacin y afecto. Para otras, por el contrario, ese envilecimiento puede ser abolido por la estima, la ternura y la admiracin hacia el hombre. No consienten entregarse a un hombre sino a condicin de creerse profundamente amadas; una mujer necesita mucho cinismo, indiferencia u orgullo para considerar las relaciones fsicas como un intercambio de placeres en que cada cual obtiene igualmente su provecho. Tambin el hombre y tal vez ms que la mujer se subleva contra quien pretenda explotarlo sexualmente (1); pero generalmente es ella quien tiene la impresin de que su compaero la utiliza como un instrumento. Solamente una admiracin exaltada puede compensar la humillacin de un acto que ella considera una derrota. Ya se ha visto que el acto amoroso exige de ella una profunda enajenacin; se sumerge en la languidez de la pasividad {769}; cerrados los ojos, annima, perdida, se siente levantada por olas, envuelta en la tormenta, sepultada en las tinieblas: noche de la carne, de la matriz, de la tumba; aniquilada, vuelve a unirse con el Todo, su yo es abolido. Pero, cuando el hombre se separa de ella, se encuentra de nuevo arrojada en la Tierra, sobre una cama, bajo la luz; vuelve a tomar un nombre, un rostro: es una vencida, una presa, un objeto. Entonces es cuando el amor se le hace necesario. As como despus del destete busca el nio la mirada tranquilizadora de sus padres, as es preciso que, por los ojos del amante que la contempla, la mujer se sienta reintegrada al Todo del cual se ha desprendido dolorosamente su carne. Raras veces se siente plenamente colmada; aun cuando haya conocido el apaciguamiento del placer, no queda definitivamente liberada del hechizo carnal; su turbacin se prolonga en sentimiento; al dispensarle la voluptuosidad, el hombre la vincula a l y no la libera. Sin embargo, l ya no experimenta deseo por ella, y ella solo le perdona esta indiferencia de un momento si le ha dedicado un sentimiento intemporal y absoluto. Entonces la inmanencia del instante es superada; los recuerdos ardientes ya no son un pesar, sino un tesoro; al extinguirse, la voluptuosidad se convierte en esperanza y promesa; el goce est justificado; la mujer puede asumir gloriosamente su sexualidad, porque la trasciende; la turbacin, el placer, el deseo, ya no son un estado, sino un don; su cuerpo ha dejado de ser un objeto: es un cntico, una llama. Entonces puede abandonarse apasionadamente a la magia del erotismo; la noche se convierte en luz; la enamorada puede abrir los ojos, contemplar al hombre que la ama y cuya mirada la glorifica; a travs de l, la nada se convierte en plenitud de ser, y el ser se transfigura en valor; ya no zozobra en un mar de tinieblas, es levantada en alas, exaltada hacia el cielo. El abandono se torna xtasis sagrado. Cuando recibe al hombre amado, la mujer es habitada, visitada como la Virgen por el Espritu Santo, como el creyente por la hostia; eso explica la obscena analoga de los cnticos piadosos y de las canciones obscenas: no es que el amor mstico tenga siempre un carcter sexual, pero la sexualidad de {770} la enamorada reviste un color mstico. Mi Dios, adorado mo, mi dueo..., las mismas palabras se escapan de labios de la santa arrodillada y de la enamorada acostada en el lecho; una ofrece su carne a los dardos de Cristo, tiende las manos para recibir los estigmas, clama por la quemadura del Amor divino; la otra es tambin ofrenda y espera: rayos, dardos, flechas se encarnan en el sexo masculino. En ambas, el mismo sueo, el sueo infantil, el sueo mstico, el sueo amoroso: existir soberanamente al abolirse en el seno del otro. (1) Vase, entre otros, El amante de lady Chatterley. Por boca de Mellors, expresa Lawrence su horror por las mujeres que hacen de l un instrumento de placer. Se ha pretendido (1) a veces que ese deseo de aniquilamiento conduce al masoquismo. Pero, como ya he recordado a propsito del erotismo, no se puede hablar de masoquismo ms que cuando intento hacerme fascinar a m mismo por mi objetividad con respecto a otro (2), es decir, cuando la conciencia del sujeto se vuelve hacia el ego para captarlo en su situacin humillada. Ahora bien, la enamorada no es solo una narcisista enajenada en su yo: experimenta tambin el apasionado deseo de desbordar sus propios lmites y hacerse infinita, merced a la mediacin de otro que accede a la realidad infinita. En principio se abandona al amor para salvarse, pero la paradoja del amor idlatra consiste en que, con objeto de salvarse, ella termina por negarse totalmente. Su sentimiento adopta una dimensin mstica; ya no pide al dios que la admire, que la apruebe; quiere fundirse en l, olvidarse en sus brazos. Hubiera querido ser una santa del amor escribe madame D'Agoult. En tales momentos de exaltacin y de furor asctico, deseaba el martirio. Lo que se desprende claramente de estas palabras es el deseo de una radical destruccin de s misma, aboliendo las fronteras que la separan del bien amado: no se trata de masoquismo, sino de un sueo de unin exttica. Es el mismo sueo que inspira estas palabras de Georgette Leblanc: Si en esa poca me hubieran preguntado qu era lo que ms deseaba en el mundo, habra respondido sin vacilar: ser para su espritu alimento y llama.{771} (1) Es, entre otras, la tesis de H. DEUTSCH: Psychology of Women. (2) Vase SARTRE: L'tre et le nant. Para realizar esa unin, lo que primero desea la mujer es servir; respondiendo a las exigencias del amante es como ella se sentir necesaria; se integrar en la existencia de l, participar de su valor, estar justificada; hasta los msticos se complacen en creer, segn palabras de Angelus Silesius, que Dios necesita del hombre; de lo contrario, el don que hacen de s mismos sera vano. Cuanto ms multiplica el hombre sus demandas, ms colmada se siente la mujer. Aunque la reclusin que Victor Hugo impone a Juliette Drouet le pese mucho a la joven, se percibe que ella es dichosa obedecindole: permanecer sentada junto al fuego es hacer algo por la felicidad del amo. Procura con pasin serie positivamente til. Le prepara platos exquisitos, le instala un hogar: nuestra casita, deca ella gentilmente; ella velaba tambin por la conservacin de su ropa. Quiero que manches, que desgarres todos tus trajes lo ms posible, y que solamente yo sea quien los remiende y los limpie, sin intervencin de nadie, le escribe. Lee los diarios para l, recorta artculos, clasifica cartas y notas, copia manuscritos. Queda desolada cuando el poeta confa una parte de ese trabajo a su hija Lopoldine. Rasgos semejantes se encuentran en toda mujer enamorada. Si es necesario, ella misma se tiraniza en nombre del amante; es preciso que todo cuanto ella es, todo cuanto tiene, todos los instantes de su vida, le sean dedicados y encuentren as su razn de ser; no quiere poseer nada que no sea en l; y lo que la hace desdichada es que l no le pida nada, hasta el punto que un amante delicado debe inventar algunas exigencias. En principio ha buscado en el amor una confirmacin de lo que era, de su pasado, de su personaje; pero tambin compromete en ello su porvenir: para justificarlo, ella lo destina a aquel que detenta todos los valores; as se libra de su trascendencia: la subordina a la del otro esencial de quien se hace vasalla y esclava. Con objeto de encontrarse a s misma y de salvarse, ha empezado por perderse en l: el hecho es que, poco a poco, se pierde; toda la realidad {772} est en el otro. El amor, que se defina al principio como una apoteosis narcisista, se realiza en los speros goces de una dedicacin que conduce a menudo a una automutilacin. En los primeros tiempos de una gran pasin, la mujer se hace ms linda, ms elegante que antes: Cuando Adle me peina, me contemplo la frente porque vos la amis, escribe madame D'Agoult. A ese rostro, a ese cuerpo, a esa habitacin, a ese yo, ella les ha encontrado una razn de ser, los mima por mediacin de ese hombre amado que la ama. Sin embargo, un poco ms tarde, renuncia, por el contrario, a toda coquetera; si el amante lo desea, modifica ese rostro que al principio le era ms precioso que el amor mismo; se desinteresa del asunto; lo que ella es, lo que tiene, se lo entrega en feudo a su soberano; reniega de aquello que l desdea; querra consagrarle cada palpitacin de su corazn, cada gota de su sangre, la mdula de sus huesos; y todo eso se traduce en un sueo de martirio: exagerar la entrega de s misma hasta la tortura, hasta la muerte, ser el suelo que pisa el amado, no ser sino aquello que responde a su llamada. Todo cuanto es intil para el amado, ella lo aniquila con vehemencia. Si el regalo que hace de s misma es aceptado ntegramente, no aparece el masoquismo: se ven pocas trazas de ello en Juliette Drouet. En el exceso de su adoracin, se arrodillaba a veces ante el retrato del poeta y le peda perdn por las faltas que hubiera podido cometer, pero no se volva con ira contra s misma. No obstante, el deslizamiento del entusiasmo generoso a la rabia masoquista es fcil. La amante que se halla ante el amante en la misma situacin de la nia ante sus padres, vuelve a encontrar tambin ese sentimiento de culpabilidad que conoci junto a ellos; no opta por revolverse contra l mientras le ame, y se revuelve contra s misma. Si la ama menos de lo que ella desea, si fracasa en absorberlo, en hacerlo dichoso, en serle suficiente, todo su narcisismo se convierte en un asco, una humillacin y un odio contra s misma que la incitan a infligirse autocastigos. Durante una crisis ms o menos prolongada, a veces durante toda su vida, se convertir en vctima voluntaria, se encarnizar en atormentar a ese yo que no ha sabido {773} satisfacer al amante. Entonces su actitud ser propiamente masoquista. Pero no hay que confundir los casos en que la enamorada busca su propio sufrimiento, con objeto de vengarse de s misma, con aquellos otros en los que se propone la confirmacin de la libertad del hombre y de su poder. Es un lugar comn y, al parecer, tambin una verdad que la prostituta se siente orgullosa de que le pegue su hombre, pero no es la idea de su persona azotada y esclavizada lo que la exalta, sino la fuerza, la autoridad y la soberana del varn de quien depende; tambin le gusta verte maltratar a otro varn, y frecuentemente lo excita para que entable competencias peligrosas: quiere que su dueo ostente los valores reconocidos en el medio al cual pertenece. La mujer que se somete con placer a los caprichos masculinos admira tambin en la tirana que se ejerce sobre ella la evidencia de una libertad soberana. Hay que considerar que si por alguna razn el prestigio del amante se derrumba, los golpes y las exigencias se harn odiosos: solo tienen valor si manifiestan la divinidad del bien amado. En este caso, es un goce embriagador sentirse presa de una libertad extraa: para lo existente, la aventura ms sorprendente es la de encontrarse fundado por la voluntad diversa e imperiosa de otro; uno se cansa de morar siempre en la misma piel; la ciega obediencia es la nica oportunidad de cambio radical que puede conocer un ser humano. He ah a la mujer, esclava, reina, flor, corza, vidriera, estera, sirvienta, cortesana, musa, compaera, madre, hermana o hija, segn los sueos fugaces o las rdenes imperiosas del amante: ella se pliega encantada a tales metamorfosis, tanto ms cuanto que no reconoce que siempre ha conservado en los labios el gusto idntico de la sumisin. Tanto en el plano del amor como en el del erotismo, nos parece que el masoquismo es uno de los caminos que emprende la mujer insatisfecha, decepcionada por el otro y por s misma; pero no es la pendiente natural de una dimisin feliz. El masoquismo perpeta la presencia del yo bajo una figura dolorida, decepcionada; el amor apunta al olvido de s mismo en favor de un sujeto esencial {774}. El fin supremo del amor humano, as como el del amor mstico, consiste en la identificacin con el ser amado. La medida de los valores, la verdad del mundo estn en su propia conciencia; por eso no basta con servirle. La mujer procura ver con los ojos de l; lee los libros que l lee, prefiere los cuadros y la msica que l prefiere, no le interesan sino los paisajes que ve con l, las ideas que proceden de l; adopta sus amistades, sus enemistades, sus opiniones; cuando se pregunta, es la respuesta de l lo que se esfuerza por or; quiere en sus pulmones el aire que ya ha respirado l; los frutos y, las flores que no recibe de sus manos carecen de sabor y de perfume; su mismo espacio odolgico queda trastornado: el centro del mundo ya no es el lugar donde ella est, sino aquel en donde se halla su amado; todos los caminos parten de su casa y all llevan. Se sirve de sus palabras, rehace sus gestos, adopta sus manas y sus tics. Yo soy Heathcliff, dice Catherine en Cumbres borrascosas, ese es el grito de toda enamorada; es otra encarnacin del amado, su reflejo, su doble: ella es l. Deja que su propio mundo se hunda en lo contingente: ella vive en el universo de l. La dicha suprema de la enamorada consiste en que el hombre amado. la reconozca como parte de s mismo; cuando l dice nosotros, ella queda asociada e identificada con l, comparte su prestigio y reina con l sobre el resto del mundo; no se cansa de repetir aun abusivamente ese sabroso nosotros. Necesaria a un ser que es la necesidad absoluta, que se proyecta en el mundo hacia fines necesarios y que le restituye el mundo bajo la figura de la necesidad, la enamorada conoce en su dimisin la posesin magnfica de lo absoluto. Esa certidumbre es la que le proporciona tan excelsas alegras; se siente exaltada a la diestra del dios; poco le importa no tener ms que el segundo puesto, si tiene su puesto para siempre en un universo maravillosamente ordenado. En tanto que ame, que sea amada y necesaria al amado, se sentir plenamente justificada: saborea la paz y la felicidad. Tal fue, quiz, la suerte de la seorita Aiss junto al caballero D'Aydie, antes que escrpulos de religin {775} viniesen a turbar su alma, o la de Juliette Drouet a la sombra de Victor Hugo. Sin embargo, es raro que esta gloriosa felicidad resulte estable. Ningn hombre es Dios. Las relaciones que la mstica sostiene con la divina ausencia dependen de su solo fervor: pero el hombre divinizado y que no es Dios, est presente. De ah nacern los tormentos de la enamorada. Su destino ms comn est resumido en las clebres palabras de Julie de Lespinasse: Durante todos los instantes de mi vida, amigo mo, os amo, sufro y os espero. Desde luego, tambin para los hombres est ligado el sufrimiento con el amor; pero sus penas no duran mucho tiempo o no son devoradoras; Benjamn Constant quera morir por Juliette Rcamier: en un ao estuvo curado. Stendhal llor durante aos a Mtilde, pero era el suyo un llanto que embalsamaba su vida ms que la destrua. Mientras que la mujer, al asumirse como lo inesencial, al aceptar una dependencia total, se crea un infierno; toda enamorada se reconoce en la sirenita de Andersen, que, despus de haber cambiado su cola de pez por unas piernas de mujer, caminaba sobre agujas y carbones encendidos. No es cierto que el hombre amado sea incondicionalmente necesario y que ella no le sea necesaria a l; el hombre no est en condiciones de justificar a aquella que se consagra a su culto, y no se deja poseer por ella. Un amor autntico debera asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus limitaciones y su gratuidad original; no pretendera ser una salvacin, sino una relacin interhumana. El amor idlatra confiere al amado un valor. absoluto: he ah una primera mentira que brilla ante todas las miradas extraas: El no merece tanto amor, cuchichean alrededor de la enamorada; la posteridad sonre compadecida cuando evoca la lvida figura del conde Guibert. Para la mujer es una decepcin desgarradora descubrir las fallas y la mediocridad de su dolo. Colette ha aludido frecuentemente en La vagabonde, en Mes apprentissages a esa amarga agona; la desilusin es ms cruel todava que la del nio que ve derrumbarse el prestigio paterno, ya que la mujer haba elegido por s misma a aquel {776} a quien ha hecho el don de todo su ser. Incluso si el elegido es digno del ms profundo apego, su verdad es terrestre: ya no es a l a quien ama la mujer arrodillada ante un ser supremo; ella es vctima de ese espritu de lo cabal que se niega a poner los valores entre parntesis, es decir, a reconocer que tienen su origen en la existencia humana; su mala fe alza barreras entre ella y aquel a quien adora. Lo inciensa, se prosterna, pero no es una amiga para l, puesto que no advierte que est en peligro en el mundo, que sus proyectos y sus fines son frgiles como l mismo; al considerarlo como la ley, la Verdad, desconoce su libertad, que es vacilacin y angustia. Esta negativa a aplicar al amante una medida humana explica multitud de paradojas femeninas. La mujer reclama del amante un favor, l lo concede: l es generoso, rico, magnfico; es regio, es divino; si se lo niega, helo ah avaro, mezquino, cruel: es un ser demonaco o bestial. Uno sentira la tentacin de objetar: si un s sorprende como una soberbia extravagancia, hay que asombrarse por un no? Si l no manifiesta un egosmo tan abyecto, por qu admirar tanto el s? Entre lo sobrehumano y lo inhumano, no hay sitio para lo humano? Un dios cado no es un hombre: es una impostura; el amante no tiene otra alternativa que demostrar que verdaderamente es ese rey a quien adulan o denunciarse como usurpador. Puesto que ya no se le adora, hay que pisotearlo. En nombre de esa gloria con que ella ha nimbado la frente del amado, la enamorada le prohibe toda flaqueza; se irrita y decepciona si no se conforma a la imagen con que le ha suplantado; si est fatigado, aturdido, si tiene hambre o sed en momentos intempestivos, si se equivoca, si se contradice, entonces ella decreta que est por debajo de s mismo y le agravia por ello. Por esa pendiente llega incluso a reprocharle todas las iniciativas que ella no aprecie; juzga a su juez, y, para que l merezca seguir siendo su dueo, le niega su libertad. El culto que le rinde se satisface a veces mejor en la ausencia que en la presencia; ya hemos visto que hay mujeres que se consagran a hroes muertos o inasequibles, con objeto de no tener que compararlos nunca con {777} seres de carne y hueso; fatalmente, estos contradicen sus sueos. De ah provienen los slogans del desengao: No hay que creer en el Prncipe Azul. Los hombres no son ms que unos pobres seres. No pareceran enanos si no se les pidiera que fuesen gigantes. Esa es una de las maldiciones que pesan sobre la mujer apasionada: su generosidad se convierte inmediatamente en exigencia. Habindose enajenado en otro, quiere tambin recuperarse: necesita anexionarse a ese otro que detenta su ser. Se da toda entera a l: pero es preciso que l est disponible por entero para recibir dignamente ese don. Ella le dedica todos sus instantes: pero es preciso que l est presente en cada instante; solo quiere vivir para l: pero quiere vivir, y l debe consagrarse a hacerla vivir. A veces os amo tontamente, y, en esos momentos, no comprendo que no podra, no sabra y no debera ser para vos un pensamiento absorbente como sois vos para m, escribe madame D'Agoult a Liszt. Trata de refrenar el deseo espontneo: serlo todo para l. La misma llamada se advierte en la queja de la seorita De Lespinasse: Dios mo! Si supierais lo que son los das, lo que es la vida despojada del inters y del placer de veros! Amigo mo, la disipacin, la ocupacin y el movimiento os bastan; para mi, la dicha sois vos, nada ms que vos; no querra vivir si no pudiese veros y amaros durante todos los instantes de mi vida. Al principio, a la enamorada le encantaba satisfacer el deseo de su amante; despus como el bombero legendario que por amor a su oficio provoca incendios por doquier se aplica a despertar ese deseo, con objeto de tener que satisfacerlo; si no lo consigue, se siente humillada, intil, hasta el punto de que el amante fingir ardores que no experimenta. Al hacerse esclava, ha encontrado el medio ms seguro de encadenarlo. He aqu otra mentira del amor, que multitud {778} de hombres Lawrence, Montherlant han denunciado con rencor: se le toma por un don, cuando es una tirana. Benjamn Constant ha pintado speramente en Adolphe las cadenas con que rodea al hombre la pasin demasiado generosa de una mujer. No calculaba sus sacrificios, porque estaba ocupada en hacrmelos aceptar, dice, con crueldad, de Elonore. La aceptacin es, en efecto, un compromiso que agarrota al amante, sin que disfrute siquiera del beneficio de aparecer como el que da; la mujer reclama que acoja con gratitud los fardos con que le abruma. Y su tirana es insaciable. El hombre enamorado es autoritario; pero, cuando ha obtenido lo que deseaba, queda satisfecho; en cambio, no hay lmites para la exigente abnegacin de la mujer. Un amante que tiene confianza en su querida, acepta sin disgusto que ella se ausente, que se ocupe lejos de l: seguro de que le pertenece, prefiere poseer una libertad antes que una cosa. Por el contrario, la ausencia del amado siempre es para la mujer una tortura: l es una mirada, un juez, y, tan pronto como fija los ojos en otra cosa que no sea ella, la frustra; todo lo que l ve, se lo roba; lejos de l, se siente desposeda, al mismo tiempo, de s misma y del mundo entero; incluso sentado a su lado, leyendo, escribiendo, la abandona, la traiciona. Odia hasta su sueo. A Baudelaire le enternece la mujer dormida: Tus hermosos ojos estn fatigados, pobre amante. A Proust le encanta ver cmo duerme Albertine (1); y es que los celos masculinos son simplemente la voluntad de una posesin exclusiva; la amada, cuando el sueo le devuelve el candor desarmado de la infancia, no pertenece a nadie: esa certidumbre basta para el hombre. Pero el dios, el dueo, no debe abandonarse al reposo de la inmanencia; la mujer contempla con mirada hostil esa trascendencia fulminada; detesta su inercia animal, ese cuerpo que ya no existe para ella, sino en s, abandonado a una contingencia de la cual su propia contingencia es el rescate. Violette Leduc ha expresado con fuerza ese sentimiento {779}: (1) El que Albertina sea un Alberto no altera en nada la cuestin; la actitud de Proust es aqu, en todo caso, la actitud viril. Odio a los que duermen. Me inclino sobre ellos con malas intenciones. Su sumisin me exaspera. Detesto su inconsciente serenidad, su falsa anestesia, sus rostros de ciegos estudiosos, su razonable embriaguez, su aplicacin de incapaces... He acechado, he aguardado largo tiempo la burbuja rosa que saldra de la boca de mi durmiente. Solo reclamaba de l una burbuja de presencia. No la he tenido... He visto que sus prpados de noche eran prpados de muerto... Me refugiaba en la alegra de sus prpados cuando ese hombre era intratable. El sueo es duro cuando se mete en l. Lo ha saqueado todo. Odio a mi durmiente, que puede crearse con la inconsciencia una paz que me es extraa. Odio su frente de miel... Est en el fondo de s mismo, para ocuparse de su reposo. Recapitula no s qu... Habamos partido a pleno vuelo. Queramos abandonar la Tierra utilizando nuestro temperamento. Habamos despegado, escalado, acechado, esperado, tiritado, llegado, gemido, ganado y perdido juntos... Habamos hecho novillos conscientemente. Hablamos descubierto una nueva especie de la nada. Ahora duermes. Tu obliteracin no es honesta... Si mi durmiente se mueve, mi mano, a pesar suyo, toca su simiente. Ese granero de los cincuenta sacos de grano es sofocante, desptico. Las bolsas ntimas de un hombre que duerme han cado en mi mano... Tengo los saquitos de simiente. Tengo en mi mano los campos que sern labrados, los huertos que sern cuidados, la fuerza de las aguas que ser transformada, las cuatro planchas que sern clavadas, los toldos que sern levantados. Tengo en mi mano los frutos, las flores, las bestias seleccionadas. Tengo en mi mano el bistur, la podadera, la sonda, el revlver, los frceps, y todo eso no consigue llenarme la mano. La simiente de] mundo que duerme no es ms que el superfluo colgante de la prolongacin del alma... A ti, cuando duermes, te odio (1). (1) Je hais les dormeurs (Odio a todos los durmientes). Es preciso que el dios no se duerma; de lo contrario, se vuelve arcilla, carne; es preciso que no cese de estar presente; de lo contrario su criatura zozobra en la nada. Para la mujer, el sueo del hombre es avaricia y traicin. El amante a veces despierta a su querida: lo hace para estrecharla entre {780} sus brazos; ella le despierta simplemente para que no duerma, para que no se aleje, para que no piense sino en ella, para que permanezca all, encerrado en la habitacin, en la cama, en sus brazos como Dios en el tabernculo; eso es lo que desea la mujer: es una carcelera. Y, sin embargo, no consiente verdaderamente que el hombre no sea otra cosa que su prisionero. He ah una de las dolorosas paradojas del amor: cautivo, el dios se despoja de su divinidad. La mujer salva su trascendencia al destinrsela: pero es preciso que l la lleve hacia el mundo entero. Si dos amantes se sumergen juntos en lo absoluto de la pasin, toda la libertad se degrada en inmanencia; solamente la muerte puede aportarles entonces una solucin: ese es uno de los sentidos del mito de Tristn e Iseo. Dos amantes que se destinan exclusivamente el uno al otro, ya estn muertos: mueren de tedio. En Terres trangres, Marcel Arland ha descrito esa lenta agona de un amor que se devora a s mismo. La mujer conoce ese peligro. Excepto en crisis de celos frenticos, ella misma le exige al hombre que sea proyecto, accin: no es un hroe si no realiza alguna hazaa. El caballero que parte hacia nuevas proezas ofende a su dama; pero ella le desprecia si permanece sentado a sus pies. Es la tortura del amor imposible; la mujer quiere tener al hombre todo entero, pero le exige que supere todo dato cuya posesin sera posible: no se tiene una libertad; ella quiere encerrar aqu un existente que, segn frase de Heidegger, es un ser de las lejanas, y sabe muy bien que semejante tentativa est condenada al fracaso. Amigo mo, os amo como hay que amar, con exceso, con locura, arrebato y desesperacin, escribe Julie de Lespinasse. El amor idlatra, si es lcido, solo puede ser un amor desesperado. Porque la amante que exige al amante que sea un hroe, un gigante, un semidis, reclama no serlo todo para l, cuando no puede conocer la dicha sino a condicin de contenerlo en ella todo entero. La pasin de la mujer, renuncia total a toda suerte de derechos propios, postula precisamente que el mismo sentimiento {781}, el mismo deseo de renuncia no exista para el otro sexo dice Nietzsche (1), ya que si ambos renunciasen a s mismos por amor, resultara de ello, a fe ma, no s muy bien el qu, digamos que tal vez el horror del vaco, no? La mujer quiere ser tomada... As, pues, exige alguien que tome, que no se d a s mismo, que no se abandone, sino que, por el contrario, quiera enriquecer su yo en el amor... La mujer se da, el hombre se enriquece de ella... (1) La gaya ciencia. Al menos, la mujer podr encontrar su alegra en ese enriquecimiento que aporta al amado; no lo es Todo para l: pero tratar de creerse indispensable; en la necesidad no hay grados. Si l no puede pasarse sin ella, la mujer se considera el fundamento de su preciosa existencia, y en ello encuentra su premio. Todo su gozo consiste en servirlo: pero es preciso que l reconozca ese servicio con gratitud; el don se convierte en exigencia, segn la dialctica corriente de la abnegacin (2). Y una mujer de espritu escrupuloso se preguntar: Verdaderamente es de m de quien tiene necesidad? El hombre la mima, la desea con una ternura y un deseo singulares; pero no abrigara respecto a otra un sentimiento que tambin sera singular? Muchas enamoradas se dejan embaucar; quieren ignorar que lo general va envuelto en lo singular, y el hombre les facilita esa ilusin, porque en principio la comparte; con frecuencia, hay en su deseo un ardor que parece desafiar al tiempo; en el instante en que quiere a esta mujer, la quiere con pasin, no quiere otra cosa que no sea ella; y, desde luego, el instante es un absoluto, pero un absoluto de un instante. Embaucada, la mujer pasa a lo eterno. Divinizada por el abrazo del dueo, cree haber sido siempre divina y haber sido destinada al dios: ella sola. Pero el deseo masculino es tan fugaz como imperioso; una vez satisfecho, muere con bastante rapidez, en tanto que lo ms corriente es que la mujer se convierta en su prisionera despus del amor. Ese es el tema de toda una literatura fcil y de sencillas canciones. Un joven pasaba, una nia {782} cantaba... Un joven cantaba, una nia lloraba. Y si el hombre est duramente apegado a la mujer, eso no significa tampoco que ella le sea necesaria. Eso es, sin embargo, lo que ella reclama: su abdicacin solamente la salva a condicin de restituirle su imperio; no se puede escapar al juego de la reciprocidad. Por tanto, es preciso que ella sufra o que se mienta a s misma. Lo ms frecuente es que se aferre en principio a la mentira. Se imagina el amor del hombre como una exacta contrapartida del que ella siente por l; toma con mala fe el deseo por amor, la ereccin por deseo, el amor por una religin. Obliga al hombre a mentirle: Me amas? Tanto como ayer? Me amars siempre? Hbilmente formula las preguntas en el momento en que falta tiempo para dar respuestas matizadas y sinceras, o bien cuando las circunstancias las prohiben; interroga imperiosamente en el curso del abrazo amoroso, al borde de una convalecencia, entre sollozos o en el andn de una estacin; de las respuestas arrancadas hace trofeos; y, a falta de respuestas, hace hablar los silencios; toda verdadera enamorada es ms o menos una paranoica. Recuerdo a una amiga que, ante el prolongado silencio de un amante lejano, declaraba: Cuando se quiere romper, se escribe, para anunciar la ruptura. Luego, al recibir una carta sin ninguna ambigedad, dijo: Cuando se quiere romper de veras, no se escribe. Con frecuencia es muy difcil, ante las confidencias recibidas, decidir dnde comienza el delirio patolgico. Descrita por la enamorada presa de pnico, la conducta del hombre siempre parece extravagante: es un neurtico, un sdico, un inhibido, un masoquista, un demonio, un tipo sin consistencia, un cobarde, o todo eso junto; desafa las explicaciones psicolgicas ms sutiles. X. me adora, es frenticamente celoso, querra que llevase una mscara cuando salgo; pero es un ser tan extrao y desconfa hasta tal punto del amor, que, cuando llamo a su puerta, me recibe en el rellano de la escalera y ni siquiera me deja entrar. O bien: Z. me adoraba. Pero era demasiado orgulloso para pedirme que fuese a vivir a Lyon, donde tiene su domicilio: fui all y me instal en su casa. Al cabo de ocho das, sin una disputa, me puso {783} en la calle. Volv a verle dos veces. La tercera vez que le telefone, colg en mitad de la conversacin. Es un neurtico. Estas misteriosas historias se aclaran cuando el hombre explica: Yo no la amaba en absoluto, o bien: Senta afecto hacia ella, pero no hubiera podido soportar el vivir un mes con ella. Demasiado obstinada, la mala fe conduce al manicomio: uno de los rasgos constantes de la erotomana consiste en que las actitudes del amante parecen enigmticas y paradjicas; por esa pendiente, el delirio de la enferma siempre logra quebrantar las resistencias de la realidad. Una mujer normal termina a veces por ser vencida por la verdad, y por reconocer que ya no es amada. Pero, mientras no ha sido acorralada hasta efectuar esa confesin, siempre hace un poco de trampa. Incluso en el amor recproco existe entre los sentimientos de los amantes una diferencia fundamental que ella se esfuerza por enmascarar. Es preciso que el hombre sea capaz de justificarse sin ella, puesto que ella espera ser justificada por l. Si l le es necesario, es porque ella huye de su libertad; pero si l asume la libertad sin la cual no sera ni hroe ni simplemente hombre, nada ni nadie podran serle necesarios. La dependencia que acepta la mujer proviene de su debilidad: cmo hallara una dependencia recproca en aquel a quien ama por su fuerza? (2) Cosa que hemos tratado de indicar en Pyrrhus et Cinas. Un alma apasionadamente exigente no hallara reposo en el amor, porque se propone un fin contradictorio. Desgarrada, atormentada, corre el riesgo de convertirse en un fardo para aquel de quien se soaba esclava; a falta de sentirse indispensable, se vuelve importuna y odiosa. He ah tambin una tragedia sumamente corriente. Ms prudente, menos intransigente, la enamorada se resigna. Ella no lo es todo, no es necesaria: le basta con ser til; otra ocupara fcilmente su lugar: se contenta con ser ella quien lo ocupa. Reconoce su servidumbre sin pedir reciprocidad. Entonces puede saborear una modesta felicidad; pero, aun dentro de esos lmites, no ser una felicidad sin nubes. La enamorada espera, mucho ms dolorosamente que la esposa. Si la misma esposa es exclusivamente una enamorada, las cartas de la {784} casa, de la maternidad, sus ocupaciones y placeres no tienen valor alguno a sus ojos: es la presencia del esposo lo que la arranca de los limbos del tedio. Cuando no ests t, me parece que ni siquiera vale la pena contemplar la luz del da; todo cuanto me sucede se me antoja muerto; ya no soy ms que un vestido vaco arrojado en una silla, escribe Ccile Sauvage en los primeros tiempos de su matrimonio (1). Y ya se ha visto que, con mucha frecuencia, es fuera del matrimonio donde nace y se desarrolla el amorpasin. Uno de los ms notables ejemplos de una vida dedicada por entero al amor es el de Juliette Drouet, que no es sino una espera indefinida. Siempre es preciso volver al mismo punto de partida, es decir, a esperarte eternamente, escribe a Victor Hugo. Te espero como una ardilla en su jaula. Dios mo, qu triste es para una naturaleza como la ma esperar desde el principio hasta el fin de la vida! Qu da he tenido! Mientras te esperaba, cre que no terminara jams, y ahora me parece que ha pasado demasiado deprisa, puesto que no te he visto... El da se me antoja una eternidad... Te espero, porque, despus de todo, prefiero esperarte a creer que no vendrs. Es verdad que Victor Hugo, despus de haber hecho romper a Juliette con su rico protector, el prncipe Demidoff, la confin en un pequeo apartamento y durante doce aos le prohibi salir sola, para que no reanudase sus relaciones con ninguno de sus amigos de antao. Pero, incluso cuando la suerte de la que se llamaba a s misma tu pobre vctima enclaustrada se dulcific, continu sin tener otra razn para vivir que no fuese su amante, a quien, no obstante, vea muy poco. Te amo, mi amado Victor escribe en 1841; pero tengo el corazn triste y lleno de amargura; te veo tan poco, tan poco, y lo poco que te veo me perteneces tan poco, que todos esos pocos forman un todo de tristeza que me colma el corazn y el espritu. Suea con conciliar la independencia y el amor. Quisiera {785} ser independiente y esclava a la vez, independiente en virtud de un estado que me alimentase y esclava de mi amor solamente. (1) El caso es diferente si la mujer ha encontrado su autonoma en el matrimonio; entonces el amor entre ambos esposos puede ser un libre intercambio entre dos seres cada uno de los cuales se basta a s mismo. Pero, al fracasar definitivamente en su carrera de actriz, tuvo que resignarse, desde el principio hasta el fin de la vida, a no ser ms que una amante. Pese a sus esfuerzos por servir de dolo, las horas estaban demasiado vacas; las 17.000 cartas que escribi a Victor Hugo, al ritmo de 300 400 todos los aos, as lo atestiguan. Entre las visitas del amo, no poda hacer otra cosa que matar el tiempo. El peor horror, en la condicin de la mujer de harn, consiste en que sus das son desiertos de tedio: cuando el varn no usa ese objeto que ella es para l, la mujer no es absolutamente nada. La situacin de la enamorada es anloga: no quiere ser ms que esa mujer amada, ninguna otra cosa tiene valor a sus ojos. As, pues, para existir necesita que el amante est a su lado, se ocupe de ella; ella espera su venida, su deseo, su despertar; y, tan pronto como la deja, empieza de nuevo a esperarlo. Esa es la maldicin que pesa sobre la herona de Back Street (1) y sobre la de Intempries (2), sacerdotisas y vctimas del amor puro. Es el duro castigo infligido a quien no ha tomado su destino en sus propias manos. (1) FANNY HURST: Back Street. (2) R. LEHMANN: Intempries. Esperar puede ser una alegra; para la que acecha al amado, sabiendo que la ama, la espera es una deslumbrante promesa. Pero, pasada la confiada embriaguez del amor que cambia la ausencia misma en presencia, los tormentos de la inquietud se mezclan con el vaco de la ausencia: el hombre puede que no vuelva nunca ms. He conocido a una mujer que cada vez que se encontraba con su amante, lo acoga con asombro. Cre que no volveras ms, le deca. Y si l preguntaba por qu, contestaba: Podras no volver; cuando te espero, siempre tengo la impresin de que no volver a verte. Sobre todo, puede dejar de amarla: puede amar a otra mujer. Porque la vehemencia con que la mujer intenta ilusionarse dicindose: Me ama con locura; no puede amar {786} a nadie sino a m, no excluye el tormento de los celos. Es propio de la mala fe permitir afirmaciones apasionadas y contradictorias. As, el loco que cree obstinadamente ser Napolen no tiene empacho alguno en reconocer que tambin es peluquero. Raras veces consiente la mujer en preguntarse: Me ama verdaderamente? En cambio, cien veces se pregunta: No amar a otra? No admite que el fervor del amante haya podido extinguirse poco a poco, ni que l conceda menos valor que ella al amor: inmediatamente se inventa rivales. Considera el amor como un sentimiento libre y, a la vez, como un hechizo mgico; y estima que su hombre contina amndola en su libertad, mientras est engatusado, cogido en la trampa por una ladina intrigante. El hombre capta a la mujer en tanto que asimilada a l, en su inmanencia; le cuesta trabajo imaginar que sea ella tambin otra cosa que se le escapa; los celos, por lo general, no son en l ms que una crisis pasajera, como el amor mismo: puede suceder que la crisis sea violenta y hasta homicida; pero es raro que la inquietud se instale duraderamente en l. Los celos aparecen en l, sobre todo, como un derivado: cuando sus asuntos marchan mal, cuando se siente importunado por la vida, entonces se dice escarnecido por su mujer (1). Como la mujer, por el contrario, ama al hombre en su disimilitud, en su trascendencia, se siente en peligro a cada instante. No hay mucha distancia entre la traicin de la ausencia y la infidelidad. Tan pronto como se siente mal amada, se vuelve celosa: teniendo en cuenta sus exigencias, ese es siempre ms o menos su caso; sus reproches, sus agravios, cualesquiera que sean los pretextos, se traducen en escenas de celos: as expresar ella la impaciencia y el tedio de la espera, el amargo sentimiento de su dependencia, el pesar de no tener ms que una existencia mutilada. Es todo su destino el que est en juego en cada mirada que el hombre amado dirige a otra mujer, puesto que ha enajenado en l todo su ser. As, pues, se irrita si los ojos de su amante se vuelven {787} un instante hacia una extraa; si l le recuerda que ella acaba de contemplar largamente a un desconocido, la mujer responde con plena conviccin: No es lo mismo. Y tiene razn. Un hombre contemplado por una mujer no recibe nada: el don solo comienza en el momento en que la carne femenina se convierte en presa. En cambio, la mujer codiciadas se metamorfosea inmediatamente en objeto deseable y deseado, y la enamorada desdeada recae en la arcilla ordinaria. De modo que siempre est al acecho. Qu hace l? Qu mira? Con quin habla? Lo que un deseo le ha dado, una sonrisa puede quitrselo; un instante basta para precipitarla de la nacarada luz de la inmortalidad al crepsculo cotidiano. Lo ha recibido todo del amor; puede perderlo todo al perder ese amor. Imprecisos o definidos, sin fundamento o justificados, los celos son para la mujer una tortura enloquecedora, porque son una radical oposicin al amor: si la traicin es cierta, hay que renunciar a hacer del amor una religin o renunciar a ese amor; es un trastorno tan radical, que se comprende que la enamorada, dudando y engandose alternativamente, est obsesionada por el deseo y el temor de descubrir la mortal verdad. (1) Eso es lo que resalta, entre otras cosas, en la obra de LAGACHE Nature et formes de la jalousie. A la vez arrogante y ansiosa, sucede a menudo que la mujer, siempre celosa, lo est siempre en falso: Juliette Drouet conoci las terribles angustias de la sospecha a propsito de todas las mujeres a las cuales se acercaba Victor Hugo; y solo se olvid temer a Lonie Biard, que fue su amante durante ocho aos. En la incertidumbre, toda mujer es una rival, un peligro. El amor mata a la amistad por el hecho de que la enamorada se encierra en el universo del hombre amado; los celos exasperan su soledad y, por consiguiente, hacen su dependencia an ms estrecha. No obstante, encuentra en ellos un recurso contra el tedio: conservar un marido es un trabajo; conservar un amante es una especie de sacerdocio. La mujer que, perdida en una adoracin feliz, descuida su persona, empieza de nuevo a preocuparse de ella tan pronto como presiente una amenaza. El arreglo de su persona, los cuidados del hogar, las galas mundanas, se convierten en diversos momentos de un combate. La lucha {788} es una actividad tonificante; en tanto que est poco ms o menos segura de la victoria, la que lucha encuentra en ella un agudo placer. Pero el angustiado temor a la derrota transforma en humillante servidumbre el don generosamente consentido. El hombre, para defenderse, ataca. Una mujer, aun orgullosa, se ve obligada a hacerse dulce y pasiva; maniobras, prudencia, astucia, sonrisas, encanto y docilidad son sus mejores armas. Vuelvo a ver a aquella joven, a cuya puerta llam un da de improviso; la haba dejado dos horas antes, mal maquillada, vestida con negligencia, la mirada apagada; ahora, le esperaba; al verme, adopt su expresin corriente; pero, durante un instante, tuve tiempo de verla, preparada para l, crispada por el temor y la hipocresa, presta a todos los sufrimientos tras su sonrisa jovial; estaba cuidadosamente peinada, un color inslito animaba sus mejillas y sus labios, una blusa de encaje de blancura deslumbrante la disfrazaba. Vestidos de fiesta, armas de combate. Masajistas, maquilladores y estetas saben con qu trgica seriedad miran sus clientes cuidados que parecen ftiles; hay que inventar para el amante nuevas seducciones, hay que convertirse en esa mujer que l desea encontrar y poseer. Pero todo esfuerzo es vano: no lograr resucitar en ella la imagen de aquella Otra que lo atrajo al principio, que puede atraerlo en otra. Hay en el amante la misma exigencia doble e imposible que en el marido: quiere a su amante absolutamente suya y, no obstante, extraa; la quiere exactamente conforme a su sueo y diferente de todo cuanto inventa su imaginacin, una respuesta a su espera y una sorpresa imprevista. Esta contradiccin desgarra a la mujer y la condena al fracaso. Se esfuerza por modelarse de acuerdo con los deseos del amante; multitud de mujeres que florecieron en los primeros tiempos de un amor que confirmaba su narcisismo, espantan luego con su servilismo manaco, cuando se sienten menos amadas; obsesionadas, empobrecidas, irritan al amante; al darse ciegamente a l, la mujer pierde esa dimensin de libertad que la haca fascinante al principio. El busca en ella su reflejo; pero, si lo encuentra demasiado fielmente, se aburre. Una de las desgracias {789} de la enamorada consiste en que su mismo amor la desfigura, la aniquila; ya no es ms que esa esclava, esa sirvienta, ese espejo demasiado dcil, ese eco demasiado fiel. Cuando lo advierte, su afliccin le quita an ms valor; en medio de las lgrimas, las escenas, las reivindicaciones, termina por perder todo atractivo. La clave de una existencia est en lo que hace; para ser, ella se ha confiado a una conciencia extraa y ha renunciado a hacer nada. No s ms que amar, escribe Julie de Lespinasse. Moi qui ne suis qu'amour; este ttulo de novela (1) es la divisa de la enamorada; solo es amor, y, cuando el amor es privado de su objeto, ya no es nada. (1) Por Dominique Rolin. A menudo comprende su error; entonces trata de reafirmar su libertad, de reencontrar su disimilitud; se vuelve coqueta. Deseada por otros hombres, interesa de nuevo al amante hastiado: ese es el manoseado tema de muchas novelas; el alejamiento basta para devolverle su prestigio; Albertiene parece inspida cuando est presente y es dcil; a distancia vuelve a ser misteriosa, y Proust, celoso, la valora de nuevo. Pero tales maniobras son muy delicadas; si el hombre ve a travs de ellas, no hacen ms que revelarle irrisoriamente la servidumbre de su esclava. E incluso su triunfo no est exento de peligros: precisamente porque es suya, desdea el amante a su querida, pero le tiene apego precisamente porque es suya; es el desdn o el apego lo que arruinar la infidelidad? Pudiera ser que el hombre, despechado, se alejase de la que se muestra indiferente: la quiere libre, desde luego; pero la quiere entregada. Ella conoce ese riesgo, que paraliza su coquetera. A una enamorada le resulta casi imposible hacer diestramente ese juego; teme demasiado quedar cogida en su propia trampa. Y en la medida en que todava reverencia a su amante, le repugna engaarlo: cmo seguira siendo un dios a sus ojos? Si gana la partida, destruye a su dolo; si la pierde, se pierde a s misma. No hay salvacin. Una enamorada prudente dos palabras que concuerdan {790} mal se esfuerza por convertir la pasin del amante en ternura, en amistad, en hbito, o bien trata de sujetarlo con vnculos slidos: un hijo, el matrimonio; este deseo del matrimonio obsesiona a muchas parejas: es el de la seguridad; la amante hbil se aprovecha de la generosidad del amor joven para lograr una seguridad en el porvenir; pero cuando ella se entrega a tales especulaciones, ya no merece el nombre de enamorada. Porque esta suea locamente con captar para siempre la libertad del amante, pero no con aniquilarla. Por eso, salvo en el caso sumamente raro de que el libre compromiso se perpete durante toda una vida, el amorreligin conduce a la catstrofe. Con Mora, la seorita De Lespinasse tuvo la oportunidad de ser la primera en cansarse: se cans porque encontr a Guibert, el cual, a su vez, no tard en cansarse de ella. El amor de madame D'Agoult y de Liszt muri en esta dialctica implacable: el ardor, la vitalidad y la ambicin que hacan de l un ser digno de ser amado te destinaban a otros amores. La religiosa portuguesa no poda por menos que ser abandonada. La llama que haca a D'Annunzio tan cautivador (1) tena como contrapartida su infidelidad. Una ruptura puede marcar profundamente a un hombre, pero, en definitiva, tiene que llevar su propia vida. La mujer abandonada ya no es nada, ya no tiene nada. Si se le pregunta: Cmo viva usted antes?, ni siquiera se acuerda. Aquel mundo que era suyo lo redujo a cenizas para adoptar una nueva patria, de la cual la han expulsado bruscamente; ha renegado de todos los valores en los cuales crea; ha destruido sus amistades. Cmo iniciar una nueva vida, si fuera del amado hay nada? Se refugia en delirios, como antes en el claustro; o, si es demasiado razonable, no le queda ms que morir: rpidamente, como la seorita De Lespinasse, o a fuego lento; la agona puede durar largo tiempo. Cuando, durante diez aos, veinte aos, una mujer se ha consagrado a un hombre en cuerpo y alma, cuando l se ha mantenido firmemente sobre el 1 pedestal que ella le erigi, su abandono es una {791} catstrofe fulminante. Qu puedo hacer preguntaba aquella mujer de cuarenta aos, qu puedo hacer si Jacques ya no me ama? Se vesta, se peinaba y maquillaba con minuciosidad; pero su rostro endurecido, ya deshecho, difcilmente poda despertar ya un nuevo amor; ella misma, despus de veinte aos pasados a la sombra de un hombre, podra amar a otro? Cuando se tienen cuarenta aos, quedan todava muchos por vivir. Vuelvo a ver a aquella otra mujer que haba conservado unos bellos ojos, unas nobles facciones a pesar de que su rostro haba quedado marcado por el sufrimiento y que, sin percatarse siquiera de ello, dejaba correr las lgrimas por sus mejillas en pblico, ciega y sorda. Ahora el dios le dice a otra las palabras inventadas para ella; reina destronada, ya no sabe si en algn momento ha reinado sobre un verdadero reino. Si la mujer es todava joven, tiene posibilidades de curar: un nuevo amor la curar; a veces, se entregar con un poco ms de reserva, comprendiendo que aquello que no es nico no podra ser absoluto; pero a menudo se quebrar con ms violencia an que la primera vez, porque tendr que recuperarse tambin de su derrota pasada. El fracaso del amor absoluto no es una prueba fecunda ms que si la mujer es capaz de rehacerse; separada de Abelardo, Elosa no se convirti en un despojo, porque, dirigiendo una abada, se construy una existencia autnoma. Las heronas de Colette tienen demasiado orgullo y demasiados recursos para dejarse hundir por una decepcin amorosa: Rene Mr se salva por el trabajo. Y Sido deca a su hija que no se inquietase demasiado por su destino sentimental, porque saba que Colette era algo ms que una enamorada. Sin embargo, hay pocos crmenes que comporten peor castigo que esa falta generosa: ponerse por entero en manos de otros. (1) Al decir de Isadora Duncan. El amor autntico debera fundarse en el reconocimiento recproco de dos libertades; cada uno de los amantes se probara entonces como s mismo y como el otro: ninguno abdicarla su trascendencia, ninguno se mutilara; ambos desvelaran juntos en el mundo valores y fines. Para uno y otro, el amor sera una revelacin de si mismo por el don de s y {792} un enriquecimiento del Universo. En su obra sobre La connaissance de soi, George Gusdorf resume muy exactamente lo que el hombre le pide al amor: El amor nos revela a nosotros mismos al hacernos salir de nosotros mismos. Nos afirmamos al contacto con lo que nos es extrao y complementario. El amor, como forma del conocimiento, descubre nuevos cielos y nuevas tierras en el mismo paisaje en que siempre hemos vivido. He ah el gran secreto: el mundo es otro, yo mismo soy otro. Y ya no soy el nico en saberlo. Mejor todava: alguien me lo ha enseado. As, pues, la mujer desempea un papel indispensable y capital en la conciencia que el hombre toma de s mismo. De ah proviene la importancia que reviste para el joven el aprendizaje amoroso; ya hemos visto cmo se maravillaban Stendhal y Malraux del milagro que hace que yo sea otro. Pero Gusdorf no tiene razn al escribir: Y, de manera semejante, el hombre representa para la mujer un intermediario indispensable entre ella y s misma, porque su situacin no es hoy semejante; el hombre es revelado bajo otra figura, pero sigue siendo el mismo, y su nuevo rostro se integra en el conjunto de su personalidad. Solo sera lo mismo para la mujer si existiese tan esencialmente como paras; lo cual implicara contar con una independencia econmica que se proyectase hacia fines propios y se trascendiese hacia la colectividad sin intermediarios. Entonces son posibles amores iguales, como el que describe Malraux entre Kyo y May. Puede incluso suceder que la mujer represente el papel viril y dominador, como madame de Warens con Rousseau y La con Chri. Pero, en la mayor parte de los casos, la mujer solo se conoce en tanto que otro: su paraotro se confunde con su mismo ser; el amor no es para ella un intermediario de s para s, puesto que ella no se encuentra en su existencia subjetiva; permanece engullida en esa amante que el hombre no solo ha revelado, sino creado; su salvacin depende de esa libertad desptica que la ha fundado y que en cualquier instante puede aniquilarla. Se pasa la vida temblando ante aquel que tiene su destino en sus manos {793}, sin saberlo del todo y sin quererlo por completo; est en peligro en otro, testigo angustiado e impotente de su propio destino. Tirano a su pesar, a su pesar verdugo, ese otro, a despecho de ella y de l, tiene un rostro enemigo: en vez de la unin buscada, la enamorada conoce la ms amarga de las soledades; en lugar de la complicidad, la lucha y a menudo el odio. El amor en la mujer es una suprema tentativa para remontar, asumindola, la dependencia a la cual est condenada; pero, incluso consentida, la dependencia solo puede vivirse en medio del temor y el servilismo. Los hombres han proclamado a porfa que el amor es para la mujer su realizacin suprema. Una mujer que ama como mujer se vuelve an ms mujer, dice Nietzsche; y, Balzac afirma: En el orden superior, la vida del hombre es la gloria; la de la mujer es el amor. La mujer solo es igual al hombre cuando hace de su vida una perpetua ofrenda, como la del hombre es una perpetua accin. Sin embargo, esa es una nueva y cruel mistificacin, puesto que lo que ella ofrece a los hombres, a estos no les interesa en absoluto aceptarlo. El hombre no necesita la abnegacin incondicional que reclama, ni el amor idlatra que halaga su vanidad; los acoge exclusivamente con la condicin de no satisfacer las exigencias que implican recprocamente tales actitudes. Predica a la mujer que d: y, sus dones lo hartan; ella se encuentra absolutamente perpleja ante la inutilidad de sus presentes, perpleja ante su vana existencia. El da en que a la mujer le sea posible amar con su fuerza, no con su debilidad, no para huirse, sino para hallarse, no para destituirse, sino para afirmarse, entonces el amor ser para ella, como para el hombre, fuente de vida y no de mortal peligro. Mientras tanto, resume en su figura ms pattica la maldicin que pesa sobre la mujer encerrada en el universo femenino, la mujer mutilada, incapaz de bastarse a s misma. Las innumerables mrtires del amor son un testimonio contra la injusticia de un destino que les propone como ltima salvacin un estril infierno {794}. CAPITULO III. LA MSTICA. El amor le ha sido asignado a la mujer como su vocacin suprema, y, cuando esa vocacin se la dirige a un hombre, busca a Dios en l: si las circunstancias le prohiben el amor humano, si ha sufrido una decepcin o es exigente, optar por adorar a la divinidad en Dios mismo. Ciertamente, ha habido hombres que tambin han ardido en esa llama; pero han sido pocos y su fervor revisti una figura intelectual muy depurada. En cambio, las mujeres que se entregan a las delicias de los esponsales celestiales constituyen legin y los viven de una manera extraamente afectiva. La mujer est acostumbrada a vivir de rodillas; normalmente, espera que su salvacin descienda del cielo, donde reinan los varones; tambin estos se hallan rodeados de nubes, y su majestad se revela ms all de los velos de su presencia carnal. El Amado est siempre ms o menos ausente; se comunica con su adoradora por medio de signos ambiguos; ella solamente conoce sus sentimientos por acto de fe, y cuanto ms superior le parece l, tanto ms impenetrables le parecen sus actitudes. Ya se ha visto que en la erotomana esa fe resista todos los ments. La mujer no necesita ver ni tocar para sentir a su lado la Presencia. Ya se trate de un mdico, de un sacerdote o de Dios, ella conocer las mismas pruebas irrefutables, acoger como esclava en el fondo de su corazn las oleadas de un amor que cae de arriba. Amor humano y amor divino se confunden, no porque este sea una sublimacin de aquel, sino porque el primero es tambin un movimiento {795} hacia un trascendente, hacia lo absoluto. En todo caso, se trata para la enamorada de salvar su existencia contingente al unirla con el Todo encarnado en una Persona soberana. Este equvoco es flagrante en numerosos casos patolgicos o normales en que el amante es divinizado, en que Dios asume rasgos humanos. Citar nicamente el que refiere Ferdire en su obra sobre la erotomana. Es la paciente la que habla: En 1923 mantuve correspondencia con un periodista de la Presse; lea todos los das sus artculos sobre moral, lea entre lneas; se me antojaba que l me contestaba, que me daba consejos; yo redactaba cartas de amor; le escriba mucho... En 1924, me sobrevino algo de repente: me pareca que Dios buscaba una mujer, que iba a venir a hablarme; tena la impresin de que me haba confiado una misin, que me haba elegido para que fundase un templo; me crea el centro de una aglomeracin muy importante, donde habra mujeres a quienes cuidaran los mdicos... En ese momento fue cuando... me trasladaron al asilo de Clermont... Haba all mdicos jvenes que queran rehacer el mundo: en la celda, senta sus besos en mis dedos y sus rganos sexuales en mis manos. Una vez me dijeron: No eres sensible, sino sensual; vulvete; me volv y los sent en m: fue muy agradable... El jefe de servicios, el doctor D., era como un dios; perciba que haba algo extraordinario cuando se acercaba a mi cama; me contemplaba como diciendo: Soy todo tuyo. Me amaba verdaderamente. Un da me mir con insistencia, de una manera verdaderamente extraordinaria... Sus ojos verdes se volvieron azules como el cielo; se agrandaron intensamente, de manera formidable... El observaba el efecto producido mientras hablaba con otra enferma, y sonrea... Y yo me qued prendada del doctor D.; un clavo no saca otro clavo, y, a pesar de todos mis amantes (he tenido quince o diecisis), no he podido separarme de l; por eso es culpable... Desde hace ms de doce aos, siempre he mantenido conversaciones mentales con l... Cuando quera olvidarlo, se manifestaba de nuevo... A veces se mostraba un poco burln... Ya lo ves, te amedrento deca; podras amar a otros, pero siempre volveras a m... Con frecuencia {796} le escriba cartas, e incluso le daba citas a las cuales acuda yo. El ao pasado fui a verle; adopt una pose; no haba calor en la entrevista; me sent en ridculo y me march... Me aseguran que se ha casado con otra mujer, pero siempre me amar a m... Es mi esposo, y, sin embargo, jams ha tenido lugar el acto, ese acto que hubiera sido la soldadura... Abandnalo todo me dice a veces; conmigo ascenders siempre, siempre; no sers como un ser de la Tierra. Ya lo veis: cada vez que busco a Dios, encuentro un hombre; ya no s hacia qu religin volverme. Se trata aqu de un caso patolgico. Pero en multitud de devotas se encuentra esa inextricable confusin entre el hombre y Dios. El confesor, sobre todo, es quien ocupa un lugar equvoco entre el Cielo y la Tierra. Escucha con odos carnales a la penitente, que le muestra el alma; pero es una luz sobrenatural la que brilla en la mirada con que la envuelve; es un hombre divino, es Dios presente bajo la apariencia de un hombre. Madame Guyon describe en los siguientes trminos su encuentro con el padre La Combe: Parecime que una influencia de gracia flua de l hacia m por lo ms ntimo del alma y volva de m hacia l, de suerte que l experimentaba el mismo efecto. Fue la intervencin del religioso lo que la arranc a la sequedad que padeca desde haca aos y lo que abras nuevamente su alma de fervor. Vivi a su lado durante todo su gran perodo mstico. Y confiesa: Aquello no era ya sino una unidad completa, de manera que ya no poda distinguirlo de Dios. Sera demasiado esquemtico decir que estaba verdaderamente enamorada de un hombre y que finga amar a Dios: amaba tambin a aquel hombre, porque a sus ojos era algo distinto de s mismo. Al igual que la enferma de Ferdire, lo que ella buscaba indistintamente era la fuente suprema de los valores. A eso apunta toda mstica. El intermediario masculino le es til a veces para tomar impulso hacia el desierto del cielo; pero no es indispensable. Como no distingue bien entre la realidad y el juego, entre el acto y la conducta mgica, entre el objeto y lo imaginario, la mujer es singularmente apta para hacer presente una ausencia a travs de su cuerpo. Lo que es {797} mucho menos humorstico es identificar, como se ha hecho alguna vez, el misticismo con la erotomana: la erotmana se siente valorada por el amor de un ser soberano; este es quien toma la iniciativa de las relaciones amorosas, y ama ms apasionadamente que es amado; da a conocer sus sentimientos por medio de signos evidentes, pero secretos; es celoso y le irrita la falta de fervor de la elegida: entonces no vacila en castigarla; casi nunca se manifiesta bajo una figura carnal y concreta. Todos esos rasgos se encuentran en las msticas; en particular, Dios ama eternamente el alma a la cual abrasa con su amor, ha vertido su sangre por ella y le prepara esplndidas apoteosis; todo cuanto ella puede hacer es abandonarse sin resistencia a su fuego. Hoy se admite que la erotomana adopta una figura ora platnica, ora sexual. De igual modo, el cuerpo tiene ms o menos parte en los sentimientos que la mstica consagra a Dios. Sus efusiones estn calcadas de las que conocen los amantes terrestres. Mientras Angela de Foligno contemplaba una imagen de Cristo estrechando entre sus brazos a San Francisco, l le dijo: As te abrazar yo, y mucho ms de lo que se puede ver con los ojos del cuerpo... Jams te abandonar si t me amas. Madame Guyon escribe: El amor no me dejaba un instante de reposo. Yo le deca: "Oh, amor mo, ya basta, djame". Quiero ese amor que traspasa el alma con inefables estremecimientos, ese amor que me sume en trance... Oh, Dios mo!, si hicieses sentir a las mujeres ms sensuales lo que yo siento, pronto abandonaran sus falsos placeres para gozar de un bien tan genuino. Conocida es la clebre visin de Santa Teresa: Quiso el Seor que viese aqu algunas veces esta visin: vea a un ngel cabe a m hacia el lado izquierdo en forma corporal... Veale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me pareca tener un poco de fuego. Este me pareca meter por el corazn algunas veces, y que me llegaba a las entraas. Al sacarlo me pareca las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios... No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo y aun harto. Es un requiebro tan suave que {798} pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo d a gustar a quien pensara que miento. A veces se pretende piadosamente que la pobreza del lenguaje obliga a la mstica a adoptar ese vocabulario ertico; pero ella tampoco dispone ms que de un solo cuerpo, y toma del amor terrestre no solo palabras, sino actitudes fsicas; para ofrecerse a Dios, adopta las mismas actitudes que cuando se ofrece a un hombre. Por otra parte, eso no disminuye en nada el valor de sus sentimientos. Cuando Angela de Foligno se pone, sucesivamente, plida y seca o gorda y rubicunda, segn los movimientos de su corazn, cuando se derrama en diluvios de lgrimas (1), cuando cae de sus alturas, difcilmente se pueden considerar tales fenmenos como puramente espirituales, pero explicarlos exclusivamente por su excesiva emotividad, equivale a invocar la virtud dormitiva de la adormidera; el cuerpo no es jams la causa de las experiencias subjetivas, puesto que, bajo su figura objetiva, es el sujeto mismo, y este vive sus actitudes en la unidad de su existencia. Adversarios y admiradores de las msticas piensan que dar un contenido sexual a los xtasis de Santa Teresa es tanto como rebajarla al rango de una histrica. Pero lo que disminuye al sujeto histrico no es el hecho de que su cuerpo exprese activamente sus obsesiones, sino que su libertad sea hechizada y anulada; el dominio que un faquir adquiere sobre su organismo no le hace esclavo del mismo; la mmica corporal puede estar envuelta en el impulso de una libertad. Los textos de Santa Teresa apenas se prestan a equvocos y justifican la estatua de Bernini, que nos muestra a la santa en trance a causa de los excesos de una fulminante voluptuosidad; no sera menos falso interpretar sus emociones como una simple sublimacin sexual; en primer lugar, no existe un deseo sexual inconfesado que adopte la figura de un amor divino. La misma enamorada no es en principio presa de un deseo sin objeto {799} que se fijara en seguida en un individuo; es la presencia del amante la que suscita en ella una turbacin inmediatamente intencionada hacia l; as, con un solo movimiento, Santa Teresa trata de unirse con Dios y vive esa unin en su cuerpo; no es esclava de sus nervios y sus hormonas; ms bien hay que admirar en ella la intensidad de una fe que penetra hasta lo ms ntimo de su carne. En verdad, como haba comprendido la propia Santa Teresa, el valor de una experiencia mstica se mide, no segn la manera en que ha sido subjetivamente vivida, sino segn su alcance objetivo. Los fenmenos del xtasis son, poco ms o menos, los mismos en Santa Teresa que en Mara Alacoque: el inters de su mensaje es muy diferente. Santa Teresa plantea de una manera completamente intelectual el dramtico problema de las relaciones entre el individuo y el Ser trascendente; ha vivido como mujer una experiencia cuyo sentido sobrepasa toda especificacin sexual; es preciso situarla junto a Suso y San Juan de la Cruz. Pero ella es una deslumbrante excepcin. Lo que nos ofrecen sus hermanas menores es una visin esencialmente femenina del mundo y de la salvacin; no apuntan a un trascendente, sino a la redencin de su feminidad (2). (1) Las lgrimas le quemaban las mejillas hasta el punto de que deba aplicarse en ellas agua fra, dice uno de sus bigrafos. (2) En Catalina de Siena, las preocupaciones teolgicas tienen, no obstante, mucha importancia. Tambin ella es de un tipo bastante viril. En el amor divino, la mujer busca al principio lo que la enamorada pide al del hombre: la apoteosis de su narcisismo; para ella es una milagrosa fortuna esa mirada soberana que se fija en ella atenta y amorosamente. Durante toda su existencia, de nia y de Joven, madame Guyon siempre estuvo atormentada por el deseo de ser amada y admirada. Una mstica protestante moderna, la seorita Ve, escribe: Nada me hace tan desdichada como no tener a nadie que se interese por m, por lo que pasa en m, de una manera especial y simptica. Madame de Krdener se imaginaba que Dios se ocupaba sin cesar de ella, hasta el punto de que, segn cuenta SainteBeuve, en los momentos ms decisivos con su amante, gema: Dios mo, qu feliz soy! Os pido {800} perdn por lo excesivo de mi dicha! Se comprende la embriaguez que invade el corazn de la narcisista cuando el cielo entero se convierte en su espejo; su imagen divinizada es infinita como Dios mismo; nunca se extinguir; y, al propio tiempo, siente en su pecho ardiente, palpitante, anegado de amor, su alma creada, rescatada, amada por el Padre adorable; es a su doble, es a ella misma a quien abraza, infinitamente magnificada por mediacin de Dios. Estos textos de Santa Angela de Foligno son particularmente significativos. He aqu cmo le habla Jess: Mi dulce hija, hija ma, amada ma, mi templo. Hija ma, amada ma, mame porque te amo, mucho, mucho ms de lo que t puedas amarme. Toda tu vida: tu comer, tu beber, tu dormir, toda tu vida me place. Har en ti grandes cosas a los ojos de las naciones; en ti ser conocido y en ti mi nombre ser alabado por gran nmero de pueblos. Hija ma, mi esposa dulcsima; te amo mucho. Y aade: Hija ma, mucho ms dulce para m que yo soy para ti, el corazn de Dios Todopoderoso est ahora en tu corazn... El Dios Omnipotente ha depositado en ti mucho amor, ms que en ninguna otra mujer de esta ciudad, y ha hecho de ti sus delicias. En otra ocasin dice: Te profeso tal amor, que nada me importan tus desfallecimientos; mis ojos ni siquiera los contemplan. He depositado en ti un gran tesoro. La elegida no podra dejar de responder con pasin a declaraciones tan ardientes y que procedan de lo alto. Trata de unirse al amante por medio de la tcnica habitual en la enamorada: el aniquilamiento. Slo tengo una cosa que hacer: amar, olvidarme, aniquilarme, escribe Mara Alacoque. El xtasis imita corporalmente esa abolicin del yo; el sujeto no ve, no siente, olvida su cuerpo, lo reniega. La deslumbrante y soberana Presencia es sealada por la {801} violencia de ese abandono, por la vehemente aceptacin de la pasividad. El quietismo de madame Guyon eriga esa pasividad en sistema: en cuanto a ella, pasaba gran parte del tiempo en una especie de catalepsia: dorma despierta. La mayora de las msticas no se contentan con abandonarse pasivamente a Dios: se aplican activamente a aniquilarse por la destruccin de su carne. Ciertamente, el ascetismo tambin ha sido practicado por monjes y religiosos. Pero el encarnizamiento con que la mujer escarnece su propia carne adopta caracteres singulares. Ya se ha visto hasta qu punto es ambigua la actitud de la mujer con respecto a su cuerpo: es a travs de la humillacin y el sufrimiento como lo metamorfosea en gloria. Entregada a un amante como objeto de placer, se vuelve templo, dolo; desgarrada por los dolores del parto, crea hroes. La mstica va a torturar su carne para tener derecho a reivindicarla; reducindola a la abyeccin, la exalta como instrumento de su salvacin. As se explican los extraos excesos a los cuales se han entregado algunas santas. Santa Angela de Foligno cuenta que beba con delicia el agua en la cual acababa de lavar las manos y los pies de los leprosos: Ese brebaje nos inund de tal suavidad, que la alegra nos acompa hasta casa. Jams haba bebido nada con semejante delicia. Se me haba detenido en la garganta un trozo de piel escamosa salida de las llagas del leproso. En lugar de expulsarla, hice grandes esfuerzos para tragrmela y lo consegu. Parecime que acababa de comulgar. Nunca podr expresar las delicias en que me senta sumergida. Se sabe que Mara Alacoque limpi con la lengua los vmitos de una enferma; en su autobiografa describe la dicha que experiment cuando se llen la boca con los excrementos de un hombre que padeca diarrea; Jess la recompens mantenindola durante tres horas con los labios pegados a su Sagrado Corazn. Donde la devocin adquiere tintes carnales es, sobre todo, en pases de una ardiente sensualidad, como Italia y Espaa: en una aldea de los Abruzzos, las mujeres todava se desgarran hoy la lengua a lo largo de un via {802} crucis, lamiendo los guijarros del suelo. En todas esas prcticas no hacen sino imitar al Redentor, que salv la carne por el envilecimiento de la suya propia: de una manera mucho ms concreta que los hombres, son sensibles las mujeres a ese gran misterio. Bajo la figura del esposo es como Dios se aparece de mejor grado a la mujer; a veces se descubre en su gloria, deslumbrante de blancura y de belleza, dominador; la viste con un traje de novia, la corona, la toma de la mano y le promete una apoteosis celestial. Pero con mayor frecuencia es un ser de carne: la alianza que Jess diera a Santa Catalina y que ella llevaba, invisible, en el dedo, era aquel anillo de carne que le haban cortado en la Circuncisin. Sobre todo, es un cuerpo maltratado y sangrante: en la contemplacin del Crucificado es donde ella se sumerge con ms fervor; se identifica con la Virgen Madre que tiene en sus brazos los despojos de su Hijo, o con Mara Magdalena, a quien la sangre del Amado riega al pie de la cruz. As sacia ella los fantasmas sadomasoquistas. En la humillacin del Dios admira la ruina del Hombre; inerte, pasivo, cubierto de heridas, el crucificado es la imagen inversa de la mrtir blanca y roja ofrecida a las fieras, los puales, los varones, y con quien la nia se ha identificado tan a menudo: se siente trastornada de turbacin al ver que el Hombre, el HombreDios, ha asumido su papel. Es ella quien est acostada sobre el madero, prometida al esplendor de la Resurreccin. Es ella: y lo prueba; su frente sangra bajo la corona de espinas; sus manos, sus pies, su flanco son traspasados por un hierro invisible. Entre los 321 estigmatizados con que cuenta la Iglesia catlica, solamente hay 47 hombres; los dems Elena de Hungra, Juana de la Cruz, G. d'Osten, Osana de Mantua, Clara de Montfalcon son mujeres que, por trmino medio, han sobrepasado la edad de la menopausia. La ms clebre, Catalina Emmerich, fue sealada prematuramente. A la edad de veinticuatro aos, como hubiera deseado los sufrimientos de la corona de espinas, vio venir hacia ella a un joven resplandeciente, que le hundi esa corona en la cabeza. Al da siguiente, las sienes {803} y la frente se le hincharon, y empezaron a manar sangre. Cuatro aos ms tarde, en pleno xtasis, vio a Cristo con sus llagas, de las cuales partan rayos puntiagudos como finas espadas, y que hizo brotar gotas de sangre de las manos, los pies y el costado de la santa. Sudaba sangre y escupa igualmente sangre. An hoy, todos los viernes santos, Teresa Neumann vuelve hacia sus visitantes un rostro que chorrea sangre de Cristo. En los estigmas se realiza la misteriosa alquimia que cambia la carne en gloria, puesto que, bajo la forma de un dolor sangrante, son la presencia misma del amor divino. Se comprende bastante bien por qu las mujeres se adhieren singularmente a la metamorfosis del flujo rojo en pura llama de oro. Tienen la obsesin de esa sangre que se escapa del costado del rey de los hombres. Santa Catalina de Siena habla de ello en casi todas sus cartas. Angela de Foligno se abismaba en la contemplacin del corazn de Jess y de la herida abierta en su costado. Catalina Emmerich se pona una camisa roja con objeto de parecerse a Jess cuando este semejaba un lienzo empapado en sangre; vea todas las cosas a travs de la sangre de Jess. Ya hemos visto en qu circunstancias abrev Mara Alacoque, durante tres horas, en el Sagrado Corazn de Jess. Fue ella quien propuso a la adoracin de los fieles el enorme cogulo rojo y nimbado con los flamgeros dardos del amor. He ah la divisa que resume el gran sueo femenino: de la sangre a la gloria por el amor. xtasis, visiones, dilogos con Dios, esta experiencia interior les basta a algunas mujeres. Otras experimentan la necesidad de comunicrsela al mundo a travs de actos. El vnculo entre la accin y la contemplacin adopta dos formas muy diferentes. Hay mujeres de accin, como Santa Catalina, Santa Teresa, Juana de Arco, que saben muy bien qu objetivos se proponen y que arbitran lcidamente los medios necesarios para alcanzarlos: sus revelaciones no hacen ms que dar una figura objetiva a sus certidumbres y las animan a seguir los caminos que se han trazado con toda precisin. Hay mujeres narcisistas como madame Guyon o madame de Krdener que, al trmino de un silencioso {804} fervor se sienten de repente en un estado apostlico (1). No se muestran muy precisas respecto a sus tareas, y al igual que las damas caritativas aquejadas de agitacin se cuidan poco de lo que hacen, con tal de que sea algo. As, despus de haberse exhibido como embajadora y novelista, madame de Krdener interioriz la idea que se haca de sus mritos: no fue para hacer triunfar ideas definidas, sino para confirmarse en su papel de inspirada por Dios, por lo que tom en sus manos el destino de Alejandro I. Si basta a menudo un poco de belleza y de inteligencia para que la mujer se sienta revestida de un carcter sagrado, con mayor razn se considera encargada de una misin cuando se sabe elegida por Dios: predica entonces doctrinas inciertas; funda, de buen grado, sectas, lo cual le permite realizar, a travs de los miembros de la colectividad a la cual inspira, una embriagadora multiplicacin de su personalidad. (1) Madame Guyon. El fervor mstico, como el amor y el narcisismo, puede integrarse en vidas activas e independientes. Pero, en s mismos, esos esfuerzos de salvacin individual no podran desembocar sino en el fracaso; o la mujer entre en relacin con un irreal, su doble o Dios, o crea una relacin irreal con un ser real; en cualquier caso, no realiza aprehensin alguna del mundo, no se evade de su subjetividad; su libertad permanece mistificada; solo hay una manera de realizarla autnticamente, y consiste en proyectarla sobre la sociedad humana por medio de una accin positiva {805}. PARTE TERCERA. HACIA LA LIBERACIN {807}. CAPTULO PRIMERO. LA MUJER INDEPENDIENTE. El Cdigo francs ya no incluye la obediencia en el nmero de los deberes de la esposa, y cada ciudadana se ha convertido en electora; estas libertades cvicas siguen siendo abstractas cuando no van acompaadas de una autonoma econmica; la mujer mantenida esposa o cortesana no se libera del varn por el hecho de que tenga en las manos una papeleta electoral; si las costumbres le imponen menos restricciones que antao, esas licencias negativas no han modificado profundamente su situacin: la mujer permanece encerrada en su condicin de vasalla. Gracias al trabajo la mujer ha franqueado en gran parte la distancia que la separaba del varn; nicamente el trabajo es el que puede garantizarle una libertad concreta. Tan pronto como deja de ser un parsito, el sistema fundado sobre su dependencia se derrumba; entre ella y el Universo ya no hay necesidad de un mediador masculino. La maldicin que pesa sobre la mujer vasalla consiste en que no le est permitido hacer nada: entonces se obstina en la imposible persecucin del ser a travs del narcisismo, el amor, la religin; productora y activa, reconquista su trascendencia; en sus proyectos, se afirma concretamente como sujeto; por su relacin con el fin que persigue, con el dinero y con los derechos que se apropia, experimenta su responsabilidad. Multitud de mujeres tienen conciencia de esas ventajas, incluso entre aquellas que ejercen los oficios ms modestos. A una mujer de la limpieza que estaba fregando el suelo del {809} vestbulo en un hotel le o decir: Nunca he pedido nada a nadie. He llegado yo sola. Estaba tan orgullosa de bastarse a s misma como un Rockefeller. Sin embargo, no hay que creer que la simple yuxtaposicin del derecho a votar y de un oficio constituya una perfecta liberacin: el trabajo hoy no es la libertad. Solamente en un mundo socialista, cuando la mujer acceda a aquel, se asegurar esta. La mayora de los trabajadores son hoy da explotados. Por otra parte, la estructura social no ha sido profundamente modificada por la evolucin de la condicin femenina. Este mundo, que siempre ha pertenecido a los hombres, conserva todava la fisonoma que le han dado ellos. No hay que perder de vista estos hechos, que constituyen la base de la complejidad de la cuestin del trabajo femenino. Una dama importante y bien intencionada ha efectuado recientemente una encuesta entre las obreras de la fbrica Renault; y afirma que estas preferiran quedarse en casa antes que trabajar en la fbrica. Sin duda, no alcanzan la independencia econmica sino en el seno de una clase econmica oprimida; y, por otro lado, las tareas ejecutadas en la fbrica no las dispensan de las servidumbres del hogar (1). Si se les hubiera propuesto elegir entre cuarenta horas de trabajo semanal en la fbrica o en la casa, sin duda su respuesta habra sido muy otra; y tal vez incluso aceptaran alegremente el cmulo si, en tanto que obreras, pudieran integrarse en un mundo que fuese su mundo, y en cuya elaboracin participaran con gozo y orgullo. En la hora actual, y sin hablar de las campesinas (2), la mayora de las mujeres que trabajan no se evaden del mundo femenino tradicional; no reciben de la sociedad, ni de sus maridos, la ayuda que les sera necesaria para convertirse concretamente en iguales a los hombres. nicamente las que tienen una fe poltica, militan en los sindicatos o tienen confianza en el porvenir pueden dar un sentido tico a las ingratas faenas cotidianas; pero, privadas de ocios y herederas de una tradicin de sumisin, es normal que las mujeres empiecen solamente {810} ahora a desarrollar un sentido poltico y social. Es normal que, al no recibir a cambio de su trabajo los beneficios morales y sociales a que tendran derecho, sufran sin entusiasmo los inconvenientes. Se comprende igualmente que la modistilla, la empleada y la secretaria no quieran renunciar a las ventajas de un apoyo masculino. Ya he dicho que la existencia de una casta privilegiada a la cual le est permitido acceder nica y exclusivamente si entrega su cuerpo, es para una mujer joven una tentacin casi irresistible; est destinada a la galantera por el hecho de que su salario es mnimo, mientras el nivel de vida que la sociedad le exige es muy alto; si se contenta con lo que gana, no ser ms que una paria: mal alojada, mal vestida, le sern negadas todas las distracciones y hasta el amor mismo. Las gentes virtuosas le predican el ascetismo; en realidad, su rgimen alimenticio es, con frecuencia, tan austero como el de una carmelita; pero no todo el mundo puede tomar a Dios por amante: necesita agradar a los hombres para cuajar su vida de mujer. De modo que se har ayudar: con eso cuenta cnicamente el empresario que le asigna un salario de hambre. A veces, esa ayuda le permitir mejorar su situacin y conquistar una verdadera independencia; a veces, por el contrario, abandonar su oficio para convertirse en una entretenida. A menudo acumula esfuerzos; se libera de su amante por el trabajo, se evade del trabajo gracias al amante; pero tambin conoce la doble servidumbre de un oficio y de una proteccin masculina. Para la mujer casada, el salario no representa, en general, ms que un complemento; para la mujer que se hace ayudar, es la ayuda masculina la que aparece como inesencial; pero ni una ni otra compran con su esfuerzo personal una independencia total. (1) Ya he dicho en el tomo I cun pesadas son para la mujer que trabaja fuera de su casa. (2) Cuya condicin hemos examinado en el tomo I. Sin embargo, existe hoy un elevado nmero de privilegiadas que encuentran en su profesin una autonoma econmica y social. Es de ellas de quienes se trata cuando se plantea la interrogante sobre las posibilidades de la mujer y sobre su porvenir. Por eso, y aunque todava no constituyan sino una minora, resulta particularmente interesante estudiar de cerca su situacin; los debates entre feministas y {811} antifeministas se prolongan a causa de ellas. Los antifeministas afirman que las mujeres emancipadas de hoy no hacen en el mundo nada importante y que, por otra parte, se ven en apuros para encontrar su equilibrio interior. Los feministas exageran los resultados que las mujeres obtienen y cierran los ojos ante su desequilibrio. En verdad, nada autoriza a decir que han equivocado el camino; y, no obstante, es cierto que no estn tranquilamente instaladas en su nueva condicin: todava no estn ms que a mitad de camino. La mujer que se libera econmicamente del hombre no se encuentra por ello en una situacin moral, social y psicolgica idntica a la del hombre. La forma en que aborda su profesin y el modo en que se consagra a la misma dependen del contexto constituido por la forma global de su vida. Ahora bien, cuando aborda su vida de mujer adulta, no tiene tras de s el mismo pasado que un muchacho; no es mirada por la sociedad con los mismos ojos; el Universo se le presenta en una perspectiva diferente. El hecho de ser mujer plantea hoy a un ser humano autnomo problemas singulares. El privilegio que el hombre ostenta y que se hace sentir desde su infancia consiste en que su vocacin de ser humano no contrara su destino de varn. Por la asimilacin del falo y de la trascendencia sucede que sus triunfos sociales o espirituales le dotan de un prestigio viril. El no est dividido. En cambio, a la mujer, para que realice su feminidad, se le exige que se haga objeto y presa, es decir, que renuncie a sus reivindicaciones de sujeto soberano. Ese conflicto es el que caracteriza singularmente la situacin de la mujer liberada. Rehusa acantonarse en su papel de hembra, porque no quiere mutilarse; pero tambin sera una mutilacin repudiar su sexo. El hombre es un ser humano sexuado; la mujer solo es un individuo completo e igual al varn si tambin es un ser humano sexuado. Renunciar a su feminidad es renunciar a una parte de su humanidad. Los misginos han reprochado frecuentemente a las mujeres intelectuales que se abandonen; pero tambin les han predicado: Si queris {812} ser nuestras iguales, dejad de pintaros la cara y las uas. Este ltimo consejo es absurdo. Precisamente porque la idea de feminidad es artificialmente definida por las costumbres y las modas, se impone desde fuera a cada mujer; ella puede evolucionar de manera que sus cnones se acerquen a los adoptados por los varones: en las playas, el pantaln se ha hecho femenino. Pero eso no cambia en nada el fondo de la cuestin: el individuo no es libre de moldearla a su guisa. La que no se adapta, se devala sexualmente y, por consiguiente, socialmente, puesto que la sociedad ha integrado los valores sexuales. Al rechazar los atributos femeninos, no se adquieren los atributos masculinos; ni siquiera la invertida logra hacerse hombre: es una invertida. Hemos visto que la homosexualidad constituye tambin una especificacin: la neutralidad es imposible. No existe ninguna actitud negativa que no implique una contrapartida positiva. La adolescente cree a menudo que puede despreciar simplemente los convencionalismos; pero tambin de ese modo se manifiesta; crea una situacin nueva que entraa consecuencias que tendr que asumir. Desde el momento en que uno se sustrae a un cdigo establecido, se convierte en insurgente. Una mujer que se viste de manera extravagante, miente cuando afirma, con aire de sencillez, que hace su gusto y nada ms: sabe perfectamente que hacer su gusto es una extravagancia. A la inversa, la que no desea pasar por excntrica, se amolda a las normas comunes. A menos que represente una accin positivamente eficaz, es un mal clculo optar por el desafo: se consumen ms tiempo y energas que los que se economizan. Una mujer que no quiera llamar la atencin, que no desee desvalorizarse socialmente, debe vivir como mujer su condicin de tal: muy a menudo, su xito profesional incluso lo exige. Pero, mientras el conformismo es para el hombre completamente natural puesto que la costumbre se ha acomodado a sus necesidades de individuo autnomo y activo, ser preciso que la mujer, que tambin es sujeto, actividad, se vace en un mundo que la ha destinado a la pasividad. Es una servidumbre tanto ms pesada cuanto que las mujeres confinadas en la esfera femenina {813} han hipertrofiado su importancia: del indumento, de las faenas domsticas, han hecho artes difciles. El hombre apenas tiene que preocuparse por su ropa; es una ropa cmoda, adaptada a su vida activa, y no tiene que ser rebuscada; apenas forma parte de su personalidad. Adems, nadie espera que se cuide l mismo de ella: cualquier mujer benvola o remunerada le descarga de ese cuidado. La mujer, por el contrario, sabe que, cuando la miran, no la distinguen de su apariencia: es juzgada, respetada y deseada a travs de su indumentaria. Sus vestidos han sido primitivamente destinados a consagrarla a la impotencia, y han permanecido frgiles: las medias se desgarran, los tacones se tuercen, las blusas y los vestidos claros se manchan, los plisados se desplisan; sin embargo, tendr que reparar por s misma la mayor parte de tales accidentes; sus semejantes no acudirn benvolamente en su ayuda, y tendr escrpulos en gravar an ms su presupuesto con trabajos que puede ejecutar ella misma: las permanentes, el marcado, los afeites y los vestidos nuevos ya cuestan bastante caros. Cuando regresan a casa por la noche, la secretaria, la estudiante, siempre tienen que coger algn punto a una media, lavar una blusa o planchar una falda. La mujer que se gana ampliamente la vida, se ahorrar estas servidumbres; pero se ver obligada a una elegancia ms complicada; perder el tiempo en diligencias, pruebas, etc. La tradicin impone tambin a la mujer, incluso a la soltera, cierto cuidado de su alojamiento; un funcionario a quien trasladan a otra poblacin, vivir fcilmente en un hotel; su colega femenina tratar de instalarse en una casa propia, y deber cuidarla escrupulosamente, porque en ella no se excusara una negligencia que en el hombre se encontrara natural. Por otro lado, no es solo la preocupacin por la opinin ajena lo que la incita a consagrar tiempo y cuidados a su belleza, a su entorno. Desea ser una verdadera mujer para su propia satisfaccin. No logra aprobarse a travs del presente y el pasado ms que acumulando la vida que se ha hecho ella misma con el destin que su madre, sus juegos infantiles y sus fantasmas de adolescente le haban preparado. Ha alimentado sueos {814} narcisistas; al orgullo flico del varn, ella sigue oponiendo el culto de su imagen; quiere exhibirse, encantar. Su madre y sus mayores le han inculcado el gusto por el nido: una casa propia ha sido la forma primitiva de sus sueos de independencia; no piensa renunciar a ellos ni siquiera cuando haya encontrado la libertad por otros caminos. Y, en la medida en que todava se siente mal asegurada en el universo masculino, conserva la necesidad de un retiro, smbolo de ese refugio interior que ha estado habituada a buscar en s misma. Dcil a la tradicin femenina, dar cera al suelo, guisar ella misma, en lugar de ir a comer a un restaurante como su colega. Quiere vivir a la vez como un hombre y como una mujer: de ese modo multiplica sus tareas y sus fatigas. Si se propone seguir siendo plenamente mujer, es porque piensa abordar al otro sexo con el mximo de oportunidades. Ser en el dominio sexual donde se plantearn los problemas ms espinosos. Para ser un individuo completo, la igual del hombre, la mujer necesita tener acceso al mundo masculino, del mismo modo que el hombre lo tiene al mundo femenino, es decir, necesita tener acceso al otro; solo que las exigencias del otro no son simtricas en ambos casos. Una vez conquistadas, la fortuna, la celebridad, se presentan como virtudes inmanentes, pueden aumentar el atractivo sexual de la mujer; pero el hecho de ser una actividad autnoma contradice su feminidad, y ella lo sabe. La mujer independiente y, sobre todo, la intelectual que reflexiona sobre su situacin sufrir, en tanto que hembra, un complejo de inferioridad; no dispone de ratos libres para consagrar a su belleza los atentos cuidados que le dedica la coqueta, cuya nica preocupacin consiste en seducir; por mucho que se esfuerce en seguir los consejos de los especialistas, jams ser otra cosa que una aficionada en el dominio de la elegancia; el encanto femenino exige que la trascendencia, al degradarse en inmanencia, no aparezca ya sino como una sutil palpitacin carnal; es preciso ser una presa espontneamente ofrecida: la intelectual sabe que se ofrece, sabe que es una conciencia, un sujeto; no se consigue a voluntad apagar la mirada o transmutar los ojos en un trozo {815} de cielo o de mar; no se detiene as como as el impulso de un cuerpo que se tiende hacia el mundo para metamorfosearlo en una estatua animada por sordas vibraciones. La intelectual se esforzar con tanto ms celo cuanto ms teme fracasar: pero ese celo consciente es todava una actividad y yerra el blanco. Comete errores anlogos a los que sugiere la menopausia: procura negar su cerebralismo lo mismo que la mujer que envejece procura negar su edad; se viste como una nia, se recarga de flores, de perifollos, de telas chillonas; adopta, exagerndola una mmica infantil y asombrada. Retoza, brinca, parlotea, se hace la desenvuelta, la aturdida, la espontnea. Pero se asemeja a esos actores que, al no experimentar la emocin que llevara consigo la relajacin de ciertos msculos, contraen por un esfuerzo de voluntad los antagnicos, y bajan forzadamente los prpados o las comisuras de la boca en lugar de dejarlos caer simplemente; de esta suerte, la mujer intelectual, para imitar el abandono, se crispa. Lo percibe, y se irrita por ello; el semblante anegado de ingenuidad es atravesado de pronto por un relmpago de inteligencia demasiado agudo; los labios prometedores se fruncen. Si le cuesta trabajo agradar, es porque no es una pura voluntad de agradar, como sus pequeas hermanas esclavas; el deseo de seducir, por vivo que sea, no ha descendido hasta el fondo de sus huesos; como se siente torpe, se irrita por su servilismo; quiere desquitarse participando en el juego con armas masculinas: habla en lugar de escuchar, expone pensamientos sutiles, emociones inditas; contradice a su interlocutor, en lugar de aprobarlo, y trata de imponerse a l. Madame de Stal mezclaba bastante hbilmente los dos mtodos para obtener triunfos fulminantes: era raro que nadie la resistiese. Pero la actitud de desafo, tan frecuente, entre otras, en las norteamericanas, irrita a los hombres con ms frecuencia que los domina; por lo dems, son ellos quienes la provocan con su desconfianza; si aceptasen amar a una semejante en vez de a una esclava como hacen, por otra parte, aquellos que estn desprovistos de arrogancia y de complejos de inferioridad, las mujeres estaran mucho {816} menos acosadas por la preocupacin de su feminidad; ganaran en naturalidad, en sencillez, y se encontraran mujeres sin tanto trabajo, porque, despus de todo, lo son. El hecho es que los hombres empiezan a sacar partido de la nueva condicin de la mujer; al no sentirse ya condenada a priori, esta ha encontrado una gran soltura: hoy la mujer que trabaja no descuida por ello su feminidad, y no pierde su atractivo sexual. Este logro que seala ya un progreso hacia el equilibrio sigue siendo, no obstante, incompleto; todava le es mucho ms difcil a la mujer que al hombre establecer con el otro sexo las relaciones que desea. Su vida ertica y sentimental tropieza con numerosos obstculos. En este aspecto, la mujer vasalla no disfruta del menor privilegio: sexual y sentimentalmente, la mayora de las esposas y de las cortesanas son mujeres radicalmente frustradas. Si las dificultades son ms evidentes en el caso de la mujer independiente, es porque no ha elegido la resignacin, sino la lucha. Todos los problemas vivos hallan en la muerte una solucin silenciosa; as, pues, una mujer que se dedique a vivir est ms dividida que la que entierra su voluntad y sus deseos; pero no admitir que le presenten a esta como ejemplo. Solo comparndose con el hombre, se estimar en desventaja. Una mujer que se desvive, que tiene responsabilidades, que conoce la aspereza de la lucha contra las resistencias del mundo, necesita igual que el hombre no solo satisfacer sus deseos fsicos, sino conocer la relacin y la diversin que aportan unas aventuras sexuales felices. Ahora bien, todava existen medios en los cuales no le es concretamente reconocida esa libertad; si hace uso de ella, se arriesga a comprometer su reputacin, su carrera; al menos, se le exige una hipocresa que le pesa mucho. Cuanto ms haya logrado imponerse socialmente, ms harn los dems la vista gorda; pero, en provincias sobre todo, es severamente espiada en la mayora de los casos. Incluso en las circunstancias ms favorables cuando el temor a la opinin ajena no cuenta para nada, su situacin no es aqu equivalente a la del hombre. Las diferencias provienen a la vez de la tradicin y {817} de los problemas que plantea la singular naturaleza del erotismo femenino. El hombre puede conocer fcilmente abrazos sin maana, que basten en rigor para calmar su carne y para relajarle moralmente. Ha habido mujeres en pequeo nmero que reclamaron que se abriesen burdeles para mujeres; en una novela titulada El nmero 17, una mujer propona que se creasen casas adonde las mujeres pudieran acudir para aliviarse sexualmente, mediante una especie de taxiboys (1). Parece ser que un establecimiento de ese gnero existi en San Francisco; pero solamente lo frecuentaban prostitutas, a las cuales les diverta mucho pagar en lugar de ser pagadas: los chulos de estas hicieron que lo cerrasen. Aparte de que esta solucin es utpica y poco deseable, sin duda tendra poco xito: ya hemos visto que la mujer no obtiene un alivio de manera tan mecnica como el hombre; la mayor parte estimara la situacin poco propicia para un abandono voluptuoso. En todo caso, el hecho es que este recurso les est negado hoy. La solucin que consiste en recoger en la calle un compaero de una noche o de una hora suponiendo que la mujer est dotada de un fuerte temperamento, haya superado todas sus inhibiciones y lo aborde sin desagrado es mucho ms peligrosa para ella que para el hombre. El riesgo de enfermedad venrea es ms grave para ella, por el hecho de que es a l a quien corresponde adoptar precauciones para evitar la contaminacin; y, por prudente que sea, nunca estar completamente segura contra la amenaza de quedar embarazada. Pero, sobre todo, en las relaciones entre desconocidos relaciones que se sitan en un plano brutal, la diferencia de fuerza fsica tiene gran importancia. Un hombre no tiene gran cosa que temer de la mujer que lleva a su casa; basta con un poco de vigilancia. El caso es distinto para la mujer que introduce en la suya a un hombre. Me han hablado de dos mujeres jvenes {818} que, recin llegadas a Pars Y vidas de ver la vida, despus de recorrer distintos lugares de diversin, invitaron a cenar a dos seductores macrs de Montmartre: a la maana siguiente, se encontraron desvalijadas, maltratadas y amenazadas de chantaje. Un caso ms significativo es el de aquella mujer de cuarenta aos, divorciada, que trabajaba duramente todo el da para alimentar a tres hijos crecidos y a unos padres ancianos. Todava bella y atractiva, no tena tiempo para llevar una vida mundana, coquetear, llevar a cabo decentemente alguna empresa de seduccin que, por lo dems, la habra aburrido. Sin embargo, sus sentidos eran muy exigentes, y consider que tena el mismo derecho que un hombre para apaciguarlos. Algunas noches se iba a deambular por las calles y se las arreglaba para atrapar a un hombre. Pero una noche, despus de haber pasado una o dos horas en una espesura del Bois de Boulogne, su amante no consinti en dejarla marchar: quera saber su nombre, su direccin, quera volver a verla, amancebarse con ella; como ella rehusase, la golpe violentamente y la dej molida y aterrorizada. En cuanto a tomar un amante, como a menudo el hombre toma una querida, mantenindola o ayudndola, no es posible sino a las mujeres que disponen de medios econmicos. Hay quienes se acomodan a este trato: al pagar al varn, lo convierten en instrumento, lo cual les permite utilizarlo con desdeoso abandono. Mas, por lo comn, es preciso que se trate de mujeres de cierta edad para disociar tan crudamente erotismo y sentimiento, cuando hemos visto que en la adolescencia femenina la unin entre ambos es muy profunda. Hay muchos hombres, incluso, que no aceptan jams esa divisin entre carne y conciencia. Con mayor razn, la mayora de las mujeres no aceptara tomarla en consideracin. Adems, hay en ello un engao, al cual son ms sensibles que el hombre: el cliente que paga es tambin un instrumento, su compaera se sirve de l para ganarse el pan. El orgullo viril enmascara a los ojos del varn los equvocos del drama ertico: se miente espontneamente; ms fcil de humillar, ms susceptible, la mujer es tambin ms lcida; no conseguir cegarse a s misma sino {819} al precio de una mala fe ms ladina. Comprarse un macho, suponiendo que disponga de los medios necesarios para ello, no le parecer generalmente satisfactorio. (1) El autor cuyo nombre he olvidado, olvido que no parece urgente reparar explica extensamente cmo podran estar adiestrados para satisfacer a no importa qu cliente, qu gnero de vida seria preciso imponerles, etc. Para la mayor parte de las mujeres, como tambin de los hombres, no se trata solo de satisfacer sus deseos, sino de conservar su dignidad de seres humanos al satisfacerlos. Cuando el hombre goza de la mujer, cuando la hace gozar, se plantea como el nico sujeto: conquistador imperioso, generoso donante, o ambas cosas a la vez. Ella quiere afirmar recprocamente que sirve a placer a su compaero y que lo colma con sus dones. As, cuando se impone al hombre, ora por los beneficios que le promete, ora fiada en su cortesa, ora despertando su deseo en su pura generalidad mediante ciertas maniobras, se persuade de buen grado de que le colma plenamente. As en Le bl en herbe, la dama de blanco que codicia las caricias de Phil le dice con altivez: Yo solo amo a los mendigos y a los hambrientos. En verdad, se las arregla hbilmente para que l adopte una actitud suplicante. Entonces, dice Colette, ella se apresura hacia el angosto y oscuro reino donde su orgullo poda creer que el temor es la confesin de la afliccin y donde las pedigeas de su especie beben la ilusin de la liberalidad. La seora de Warens es el tipo de esas mujeres que eligen amantes jvenes o desdichados, o de condicin inferior, para dar a sus apetitos la apariencia de la generosidad. Pero tambin hay intrpidas que la emprenden con los varones ms robustos, a quienes les encanta dejar satisfechos, cuando ellos solamente han cedido por cortesa o por temor. De manera inversa, si la mujer que coge al hombre en su trampa quiere imaginarse que da, la que se da pretende afirmar que toma. Yo soy una mujer que toma, me deca un da una joven periodista. En realidad, en este asunto, salvo en el caso de una violacin, nadie toma verdaderamente a nadie; pero la mujer se miente aqu doblemente. Porque el hecho es que el hombre seduce a menudo por su ardor, su agresividad, conquista activamente el consentimiento de su compaera. Salvo casos excepcionales entre otros el de madame de Stal, que ya he citado, no ocurre as con la mujer, que {820} apenas puede hacer otra cosa que ofrecerse; porque la mayora de los varones se muestran vehementemente celosos de su papel; ellos quieren despertar en la mujer una turbacin singular, no ser elegidos para satisfacer su necesidad en su generalidad: elegidos, se sienten explotados (1). Una mujer que no tema a los hombres los atemoriza, me deca un joven. Y frecuentemente he odo declarar a hombres adultos: Me espanta que una mujer tome la iniciativa. Si la mujer se ofrece con excesiva osada, el hombre se hurta: l pretende conquistar. De modo que la mujer solo puede tomar hacindose presa: es preciso que se convierta en una cosa pasiva, una promesa de sumisin. Si lo consigue, pensar que ha efectuado voluntariamente esa conjuracin mgica, se sentir sujeto. Pero corre el riesgo de petrificarse en objeto intil por el desdn del hombre. Por eso se siente tan profundamente humillada si l rechaza sus iniciativas. Tambin el hombres monta a veces en clera si estima que lo han utilizado; sin embargo, no ha hecho ms que fracasar en una empresa, nada ms. En cambio, la mujer ha consentido en hacerse carne en la turbacin, la espera, la promesa; solo perdindose poda ganar: y sigue estando perdida. Preciso es estar groseramente ciega o ser excepcionalmente lcida para sacar partido de semejante derrota. Y hasta cuando la seduccin triunfa, la victoria sigue siendo equvoca; en efecto, segn la opinin pblica, es el hombre quien vence, quien tiene a la mujer. No se admite que ella pueda asumir sus deseos como el hombre, pues es presa del mismo. Se sobreentiende que el varn ha integrado en su individualidad las fuerzas especficas: en cambio, la mujer es la esclava de la especie (2). Unas veces se la representa uno como pura pasividad: es una fulana a la que solamente el autobs no le ha pasado por encima; disponible, abierta, es un utensilio {821}; cede suavemente al maleficio de la turbacin, est fascinada por el varn, que la coge como una fruta madura. Otras veces se la considera como una actividad enajenada: hay un diablo que patalea en su matriz, y en el fondo de su vagina acecha una serpiente vida por hartarse de esperma masculino. En todo caso, uno se niega a pensar que sea simplemente libre. En Francia, sobre todo, se confunde tercamente a la mujer libre con la mujer fcil; la idea de facilidad implica una ausencia de resistencia y de control, una falta, la negacin misma de la libertad. La literatura femenina trata de combatir ese prejuicio: en Grislidis, por ejemplo, Clara Malraux insiste sobre el hecho de que su herona no cede a un arrebato, sino que ejecuta un acto que ella reivindica. En Norteamrica, se reconoce en la actividad sexual de la mujer una libertad, lo cual la favorece mucho. Sin embargo, el desdn que afectan en Francia por las mujeres que se acuestan los mismos hombres que se aprovechan de sus favores, paraliza a gran nmero de mujeres. Las horrorizan los comentarios y relatos a que daran lugar. (1) Este sentimiento es la contrapartida del que hemos indicado en la joven; pero esta termina por resignarse a su destino. (2) Hemos visto en el tomo I, captulo primero, que hay cierta verdad en esa opinin. Pero no es precisamente en el momento del deseo cuando se manifiesta la asimetra, sino en la procreacin. En el deseo, la mujer y el hombre asumen idnticamente su funcin natural. Incluso si la mujer desprecia los rumores annimos, experimentar dificultades concretas en el comercio con su compaero; porque la opinin pblica se encarna en l. Muy a menudo, considera el hombre la cama como el terreno donde debe afirmar su agresiva superioridad. Quiere tomar y no recibir; no intercambiar, sino maravillar. Trata de poseer a la mujer ms all de lo que ella le da; exige que su consentimiento sea una derrota, y las palabras que murmura, confesiones que l le arranca; si ella admite su placer, reconoce su esclavitud. Cuando Claudine desafa a Renaud por su presteza en someterse a l, este se adelanta: se apresura a violarla, precisamente cuando ella iba a ofrecerse; la obliga a mantener los ojos abiertos para que contemple su triunfo en aquel torneo. As tambin, en La condition humaine, el autoritario Ferral se obstina en encender la lmpara que Valrie quera que estuviese apagada. Orgullosa, reivindicativa, la mujer aborda al varn como adversaria; en esa lucha, est mucho peor armada que l; en primer lugar, l tiene la {822} fuerza fsica y le resulta ms fcil imponer su voluntad; ya hemos visto tambin que tensin y actividad se armonizan con su erotismo, en tanto que la mujer, al rehusar la pasividad, destruye el hechizo que la lleva a la voluptuosidad; aunque en sus actitudes y sus movimientos imite la dominacin, no alcanza el placer: la mayor parte de las mujeres que se sacrifican a su orgullo, se vuelven frgidas. Raros son los hombres que permiten a sus amantes satisfacer tendencias autoritarias o sdicas; y ms raras todava son las mujeres que extraen de esa docilidad una plena satisfaccin ertica. Hay un camino que parece mucho menos espinoso para la mujer: el del masoquismo. Cuando, durante el da, se trabaja, se lucha, se aceptan responsabilidades y riesgos, es un descanso entregarse por la noche a caprichos poderosos. Enamorada o ingenua, la mujer se complace a menudo, efectivamente, en aniquilarse en provecho de una voluntad tirnica. Pero es preciso que se sienta realmente dominada. A la que vive cotidianamente entre hombres no le resulta fcil creer en la incondicional supremaca de los varones. Me han hablado del caso de una mujer no genuinamente masoquista, pero muy femenina, es decir, que gustaba profundamente el placer de la abdicacin entre brazos masculinos; a partir de los diecisiete aos, haba tenido varios maridos y numerosos amantes, de todos los cuales haba extrado gran placer; sin embargo, despus de coronar felizmente una difcil empresa, en el curso de la cual tuvo que dar rdenes a hombres, se quej de haberse vuelto frgida: se le haba hecho imposible la plcida dimisin de su persona, porque se haba habituado a dominar a los hombres, porque el prestigio de estos se habla desvanecido. Cuando la mujer empieza a dudar de la superioridad de los hombres, las pretensiones de estos no hacen ms que disminuir la estima en que pudiera tenerles. En la cama, en los momentos en que el hombre se considera ms vehementemente viril, por el hecho mismo de que remeda la virilidad, se presenta bajo una apariencia infantil a ojos advertidos: no hace sino conjurar el viejo complejo de castracin, la sombra de su padre o cualquier otro fantasma. No siempre es por orgullo por lo {823} que una mujer se niega a ceder a los caprichos de su amante: desea habrselas con un adulto que vive un momento real de su existencia, no con un muchacho que se relata un cuento. La masoquista es una mujer singularmente decepcionada: una complacencia maternal, exagerada o indulgente, no es la abdicacin con que suea. 0 deber contentarse con juegos irrisorios, fingiendo creerse dominada y esclavizada, o correr detrs de los hombres llamados superiores con la esperanza de encontrar un amo, o se volver frgida. Ya hemos visto que es posible escapar a las tentaciones del sadismo y del masoquismo cuando los dos componentes de la pareja se reconocen mutuamente como semejantes; si tanto en el hombre como en la mujer hay un poco de modestia y alguna generosidad, las ideas de victoria y de derrota quedan abolidas: el acto amoroso se convierte en un libre intercambio. Paradjicamente, sin embargo, le resulta mucho ms difcil a la mujer que al hombre reconocer como semejante a un individuo del otro sexo. Precisamente porque la casta de los varones detenta la superioridad, el hombre puede dedicar una afectuosa estimacin a multitud de mujeres singulares: una mujer es fcil de amar; en primer lugar, tiene el privilegio de introducir al amante en un mundo diferente del suyo y que l se complace en explorar a su lado; ella intriga y divierte, al menos durante algn tiempo; y luego, por el hecho de que su situacin es limitada, subordinada, todas sus cualidades aparecen como conquistas, en tanto que sus errores son excusables; Stendhal admira a madame de Rnal y a madame de Chasteller, a pesar de sus detestables prejuicios; aunque una mujer sustente ideas falsas, sea poco inteligente, poco clarividente, poco animosa, el hombre no la considera responsable de ello: es una vctima, piensa (a menudo con razn), de su situacin; suea con lo que ella hubiera podido ser, con lo que tal vez ser: se le puede conceder un crdito, se le puede prestar mucho, puesto que la mujer no es nada definido; esa ausencia ser la causa de que el amante se canse pronto: pero de ella proviene el misterio, el encanto que le seduce y le inclina a una fcil ternura. Es mucho menos fcil experimentar amistad {824} por un hombre: porque es lo que se ha hecho ser, sin recursos; hay que amarlo en su presencia y su verdad, no en promesas y posibilidades inciertas; l es responsable de sus actitudes, de sus ideas; no tiene excusa. Con l solo es posible la fraternidad si se aprueban sus actos, sus fines, sus opiniones; Julien puede amar a una legitimista; una Lamiel no podra querer a un hombre cuyas ideas despreciase. Incluso dispuesta a entrar en compromisos, a la mujer le ser muy difcil adoptar una actitud indulgente. Como el hombre no le abre un verde paraso de infancia, se lo encuentra en este mundo que es el mundo comn de ambos: l no aporta otra cosa que s mismo. Encerrado en s mismo, definido, decidido, favorece poco los sueos; cuando habla hay que escucharlo; se toma muy en serio: si no logra interesar, aburre; su presencia pesa. Solamente los muy jvenes se dejan adornar de fciles maravillas, se puede buscar en ellos misterio y promesas, hallarles excusas, tomarlos a la ligera: esa es una de las razones que tan seductores los hace a los ojos de las mujeres maduras. Pero ellos prefieren casi siempre mujeres jvenes. La mujer de treinta aos es rechazada hacia los varones adultos. Y, sin duda, encontrar entre estos a quienes no desalentarn su estima y su amistad; pero tendr suerte si no muestran entonces alguna arrogancia. Cuando desee un episodio, una aventura en donde comprometer su alma y su cuerpo, el problema consistir en encontrar un hombre a quien pueda considerar como igual, sin que l se juzgue superior. Se me dir que las mujeres, en general, no se andan con tantas historias; aprovechan la ocasin sin hacerse demasiadas preguntas, y luego se las entienden con su orgullo y su sensualidad. Es cierto. Pero igualmente cierto es que sepultan en lo profundo de su corazn multitud de decepciones, humillaciones, pesares y rencores cuyo equivalente no se encuentra en general entre los hombres. En un asunto ms o menos fallido, el hombre encuentra casi siempre el beneficio del placer; ella, en cambio, muy bien pudiera no extraer ningn beneficio; incluso indiferente, ella se presta amablemente al abrazo cuando llega el momento decisivo: a veces {825} sucede que el amante se muestra impotente, y entonces ella sufrir por haberse comprometido en una calaverada irrisoria; si no llega a saborear la voluptuosidad, entonces se siente tomada, utilizada; si resulta satisfecha, desear retener perdurablemente al amante. Raramente es sincera del todo cuando pretende que solo busca una aventura sin maana, dando por descontado el placer, porque precisamente el placer, lejos de liberarla, la ata; una separacin, aun de las que se dicen amistosas, la hiere. Es mucho ms raro or a una mujer hablar amistosamente de una antigua relacin que a un hombre de sus amantes. La naturaleza de su erotismo, las dificultades de una vida sexual libre, incitan a la mujer a la monogamia. No obstante, un enredo amoroso o el matrimonio se concilian mucho menos fcilmente con una carrera para ella que para el hombre. A veces sucede que el amante o el marido le exigen que renuncie a ella: entonces titubea, como la vagabunda de Colette, que desea ardientemente a su lado un calor viril, pero que teme las trabas conyugales; si cede, hela de nuevo vasalla; si rehusa, se condena a una soledad estril. Hoy el hombre acepta generalmente que su compaera conserve su oficio; las novelas de Colette Yver, que nos muestran a la joven reducida a sacrificar su profesin para conservar la paz del hogar, han quedado un tanto anticuadas; la vida en comn de dos seres libres es para cada uno de ellos un enriquecimiento, y en las ocupaciones de su cnyuge encuentra el otro la garanta de su propia independencia; la mujer que se basta a s misma, libera a su marido de la esclavitud conyugal que era rescate de la suya. Si el hombre es de una buena voluntad escrupulosa, amantes y esposos llegan a una perfecta igualdad con una generosidad sin exigencias (1). Incluso es a veces el hombre quien desempea el papel de servidor devoto; as cre Lewes para George Eliot esa atmsfera propicia que, por lo comn, crea la esposa en torno al maridosoberano. Pero todava es casi siempre la mujer quien hace el gasto para mantener la armona del hogar. Al {826} hombre le parece natural que sea ella quien lleve la casa y asegure el cuidado y la educacin de los hijos. La mujer misma estima que, al casarse, ha asumido cargas de las cuales no la exime su vida personal; no quiere que su marido se vea privado de las ventajas que hubiera hallado asocindose con una verdadera mujer: quiere ser elegante, buena ama de casa y madre abnegada, como tradicionalmente son las esposas. Es una tarea que se vuelve fcilmente abrumadora. A veces la asume por consideracin a su compaero y por fidelidad a s misma: porque ya hemos visto que tiene a gala no faltar en nada a su destino de mujer. Ser para su marido un doble al mismo tiempo que es ella misma; se har cargo de sus preocupaciones, participar de sus xitos tanto como se interesar por su propia suerte y, a veces, incluso ms. Educada en el respeto a la superioridad masculina, puede ser que todava considere que al hombre corresponde ocupar el primer lugar; tambin a veces teme que, si ella lo reivindica, arruinar su matrimonio; compartida por el deseo de afirmarse y el de eclipsarse, est dividida, desgarrada. (1) Parece que la vida de Clara y Robert Schumann fue durante algn tiempo un xito de ese gnero. Hay, sin embargo, una ventaja que la mujer puede extraer de su misma inferioridad: puesto que, de partida, tiene menos oportunidades que el hombre, no se siente culpable a priori respecto a l; no le corresponde a ella compensar la injusticia social, y no se le pide que lo haga. Un hombre de buena voluntad se debe a s mismo el tratar con miramientos a las mujeres, puesto que es ms favorecido que ellas; se dejar encadenar por los escrpulos, por la piedad; corre el riesgo de convertirse en presa de mujeres pegajosas, devoradoras, por el solo hecho de que estn inermes. La mujer que conquista una independencia viril tiene el privilegio de habrselas sexualmente con individuos tambin autnomos y activos que, por lo general, no representarn en su vida un papel de parsitos y no la encadenarn con su debilidad ni con la exigencia de sus necesidades. Raras son en verdad las mujeres que saben crear con su compaero una relacin libre; ellas mismas se forjan las cadenas con las que no desea l cargarlas: adoptan con l la actitud de la enamorada. Durante veinte aos de espera, de sueos, de esperanzas {827}, la muchacha ha acariciado el mito del hroe liberador y salvador: la independencia conquistada en el trabajo no basta para abolir su deseo de una abdicacin gloriosa. Sera preciso que hubiera sido educada exactamente (1) como un muchacho para que pudiera superar fcilmente el narcisismo de la adolescencia: pero ella perpeta en su vida de adulta ese culto del yo, hacia el cual la ha inclinado toda su juventud; sus xitos profesionales los convierte en mritos con los cuales enriquece su imagen; necesita que una mirada proveniente de lo alto revele y consagre su valor. Aunque sea severa respecto a los hombres cuya medida toma cotidianamente, no por ello soar menos con el Hombre, y, si lo encuentra, est dispuesta a hincarse de rodillas ante l. Hacerse justificar por un Dios es ms fcil que justificarse por el propio esfuerzo; el mundo la estimula a creer en la posibilidad de una salvacin dada: ella opta por creerlo. A veces, renuncia por entero a su autonoma; ya no es ms que una enamorada; lo ms frecuente es que intente una conciliacin; pero el amor idlatra, el amor abdicacin, es devastador: ocupa todos los pensamientos, todos los instantes, es obsesivo, tirnico. En caso de sinsabores profesionales, la mujer busca apasionadamente un refugio en el amor: sus fracasos se traducen en escenas y exigencias de las que el amante paga los vidrios rotos. Pero sus penas del corazn estn lejos de redoblar su celo profesional: por el contrario, generalmente se irrita contra el gnero de vida que le prohibe el camino real de un gran amor. Una mujer que trabaja desde hace diez aos en una revista poltica dirigida, por mujeres, me deca que en las oficinas raras veces se habla de poltica y constantemente de amor: esta se queja de que solamente la aman por su cuerpo y desconocen su esplndida inteligencia; aquella gime porque nicamente aprecian su espritu y nunca se interesan por sus incentivos carnales. Tambin aqu, para que la mujer pudiera enamorarse a la manera de un hombre, es decir, sin poner en tela de juicio su ser, en libertad, sera preciso que se considerase su igual, que lo {828} fuese concretamente: tendra que abordar sus empresas con la misma decisin, lo cual, segn vamos a ver, no es todava frecuente. (1) Es decir, no solo segn los mismos mtodos, sino en el mismo clima, lo cual es hoy imposible, a pesar de los esfuerzos del educador. Hay una funcin femenina que actualmente es imposible asumir con entera libertad: la de la maternidad; en Inglaterra o en Norteamrica, la mujer puede al menos rehusarla a voluntad, gracias a las prcticas del control de la natalidad; ya hemos visto que en Francia la mujer se ve a menudo forzada a recurrir a abortos penosos y costosos; a menudo se encuentra con la carga de un nio que no deseaba y que arruina su vida profesional. Si esa carga resulta pesada, es porque inversamente las costumbres no autorizan a la mujer a procrear cuando le plazca. La madre soltera escandaliza, y, para el hijo, un nacimiento ilegtimo es una tara; es raro que alguna pueda convertirse en madre sin aceptar las cadenas del matrimonio o sin perderse. Si la idea de la inseminacin artificial interesa tanto a las mujeres, no es porque deseen evitar el abrazo masculino, sino porque esperan que la sociedad va a admitir, por fin, la maternidad libre. Preciso es aadir que, a falta de casascuna y guarderas infantiles convenientemente organizadas, basta un nio para paralizar enteramente la actividad de la mujer; solo puede continuar trabajando si lo deja en manos de sus padres, de unos amigos o de los sirvientes. Tiene que elegir entre la esterilidad, que a menudo la siente como una dolorosa frustracin, y una serie de obligaciones difcilmente compatibles con el ejercicio de una carrera. As, pues, la mujer independiente est dividida hoy entre sus intereses profesionales y las preocupaciones de su vocacin sexual; le cuesta trabajo hallar su equilibrio: si lo consigue, es a costa de concesiones, sacrificios y acrobacias que exigen de ella una perpetua tensin. Mucho ms que en los datos fisiolgicos, es ah donde hay que buscar la razn de la nerviosidad y la fragilidad que frecuentemente se observa en ella. Resulta difcil decidir en qu medida la constitucin fsica de la mujer representa en s una desventaja. El obstculo creado por la menstruacin ha sido frecuente motivo de interrogacin. Las mujeres que se han dado a conocer {829} por sus trabajos o sus acciones, parecen haber concedido escasa importancia al fenmeno. Este xito se ha producido, quiz, por la benignidad de sus trastornos mensuales? Puede uno preguntarse si no es, por el contrario, la eleccin de una vida activa y ambiciosa la que les ha proporcionado ese privilegio: porque el inters que la mujer concede a sus trastornos los exaspera; las mujeres deportistas y de accin sufren menos que las otras a causa de ello, porque hacen caso omiso de sus sufrimientos. Seguramente, estos tienen tambin causas orgnicas; y yo he visto a mujeres de lo ms enrgicas pasarse todos los meses veinticuatro horas en la cama, presas de implacables torturas; pero su actividad profesional jams se ha visto entorpecida por ello. Estoy convencida de que la mayor parte de los malestares y enfermedades que abruman a las mujeres tienen causas psquicas: eso es, por lo dems, lo que me han dicho tambin diversos gineclogos. A causa de la tensin moral de que he hablado, a causa de todas las tareas que asumen, de las contradicciones en que se debaten, las mujeres estn incesantemente acosadas hasta el lmite de sus fuerzas; esto no significa que sus males sean imaginarios: son reales y devoradores, como la situacin a que dan expresin. Pero la situacin no depende del cuerpo, es este el que depende de aquella. As, la salud de la mujer no perjudicar su trabajo cuando la trabajadora ocupe en la sociedad el lugar que necesita; al contrario, el trabajo ayudar poderosamente a su equilibrio fsico, al impedirle que se preocupe sin cesar de ello. Cuando se juzgan las realizaciones profesionales de la mujer y, a partir de ah, se pretende anticipar su porvenir, no hay que perder de vista este conjunto de hechos. Es en el seno de una situacin atormentada, es todava esclavizada a las cargas que implica tradicionalmente la feminidad, como la mujer aborda una carrera. Las circunstancias objetivas tampoco le son favorables. Siempre resulta duro ser un recin llegado que intenta abrirse camino en medio de una {830} sociedad hostil o, al menos, recelosa. Richard Wright ha demostrado en Black Boy hasta qu punto las ambiciones de un joven negro de Norteamrica son obstaculizadas desde el principio y qu lucha debe sostener para elevarse, simplemente, hasta el nivel en que los problemas empiezan a planterseles a los blancos; los negros que han venido a Francia desde frica tambin conocen en s mismos y a su alrededor dificultades anlogas a las que encuentran las mujeres. En primer lugar, durante el perodo de aprendizaje es cuando la mujer se halla en situacin de inferioridad: ya lo he indicado a propsito de las muchachas; pero es preciso volver a ello con ms precisin. Durante sus estudios, durante los primeros aos, tan decisivos, de su carrera, es raro que la mujer aproveche francamente sus oportunidades: muchas se vern en seguida en desventaja a causa de un mal comienzo. En efecto, entre los dieciocho y los treinta aos es cuando los conflictos de que he hablado alcanzan su mxima intensidad: y ese es el momento en que est en juego el porvenir profesional. Tanto si la mujer vive con su familia como si est casada, su entorno respetar raramente su esfuerzo como respeta el de un hombre; le impondrn servicios, servidumbres, se mermar su libertad; ella misma est todava profundamente marcada por su educacin, respetuosa con los valores que afirman sus mayores, acosada por sus sueos de nia y de adolescente; concilia mal la herencia de su pasado con el inters de su porvenir. A veces rechaza su feminidad, titubea entre la castidad, la homosexualidad o una provocativa actitud de marimacho, se viste mal o se disfraza: pierde mucho tiempo y muchas energas en desafos, comedias y cleras. Con mayor frecuencia quiere, por el contrario, afirmarla: es coqueta, sale, tiene devaneos, se enamora, oscila entre el masoquismo y la agresividad. De todas formas, se hace preguntas, se agita, se dispersa. Por el solo hecho de que es presa de preocupaciones extraas, no se compromete por entero en su empresa, y, por tanto, obtiene menos provecho de ella, se siente ms tentada de abandonarla. Lo que resulta en extremo desmoralizador {831} para la mujer que trata de bastarse a s misma es la existencia de otras mujeres pertenecientes a iguales categoras sociales, que han estado al principio en la misma situacin y han tenido las mismas oportunidades que ella, y que viven como parsitos; el hombre puede experimentar resentimiento con respecto a los privilegiados: pero es solidario de su clase; en conjunto, todos los que parten en igualdad de oportunidades alcanzan, poco ms o menos, el mismo nivel de vida; mientras que, por mediacin del hombre, mujeres de la misma condicin conocen fortunas muy diversas; la amiga casada o confortablemente entretenida es una tentacin para aquella que debe asegurar por s sola su xito; le parece que se condena arbitrariamente a aventurarse por los caminos ms difciles: a cada obstculo, se pregunta si no valdra ms elegir otro camino. Cuando pienso que todo tengo que sacarlo de mi cerebro!, me deca escandalizada una pequea estudiante sin fortuna. El hombre obedece a una imperiosa necesidad: la mujer debe renovar incesantemente su decisin; no avanza fijndose rectamente un objetivo, sino dejando que su mirada vague a su alrededor; por eso su marcha es tmida e insegura. Tanto ms cuanto que le parece como ya he dicho que cuanto ms avanza, ms renuncia a sus otras oportunidades; al convertirse en una mujer que usa su cerebro, desagradar a los hombres en general; o humillar a su marido, a su amante, en virtud de un xito demasiado brillante. No solo se afana tanto ms en mostrarse elegante, frvola, sino que frena sus impulsos. La esperanza de verse un da liberada del cuidado de s misma, el temor de tener que renunciar a esa esperanza al asumir ese cuidado, se conjugan para impedirle dedicarse sin reticencias a sus estudios, a su carrera. En tanto que la mujer se quiere mujer, su condicin independiente crea en ella un complejo de inferioridad; a la inversa, su feminidad le hace dudar de sus oportunidades profesionales. Ese es uno de los puntos ms importantes. Ya hemos visto cmo muchachas de catorce aos declaraban en el curso de una encuesta: Los chicos estn mejor; tienen ms facilidades para trabajar. La muchacha est convencida {832} de que su capacidad es limitada. Por el hecho de que padres y profesores admiten que el nivel de las chicas es inferior al de los chicos, las alumnas lo admiten tambin de buen grado; y, efectivamente, pese a la identidad de los programas, su cultura en los liceos es mucho menos extensa. Aparte de algunas excepciones, el conjunto de una clase femenina de filosofa, por ejemplo, est ntidamente por debajo de una clase de muchachos: un elevado nmero de alumnas no piensa proseguir sus estudios, unas trabajan muy superficialmente y otras padecen una falta de estmulo. En tanto se trate de exmenes relativamente fciles, su insuficiencia no se notar demasiado; pero, cuando se aborden exmenes ms serios, la estudiante adquirir conciencia de sus insuficiencias, y las atribuir, no a la mediocridad de su formacin, sino a la injusta maldicin que pesa sobre su feminidad; al resignarse a esa desigualdad, la agrava; se persuade de que sus posibilidades de xito no pueden residir sino en su paciencia, en su aplicacin; decide economizar avaramente sus fuerzas, lo cual tiene unos resultados detestables. Sobre todo en los estudios y las profesiones que exigen un poco de inventiva, de originalidad, donde tambin tienen importancia las pequeas cosas que nos rodean, la actitud utilitaria es nefasta; unas conversaciones, algunas lecturas al margen de los programas, un paseo durante el cual bogue libremente el espritu, pueden ser mucho ms provechosos incluso para traducir un texto griego que la taciturna compilacin de densas sintaxis. Aplastada por el respeto a las autoridades y el peso de la erudicin, detenida la mirada por anteojeras, la estudiante demasiado concienzuda mata en ella el sentido crtico y hasta la misma inteligencia. Su metdico encarnizamiento engendra tensin y tedio: en las clases donde las alumnas preparan los exmenes para pasar a Svres, reina una atmsfera asfixiante que desanima a toda individualidad un poco viva. Crendose ella misma una crcel, la candidata no desea otra cosa que evadirse; tan pronto como cierra los libros, piensa en cosas completamente diferentes. No conoce esos momentos fecundos en que el estudio y la diversin se confunden, en que las aventuras del {833} espritu adquieren un calor vivo. Abrumada por la ingratitud de sus tareas, se siente cada vez ms inepta para llevarlas a feliz trmino. Recuerdo a una estudiante que preparaba oposiciones a ctedra y que, con ocasin de celebrarse unos exmenes de filosofa comunes a hombres y mujeres, deca: Ellos pueden lograrlo en uno o dos aos; nosotras necesitaremos cuatro, por lo menos. Otra, a quien se le indic la lectura de una obra sobre Kant, autor incluido en el programa, dijo: Es un libro demasiado difcil: es un libro para normalistas! Pareca imaginarse que las mujeres podan aprobar los exmenes si les hacan una rebaja; al partir vencida de antemano, abandonaba efectivamente a los hombres todas las oportunidades de xito. Como consecuencia de ese derrotismo, la mujer se conforma fcilmente con un xito mediocre; no se atreve a poner sus miras muy alto. Abordando su profesin con una formacin superficial, pone rpidamente lmites a sus ambiciones. A menudo el hecho de ganarse la vida por s misma le parece ya un mrito bastante grande; como tantas otras, hubiera podido confiar su suerte a un hombre; para que siga deseando su independencia, necesita realizar un esfuerzo que la enorgullece, pero que tambin la agota. Le parece que ha hecho bastante desde el momento en que ha optado por hacer algo. Para una mujer, no est mal, piensa. Una mujer que ejerca una profesin inslita, deca: Si fuese hombre, me sentira obligada a situarme en primera fila; pero soy la nica mujer de Francia que ocupa semejante puesto: es suficiente para m. Hay mucha prudencia en esa modestia. La mujer teme romperse la cabeza si intenta llegar ms lejos. Preciso es decir que se siente molesta, y con razn, por la idea de que no tienen confianza en ella. De una manera general, la casta superior es hostil a los advenedizos de la casta inferior: los blancos no irn a la consulta de un mdico negro, ni los varones a la de una doctora; tambin los individuos de la casta inferior, imbuidos por el sentimiento de su inferioridad especfica y a menudo llenos de rencor contra aquel que ha vencido al destino, preferirn volverse hacia los amos; en particular la mayora de las mujeres {834}, impregnadas en la adoracin del hombre, lo buscan vidamente en el mdico, el abogado, el jefe de la oficina, etctera. Ni a hombres ni a mujeres les gusta hallarse bajo las rdenes de una mujer. Sus superiores, aun cuando la estimen, siempre la mirarn con un poco de condescendencia; ser mujer, si no una tara, s es al menos una singularidad. La mujer tiene que conquistar incesantemente una confianza que no se le ha concedido desde el primer momento: al principio, es sospechosa, tiene que pasar por ciertas pruebas. Si tiene valor, las pasar, se afirmar. Pero el valor no es una esencia dada: es la culminacin de un feliz desarrollo. Sentir sobre s el peso de un prejuicio desfavorable, no ayuda sino muy raramente a vencerlo. El complejo de inferioridad inicial comporta, como es generalmente el caso, una reaccin de defensa que es una exagerada afectacin de autoridad. La mayora de las mujeres mdicas, por ejemplo, la muestran en demasa o demasiado poco. Si se manifiestan de manera natural, no intimidan, porque el conjunto de su vida las predispone ms bien a seducir que a mandar; el paciente a quien agrada que lo dominen, se sentir decepcionado por unos consejos dados con sencillez; consciente de este hecho, la doctora adopta una voz grave, un tono tajante; pero entonces no tiene esa rotunda campechana que seduce en el mdico seguro de s mismo. El hombre tiene la costumbre de imponerse; sus clientes creen en su competencia; puede actuar con naturalidad: est seguro de impresionar. La mujer no inspira el mismo sentimiento de seguridad; se muestra enftica, carga la mano, se excede. En los negocios, en la administracin, se muestra escrupulosa, reparona y fcilmente agresiva. Al igual que en sus estudios, carece de desenvoltura, de elevacin, de audacia. Para llegar, se crispa. Su accin es una serie de retos y afirmaciones abstractas de s misma. He ah el mayor defecto que engendra la falta de seguridad: el sujeto no puede olvidarse de si mismo. No se propone generosamente un fin: se esfuerza por dar esas pruebas de valor que le piden. Al arrojarse osadamente hacia unos fines, se arriesgan sinsabores y desengaos: pero tambin se obtienen resultados inesperados; la {835} prudencia condena a la mediocridad. Raramente se encuentra en la mujer el gusto por la aventura, por la experiencia gratuita, o una curiosidad desinteresada; ella busca hacer carrera del mismo modo que otras se crean una dicha; permanece dominada, situada por el universo masculino, no tiene la audacia de romper el techo, no se pierde apasionadamente en sus proyectos; todava considera su vida como una empresa inmanente: no se propone un objeto, sino, a travs del objeto, su xito subjetivo. Es una actitud sorprendente, entre otras, en las mujeres norteamericanas; les agrada tener un trabajo y demostrarse que son capaces de ejecutarlo correctamente: pero no se apasionan por el contenido de sus tareas. Al mismo tiempo, la mujer tiene tendencia a conceder demasiado valor a pequeos fracasos y xitos modestos; alternativamente se desalienta o se hincha de vanidad; cuando se espera el xito, se le acoge con sencillez: pero se convierte en un triunfo embriagador si su obtencin era dudosa; esa es la excusa de las mujeres que se dan mucha importancia y exhiben con ostentacin sus menores logros. Miran sin cesar hacia atrs para medir el camino recorrido, y eso frena su impulso. Por ese medio, podrn realizar carreras honorables, pero no llevar a cabo grandes acciones. Hay que aadir que muchos hombres tampoco saben elaborarse ms que destinos mediocres. Es solamente con relacin a los mejores de ellos como la mujer salvo muy raras excepciones nos parece que va todava a remolque. Las razones que he expuesto lo explican suficientemente y no hipotecan para nada el porvenir. Para realizar grandes cosas, lo que esencialmente le falta a la mujer de hoy es el olvido de s misma: mas, para olvidarse, necesita primero estar slidamente segura de que ya se ha encontrado. Recin llegada al mundo de los hombres y pobremente sostenida por ellos, la mujer est todava demasiado ocupada en buscarse. Hay una categora de mujeres a quienes no cuadran estas observaciones, porque su carrera, lejos de perjudicar la afirmacin de su feminidad, la refuerza; son aquellas que tratan de superar el dato mismo que ellas constituyen, mediante la expresin artstica: actrices, bailarinas, cantantes. Durante {836} tres siglos, han sido casi las nicas que han ostentado una independencia concreta en el seno de la sociedad, y todava ocupan hoy en ella un lugar privilegiado. En otro tiempo, las comediantas eran malditas de la Iglesia: el exceso mismo de esa severidad las autoriz siempre a una gran libertad de costumbres; a menudo bordean la galantera y como las cortesanas, pasan gran parte de sus jornadas en compaa de hombres: pero, ganndose la vida por s mismas, hallando en su trabajo el sentido de su existencia, escapan al yugo de aquellos. La gran ventaja que disfrutan consiste en que sus xitos profesionales contribuyen como en el caso de los hombres a su valoracin sexual; al realizarse como seres humanos, se realizan como mujeres: no estn desgarradas por aspiraciones contradictorias; al contrario, encuentran en su profesin una justificacin a su narcisismo: vestidos, cuidados de belleza y encanto forman parte de sus deberes profesionales; para una mujer enamorada de su imagen, es una gran satisfaccin hacer algo simplemente exhibiendo lo que es; y esa exhibicin exige, al mismo tiempo, bastante artificio y estudio para aparecer, segn frase de Georgette Leblanc, como un sucedneo de la accin. Una gran actriz apuntar ms alto cada vez: superar el dato por la forma en que lo exprese, ser verdaderamente una artista, una creadora que da sentido a su vida al drselo al mundo. Pero estos raros privilegios esconden tambin trampas: en lugar de integrar en su vida artstica sus complacencias narcisistas y la libertad sexual que le ha sido otorgada, la actriz naufraga con mucha frecuencia en el culto del yo o en la galantera; ya he hablado de esas seudoartistas que en el cine o en el teatro solo tratan de hacerse un nombre, que represente un capital a explotar entre brazos masculinos; las comodidades de un apoyo viril son muy tentadoras, comparadas con los riesgos de una carrera y la severidad que implica todo trabajo verdadero. El deseo de un destino femenino un marido, un hogar, unos hijos y el hechizo del amor, no siempre se concilian fcilmente con la voluntad de llegar. Pero, sobre todo, la admiracin que experimenta hacia su yo limita en muchos casos el talento de la {837} actriz; esta se ilusiona con el valor de su simple presencia hasta el punto de que un trabajo serio le parece intil; ante todo, le interesa poner de relieve su propia figura; y sacrifica a esta fanfarronada el personaje que interpreta; tampoco ella tiene la generosidad de olvidarse de s misma, lo cual la priva de la posibilidad de superarse: raras son las Rachel o las Duse que salvan ese escollo y que hacen de su persona el instrumento de su arte, en vez de ver en el arte un servidor de su yo. En su vida privada, sin embargo, la mala actriz exagerar todos los defectos narcisistas: se mostrar vanidosa, susceptible, comedianta; considerar que el mundo entero es un escenario. Hoy en da, las artes de expresin no son las nicas que se proponen a las mujeres; muchas de estas intentan actividades creadoras. La situacin de la mujer la predispone a buscar un medio de salvacin en la literatura y el arte. Viviendo al margen del mundo masculino, no lo aprehende bajo su figura universal, sino a travs de una visin singular; no es para ella un conjunto de utensilios y de conceptos, sino una fuente de sensaciones y emociones; se interesa por las cualidades de las cosas en lo que tienen de gratuito y secreto; al adoptar una actitud de negacin, de rechazo, no se sumerge en lo real: protesta contra ello, con palabras; busca a travs de la Naturaleza la imagen de su alma, se entrega a sueos, quiere alcanzar su ser: est condenada al fracaso; solo puede lograr su rescate en la regin de lo imaginario. Para no dejar zozobrar en la nada una vida interior que no sirve en absoluto, para afirmarse contra el dato que sufre en la revuelta, para crear un mundo distinto de aquel en el que ella no consigue lograrse, necesita expresarse. Tambin es sabido que es charlatana y escritorzuela; se explaya en conversaciones, en cartas, en diarios ntimos. Basta con que tenga un poco de ambicin para que se la vea redactando sus memorias, haciendo una novela de su biografa, exhalando sus sentimientos en poesas. Disfruta de muchos ocios que favorecen estas actividades. Pero las mismas circunstancias que orientan a la mujer hacia la creacin, constituyen tambin obstculos que muy {838} frecuentemente ser incapaz de remontar. Cuando se decide a pintar o a escribir, con el solo objeto de llenar el vaco de sus jornadas, cuadros y ensayos sern tratados como obras de mujer; no les consagrar ni ms tiempo ni ms atencin y tendrn poco ms o menos el mismo valor. A menudo, es en el momento de la menopausia cuando la mujer, para compensar las fallas de su existencia, se lanza sobre el pincel o la pluma: es demasiado tarde; a falta de una formacin seria, nunca ser ms que una aficionada. Incluso si empieza bastante joven, es raro que considere al arte como un trabajo serio; habituada a la ociosidad, sin haber experimentado nunca en el curso de su vida la austera necesidad de una disciplina, ser incapaz de un esfuerzo sostenido y perseverante, no se obligar a adquirir una tcnica slida; le repugnan los tanteos ingratos y solitarios del trabajo que no se exhibe, que hay que destruir cien veces y cien veces reemprender; y como desde su infancia, al ensearle a agradar, le han enseado a hacer trampas, espera salir adelante con algunas tretas. Eso es lo que confiesa Marie Bashkirtseff: En efecto, no me tomo la molestia de pintar. Me he observado hoy... Hago trampas... De buen grado, la mujer juega a trabajar, pero no trabaja; cree en las virtudes mgicas de la pasividad, confunde conjuraciones y actos, gestos simblicos y actitudes eficaces; se disfraza de alumna de Bellas Artes, se arma con un arsenal de pinceles; plantada delante de su caballete, su mirada vaga del lienzo a su espejito; pero el ramo de flores o el frutero con manzanas no vienen a inscribirse por s solos en la tela. Sentada ante su escritorio, rumiando vagas historias, la mujer se asegura una apacible coartada, imaginndose que es una escritora: pero es preciso trazar signos sobre la blanca cuartilla, es preciso que tengan un sentido a los ojos de los dems. Entonces el engao queda al descubierto. Para agradar, basta con crear espejismos: pero una obra de arte no es un espejismo, sino un objeto slido; y para construirla hay que conocer el oficio. Colette no se ha convertido en una gran escritora gracias exclusivamente a sus dones o a su temperamento; su pluma ha sido a menudo su medio para ganarse el pan y le ha exigido el esmerado {839} trabajo que el buen artesano reclama a su herramienta; de Claudine a La naissance du jour, la aficionada se ha convertido en profesional: el camino recorrido demuestra brillantemente los beneficios de un severo aprendizaje. La mayora de las mujeres, sin embargo, no comprenden los problemas que plantea su deseo de comunicacin: y eso es lo que en gran parte explica su pereza. Siempre se han considerado como algo que viene dado; creen que sus mritos provienen de una gracia que mora en ellas y no se imaginan que el valor se pueda adquirir; para seducir, solo saben manifestarse: su hechizo hace efecto o no lo hace; ellas no tienen el menor control sobre su xito o su fracaso; suponen que, de una manera anloga, para expresarse basta con mostrar lo que se es; en lugar de elaborar su obra mediante un trabajo reflexivo, tienen confianza en su espontaneidad; escribir o sonrer, para ellas es todo uno: prueban suerte, y el xito vendr o no vendr. Seguras de s mismas, dan por descontado que el libro o el cuadro resultar un xito sin necesidad de esfuerzo; tmidas, la menor crtica las desalienta; ignoran que el error puede abrir el camino al progreso, y lo tienen por una catstrofe irreparable, con la misma razn que una deformidad. Por eso se muestran frecuentemente de una susceptibilidad que les resulta nefasta: solo reconocen sus faltas con irritacin y desaliento, en vez de extraer de ellas lecciones fecundas. Desgraciadamente, la espontaneidad no es una actitud tan sencilla como parece: la paradoja del lugar comn segn explica Paulhan en Les fleurs de Tarbes radica en que se confunde a menudo con la inmediata traduccin de la impresin subjetiva; de modo y manera que, en el momento en que la mujer, al entregar la imagen que se forma en ella sin tener en cuenta a los dems, se cree la ms singular, no hace ms que reinventar un trivial clis; si se le dice eso, se asombra, se despecha y arroja la pluma; no se percata de que el pblico lee en sus propios ojos y su propio pensamiento, y que un epteto lozano .puede despertar en su memoria multitud de recuerdos aosos; ciertamente, es un don precioso introducirse uno mismo para sacarlos a la superficie del lenguaje de las impresiones {840} vivas; se admira en Colette una espontaneidad que no se encuentra en ningn escritor masculino; y aunque ambos trminos parezcan darse de cachetes en ella se trata de una espontaneidad reflexiva: Colette rechaza algunas de sus aportaciones y solo acepta otras en momento oportuno; el aficionado, en vez de captar las palabras como una relacin interindividual, un llamamiento al otro, ve en ellas la revelacin directa de su sensibilidad; se le antoja que elegir, tachar, equivale a repudiar una parte de s misma; no quiere sacrificar nada, tanto porque se complace en lo que es como porque no espera convertirse en otra. Su estril vanidad proviene de que se mima sin osar construirse. As es como, de la legin de mujeres que picotean en las artes y las letras, muy pocas son las que perseveran; incluso aquellas que franquean este primer obstculo, permanecern muy a menudo compartidas entre su narcisismo y un complejo de inferioridad. No saber olvidarse es un defecto que pesar sobre ellas ms que en cualquier otra carrera; si su fin esencial es una abstracta afirmacin de s mismas, la satisfaccin formal del triunfo, no se abandonarn a la contemplacin del mundo: sern incapaces de crearlo de nuevo. Marie Bashkirtseff decidi pintar, porque deseaba hacerse clebre; la obsesin de la gloria se interpone entre ella y la realidad; en verdad no le gusta pintar: el arte no es ms que un medio; no sern sus sueos ambiciosos y hueros los que le descubrirn el sentido de un color o de un rostro. En lugar de entregarse generosamente a la obra que emprende, la mujer la considera demasiado frecuentemente como un simple ornamento de su vida; el libro y el cuadro no son ms que intermediarios inesenciales que le permiten exhibir pblicamente esa realidad esencial que es su propia persona. De modo que su persona es el tema principal, y a veces nico, que le interesa: madame VigeLebrun no se cansa de fijar en sus lienzos su sonriente maternidad. Incluso cuando habla de temas generales, la mujer escritora seguir hablando de s misma: no se pueden leer tales crnicas teatrales sin quedar enterados de la estatura y corpulencia de su autora, el color de sus cabellos y las peculiaridades de su carcter {841}. Ciertamente, no siempre es aborrecible el yo. Pocos libros son ms apasionantes que ciertas confesiones: pero es preciso que sean sinceras y que el autor tenga algo que confesar. El narcisismo de la mujer, en vez de enriquecerla, la empobrece; a fuerza de no hacer nada ms que contemplarse, se aniquila; el mismo amor que se tiene, termina por estereotiparse: en sus escritos no descubre su autntica experiencia, sino un dolo imaginario construido de cliss. No podra reprochrsele que se proyecte en sus novelas como han hecho Benjamn Constant y Stendhal: pero la desgracia consiste en que, con excesiva frecuencia, ve su historia como un bobo cuento de hadas; la jovencita se oculta la realidad con grandes refuerzos de lo maravilloso, porque su crudeza la espanta: lstima que, una vez adulta, siga envolviendo el mundo, sus personajes y a s misma en poticas brumas. Cuando la verdad se abre paso a travs de esos disfraces, se obtienen a veces resultados encantadores; pero tambin, al lado de Poussire o de La ninfa constante, cuntas novelas de evasin inspidas y lnguidas! Es natural que la mujer trate de escapar de este mundo, donde a menudo se siente desconocida e incomprendida; lo lamentable es que no se atreva entonces a los audaces vuelos de un Grard de Nerval o de un Poe. Multitud de razones excusan su timidez. Agradar es su mayor preocupacin; y frecuentemente ya tiene miedo, por el solo hecho de escribir, de desagradar en tanto que mujer: el calificativo de basbleu (1), aunque un tanto trasnochado, todava despierta desagradables resonancias; no tiene el coraje de desagradar, adems, como escritora. El escritor original, en tanto no est muerto, es siempre escandaloso; la novedad inquieta e indispone; la mujer todava est asombrada y halagada por haber sido admitida en el mundo del pensamiento, del arte {842}, que es un mundo masculino: se mantiene en el mismo con toda modestia; no se atreve a molestar, explorar, estallar; le parece que debe hacerse perdonar sus pretensiones literarias por su modestia y buen gusto; apuesta sobre los seguros valores del conformismo; introduce en la literatura justamente esa nota personal que de ella se espera: recuerda que es mujer con algunas gracias, zalameras y culteranismos bien elegidos; as descollar en la composicin de bestsellers; pero no hay que contar con ella para que se aventure por caminos inditos. No es que las mujeres carezcan de originalidad en sus actitudes y sentimientos: las hay tan singulares, que sera preciso encerrarlas; en conjunto, muchas de entre ellas son ms extravagantes, ms excntricas que los hombres, cuya disciplina rechazan. Pero es a su vida, a su conversacin y a su correspondencia adonde ellas hacen pasar su genio extravagante; si intentan escribir, se sienten aplastadas por el universo de la cultura, ya que es un, universo de hombres: no hacen ms que balbucear. A la inversa, la mujer que opte por razonar y expresarse segn las tcnicas masculinas, tendr inters en ahogar una singularidad de la cual desconfa; al igual que la estudiante, ser fcilmente aplicada y pedante; imitar el rigor y el vigor viriles. Podr convertirse en excelente terica, adquirir un slido talento; pero se impondr el repudiar todo cuanto en ella haba de diferente. Hay mujeres que son alocadas y hay mujeres de talento: ninguna tiene esa locura del talento que se llama genio. (1) Nombre despectivo que se aplica a las mujeres con pretensiones literarias y aquejadas de una hipertrofia de la vanidad literaria. Se atribuye su origen al crculo literario de la seora Montague, dama inglesa, y sus amigas. Algunos hombres eran admitidos al mismo, y, entre ellos, haba un caballero que tena la mana de llevar siempre medias azules. Los rivales de dicho crculo aprovecharon esta circunstancia para bautizarlo con el nombre del color de sus medias. (N. del T.) Esta razonable modestia es la que ha definido hasta ahora, sobre todo, los lmites del talento femenino. Muchas mujeres han desbaratado y desbaratan cada vez ms las trampas del narcisismo y de lo falsamente maravilloso; pero ninguna ha pisoteado jams toda prudencia para tratar de emerger ms all del mundo dado. En primer lugar, hay desde luego un gran nmero de ellas que aceptan la sociedad tal y como es; son las cantoras por excelencia de la burguesa, puesto que representan en esta clase amenazada el elemento ms conservador; con adjetivos escogidos, evocan los refinamientos de una civilizacin llamada de la calidad {843}; exaltan el ideal burgus de la felicidad y, con los colores de la poesa, disfrazan los intereses de su clase; orquestan la mistificacin destinada a persuadir a las mujeres para que sigan siendo mujeres: antiguas mansiones, parques y jardines, abuelos pintorescos, nios revoltosos, coladas, compotas, fiestas familiares, vestidos, salones, bailes, esposas doloridas, pero ejemplares, belleza de la abnegacin y el sacrificio, penas minsculas y grandes alegras del amor conyugal, sueos de juventud, resignacin madura: he ah los temas que las novelistas de Inglaterra, Francia, Norteamrica, Canad y Escandinavia han explotado hasta la saciedad; con ello han ganado gloria y dinero, pero ciertamente no han enriquecido nuestra visin del mundo. Mucho ms interesantes son las insurgentes que han acusado a esta sociedad injusta; una literatura de reivindicacin puede engendrar obras fuertes y sinceras; George Eliot ha extrado de su rebelda una visin a la vez minuciosa y dramtica de la Inglaterra victoriana; sin embargo, como hace observar Virginia Woolf, escritoras como Jane Austen, las hermanas Bronte o George Eliot debieron de derrochar negativamente tantas energas para liberarse de las coacciones exteriores, que llegaron un poco sin aliento a ese estadio del cual parten los escritores masculinos de gran talla; de ese modo, no les queda fuerza suficiente para aprovecharse de su triunfo y romper todas sus amarras: por ejemplo, no se encuentra en ellas la irona, la desenvoltura de un Stendhal, ni su tranquila sinceridad. Tampoco han tenido la riqueza de experiencias de un Dostoiewski, de un Tolstoi: por eso, el hermoso libro que es Middlemarch no iguala a Guerra y paz: y Cumbres borrascosas, a pesar de su grandeza, no tiene el alcance de Los hermanos Karamazov. Hoy en da les cuesta ya a las mujeres menos trabajo afirmarse; pero no han superado todava por completo la especificacin milenaria que las confina en su feminidad. La lucidez, por ejemplo, es una conquista de la cual estn orgullosas con justicia, pero con la cual se satisfacen demasiado pronto. El hecho es que la mujer tradicional es una conciencia mistificada y un instrumento de mistificacin; ella trata de disimularse su propia {844} dependencia, lo cual es una manera de consentir en ella; denunciar esa dependencia es ya una liberacin; es una defensa contra las humillaciones, la vergenza y el cinismo: es el esbozo de una asuncin. Al quererse lcidas, las escritoras rinden el mayor servicio a la causa de la mujer; pero sin darse cuenta generalmente de ello permanecen demasiado apegadas al servicio de esa causa para adoptar ante el Universo esa actitud desinteresada que abre los ms vastos horizontes. Cuando han descorrido los velos de la ilusin y las mentiras, creen haber hecho lo suficiente: esta audacia negativa, empero, sigue dejndonos ante un enigma; porque la verdad misma es ambigedad, abismo, misterio: despus de haber indicado su presencia, sera preciso pensarla, recrearla. Est muy bien no ser vctima; pero todo comienza a partir de ah; la mujer agota su valor disipando espejismos y se detiene amedrentada ante el umbral de la realidad. Por eso es por lo que hay, por ejemplo, autobiografas femeninas tan sinceras e interesantes: pero ninguna puede compararse con las Confesiones, con los Souvenirs d'gotisme. Todava estamos demasiado preocupadas por ver claro en ello para tratar de penetrar otras tinieblas ms all de esa claridad. Las mujeres no superan jams el pretexto, me deca un escritor. Es bastante cierto. Todava maravilladas por haber recibido permiso para explorar este mundo, hacen su inventario sin tratar de descubrir su sentido. En donde a veces sobresalen es en la observacin de lo que est dado: constituyen notables periodistas; ningn periodista masculino ha superado los testimonios de Andre Viollis sobre Indochina y la India. Ellas saben describir ambientes y personajes, indicar entre ellos sutiles relaciones, hacernos participar en los movimientos secretos de sus almas: Willa Cather, Edith Wharton, Dorothy Parker, Katherine Mansfield han evocado de manera aguda y matizada individuos, climas y civilizaciones. Es raro que logren crear hroes masculinos tan convincentes como Heathcliff: en el hombre, apenas captan otra cosa que al macho; pero, en cambio, han descrito a menudo y con acierto su vida interior, su experiencia, su {845} universo; apegadas a la secreta sustancia de los objetos, fascinadas por la singularidad de sus propias sensaciones, entregan su experiencia palpitante a travs de sabrosos adjetivos e imgenes carnales: por lo general, su vocabulario es ms notable que su sintaxis, porque les interesan las cosas ms que sus relaciones; no aspiran a una elegancia abstracta, pero en desquite sus palabras hablan a los sentidos. Uno de los dominios que han explorado con ms amor es el de la Naturaleza; para la jovencita, para la mujer que no ha abdicado del todo, la Naturaleza representa lo que la propia mujer representa para el hombre: su yo y su negacin, un reino y un lugar de destierro; lo es todo bajo la figura del otro. Al hablar de las landas o de las huertas, la novelista nos revelar de la manera ms ntima su experiencia y sus sueos. Hay muchas que encierran los milagros de la savia y de las estaciones en potes, vasijas y arriates; otras, sin aprisionar plantas o animales, tratan, no obstante, de apropirselos mediante el atento amor que les prodigan: como Colette o Katherine Mansfield; rarsimas son las que abordan la Naturaleza en su libertad inhumana, las que intentan descifrar sus extraos significados y se pierden con objeto de unirse a esa otra presencia: por esos caminos que invent Rousseau apenas se aventuraron otras escritoras que Emily Bront, Virginia Woolf y a veces Mary Webb. Con mayor razn pueden contarse con los dedos de una mano las mujeres que han atravesado lo dado, en busca de su dimensin secreta: Emily Bronte ha interrogado a la muerte; Virginia Woolf, a la vida, y Katherine Mansfield, a veces no con mucha frecuencia a la contingencia cotidiana y el sufrimiento. Ninguna mujer ha escrito El proceso, Moby Dick, Ulises o Las siete columnas de la sabidura. No discuten la condicin humana, porque apenas comienzan a poder asumirla por completo. Eso explica que sus obras carezcan generalmente de resonancias metafsicas y tambin de humor negro; no ponen al mundo entre parntesis, no le plantean preguntas, no denuncian sus contradicciones: lo toman en serio. Por otra parte, el hecho es que la mayora de los hombres conoce las mismas limitaciones; solo cuando se la compara con {846} los raros artistas que merecen ser llamados grandes, aparece la mujer como mediocre. No la limita un destino: se puede comprender fcilmente por qu no le ha sido dado por qu no le ser dado, quiz, antes que pase mucho tiempo alcanzar las ms altas cimas. El arte, la literatura, la filosofa, son tentativas para fundar de nuevo el mundo sobre una libertad humana: la del creador; en primer lugar, es preciso plantearse uno mismo, sin equvocos y como una libertad para alimentar semejante pretensin. Las restricciones que la educacin y la costumbre imponen a la mujer limitan su aprehensin del Universo; cuando el combate por hacerse un sitio en el mundo es demasiado duro, no puede plantearse la cuestin de eludirlo; ahora bien, hay que acceder al mismo en soberana soledad si se quiere intentar recuperarlo: lo que en primer lugar le falta a la mujer es hacer el aprendizaje de su abandono y trascendencia en la angustia y el orgullo. Lo que envidio escribe Marie Bashkirtseff es la libertad de pasearse a solas, de ir y venir, de sentarse en los bancos del jardn de las Tulleras. He ah la libertad sin la cual no se puede llegar a ser un verdadero artista. Acaso creis que aprovecha lo que se ve cuando se va en compaa, o cuando, para ir al Louvre, hay que esperar el coche, la dama de compaa, la familia?... Esa es la libertad que falta y sin la cual no se puede llegar a ser algo seriamente. El pensamiento est encadenado como resultado de esas molestias estpidas e incesantes... Con eso hasta para que las alas caigan! He ah una de las grandes razones por las cuales no hay artistas femeninos. En efecto, para convertirse en creador, no basta con cultivarse, es decir, con integrar a la vida propia espectculos y conocimientos; es preciso que la cultura sea aprehendida a travs del libre movimiento de una trascendencia; es preciso que el espritu, con todas sus riquezas, se lance hacia un cielo vaco y al cual le corresponde poblar; pero, si mil tenues lazos lo retienen en tierra, su impulso se quiebra. Sin duda, hoy, la joven sale sola y puede deambular por las {847} Tulleras; pero ya he dicho hasta qu punto le es hostil la calle: por doquier hay ojos y manos en acecho; si vagabundea aturdidamente sumida en sus pensamientos, si enciende un cigarrillo en la terraza de un caf, si va sola al cine, no tardar en producirse un incidente desagradable; es preciso que inspire respeto por su indumentaria, por su porte: semejante preocupacin la clava en el suelo y en s misma. Las alas caen. A los dieciocho aos, T. E. Lawrence realiz solo un vasto recorrido en bicicleta a travs de Francia; a una muchacha no se le permitir lanzarse a semejante empresa: y an le ser menos posible aventurarse a pie en un pas semidesierto y peligroso como hizo Lawrence un ao ms tarde. Sin embargo, tales experiencias tienen un alcance incalculable: es entonces cuando el individuo, en la embriaguez de la libertad y el descubrimiento, aprende a considerar la Tierra entera como su propio feudo. La mujer ya ha sido privada naturalmente de las lecciones de la violencia: ya he dicho hasta qu punto la inclina a la pasividad su debilidad fsica; cuando un muchacho resuelve una pendencia a puetazos, adquiere conciencia de que puede confiar en s mismo para su propia defensa; al menos sera preciso que, en compensacin, se le permitiese a la muchacha la iniciativa del deporte, de la aventura, el orgullo del obstculo vencido. Pero no. Puede sentirse solitaria en el seno del mundo: jams se alza frente a l, nica y soberana. Todo la incita a dejarse sitiar y dominar por existencias extraas: y, singularmente en el amor, se niega en vez de afirmarse. En este sentido, el infortunio o la desgracia son a menudo pruebas fecundas: fue su aislamiento lo que permiti a Emily Bronte escribir un libro poderoso y desmelenado; frente a la Naturaleza, la muerte, el destino, no esperaba ayuda ms que de s misma. Rosa Luxemburgo era fea; jams sinti la tentacin de sumergirse en el culto de su imagen, hacerse objeto, presa y trampa: desde su juventud, fue toda entera espritu y libertad. Incluso entonces, es muy raro que la mujer asuma plenamente el angustioso dilogo con el mundo dado. Las coacciones de que est rodeada y toda la tradicin que pesa {848} sobre ella impiden que se sienta responsable del Universo: he ah la profunda razn de su mediocridad. Los hombres a quienes llamamos grandes son aquellos que de una forma u otra han cargado sobre sus espaldas el peso del mundo entero: han salido de la empresa mejor o peor, han logrado recrearlo o han naufragado; pero lo primero que han hecho ha sido asumir ese enorme fardo. Eso es lo que ninguna mujer ha hecho jams. lo que ninguna ha podido hacer nunca. Para considerar al Universo como suyo, para juzgarse culpable de sus faltas y glorificarse con sus progresos, preciso es pertenecer a la casta de los privilegiados; exclusivamente a aquellos que poseen sus mandos les pertenece justificarlo modificndolo, pensndolo, descubrindolo; solo ellos pueden reconocerse en l y tratar de imprimirle su sello. Solo en el hombre, y no en la mujer, ha podido encarnarse hasta ahora el hombre. Ahora bien, los individuos que nos parecen ejemplares, aquellos a quienes se adorna con el nombre de genios, son los que han pretendido representar en su existencia singular la suerte de toda la Humanidad. Ninguna mujer se ha credo autorizada para ello. Cmo hubiera podido ser mujer un Van Gogh? A una mujer no la habran enviado en misin al Borinage, no habra experimentado la miseria de los hombres como su propio crimen, no habra buscado una redencin; por tanto, jams hubiera pintado los tornasoles de Van Gogh. Sin contar con que el gnero de vida del pintor la soledad de Aries, la frecuentacin de cafs y burdeles, todo cuanto alimentaba al arte de Van Gogh al alimentar su sensibilidad le habra estado vedado. Una mujer jams hubiera podido convertirse en un Kafka: en medio de sus dudas e inquietudes, no habra reconocido la angustia del Hombre expulsado del Paraso. Fuera de Santa Teresa, apenas hay quien haya vivido por su cuenta, en un total abandono, la condicin humana: ya hemos visto por qu. Situndose ms all de las jerarquas terrestres, no senta ms que San Juan de la Cruz un techo tranquilizador encima de su cabeza. Para ambos era la misma noche, los mismos resplandores de luz, la misma nada en s mismos, la misma {849} plenitud en Dios. Cuando, por fin, le sea posible a todo ser humano colocar su orgullo ms all de la diferenciacin sexual, en la difcil gloria de su libre existencia, solamente entonces podr confundir la mujer su historia, sus problemas, sus dudas y sus esperanzas con los de la Humanidad; solo entonces podr intentar descubrir en su vida y sus obras toda la realidad y no nicamente su persona. En tanto que tenga que seguir luchando para convertirse en un ser humano, no podr ser una creadora. De nuevo, para explicar sus limitaciones, hay que invocar, pues, su situacin, y no una misteriosa esencia: el porvenir sigue ampliamente abierto. Se ha sostenido a porfa que las mujeres no posean genio creador, tesis que defendi, entre otras, la seora Marthe Borely, notoria antifeminista en otro tiempo: pero dirase que trat de ofrecer con sus libros la prueba viva de la falta de lgica y la bobera femeninas: hasta tal punto son contradictorias. Por lo dems, la idea de un instinto creador dado debe ser relegada, como la del eterno femenino, al desvn de los trastos viejos de las entidades periclitadas. Algunos misginos, un poco ms concretamente, afirman que la mujer, al ser una neurtica, no puede crear nada valioso: pero a menudo se trata de las mismas personas que declaran que el genio es una neurosis. En todo caso, el ejemplo de Proust demuestra lo suficiente que el desequilibrio psicofisiolgico no significa ni impotencia ni mediocridad. En cuanto a los argumentos que se extraen del examen de la Historia, acabamos de ver lo que hay que pensar de ello; el hecho histrico no podra ser considerado como definidor de una verdad eterna; y no hace sino traducir una situacin que precisamente se manifiesta como histrica, puesto que est en vas de cambio. Cmo han podido las mujeres tener genio jams, cuando les ha sido negada toda posibilidad de realizar una obra genial, o incluso .una obra pura y simplemente? La vieja Europa abrum en otro tiempo con su desprecio a los brbaros americanos, que no posean artistas ni escritores: Dejadnos existir antes de exigirnos que justifiquemos nuestra existencia, replic en sustancia Jefferson. Los negros dan la misma rplica a {850} los racistas que les reprochan el no haber producido un Whitman o un Melville. El proletariado francs tampoco puede oponer ningn nombre a los de Racine y Mallarm. La mujer libre solamente est en vas de nacer; una vez que se haya conquistado a s misma, tal vez justifique la profeca de Rimbaud: Habr poetisas! Cuando se haya concluido la infinita esclavitud de la mujer, cuando viva para ella y por ella; cuando el hombre hasta ahora abominable le haya dado su libertad, ella tambin ser poeta. La mujer hallar lo desconocido! Diferirn de los nuestros sus mundos de ideas? Ella encontrar cosas extraas, insondables, repelentes, deliciosas, y nosotros las tomaremos, las comprenderemos (1). No es seguro que esos mundos de ideas sean diferentes de los de los hombres, puesto que la mujer se liberar asimilndose a ellos; para saber en qu medida seguir siendo singular y en qu medida esas singularidades tendrn importancia, sera preciso arriesgarse a anticipaciones muy audaces. Lo que s es seguro es que, hasta ahora, las posibilidades de la mujer se han ahogado y perdido para la Humanidad y que hora es ya, en su inters y en el de todos, que se le deje aprovechar por fin todas sus oportunidades {851}. (1) Carta a Pierre Demeny, 15 de mayo de 1871. CONCLUSIN. No, la mujer no es nuestro hermano; mediante la pereza y la corrupcin, hemos hecho de ella un ser aparte, desconocido, sin otra arma que su sexo, lo cual no solo es la guerra perpetua, sino un arma de guerra maligna adorando u odiando, pero no compaera franca, un ser que forma legin con espritu de cuerpo, de masonera, desconfianzas de eterna y pequea esclava. Multitud de hombres suscribiran an esas palabras de Jules Laforgue; muchos piensan que entre ambos sexos siempre habr intriga y discordia y que jams ser posible la fraternidad entre ellos. El hecho es que ni hombres ni mujeres estn satisfechos hoy unos de otros. Pero la cuestin estriba en saber si se trata de una maldicin original que los condene a desgarrarse mutuamente o si los conflictos que los oponen no expresan ms que un momento transitorio de la Historia humana. Ya hemos visto que, a despecho de leyendas, ningn destino fisiolgico impone al Varn y a la Hembra, como tales, una eterna hostilidad; hasta la famosa mantis religiosa solamente devora al macho a falta de otros alimentos y en inters de la especie: a esta ltima se subordinan todos los individuos de arriba abajo en la escala animal. Por lo dems, la Humanidad es algo distinto de una especie un devenir histrico y se define por la manera en que asume la ficcin natural. En verdad, ni siquiera con la peor mala fe del mundo, es imposible descubrir entre el varn y la hembra humanos una rivalidad de orden expresamente fisiolgico. Ms bien habra que situar su hostilidad en ese terreno intermedio {852} entre la biologa y la psicologa que es el del psicoanlisis. Se dice que la mujer envidia al hombre su pene y desea castrarlo; pero el deseo infantil del pene no adquiere importancia en la vida de la mujer adulta ms que en el caso de que ella experimente su feminidad como una mutilacin; entonces, y en tanto que encarna todos los privilegios de la virilidad, es cuando desea apropiarse del rgano masculino. Se admite de buen grado que su sueo de castracin tiene una significacin simblica: se supone que desea privar al varn de su trascendencia. Su anhelo, ya lo hemos visto, es mucho ms ambiguo: de un modo contradictorio, quiere tener esa trascendencia, lo cual supone que la respeta y la niega al mismo tiempo, que pretende precipitarse en ella y retenerla dentro de s a la vez. Es decir, que el drama no se desarrolla sobre un plano sexual; la sexualidad, por otra parte, jams se nos ha presentado como definidora de un destino, como portadora de la clave de las actitudes humanas, sino como expresin de la totalidad de una situacin que contribuye a definir. La lucha de los sexos no est inmediatamente implicada en la anatoma del hombre y de la mujer. En verdad, cuando se la evoca, se da por supuesto que en el cielo intemporal de las Ideas se desarrolla una batalla entre esas esencias inciertas: el Eterno femenino y el Eterno masculino, y no se echa de ver que ese titnico combate reviste en la Tierra dos formas completamente diferentes, correspondientes a momentos histricos distintos. La mujer, confinada en la inmanencia, trata de retener tambin al hombre en esa prisin; de ese modo, esta se confundir con el mundo y ella no sufrir ya por estar encerrada en la misma: la madre, la esposa, la amante, son otras tantas carceleras; la sociedad codificada por los hombres decreta que la mujer es inferior: y ella solo puede abolir esa inferioridad destruyendo la superioridad viril. Se dedica a mutilar, a dominar al hombre; le contradice; niega su verdad y sus valores. Mas con ello no hace otra cosa que defenderse; no han sido ni una esencia inmutable ni una eleccin culpable las que la han condenado a la inmanencia, a la inferioridad. Le han sido impuestas. Toda opresin crea un {853} estado de guerra. Y este caso no es una excepcin. El existente al que se considera como inesencial no puede dejar de pretender el restablecimiento de su soberana. Hoy el combate adopta otra forma: en lugar de querer encerrar al hombre en un calabozo, la mujer trata de evadirse; ya no pretende arrastrarlo a las regiones de la inmanencia, sino de emerger a la luz de la trascendencia. Es entonces la actitud de los varones la que crea un nuevo conflicto: el hombre concede su libertad a la mujer de muy mala gana. Le gusta seguir siendo sujeto soberano, superior absoluto, ser esencial; se niega concretamente a tener por igual a su compaera; y ella replica a esa desconfianza con una actitud agresiva. Ya no se trata de una guerra entre individuos encerrados cada cual en su esfera: una casta reivindicadora se lanza al asalto y es tenida en jaque por la casta privilegiada. Son dos trascendencias que se afrontan; en vez de reconocerse mutuamente, cada libertad quiere dominar a la otra. Esta diferencia de actitud se proyecta tanto en el plano sexual como en el espiritual; la mujer femenina, al hacerse presa pasiva, trata de reducir tambin al varn a su pasividad carnal; procura hacerle caer en la trampa, encadenarlo a travs del deseo que despierta, hacindose dcilmente cosa; por el contrario, la mujer emancipada se quiere activa, prensil, y rechaza la pasividad que el hombre pretende imponerle. De igual modo, Elise y sus mulas niegan su valor a las actividades viriles; colocan la carne por encima del espritu, la contingencia por encima de la libertad, su prudencia rutinaria por encima de la audacia creadora. Pero la mujer moderna acepta los valores masculinos: pone todo su amor propio en pensar, obrar, trabajar y crear con los mismos ttulos que los varones; en lugar de tratar de rebajarlos, afirma que se iguala a ellos. En la medida en que se expresa en actitudes concretas, esa reivindicacin es legtima; y entonces la insolencia de los hombres es la que resulta condenable. Pero hay que decir en disculpa de ellos que las mujeres embrollan a propsito las cartas. Una Mabel Dodge pretenda esclavizar a Lawrence con los encantos de su feminidad, con objeto de dominarlo {854} despus espiritualmente; muchas mujeres, para demostrar con sus xitos que valen tanto como un hombre, se esfuerzan por asegurarse sexualmente un apoyo masculino; juegan as con dos barajas, reclamando a la vez antiguas consideraciones y una estimacin nueva, apostando a su antigua magia y a sus recientes derechos; se comprende que el hombre, irritado, se site a la defensiva; pero tambin l es falaz cuando exige que la mujer participe lealmente en el juego, al mismo tiempo que, con su desconfianza y su hostilidad, le niega los triunfos indispensables. En verdad, la lucha no podra revestir entre ellos una forma clara, puesto que el ser mismo de la mujer es opacidad; no se alza frente al hombre como sujeto, sino como un objeto paradjicamente dotado de subjetividad; se asume a la vez como yo y como otro, lo cual es una contradiccin que comporta desconcertantes consecuencias. Cuando convierte en arma a la vez su debilidad y su fuerza, no se trata de un clculo concertado: busca espontneamente su salvacin en la va que le ha sido impuesta, la de la pasividad, al mismo tiempo que reivindica activamente su soberana; y, sin duda, este proceder no es de buena lid, pero le est dictado por la ambigua situacin que le han asignado. Sin embargo, el hombre, cuando la trata como una libertad, se indigna de que siga siendo un cepo para l; si la halaga y la satisface en tanto que es su presa, le irritan sus pretensiones de autonoma; haga lo que haga, se siente burlado y ella se considera perjudicada. La disputa durar en tanto que hombres y mujeres no se reconozcan como semejantes, es decir, en tanto se perpete la feminidad como tal; quines de ellos son los ms encarnizados en mantenerla? La mujer que se libera de ella quiere, no obstante, seguir conservando sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces asuma tambin sus limitaciones. Es ms fcil acusar a un sexo que excusar al otro, dice Montaigne. Distribuir censuras y parabienes resulta vano. En verdad, si el crculo vicioso resulta aqu difcil de romper, es porque ambos sexos son vctimas cada uno al propio tiempo del otro y de s mismo; entre dos adversarios {855} que se afrontasen en su pura libertad, podra establecerse fcilmente un acuerdo: tanto ms cuanto que esa guerra no beneficia a nadie; sin embargo, la complejidad de todo este asunto proviene de que cada uno de los campos es cmplice de su enemigo; la mujer persigue un sueo de dimisin; el hombre, un sueo de enajenacin; la inautenticidad no es rentable: cada cual culpa al otro de la desgracia que se ha buscado al ceder a las tentaciones de lo fcil; lo que el hombre y la mujer odian el uno en el otro es el clamoroso fracaso de su propia mala fe y de su cobarda. Ya se ha visto por qu originariamente los hombres han esclavizado a las mujeres; la devaluacin de la feminidad ha sido una etapa necesaria para la evolucin humana; pero hubiera podido engendrar una colaboracin de ambos sexos; la opresin se explica por la tendencia del existente a evadirse enajenndose en el otro, al cual oprime con ese fin; hoy da, vuelve a encontrarse en cada hombre esta tendencia singular, y la inmensa mayora cede a ella: el marido se busca en su esposa, el amante en su querida, bajo la figura de una estatua de piedra; persigue en ella el mito de su virilidad, de su soberana, de su inmediata realidad. Mi marido no va nunca al cine, dice la mujer, y la incierta opinin masculina se imprime en el mrmol de la eternidad. Pero l mismo es esclavo de su doble: qu trabajo para edificar una imagen en la cual siempre est en peligro! A pesar de todo, se funda en la caprichosa libertad de las mujeres: hay que hacrsela propicia sin cesar; al hombre le corroe la preocupacin de mostrarse varonil, importante, superior; hace comedia para que se la hagan; tambin se muestra inquieto, agresivo; siente hostilidad contra las mujeres porque las teme, y las teme porque le amedrenta el personaje con el cual se confunde. Cunto tiempo y cuntas energas derrocha para liquidar, sublimar y superar sus complejos, y para hablar de mujeres, seducirlas o temerlas! Se le liberara, liberndolas. Pero eso es precisamente lo que teme. Y se obstina en las mistificaciones destinadas a mantener a la mujer encadenada. Son muchos los hombres que tienen conciencia de que la {856} mujer es vctima de un engao. Qu desgracia ser mujer! Y, sin embargo, cuando se es mujer, la desgracia, en el fondo, consiste en no comprender que lo es, dice Kierkegaard (1). Hace mucho tiempo que se dedican metdicos esfuerzos a disfrazar esa desgracia. Se ha suprimido, por ejemplo, la tutela: se le han dado a la mujer unos protectores que, si han sido revestidos con los derechos de los antiguos tutores, lo han sido en inters de la propia mujer. Prohibirle trabajar, mantenerla en el hogar, es defenderla contra ella misma, es asegurar su dicha. Ya se ha visto con qu velos poticos se disimulaban las montonas cargas que la abruman: faenas domsticas y maternidad; a cambio de su libertad, le han hecho el presente de los falaces tesoros de su feminidad. Balzac ha descrito muy bien esa maniobra cuando aconseja al hombre que la trate como esclava, persuadindola de que es una reina. Menos cnicos, muchos hombres se esfuerzan por convencerse a s mismos de que verdaderamente es una privilegiada. Hay socilogos norteamericanos que ensean hoy con toda seriedad la teora del lowclass gain, es decir, de los beneficios de las clases inferiores. Tambin en Francia se ha proclamado frecuentemente aunque de manera menos cientfica que los obreros, y ms an los vagabundos que pueden vestirse de harapos y acostarse en las aceras, tenan la gran suerte de no verse obligados a representar placeres prohibidos al conde de Beaumont y a esos pobres seores de Wendel. Y los despreocupados piojosos que se rascan alegremente sus parsitos, y los gozosos negros que ren bajo los latigazos, y esos alegres rabes del Souss, que entierran a sus hijos {857} muertos de hambre con la sonrisa en los labios; la mujer disfruta de un privilegio incomparable: la irresponsabilidad. Sin esfuerzos, sin cargas, sin preocupaciones, lleva manifiestamente la mejor parte. Lo que turba un poco es que, por una obstinada perversidad ligada sin duda al pecado original, a travs de siglos y pases, las gentes que llevan la mejor parte les gritan siempre a sus bienhechores: Es demasiado! Yo me contentara con la vuestra! Pero los capitalistas magnficos, los colonos generosos, los esplndidos varones, se obstinan: Conservad la mejor parte, conservadla! (1) In vino veritas. Dice tambin: Vuelve la galantera esencialmente hacia la mujer; y el hecho de que ella la acepte sin vacilar se explica en virtud de la solicitud de la Naturaleza por el ms dbil, por el ser no favorecido y por aquel para quien una ilusin significa ms que una compensacin. Pero esta ilusin, precisamente, le es fatal... Sentirse liberada de la miseria gracias a la imaginacin, ser vctima de una imaginacin, no es una burla an ms profunda?... La mujer est muy lejos de hallarse verwahrlos (abandonada), pero en otro sentido s lo est, porque jams puede librarse de la ilusin de que se ha servido la Naturaleza para consolarla. El hecho es que los hombres encuentran en su compaera ms complicidad que la que habitualmente encuentra el opresor en el oprimido; y, con mala fe, consideran que ello les da autoridad para declarar que la mujer ha querido el destino que le han impuesto. Ya hemos visto que, en verdad, toda su educacin conspira para cerrarle los caminos de la revuelta y la aventura; la sociedad entera empezando por sus respetados padres le miente al exaltar el excelso valor del amor, de la devocin y la abnegacin, y al ocultarle que ni el amante, ni el marido, ni los hijos estarn dispuestos a soportar su embarazosa carga. Acepta ella alegremente tales mentiras, porque la invitan a seguir la pendiente de lo fcil: y ese es el peor crimen que se comete contra ella; desde su infancia y a todo lo largo de su vida, la miman y corrompen, designndole como vocacin esa dimisin que tienta a todo existente angustiado por su libertad; si se invita a un nio a la pereza, divirtindole todo el da, sin darle ocasin para estudiar, sin mostrarle su utilidad, cuando llegue a la edad madura no podr decirse que ha elegido ser incapaz e ignorante: as es como se educa a la mujer, sin ensearle nunca la necesidad de asumir por s misma su existencia; y ella se abandona de buen grado, contando con la proteccin, el amor, la ayuda y la direccin de otro; se deja fascinar por la esperanza de poder realizar su ser sin hacer nada. Hace mal cediendo a la tentacin; pero el hombre no tiene derecho a reprochrselo, puesto que ha sido l quien la ha tentado. Cuando entre ellos estalle un conflicto, cada uno {858} juzgar al otro responsable de la situacin; ella le reprochar el haberla creado: Nadie me ha enseado a razonar, a ganarme la vida... El le reprochar haberlo aceptado: No sabes nada, eres una intil... Cada sexo cree justificarse tomando la ofensiva: pero los entuertos de uno no absuelven al otro. Los innumerables conflictos que enfrentan a hombres y mujeres derivan de que ninguno de los dos asume todas las consecuencias de esa situacin que uno propone y otra sufre; esa incierta nocin de la igualdad en la desigualdad, de la cual se sirve uno para enmascarar su despotismo y la otra su cobarda, no resiste a la experiencia; en sus intercambios, la mujer reclama la igualdad abstracta que le han garantizado, y el hombre, la desigualdad concreta que constata. De ah proviene que en todas esas relaciones se perpete un debate indefinido sobre el equvoco de las palabras dar y tomar: ella se queja de que lo da todo, l protesta que ella le toma todo. Es preciso que la mujer comprenda que los intercambios y esta es una ley fundamental de la economa poltica se rigen por el valor que la mercanca ofrecida tenga para el comprador y no para el vendedor: la han engaado al persuadirla de que ella posea un valor infinito; en verdad, ella es para el hombre solamente una distraccin, un placer, tina compaa, un bien inesencial; en cambio, l es el sentido y la justificacin de la existencia de ella; de modo que el intercambio no se efecta entre dos objetos de la misma calidad; esta desigualdad va a sealarse singularmente en el hecho de que el tiempo que pasen juntos y que falazmente parece el mismo no tiene para ambos el mismo valor; durante la velada que el amante pasa con su querida, podra haber ejecutado un trabajo til para su carrera, haber visto a unos amigos, haber cultivado unas relaciones, haberse distrado; para un hombre normalmente integrado en la sociedad, el tiempo es una riqueza positiva: dinero, reputacin, placer. Por el contrario, para la mujer ociosa, que se aburre, es una carga de la cual solo aspira a desembarazarse; cuando logra matar unas horas, considera que ha obtenido un beneficio: la presencia del {859} hombre es un puro beneficio; en numerosos casos, lo que ms claramente interesa a un hombre en un enredo amoroso es el provecho sexual que saca del mismo: en un caso lmite, puede contentarse con pasar en compaa de su querida el tiempo justo y necesario para realizar el acto amoroso; pero, salvo excepciones, lo que ella desea es que transcurra todo ese exceso de tiempo con el que no sabe qu hacer, y como el comerciante que no vende las patatas si no le compran tambin los nabos no cede su cuerpo sino cuando el amante compra, por aadidura, unas horas de conversacin y paseo. El equilibrio se establece si el coste total del lote no se le antoja al hombre demasiado elevado: eso depende, bien entendido, de la intensidad de su deseo y de la importancia que tengan a sus ojos las ocupaciones que sacrifica; pero si la mujer reclama ofrece demasiado tiempo, se hace completamente importuna, como el ro que se sale de su cauce, y el hombre preferir no tener nada antes que tener demasiado. As, pues, ella modera sus exigencias; pero muy a menudo el equilibrio se establece a costa de una doble tensin: ella estima que el hombre la ha conseguido a un precio de rebajas; l considera que ha pagado demasiado caro. Desde luego, esta exposicin tiene un poco de humorstica; sin embargo salvo en los casos de pasin celosa y exclusiva en que el hombre quiere a la mujer en su totalidad, este conflicto se advierte en la ternura, el deseo y el amor mismo; el hombre siempre tiene algo que hacer con su tiempo, en tanto que la mujer trata de desembarazarse de l; y el hombre no considera como un don las horas que la mujer le consagra, sino como una carga. Generalmente, consiente en soportarla porque sabe muy bien que est del lado de los favorecidos, no tiene la conciencia tranquila; y, si tiene un poco de buena voluntad, trata de compensar la desigualdad de las condiciones por medio de la generosidad; no obstante, considera un mrito su compasin y, al primer choque, trata a la mujer de ingrata, se irrita: Soy demasiado bueno. Ella percibe que se porta como una pedigea, cuando est persuadida del elevado valor de sus regalos, y se siente humillada. Eso es lo que explica la {860} crueldad de que a menudo se muestra capaz la mujer; tiene la conciencia tranquila, porque est en el lado de los desfavorecidos; no se considera obligada a ningn miramiento con respecto a la casta privilegiada, solo piensa en defenderse; ser incluso muy dichosa si tiene ocasin para manifestar su rencor al amante que no ha sabido satisfacerla: puesto que l no da bastante, ella se lo quitar todo con un placer salvaje. Entonces el hombre herido descubre el valor global de la relacin, cada uno de cuyos momentos desdeaba: est dispuesto a todas las promesas, corriendo el riesgo de considerarse nuevamente explotado cuando deba cumplirlas; acusa a su amante de hacerle chantaje, y ella le reprocha su avaricia; los dos se juzgan perjudicados. Tambin aqu es ocioso distribuir excusas y censuras: jams se podr crear la justicia en el seno de la injusticia. Un administrador colonial no tiene ninguna posibilidad de llevarse bien con los indgenas, ni un general con sus soldados; la nica solucin consiste en no ser ni colono ni jefe; pero un hombre no puede impedir ser un hombre. Helo ah culpable, por tanto, a su pesar, y oprimido por una falta que no ha cometido; as tambin la mujer es vctima y arpa, a su pesar. A veces l se rebela, opta por la crueldad; pero entonces se hace cmplice de la injusticia, y la falta se vuelve realmente suya; a veces se deja aniquilar, devorar, por su vctima reivindicadora: pero entonces se siente burlado; a menudo se aviene a un compromiso que a la vez le disminuye y le deja desasosegado. Un hombre de buena voluntad se sentir ms desgarrado por la situacin que la mujer misma: en cierto sentido, siempre se sale ganando si se est en el bando de los vencidos; pero si tambin ella tiene buena voluntad, es incapaz de bastarse a s misma, le repugna aplastar al hombre con el peso de su destino, se debatir en una inextricable confusin. Se encuentran profusamente en la vida cotidiana esos casos que no comportan solucin satisfactoria, porque estn definidos por condiciones que tampoco son satisfactorias: un hombre que se vea obligado a continuar manteniendo moral y materialmente a una mujer a quien ya no ama, se siente {861} vctima; pero si abandonase sin recursos a la que ha comprometido toda su existencia con l, sera ella la vctima de una manera igualmente injusta. El mal no proviene de una perversidad individual y la mala fe comienza cuando cada uno acusa al otro, sino de una situacin contra la cual toda actitud singular es impotente. Las mujeres son pegajosas, pesadas, y sufren por ello; es porque tienen la suerte de un parsito que succiona la vida de un organismo extrao; que se les dote de un organismo autnomo, que puedan luchar contra el mundo y arrancarle su subsistencia, y ser abolida su dependencia: tambin la del hombre. Unos y otras, sin duda alguna, lo pasarn mucho mejor. Un mundo en el que hombres y mujeres fuesen iguales es fcil de imaginar, porque eso es exactamente lo que haba prometido la revolucin sovitica: las mujeres, educadas y formadas exactamente como los hombres, trabajaran en las mismas condiciones (1) y por los mismos salarios; la libertad ertica sera admitida por las costumbres, pero el acto sexual ya no sera considerado como un servicio que se remunera; la mujer estara obligada a asegurarse otro medio de vida; el matrimonio descansara en un libre compromiso que los cnyuges podran denunciar cuando lo desearan; la maternidad sera libre, es decir, que se autorizara el control de la natalidad y tambin el aborto, y a todas las madres y a sus hijos se les daran exactamente los mismos derechos, tanto si eran casadas como si no; las vacaciones por causa de embarazo seran costeadas por la colectividad, que asumira el cargo de los hijos, lo cual no quiere decir que se les retirara a sus padres, sino que no se les abandonara. (1) El que ciertos oficios demasiado duros les estn vedados, no contradice ese proyecto: tambin entre los hombres se busca cada vez ms el realizar una adaptacin profesional; sus capacidades fsicas e intelectuales limitan sus posibilidades de eleccin; lo que se pide. en todo caso, es que no se trace ninguna frontera de sexo o de casta. Pero basta con cambiar las leves, las instituciones, las costumbres, la opinin y todo el contexto social para que hombres y mujeres se conviertan verdaderamente en semejantes? Las mujeres siempre sern mujeres, afirman los {862} escpticos; y otros videntes profetizan que, al despojarse de su feminidad, las mujeres no lograrn transformarse en hombres y se convertirn en monstruos. Eso es tanto como admitir que la mujer de hoy es una creacin de la Naturaleza. Es preciso volver a repetir una vez ms que, en la colectividad humana, nada es natural, y que, entre otras cosas, la mujer es un producto elaborado por la civilizacin: la intervencin de otro en su destino es original; si esa accin estuviese dirigida de otro modo, desembocara en un resultado completamente diferente. La mujer no es definida ni por sus hormonas ni por misteriosos instintos, sino por el modo en que, a travs de conciencias extraas, recupera su cuerpo y sus relaciones con el mundo; el abismo que separa al adolescente de la adolescente ha sido abierto de manera concertada desde los primeros tiempos de su infancia; ms tarde no se podr impedir que la mujer no sea lo que ha sido hecha, y siempre arrastrar ese pasado en pos de si; si se mide bien el peso de todo ello, se comprende claramente que su destino no est fijado en la eternidad. Desde luego, no hay que creer que basta con modificar su situacin econmica para que la mujer se transforme; este factor ha sido y sigue siendo el factor primordial de su evolucin, pero en tanto no comporte las consecuencias morales, sociales, culturales, etc., que anuncia y que exige, no podr aparecer la mujer nueva; a la hora actual, no se han realizado en ninguna parte, no ms en la URSS que en Francia o en Estados Unidos; y por ese motivo la mujer de hoy se ve descuartizada entre el pasado y el porvenir; lo ms frecuente es que aparezca como una verdadera mujer disfrazada de hombre, y se siente incmoda tanto en su carne de mujer como en su hbito de hombre. Es preciso que eche piel nueva y se corte sus propios vestidos. No podra lograrlo sino merced a una evolucin colectiva. Ningn educador aislado puede modelar hoy un ser humano hembra que sea exacto homlogo del ser humano macho: educada como un chico, la muchacha se considera excepcional, y en virtud de ello experimenta una nueva suerte de especificacin. Stendhal lo comprendi muy bien cuando dijo: Hay que plantar de una vez todo {863} el bosque. Pero si suponemos, por el contrario, una sociedad donde la igualdad de los sexos se hubiera realizado concretamente, esa igualdad se afirmara de nuevo en cada individuo. Si desde la ms tierna edad, la nia fuese educada con las mismas exigencias y los mismos honores, las mismas severidades y las mismas licencias que sus hermanos, participando en los mismos estudios, en los mismos juegos, prometida a un mismo porvenir, rodeada de hombres y mujeres que se le presentasen sin equvocos como iguales, el sentido del complejo de castracin y el del complejo de Edipo quedaran profundamente modificados. Al asumir con los mismos ttulos que el padre la responsabilidad material y moral de la pareja, la madre gozara del mismo prestigio perdurable; la nia sentira a su alrededor un mundo andrgino y no un mundo masculino; aunque se sintiera afectivamente ms atrada por el padre lo cual ni siquiera es seguro, su amor por l estara matizado por una voluntad de emulacin y no por un sentimiento de impotencia: no se orientara hacia la pasividad; autorizada a demostrar su vala en el trabajo y los deportes, rivalizando activamente con los muchachos, la ausencia de pene compensada por la promesa del hijo no bastara para engendrar un complejo de inferioridad; de manera correlativa, el muchacho no tendra espontneamente un complejo de superioridad si no se le hubiera inculcado y si estimase a las mujeres tanto como a los hombres (1). La muchacha no buscara estriles compensaciones en el narcisismo y los sueos, no se tendra por algo descontado; se interesara por lo que hace, abordara sin reticencias todas sus empresas. Ya he dicho cunto ms fcil sera su pubertad si la superase, como el muchacho, hacia un libre porvenir de adulto; la menstruacin {864} solo le inspira tanto horror porque constituye una cada brutal en la feminidad; tambin asumira ms tranquilamente su joven erotismo si no experimentase un disgusto lleno de turbacin ante el conjunto de su destino; una educacin sexual coherente la ayudara mucho a remontar esa crisis. Y, gracias a la educacin mixta, el augusto misterio del Hombre no tendra ocasin de nacer: sera aniquilado por la familiaridad cotidiana y la franca competencia. Las objeciones que se oponen a este sistema implican siempre el respeto por los tabes sexuales; pero resulta vano pretender inhibir en el nio la curiosidad y el placer; as solo se termina por crear represiones, obsesiones, neurosis; el sentimentalismo exaltado, los fervores homosexuales y las pasiones platnicas de las adolescentes, con todo su cortejo de bobera y disipacin, son mucho ms nefastos que algunos juegos infantiles y algunas experiencias precisas. Lo que aprovechara sobre todo a la joven sera que, al no buscar en el varn un semidis sino solamente un camarada, un amigo, un compaero, no se apartara de asumir por s misma su existencia; el erotismo, el amor, adoptaran el carcter de una libre superacin, y no el de una dimisin; y ella podra vivirlos como una relacin de igual a igual. Bien entendido, no se trata de suprimir de un plumazo todas las dificultades que el nio tiene que superar para convertirse en adulto; la educacin ms inteligente y ms tolerante no podra dispensarle de hacer los gastos de su propia experiencia; lo que se puede pedir es que no se acumulen gratuitamente obstculos en su camino. El que ya no se cauterice con un hierro candente a las muchachas viciosas es un progreso; el psicoanlisis ha instruido en cierta medida a los padres; sin embargo, las actuales condiciones en que se realiza la formacin y la iniciacin sexuales de la mujer son tan deplorables, que ninguna de las objeciones que se oponen a la idea de un cambio radical es valedera. No se trata de suprimir en ella las contingencias y miserias de la condicin humana, sino de ofrecerle los medios necesarios para superarlas. (1) Conozco a un nio de ocho aos que vive con su madre, una ta, una abuela, las tres independientes y activas, y un anciano abuelo semiimpotente. El nio padece un aplastante complejo de inferioridad con respecto al sexo femenino, pese a que su madre se esfuerza por combatirlo. En el liceo desprecia a compaeros y profesores, porque son mseros representantes del sexo masculino. La mujer no es vctima de ninguna misteriosa fatalidad {865}; las singularidades que la especifican derivan su importancia de la significacin que revisten; podrn ser superadas tan pronto como sean captadas en nuevas perspectivas; as se ha visto que, a travs de su experiencia ertica, la mujer experimenta y a menudo detesta la dominacin del varn: de ello no hay que deducir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas. La agresividad viril no aparece como un privilegio seorial nada ms que en el seno de un sistema que conspira todo entero para afirmar la soberana masculina; y la mujer se siente en el acto amoroso tan profundamente pasiva, porque ya se piensa como tal. Al reivindicar su dignidad de seres humanos, muchas mujeres modernas captan todava su vida ertica a partir de una tradicin de esclavitud: as les parece humillante permanecer acostadas debajo del hombre y ser penetradas por l, y ello las crispa en la frigidez; pero, si la realidad fuese diferente, el sentido que expresan simblicamente gestos y posturas amorosos lo sera tambin: una mujer que paga, que domina a su amante, puede sentirse orgullosa, por ejemplo, de su soberbia ociosidad y considerar que esclaviza al varn que se agota activamente; y ya existen multitud de parejas sexualmente equilibradas y entre las cuales las nociones de victoria y derrota han cedido el paso a una idea de intercambio. En verdad, el hombre, como la mujer, es carne y, por tanto, pasividad, juguete de sus hormonas y de la especie, inquieta presa de su deseo; y ella, como l, en el seno de la fiebre carnal, es consentimiento, Con voluntario, actividad; cada uno de ellos vive a su manera el extrao equvoco de la existencia hecha cuerpo. En esos combates en los cuales creen enfrentarse el uno contra el otro, cada cual lucha contra s mismo, proyectando en su compaero esa parte de s mismo que cada cual repudia; en lugar de vivir la ambigedad de su condicin, cada uno de ellos se esfuerza por hacer soportar al otro su abyeccin, reservndose para si el honor. Si, no obstante, ambos la asumiesen con lcida modestia, correlativa de un autntico orgullo, se reconoceran como semejantes y viviran amistosamente el drama ertico. El hecho de ser un ser humano es infinitamente ms {866} importante que todas las singularidades que distinguen a los seres humanos; nunca es el dato lo que confiere superioridad: la virtud, como la llamaban los antiguos, se define al nivel de lo que depende de nosotros. En los dos sexos se desarrolla el mismo drama de la carne y el espritu, de la finitud y la trascendencia; a ambos los roe el tiempo, los acecha la muerte; ambos tienen la misma necesidad esencial uno del otro; y pueden extraer de su libertad la misma gloria: si supiesen saborearla, no sentiran la tentacin de disputarse falaces privilegios; y entonces podra nacer la fraternidad entre ellos. Se me dir que todas estas consideraciones son puramente utpicas, puesto que para rehacer a la mujer sera preciso que la sociedad ya la hubiera hecho realmente la igual del hombre; los conservadores, en todas las circunstancias anlogas, no han dejado nunca de denunciar este crculo vicioso: sin embargo, la Historia no gira en redondo. Sin duda, si se mantiene una casta en estado de inferioridad, seguir siendo inferior: pero la libertad puede romper ese crculo; que se deje votar a los negros, y se convertirn en personas dignas del voto; que se den responsabilidades a la mujer, y sabr asumirlas; la cuestin estriba en que sera ocioso esperar de los opresores un movimiento gratuito de generosidad; sin embargo, unas veces la rebelin de los oprimidos y otras la evolucin misma de la casta privilegiada crean situaciones nuevas; de ese modo, los hombres se han visto obligados, en su propio inters, a emancipar parcialmente a las mujeres: estas solo tienen que proseguir su ascensin, alentadas por los xitos que obtienen; parece casi seguro que dentro de un perodo de tiempo ms o menos largo accedern a la perfecta igualdad econmica y social, lo que llevar consigo una metamorfosis interior. En todo caso, objetarn algunos, si un mundo tal es posible, no es deseable. Cuando la mujer sea lo mismo que el hombre, la vida perder toda su sal. Este argumento tampoco es nuevo: los que tienen inters en perpetuar el presente, siempre vierten lgrimas sobre el mirfico pasado que va a desaparecer, sin otorgar una sonrisa al joven porvenir {867}. Es cierto que al suprimir los mercados de esclavos se han aniquilado las grandes plantaciones tan magnficamente adornadas de azaleas y camelias, se ha arruinado toda la delicada civilizacin sudista; los viejos encajes se han reunido en los desvanes del tiempo con los timbres tan puros de los castrados de la Capilla Sixtina, y hay un cierto encanto femenino que amenaza con caer igualmente convertido en polvo. Convengo en que es un brbaro aquel que no aprecia las flores raras, las puntillas, el cristal de una voz de eunuco, el encanto femenino. Cuando se muestra en todo su esplendor, la mujer encantadora es un objeto mucho ms excitante que las pinturas idiotas, dinteles, decoraciones, ropas de saltimbanquis, enseas, iluminaciones populares que enloquecan a Rimbaud; adornada con los ms modernos artificios, trabajada segn las tcnicas ms recientes, llega desde el fondo de los tiempos, de Tebas, de Minos, de Chichen Itza; y es tambin el ttem plantado en el corazn de la selva africana; es un helicptero y es un pjaro; y la mayor maravilla es que, bajo sus cabellos teidos, el rumor del follaje se hace pensamiento y de sus senos se escapan palabras. Los hombres tienden sus manos vidas hacia el prodigio; pero, tan pronto como lo cogen, se desvanece; la esposa, la querida, hablan como todo el mundo, con la boca: sus palabras valen justamente lo que valen; sus senos, tambin. Milagro tan fugaz y tan raro merece que se perpete una situacin nefasta para ambos sexos? Se puede apreciar la belleza de las flores, el encanto de las mujeres, y apreciarlos en su justo valor; si esos tesoros hay que pagarlos con sangre o con la desdicha, preciso ser saber sacrificarlos. El hecho es que este sacrificio se les antoja a los hombres singularmente pesado; hay pocos que deseen de corazn que la mujer termine de realizarse; quienes la desprecian no ven qu ganancia podran obtener de ello, y quienes la quieren bien, ven demasiado claro lo que pueden perder; y es verdad que la evolucin actual no amenaza solamente el encanto femenino: al ponerse a existir por s misma, la mujer abdicar la funcin de doble y de mediatriz que le vale en el universo {868} masculino su lugar privilegiado; para el hombre aprisionado entre el silencio de la Naturaleza y la exigente presencia de otras libertades, un ser que sea a la vez su semejante y una cosa pasiva se presenta como un gran tesoro; la figura bajo la cual percibe a su compaera bien pudiera ser mtica, pero las experiencias de que ella es fuente o pretexto no por ello son menos reales: y no las hay apenas ms preciosas, ms ntimas y ms ardientes; no es cosa de negar que la dependencia, la inferioridad y el infortunio femeninos les da su carcter singular; seguramente la autonoma de la mujer, aunque ahorre a los varones multitud de molestias, los privar tambin de muchas facilidades; con toda seguridad, ciertas maneras de vivir la aventura sexual se perdern en el mundo de maana: pero eso no significa que sern desterrados del mismo el amor, la dicha, la poesa. Guardmonos de que nuestra falta de imaginacin despueble el porvenir; este no es para nosotros ms que una abstraccin; cada uno de nosotros deplora sordamente la ausencia de lo que fue; pero la Humanidad del maana lo vivir en su carne y en su libertad; ese ser su presente y, a su vez, ella lo preferir; entre los sexos nacern nuevas relaciones carnales y afectivas, respecto a las cuales no tenemos la menor idea: ya han aparecido entre hombres y mujeres amistades, rivalidades, complicidades, camaraderas castas o sexuales, que los pasados siglos no habran podido inventar. Entre otras cosas, nada me parece ms discutible que el slogan que condena al mundo nuevo a la uniformidad y, por tanto, al tedio. No veo que el tedio est ausente de este nuestro mundo, ni que la libertad haya creado nunca uniformidad. En primer lugar, siempre habr entre el hombre y la mujer ciertas diferencias; al tener una figura singular, su erotismo, y por tanto su mundo sexual, no podran dejar de engendrar en la mujer una sensualidad y una sensibilidad singulares: sus relaciones con su propio cuerpo, con el cuerpo masculino, con el hijo, no sern jams idnticas a las que el hombre sostiene con su propio cuerpo, con el cuerpo femenino y con el hijo; los que tanto hablan de igualdad en la diferencia daran muestras de mala voluntad si no me concediesen que pueden existir {869} diferencias en la igualdad. Por otra parte, son las instituciones las que crean la monotona: jvenes y bonitas, las esclavas del serrallo son siempre las mismas entre los brazos del sultn; el cristianismo ha dado al erotismo su sabor a pecado y leyenda al dotar de un alma a la hembra del hombre; aunque se le restituyera su soberana singularidad, no se quitara su sabor pattico a los abrazos amorosos. Es absurdo pretender que la orga, el vicio, el xtasis y la pasin seran imposibles si el hombre y la mujer fuesen concretamente semejantes; las contradicciones que oponen la carne al espritu, el instante al tiempo, el vrtigo de la inmanencia al llamamiento de la trascendencia, lo absoluto del placer a la nada del olvido, jams desaparecern; en la sexualidad se materializarn siempre la tensin, el desgarramiento, el gozo, el fracaso y el triunfo de la existencia. Liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que sostiene con el hombre, pero no negarlas; aunque se plantee para s, no por ello dejar de seguir existiendo tambin para l: reconocindose mutuamente como sujeto, cada uno seguir siendo, no obstante, para el otro, un otro; la reciprocidad de sus relaciones no suprimir los milagros que engendra la divisin de los seres humanos en dos categoras separadas: el deseo, la posesin, el amor, la aventura; y las palabras que nos conmueven: dar, conquistar, unirse, conservarn su sentido; por el contrario, cuando sea abolida la esclavitud de una mitad de la Humanidad y todo el sistema de hipocresa que implica, la seccin de la Humanidad revelar su autntica significacin y la pareja humana hallar su verdadera figura. La relacin inmediata, natural y necesaria del hombre con el hombre es la relacin del hombre con la mujer, ha dicho Marx (1). Del carcter de esa relacin se deduce hasta qu punto el hombre se ha comprendido a s mismo como ser genrico, como hombre; la relacin del hombre con la mujer es la relacin ms natural entre el ser humano y el ser humano. Ah se demuestra, por tanto, hasta qu punto el {870} comportamiento natural del hombre se ha hecho humano o hasta qu punto el ser humano se ha convertido en su ser natural, hasta qu punto su naturaleza humana se ha convertido en su naturaleza. (1) Oeuvres philosophiques, tomo VI. El subrayado es de Marx. Imposible sera expresarlo mejor. Al hombre corresponde hacer triunfar el reino de la libertad en el seno del mundo establecido; para alcanzar esa suprema victoria es necesario, entre otras cosas, que, por encima de sus diferencias naturales, hombres y mujeres afirmen sin equvocos su fraternidad {871}. FINAL DE EL SEGUNDO SEXO LIBRO APORTADO POR USUARIO COMO OBRA INDITA.     PAGE  PAGE 79 PAGE  PAGE 79 $%&'(),-UVf \ j CD`acdg!ƻuj^j^jujuQujujujujujhLh~]@OJQJhLh~]6OJQJhLh~]OJQJhLh~]5OJQJhLh~]5CJ,OJQJhG\5CJ,OJQJhL5OJQJh)6CJOJQJaJhGCJ(OJQJaJ(hG5:OJQJ#jhGhG5:OJQJUh~]5:OJQJhLh~]5:OJQJhLh~]5CJ(OJQJ%'(*+,-@UVfgo [ \ j k 78 0*$] 77]7^7$a$gdG$a$8detu ..K/L/44eBfBVCWC UU3U4Ue eggabg!h!j!k!\)])_)`)....f<g<i<j<>>DQDEEEE>>>rGsGuGvGOOOORXSXhLh~]OJQJhLh~]5OJQJhLh~]5CJ(OJQJhLh~]CJ(OJQJQwx,-3478FGUV$a$)*|}ghuv   , ,7777t8u8w@$a$w@x@FFGGEMFM_M`MWWmm n nBnCnoooooo8z9z'($a$SXUXVX$a%a'a(a^h_hahbhmmmmoo|u}uuu9~:~<~=~ц҆ԆՆԎՎ׎؎OW()+,\]_` !#$?@BCF_adh_`bchLh~]CJ,OJQJhLh~]5CJ,OJQJhLh~]6OJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJLڎێ ۛܛEFUVdehi̸͸)*jk$a$019:de  --//////55i;j;%P&P    2356!!!!****5555@@@@HHHHP P"P#P[[[[)c*c,c-cwlxlzl{lnnssssstM|N|P|Q|   ΕϕѕҕhLh~]OJQJhLh~]5OJQJ\&PQQTTWWb b.f/fVfWf>h?hnnnnssttYZ01$%$a$%NOmnQR  #$*+$a$fgjkhilmjkno $*[\_`LMPQ    STWX%%&&....F1J15555q>r>u>v>GG!G"GOOOhLh~]OJQJhLh~]5OJQJ\@A    C D   K L ''E1F1J1K1x>y>C$a$ 77]7^7CCGKHKPPWWccoozr{rzz-.23qrOOsXtXwXxX1a2a5a6aiiiirrr rzzzzghklVWZ[CDGHޤߤpqtuٹ4<Ż+~.4KLOP-?hLh~]6OJQJhLh~]OJQJhLh~]5OJQJWNOwx'(((L*M*2288??}A~ADDRSVW   89<=    efij}'~'''00008888vAwAzA{AHHtIuIxIyIzQ{Q~QQaZbZeZfZccc ckkkktttt } } }} #$hLh~]5OJQJhLh~]OJQJ\DFFHHHHTTTTUUoo q qeyfy}}34$a$pqŰư@Aabfg$a$)*-.}~`acdefijbcfhz{~lmpq   /!hGh~]OJQJmH sH hLh~]CJ,OJQJhLh~]5CJ,OJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJHgſƿXYGHABfg67"#KLTUYZ{|99:hiB C <=\]=>    !1!2! 77]7^7/!0!2!3!Z&[&^&_&////c6d6g6h6AAAAQJRJUJVJRRRRZZZZccccllll uuuu}}}}QRUV  abegȹɹ̹ιhLh~]OJQJhLh~]5OJQJhGh~]OJQJmH sH hGh~]5OJQJmH sH O2!!!)#*#|'}'**7788::U@V@{H|HN NNN```awnxnctctdtwwww0xVxxxxzz$BR׆؆7^7NOGHvw56%&J*$%&)+ ! !!!9):)=)>)1111::::AAAAUMVMYMZMLUMUPURU]]]]ofpfsfufnnnn whLh~]6OJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJWJK,-}~4%5%%%v0w0AAtBCDEFHILIIIPPP"R#RPRRRVV[[\\kk}n~nppqqqqrrxx=y>yy7^7 wwww}}}}$)CIpqtuMstwx<=@BPQTU!"_`cd}~89<=     hLh~]CJOJQJhLh~]6OJQJhLh~]OJQJhLh~]5OJQJRyyz6zgzyzzzzz{{|{PQNO01†ՆLM7^7Mш?t9mz{!"gh  {{|tursXYno/Gm7^7*IijQRb$c$2'3'))i<j<<<cAdAGG7^7     [$\$_$`$////8888A A A AGGGGG(G7GMLNLQLRLULrLRRRRJZKZNZOZcccc!m"m%m&m>u?uBuDuQ|R|U|V|hLh~]5CJ,OJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJhLh~]6OJQJKGGG(G)G7G8GTLULgLhLrLsLjUkU^^__``ddiillpp$a$p}}~~$%#$wxkluv?./24GHKLӽfgjkbcfg   ^_bc   yz}]^ab!!!!****000058;;;;hLh~]CJOJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJhGh~]OJQJmH sH Q?@yzhi78XYWXmn ]^hicd    !""#,,0022233556E66666677O777788::FFLLOO]^;DDDDFFBMCMFMHMUUUU^^^^bgcgfgggooooUwVwYwZw[\_`TUXYۢܢߢͪΪѪҪtuxyhiln\]`b   hGh~]OJQJmH sH hLh~]6OJQJhLh~]5OJQJhLh~]OJQJQOOO4Z5Z[[ a anaoaffll=>Όό͓] ]^͓Γz{BC*+ef²!"ʼ˼()r ]^rspqvw23  ij67de ]^ ]^ j k     x y   8 9         F$ G$ % ]^ c d g h / 0 3 5     ?$ @$ C$ D$ , , , , 3 3 4 4 {; |; ; ; C C C C IL JL ML NL U U U U ] ] ] ] ge he ke le fn gn jn kn u u u u mw w } } } } \ ] ` a    ߕ hGh~]OJQJmH sH hLh~]6OJQJhLh~]OJQJhLh~]5OJQJQ% % % % & & 1 1 1 1 2 2 3 3 O3 P3 4 4 5 5 7 7 a9 b9 : : ; ; = ]^= = > > Y? 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Enla Casa Blancala Casa Blanca. la Catlica la Cenicientala Chinala Circuncisin. SobreLa Citoyenne. Bajo la Ciudadla ClaraLa Combe la Commune la Comuna la Concordiala Constitucinla Controversela Controversia la Creacin.la Cruz la Cruz. Perola Damala Diosa Madre. la Diputacin la Doctrine la Doncellala Dusela Edad la Edad Mediala Edad Media. la Egeida La Electrala Elise LA ENAMORADA. la Escuela la Esfinge la Espaa la Esposala Esposa. Siente la Existencia La Fayette la Fecundidad la Feminidadla FemmeLa Femme Nouvellela Fenomenologa la Filosofa la Francillon la Frigia la Fronda la FuenteLa Glu la Gracia la Gran Diosa la Gran Isis la Gran Madre la Graziella la Grecia la Guerra La HabanaLa Haine la Hembra la Historia la Historia.la Historia. Momentosla Honnte Femme la Humanidadla Humanidad. Enajenadala Humanidad. Estla Humanidad. Hemosla Humanidad. Ningunala Idea la Idea. No la Iglesia la Iglesia. Yla Indiala India. Ellas La InglaterraLA INICIACIN SEXUAL.la Inquisicinla Internacional Comunista la Italiala Jornada Internacional LA JOVEN.la Judy La Juliette la Justicia la Juventudla Juventud Comunistala La la Legin LA LESBIANA.la Ley LA LIBERACIN la Libertadla Lunala Luzla Madre LA MADRE. la Madre. Alla Madre... Ms LA MADUREZ Ala Mama la Mantisla Marla Marela Mater la Maternidadla Maya la Mdulala Mdula. Por La Mthodela Miga LA MSTICA.la Mole la Motion la Muertela MujerLA MUJER CASADA.LA MUJER INDEPENDIENTE. la Mujer.la MujerTierraLa Musala Nada la Nada. EnLA NARCISISTA. la Natacha la Naturalezala Naturaleza. Cuandola Naturaleza. Desdela Naturaleza. Esla Naturaleza. Lala Naturaleza. Puedela Naturaleza. Quela Naturaleza. Unala Naturaleza. Yla Naturaleza... Ella Naturaleza.la Naturaleza. Yla Nef la Noblessela Nochela Noche. BajoLa Oficina Internacional la Okranala ONUla Operala Organizacinla Otra. Bastan la Paciencia la Parent.la Parent. Agradezcola Parfaite Amyela Pazla Perception.la Physiologie la Piscina la Pluralit la Polica la Polica.. la Pompadour la Prcieusela Prehistoriala Presencia. Ya la Presse la Provenzala Providencia la Redencin la Repblicala Restauracinla Resurreccin. Es la Revolucinla Revolucin IndustrialLa Rochefoucauld la Sabidurala Salptrire La Sexualit la Sinagoga la Sociedadla Suegra. DesdeLa Terre la Tierra la Tierra. la Tierra. Enla Tierra. Entrela Tierra. Esala Tierra. Escuchala Tierra. Lasla Tierra. Porla Tierra. Sabela Tierra. Todola Tierra. Todosla Tierra. Yala Unin Francesa la Unin Rusala URSSla URSS. Cerca LA VEJEZ.la Venus la Verdadla Victoria. Ella Vida LA VIDA DE la Vida. Es la Vida. EstaLa Viela Vinca la Virgenla Virgen Madrela Virgen Marala Virgen Mara.la Virgen. Entrela Virginidad. Tanla Voix la Volontla W.S ProductID____h[[/ _[_b[8___D8hhRT;MV3_VT_[[~ffff:f[:!EN-:f^. _[I4hh[ 9_99f__H%?j[ Xfno,m  u9[!N*[[_9"[]dTh||||OtV~C 6_ 9n~BB~&fff9h_f9~T~ [_d~9~_~f+Uef_W{Q92_ss h}SA99~PG@@G~~~[~RYN'p_|< jk hrKx59fJ==\__ flf`Fl_#9fL_g_v" _9~B~a[[[)w~fffq7>y(1$f0zfjic0_[_[Z_[___#,2 4:;@DHNUV\Ybhk!!"######$$ $X&b&&&'''''' ++..G.N.u........u2244445566)939s::::::::::H;M;??wCCDD"H-HHHKKMMMMNNNN~PP3Y>Yaaeeggh!hhhhiPkYkllJmQmmmmm9sDEOQWX_ŁƂǂ΂!v}AKˍ %.lqXbz%eu#* )3ENx.5:CtpvzU`8I  -7<AMZz-!4!i!p!k$p$k'v'%(*(--//000 00000Q0V00111Y1^111L5P5888899>:C:::<<==@@GBNBCCCCII$J-JsSxSSSAXHXF[K[[[]  "#%&0279>@!"$%/078:;@AOQXY[\hjsvyzƓǓȵɵ˵̵ѵӵ׵صߵÄĄpo qo vo wo xo zo o o o o o o o o o o o o o o / / / / / / / / / / / / / / / / / /  $%bcmnwxyz|(, v   &&'']]@Bjr'V_  u{,#.#Q-T-y6{6a:p:7W:Wss]_u9w9qqqq\v^vKPimDF 35'!@!OOVVoo%p/pppR\1232PJQJJJ!W*Wiiiiii6r7rgrhr~~~~ǀ9<mu'-$&ݷ(/0GLYYQt RT ikbe. .E.G...O/T//////0p6x6z|&Xa QSoqQS    ( ( . . / / k6 t6 ? ? rF |F N N V V \ \ B| H| # # , , , , B B sB uB B B P P UZ VZ |Z Z [ [ w w ~ ~ ,< 5< G G d d } } B D    ( > @ { } , . P P Q Q h h yi {i x x x H J J M ?* G* . #. 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